38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 63

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64. ANTONIA

Había habido tantas violaciones y tantos nuevos huérfanos, que Pelagia y Drosoula no se sorprendieron al encontrar un paquete abandonado en el umbral de su casa. Por la época en que había nacido, su padre podía haber sido un nazi o un comunista y su madre una de tantas muchachas desafortunadas. Quienquiera que hubiera sido aquella chica contrita y deshonrada, había tenido la precaución de dejar a su hijo a la puerta de un médico, sabiendo que allí tendrían alguna idea sobre qué hacer. El caos del momento era tan ingobernable que a las dos mujeres sólo se les ocurrió intentar cuidarlo ellas mismas, pensando que a su debido tiempo lo adoptaría alguna familia sin hijos o la Cruz Roja se haría cargo de él.

El retoño era una niña, una criatura nacida para un mundo mejor que estaba aún por venir. Era tranquila y serena, no buscaba pretexto para esos enloquecidos aullidos con que algunos críos torturan a sus padres, se chupaba el pulgar de la mano derecha, hábito que no perdería ni siquiera de mayor, y sonreía con generosidad, agitando brazos y piernas en un alegre vaivén que Pelagia llamaba «zarandeo». Se la podía inducir a emitir un prolongado trino de placer con sólo apretarle la punta de la nariz con un dedo, produciendo entonces un sonido que recordaba tanto a un trémolo lento en una cuerda grave que Pelagia decidió ponerle el nombre de la mandolina del capitán Corelli.

Las dos mujeres, cuyas almas habían sido templadas en los crisoles del desconsuelo y la infelicidad, encontraron en Antonia una nueva e intensa razón de ser para sus vidas. No había penuria tan dura de soportar que ella no hiciera tolerable, y la niña ocupó su lugar en aquel providencial matriarcado como si el destino la hubiera asignado a él. En toda su vida no formuló una pregunta sobre su padre, como si le hubiera correspondido de forma natural nacer por partenogénesis, y sólo cuando estaba solicitando un pasaporte para ir al extranjero en su luna de miel descubrió que oficialmente no existía.

Sin embargo, abuelo sí tenía. Cuando el doctor Iannis regresó dos años después y entró penosamente en la cocina sostenido por los brazos de dos hombres de la Cruz Roja, absolutamente destrozado por el horror de la brutalidad cotidiana, mudo de por vida y emocionalmente paralítico, se inclinó para besar a la niña en la frente antes de retirarse a su cuarto. Del mismo modo que Antonia no especulaba sobre un posible padre, tampoco el doctor Iannis especulaba sobre la niña. Le bastaba con saber que el mundo se había bifurcado por un sendero que le resultaba inaprehensible, ajeno y opaco. Se había convertido en un espejo que reflejaba borrosamente lo grotesco, lo demoníaco y la hegemonía de la muerte. Aceptó que su hija y Drosoula durmieran en su cama y él ocupar la de Pelagia, porque, fuera cual fuese la cama, seguiría soñando los mismos sueños de una marcha forzosa de centenares de kilómetros sin las botas que le habían robado, sin sustento y sin agua. Oiría los gritos de los lugareños mientras ardían sus casas, los gritos de la castración y de ojos arrancados y contemplaría una y otra vez a Kokolios y Stamatis, el comunista y el monárquico, la viva imagen de Grecia misma, muriendo el uno en brazos del otro e implorándole que los dejara al pie del camino por miedo a que lo fusilaran a él. En su mente resonaba perpetuamente el himno del ELAS, un panegírico a la unidad, el heroísmo y el amor, y la amarga ironía de que le llamaran camarada cuando le azotaban la espalda y le apoyaban una pistola en la nuca en las falsas ejecuciones que a sus guardianes les resultaban tan graciosas.

En su mundo sin palabras, pensando en imágenes porque las palabras eran endebles y se alejaban de la verdad, el doctor Iannis se consolaba con Antonia del mismo modo que se había consolado con su hija tras la muerte de su joven esposa. Solía mecer a la niña en sus rodillas, arreglarle sus negros cabellos, hacerle cosquillas en las orejas, mirarla fijamente a sus ojos castaños como si aquello fuera la única forma de hablar, y a cada sonrisa de ella su corazón se llenaba de pena porque cuando fuera mayor perdería su inocencia y sabría que la tragedia desgasta los músculos faciales hasta que la sonrisa se torna imposible.

El doctor Iannis se dedicó de nuevo a la medicina, y ayudó a su hija en una inversión de sus anteriores papeles. A ella la alarmaba ver cómo le temblaban las manos cuando se ocupaba de heridas y llagas, y sabía también que él la ayudaba a pesar de su abrumador sentimiento de futilidad. ¿Para qué preservar la vida si todos hemos de morir, si la inmortalidad no existe y la salud es un efímero accidente de la juventud? Ella se maravillaba a veces del invencible poder de su impulso humanitario, un impulso tan inconcebiblemente valeroso, desesperado y quijotesco como el quehacer de Sísifo, un impulso tan noble e incomprensible como el que induce a un mártir a lanzar bendiciones mientras se consume en la pira. Por las tardes lo estrechaba entre sus brazos y lo abrazaba mientras él meditaba sobre su pasado, húmedos los ojos de tristeza, y hundía la cabeza en su pecho, sabedora de que la desesperación de él aligeraba la suya.

Procuró que continuara la redacción de su Historia, y cuando sacó los papeles del escondite y se los puso delante, él pareció dispuesto a trabajar. El doctor echó un vistazo a sus escritos, pero al cabo de una semana Pelagia comprobó que sólo había añadido un breve párrafo con una letra que había pasado de la antigua mano firme a un caos de oscilantes patas de araña y asaetadas ondas. Pelagia lo leyó y recordó algo que su padre le había dicho una vez a Antonio. Cruzando en diagonal el pie de la última página, su padre había escrito: «Antiguamente contábamos con los bárbaros; ahora, la culpa sólo es achacable a nosotros mismos.»

Durante su estancia en el escondite, Pelagia redescubrió el rifle de Mandras, la mandolina Antonia y los papeles de Carlo, que leyó de un tirón en una sola tarde, empezando por la desgarradora y profética carta de despedida y continuando por lo acaecido en Albania y la muerte de Francesco. No había imaginado que aquel simpático y viril Titán hubiera sufrido tanto por un infortunio secreto que le había condenado a ser un extraño para sí mismo. Pero al final comprendió el origen verdadero de toda su fortaleza y su sacrificio, y también comprendió que nada hay menos obvio en un hombre que lo que parece incuestionable. Vio que Carlo se había propuesto tanto perder la vida cuanto salvar la de Corelli, y se dio cuenta de que su propia hija adoptiva le habría inspirado a ella ese mismo inefable valor.

Antonia creció alta y esbelta, aproximándose día a día a la imagen clásica de la amazona tal como se representa en los jarrones de museo. Andaba a zancadas, y muy pronto adoptó el blanco como color dominante en su ropa. Era incapaz del menor decoro: cuando se sentaba en la butaca de su abuelo no sólo se chupaba el pulgar sino que dejaba una pierna colgando lánguidamente por encima del brazo del sillón, repantigada de una manera nada femenina y respondía a las reconvenciones de su madre y de Drosoula con un «No seáis anticuadas». Pelagia reconocía que, en una casa llevada por dos mujeres excéntricas, nadie más que ella misma tenía la culpa de que Antonia llevara camino de convertirse en una anomalía entre las de su sexo, proceso que el doctor padre había inaugurado con la propia Pelagia.

Excéntricas sí se las consideraba. Las casquivanas chismosas del pueblo transformaron a Drosoula, con su extraordinaria fealdad, y a Pelagia, con su intrépida falta de deferencia para con los hombres, en un par de viejas brujas regañonas. El que el doctor estuviera mudo e impotente lo explicaban por la acción de pócimas químicamente castrantes y de ensalmos otomanos, y el que Pelagia se viera forzada por la indigencia a echar mano de valeriana y tomillo en lugar de sofisticadas drogas modernas no hizo sino exacerbar la certeza de que sus métodos eran sospechosos y esotéricos. Los niños las apedreaban al pasar, se mofaban de ellas, y los adultos aconsejaban a sus hijos que no se les acercaran y a sus perros que les ladraran. Pese a ello, Pelagia se ganaba la vida, porque al caer la noche la gente acudía furtivamente a su casa, convencidos de que sus curas y sus lociones eran infalibles.

La primera gran crisis de este modus vivendi tuvo lugar en 1950, cuando las mujeres de la casa no pudieron reunir dinero suficiente para sobornar a un funcionario de sanidad a fin de que pasara por alto que el doctor y su hija carecían de título para ejercer. La prohibición de practicar la medicina pareció que les hundiría en la más abyecta miseria y les obligaría a subsistir nuevamente a base de lagartijas, puerco espines y caracoles. Pero, como si los hados les sonrieran por primera vez, un lúgubre poeta canadiense especializado en rimas sobre intentos de suicidio y lamentaciones metafísicas arribó a la isla y buscó hospedaje. Era el primero de una nueva avanzadilla de intelectuales románticos con aspiraciones byronianas. El hombre buscaba una casa sencilla entre gente sencilla del campo donde abordar de cerca las arenosas realidades de la vida.

Lo que consiguió fue una casa sencilla entre gente sencilla del mar. Avergonzada y deshaciéndose en disculpas, Drosoula le enseñó las dos habitaciones de su insalubre, húmeda, despintada y ligeramente maloliente casita en el muelle; había estado cinco años cerrada y se había convertido en refugio de cucarachas, lagartijas y ratas. Ya estaba preparándose para recibir una desdeñosa negativa cuando él mostró su conformidad y le propuso pagar un alquiler que era nueve veces y media mayor que el que ella había pensado pedir. Drosoula pensó que aquel hombre era rico además de loco, y el canadiense se alegró de haber encontrado una bicoca que hasta un poeta podía permitirse alquilar. Sintiéndose incluso culpable, ponía más dinero de la cuenta en el sobre que dejaba en la contraventana, dinero que Drosoula le devolvía puntualmente.

Tres años se quedó hasta el desastre de 1953, llenando las habitaciones de neuróticas rubias bohemias y de elegantes novelistas marxistas que exponían sus teorías conspiratorias con creciente vehemencia, rodeados de botellas de tinto barato cuyo contenido alcohólico y deletéreo efecto sobre el intelecto eran bastante más importantes de lo que ellos suponían. El poeta se hubiese quedado aun después de la catástrofe, pero cayó en la cuenta de que la relajación, el sol y la felicidad infligían daños irreparables a su inspiración. Al final se había vuelto imposible escribir poemas deprimentes, y el canadiense comprendió que urgía regresar a Montreal, vía París, donde la libertad estaba a punto de ser reconocida como la principal fuente de ansiedad.

Por su parte, Pelagia, Drosoula y Antonia se recrearon en la libertad de su riqueza sin precedentes. Comían cordero al menos dos veces por semana, y podían comprar alubias secadas ese mismo año. Es más, la botella diaria de vino tuvo sobre el doctor el saludable efecto de curarle las heridas psíquicas liberando sus recuerdos y restándoles importancia, hasta que por fin empezó a sonreír y a reír, si bien no volvió a hablar. Se había acostumbrado a dar largos paseos con Antonia, durante los cuales observaba a la muchacha disfrutando de las mariposas y saltando de un tesoro a otro de un modo que le recordaba a Lemoni de niña. El único problema que la vida les planteaba en aquel momento era que habían adoptado un gato.

El problema no era grave, aunque sí fastidioso. Por lo visto los gatos habían sido exterminados de la isla, por razones obvias, durante la guerra, pero en cuestión de unos años se habían reproducido hasta alcanzar su anterior población. Volvían a verse rollizas y satisfechas criaturas felinas esperando la llegada de pulpos o pescados en los muelles, y volvían a verse gatos patéticos, infestados de gusanos, escuálidos y atrofiados mendigando de casa en casa sin recibir otra cosa que golpes y patadas.

Lo que pasó es que Drosoula empezó a llamar «gatita» a Antonia, lo que en ningún caso era raro ni injustificado, y ese nombre (Psipsina en griego) se le había pegado también a Pelagia, hasta que la niña acabó casi olvidando su verdadero nombre. Se había acostumbrado totalmente a un apodo que encajaba muy bien en su carácter felino, en su lánguida figura, y estaba habituada a que la llamaran a cenar por ese nombre. La familia tardó un tiempo en averiguar por qué una noche y en noches sucesivas un gatito manchado entraba saltando por la ventana de la cocina y se subía a la mesa cuando llamaban a Antonia.

Al principio lo ahuyentaban con la mano o propinándole azotes con un trapo de cocina, pero el gato perseveró y al final consiguió quedarse. Eso significaba que Antonia oía decir «Psipsina, bájate de la mesa» cuando estaba jugando tranquilamente en el patio, o «Psipsina, la cena», y se encontraba en el piso de la cocina con un poco atractivo plato de asaduras crudas y sanguinolentas. Si alguien gritaba de pronto «Psipsina, no hagas eso», se quedaba de piedra a media travesura y se preguntaba si la habían pillado in fraganti. Muy sensatamente Drosoula propuso que Antonia y el gato intercambiaran nombres, de modo que el gato se llamara Antonia y la niña Psipsina, pero lo probaron y no funcionó.

Durante todo este tiempo Pelagia estaba convencida de que Antonio Corelli había muerto, y al igual que su padre acabó creyendo en la existencia de los fantasmas.

Había sucedido por primera vez un día de octubre de 1946, casi en el aniversario de las masacres, cuando Pelagia se encontraba delante de la casa con la pequeña Antonia en brazos. En aquel momento estaba arrullando al bebé y dándole a chupar el dedo índice. Algo le hizo levantar los ojos, y entonces vio una figura de negro que la miraba. Estaba en el mismo sitio donde Mandras había sido alcanzado por el cañonazo de Velisarios. La figura seguía mirándola, suspendida entre la vacilación y el paso al frente, y a Pelagia le dio un vuelco el corazón. El hombre tenía un halo de melancolía como de nueve mil almas en pena, y a su rostro asomaba la tristeza con la misma rotundidad con que una luz atraviesa la camisa de una lámpara de gas. Estaba segura de que era él. Pese a la barba y a su delgadez, pudo ver claramente la cicatriz en la mejilla, los mismos ojos castaños, la misma disposición del cabello, la misma simetría en el porte. Excitada más allá del júbilo, dejó al bebé en el suelo para ir a su encuentro, pero cuando miró ya se había ido.

Con el corazón palpitándole, Pelagia echó a correr. Al doblar la curva del camino se detuvo y miró frenéticamente alrededor. «¡Antonio! -gritó-. ¡Antonio!» Pero nadie le respondió y ningún hombre fue hacia ella. Se había esfumado. Levantó las manos al cielo y las dejó caer de nuevo con gesto de desesperación. Siguió allí de pie dando voces hasta quedar exhausta. A la mañana siguiente encontró una solitaria rosa roja en el suelo, allí donde yacían los restos de Carlo Guercio.

El mismo fantasma apareció en el mismo lugar en 1947, y en años sucesivos, casi a la misma hora y en un día u otro del mes de octubre había una rosa. Fue por esto que Pelagia dedujo que Antonio había cumplido su promesa de volver y que era posible seguir queriendo incluso desde más allá de una tumba. Esto permitió a Pelagia vivir satisfecha, sabiendo que no había sido abandonaba ni repudiada, con la mente llena de fantasías en las que era deseada incluso pese a su condición de marchita solterona, y pensando que su muerte le devolvería todo cuanto le habían robado en vida.