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Pelagia trataba al capitán lo peor que podía. Si le servía la comida le ponía el plato delante de manera que el contenido le salpicara y se derramara sobre la mesa, y si por casualidad le manchaba el uniforme iba en busca de un trapo húmedo, omitía el estrujarlo y desparramaba generosamente la sopa o el cocido sobre su guerrera, sin dejar de excusarse cínicamente por la guarrería. «Oh, no, por favor, kyria Pelagia, esto no hacía ninguna falta», protestaba él inútilmente. Al final ella se dio cuenta de que el capitán había adquirido el hábito de no arrimar su silla hasta que ella hubiera manchado la mesa de comida.
Su negativa a reconvenirla y su absoluta renuencia a ofrecer el tipo de amenazas que cabría esperar de un oficial de un ejército de ocupación sólo consiguieron sacarla de quicio. A Pelagia le habría gustado oírle gritar, ordenarle que pusiera fin a su insolencia, porque era tal la ira y la acritud que sentía, que sólo un enfrentamiento parecía susceptible de purgarla. Quería ventilar su enfado, sacudir los brazos como un predicador protestante; pero él, por lo visto, estaba decidido a frustrarla. El capitán se mantenía dócil y cortés, mientras ella se dedicaba en privado a practicar entrecerramientos de ojos y fruncimientos de labios que antes o después acompañarían al hipotético vendaval de recriminaciones e insultos que cada día esperaba con ilusión acumular sobre la cabeza de él. Tras dos meses de pasar las noches en vela, acurrucada en sus mantas sobre el piso de la cocina, Pelagia había perfeccionado diversas versiones del improvisado y vitriólico discurso con que esperaba dejarlo aturullado. Pero ¿cuándo iba surgir la oportunidad? ¿Cómo hace uno para estallar de justo rencor cuando el blanco del mismo se muestra circunspecto y cohibido?
El capitán no le parecía a ella el italiano típico. Cierto que a veces llegaba a casa un poco ebrio y que ocasionalmente sufría accesos de un incorregible buen humor; a veces entraba bruscamente y se postraba de rodillas, ofreciéndole una flor que ella aceptaba para luego dársela de comer, conspicua y sarcásticamente, a la cabra; a veces la cogía por el talle con la mano derecha, y la derecha de ella con la suya izquierda, y la hacía girar un par de veces como si bailaran un vertiginoso vals, pero esto sólo pasaba cuando su batería ganaba un partido de fútbol. Así pues, era impulsivo como el típico italiano y parecía que el mundo le traía sin cuidado, pero por otra parte daba la impresión de ser un sujeto muy reflexivo y un as en disimularlo. A menudo lo veía de pie junto a la tapia del patio con las manos a la espalda como un alemán, los pies separados, contemplando ensimismado las montañas o rumiando alguna cosa para la cual esas montañas eran poco más que un pacífico decorado visual. Ella adivinaba en él una tristeza emparentada con la nostalgia, pero sin llegar a serlo. «Ojalá -se decía Pelagia- fuese como los otros italianos, que me silban cuando paso o intentan pellizcarme el trasero. Entonces podría maldecirle, pegarle y llamarle "testa d'asino", y me sentiría muchísimo mejor.»
Un día, él se dejó la pistola encima de la mesa. Pelagia pensó lo fácil que le resultaría hurtarla y culpar a algún ratero oportunista. Se le ocurrió que hasta podría matarlo cuando entrara por la puerta, y luego unirse a los andartes con pistola incluida. Lo malo era que él ya no era un simple italiano sino el capitán Antonio Corelli, que tocaba la mandolina y se mostraba como una persona encantadora y muy respetuosa. En cualquier caso, a esas alturas podía haberlo matado con su Derringer, o haberle roto la crisma con una sartén, pero la tentación no se había presentado. De hecho, la idea era de por sí repugnante, y en el fondo habría sido contraproducente e inútil; sólo habría servido para provocar horribles represalias, y difícilmente habría contribuido a ganar la guerra. Pelagia decidió sumergir la pistola en agua durante unos minutos para que el cañón se oxidara por dentro y el mecanismo quedara atascado.
El capitán la sorprendió in fraganti cuando ella estaba precisamente sacándola del agua. Tenía el dedo índice metido por la guarda del gatillo y estaba sacudiendo aquel sorprendentemente pesado peso muerto a fin de escurrir las gotas. Pelagia oyó una voz a su espalda y del susto la pistola se le cayó de nuevo en la palangana.
– ¿Qué está haciendo?
– Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me ha dado.
El capitán contempló la pistola sumergida con aire de objetividad científica, enarcó las cejas y dijo.
– Veo que anda metida en una travesura.
No era esto lo que ella esperaba, pero igualmente su corazón empezó a galopar de miedo e inquietud, y una sensación de pánico la privó momentáneamente de habla.
– La estaba lavando -balbuceó, débilmente-. Estaba grasienta que daba pena.
– No imaginaba que fuera usted tan patéticamente ignorante -repuso el capitán, lacónico.
Pelagia se ruborizó al sentir una curiosa emoción, una emoción que provenía del sarcasmo de él y de su irónica insinuación de que ella era una chica tonta y simpática que hacía tonterías porque era demasiado tonta y simpática para saberlo. Él estaba fingiendo paternalismo, lo cual era tan exasperante como ser condescendiente sin ambages. Por otro lado ella seguía asustada, nerviosa por lo que él pudiera hacer, y también, en el fondo de su pensamiento, enfadada todavía por no haber conseguido provocarle.
– No es lo bastante falsa para ser buena embustera -dijo él.
– ¿Y qué esperaba? -preguntó ella, dándose cuenta de que no sabía qué había querido decir.
Pero el capitán sí parecía saberlo:
– Para todos ustedes ha de ser muy difícil tener que aguantarnos.
– Oiga, no tiene derecho… -empezó Pelagia, empleando las primeras palabras de su muy ensayado discurso y olvidando inmediatamente lo que seguía.
Corelli rescató la pistola del agua, suspiró y dijo:
– Supongo que me ha hecho un favor. Ya hace tiempo que debería haberla desmontado para limpiarla y engrasarla. Son cosas que se olvidan o se dejan para después.
– ¿O sea que no está enfadado? ¿Por qué no se enfada?
Él la miró burlón:
– ¿Qué tiene que ver el enfado con las cadencias? ¿De veras cree que no tengo nada importante en que pensar? Mejor pensemos en lo que importa y no nos metamos el uno con el otro. Yo no me meto con usted y usted no se mete conmigo, ¿de acuerdo?
Aquella idea le resultó novedosa e inaceptable. Pelagia no quería dejarle en paz, quería gritarle y darle un bofetón. Súbitamente abrumada, y con la cínica certeza de que no iba a salir mal parada, le cruzó la cara con todas sus fuerzas, alcanzándole en plena mejilla izquierda.
Él intentó recular a tiempo, pero no lo consiguió. Aturdido y perplejo, recuperó el equilibrio y se llevó una mano a la mejilla, como para consolarse. Le tendió a ella la pistola.
– Métala otra vez en agua -dijo-. Creo que así me será menos doloroso.
A Pelagia le sacó de quicio este nuevo truco, evidentemente pensado para anular toda su cólera. Frustrada más allá de la capacidad humana para el sufrimiento, levantó los ojos al cielo, apretó los puños, hizo crujir los dientes y salió a grandes zancadas. Una vez en el patio, dio una patada a un perol de hierro colado, consiguiendo con ello hacerse daño en el dedo gordo. Saltó a la pata coja hasta que se le calmó el dolor, y luego arrojó el delincuente perol por la tapia. Anduvo un rato cojeando con ímpetu y rencor, y arrancó una aceituna verde del árbol. Al comprobar que eso la consolaba, se dedicó a arrancar más. Cuando hubo reunido un buen puñado, volvió a la cocina y se las arrojó al capitán, que se había dado la vuelta en ese momento. Corelli se agachó mientras los proyectiles rebotaban inofensivamente contra él, y meneó la cabeza con aire divertido mientras Pelagia desaparecía de nuevo. Esas chicas griegas, menudo genio tenían. Se preguntó cómo era que nadie había ambientado una ópera en la Grecia moderna. Puede que lo hubieran hecho, después de todo. Tal vez debería componer una él mismo. Le vino a la mente una melodía y se puso a tararearla, pero al final resultó ser la Marsellesa. Se dio una palmada en la cabeza para expulsar al intruso y la canción se convirtió perversamente en la Marcha Radetzky.
– ¡Carogna! -gritó fuera de sí.
Pelagia, que estaba fuera, le oyó y echó a correr colina abajo hasta la casa de Drosoula, para ocultarse allí hasta que él se calmara.
A medida que pasaban los meses Pelagia notó que su enfado decrecía, cosa que la desconcertó y molestó. El caso es que el capitán se había convertido en un elemento más de la casa, como la cabra o incluso su padre. Se había acostumbrado a verlo sentado a la mesa, garabateando con furia, o en pleno trance con un lápiz entre los dientes. Cada mañana disfrutaba ella anticipadamente del pequeño placer doméstico de verle salir de su cuarto, diciendo «Kalimera, kyria Pelagia. ¿Ha llegado Carlo?», y al anochecer empezaba ya a preocuparse si él se retrasaba un poco. Luego, al verle llegar, suspiraba de alivio y sonreía contra su voluntad.
El capitán tenía ocurrencias muy simpáticas. Ataba un corcho a un trozo de cordel y corría por toda la casa persiguiendo a Psipsina, y a la hora de acostarse solía ir a llamarla porque normalmente, con gran tino e imparcialidad, la marta empezaba la noche con él y la terminaba con Pelagia. Se le veía a menudo de rodillas con una mano afianzada en la barriga del animal, mientras la marta fingía morderle y arañarle con sus zarpas; si por casualidad Psipsina se sentaba sobre una de sus composiciones, él iba a buscar más papel pautado en lugar de molestarla.
Al capitán lo poseía una gran curiosidad; podía quedarse sentado con enervante paciencia contemplando cómo las manos de Pelagia ejecutaban la danza de los ganchillos, hasta que a ella le parecía que su mirada irradiaba una extraña y poderosa fuerza que podía provocarle calambres y con ello hacerle perder un punto que otro. «Estaba pensando -dijo él un día- qué clase de música harían sus dedos si sonaran.» A ella la desconcertó aquella observación aparentemente disparatada, y cuando él comentó que no le gustaba cierta canción porque era de un tono castaño rojizo especialmente revulsivo, ella dedujo que o bien tenía un sexto sentido o bien uno de los cables de su cerebro estaba mal conectado. La posibilidad de que estuviera un poco loco le hizo sentirse un poco protectora, y fue probablemente esto lo que acabó con sus primeros escrúpulos. La maldita verdad era que invasor o no, italiano o no, el capitán hacía que la vida fuera más variada, rica y extraña.
Encontró un nuevo motivo para estar enojada, salvo que esta vez el enfado iba contra ella misma: parecía que no podía dejar de mirarle, y el capitán siempre la sorprendía.
Había algo en él, sentado a la mesa mientras rebuscaba entre la montaña de papeles que le exigía la bizantina burocracia militar italiana, que la instaba a mirarle regularmente. Como un reflejo condicionado. Seguro que él estaba pensando en cómo solucionar los problemas familiares de sus soldados; seguro que le estaba sugiriendo con tacto a la mujer de un cabo que fuera a hacerse unos análisis a la clínica; seguro que estaba firmando formularios por cuadruplicado; seguro que estaba tratando de aclarar por qué un envío de proyectiles antiaéreos había aparecido misteriosamente en Parma, y por qué había recibido en cambio un cajón de embalaje sellado. Seguro que sí; pero no había vez que ella le mirara a los ojos que no la pillara él con su irónica y persistente mirada, como si la tuviera agarrada por las muñecas.
Solían mirarse por unos segundos, y al final ella bajaba la vista, confusa, se ruborizaba un poco y volvía a su labor, a sabiendas de que tal vez le había desairado, pero consciente también de la desfachatez de aguantar su mirada un momento más. Pasados unos segundos ella volvía a alzar los ojos furtivamente, y en ese mismo instante él le devolvía la mirada. Era exasperante. Era inverosímil. Era engorroso hasta la humillación.
«Tengo que dejar de hacerlo», se decía ella, y convencida de que él estaba absorto en su trabajo, volvía a mirar y volvía a ser pillada. Intentó dominarse diciéndose: «No lo miraré en la próxima media hora.» Pero todo era en vano. Lo miraba a hurtadillas, él parpadeaba y la apresaba otra vez con su divertida sonrisa y una ceja enarcada.
Pelagia sabía que él le tomaba el pelo, que se mofaba de ella con tanta dulzura que era imposible protestar o sacar el asunto a colación a fin de hacer de ello tema de disputa. Al fin y al cabo, ella nunca le pillaba mirándola, la culpa era sólo suya. No obstante, en ese juego él llevaba siempre las de ganar, y en ese sentido la víctima era ella. Pelagia decidió utilizar otra táctica en esa guerra de miradas. Decidió sostenerle la mirada hasta que él cediera.
Se miraron durante lo que parecieron horas, y Pelagia se preguntó absurdamente si era admisible el pestañear. Empezó a verle la cara borrosa e intentó concentrarse en el puente de su nariz, pero también ésta se desenfocaba y volvió a mirarle a los ojos. Pero ¿cuál de los dos? Era como la paradoja del asno de Buridán: elecciones idénticas producen una indecisión absoluta. Fijó su atención en el ojo izquierdo, que pareció expandirse en un inmenso y fluctuante vacío, así que cambió al derecho. Su pupila la traspasó como una lezna. Resultaba muy extraño que un ojo fuera un abismo sin fondo y el otro un arma tan afilada como una lanza. Empezó a sentir vértigo.
Él no apartaba la vista. Cuando ya los vahídos estaban a punto de aturullarla del todo, él se puso a gesticular sin dejar de abarcarla con su encaro. Hinchaba rítmicamente las ventanas de la nariz y meneaba las orejas; desnudaba los dientes como un caballo y movía de un lado a otro la punta de la nariz. Finalmente puso cara de sátiro e hizo una mueca.
Pelagia notó que una sonrisa le tiraba de las comisuras con creciente fuerza. El último tirón fue irresistible, y de pronto soltó una carcajada y pestañeó. Corelli dio un brinco y empezó a bailar ejecutando absurdas cabriolas mientras gritaba:
– He ganado, he ganado.
El doctor levantó los ojos de su libro, y exclamó:
– ¿Qué? ¿Qué? ¿Cómo?
– Ha hecho trampa -protestó Pelagia, riendo. Y volviéndose hacia su padre-: Papá, ha hecho trampa, eso no es justo.
El doctor paseó la mirada del coribántico capitán a su remilgadamente risueña hija, se ajustó las gafas y suspiró:
– ¿Y ahora qué? -preguntó retóricamente, sabiendo muy bien lo que venía a continuación y procurando de antemano pensar la mejor manera de sobrellevarlo.