38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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36. EDUCACIÓN

Los muchachos habían hecho un kokoretsi con las menudencias de la cabra que le habían quitado al resentido monarca del pueblo, y estaban mirando cómo chisporroteaba sobre las pavesas. A todos se les había abierto el apetito, y para pasar el rato hasta que la comida estuviera lista Héctor decidió beneficiarles una vez más con sus conocimientos. Algunos de los andartes bostezaban con mal disimulado aburrimiento. Otros, que se habían visto forzados a unirse al grupo a falta de otra alternativa, aguantaban enfurruñados de resentimiento mientras pensaban que estaría bien llenarle de mierda la boca a aquel patán. Por la noche dos de ellos cogerían sus armas y desaparecerían en busca de una cuadrilla que combatía a los alemanes en lugar de a sus compatriotas griegos. Sabían que serían fusilados si los capturaban, pero incluso eso parecía mejor que quedarse allí. Un monárquico escribió «Erkhetai» en el polvo del camino y luego se esmeró en taparlo con agujas de pino para que Héctor no lo viera; era un canto de esperanza («Él vendrá») que no podía ser sino secreto. Cuatro republicanos venizelistas escucharon a Héctor y se preguntaron amargamente cómo todos los grupos habían terminado de algún modo en un comité de tres líderes comunistas y contrarios a los británicos, los únicos extranjeros que habían intentado hacer algo por ellos desde el inicio de la guerra. Cuando Héctor decía algo, era lógico suponer que la verdad era lo contrario de lo que decía; así se enteraba uno de las cosas, escuchando a Héctor y dándole la vuelta. Únicamente Mandras y otros dos líderes nominales le escuchaban con atención mientras él se paseaba arriba y abajo con su venerado ejemplar de ¿Qué hacer? bajo el brazo. Un búho ululó a lo lejos, como burlándose de su discurso, y la noche se hizo más fría a medida que el viento del norte agitaba las ramas de los pinos. Detrás de ellos, la cumbre de la montaña parecía meditar entre dos brillantes estrellas, sobresaliendo despóticamente sobre aquel bosque sin límites con su extrañamente entremezclada población de héroes, martas, jabalíes, bandoleros y ladrones.

«Y ahora, camaradas, quiero hablaros porque creo que muchos de vosotros no habéis aprendido todavía que sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario, y que el papel de vanguardia sólo puede llevarlo a cabo un partido que se guíe por la más avanzada teoría. La cuestión es que muchos de vosotros no tenéis una idea clara de cómo analizar nuestra experiencia histórica, lo cual conduce a un economicismo, a un concesionismo y a un democratismo estrechos de miras. Ahora bien, es cierto que este socialismo burgués, social reformismo burgués o socialismo oportunista es concienciación en un estado embrionario, pero no tiene en cuenta el necesario e irreconciliable antagonismo entre los intereses del proletariado y los intereses del oscurantismo reaccionario. No logra comprender la dialéctica de las contradicciones sociales. Veréis, los intereses del proletariado son diametralmente opuestos a los intereses de la burguesía. No es sólo la teoría sino también la praxis la que lo demuestra, y no hace falta que intente dar pruebas de ello porque es evidente. Lo que debemos tener siempre en mente es que el significado históricomundial de la lucha exige la intervención directa del proletariado en la vida social, y no cierto tipo de republicanismo parlamentario o de semiabsolutismo militar. El caso es que el comunismo siempre está a la cabeza a la hora de procurar la valoración más revolucionaria de cualquier acontecimiento, y que es siempre el más inconciliable en la lucha contra toda defensa del atraso. Y no quiero que penséis que podemos repudiar a los revisionistas y a los ideólogos eclecticistas de las clases dominantes organizando huelgas y constituyendo sindicatos, porque la política sindicalista de la clase obrera no es ni más ni menos que una política pequeñoburguesa de la clase obrera. Nosotros vamos mucho más allá.

»Es completa y científicamente cierto que lo que pretendemos es la emancipación política y económica de las masas, pero también sabemos perfectamente que el proletariado necesita ser guiado por una intelligentsia con la suficiente cultura y tiempo libre para teorizar; Marx, Engels, Plejanov y Lenin eran intelectuales burgueses que sacrificaron sus intereses de clase para despertar la conciencia del proletariado mundial, que aún no ha comprendido del todo la naturaleza de las estructuras que han de ser instauradas. A lo que apuntamos es a eliminar toda distinción entre obrero e intelectual, de ahí que necesitemos líderes con la suficiente experiencia y preparación para saber apartar a las masas espontáneamente concienciadas de teorías erróneas que se desvían de la necesaria e ineludible naturaleza de la concepción materialista de la historia.

»Necesitamos dirigentes que no sean susceptibles de lameculismo, líderes que no se rindan a las aspiraciones de la clase obrera sino que ayuden a los proletarios a formular aspiraciones correctas. Teniendo líderes adecuados no es necesario elevar al obrero a la categoría de intelectual, pues lo único que el obrero ha de hacer es depositar su confianza y su fe en los líderes que proporcionarán la organización estable que mantendrá la continuidad y logrará una comprensión científica de las condiciones objetivas.

»Sé que algunos de vosotros os habéis quejado de que no sometemos las decisiones al voto democrático, pero tenéis que entender que nos enfrentamos a un ejército de revanchistas, reincidentes, chovinistas y reaccionarios, y nuestra jefatura no puede dar la cara abiertamente. Y si no puede dar la cara, ¿cómo puede entonces llamarse democrática? La democracia implica una sinceridad que en nuestro caso sería suicida. Es evidente, ¿verdad? O sea que dejémonos de electoralismos. No es más que un juguete inútil y peligroso.

»Otra cosa. Cualquiera que piense un poco entenderá que la jefatura es una especialización funcional y que, por lo tanto, presupone una inevitable centralización. Así que basta de quejarse de que no luchamos lo suficiente contra los alemanes, y basta de quejarse de que haya que luchar contra el EDES y la EKKA. La jefatura central sabe exactamente lo que se hace. Ellos ven la situación en conjunto mientras nosotros sólo vemos una esquinita, y ésa es la razón de que nunca debamos actuar por iniciativa propia; si tratamos de hacernos los oportunistas podemos estropear algún plan de mayor envergadura. Oportunismo quiere decir falta de principios firmes y definidos. Entre los revolucionarios debe existir una absoluta confianza mutua, debemos mantenernos constantemente unidos ante la lucha decisiva. Y si alguien piensa lamentarse otra vez de tener que hacer frente a esos fascistas y reaccionarios de la así llamada guerrilla del EDES, dejadme que os recuerde que una mala paz no es mejor que una buena batalla. Ellos dicen que tienen el mismo enemigo que nosotros, pero nos debilitan al reclutar a gente que debería haberse afiliado a nosotros y al inculcarles una falsa conciencia del verdadero carácter de la lucha a nivel mundial. Es nuestro primordial deber histórico purgarlos, porque un partido, si se purga, va ganando en fuerza.

»Esto significa que hemos de ser solidarios en todo momento y mantener una férrea disciplina; de ahí que esté en concordancia con las estrictas demandas de justicia el que la jefatura haya decidido que todo aquel que se desvía firma su propia sentencia de muerte. Puesto que yo soy aquí el representante de esa jefatura, la cosa se resume al sencillo requisito de que debéis obedecerme a mí sin rechistar. En este momento histórico no hay lugar para escépticos ni parásitos ni falsos filántropos. Debemos tener la vista fija únicamente en el objetivo principal, porque cualquier otra cosa significa traicionar no sólo a Grecia y a las clases trabajadoras sino a la propia Historia. ¿Alguna pregunta?»

Mandras alzó la mano respetuosamente:

– No lo he entendido todo, camarada Héctor, pero quiero decir que puedes contar conmigo.

Algún día podría leer por sí solo aquel libro de Héctor. Podría sostenerlo entre sus manos como si estuviera impreso en hojas de diamante. De noche podría besar sus cubiertas y dormir con él bajo la cabeza como si su fenomenal sabiduría pudiera penetrar en su cerebro por capilaridad. Un día llegaría a ser un intelectual y ni el doctor ni Pelagia podrían decir lo contrario. Se imaginó de maestro de escuela, y que todos le llamaban «daskale» y escuchaban sus opiniones con avidez en la kapheneia. Se imaginó de alcalde de Lixouri.

Mandras no llegó a leer nunca aquel libro, y se ahorró la desilusión de descubrir que era una irracional e inmensamente tediosa diatriba contra una publicación comunista rival. Pero llegaría un momento en que comprendería todo cuanto Héctor decía y se empaparía de sus alucinaciones sobre la dictadura del proletariado como si de revelaciones de un santo se trataran.

Pero aquella noche, uno de los venizelistas que estaba a punto de arriesgar su vida pasándose al EDES se le acercó en la oscuridad, le ofreció amablemente un cigarrillo y le explicó lo siguiente:

– Mira, no hace falta que entiendas la jerga del pelma de nuestro amigo, porque en el fondo lo que cuenta es que hay que hacer lo que él dice o te rebanan el cuello. Así de simple. -El hombre, abogado en la vida civil, le palmeó la espalda y, al darse la vuelta, le dijo enigmáticamente-: Me das pena.

– ¿Por qué? -preguntó Mandras cuando él se alejaba, pero no obtuvo respuesta.

37. EPISODIO QUE CONFIRMA LA CONVICCIÓN DE PELAGIA DE QUE LOS HOMBRES NO SABEN DISTINGUIR ENTRE VALENTÍA Y FALTA DE SENTIDO COMÚN

Una voz magnífica retumbó a su espalda y el capitán Corelli, absorto en la lectura del panfleto, se quedó paralizado del susto.

– «Aquellos que buscan mi alma para destruirla irán a parar a lo más bajo de la tierra, morirán a espada, serán pasto de los zorros, Dios les disparará una flecha y de pronto estarán heridos.»

Corelli dio un salto y se vio frente a frente con la barba patriarcal del padre Arsenios, que le miraba con ojos llameantes desde la tapia, pues últimamente acostumbraba a sobresaltar a confiados soldados italianos mediante atronadoras improvisaciones sobre textos bíblicos en griego. Los dos hombres se miraron, Corelli con una mano en el corazón y Arsenios blandiendo su báculo de andar por casa.

– Kalispera, patir -dijo Corelli, que iba mejorando en etiqueta griega.

Arsenios escupió al suelo y declaró:

– «Tú los convertirás en un horno al rojo cuando llegue la hora de tu cólera, tú te los tragarás enteros en la hora de tu ira, y el fuego los devorará. Harás desaparecer sus frutos de la faz de la tierra, y su semilla de entre los hijos de los hombres, pues han ideado un pernicioso plan que son incapaces de llevar a cabo.»

El cura puso los ojos en blanco como un profeta, y para apaciguarlo Corelli dijo: «Cierto, cierto», pese a no haber entendido una sola palabra. Arsenios volvió a escupir, restregó la saliva contra el suelo y señaló al capitán para indicar que lo mismo le pasaría a él. «Cierto», repitió Corelli sonriendo educadamente, a lo que Arsenios respondió alejándose de un modo que pretendía transmitir repugnancia y certeza absoluta.

El capitán volvió a su lectura del panfleto, pero se vio interrumpido por el doctor y Pelagia que regresaban de una expedición médica, y por Carlo Guercio que llegaba en su jeep. Corelli ocultó rápidamente el documento en su guerrera, pero no pudo evitar que el doctor lo advirtiera.

– Ah -dijo el doctor-, veo que usted también tiene una copia. Gracioso, ¿no?

– Me cago en la guerra -dijo alegremente Carlo al entrar por la puerta del patio con su saludo habitual. Dio con la frente en una rama baja del olivo en que Mandras solía columpiarse y por un momento se quedó aturdido. Luego sonrió como un bobo-: Siempre me pasa lo mismo. A estas alturas ya debería saber dónde está la rama.

– Si no fuera usted tan alto… -apuntó el doctor-. Eso demuestra falta de previsión y sentido común. En Francia hubo un rey que murió de algo parecido.

– Creo que de momento estoy vivo -dijo Carlo, tocándose el incipiente chichón con el dedo índice-. ¿Han visto el panfleto?

Corelli le fulminó con la mirada, pero Pelagia repuso:

– Dicen que han aparecido esta noche en toda la isla.

– De hecho el capitán trata de esconder uno en estos momentos -dijo el doctor con júbilo.

– Propaganda británica -dijo el capitán, fingiendo un olímpico desinterés.

– Anoche no se oyó ningún avión -intervino Carlo-. Cuando vienen todo empieza a temblar, pero ayer no oímos nada de nada.

– Entonces no han sido los británicos -dijo alegremente el doctor-. Yo creo que aquí hay alguien que tiene acceso a una imprenta y cuenta además con un excelente servicio a domicilio. -Vio que Carlo se sonrojaba y le miraba enfadado y comprendió que era mejor no hablar-. Como usted dice, pura propaganda británica -agregó sin convicción, encogiéndose de hombros.

– Ha de ser alguien que sabe mucho -dijo Pelagia-, porque todo lo que pone es verdad.

Corelli enrojeció de ira y se levantó bruscamente. Ella temió por un momento que fuera a pegarle. Corelli extrajo el panfleto de su chaqueta y con gesto dramático lo rompió en dos y arrojó los papeles a la cabra.

– No es más que un montón de mierda -afirmó, y entró a grandes zancadas en la casa.

Los otros tres intercambiaron miradas, y Carlo hizo una mueca expresando miedo de mentirijillas. Luego se puso muy serio y dijo a Pelagia:

– Disculpe usted al capitán, y no le cuente que se lo he dicho yo, pero debe comprender su situación… al fin y al cabo, es un oficial.

– Lo comprendo, Carlo. No admitiría que es verdad aunque lo hubiera escrito él mismo. ¿Cree usted que puede haberlo escrito un griego?

– Qué estupidez -dijo el doctor, ceñudo.

– Bueno, yo pensaba…

– ¿Cuántos griegos podrían saber todas esas cosas, cuántos hay aquí que sepan escribir en italiano y cuántos que dispongan de transporte para repartir panfletos por toda la isla? No digas disparates.

Pero Pelagia siguió en sus trece:

– Muchas erres estaban escritas como pes, un típico error griego; puede que un italiano le pasara toda la información a un griego, puede que los imprimieran entre los dos, y luego puede que el italiano los repartiera con una motocicleta o algo así. -Sonrió triunfante y levantó las manos para indicar cuán simple era-. Además, todo el mundo sabe que la gente escucha la BBC.

Estando Carlo allí, Pelagia juzgó poco prudente mencionar que los hombres del pueblo escuchaban esa emisora, fumando como posesos en un armario grande allá en la kapheneia, de donde salían tosiendo y farfullando para llevar las noticias a sus respectivas esposas, quienes a su vez las transmitían a otras mujeres en el pozo o en las cocinas. No podía saber que los soldados italianos hacían otro tanto en sus barracones y demás alojamientos, lo que habría explicado por qué en la isla todo el mundo sabía los mismos chistes sobre Mussolini.

Carlo y el doctor Iannis se miraron, temiendo que si Pelagia no lo descubría, tal vez otro sí.

– No te pases de lista -dijo el doctor-, o te saldrán los sesos por las orejas. -Era una frase que le decía de niña.

Pelagia advirtió la intranquilidad de los dos, recordó que antes de la guerra el partido comunista había regalado a Kokolios una pequeña impresora manual -para fabricar propaganda del partido- y recordó que Carlo tenía acceso a un jeep. Meneó la cabeza como para desechar aquellas conjeturas y entonces se le ocurrió preguntarse dónde habrían conseguido los tipos de letra para la composición. Su momentánea sensación de alivio se desvaneció al recordar que su padre tenía un convenio con el hipocondríaco oficial de intendencia, el de los callos incurables. Miró primero a Carlo y luego a su padre y notó que la ira le atenazaba la garganta; si habían sido ellos, y era una conspiración, entonces ¿cuántas estupideces más serían capaces de hacer? ¿Es que no tenían conciencia del peligro?

– Lo malo de los hombres… -empezó, y entró en la casa detrás del capitán sin completar la frase. Echó a Psipsina de la mesa de la cocina, como si hacerle mimos al animal pudiera haber templado su sentido del peligro.

Carlo y el doctor levantaron las manos para dejarlas caer otra vez, unidos en un momento de cohibido y elocuente silencio.

– Debería haberla criado tonta -dijo al fin el doctor-. Cuando la mujer adquiere el poder de la deducción, no sabe uno cómo pueden acabar las cosas.