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Estoy tan furioso que casi no puedo hablar. Antonio me dice: «Cálmate, Carlo, seamos inteligentes, de nada vale enfadarse, ¿de acuerdo?» Pero es que estoy harto de ser juguete de lunáticos, incompetentes y necios, de imbéciles que piensan que seguimos en la guerra del catorce, cuando todo se arreglaba marchando todos de frente en línea y entre enemigos existía aún el honor.
Es increíble. Los alemanes están recibiendo más refuerzos, el cielo se llena de Junkers, y el coronel Barge ha exigido al general Gandin la rendición conforme a las órdenes de Supergreccia, y Gandin no hace absolutamente nada excepto consultar a los capellanes castrenses y a los oficiales de graduación superior. Pero ¿no es él el general?, ¿no es él quien tiene que decidir y actuar con rapidez? ¿Qué aptitudes tiene él para decidir mi destino? Yo, que he vivido meses de hielos y tormentos en Albania, que he tenido en mis brazos el cadáver de un hombre al que amaba, en una trinchera llena de ratas y de cieno helado. ¿Es que Gandin no escucha la radio? ¿Acaso es el único que no sabe que los alemanes están saqueando salvajemente Italia? ¿Es que ignora que hace apenas un par de días metieron a cien personas en una habitación y las hicieron volar con minas? ¿Acaso no se ha enterado de que por un alemán muerto ellos han matado a ochenta policías y veinte civiles en Aversa? ¿No sabe que las tropas desarmadas están siendo transportadas sabe Dios adónde en camiones de ganado?
Estoy que reviento de ira. Los jefes, salvo dos, han convenido en rendirse. Nosotros somos diez mil y ellos sólo tres mil. ¿Cómo se entiende esto? ¿No nos ha ordenado el gobierno que apresemos a los alemanes y los desarmemos? ¿Qué problema hay? ¿Por qué quiere obedecer a los fascistas -cuyo partido ha sido abolido- y pasar por alto la voluntad del rey y el primer ministro?
– ¿Coronel Barge? He hecho retirar de Kardakata el Tercer Batallón del 317.° de Infantería en señal de buena voluntad. Como sabe, la isla necesita esa posición para su defensa, por lo tanto espero que entienda que nuestras intenciones no son hostiles y no insista en que depongamos las armas.
– Lo siento, mi querido general, pero insisto. He garantizado que sus tropas serán enviadas directamente a Italia y no tengo intención de faltar a mi palabra. Pero deben ir desarmados; de lo contrario sus armas podrían volverse contra nosotros una vez en su país. Debe usted entender que desde nuestro punto de vista eso es de sentido común. Apelo a usted como viejo amigo, general.
– Coronel, aún estoy esperando una aclaración a las órdenes. Espero que comprenda mi situación. La cosa es muy complicada.
– General, usted ha recibido órdenes de Supergreccia, y cualquier otra orden procedente de Italia carece de validez, puesto que ese gobierno es ilegítimo. Somos soldados, general, y debemos obedecer órdenes.
– Le pondré al corriente tan pronto tenga noticias, coronel.
El coronel Barge colgó el teléfono y se volvió hacia uno de sus comandantes:
– Reúna una compañía y ocupe Kardakata. Esos imbéciles acaban de marcharse de allí, así que no habrá problema.
He ido a ver a Pelagia y al doctor. Les he pedido que me cuiden a Antonia. Pelagia la envolvió en una manta y la metió en el agujero donde solían esconderse refugiados políticos en tiempos de los británicos. Me dijeron que Carlo también había ido a verles y que les había dejado un buen fajo de escritos suyos que no debían ser leídos a menos que él muriera. Me preguntó qué habrá estado escribiendo. No sabía que Carlo tuviera inclinaciones literarias. No es lo que uno espera de un hombre tan corpulento y musculoso. Pelagia está muy delgada y parece casi enferma; decidimos que era mejor no ir a nuestro pequeño escondrijo porque mi batería podía recibir órdenes en cualquier momento. Ella me rozó la mejilla con tanta melancolía que casi no supe cómo evitar las lágrimas. Ha intentado ponerse en contacto con los partisanos a través de un tal Bunnios, pero sin éxito.
El teniente Weber desmontó y engrasó su arma. Se sentía un poco nervioso sin los panzers que en todo momento habían acompañado su odisea por Europa. Le consolaba que hubieran mandado a Lixouri tantas municiones, pero le preocupaba que de momento no contaran con muchos refuerzos. Se sabía que el coronel había entregado un ultimátum al general Gandin y que le había hecho embarazosas preguntas acerca de su lealtad y de sus intenciones. Tenían ocho horas por delante. Pensó en Corelli y se preguntó qué estaría haciendo, y luego se quitó el crucifijo de plata que llevaba al cuello y lo contempló. El general Gandin había rechazado una rendición completa, exigiendo libertad de movimiento para sus tropas y pidiendo garantías por escrito sobre la seguridad de sus hombres. Weber sonrió y meneó la cabeza. Alguien iba a tener que darles una lección.
– Caballeros, ¿qué puedo hacer? -preguntó el general Gandin.
Los capellanes se miraron entre sí disfrutando de su recién recuperada influencia y gozando de -aquella rara oportunidad de convertirse en estrategas consultados por un general. Resultaba más embriagador que oír las confesiones de unos hombres que, en el fondo, no les tomaban muy en serio, y era una sensación muy de santo eso de expresar pacíficos sentimientos con ilimitada gravedad y autoridad moral.
– Deponer las armas con garantías por escrito -dijo uno-, y después, Dios mediante, podremos irnos todos a casa.
– Discrepo totalmente -declaró otro-. En mi opinión eso sería un craso error.
– Podemos desarmarlos -dijo el general-, pero a ver quién hace frente después a la Luftwaffe. Hemos de pensar en los Stukas. No tendríamos apoyo aéreo ni marítimo; nos exterminarían, de eso no hay duda. -Al general le obsesionaban los Stukas. El estómago se le encogía de miedo sólo de pensar en aquellas aves aulladoras de torcidas alas. Posiblemente no sabía que desde un punto de vista militar eran uno de los inventos bélicos más ineficaces jamás diseñados; eran terroríficos, pero lo que causaba bajas era el fuego de artillería. Él tenía más armamento que los alemanes; en cuestión de horas podría haberlos aniquilado.
– Ah, los Stukas -concedieron los capellanes, que tampoco sabían nada del asunto pero eran proclives a asentir sabiamente con aire de hombres de mundo.
– Así que entregamos las armas y nos vamos a casa ¿no? -preguntó uno de los jóvenes.
– Sí, hijo mío -dijo el capellán de la unidad-. Loado sea Dios.
Carlo entró corriendo:
– Eh, chicos, la guarnición de Santa Maura se ha rendido. Los alemanes los han hecho prisioneros y han matado al coronel Ottalevi.
– Puttana! -exclamó Corelli, sacando su pistola-. Bueno. Hagamos una votación.
– Debe de tratarse de un rumor -aventuró el capellán.
– Toda la división tendría que votar -dijo Carlo, haciendo caso omiso del clérigo. Nunca había prestado atención a la iglesia ni a sus representantes, desde que supo que en su ausencia le habían condenado al fuego del infierno por ser como era.
– Bueno, muchachos -dijo Corelli-, voy a hablar con todos los oficiales de batería que pueda encontrar y organizaremos una votación. ¿De acuerdo?
– ¿Y qué hay de Gandin? -preguntó un mozalbete de Nápoles.
Los hombres se miraron, pensando todos lo mismo.
– Si es preciso -dijo Corelli-, lo haremos arrestar.
El general Gandin estaba sentado sin hacer nada. No dio ninguna orden, pese a que a primera hora habían llegado instrucciones de Brindisi de hacer prisioneros a los alemanes. Pasó el día revisando papeles y mirando por la ventana con las manos a la espalda. Tenía la mente entumecida y solamente podía pensar en qué habría tenido que ser en lugar de soldado. Rememoró los felices días de su juventud y se dio cuenta de que ni siquiera aquello había significado gran cosa. Se veía como el octogenario que pasa revista a una vida vacía y se pregunta si hubo algo que mereciese la pena de haber vivido.
Por el contrario, el coronel Barge acababa de tener una excelente idea luminosa. Sabía que los italianos no se fiaban de él, de modo que procedió a dividirlos afectando un comportamiento ejemplar. Al anochecer envió a un teniente y una compañía de granaderos con la misión de rodear furtivamente a una batería italiana. El capitán Aldo Puglisi no tuvo más remedio que rendirse pacíficamente tan pronto cayó en la cuenta de que estaba rodeado. Sus hombres fueron desarmados y evacuados sin necesidad de disparar un solo cartucho. De camino pasaron junto al burdel, pero nadie tuvo ganas de entrar. Una oleada de alivio y optimismo, de anhelo de paz y hogar, recorrió las filas de la división Acqui, tal como el coronel había pensado. Fue un engaño, una estafa, de proporciones magistrales.
A la mañana siguiente un sargento italiano mató a su capitán, que había intentado rendirse, y como por ensalmo surgieron tanques Tiger que tomaron posiciones en las encrucijadas como monstruos siniestros, sudorosos con el inhumano olor del aceite y el acero recalentado. Muchos de los comandantes italianos de batería hicieron caso omiso, como si los tanques fuesen anacrónicas rocas pelágicas surgidas azarosamente y que podían desaparecer de la misma forma, pero otros, en cambio, como el capitán Antonio Corelli, desviaron del mar la mira de algunos de sus cañones y buscaron nuevos blancos, hartos ya de esperar unas órdenes que no llegaban nunca.
A la atención del coronel Barge. Orden Directa del Führer. Adjunta va la palabra clave al recibo de la cual por vía telegráfica y en forma codificada procederá usted al asalto y exterminio total de todas las fuerzas antifascistas italianas en Cefalonia. Mientras tanto, siga adelante con las negociaciones al objeto de ganarse su confianza. Todos los cuerpos deberán ser eliminados, preferiblemente por medio de embarcaciones lastradas y hundidas en alta mar. Puesto que no ha habido declaración oficial de guerra por parte de Italia, todos los efectivos italianos que opongan resistencia deben ser tratados como francotiradores, y no como prisioneros de guerra.
El general Gandin parecía haber envejecido visiblemente en el espacio de unos días.
– Caballeros, ésta es la situación. Tengo ante mí la orden OP44, con fecha 3 de septiembre. Se nos ordena actuar contra los alemanes sólo si somos atacados. Tengo aquí también la Orden 2 del día 6 donde consta que no debemos hacer causa común con fuerza alguna que se oponga a los alemanes. Esta última orden contradice los términos del armisticio firmado por Castellano, así que ¿cómo hay que interpretarla?
– General, eso significa simplemente que los aliados no confían en nosotros. La orden es un disparate. ¿Sabemos de la existencia de preparativos aliados para ayudarnos?
– No, comandante. Han tenido más de cuarenta días y no han hecho nada, igual que el Ministerio de la Guerra. Hay razones para sospechar que conocen las intenciones de los alemanes y que no nos han informado. Aparentemente no existen planes de cooperación.
– Pero, mi general, los alemanes tienen cientos de aviones en el continente, y nosotros no tenemos nada. ¿Por qué nos abandonan los Aliados?
– Buena pregunta. Aparte de esto tengo aquí la orden 24202, que dice que debemos negociar con los alemanes para ganar tiempo, y que la petición alemana de que nos marchemos no debe considerarse un acto hostil. Como sabe, hemos cooperado, pero el resultado es que ahora son ellos los que tienen las posiciones estratégicas y tácticas más importantes. ¿Cree usted que deberíamos desobedecer esta orden?
– ¿La orden es legal, mi general? ¿No impugna la orden OP44?
– Ya, pero ¿cuál tiene la prioridad? No hay forma de aclararlo. Desde que el Ministerio de la Guerra ha cambiado su ubicación en Roma por la de Brindisi, todo está confuso. Y ahora llega la orden de Vecchiarelli para que depongamos las armas. Dice que el general Lanz nos repatriará pasados catorce días, pero no he podido obtener confirmación de Brindisi. ¿Qué hacemos? Vecchiarelli confía en el general Lanz, pero ¿confiamos nosotros?
– Yo al menos no, mi general. Sea como sea, los hombres están en contra en un ciento por ciento. Han hecho una votación, y tres oficiales que estaban a favor de la rendición han sido fusilados. Creo que no sería oportuno. En cualquier caso está la orden del Ministerio de la Guerra recibida anoche, diciendo que hay que tratar a los alemanes como enemigos.
– Por eso he telegrafiado a Vecchiarelli para comunicarle que no podemos obedecer esa orden. A propósito, es mi deber informarle que me han ofrecido el mando del pequeño ejército de Mussolini en su nueva «república». He declinado el ofrecimiento, puesto que en primer lugar debo lealtad al rey. Confío en haber hecho lo correcto.
– Lo correcto, mi general, es evitar todo enfrentamiento con los alemanes. Hasta hace unos días fueron nuestros aliados, y es un intolerable deshonor para nuestras fuerzas armadas que nos obliguen a volvernos contra ellos. Muchos son amigos personales nuestros. Creo también que la insistencia aliada en una rendición incondicional es para ellos tan deshonrosa como la insistencia alemana en eso mismo. Es preferible morir que someterse a cualquiera de las dos exigencias.
– Estoy de acuerdo con usted, comandante, y he exigido que el coronel Barge sea reemplazado por un general en nuestras negociaciones. Eso nos dará un tiempo precioso hasta que llegue el general Lanz, y si tiene que ocurrir lo peor nos ahorrará al menos el deshonor de entregar nuestras armas a un simple coronel.
– Eh, tíos, ha llegado orden de Berlín de que ya puede empezar el espectáculo en Cefalonia. Sargento, sea buen chico y llévele esto a Jumbo ahora mismo.
El general Jumbo Wilson leyó el mensaje y decidió no hacer nada. Estaba bien surtido de hombres, barcos, aviones y material, todo listo para entrar en acción. Pero no estaría nada bien que los alemanes se enteraran de que él sabía cómo descifrar sus mensajes. ¿O sí?