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Imaginamos el espectro de Homero escribiendo:
«Para infligir estragos en un hombre fuerte, aun en el más fuerte, nada hay tan horrendo como el mar. Pero no existió inenarrable desierto de agua salada, ruda arrogancia de olas sacudiendo tierra firme, ni alífera barredura del viento de tan desoladores resultados como la parálisis del general Gandin. Fue impulsado a la inacción por el peso de su congoja, y en la fecundidad de sus expedientes fue menos dotado que un yermo o un lago de sal. Era el más acobardado, el menos voluntarioso de los hombres nacidos para morir, un hombre que se desvaneció de golpe en un silencio ciego. Soportó el implacable dolor de verse obligado a tomar decisiones, y su confusión le causaba igual desamparo que a aquellos contemporáneos míos que contemplaban el vuelo de las aves a la luz del sol, sin saber cuáles podían traer un mensaje de los cielos.
»Si algún estímulo avivó la simiente de su inactividad, fue la esperanza vana y la desesperada necesidad de escatimar la sangre de los desventurados a quienes realmente amaba. Tomó una ruta ciega condenándolos en poco tiempo a un destino espantoso; incapaz de ver máscara de falacidad en las promesas de los nazis, al confiar en éstos condenó a sus jóvenes hermosos a abandonar sus restos a merced de los perros y las aves de rapiña, o a yacer amortajados en la profunda arena del océano infinito después que los peces del mar los hubieran desollado. Pálido de miedo, disimulando un corazón turbado por medio de necias gestiones y una tempestad de órdenes de diáfana irracionalidad fijó el momento apropiado para que sus guerreros no sólo abandonasen aquella encantadora isla sino la vida misma.»
Así pudo haber escrito el bardo invidente, pues era innegable que al general Gandin le faltaba la clarividencia del taimado Ulises y que tampoco le guió Atenea, diosa de límpida mirada. Roma dictaba órdenes contradictorias, y desde Atenas Vechiarelli impartía órdenes ilegales. A Gandin no le dieron ningún punto de apoyo y, por tanto, no fue capaz de mover la tierra.
Pero todo ello sucedió lentamente. Empezó con la radio. Las ventanas temblaban al paso de los aviones angloamericanos, y Carlo manipulaba los controles de una máquina que durante mucho tiempo no había emitido nada más que frustrantes ruidos y chirridos desde Italia. En Sicilia sus compatriotas se rindieron tan aliviados como contentos, y era un secreto a voces que Badoglio quería poner fin a la guerra. El 19 de julio, Estados Unidos lanzó sobre Roma mil toneladas de explosivo, destruyendo vías férreas, campos de aviación, fábricas y edificios del gobierno y causando centenares de muertos, pero sin tocar las construcciones históricas ni el Vaticano. El Papa aconsejó paciencia a las masas displicentes. El 25 de julio, el rey Victor Manuel hacía encarcelar al improbable mandamás de su primer ministro y nombraba en su lugar al venerable mariscal Badoglio, el mismo que se había opuesto a los planes de invadir Grecia y que, pese a ser el jefe del Estado Mayor, no había sido informado de la invasión ni siquiera una vez ésta tuvo lugar. El 26 de julio Badoglio declaraba el estado de emergencia para evitar la guerra civil. El día 27 pedía condiciones a los suspicaces aliados, y en las calles las masas desbordaban alegría mientras celebraban la milagrosa y abrupta caída de Benito Mussolini. El 28 Badoglio abolía el Partido Fascista, el 29 liberaba a los presos políticos que habían estado pudriéndose en la cárcel sin cargos, algunos durante más de una década, pero la guerra seguía su curso. Los alemanes consiguieron refuerzos y combatieron a británicos y americanos con asombrosa bravura mientras sus aliados italianos sucumbían. Recuerdan algunos soldados británicos que las unidades italianas tomaron por costumbre cambiar de bando en función de quién pensaran ellos que iba a vencer, y que la población arrojaba flores al bando que en aquel momento estuviera avanzando, pero los capullos se conservaban para usarlos una y otra vez en las zonas donde se sucedían las batallas.
El 3 de septiembre Badoglio firmó un armisticio secreto con los Aliados, pero los alemanes lo tenían previsto y en un olvidado escenario bélico habían apostado ya sus tropas. Era en la isla de Cefalonia, lugar que los viajeros describen como un desarbolado buque de guerra, y Lixouri la ciudad donde desembarcaron. Llegados el 1 de agosto, se concedieron un mes para los preparativos.
Al otro lado de la bahía, en Argostolion, las tropas italianas habían enmudecido desde la invasión de Sicilia. La Scala ya no se reunía en casa del doctor, y en la plaza mayor la música de la banda militar sonaba cada vez más discordante y lastimera. La policía militar seguía dirigiendo mal el tráfico, a base de estridentes toques de silbato, pero había muy pocos oficiales alemanes por la calle o en los bares contemporizando con sus viejos amigos italianos. Günter Weber no salía de su cuartel, vitriólico ahora de ira por las noticias diarias de nuevas traiciones por parte de los italianos. Jamás se había sentido más defraudado, si bien las tropas apostadas en la isla no habían cometido ningún acto ignominioso. Empezó a despreciar a su amigo Corelli. Despreciaba ya incluso a las inquilinas del burdel italiano, aquellas tristes y casquivanas muchachas de hermosos cuerpos y artificiales rostros que seguían retozando desnudas por la playa como si nada hubiera pasado. Estaba tan enfadado que así como antes sólo quería comprar sus servicios, ahora sólo le apetecía violarlas. Se alegró cuando llegó de Lixouri el convoy de motocicletas y camiones; a los italianos se les tenía que enseñar a pelear, a no flaquear, a encarar la muerte en vez de aceptar tranquilamente la deshonra.
Corelli iba menos a casa del doctor porque día y noche hacía ejercicios con su batería. Colocar los armones, cargar, apuntar, disparar, utilizar el telémetro, cambiar de blanco, retirar los armones en caso de un ataque aéreo para que sus propios obuses no destruyeran los cañones tras un impacto directo. Sus hombres trabajaron duro bajo el apocalíptico calor de agosto, sudando una gota gorda que dibujaba riachuelos erráticos por entre la mugre de sus caras y brazos. La piel se les ampollaba en los hombros y, al reventar, dejaba zonas de rubicundas quemaduras que supuraban y les escocían a falta de piel y de ocasión para curar, pero nadie se quejaba. Sabían que el capitán hacía bien en practicar.
Él, por su parte, dejó de tocar la mandolina; le quedaba tan poco tiempo para ello que cuando cogía el instrumento sus dedos lo encontraban extraño comparado con una pistola. Tenía que tocar un montón de escalas hasta que sus dedos empezaban a correr por el mástil, y su trémolo acabó sonando desigual y perezoso. Iba a ver de vez en cuando a Pelagia en su moto, cuando pensaba que su padre no estaría en casa, y le llevaba pan, miel, botellas de vino, una fotografía firmada en el reverso con las palabras «Cuando termine la guerra…» escritas con su elegante caligrafía extranjera, y le traía su propio rostro gris, sus ojos tristes y fatalistas, su aire de callada dignidad y disipada alegría. «Pobre cariño mío -le decía ella, aferrada a su cuello-, no te preocupes, no te preocupes», y él se apartaba un poquito y le decía: «Deja que te mire, koritsimou.»
Y entonces llegó el día en que Carlo estaba con la radio intentando encontrar una señal. Era el 8 de septiembre y el anochecer era considerablemente más fresco de lo que había sido hasta entonces. Ahora se podía dormir algo mejor por las noches, y a veces la brisa marina era incluso vigorizante. Últimamente Carlo había pensado mucho en Francesco y en el infierno de Albania, y ahora más que nunca sabía que todo aquello había sido una gran merma, y que su estancia en Cefalonia había sido un interludio, unas vacaciones en una guerra que merodeaba como un león a punto de atacar otra vez. Deseó que la naturaleza tuviese alguna ley que prohibiera la posibilidad de visitar el Hades más de una vez. Encontró una voz y rápidamente movió el dial para sintonizarla bien: «… toda agresión por parte de las fuerzas armadas italianas contra las fuerzas británicas y americanas debe cesar inmediatamente. Deberán estar preparados para repeler cualquier posible ataque desde cualquier procedencia.»
Por toda la isla empezaron a repicar las campanas, a vibrar los campaniles venecianos con la imposible esperanza de paz, igual que habían sonado antaño en Italia en orgullosa exaltación de la guerra. El clamor fue extendiéndose: Argostolion, Lixouri, Soulari, Dorizata, Assos, Fiskardo. Al otro lado del estrecho de Ítaca las campanas sonaron en Vathi y en Frikes, y también en Zante, Levkas y Corfú. Allá en lo más alto del monte Aínos, Alekos se puso en pie para escuchar. No podía ser día festivo; ¿tal vez había terminado la guerra? Se hizo visera con una mano y escudriñó los valles; así debía de sonar el cielo cuando Dios metía a todas sus cabras en el redil.
Carlo escuchó el texto de la declaración del mariscal Badoglio, y a continuación radiaron un mensaje de Eisenhower en persona: «Todos los italianos que tomen medidas tendentes a expulsar de territorio italiano al invasor alemán contarán con la ayuda de los Aliados…» Corrió fuera y se encontró con Corelli, que acaba de detenerse en su moto después de trazar unas cuantas eses envuelto en una nube de humo azul.
– Antonio, esto se acabó. Y los Aliados han prometido ayudarnos. Adiós a la guerra. -Rodeó con sus enormes brazos al hombre que amaba y lo levantó en vilo dando vueltas en círculo.
– Carlo, Carlo -le reprendió el capitán-. Bájame. No te pongas nervioso. A los Aliados les traemos sin cuidado. Estamos en Grecia, ¿lo sabías? Merda, Carlo, no sabes ni la fuerza que tienes. Por poco me matas.
– Nos ayudarán -dijo Carlo, pero Corelli meneó la cabeza:
– Si no actuamos ya, nos han jodido. Hemos de desarmar a los alemanes.
Aquella noche los buques de guerra italianos fondeados en los puertos de toda la isla elevaron anclas y pusieron proa a Italia. Había dragaminas, torpederas y un acorazado. No dijeron a nadie que se marchaban y tampoco llevaban a bordo a ningún evacuado italiano; ni un soldado, ni una desvalida prostituta castrense. Se llevaron consigo toda su formidable potencia de fuego y sólo dejaron atrás la húmeda y sulfurosa pestilencia de la cobardía y el carbón ardiendo. Los soldados alemanes se burlaron a placer, y los hombres de Corelli se olieron la traición. Corelli esperaba órdenes apostado al teléfono, y al no llegar ninguna se quedó dormido en la silla tras doblar la guardia en su batería. Soñó con Pelagia y con aquel cura demente que predicaba el fuego eterno para todos ellos. Mientras dormía la radio transmitió varios llamamientos aliados a combatir a los alemanes. Sonó el teléfono; de la oficina del general le dijeron que no atacara y que mantuviera la calma. «¿Estáis locos?», gritó el capitán, pero la comunicación se había cortado ya.
El teniente Günter Weber dormitaba también en su silla, esperando órdenes. Se sentía terriblemente cansado y había perdido toda seguridad en sí mismo. Echaba de menos a sus amigos y, aún peor, echaba de menos aquella certidumbre resultante de los éxitos pasados. La Raza Superior estaba perdiendo en Italia y Yugoslavia, el frente ruso se estaba haciendo agua, Hamburgo era pasto de las bombas. Weber ya no se sentía ufano ni invencible sino inferior y humillado, tan asquerosamente traicionado que, de haber sido mujer, se habría echado a llorar. Pensó en la divisa de su regimiento, «Dios con nosotros», y se preguntó si sólo Italia le había traicionado. Fuera como fuese, las sumas no cuadraban; era toda una división italiana contra únicamente tres mil soldados del Batallón de Granaderos 996, y ni con la ayuda de Dios tenía posibilidad alguna. Trató de rezar, pero las luteranas palabras se le agriaron en la boca.
Por la mañana, el comandante de las tropas alemanas, coronel Barge, trasladó varios tanques de Argostolion a Lixouri, y el general Gandin intentó en vano comunicar con el nuevo gobierno en Brindisi y con el antiguo Alto Mando en Grecia. No había dormido en toda la noche y era demasiado disciplinado para saber a qué atenerse.
Pelagia y su padre organizaron todo el material médico disponible e hicieron tiras de sábanas viejas para hervirlas y utilizarlas como vendas. Tenía la vaga idea de que el fuego cruzado podía cobrarse algunas víctimas griegas, y en cualquier caso algo tenían que hacer para mitigar la tensión. Corelli se presentó en su moto y preguntó cómo ponerse en contacto con los partisanos. Pero ellos realmente no sabían cómo hacerlo, y el capitán partió desconsolado y a toda velocidad en dirección a Samos. Tal vez los partisanos decidirán poner fin a su prolongado letargo y colaborar un poco en contener a los alemanes.
Una vez en Samos no supo por dónde empezar y, por si fuera poco, los griegos de allí no le conocían. Fue un viaje en balde. En el camino de vuelta se detuvo a descansar en la cuneta junto a una tapia desvencijada, a la sombra de un olivo. Pensó en regresar a Italia, en sobrevivir, en Pelagia. La verdad era que no tenía hogar y que por eso nunca había hablado de ello. El Duce había hecho trasladar a su familia a Libia como colonos, y allí habían muerto a manos de los rebeldes mientras él estaba en el hospital con disentería. De todas las casas de parientes en que había estado, ¿cuál de ellas era su hogar? No tenía más familia que sus soldados y su mandolina, y su corazón estaba en Grecia. ¿Había soportado tanto dolor, tanta soledad, había encontrado por fin un lugar donde vivir para que ahora se lo arrancaran por la fuerza? Trató de recordar a sus padres, pero la imagen era tenue e indefinida, fantasmagórica. Se acordó de un simpático muchacho árabe con el que sus padres le habían prohibido jugar. Solían lanzar piedras a botellas puestas en hilera, y siempre que volvía a casa parecía tener insolación y diarrea. Le habían prohibido comer granadas por temor a que contrajera la ictericia. Era patético recordar tanto y a la vez tan poco, y por primera vez empezó a sentir nostalgia de Pelagia, como si perteneciera ya al pasado. Recordó lo que el doctor le había contado sobre los comedores de loto, nómadas que una vez comieron de esa planta y perdieron la nostalgia del hogar. Pensó en la posibilidad de morir y se preguntó cuánto tiempo lloraría Pelagia. Parecía vergonzoso estropear de lágrimas su encantadora carne; imaginarlo era ya despreciable. Sintió ganas de sacar el brazo de la tumba y consolarla, aunque él aún no estuviera muerto.
Cuando por fin regresó a su batería encontró a sus hombres muy alborotados. Había llegado una orden de Supergreccia para que se rindieran a los nazis por la mañana.