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Alexi se incautó del rifle y la munición. Lo limpió bien y lo engrasó a conciencia, añadiéndolo después a su alijo secreto en un armario. Poseía una pequeña Derringer, una vieja pistola italiana con algunos cartuchos y ahora aquel magnífico rifle, el arma idónea para francotiradores. Había modificado su eslogan favorito; ahora era: «No tenemos nada que perder salvo nuestras posesiones», y ningún ladrón ni fanático comunista iba a atracar su casa ni iniciar una revolución sin que él estuviera prevenido. En aquel entonces seguía sin cortarse las uñas de los pies, pero le ahorraba a su suegra el trabajo tirando los calcetines agujereados. Pese a que Alexi estaba más gordo y sudaba más, él y Antonia (a la que llamaba también «Psipsina») estaban más enamorados que nunca, unidos en el común amor a sus empresas, y hacían a veces de hermanos para su único hijo.
En cuanto a Pelagia, Iannis nunca la había visto llorar tanto. Las abuelas eran unas sentimentales y hasta podían llorar si les regalabas una concha encontrada en la playa, pero llorar una semana seguida era algo que no concebía.
Primero estrechaba la mandolina contra su pecho, diciendo «Oh, Antonio, mio carino Antonio», la cara crispada de emoción, las lágrimas salpicando el piso de la cocina y resbalándole por las mejillas para desaparecer cuello abajo y en su errabundo y arrugado escote. Luego cogía los papeles en italiano y se los llevaba al pecho con un «Oh, Carlo, mio poverino Carlo». Después cogía el fajo en griego y empezaba, «Oh, papá, oh papakis», apretando contra sus pechos la colcha de ganchillo, y de nuevo se le anegaba la cara en lágrimas mientras se palmeaba con la manó y gemía «Oh, pobre vida mía que no llegó a ser, oh Dios del cielo, oh vida, siempre sola y esperando, oh…», y volvía a empezar por la mandolina, a besarla y abrazarla como si fuera un bebé o un gato. Ponía una y otra vez aquellos viejos discos rayados, dándole a la manivela con furia y gastando todas las agujas de repuesto que había en un pequeño compartimento, pues cada una de ellas servía sólo para una vez, y todos los discos eran de una mujer que cantaba en alemán con una voz de humo que venía de muy lejos. A él le gustaba una que se titulaba Lili Marlene, era muy buena para silbarla cuando ibas por la calle. Los discos eran muy gruesos y no se doblaban, y tenían en el centro una etiqueta roja. «¿Por qué no teníais casetes?», preguntaba él. Y ella no respondía, porque estaba jugueteando con la navaja que le había regalado a su padre, o leyendo los poemas de Laskaratos que aquél le había regalado a su vez, y la voz de la poesía llenaba su alma como lo había hecho en tiempos de un mundo ya muerto y del que no había constancia.
Iannis intentaba consolar a su abuela. Se le sentaba en el regazo, aunque ya era un poco mayor para eso, y le enjugaba las lágrimas con un pañuelo empapado. Se sometía sin excesiva consternación a los abrazos asfixiantes, y se preguntaba cómo era posible querer tanto a una vieja de papada colgante, venas varicosas y grises cabellos tan finos que transparentaban el sonrosado cuero cabelludo. Aguantaba pacientemente mientras ella miraba el álbum de fotos por enésima vez, repitiendo la misma información con idénticas palabras y señalando con aquellos dedos pecosos.
– Éste es tu bisabuelo, era médico, sabes, murió salvándonos en el terremoto. Y ésta es Drosoula, una especie de tía tuya que no has llegado a conocer; era muy grande y fea pero la persona más simpática del mundo. Y ésta es la casa vieja antes de venirse abajo. Y mira, ésta soy yo de joven (¿a que no pensabas que fuera tan guapa?) y tengo en brazos a una marta que había en casa, Psipsina, que era de lo más graciosa. Este es el hijo de Drosoula, Mandras (guapo, ¿verdad?), era pescador y una vez estuvimos prometidos, pero el pobre acabó mal, Dios lo tenga en su gloria. Ésta es tu bisabuela, murió de tuberculosis siendo yo tan pequeña que ni me acuerdo, y mi padre no pudo hacer nada. Y éste es mi padre cuando era marino, qué joven, santo Dios, qué joven, ¿a que se le ve feliz y lleno de vida? Nos salvó cuando el terremoto, sabes. Y éste es Günter Weber, un alemán, no sé qué habrá sido de él. Y éste es Carlo, que era tan grande como Velisarios, él es el que está enterrado en la casa vieja, era muy amable y sufría mucho pero no se lo contaba a nadie. Y éstos son los chicos de La Scala cantando, todos borrachos. Y éste es el olivo antes de partirse. Y éstos son Kokolios y Stamatis, las cosas que podría contarte de ellos, viejos enemigos, discutiendo siempre sobre el rey y el comunismo, pero amigos hasta el final. Y éste es Alekos, aún vive, sabes, es más viejo que Matusalén y sigue cuidando de sus cabras. Y esto es el Peloponeso desde lo alto del monte Aínos. Y esto es Ítaca si giras un poco desde el mismo sitio. Y ese de ahí es Antonio, era el mejor mandolinista del mundo y yo iba a casarme con él, pero lo mataron; entre nosotros te diré que no lo he superado, es su fantasma el que se aparece en el recodo del pueblo antiguo y luego se esfuma… -La abuela hacía una pausa para seguir llorando-. Y aquí están Antonio y Günter Weber haciendo el tonto en la playa, y la mujer desnuda del fondo no sé quién es, pero tengo mis sospechas. Y éste es Velisarios levantando un mulo (increíble, ¿no?), fíjate qué musculatura. Y éste es el padre Arsenios cuando estaba muy gordo; se fue adelgazando cada vez más durante la guerra y luego desapareció sin que nadie supiera por qué (qué extraño, ¿verdad?). Y ésta es la antigua kapheneia donde papá, tu bisabuelo, solía esconderse siempre que yo le necesitaba para algo; ¿sabes una cosa?, yo fui la primera mujer que entró ahí…
Iannis miraba aquellas caras sin arrugas del pasado remoto y le sobrevenía una misteriosa sensación. Era evidente que antes no había colores y que todo era de distintos tonos de gris, pero no se trataba sólo de eso. Lo que le preocupaba era que todas aquellas fotografías habían sido tomadas en el presente, un presente que había desaparecido. ¿Cómo puede el presente no ser presente? ¿Cómo era posible que de todo aquello solamente quedaran pequeños retratos de papel manchado?
– Yia, ¿me voy a morir?
Pelagia lo miró.
– Todos nos morimos, Iannis. Unos, jóvenes; otros, viejos. Yo moriré pronto, pero he tenido mi oportunidad. Cuando mueres, otro viene a ocupar tu lugar. «Los Inmortales han asignado a cada cosa su tiempo conveniente en esta fértil tierra.» Eso decía Homero. Aparte de nacer, es la única cosa para la que no hay alternativa. Un día, espero que cuando seas muy viejo, tú también morirás, conque no hagas como yo. Aprovecha al máximo mientras puedas. Cuando yo falte, lo único que quiero es que te acuerdes de mí. ¿Crees que lo harás? Oh, perdona, Iannis, no era mi intención preocuparte. No llores, vamos. Ay, Señor, olvidaba lo joven que eres…
Iannis suplicó a Antonia que le comprara unas cuerdas para la mandolina de la cual le venía a ella el nombre, y ella le prometió que se las conseguiría cuando fuese a Atenas. Alexi prometió comprarle unas cuando fuese a Nápoles, adonde seguía sin encontrar motivo para ir. Pelagia llevó a Iannis en autobús a Argostolion y le compró unas cuerdas en una tienda de instrumentos de una calle secundaria de las que suben hacia la colina en ángulo recto con respecto a las principales arterias de la ciudad. «Quiero mucho a tus padres -le dijo a Iannis-, pero nunca se dan cuenta de lo que tienen delante de las narices. ¡Atenas y Nápoles! ¡Bobadas!»
De vuelta en la Taberna Drosoula, Spiro limpió y lustró la mandolina con mucho cuidado. Frotó las clavijas con el grafito de un lápiz y las hizo girar y girar hasta que el mecanismo empezó a funcionar con suavidad, sin chirridos, chasquidos, vacilaciones ni resistencia. Le enseñó al chico cómo había que pasar el extremo superior de la cuerda por el cordal de plata, enganchando los lazos de polícromas bolitas de borra en el gancho adecuado. Le enseñó a enrollar la cuerda por el agujero de las clavijas de modo que resultara difícil romperse, y a insertarla en las muescas del puente y la cejuela tras haberles pasado un poco de grafito, para una mejor afinación.
Le enseñó a afinar cada cuerda despacio, pasando de una a otra sucesivamente y vuelta a empezar. Le hizo una demostración de cómo utilizar los armónicos para buscar la posición correcta del puente, le explicó el sistema para afinar cada cuerda en el séptimo traste del par de cuerdas inmediatamente superior, y después se puso a tocar. Ejecutó tres acordes sencillos para habituar sus dedos al reducido diapasón de la mandolina y luego tocó una escala a un trémolo vertiginoso.
Iannis estaba seducido por la música. Asimiló religiosamente todo lo que Spiro le aconsejó sobre no dejarla al sol, evitar que se mojara o que se enfriara en invierno, que no se le cayera, que le sacara lustre a la madera con un producto especial como el utilizado para el bozouki, que aflojara las cuerdas para guardarla, que afinara un semitono más agudo a fin de que se aposentarán más deprisa… Spiro le dijo muy serio que tenía en las manos la cosa más preciosa que jamás iba a poseer, y despertó en el muchacho un sentimiento de temor reverencial que nunca había experimentado en la iglesia cuando Pelagia lo llevaba allí a la fuerza. Sólo dejaba que Spiro y la abuela tocasen el instrumento, y se enfurecía si alguien más intentaba tocarlo.
Pero lo más curioso, pese a que él quería la mandolina para impresionar a las chicas cuando fuera mayor, fue que al cumplir los trece años y siendo ya un buen mandolinista, había descubierto que las chicas eran una absoluta calamidad. Su difícil misión en la vida consistía en frustrar y fastidiar y en tener cosas que uno quería pero que ellas no concedían. De hecho eran unas extraterrestres malévolas y caprichosas. Sólo cumplidos los diecisiete, cuando la abuela había iniciado su frívola y desenfrenada segunda juventud, conoció por fin a una que le hizo reventar de deseo y que se detuvo a escuchar mientras él estaba haciendo sonar a Antonia.