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Un día, el capitán Corelli decidió no trabajar porque su cabeza parecía vibrar con un seísmo. Tumbado en la cama de Pelagia, intentaba no abrir los ojos ni moverse; el menor rayo de luz le taladraba el cerebro como un puñetazo en el ojo, y cuando se movió tuvo la certeza de que el cerebelo se le había aflojado y se bamboleaba dentro de su cráneo. Tenía la garganta seca y correosa como el cuero, y no le cabía duda de que alguien la había utilizado para asentar navajas de afeitar. De vez en cuando le subía por el esófago una oleada de náuseas cuyos rizos se dirigían por igual hacia sus labios y hacia su estómago, y luchó con asco por reprimir los amargos torrentes de bilis que parecían decididos a buscar salida al exterior y decorarle la pechera. «Dios -gimió-. Oh, Dios, piedad.»
Abrió los ojos y procuró mantenerlos abiertos con ayuda de los dedos. Muy lentamente, como para que su cerebro no sufriera demasiado, miró en derredor y tuvo una inquietante alucinación. Parpadeó; sí, su uniforme estaba en el suelo y se movía solo. Comprobó medio atontado que su movimiento era independiente del movimiento circular de la habitación, y volvió a cerrar los ojos. Del interior de la guerrera surgió Psipsina, que saltó sobre la mesa a fin de ovillarse dentro de su gorra, su lugar de descanso favorito desde que había descubierto el placer del contorsionismo; se metió dentro, sobresaliendo de ella en una maraña de bigotes, orejas, cola y patas, y se durmió allí porque la gorra le recordaba regalos de salami y pieles de pollo. El capitán abrió los ojos, vio que su arrugado uniforme no estaba girando en armonía con el resto del mundo y se tranquilizó pensando que ya estaba mejor, hasta que un percusionista loco y metafísico se puso a tocar el timbal en sus sienes. Torció el gesto y se apretó los lados de la cabeza con la palma de las manos. Notó ganas de vaciar la vejiga, pero admitió con resignación que iba a ser una de esas veces en que necesitaría un punto de apoyo, en que se balancearía de mala manera, sería incapaz de ejecutar una emisión voluntaria y al final se encontraría inexplicablemente meándose encima a la vez que cayendo de bruces. Se sintió abrumado por la idea de la muerte y se preguntó si no sería preferible morir que sufrir. «Me quiero morir», gimió, como si al articular la idea ésta adquiriese mayor precisión y fuerza dramática.
Entró Pelagia portando una jarra de agua que depositó al lado de la cama junto con un vaso.
– Tiene que beberse toda esta agua -le dijo-. Es la única cura para la resaca.
– Yo no tengo resaca -repuso patéticamente el capitán-. Estoy muy enfermo, nada más.
Pelagia llenó el vaso y se lo acercó a los labios.
– Beba -le ordenó. Él sorbió con suspicacia y se sorprendió del efecto purificador del agua sobre su estado físico y psicológico. Pelagia volvió a llenar el vaso y le reprendió-: Nunca he visto a nadie tan borracho, ni siquiera en la fiesta del santo.
– Santo Dios, ¿qué hice?
– Carlo le trajo a las dos de la mañana. Para ser exactos, arremetió con el jeep contra la tapia, le transportó como un niño en brazos, tropezó, se hizo daño en las rodillas y despertó a los que aún no se habían despertado con tanto grito y tanta palabrota. Luego se tendió en la mesa del patio y se quedó dormido. Aún sigue allí. Ah, y por la noche se lo ha hecho encima.
– ¿De veras?
– Sí. Luego usted se despertó y se arrodilló delante de mí y empezó a cantar Io sono ricco e tu sei bella a voz en grito y desafinando muchísimo y se olvidó de la letra. Después intentó besarme los pies.
El capitán estaba consternado.
– ¿Desafinando, dice? Yo nunca olvido la letra de nada porque soy músico. ¿Qué hizo usted?
– Le di una patada y usted cayó de espaldas. Luego me declaró amor eterno y después vomitó.
Desesperado y avergonzado, el capitán cerró los ojos y dijo:
– Estaba borracho. Mi batería ganó el partido de fútbol, sabe. Eso no ocurre cada día.
– El teniente Weber pasó por aquí a primera hora. Dice que ustedes hicieron trampa, y que el partido se retrasó media hora porque dos chicos robaron el balón cuando salió por encima de un cercado.
– Eso fue sabotaje -dijo el capitán.
– No me gusta ese teniente. Me mira como si yo fuese un animal.
– Es nazi; también a mí me considera un animal. No tiene remedio. A mí me cae bien. No es más que un chiquillo, ya crecerá.
– Y usted es un borracho. Me huelo que ustedes los italianos siempre están borrachos, o robando, o persiguiendo chicas, o jugando a fútbol.
– También nadamos y cantamos canciones. Y no puede culpar a los muchachos por perseguir a las chicas, porque no pueden hacerlo en Italia; además, a algunas chicas les gusta. Déme más agua.
Pelagia frunció el ceño; había algo en las observaciones del capitán que a ella le resultaba ofensivo, incluso cruel. Por otra parte, su estado de ánimo era el ideal para discutir. Se puso en pie, le vació la jarra encima de la cara y dijo con vehemencia:
– Usted sabe perfectamente que nos fuerzan a ello con amenazas, y que si aceptamos es por pura necesidad. Además, a todos nos avergüenza que sus prostitutas anden por aquí. ¿Cómo cree que nos sentimos?
Al capitán le dolía demasiado la cabeza para discutir; le dolía tanto que era incapaz de reaccionar por más que una chica soltera acabara de empaparlo. No obstante, sí se sintió bruscamente propenso a una gran sensación de injusticia. Se incorporó y dijo:
– Todo lo que hace y dice es porque quiere que me disculpe, en todas sus miradas no veo más que reproches. Así ha sido desde que llegué a esta casa. ¿Cómo cree que me siento? ¿Por qué no se hace esta pregunta? ¿Cree que estoy orgulloso? ¿Cree que tengo vocación de oprimir a los griegos? ¿Acaso piensa que soy el Duce y que me ordené a mí mismo venir aquí? Ya sé que todo es una mierda, pero yo no puedo hacer nada. Está bien, de acuerdo, le presento mis excusas. ¿Satisfecha? -Y se dejó caer sobre las almohadas.
Pelagia puso los brazos en jarras, aprovechando la superioridad implícita en el hecho de estar ella de pie y él acostado. Hizo una mueca de disgusto y dijo:
– ¿Me está diciendo en serio que usted es tan víctima como nosotros? Pobrecito, qué pena.
Se acercó a la mesa, reparó en la soñolienta presencia de Psipsina en la gorra del capitán y sonrió para sí mientras miraba por la ventana. Estaba frustrando el efecto de cualquier respuesta por parte del capitán al asegurarse de que él no pudiera mirarla a los ojos mientras lo hacía. Realmente le daba lástima, no podía ser hostil con una persona que permitía que una marta durmiera en su gorra, pero no pensaba dejar que su rostro acusase el efecto que sentía habiendo en juego unos principios.
No hubo respuesta. Corelli miró la silueta de Pelagia a la luz de la ventana y le vino a la cabeza una melodía. Pudo visualizar sus dedos caminando por el diapasón de la mandolina, pudo oír las disciplinadas notas vibrando en el registro agudo, cantando el elogio de Pelagia al tiempo que se hacían eco de su ira y resistencia. Era una marcha, una marcha acerca de una mujer que practicaba la guerra a base de palabras injuriosas y amabilidades. Oyó tres acordes sencillos y una melodía marcial que insinuaba un mundo de indulgencia. Oyó surgir y cobrar fuerza aquella melodía, estallando en un torrente de brillantes trémolos más diáfanos que el trino de los zorzales, más pelúcidos que el mismo cielo. Comprendió, no sin cierto fastidio, que harían falta dos instrumentos.