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Pelagia recordaría el período de la recuperación y posterior fuga de Corelli no como una memorable y embriagadora aventura, ni como un interludio de miedo y esperanza, sino como el lento inicio de sus pesares.
La guerra, en cualquier caso, la había debilitado. Tenía la piel translúcida y pegada a los huesos por falta de alimentación, lo que le daba un aspecto patético y macilento que no se pondría de moda hasta veinticinco años después. Sus bien formados pechos habíanse arrugado y caído un poco, convirtiéndose en virtuales saquillos, en absoluto hermosos u objetos de deseo. A veces le sangraban las encías, y cuando comía iba siempre con tiento por miedo a perder un diente. Su precioso pelo negro había raleado y perdido su elasticidad, y podían entreverse los primeros cabellos grises que no deberían haber asomado hasta al menos una década después. El doctor, quien debido a su mayor edad había sufrido menos, la examinaba con frecuencia y sabía que desde la ocupación había perdido la mitad de la grasa de su cuerpo. Analizando el nitrógeno de su orina el doctor determinó que Pelagia estaba perdiendo músculo a medida que agotaba sus proteínas; cada vez le resultaba más difícil mantener una actividad física durante varios minutos. El doctor estableció no obstante que estaba bien del corazón y los pulmones, y cuando podía le daba más ración de leche y pescado -siempre que lo conseguían- fingiendo falta de apetito. Ella le daba su propia comida a Corelli por un cariño similar que a nadie engañaba. Al doctor se le encogía el corazón de verla tan desmejorada, y se acordaba de esas rosas ajadas que consiguen sobrevivir al otoño y hasta diciembre se aferran a lo que conservan de belleza, como alentadas por cierto designio de un destino que tuviera nostalgia del pasado pero estuviera dispuesto a destruirlas. Ahora que no contaban con ningún pudoroso oficial italiano que les robara comida, y con ningún obeso oficial de intendencia al que embaucar, el doctor se veía limitado a coger lagartijas y serpientes pues todavía era poco propenso a experimentar con gatos y ratas. Las cosas no estaban tan mal como en Holanda, donde te servían gato como «conejo de azotea», y no tan graves, pero casi, como en la Grecia continental. Siempre había el mar, origen del ente cefalonio, pero origen también de todo su túrbido pasado y de la importancia estratégica que ahora era poco más que un recuerdo curioso, el mismo mar que en el futuro sería origen de nuevas invasiones de italianos y alemanes que se tumbarían en las playas a tostarse y dejarían en la superficie del agua una película de aceite bronceador, turistas perplejos ante la mirada vacía y caviladora de los ancianos griegos vestidos de negro que pasaban sin decir palabra, ajenos a todo.
En cuanto Corelli pudo andar, se trasladó en plena noche a Casa Nostra acompañado por el doctor y Velisarios, mientras Pelagia permanecía en casa, en el escondite al que habían sido devueltos la mandolina, la Historia del doctor y los escritos de Carlo. Durante el tiempo que los saqueadores estuvieron en la isla, ella apenas salía de casa y en aquel agujero bajo el piso de la cocina se dedicaba a sus recuerdos, tejía y tejía la colcha y pensaba en Antonio. Este le había regalado su anillo, demasiado grande para los dedos de ella, y Pelagia lo observaba a la luz del quinqué, mirando el medio halcón en vuelo con una rama de olivo en el pico, y debajo las palabras «Semper fidelis». En el fondo de su corazón temía que una vez en Italia él la rechazara, que aquellas palabras pudieran aplicarse únicamente a ella, que fuera a quedarse sola para siempre, fiel y olvidada, esperando como Penélope a un hombre que nunca volvía.
Pero Antonio le decía que no. Iba a verla con frecuencia, al anochecer, se quejaba de que su refugio era frío y lleno de corrientes de aire, y le contaba espeluznantes historias de evasiones y capturas, de las cuales sólo algunas eran ciertas. Su flamante barba le rascaba a ella las mejillas cuando se tumbaban juntos y vestidos en la cama, envueltos en un abrazo y hablando del futuro y el pasado.
– Siempre odiaré a los alemanes -decía ella.
– Günter me salvó la vida.
– Pero mató sin piedad a todos tus amigos.
– No tenía elección. No me extrañaría que se haya suicidado después. Vi que procuraba no llorar.
– Siempre hay una elección. Haga lo que haga el cuerpo, la culpa es de la mente. Es un dicho de aquí.
– Günter no era valiente como Carlo. Carlo se habría negado a fusilarnos, pero Günter era otra clase de persona.
– ¿Tú te habrías negado?
– Eso espero, pero nunca se sabe. Quizá habría tomado el camino fácil. Yo soy un hombre, pero Carlo tenía madera de héroe antiguo, como Horatius Cocles o como se llamara el que defendió el puente de Porsenna contra todo un ejército. Sólo hay uno así entre un millón de hombres, no debes culpar al pobre Günter.
– Es igual, siempre los odiaré.
– Hay muchos alemanes que no son alemanes.
– ¿Cómo? No digas disparates.
– Con el uniforme no se les nota, sabes. Los han reclutado en Polonia, Ucrania, Letonia, Lituania, Checoslovaquia, Croacia, Eslovenia, Rumanía. En fin. Tú no lo sabes, pero en el continente tienen griegos a los que llaman «batallones se seguridad».
– No es verdad.
– Sí lo es. Lo siento, pero sí. Todo país tiene su cupo de cabrones; matones e ineptos que necesitan sentirse superiores. Eso mismo ocurrió en Italia, todos se afiliaban al fascismo para ver qué podían sacar. Hijos de empleados y de campesinos que querían ser algo. Mucha ambición y ningún ideal. ¿Entiendes ahora cuál es el encanto de la vida militar? Quieres una chica, la violas. Quieres un reloj, lo robas. Estás de mal humor, te cargas a alguien. Te sientes mejor, más fuerte; te reconforta pertenecer a los escogidos, puedes hacer lo que quieres y justificar cualquier cosa sólo diciendo que es ley natural o voluntad de Dios.
– Tenemos un refrán que dice: «Dale valor a un labriego y se te meterá en la cama.»
– A mí me gustaba aquel otro.
– ¿«El que la sigue la consigue»?
– No, no. «Quien con niño se acuesta, mojado se levanta.» Es lo que me ha pasado a mí, koritsimou; ojalá no me hubiera alistado en el ejército. En aquel momento me pareció una buena idea, pero ya ves lo que ha pasado.
– Antonia se ha quedado sin cuerdas y tú estás que trinas. ¿Echas de menos á los muchachos? Yo sí.
– Yo los quería, koritsimou, eran mis hijos. ¿Cómo está Lemoni? Si tenemos una hija le pondremos Lemoni. Cuando termine la guerra.
– Si tenemos dos varones, el segundo ha de llamarse Carlo. Deberíamos tenerle presente cada día en nuestro recuerdo.
– Cada minuto.
– Cariño, ¿tú crees en Dios, en el cielo y todo eso?
– No. Y menos después de esto, no tiene ningún sentido. Si tú fueras Dios, ¿permitirías que pasase todo esto?
– Lo preguntaba porque me gustaría que Carlo y los muchachos estuvieran en el paraíso. No puedo evitarlo, por eso pienso que tal vez soy creyente.
– Pues dile a Dios que quiero pegarle un puñetazo en la nariz.
– Bésame, es casi de día.
– He de irme. Mañana te traeré un conejo. He encontrado una madriguera y si me tumbo encima, cuando salga el conejo podré atraparlo. Buscaré también unos caracoles.
– Psipsina caza conejos, pero no nos deja ni olerlos. Gruñe se va corriendo.
– Si fuera primavera iría a buscar huevos.
– Abrázame.
– Oh, mis costillas.
– Perdona, lo siento, siempre lo olvido.
– Ojalá pudiera olvidarme yo. Merda. De todos modos, te quiero.
– ¿Para siempre?
– En Sicilia dicen que el amor eterno dura dos años. Suerte que no soy siciliano.
– Los hombres griegos aman a sus madres y a sí mismos eternamente. A sus esposas la aman seis meses. Suerte que soy mujer.
– Eso digo yo.
– ¿Volverás cuando termine la guerra?
– Dejaré a Antonia como rehén. Así sabrás que puedes fiarte de mí.
– Siempre puedes conseguir otra.
– Ella es insustituible.
– ¿Y yo?
– ¿No confías en mí? ¿Por qué me miras así? No llores. ¿Cómo iba yo a perderme la oportunidad de tener un suegro como tu padre?
– Cerdo.
– Ay. Mis costillas.
– Oh, cariño, cuánto lo siento.
– Debo irme. Hasta mañana. Dame un beso. Te amo.
Y salía a la noche, yendo de seto en seto y de tapia en tapia, sobresaltándose al menor ruido, y el alba le encontraba soñando bajo sus mantas mientras el calcio iba tomando paulatinamente forma de hueso bajo su piel, y el recuerdo de la ternura poblaba sus ensueños de imágenes de Pelagia y de su sociedad operística. Despertaba a primera hora de la tarde e iba a buscar bayas, a hacer ejercicios para agilizar los dedos y a escarbar en la maleza buscando caracoles. El doctor no sólo le hacía comer aquellas cosas sino también moler las conchas en el mortero, y toda la familia se tragaba el arenoso resultado con la ayuda de un poco de vino, pues Iannis se había propuesto que nadie se privara de tener un espléndido esqueleto, aunque fuese delgado y cansado; no era peor, en todo caso, que las viejísimas judías disecadas que le dejaban a uno la panza satisfecha pero llena de retortijones.
Pelagia estaba deshecha. Quería que el capitán se quedara en la isla, pero sabía que eso era muy peligroso. Había gente capaz de cualquier traición por un poco de pan, y sólo era cuestión de tiempo el que los nazis se enteraran de la furtiva presencia del capitán. Además, el tiempo empeoraba, el tejado de Casa Nostra tenía goteras, y el capitán no tenía con qué protegerse del viento cortante o del implacable frío. Cada vez había menos comida, y a veces ella se quedaba mirando con ansia las arañas que trepaban por las paredes. Pelagia dijo a Kokolios y Stamatis que buscaran al loco que solía acompañar a Arsenios y le dijesen que fuera a verla.
Desde hacía un tiempo Bunny Warren seguía la política británica, puesta en práctica a base de soberanos de oro y de conseguir que los propietarios de barcas les negaran éstas a los alemanes, y no fueron pocos los supervivientes italianos que se vieron navegando por la noche rumbo a Siracusa, Blanco o Valletta en embarcaciones que parecían fabricadas con cerillas pero en las cuales sus dueños depositaban la más incorregible y optimista fe. En su trashumancia marina saltaban entre las olas dejando atrás torpederas y reflectores, acorazados y minas, mientras los marineros cantaban a voz en cuello y los pasajeros afrontaban con ojos desorbitados el mareo y el frío, para llegar finalmente a tierra firme y descubrir que su quietud los ponía enfermos.
Para Warren, por tanto, organizar la marcha del capitán era un gaje de su oficio. Se presentó en casa de Pelagia a las tres de la mañana y llamó suavemente a la ventana de su cuarto. Cuando ella consiguió desembarazarse del abrazo de Corelli, abrió las contraventanas y vio al hombre cuya ayuda había buscado y temido a la vez.
– ¡Hola! -dijo él al entrar por la puerta, y añadió-: Kalimera, kyria Pelagia. -Estrechó con ceremonia la mano de Pelagia e hizo un comentario sobre el tiempo.
El griego de Bunny Warren era ahora muy pintoresco y coloquial, pero seguía hablando con un perfecto acento aristocrático inglés. Convertía, por ejemplo, la expresión griega «Vamos» en «En taxi», lo cual sonaba mejor a sus ingleses oídos, tenía más sentido para él, y a los griegos les resultaba comprensible. Puesto que su repertorio normal de adjetivos y adverbios era intraducible, continuaba salpicando su discurso con palabras inglesas tales como «spiffing», «simply ripping» y «absolutely ghastly», * expresiones que tenían un efecto más desorientador y redundante antes que disparatado.
– ¿Quién es éste? -preguntó Corelli, quien por un momento había temido la visita de los alemanes.
– Bunnios -dijo Pelagia, sin responder a la pregunta-, este hombre es un soldado italiano. Tenemos que sacarle de aquí.
Warren sonrió y extendió la mano.
– Ave -dijo, pues no había tenido ocasión de modernizar su italiano como había hecho con el griego.
Corelli sintió que le trituraban la mano y se quedó con la impresión de que los británicos tenían todos mucha fuerza. No sabía que en Inglaterra cuando alguien intenta partirte los dedos lo hace en señal de virilidad y afabilidad. Le dejó también estupefacto la estatura y la delgadez de aquel hombre, y le inquietó que le recordara a un alemán por los ojos azules y muy nórdicos.
Coincidió que al día siguiente por la noche zarpaba un calque para Sicilia, si el tiempo lo permitía, y que no había problema en incluir a bordo al capitán.
– Aunque puede que tengamos que matar a un par de granujas de ésos.
Sólo era cuestión de ir a la bahía a la una de la madrugada con un quinqué y hacer señales hacia el mar en respuesta a las señales de la lancha. Warren prometió estar allí, asegurándoles que todo iría como una seda.
61. TODA PARTIDA ES UN ANTICIPO DE LA MUERTE
Corelli no volvió antes del alba a Casa Nostra, sino que se quedó con Pelagia en la casa con la aquiescencia del doctor. Si aquél había de ser su último día juntos, parecía razonable asumir el riesgo, y en cualquier caso Corelli tenía todo el aspecto de un griego con sus ropas de campesino y la espléndida barba que todavía dejaba ver la lívida cicatriz en la mejilla. Por lo demás, ahora hablaba tan bien el griego que podía confundir fácilmente a un alemán que desconociera ese idioma, e incluso sabía darse una palmada en el dorso de la mano para indicar la estupidez de otro, así como echar la cabeza atrás y chascar la lengua para dar una negativa. De vez en cuando soñaba en griego, lo que frustraba su alma durmiente porque ello ralentizaba necesariamente el ritmo de su narrativa onírica, y pronto descubrió que cuando hablaba en aquel idioma su personalidad era distinta de cuando hablaba en italiano. Se sentía más fiero y, por alguna razón misteriosa que nada tenía que ver con su barba, mucho más amenazador.
Estaban los tres sentados en la cocina, nerviosos y entristecidos, hablando en voz baja y meneando con displicencia la cabeza al evocar sus recuerdos.
– Hay muchas cosas que nunca podré olvidar -dijo Corelli-, como lo de mear en las plantas. Supe que había sido aceptado cuando se me invitó a mearme en ellas.
– Ojalá mi padre se olvidara de hacerlo -comentó Pelagia-. Me pongo nerviosa cuando tengo que usarlas para cocinar. Me paso horas lavándolas en agua.
– Me siento culpable de marcharme con vida, cuando todos mis amigos han muerto y Carlo está enterrado ahí fuera en el patio.
– En la Odisea, Aquiles dice «Ponme otra vez en tierra y preferiré mil veces servir en casa de un hombre sin hacienda que ser rey de todos estos muertos que han renunciado a la vida», y tenía razón -sugirió el doctor-. Cuando mueren los seres queridos, uno tiene que vivir por ellos; ver las cosas con sus ojos; recordar cómo decían las cosas y utilizar uno mismo esas palabras. Dar gracias de poder hacer cosas que ellos ya no pueden hacer y también sentirse triste por ello. Así vivo yo sin la madre de Pelagia. No me interesan las flores, pero por ella contemplo una jara o un lirio. Por ella como berenjenas, porque a ella le encantaban. Por sus muchachos debería usted hacer música y divertirse tocando por ellos. De todos modos -agregó-, puede que no salga con vida de su viaje a Sicilia.
– Papá -protestó Pelagia-, no digas eso.
– Tu padre tiene razón -dijo Corelli-. Y también puede uno ver cosas por los vivos. Después de tanto tiempo en esta casa, veré algo e imaginaré lo que habrían dicho los dos al verlo. Les voy a echar muchísimo de menos.
– Volverá -afirmó el doctor-. Se convertirá en un isleño, como nosotros.
– En Italia no tendré un hogar.
– Hágase hacer radiografías. Sabe Dios lo que le he dejado metido dentro, y tiene que hacerse sacar las cuerdas de mandolina.
– A usted le debo la vida, iatre.
– Siento lo de las cicatrices. No pude hacerlo mejor.
– Y yo, iatre, siento el saqueo de la isla. No creo que nos lo perdonen nunca.
– Ya perdonamos a británicos y venecianos. Puede que no perdonemos a los alemanes, no lo sé. En cualquier caso, los bárbaros siempre nos han venido bien; en general siempre hemos tenido alguien a quien culpar de nuestras calamidades. Será más fácil perdonar a los italianos, porque todos ustedes han muerto.
– Papakis -protestó Pelagia otra vez-, no hables así. ¿Hace falta que nos lo recuerdes, con Carlo enterrado en el patio?
– Es la verdad. Sólo los vivos necesitan el perdón, y como usted sabe, capitán, yo le he perdonado, de lo contrario no le habría dado permiso para casarse con mi hija.
Pelagia y Corelli se miraron el uno al otro, y éste dijo:
– Yo nunca le he pedido permiso exactamente… me parecía, no sé, una desfachatez. Además…
– Lo tiene, de todas formas. Nada me complacería más. Pero hay una condición. Debe dejar que Pelagia estudie para médico. Ella no es sólo mi hija. Es, ya que no he tenido un hijo varón, lo más próximo a un hijo que he podido engendrar. Le corresponden las prerrogativas de un hijo, porque ella será mi prolongación cuando yo muera. No la he educado para ser una esclava doméstica, por la sencilla razón de que su compañía me habría resultado tediosa a falta de un hijo varón. Confieso que fui muy egoísta; ahora es demasiado inteligente para ser una esposa sumisa.
– ¿Entonces soy un hombre honorario? -preguntó Pelagia.
– Koritsimou, tú eres tú y basta, aunque de alguna manera eres como yo te hice. Deberías estar agradecida. En otra casa estarías fregando el suelo mientras yo hablaba con Antonio.
– En cualquier otra casa te estaría dando la lata. Eres tú el que debería estar agradecido.
– Lo estoy, hija.
– Naturalmente, si Pelagia quiere ser médico lo será. Un músico no puede ganarse la vida sólo con sus ingresos -dijo Corelli, y su prometida, tras darle vigorosos golpecitos en la parte posterior de la cabeza, exclamó:
– Se supone que te harás rico. De lo contrario no me caso contigo.
– Era broma, era broma. -Corelli se volvió hacia el doctor-. Hemos decidido que si tenemos un hijo le pondremos de nombre Iannis.
El doctor se sintió emocionado, aunque dadas las circunstancias era lo que él habría esperado. Hubo un largo y pesaroso silencio mientras cada cual ponderaba la inminente destrucción de su pequeña sociedad, y al final el doctor alzó los ojos, al borde del llanto, y dijo sin más:
– Antonio, si yo hubiera tenido un hijo, ése serías tú. Tienes un lugar en esta mesa.
En lugar de la respuesta obvia, que en virtud de su obviedad habría sonado forzosamente hueca, Corelli se levantó y se aproximó al doctor, quien a su vez también se levantó. Se abrazaron, se palmearon en la espalda y después el mayor de los dos de pura emoción, abrazó también a su hija.
– Cuando haya terminado la guerra, volveré -dijo Corelli-. Hasta entonces, sigo estando en el ejército y es necesario deshacerse de los alemanes.
– Llevan las de perder -dijo el doctor-. Esto no durará mucho.
– ¡No vuelvas al combate! -exclamó Pelagia-. ¿No has hecho ya suficiente? ¿No te bastan tantas muertes? ¿Y yo? ¿Es que no piensas en mí?
– Pues claro que piensa en ti. Acabando con ellos tú podrás salir de casa sin miedo.
– Carlo lo habría hecho. No puedo ser menos.
– ¡Qué estúpidos sois los hombres! -exclamó ella-. Si entregarais el mundo a las mujeres, veríais lo que es bueno.
– En el continente muchos andartes son mujeres -dijo Corelli-, y muchos partisanos y yugoslavos también lo son. Habría combates igual, además el mundo ha conocido ya suficientes reinas sedientas de sangre. Es importante derrotar a los nazis, creo que no hay nada más evidente.
Pelagia le miró con desaprobación y contestó en voz baja:
– Era importante derrotar a los fascistas, pero tú luchabas a su lado.
Corelli se encendió y el doctor creyó oportuno intervenir:
– No dejéis que nos estropeen este último día juntos. Todos cometemos errores, el hombre a veces es como la oveja, va donde van todas, pero con la experiencia aprende a convertirse en león.
– Yo no quiero que vayas al frente -insistió ella, mirando fijamente a Corelli-. Tú eres músico. Antiguamente cuando se mataban unas tribus a otras, los bardos salvaban la vida.
El capitán intentó una solución de compromiso:
– Tal vez no será necesario, y además estoy seguro de que no me considerarán útil.
– Haz algo provechoso -dijo Pelagia-. Métete a bombero o algo así.
– Cuando llegue a casa -dijo Corelli tras una embarazosa pausa-, pondré una maceta con albahaca en las ventanas para acordarme de Grecia. A lo mejor me trae suerte.
Se paseó por la habitación haciendo inventario de todo cuanto allí había; no sólo de los objetos familiares, también su historial de emociones. En aquel lugar resonaban aún la esperanza, las bromas compartidas, los antagonismos y el resentimiento pasados, y la salvación de una vida. Todo él desprendía un aroma residual a música y abrazos que se mezclaba con el olor a hierbas y jabón. Corelli se puso en pie acariciando el largo lomo de Psipsina -la marta estaba recostada en un anaquel vacío de alimentos- y sintió una indecible tristeza que competía con la boca seca y el aleteo en el estómago del hombre que estaba a punto de hacerse a la mar. El doctor lo vio allí de pie, como quien espera el momento de la ejecución, y luego miró a Pelagia sentada con las manos en el regazo y la cabeza ladeada.
– Os dejo -dijo -. Hay una chiquilla muriendo de tuberculosis, he de visitarla. Tiene afectada la columna vertebral y no hay nada que hacer, pero en fin…
Al irse el doctor, los dos enamorados se sentaron uno enfrente del otro, acariciándose los dedos. Finalmente cuando las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Pelagia, Corelli se arrodilló junto a ella, la rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Nuevamente sorprendido de su extrema delgadez, cerró los ojos e imaginó que estaban en otro mundo.
– Tengo miedo -dijo ella-. Pienso que no vas a volver, que la guerra no terminará nunca, que no hay esperanza ni salvación, y que me quedaré sin nada.
– Tenemos los recuerdos -replicó Corelli-. Que nos entristezcan o alegren depende de nosotros. Yo no te olvidaré, y voy a volver.
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo. Te he dado mi anillo, y te dejo a Antonia.
– No hemos leído lo que escribió Carlo.
– Es demasiado triste. Lo haremos cuando yo vuelva, cuando no sea todo tan… tan reciente.
Pelagia le acarició el pelo en silencio y finalmente dijo:
– Antonio, me habría gustado que… nos acostáramos. Como hombre y mujer.
– Cada cosa a su tiempo, koritsimou.
– Puede que ese tiempo no llegue nunca.
– Llegará. Te doy mi palabra.
– Psipsina te echará de menos. Y Lemoni también.
– Lemoni me da por muerto, no cabe duda.
– Cuando te marches le diré que Barba Corelli está vivo. Se alegrará.
– Tienes que decirle a Velisarios que juegue con ella de vez en cuando, para que se acuerde de mí.
Y así siguieron conversando hasta que el doctor llegó, antes del toque de queda, tan angustiado como siempre que tenía que visitar a un niño que recorría a tientas los últimos pasos hacia la muerte. Había caminado hasta su casa pensando lo mismo que solía pensar en tales ocasiones: «¿Qué tiene de extraño que yo haya perdido la fe? ¿Qué estás haciendo ahí arriba, Dios indolente? ¿Crees que con un par de milagros por la fiesta del santo se me puede engañar tan fácilmente? ¿Me tomas por tonto?, ¿crees que no tengo ojos para ver?» Dio vueltas en su bolsillo al soberano de oro que el padre de la niña le había dado en pago por sus servicios. Los británicos los habían repartido en tal cantidad al financiar a los andartes que las monedas habían perdido ya su valor. «Hasta el oro vale menos que el pan», reflexionó.
Aquella noche compartieron una solitaria pata huesuda de una gallina que Kokolios había sacrificado para que no se la apropiaran los alemanes, y Pelagia reservó el hueso para incluirlo en una sopa que contenía también los huesos de un puerco espín. Si los cocía el tiempo suficiente, se ablandarían lo suficiente para masticarlos. Después preparó una infusión amarga y floja con escaramujos que había recogido en otoño de los rosales silvestres, contenta de tener algo que la distrajera de sus temores, y se sentaron los tres en la penumbra mientras las horas se sucedían tan deprisa y a la vez tan lentamente.
A las once el teniente Bunny Warren llamó al cristal de la ventana y el doctor le hizo pasar. El hombre entró con un aire de firmeza y aplomo que a Pelagia le pareció totalmente atípico de su habitual timidez. Metido en el cinto llevaba un cuchillo grande y bien afilado. Ella sabía de oídas que las fuerzas especiales británicas tenían una habilidad decididamente balcánica para rebanar cuellos sin hacer ruido, y se estremeció al pensarlo. Era difícil imaginar a Bunnios haciendo una cosa así, y la idea de que lo practicara con frecuencia le resultó inquietante.
Warren se sentó en el borde de la mesa y habló en su mezcla de romaico coloquial y jerga británica, y sólo entonces empezó Corelli a preguntarse cómo Pelagia y el doctor habían llegado a trabar conocimiento con un oficial de enlace británico. En la guerra hay tantas cosas extrañas que uno olvida a veces sorprenderse de algo o hacer una pregunta pertinente.
– Procedimiento operacional normal -empezó Warren-. Sólo ropa oscura. Mejor que esos tíos no nos vean. Nada de charla a menos que sea absolutamente necesario. Pararse a escuchar cada veinte segundos. Los pies hay que ponerlos en terreno llano, para evitar crujidos. Los pies han de descender en vertical, para evitar resbalones y rasguños. Yo iré delante, luego el doctor y kyria Pelagia, y Corelli el último. Corelli se volverá a mirar cada vez que paremos. -Le entregó al capitán un trozo de cable en cuyos extremos había tacos de madera. Corelli tardó unos segundos en darse cuenta de que aquello era un garrote, y que tal vez se esperaba de él que lo utilizara-. Nada de disparos mientras no se ordene lo contrario -continuó Warren-. Si son dos, Corelli y yo nos ocupamos de ellos. Si son tres o más, nos quedamos quietos y a una señal mía retrocedemos a la carrera y los rodeamos. -Los miró de uno en uno y preguntó-: ¿Hablo en cristiano o hablo en chino?
El doctor tradujo las instrucciones a Corelli y a todos convinieron en que Warren hablaba en cristiano.
– He hecho un reconocimiento esta noche -prosiguió Warren-. De momento, los alemanes no asoman la nariz. Parece que no les gusta el frío. Ropa de abrigo esencial. ¿Comprendido?
Pelagia se puso en pie, fue a su habitación y volvió con sus mantas y algo más.
– Toma, Antonio -dijo-. Quiero que te lo quedes.
Corelli deshizo el paquete de papel y vio que se trataba del chaleco bordado que meses atrás había intentado comprarle a Pelagia. Lo sostuvo en alto y el hilo de oro brilló oscuramente a la media luz.
– Oh, koritsimou -dijo, sintiendo en la yema del pulgar el suntuoso terciopelo y, en la del índice el resbaladizo raso del forro. Se levantó, se quitó el justillo que llevaba y se puso el chaleco. Una vez abrochado, sacudió los hombros para que le sentara y exclamó:
– Me va muy bien.
– Te lo pondrás en nuestra boda, para bailar -dijo ella-, pero de momento te abrigará cuando vayas en la barca.
Pasada la aldea de Spartia, en el cabo Liaka, hay un escarpado farallón que cae hasta el mar y que en aquellos días era accesible únicamente por un largo camino de cabra que serpenteaba entre el monte bajo. Su uso humano lo había convertido en una senda para aquellos pescadores que en verano extendían sus finísimas redes para capturar bancos de boquerones y sardinetas que se congregaban sin recelar al socaire de las grandes rocas que sobresalían del agua, y su playa consistía en una franja de arena de apenas dos metros de ancho en los sitios donde no la ocupaban las piedras batidas por las olas. Rocoso y peligroso como parecía, el propio lecho marino consistía casi por entero en arena fina, y era ideal para que fondearan allí embarcaciones incluso bastante grandes, pues su brusca inclinación posterior proporcionaba un buen calado, y arriba los farallones se proyectaban hacia adelante haciendo difícil la observación desde la cumbre. Del cabo Aghia Pelagia a la bahía de Lourdas había puestos de observación alemanes a intervalos regulares, pero estaban muy mal tendidos, especialmente durante las frías noches de diciembre; además como los italianos antes que ellos, los alemanes sabían que la guerra de verdad se desarrollaba en otra parte. Como no había oficiales, los centinelas solían jugar a las cartas y fumar en sus garitas de madera, saliendo sólo de vez en cuando a estirar las piernas o a orinar, momento que aprovechaban para mirar la estrella polar que les señalaba la dirección a casa.
El trayecto hasta la playa no tuvo pues el intríngulis de las grandes aventuras. Un viento frío susurraba entre los espinos, y no había luna. Una fina llovizna puso en peligro la operación mediante una ocasional rociada de gotitas, y la oscuridad era tan absoluta que Pelagia temió perder contacto con su padre, que iba delante de ella. El impacto del frío sobre su derrengado esqueleto la dejaba en un estado atroz cada vez que Warren los hacía parar en silencio, y el hecho de que su padre empuñara una pistola le parecía en cierto modo más aterrador e inquietante que el que ella caminara aferrada a su Derringer. Luchaba a la vez contra el vacío que parecía abrirse en su corazón y contra sus alarmantes y acelerados latidos. Detrás de ella, Antonio Corelli, pese a hacer acopio de fuerzas por la necesidad de proteger a su novia que le precedía, sentía prácticamente las mismas emociones. Se encontró preguntándose por qué estaba metido en todo aquello, rebelándose contra su fuga, pero admitiendo al fin su necesidad. Le oprimía una debilitadora sensación de futilidad y melancolía, y casi llegó a desear que se toparan con una patrulla alemana y así poder morir peleando y matando, acabando bajo el fuego enemigo pero acabando al fin. Sabía que abandonar la isla sería como quedarse sin raíces.
Se apretujaron los cuatro en la diminuta franja de arena, al abrigo del viento, esperando el destello de un farol que había de llegarles desde el mar. Warren encendió su lámpara y la protegió con la capa mientras los otros tres se turnaban para calentarse las manos a su lumbre. Corelli caminó hasta la orilla y contempló el vaivén de las negras olas, preguntándose si conseguiría sobrevivir. Recordó otras playas, los muchachos de La Scala cantando y bebiendo mientras las prostitutas chapoteaban en la orilla de una mar tan calmada y transparente que podría haber sido un lago en la Arcadia. Con los ojos de su mente vio el turquesa inverosímil de la bahía de Kiriaki, visto desde arriba en verano volviendo de Assos, y la belleza de ese recuerdo aumentó su sensación de pérdida. Recordó lo que le había dicho el doctor sobre la xenitia, ese terrible amor nostálgico por su tierra que afecta a los griegos en el exilio, y sintió que también a él le hurgaba en el pecho como una bayoneta. Ahora tenía un pueblo propio, una patria propia, y hasta sus ideas y su forma de hablar habían cambiado. Lanzó una piedra negra al mar para que le trajera suerte y luego volvió con Pelagia. En la oscuridad tomó su cara entre las manos y la abrazó. El pelo seguía oliéndole a romero, y Corelli aspiró el aroma con tanta fuerza que le dolieron las costillas. El aire frío había avivado el perfume, y supo que el romero no volvería a tener un olor tan penetrante y consumado. De ahora en adelante olería a luz que se desvanece y a polvo.
Cuando la luz despidió tres destellos desde el mar y Warren hubo respondido a la señal, Corelli estrechó la mano del teniente, besó a su suegro en ambas mejillas y volvió con Pelagia. No había nada que decir. Él sabía que la boca de ella temblaba de congoja, y él mismo sentía en la garganta la contracción de una emoción similar. Le acarició tiernamente la mejilla y la besó en los ojos, como si quisiera mitigar sus lágrimas. Oyó el ruido hueco de remos golpeando la regala de un esquife, el crujir de la madera sobre el cuero, y al levantar la vista vio la silueta de la embarcación que se aproximaba y las sombras de dos hombres trajinando a bordo. Se acercaron los cuatro al agua y el doctor dijo:
– Que te vaya bien, Antonio. Y vuelve.
El capitán dijo en romaico:
– De sus labios a los oídos de Dios -Y abrazó a Pelagia por última vez.
Una vez se hubo metido en las rompientes y subido a bordo esfumándose como un fantasma en la oscuridad, Pelagia corrió hacia las olas hasta que el agua le llegó a los muslos. Se esforzó para verlo por última vez pero no vio nada. Se sintió apresada, atrapada en el vacío como en las garras de unos raptores. Se llevó las manos a la cara y lloró temblando mientras el viento se llevaba unos sollozos de angustia que se perdían entre el siseo del mar.
<a l:href="#_ftnref2">*</a> 1. «Fetén», «sencillamente bárbaro» y «horripilante en grado sumo». (N. del T)