38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 49

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49. EL DOCTOR ACONSEJA AL CAPITÁN

El doctor y el capitán estaban sentados a la mesa de la cocina, Corelli cambiando una cuerda rota de su mandolina mientras se lamentaba de que fuera imposible conseguir cuerdas nuevas.

– ¿Y si prueba con hilo de sutura? -preguntó el doctor, inclinándose para inspeccionar la difunta cuerda con las gafas puestas-. Creo que tengo del mismo grosor.

– Tiene que ser idéntica -replicó Corelli-. Si es demasiado gruesa, entonces hay que tensar la cuerda más de lo que admite el instrumento, y éste acaba doblándose por la mitad. Si es demasiado fina, queda muy floja para sonar como Dios manda y entonces trastea.

El doctor suspiró.

– ¿Está pensando en casarse con Pelagia? -preguntó repentinamente-. Creo que tengo derecho a saberlo, ya que soy su padre.

Al capitán le sorprendió la franqueza de aquella pregunta y no supo contestar. Las cosas habían podido seguir adelante únicamente sobre la base de que nadie sacara el asunto a colación; las cosas no podían funcionar más que en el entendido de que era un secreto que conocía todo el mundo. Miró consternado al doctor, boqueando sin articular palabra como el pez desprevenido al que una ola acaba de arrojar a un banco de arena.

– Aquí no podéis vivir -dijo el doctor. Señaló la mandolina-. Si quiere ser músico éste es el sitio menos indicado. Tendría que irse a su país o a Norteamérica. Y no creo que Pelagia pudiese vivir en Italia. Ella es griega. Se moriría como una flor privada de luz.

– Ah -dijo el capitán, pues no se le ocurrió ninguna observación inteligente.

– Es verdad -dijo el doctor-. Sé que no ha pensado en ello. Los italianos obran siempre sin prever las cosas, ésa es la gloria y la ruina de su civilización. Un alemán calcula con un mes de antelación cómo se le van a mover las tripas por Semana Santa, y los británicos lo planean todo a posteriori, así siempre parece que todo ha ocurrido como ellos preveían. Los franceses hacen planes como si estuvieran en una fiesta, y los españoles… bueno, a saber. En fin, que Pelagia es griega, a eso iba. ¿Funcionará la cosa, incluso pasando por alto la evidente falta de sentido práctico de la empresa?

El capitán desenrolló el resto de cuerda del clavijero y contestó:

– Con todos los respetos, yo no lo veo así. Se trata de una cosa más bien personal. Le seré franco, dottore. Pelagia me ha dicho que usted y yo nos parecemos mucho. Yo estoy obsesionado con la música, usted con la medicina. Los dos somos hombres que se han buscado un objetivo, y a ninguno de los dos nos importa demasiado lo que puedan pensar los demás. Ella ha llegado a quererme sólo porque primero aprendió a querer a un hombre que es igual a mí. Y ese hombre es usted. De modo que el ser griego o italiano es puramente accesorio.

El doctor se sintió tan conmovido por aquella hipótesis que sintió aflorar un nudo a la garganta. Se dominó y dijo:

– Usted no nos comprende.

– Claro que los comprendo.

El doctor se sulfuró un poco. Su vehemencia, por tanto, aumentó:

– Ni hablar. ¿Se cree que va a conseguir una chica guapa y sumisa y que su vida será como un jardín de rosas? ¿Ya no recuerda que me preguntó por qué los griegos sonríen cuando están enfadados? Pues déjeme decirle una cosa, joven. Cada griego, sea hombre, mujer o niño, lleva dos griegos en su interior. Tenemos hasta una terminología especial para cada uno. Forman parte de nosotros, del mismo modo que todos nosotros escribimos poemas y que todos estamos convencidos de saber todo lo que hay que saber. Somos hospitalarios con los desconocidos, somos unos nostálgicos, nuestras madres tratan siempre a sus hijos mayores como si fueran chiquillos, nuestros hijos llevan a sus madres en bandeja y pegan a sus esposas, detestamos la soledad, tratamos siempre de averiguar si tenemos algún parentesco con los desconocidos, empleamos con frecuencia todas las palabras largas que conocemos, salimos a dar un paseo al caer la tarde para husmear lo que hace el vecino, todos pensamos que estamos a la altura del mejor. ¿Me comprende?

El capitán estaba perplejo:

– Esos de los dos griegos no me lo había explicado.

– ¿No? Bien. -El doctor se puso en pie y empezó a andar por la cocina, haciendo elocuentes ademanes con la mano derecha mientras sostenía en la izquierda su pipa-. Mire, he viajado por todo el mundo. He estado en Santiago de Chile, Shanghai, Estocolmo, Addis Abeba, Sydney… Y todo ese tiempo estuve aprendiendo a ser médico, y puedo decirle que nadie es más como en realidad es que cuando está enfermo o herido. Es entonces cuando se ven las cualidades de cada uno. Y casi siempre he estado en barcos cuya tripulación era mayoritariamente griega. ¿Se da cuenta? Somos una raza de exiliados y marinos. Sé más de la idiosincrasia griega que la mayoría de la gente.

»Le hablaré primero de los helenos. El heleno posee un rasgo distintivo al que llamamos «sophrosune». Este griego evita los excesos, conoce sus límites, reprime la violencia interior, busca la armonía y cultiva el sentido de la proporción. Cree en la razón, es heredero espiritual de Platón y Pitágoras. Este tipo de griego es desconfiado respecto a su propia naturaleza impulsiva y le encanta cambiar por cambiar, y se impone disciplina para evitar la pérdida espontánea del control. Ama la cultura por sí misma, no toma en cuenta el poder ni el dinero cuando valora a otra persona, acata escrupulosamente la ley, se figura que Atenas es el único lugar importante del planeta, detesta los compromisos deshonrosos y se considera la quintaesencia del europeo. Esto es por la sangre de nuestros ancestros que aún fluye en nosotros.

Hizo una pausa, exhaló unas bocanadas de humo de pipa y continuó:

– Pero además del heleno hemos de convivir con el romoi. Déjeme que le explique, capitán, que esta palabra significa originariamente «romano», y éstas son las cualidades que aprendimos de sus antepasados, que en cientos de años de dominio no consiguieron el menor avance tecnológico y esclavizaron a naciones enteras sin la menor consideración hacia la ética. Los romoi son gente muy parecida a sus fascistas, así que con ellos se sentirá como en familia, aunque intuyo que usted personalmente no comparte sus vicios. Los romoi son improvisadores, persiguen el poder y el dinero, no actúan racionalmente sino por instinto e intuición, con lo cual meten siempre la pata. No pagan impuestos y sólo acatan la ley cuando no queda más remedio, consideran la cultura como un medio para progresar, comprometerán siempre un ideal por culpa del egoísmo, y les gusta emborracharse, bailar y cantar y partirse mutuamente la cabeza a botellazos. Su brutalidad y su maldad son tales que para que se haga una idea le diré que salen perdiendo bastante comparadas con sus asesinatos de nativos en Etiopía o sus bombardeos de hospitales de campaña de la Cruz Roja. El único punto de contacto entre las dos caras de un griego es el que lleva la etiqueta «patriotismo». El romoi y el heleno morirán alegremente por Grecia, pero mientras el heleno luchará humanamente y con sensatez, el romoi utilizará todos los subterfugios a su alcance y sacrificará inútilmente las vidas de sus propios hombres, igual que hace su Mussolini. De hecho calculan su gloria por el número de los que han enviado a la muerte, y una victoria sin sangre les parece decepcionante.

El capitán se mostró escéptico:

– ¿Qué me está diciendo, entonces? ¿Qué Pelagia tiene una faceta que desconozco y que me chocaría si la conociera?

El doctor Iannis se inclinó hacia adelante y atravesó el aire con un dedo:

– Exactamente. Y otra cosa: yo también tengo esa faceta. Usted no la ha visto nunca, pero la tengo.

– Con todos los respetos, dottore, no me lo creo.

– Me alegro, capitán. Pero en mis mejores momentos yo conozco la verdad.

Se produjo un silencio, y el doctor se sentó a la mesa para encender de nuevo su poco cooperadora pipa, con aquella mezcla repelente de fárfara, pétalos de rosa y otras hierbas que ni siquiera se aproximaba a lo que se conoce por tabaco. Tosió convulsivamente.

– Yo la quiero -dijo Corelli al fin, como si ésa fuera la respuesta al dilema, y tal era en su opinión. De pronto le asaltó una duda-: ¿No será que se resiste a perder a su hija? ¿Está intentando desanimarme?

– Es sólo que tendríais que vivir aquí. Si ella fuera a Italia se moriría de morriña. Conozco a mi hija. Es posible que le tocara elegir entre amarla y ser músico.

El doctor salió de la habitación, más por un efecto teatral que por otra cosa, y luego volvió a entrar.

– Una cosa más. Esta es una tierra muy antigua y no hemos tenido más que masacres en los últimos dos mil años. Sacrificios, guerras, asesinatos. Tenemos tantos sitios llenos de fantasmas rencorosos que cualquiera que se acerque o viva en ellos acaba loco o se vuelve un desalmado. Yo no creo en Dios, capitán, y no soy supersticioso, pero sí creo en los fantasmas. En esta isla ha habido masacres en Samos, en Fiskardo y qué sé yo dónde más. No serán las últimas. Es sólo cuestión de tiempo. Así que no haga planes.