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66. SALVAMENTO

En aquellos tiempos Gran Bretaña no era tan rica como actualmente, pero tampoco era tan pagada de sí misma y, desde luego, no tan inoperante. Había un sentido de la responsabilidad humanitaria y había el mito de su propia importancia, que era quijotescamente cierto y universalmente aceptado por la sencilla razón de que el país creía en él y así lo afirmaba en voz alta para que los extranjeros lo comprendieran. Gran Bretaña no había adquirido aún la típica costumbre de colegial de esperar meses y meses el permiso de Washington para saltar de su cama pos-imperial, calzarse las botas, prepararse una taza de té dulzón y aventurarse al exterior.

Por consiguiente, los británicos fueron los primeros en llegar, los que más tiempo se quedaron, los que más hicieron y los últimos en marcharse. Durante la noche el HMS Daring cargó agua, comida, medicinas, médicos y equipo de salvamento y zarpó de Malta para llegar con el alba del día siguiente. El puerto de Argostolion parecía un espumeante hervidero a causa de cargas de profundidad o minas magnéticas. Un hidroavión Sunderland trajo al comandante en jefe de las fuerzas destacadas en el Mediterráneo, el HMS Wrangler llevó víveres a Ítaca, y no tardaron en aparecer el HMS Bermuda, el Forth, el Reggio y el neozelandés The Black Prince. Entre todos traían cuatrocientos kilómetros de vendas, más de diez mil litros de desinfectante, cincuenta barracas Nissen, seis mil mantas, bulldozers, biberones, sesenta mil latas de leche, tres comidas diarias para quince mil personas durante siete días y dos desmesuradas y pródigas toneladas de algodón hidrófilo y vendas.

Los yugoslavos, cuyo puerto de Dubrovnic era el más próximo, no enviaron nada a los capitalistas, pero pronto aparecieron cuatro tímidos barquitos de la armada israelí. Italia, consciente de su oprobioso pasado y de las obligaciones que ello implicaba, mandó sus mejores acorazados a bordo de los cuales viajaban bomberos de élite procedentes de Nápoles, Milán y Roma, e iniciaron la evacuación de víctimas rumbo a Patras. Llegaron el Franklin D. Roosevelt y el Salem cargados de excavadoras y helicópteros, y no tardarían en fondear cuatro transportes de combate con tres mil marines americanos a bordo. La armada griega, entorpecida por burocráticas luchas intestinas, llegó tarde pero con ganas, y el general Iatrides fue nombrado gobernador de Jonia en tanto durase la emergencia. El rey y su familia aprovecharon la ocasión para recorrer las islas de incógnito en jeep, y las orondas monjitas de los monasterios de clausura salieron con escrúpulos pero no sin júbilo a echarle un tiento a la vida, con su correspondiente chocolate y sus oportunidades para el trabajo y la conversación.

Como las calles eran anchas, en Cefalonia hubo pocas víctimas; los pueblos consistían principalmente en edificios de un solo piso separados por patios y vertederos de basura. Se produjeron los habituales milagros con personas que habían perdido la noción del tiempo y emergían de entre los escombros después de nueve días, creyendo que sólo habían transcurrido unas horas.

Los marineros británicos se afanaban sudorosos bajo el achicharrante calor, quejándose amargamente del olor a heces que impregnaba el muelle y de las quemaduras de sol que les dejaban la piel a tiras. Rojos como cardenales, dinamitaron edificios peligrosos (que a la postre resultaron ser todos), de modo que la isla parecía haber quedado aún más desolada gracias a ellos, causando nuevas oleadas de pánico entre los enloquecidos isleños, que no distinguían entre réplicas de seísmo y explosiones, y a quienes los marineros, poco versados en geografía y en circunloquios corteses, llamaban jovialmente wogs. * En sus tablones de anuncios, prendidos con chinchetas entre el reglamento vigente y las instrucciones especiales, aparecían los resultados invariablemente atrasados del partido de criquet entre Inglaterra y Australia.

Los trabajadores de la ayuda exterior levantaban ciudades de tiendas de campaña y abrían gigantescos aparcamientos para jeeps y camiones. A los gruñidos de la tierra inquieta se sumó el estupidizante traqueteo de los helicópteros y el rugido renqueante de las excavadoras intentando despejar los desprendimientos que habían aislado las comunidades más remotas, cuya población llegó a pensar durante tres días que los habían olvidado y abandonado a merced del hambre y la sed. Una aldea de Zante se hallaba al borde de la desesperación, cuando un aeroplano lanzó el mejor pan que habían probado nunca y cuyo sabor permanecería para siempre en su memoria colectiva como anticipación del paraíso que ninguna ama de casa mortal sería capaz de recrear. Al pan siguieron las latas de cecina y el chocolate, este último a punto de derretirse al tocar el suelo y siendo lamido por los aldeanos en su mismo papel de plata y nuevamente lamido a continuación por los perros antes de tragarse envoltorio y todo.

La tripulación del Franklin D. Roosevelt producía diariamente siete mil barras de pan que entregaban en puertos desmoronados y en playas de arena mediante lanchas de desembarco más acostumbradas a ametralladoras, tanques y tropas. Un oficial americano iba de un lado a otro con un pequeño diccionario repitiendo «¿Hambre?» con escasa entonación interrogatoria y señalándose la boca para dar énfasis a sus palabras, hasta que algunos lugareños se apiadaban de él y le organizaban un banquete con lo poco que podían conseguir. Cuando los americanos se marcharon, sus tiendas y cubos de basura fueron objeto del pillaje generalizado, y durante toda una década aquellos milagrosos abrelatas no más grandes que una hoja de afeitar fueron moneda corriente en sustitución de la calderilla o los cortaplumas cuando los muchachos de las islas hacían sus trueques e intercambios.

Los griegos, por su parte, reaccionaron de distinta manera según hubiera o no entre ellos un líder natural. Donde no apareció ninguno la gente cayó en la melancolía, perdió la noción del tiempo, se volvió apática e indecisa y padeció espantosas pesadillas. Ninguno lloró, las lágrimas estaban superadas. Ni siquiera pusieron anuncios, como en otras partes, concertando citas con parientes y amigos.

Durante el seísmo propiamente dicho una cuarta parte de la población, como el doctor, no fue presa del pánico, pero luego las tres cuartas partes restantes recordaron haber abandonado a sus hijos y a sus padres de edad y padecieron la tortura de una humillación total. Hombres fuertes se sentían cobardes y estúpidos, y a la sensación de haber sido golpeados frívola y gratuitamente por el Creador vino a sumarse una insidiosa y horrible sensación de inutilidad. El corazón les daba un vuelco al menor rebuzno de mula, crujir de puerta o arañar de gato.

Algunos griegos emprendedores no perdieron tiempo en montar sus negocios, vendiendo ávida y oportunistamente propiedades del gobierno tales como sellos. Otros abrían puestos de fruta, y el gerente de un banco de Argostolion llegó a poner una mesa delante de su banco en ruinas dirigiendo sus transacciones normales y disfrutando por primera vez de su trabajo. En Ítaca alguien colgó una sábana e inauguró un cine. Clubs juveniles de toda Grecia llegaban a las islas en vacaciones de trabajo, y si alguno mostraba miedo ante el latir y respirar de las rocas los demás reían y le tomaban el pelo.

Surgieron los más inverosímiles salvadores. Aunque siempre se le había tenido por plácido y más bien lerdo, Velisarios tomó el mando en el pueblo de Pelagia. Tenía ahora cuarenta y dos años y, vanidad aparte, sabía con certeza que era más fuerte de lo que había sido nunca, aunque le faltara el brío inconmensurable de la juventud con todas sus fantasías de seguir eternamente joven. El terremoto le despejó de alguna manera el cerebro, igual que a Drosoula le curó el reumatismo, y fue como si una luz se hubiera encendido por si sola en medio de la percepción animal y los reflejos instintivos que formaban el caudal de su mente.

Fue Velisarios quien emprendió la tarea de poner el pueblo en pie, y fueron los agradecidos habitantes del mismo los que le siguieron. Con una fortaleza que parecía mayor aún que la del propio terremoto, Velisarios se deshizo de las vigas y las piedras que aprisionaban el cuerpo destrozado del doctor Iannis, consciente de que la putrefacción traía consigo enfermedades, y después congregó a los confusos y los desesperanzados y los dispuso en pequeños grupos de trabajo con tareas variadas. Él mismo bajó al pozo y empezó a vaciarlo de los cascotes que lo habían llenado, trabajando con tanto ahínco que consiguió agotar a dos cuadrillas de fajina sin haber descansado él. Si nadie sufrió sed fue únicamente gracias a Velisarios.

Corrió el rumor de que la isla se estaba hundiendo en el mar y que el gobierno había ordenado a toda la población evacuarla en sus barcas. Mientras los crédulos y los bobos corrían a sus casas en ruinas para recoger lo imprescindible e iniciar el éxodo, Velisarios hablaba con uno y con otro apelando a la codicia y al sentido común de la gente. «¿Sois tontos? -les preguntaba-. Eso es un disparate divulgado por gente que sólo quiere saquearlo todo. ¿Queréis quedaros sin nada y que os tomen por imbéciles? Al que se vaya le rompo la crisma, lo juro. Cefalonia no se hunde, flota. No seáis burros, porque eso es lo que quieren ellos.» Cuando la gente se dispersaba gritando a cada una de las mil réplicas del seísmo, fue Velisarios el que les decía que volvieran al trabajo, y en más de una ocasión sacó a los holgazanes y los miedosos de sus escondrijos y los amenazó con partirles la cabeza si no volvían a sus quehaceres. Con su lanudo pelo gris, sus sienes perladas de sudor, su pecho peludo como el de un oso y sus piernas más gruesas que columnas, Velisarios intimidaba a todo el mundo para que recobraran la cordura y siguieran trabajando. Hasta convenció a Pelagia de que cubriera el cadáver de su padre y fuera a atender a los heridos. Ella entablilló y arregló dos piernas rotas, consiguiendo incluso devolverles la tracción mediante cuerdas y piedras, y untó de miel los rasguños y limpió los ojos de los bebés con una pluma y un poco de saliva. Drosoula, que al principio no había hecho otra cosa que gritar como una histérica «No nos queda nada, solamente los ojos para poder llorar», fue encargada de cuidar de los niños para que sus padres pudieran trabajar. Jugaban al escondite entre las ruinas, y al marro, y levantaban pirámides de piedras; era su pequeña contribución a la limpieza de casas y calles. Cuando por fin los trabajadores de la operación de salvamento despejaron de escombros los caminos, encontraron una pequeña comunidad viviendo en tenderetes de uralita con vigas rescatadas de los escombros, con letrinas discretas excavadas a cierta distancia del pozo, con el lugar comunitario debidamente reparado y a pleno rendimiento para que el dinero siguiese fluyendo. Al mando de todo encontraron a un gigante que, llegado a su edad provecta, sería más venerado y respetado que el maestro o el cura.

La tierra siguió levantándose durante tres meses y produciendo sonidos como si estuviera inspirando, conteniendo la respiración y exhalando después. Todos vivían en tiendas que fueron arrastradas y hechas trizas por una helada tormenta prematura, sólo para ser claveteadas y levantadas de nuevo. Durante la primera parte del invierno hasta quince personas vivieron en una misma tienda luchando contra la tiritona, y luego fueron levantados los barracones de madera, inconcebiblemente espaciosos en comparación pero casi tan fríos como las tiendas. Antonia pasó tres meses fuera en unas vacaciones organizadas por la reina en campamentos originalmente construidos para los huérfanos de la guerra civil, y volvió de allí con piojos y liendres y un chocante vocabulario a base de palabrotas y términos diversos para las partes pudendas. Al año empezó la reconstrucción, y tres años después quedaba completada. Antiguas y bellas ciudades de estilo veneciano renacieron convertidas en mediocres aglomeraciones de cajas de hormigón blanqueado. Un pueblo fue totalmente reconstruido por un filantrópico exiliado que derrochó su fortuna en forma de agua corriente, alcantarillado, calles macadamizadas y farolas de hierro forjado, y quedó tan bonito como Fiskardo, la única población que había sobrevivido intacta. El pueblo de Pelagia fue reconstruido un poco más abajo y más cerca de la nueva carretera construida por ingeniosos ingenieros franceses, y ella hubo de abandonar su vieja casa, con los tesoros y reliquias del escondite sepultados, al parecer, irrevocablemente.

Dado que el terremoto había consistido en ondas de compresión, en la tierra se habían abierto muy pocas fisuras. Pero poco después del desastre un bombero italiano descubrió una. Había venido desde Argostolion en un jeep prestado por un americano, y se quedó delante de la desierta y desmoronada casa de Pelagia, mirándola con turbada consternación. Atravesó el patio del olivo partido y reparó en una brecha abierta en la tierra. Al mirar abajo vio un esqueleto con el esternón y las costillas astillados, la mandíbula destrozada en el imponente cráneo y unas empañadas monedas de plata en las cuencas de los ojos que le daban una expresión de tristeza, asombro y reproche.

El bombero lo contempló unos minutos hasta que algo le hizo estremecer de nuevo. Buscó una amapola entre las piedras, la arrojó sobre el cadáver y luego fue en busca de una pala al jeep. Apenas había empezado la tarea de sepultarlo de nuevo cuando otra vibración le hizo perder el equilibrio, y la tierra roja se cerró una vez más sobre los colosales huesos de Carlo Guercio.


  1. <a l:href="#_ftnref3">*</a> Término despectivo para designar a los extranjeros y, en especial, a los de piel oscura. (N. del T.)