38691.fb2
Pese a la inequívoca exigencia por parte de sus hombres de obligar a los alemanes a rendirse y de confiscarles las armas, el general Gandin se puso de acuerdo con el coronel Barge para que las tropas italianas pudieran conservar sus armas y evacuar la isla. Sin embargo, no había barcos con que evacuar a los soldados, cuestión que por lo visto no le pareció relevante. En Corfú los alemanes habían accedido de forma muy caballerosa a proporcionar ellos mismos el transporte para las tropas, y mientras los soldados vadeaban las rompientes los habían ametrallado a todos, sin excepción, y dejado sus cuerpos a merced de las olas. El incomparablemente valiente coronel Lusignani, abandonado por los británicos, resistió contra todo pronóstico durante unos días. Todos los hombres que sobrevivieron para llegar hasta los transportes alemanes perecieron después cuando los británicos los bombardearon en alta mar. Los que consiguieron saltar al agua fueron ametrallados por los alemanes. Sus cuerpos flotaron a la deriva.
Los alemanes apostados en Cefalonia habían disfrutado ya de catorce días de gracia para organizar los refuerzos y el nuevo armamento recibido, en tanto que los pasmados italianos, a falta de una jefatura eficaz, habían actuado o no en función de la iniciativa personal de sus oficiales. Algunos, como Appollonio y Corelli, habían preparado a fondo a sus hombres, pero otros, cegados y embriagados por la perspectiva de volver a casa, se habían sumido insulsamente en un suicida y optimista letargo que había dejado a sus hombres ardiendo de enojo y consternación; preveían que iban a transportarlos a campos de trabajo en vagones de ganado sin luz, sanitarios ni comida -¿acaso no sabían todos que eso les venía ocurriendo a los griegos desde hacía meses? -, y preveían las masacres. Algunos se sumían en una depresión fatalista, mientras otros apretaban las mandíbulas con determinación, sosteniendo con tanta fuerza sus rifles que los nudillos se les quedaban blancos.
Los griegos, entre ellos Pelagia y el doctor Iannis, se miraban unos a otros con ojos desorbitados y el corazón rebosante de presagios, mientras que las prostitutas del burdel militar se olvidaron de sus cosméticos y se paseaban de habitación en habitación en bata, como apenados e insensatos espectros del inframundo, abriendo las contraventanas, atisbando, volviendo a cerrarlas y elevándose las manos a sus palpitantes corazones.
Cuando a primera hora de la tarde apareció la formación de Stukas y los aparatos inclinaron sus alas, se ladearon en formación y se lanzaron aullando en picado sobre las baterías italianas, fue casi un alivio. Ahora todo estaba claro; al fin quedaba de manifiesto que los alemanes eran pérfidos, que cada soldado iba a tener que luchar para seguir con vida. Günter Weber sabía que iba a tener que atacar a sus amigos, Corelli sabía que sus dedos de músico, tan acostumbrados a las artes de la paz, tenían que cerrarse ahora sobre el gatillo de una pistola. El general Gandin supo demasiado tarde, que con su indecisión y sus consultas a sacerdotes afeminados había condenado a muerte a sus hombres; el coronel Barge sabía que había logrado embaucar a sus antiguos aliados y dejarlos en una posición de desventaja; las putas sabían que quienes les habían robado antes la felicidad iban a dejarlas ahora a merced de los cuervos, y Pelagia sabía que una guerra que siempre había tenido otros lugares como escenario real estaba ahora a punto de asentarse en su casa y convertir sus piedras en polvo.
Los hombres de las baterías, enloquecidos y desorientados por los Stukas, el fuego de las ametralladoras y las bombas que caían entre sus cañones rociándolos de tierra y de exiguos fragmentos de carne de compañeros heridos, pugnaban por retirar sus armas e impedir que sus municiones detonaran. Luego, antes de que los jefes de batería pudieran responder al bombardeo, los Stukas se alejaron meneándose como estorninos y viraron hacia una columna de tropas procedentes de Argostolion por el extremo opuesto del campo de deportes, donde antaño los soldados italianos habían pasado su servicio militar jugando bulliciosos y emocionantes partidos de fútbol, y donde por la noche los soldados italianos enamorados de chicas griegas habían organizado citas que apenas eran privadas incluso en la oscuridad reinante.
Para Corelli y para Appollonio, para Carlo y para los miembros de La Scala, era evidente que los alemanes trataban de paralizar Argostolion porque era allí donde estaba la mayor concentración de tropas italianas; el enemigo intentaba proteger sus dispersos y desatendidos emplazamientos en los puestos de avanzada de la isla. Esto, sin embargo, no era obvio para Gandin, quien llevó a sus tropas a la ciudad en número creciente, para que los alemanes pudieran cercarlos y aniquilarlos con más facilidad. Él mismo se mostró reacio a abandonar sus espléndidas oficinas en el bonito edificio municipal. Dispuso puestos de observación en los lugares más torpemente obvios, los chapiteles venecianos de las iglesias, y con ello proporcionó a los alemanes magníficas oportunidades para la práctica del tiro al blanco. Se le olvidó dotar dichos puestos de observación con radios o teléfonos de campaña, y así se vieron forzados a comunicarse con sus propios artilleros mediante mensajeros motorizados, o mensajeros de a pie que tras una guerra tan indolente se quedaban enseguida sin aliento. Goteando sangre, chamuscada y tachonada la carne de fragmentos de metralla, las balas rebotando contra las campanas y en torno a sus cabezas en el reducido espacio, los observadores defendieron sus puestos todo el tiempo que pudieron, sabiendo que los Stukas se marcharían cuando oscureciera.
Aquella noche Alekos observaba los fuegos artificiales desde la cumbre del monte Aínos, suntuosamente arropado en su túnica de seda de paracaídas. Sobre la colina que dominaba Argostolion vio balas trazadoras describiendo graciosos arcos hacia las posiciones alemanas y oyó el pum y el patapúm de los obuses, un sonido muy parecido al de un bombo viejo golpeado con una maza. Vio también dos haces de luz brillando incandescentes sobre la bahía, y tiró de la manga del hombre que tenía al lado, el hombre al que había tomado por un ángel y que ahora hablaba muy deprisa por su aparato de radio. Bunny Warren cogió sus prismáticos y vio cómo una flotilla invasora compuesta por barcazas improvisadas, que había zarpado de Lixouri, era atrapada por los reflectores como un conejo poco precavido en los deslumbrantes faros delanteros de un coche. «¡Bravo!» exclamó, mientras las baterías italianas abrían fuego y hundían las barcazas. Alekos contempló los hermosos destellos de llamas anaranjadas que centelleaban sobre la colina como luciérnagas. «Al final resulta que estos wops tienen huevos», dijo Warren, cuyo griego había mejorado hasta el punto de convertirse en demótico. Una vez más trató de convencer a sus superiores de la importancia primordial de proporcionar soporte aéreo y marítimo a los sitiados italianos; la eficiente voz del otro lado de la línea dijo: «Lo siento, muchacho, pero no es posible. Chin chin. Cambio y corto.»
El doctor Iannis y su hija estaban sentados codo con codo a la mesa de la cocina, incapaces de conciliar el sueño, cogidos de las manos. Pelagia lloraba. El doctor quería encender de nuevo su pipa, pero por respeto al desaliento de su hija dejó que sus manos permanecieran en las de ella, y repitió:
– Estoy seguro de que no le ha pasado nada, koritsimou.
– Pero si hace días que no le vemos -gimió ella-. Sé que ha muerto.
– Si hubiera muerto alguien nos lo habría dicho, alguno de los de La Scala. Eran buenos chicos, pensarían en avisarnos.
– ¿Eran? -repitió Pelagia-. ¿Crees que han muerto todos? Crees que también han muerto, ¿verdad?
– Santo Dios -dijo él al borde de la exasperación. Alguien llamó a la puerta; Stamatis y Kokolios entraron. El doctor alzó la vista y ambos se quitaron los sombreros-. Hola, muchachos -dijo.
Stamatis cambió el peso de una pierna a otra y dijo como si fuera una confesión:
– Iatre, hemos decidido ir a matar unos cuantos alemanes.
– Ah -dijo el doctor, sin saber muy bien a qué atenerse con aquella información.
– Queremos saber -dijo Kokolios- si nos da usted su bendición.
– ¿Mi bendición? Yo no soy cura.
– Pero casi -explicó Stamatis-. Además, quién sabe dónde está el padre Arsenios.
– Tenéis mi bendición, por supuesto. Que Dios os guarde.
– Velisarios ha desenterrado su culebrina, él también se viene.
– Tiene mi bendición.
– Gracias, iatre -continuó Kokolios-. Además, queríamos saber si… si nos matan… ¿cuidará usted de nuestras mujeres?
– Haré lo que esté en mi mano, lo prometo. ¿Lo saben ellas?
Los dos hombres intercambiaron miradas y Stamatis admitió:
– Desde luego que no. Querrían impedírnoslo. Yo no podría aguantar los gritos y los lloros.
– Ni yo -añadió Kokolios.
– También quería darle las gracias por curarme el oído. Ahora lo voy a necesitar, para oír a los alemanes.
– Me alegro de que al final le sea de utilidad -dijo el doctor. Los otros dos dudaron un momento, como si quisieran agregar algo, pero finalmente se marcharon. El doctor se volvió hacia su hija-: Fíjate, dos viejos van al combate por nosotros. Eso es valor. Mientras haya hombres como esos, Grecia no estará perdida.
Pelagia miró a su padre con la cara anegada en lágrimas y dijo entre sollozos:
– ¿Y qué me importa a mí Grecia? ¿Dónde está Antonio?
Antonio Corelli caminaba entre las ruinas de Argostolion. Había anochecido. La bonita ciudad parecía un cúmulo de muros pandeados, viviendas que habían quedado abiertas como casas de muñecas y dejaban ver pisos enteros que aún tenían cuadros en las paredes y alegres manteles sobre las mesas. Alrededor todo eran montones de escombros. De uno de ellos asomaba una mano con sus dedos lánguidos y relajados. Era una mano muy sucia, pero diminuta y juvenil. Corelli escarbó entre los cascotes, piedras que habían protegido a la gente pintorescamente desde los tiempos de los venecianos, y encontró la cabeza aplastada de una niña de edad similar a la de Lemoni. Miró aquellos labios pálidos, el rostro encantador, y no supo si atragantarse de lágrimas o de rabia. Con un sentimiento trágico en su alma como nunca antes había conocido, se puso a arreglarle el pelo para que le cayera con más naturalidad a ambos lados de la cara. «Lo siento, koritsimou -le confió al cadáver-, si no hubiéramos venido aún vivirías.» Estaba exhausto -el miedo quedaba ya muy atrás- y el cansancio le había puesto filosófico. Niñas inocentes y dulces como aquélla habían muerto inútilmente en Malta, en Londres, en Hamburgo, en Varsovia. Pero eran criaturas de estadística, nunca había visto una en persona. Pensó en Lemoni y luego en Pelagia. La inenarrable enormidad de aquella guerra le dejó de pronto sin resuello, tuvo que esforzarse por respirar, y en aquel momento supo también que la victoria era absolutamente necesaria. Se tocó los labios con los dedos y luego los labios muertos de la niña. Había mucho que hacer. A la ciudad acudían ríos de refugiados griegos, y al mismo tiempo los habitantes de la ciudad atestaban las calles con carretas de mano en su intento de huir al campo. Resultaba casi imposible mover los cañones y las tropas, y para empeorar las cosas, cada vez llegaban más soldados de las afueras según las órdenes de Gandin, convirtiéndose en un blanco fácil y agravando todavía más la congestión. No había donde meter a todos aquellos soldados, la cadena de mando se rompía por momentos, y todo el mundo sabía tácitamente que no acudirían barcos ni aviones a ayudarlos. Cefalonia era una isla sin importancia estratégica, no hacía falta salvar a sus hijos, no hacía falta preservar sus viejos edificios para la posteridad, su sangre y su carne no eran preciosas para quienes dirigían la guerra desde cómodas y olímpicas alturas. Para Cefalonia no había Churchill, ni Eisenhower, ni Badoglio, ni escuadras de barcos ni escuadrillas de aviones. Del cielo no caía otra cosa que la hiperbólica nevada de la propaganda alemana con sus embustes y sus falsas promesas; únicamente mensajes de aliento, y en la deliciosa bahía de Kyriaki sólo desembarcaron dos batallones de tropas alpinas de refresco al mando del mayor Von Hirschfeld.
Al amanecer del día siguiente un marmóreo teniente alemán y sus hombres invadían un somnoliento campamento italiano consistente en una cocina de campaña y una compañía de muleros. Una vez se hubieron rendido todos el teniente los hizo fusilar y arrojar sus cuerpos a una zanja. De allí condujo a sus hombres hasta los pinares que cubrían la sierra de Daphni y esperó hasta las ocho, hora en que sin duda habían de llegar las nuevas tropas alpinas del mayor Von Hirschfeld para completar así el cerco. Los italianos fueron cogidos otra vez de improviso y de nuevo hubieron de rendirse. El teniente los hizo andar hasta Kourouklata pero, de pronto harto de ellos, los llevó hasta el borde de una cañada e hizo fusilar al batallón entero. Por puro interés académico hizo que dinamitaran los cadáveres, el resultado de lo cual le impresionó. La región era famosa por un vino rojo sangre llamado «Thiniatiko».
Desembarazado ya de sus prisioneros avanzó hasta Farsa, un bonito pueblo que los alpinos habían reducido ya a escombros a base de morteros, y donde los italianos presentaban una fiera e invicta resistencia. Atacados ahora por los dos flancos, pelearon hasta que sólo quedaron unos pocos que rápidamente fueron agrupados en la plaza y fusilados allí mismo. En Argostolion, sucesivas oleadas de bombarderos de negras alas fueron devastando progresivamente las baterías italianas hasta que los cañones enmudecieron.
Fue en la mañana del 22 de septiembre cuando el capitán Antonio Corelli del 33.° Regimiento de Artillería, consciente de que la bandera blanca iba a ser izada de un momento a otro en el cuartel general de Argostolion, montó en su motocicleta después de tres días sin dormir y se dirigió a casa de Pelagia. Fue entonces cuando él se arrojó en sus brazos, apoyó en su hombro sus ardientes ojos y le dijo: «Siamo perduti. No nos quedan municiones y los británicos nos han traicionado.»
Ella le imploró que se quedase, que lo ocultaría en el agujero que había en el suelo, junto a su mandolina y los escritos de Carlo, pero él le tomó la cara entre las manos, la besó sin las lágrimas que no podía llorar de puro agotamiento y resignación, y luego la meció en sus brazos, estrujándola hasta que ella creyó que iba a partirle las costillas y la espina dorsal. Corelli volvió a besarla y le dijo: «Koritsimou, voy a morir. Dale recuerdos a tu padre. Y doy gracias a Dios de haber vivido lo suficiente para amarte.»
Se alejó en su motocicleta envuelto en un manto de polvo más alto que su cabeza. Pelagia se quedó mirando cómo se iba y luego entró. Abrazó a Psipsina y se sentó a la mesa de la cocina, sintiendo la fría garra del pavor atenazándole el corazón. A veces los hombres se sienten impulsados por cosas que carecen de sentido para una mujer, pero ella reconocía que Corelli tenía que estar con sus muchachos. Honor y sentido común; el uno a la luz del otro, ambos son ridículos.
Arrimó la nariz tras las orejas de la marta, reconfortada por el tibio y dulce olor de su pelaje y sonrió. Se acordaba de aquel día, tan reciente y tan lejano, en que se había burlado del capitán haciéndole creer que Psipsina era una clase especial de gato helénico. Siguió allí sentada sonriendo lánguidamente mientras los recuerdos, relacionados unos con otros por la romántica y huidiza figura del capitán, hacían espectrales piruetas en su mente. Escuchó el siniestro silencio matutino y comprendió que era más reconfortante escuchar las andanadas y los truenos de la guerra.