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Todo aquello ocurría muy poco antes de que los alemanes hubieran consolidado sus posiciones y empezado a interesarse por el pillaje. El doctor no sólo tenía que ocultar sus cosas de valor, que no eran nada del otro mundo, sino que se enfrentaba al problema de un oficial italiano inmovilizado en la cama de su hija. Pelagia le preparó un lecho en el fondo del escondite, bajo el suelo de la cocina, y una vez más hubo que llamar a Velisarios para que lo trasladara, pues ni el doctor ni ella tenían fuerza suficiente para moverlo sin hacerle daño. Allí se reunió el capitán con su mandolina, y los papeles de Carlo fueron temporalmente retirados. En interés de la salud de Corelli la tapadera del escondrijo permanecía abierta a menos que hubiera tropas en las cercanías, apuntalada mediante un trozo de escoba que podía ser retirado rápidamente antes de colocar de nuevo la estera y la mesa en su sitio. Y así llegaría un momento en que Pelagia y él se acurrucaban en la oscuridad de aquel agujero mientras la vajilla y la cristalería de la familia eran saqueadas y el doctor maltratado y agredido.
Transcurrido un día de la operación, Corelli durmió ajeno a todo, pero al despertar por primera vez tuvo conocimiento de que sus dolores eran terribles y que sus entrañas se habían movido de sitio. Él, sin embargo, no podía mover ni un pelo. Se sentía como si le hubiera pasado por encima una estampida de bueyes o le hubieran sometido a alguna tortura medieval.
– No puedo respirar -le dijo al doctor.
– Si no pudiera respirar no podría hablar. El aire pasa de los pulmones a la caja laríngea.
– El dolor es insoportable.
– Tiene varias costillas rotas. Algunas las rompí yo mismo para sacarle las balas. -El doctor hizo una pausa-. Le debo una disculpa.
– ¿Una disculpa?
– Tuve que usar algunas cuerdas de la mandolina para unir los huesos. No tenía otra cosa. Creo que usted utilizó hilo de sutura para cambiar las cuerdas agudas, y me vi obligado a recuperarlo. Cuando los huesos se hayan vuelto a soldar, habrá que operarle otra vez para sacar el hilo.
El capitán dio un respingo.
– Antonio, si le duele mucho, recuerde que si es un hombre no debería sentir dolor, sino aflicción. Todos sus amigos han muerto.
– Lo sé. Estuve allí.
– Lo siento. -El doctor vaciló-. Parece que Carlo le salvó la vida.
– No «parece». Sé que lo hizo. De todos nosotros, él fue el mejor, y yo sigo con vida para recordarlo.
– No tiene que llorar, capitán. Vamos a curarlo y luego le sacaremos de la isla.
– Apesto, dottore. No deje que Pelagia lo note.
– Le haré yo de enfermera, si lo desea. Aquí abajo se está muy incómodo, ¿verdad? Pero nos arreglaremos. En este agujero han estado grandes libertarios; considere un honor ocupar un sitio con tanta historia. Debo decirle que, por más que le duela, ha de cambiar de postura tan a menudo como le sea posible o se le formarán llagas. Si se le pudren podría matarle igual que una bala. Duerma todo lo que pueda, pero muévase. Si el dolor es insoportable puedo darle morfina, pero nos queda muy poca, y con los alemanes aquí voy a necesitarla toda. Si no le importa, yo prefiero que se emborrache. También tengo valeriana y matricaria que Pelagia recogió la primavera pasada. Debo pedirle que soporte el dolor lo mejor que pueda. El sufrir mucho durante una enfermedad hace que cuando uno se recupera se sienta doblemente bien. Eso acrecentará su sentido de la gratitud.
– Dottore, no hay nada que pueda acrecentarla.
– Aún puede usted morir -dijo bruscamente el doctor. Luego se inclinó y preguntó con tono confidencial-: Hace tiempo que quería preguntarle cómo van sus hemorroides. Perdone que no lo haya hecho antes. Me parecía una indiscreción.
– Seguí su consejo -dijo el capitán-, y funciona.
– Aquí dentro no podrá hacer ejercicio y la dieta será mala -dijo el doctor-. Es seguro que irá estreñido, y tal vez me vea obligado a ponerle una lavativa. No quisiera usar el tubo de mi estetoscopio, pero podría ser. Si no lo hacemos, con los esfuerzos le saldrán hemorroides. Disculpe el ultraje, capitán.
Corelli puso una mano en el brazo del doctor:
– Que no lo vea Pelagia.
– Descuide. Y otra cosa. Déjese barba como los griegos, empiece a pensar como un griego. Le daré unas clases, y Pelagia también. No sé de dónde sacaremos documentos y una cartilla de racionamiento.
– Cuando esté mejor tiene usted que sacarme de la casa, dottore. No quiero que corran peligro. Si me capturan, que sea yo el único que muera.
– Podemos trasladarle a la casa secreta donde solía ir con Pelagia. No ponga esa cara. Todo el mundo lo sabía. No hay vieja que chismorree más que un cabrero. Es la soledad, los vuelve muy locuaces. Y puede que no se cure, recuérdelo. Si no le limpié del todo bien por dentro, si hay una fístula en alguna parte soltando líquido, si hubiera aire… comuníqueme enseguida si tiene la menor sensación de presión. Tendré que hacerle un orificio para que salga.
– Madonna Maria, dottore, ¿por qué no me dice una mentira?
– Mire, yo no soy Pinocho. La verdad es nuestra liberación. Vencemos cuando la miramos a la cara.
Dos días después el capitán volvió a tener fiebre, y Pelagia se quedó con él en el escondite, humedeciéndole la frente con una esponja para bajarle la temperatura y oyendo el parloteo de sus pesadillas. Le cambió los vendajes y le olía de arriba abajo para detectar la probable presencia de pus. Su padre la tranquilizó diciéndole que las toxinas causaban ese tono amarillento de la piel, pero por dentro dudaba de que el capitán sobreviviese. No estaba seguro de haberle operado bien, aunque continuaba inyectándole por vía intravenosa una solución de salina y azúcar. Enseñó a su hija a usar almohadones para variar la postura del paciente y aligerar la monotonía de la presión que corrompe la carne, pero la hacía abandonar la habitación para aquellos quehaceres que normalmente habría tocado a hacer a una mujer y donde se demuestra el amor más grande.
La fiebre alcanzó su punto crítico al cuarto día. Corelli barbullaba y sudaba de tal forma que tanto el doctor como Pelagia empezaron a temer por su vida. Con sumo cuidado el doctor Iannis introdujo una gruesa aguja de veterinario en cada una de las heridas por si había algún absceso supurado que vaciar (lo llamó «crepitación subcutánea»), pero no encontró nada y se quedó sin saber las causas del achaque. Pelagia le puso el mástil de su querida mandolina entre los dedos de la mano izquierda, que se cerraron sobre Antonia. El capitán sonrió y el doctor tomó nota de que su hija había manifestado con ello un verdadero estilo de médico.
La fiebre desapareció dos días más tarde, y el paciente abrió los ojos con extrañeza, como percibiendo por vez primera el hecho de su existencia. Se sentía más débil de lo que parecía posible, pero bebió leche de cabra rociada con brandy y comprobó que por fin podía incorporarse un poco por sí solo. Aquella misma tarde fue capaz de ponerse en pie con ayuda del doctor y dejar que le lavaran. Tenía las piernas como palos y le temblaban, pero el doctor le hizo andar hasta que quedó extenuado y vencido por las náuseas. Las costillas le dolían más que nunca, y se le informó de que aquello podía durar meses, cada vez que inhalara. Tendría que emplear los músculos abdominales para respirar, se le dijo, y cuando así lo hacía le dolía la herida que tenía en el abdomen. Pelagia fue en busca de un espejo y le enseñó la cárdena cicatriz que le había quedado en la cara y su incipiente barba helénica. La barba le picaba y le molestaba casi tanto como la cicatriz y le daba un aire de bandido.
– Parezco un siciliano -dijo el capitán.
Esa noche comió su primer alimento sólido. Caracoles.