38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 46

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46. BUNNIOS

En la cumbre del monte Aínos, Alekos se levantó al amanecer de su cama de pieles y se recordó que tendría que ordeñar unas cuantas cabras si pensaba hacer queso. Pero antes de nada era momento de coger su fusil y comprobar que toda su grey estuviera aún en su sitio. Últimamente había aparecido gente que se llamaba a sí misma «andarte» y que intentaba robarle las cabras. Ya había matado a dos y dejado su carne a la intemperie para los buitres negros.

Alekos no lo entendía. Esas cosas no sucedían desde los tiempos de su bisabuelo, cuando a aquellos andartes se los conocía como kleftos. Qué más le daba a él, se había comprado dos rifles nuevos y un montón de cartuchos gracias a los ladrones de cabras, y dudaba mucho de que volvieran a aparecer por allí. Para subir a aquella montaña se necesitaba una tenacidad y un brío increíbles, y él probablemente había matado a los dos únicos hombres lo bastante fuertes de piernas y pulmones para conseguirlo.

Tal vez tenía que ver con la guerra. Había notado ya que debía de haber una guerra, pues algunas noches el cielo se iluminaba con lejanos reflectores, y a menudo veía los fogonazos de los cañones seguidos de un ruido sordo y distante. Era bonito y muy entretenido sentarse por las noches a la intemperie a mirar los fuegos artificiales y a comer queso remojado en aceite de oliva y tomillo. De aquel modo se sentía menos solo, y confiaba que la guerra no terminase antes de la feria del santo. El día en que el doctor subió al monte le había confirmado que en efecto había guerra, que mucha gente se moría de hambre y que los más pequeños habían pasado directamente de niños a viejos menudos de barba sutil y espalda encorvada. Daba la impresión de que sus estómagos les habían dicho que no merecía la pena molestarse en ser joven, y daba la impresión de que la Madre Naturaleza no tardaría en hacer que los bebés salieran del vientre materno metidos ya en un ataúd.

Cuando el Liberator pasó rezongando sobre su cabeza, no le prestó demasiada atención porque solían volar de dos en dos o de tres en tres y desaparecer como murciélagos ruidosos hacia algún punto del continente.

Pero esta vez levantó los ojos, quién sabe si por instinto, y contempló una imagen especialmente espectacular. Una suerte de hongo blanco descendía a merced del viento con un hombrecillo colgando debajo, y lo maravilloso era que el sol naciente se reflejaba ya en la seda antes de haber tenido tiempo de ser un mero vislumbre de resplandor sobre el horizonte. Alekos se puso en pie y miró fascinado. Tal vez fuera un ángel. Desde luego, iba de blanco. Se persignó y trató de recordar alguna oración. Nunca había oído hablar de ángeles suspendidos de un hongo, pero uno nunca sabe. Y parecía que el ángel traía una roca grande, un paquete tal vez, colgando de sus pies mediante una cuerda.

El ángel tiraba fuerte de un lado de las cuerdas que lo sujetaban al hongo, y en el último momento pareció que bajaba tan deprisa que se iba a estrellar. Alekos se sintió en cierto modo satisfecho de tener razón cuando el ángel, efectivamente, cayó con un golpe sordo, rodó de costado, se dio de cabeza contra una roca y fue arrastrado por el suelo con el viento de lado hinchando la seda. Alekos cogió uno de sus fusiles y corrió hacia allí; era mejor asegurarse, porque podía ser que los ángeles de ahora estuvieran tan famélicos que les diese por robar cabras.

Era un ángel de cara muy colorada y estaba hecho un lío de cuerdas entre la tela del diáfano hongo blanco. Alekos amartilló el arma y apuntó al ángel entre los ojos. Éste los abrió, le miró educadamente, dijo «¡Eh, alto!» y se durmió al momento.

Alekos tardó lo suyo en desenredar al ángel de sus cuerdas y correajes, y pensó que la excelente tela del hongo le iría de maravilla para hacerse una sábana de lujo. En medio tenía un ingenioso agujero por donde uno podía meter la cabeza, lo cual permitía utilizar el hongo como túnica. Alekos decidió que se la pondría para la fiesta del santo si el ángel se la regalaba y le dejaba cortar las cuerdas.

Trasladó al visitante celestial hasta su cabaña y luego abrió el paquete grande que había caído con él; contenía una pesada caja metálica con botones y un pequeño motor. Alekos no tenía un pelo de tonto, y dedujo que el ángel había traído el motor para construirse algún tipo de vehículo.

Durante dos días lo alimentó de miel, yogur y otras golosinas que juzgó adecuadas para una criatura de otro mundo como aquélla, y se sintió jubiloso cuando el ángel empezó a incorporarse, se rascó la cabeza y habló.

Lo malo fue que no logró sacar nada en claro de lo que decía. Reconoció, sí, algunas palabras, pero el ritmo del lenguaje angélico se le escapaba por completo, las palabras parecían no encajar unas con otras, y hablaba como si tuviera una piedrecita en la garganta y una abeja en la nariz. El ángel estaba visiblemente molesto por su falta de comprensión lo que a Alekos le hizo sentir un temeroso remordimiento aun cuando la culpa no fuera suya. Tuvieron que echar mano de la comunicación por señas y expresiones faciales.

Lo más curioso del ángel era que cuando quería comunicarse con Dios o con algún santo, empezaba a toquetear la caja metálica y a producir un montón de siseos y silbidos y chisporroteos. Entonces Dios respondía en idioma angélico, pero se le oía tan lejano y tan ceremonioso que Alekos comprendió por primera vez lo difícil que le resultaba a Dios hacerse oír. Empezó a reconocer palabras que se repetían con frecuencia: «Charlie» y «Bravo», «Wilco» y «Roger». Otra cosa rara de aquella criatura era que llevaba pistola, una automática ligera, y unas cuantas piñas de hierro muy pesadas y de color caqui con una palanquita metálica que a él no le dejó tocar. Todos los ángeles que Alekos había visto en película llevaban espadas o lanzas, y le parecía extraño que Dios hubiera decidido modernizarse.

Pasados cuatro días el ángel empezó a mostrar síntomas de querer marcharse, y Alekos, después de vencer su renuencia a dejar las cabras a merced de los ladrones andartes, le dio un golpecito en el pecho, sonrió y le hizo señas de que le siguiera. El ángel aceptó agradecido y le dio una chocolatina que Alekos se zampó de un bocado, aunque luego sintió náuseas. De todos modos, el ángel no quería salir a la luz del día y Alekos hubo de esperar al crepúsculo. También quiso cambiar sus correajes por una piel de cabra. En lo que atañía a Alekos, era el mejor trato que había hecho en su vida y naturalmente aceptó con presteza, aunque sintió una punzada de culpa por haber timado a un ángel, si bien involuntariamente y con consentimiento del otro. El ángel depositó la caja metálica y el motorcito en la piel de cabra, hizo un atado y se echó el fardo a la espalda.

Alekos sabía que la única persona que podía tener alguna idea del idioma de los ángeles era el doctor Iannis y, en consecuencia, a su casa llevó al ángel. Fueron cuatro días viajando por la noche con lo que a Alekos le pareció un innecesario sigilo, y tres días de esconderse entre los matorrales bajo un sol abrasador, acribillados por los mosquitos y procurando hablar en voz baja. Parecía más que probable que Dios hubiera expulsado a aquel ángel del cielo a causa de su demencia. Pero Alekos no era de los que protestaban; el ángel tenía el pelo muy rubio, era extraordinariamente alto, mostraba una infatigable capacidad de resistencia y conservaba todos sus dientes, lo que le daba una seductora sonrisa. También ponía mala cara cuando había cerca algún soldado alemán o italiano, y de ello dedujo Alekos que Dios era sin duda del bando griego.

Al doctor Iannis le despertó a las tres de la madrugada un tamborileo de dedos en su ventana. Se quedó un momento inmóvil, preguntándose de mal humor cómo podía una rama hacer ese ruido si allí no había ningún árbol. Finalmente abandonó la cama y fue a abrir la contraventana. Vio a Alekos, lo cual fue ya una sorpresa, pero vio también a un hombre rubio y muy alto, vestido con la fustanella de los evzones. Alekos notó la perplejidad en la cara del doctor, levantó las manos, se encogió de hombros y dijo:

– Le traigo un ángel. -Y se marchó antes de que pudieran exigirle responsabilidades.

El ángel sonrió y tendió la mano, diciendo:

– Me llaman Bunnios.

El doctor estrechó la mano que se le ofrecía a través de la ventana y dijo:

– Soy el doctor Iannis.

– Caballero, a su gentileza apelo, por el bien de su patria debo parlamentar con vuestra merced acerca de cierto asunto privado.

El doctor enarcó las cejas, totalmente perplejo:

– ¿Qué?

El desconocido indicó por señas que quería entrar, y el doctor suspiró con impaciencia pensando que tendría que decirle que diera la vuelta hasta la puerta. Pero tan pronto asintió con la cabeza, el hombre se apoyó en el marco de la ventana y se coló de un salto. Arrojó al suelo su piel de cabra con todo el material y estrechó una y otra vez la mano del doctor. Entró Pelagia con cara de sueño. Había oído los ruidos y vio a un hombre vestido con la gorra de borla, la falda y los calzones blancos, el chaleco bordado y las sandalias con pompón que constituían el traje de fiesta en algunas partes del continente. Lo llevaba todo muy sucio pero no había duda de que era nuevo. Lo miró asombrada, se llevó una mano a la boca y con ojos desorbitados preguntó a su padre:

– ¿Quién es éste?

– ¿Que quién es éste? -repitió el doctor-. ¿Y cómo quieres que lo sepa? Aleko ha dicho que era un ángel y se ha largado. Dice que se llama Bunnios, y habla el griego como los negros del África.

El extravagante personaje inclinó la cabeza y estrechó la mano de Pelagia. Ella la dejó flácida, sin ocultar su perplejidad. Él le sonrió encantadoramente y dijo:

– Permita que me haga lenguas de su lozana hermosura y de su muchachez.

– Y yo Pelagia -dijo ella. Luego le preguntó a su padre-: ¿Qué habla? Katharevousa no es.

– Claro que no. Y romaico tampoco, desde luego.

– ¿Será búlgaro o turco, o algo así?

– Griego de los tiempos antiguos -dijo el hombre, y añadió-: Pericles. Demóstenes. Homero…

– ¿Griego antiguo? -exclamó Pelagia sin dar crédito a sus oídos.

Retrocedió, temerosa de estar en presencia de un fantasma. De niña había oído hablar del Emperador de Mármol a quien un ángel llevaba a una gruta de donde él regresaría tarde o temprano para derrotar a los opresores. Pero aquel ser más parecía de carne que de mármol, y además todo eso eran cuentos. Había también la leyenda de unos forasteros rubios del norte que traerían la liberación. A saber.

El doctor se tocó la frente con el índice y levantó la vista con aire triunfal.

– ¿Inglés? -preguntó.

– Anglio, sí -concedió el hombre-. Más, ruégole que…

– De acuerdo, no se lo diremos a nadie. ¿No podríamos hablar en inglés? Su pronunciación es horrorosa, sabe. Me produce dolor de cabeza. Pelagia, trae un vaso de agua y unos boniatos.

El inglés sonrió con un más que patente alivio; había sido una lata estar hablando griego de la mejor escuela pública y que no le entendiera nadie. Le habían dicho que dadas las circunstancias él era lo más parecido a un verdadero grecófono que podían encontrar, pero él sabía muy bien que el griego moderno no era lo mismo que el griego de Eton, aunque ni por un momento se le había ocurrido que sus palabras iban a resultar tan ininteligibles. Además, estaba claro que alguien del servicio de inteligencia tenía una idea totalmente aberrante de cómo vestía la gente en Cefalonia.

– Tenemos a oficial italiano en una habitación durmiendo -dijo el doctor, cuyo inglés no era tan bueno como a él le gustaba pensar-, así que please hablamos en voz baja.

El inglés desató su piel de cabra y sacó un revólver. Pelagia se quedó paralizada de miedo. Si de ella dependía, nadie iba a matar a su Antonio. El inglés vio su cara de consternación y dijo:

– Pura precaución. No quisiera provocar ninguna represalia, a menos que me vea obligado a ello.

– ¿Espía? -preguntó el doctor-. ¿Servicio secreto?

El hombre asintió.

– Supersecreto -dijo-. ¿Tienen algo de ropa para prestarme? Se lo agradecería mucho.

El doctor señaló la fustanella:

– Esta ropa no de Cefalonia. -Indicó la fotografía enmarcada que había en la pared de un joven con pantalones hasta la rodilla, faja blanca en la cintura, gorra, también blanca y un chaleco con dos hileras de grandes botones plateados-. Esa sí -explicó pero sólo en fiestas. Vestimos como ustedes. Yo le traigo ropa, usted me da la fustanella, ¿okey?

El doctor siempre había querido tener un conjunto de fustanella pero nunca se lo había podido comprar. Mientras buscaba algunas prendas corrientes dijo «Gracias Wiston Sursil», alzando los ojos al cielo como si Churchill fuese la divinidad. Algún día los asombraría a todos en algún festejo. Sonrió anticipando su deleite. Los mangas de la kapheneia pensarían que había renunciado a ser un alafranga europeizado para convertirse en uno de aquellos fustanellophoroi tradicionalistas. Pensó dónde podría encontrar una de aquellas complicadas gaitas típicas, un tsibouki, para dar el toque final.

No fue fácil meter al espía en las prendas de un hombre más bajo, aunque hubo la pequeña consolación de que ambos tenían idéntica talla de sombrero. El embragado inglés partió rumbo a Argostolion al despuntar el día con las vueltas del pantalón a media pantorrilla sonrosada y la chaqueta inabrochable, llevando su equipo en un saco de arpillera, suministrado también por el doctor, quien no quiso dejarle marchar sin antes darle un buen consejo:

– Mire, ¿okey? El acento suyo terrible, terrible. Mejor no hablar, ¿entiende? Usted callado hasta que aprenda. Ah, y cuidado con los andartes. Ladrones, no soldados, ellos dicen son comunistas, pero son ladrones. No les interesa la guerra, ¿entiende? Italianos okey, alemanes no tanto, ¿comprendido?

Y así, el teniente Bunny Warren, trasladado temporalmente de la Guardia Real al Departamento de Operaciones Especiales, estableció su hogar, haciendo gala de una iniciativa sorprendente y de un descaro mayúsculo, en una casa grande donde se alojaban ya cuatro oficiales italianos. Los dejó a los cuatro boquiabiertos tratando de comunicarse con ellos en latín, y cada semana iba a pie hasta la choza desocupada donde había instalado su radio y su motor recargable. Desde allí informaba detalladamente a El Cairo sobre los movimientos de tropas y número de efectivos, sólo por si los aliados decidían invadir Grecia en lugar de Sicilia.

Era una vida muy solitaria, y exasperante que lo tomaran a uno por loco, pero esa locura era probablemente el mejor camuflaje. Con su ceñida armadura llena de soberanos de oro recorrió Cefalonia a pie memorizándolo todo, y en un par de ocasiones subió al monte Aínos para presentar sus respetos a su primer anfitrión, quien no acababa de convencerse de que no fuera un ángel. A veces se reunía con el muy peripatético padre Arsenios y se hacía pasar por otro fanático de las profecías religiosas.

La radio no le falló nunca. Era una Brown B2. Tenía sólo dos lámparas Loctal y una antena que parecía realmente la cuerda de tender la ropa, funcionaba conectada a la red o mediante una pila de seis voltios y, con sus escasos quince kilos de peso, era un milagro de miniaturización.