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Pese a tener los setenta cumplidos, Antonio Corelli redescubrió cierta agilidad juvenil en sus cansados miembros. Esquivó una sartén de hierro fundido y dio un respingo al romper ésta la ventana que quedaba detrás.
– Sporcaccione! Figlio d'un culo! -chilló Pelagia-. Pezzo di merda! Toda la vida esperando, toda la vida de luto, pensando que habías muerto. Cazzo d'un cane! Tú vivo y yo como una tonta. ¿Cómo te atreves a romper una promesa como aquélla? ¡Traidor!
Corelli retrocedió hacia la pared, batiéndose en retirada ante las acometidas de la escoba contra sus costillas y las manos alzadas en señal de rendición.
– Ya te lo he dicho -exclamó-. Creí que te habías casado.
– ¡Casada yo! -repuso ella con amargura-. ¿Casada? ¡No caerá esa breva! Gracias a ti, bastardo. -Le pinchó de nuevo e hizo ademán de propinarle un escobazo en la cabeza.
– Ya lo decía tu padre. Tienes un lado salvaje.
– Conque salvaje, ¿eh? ¿Y no tengo derecho, porco? ¿No tengo derecho?
– Vine a buscarte. En 1946. Doblé el recodo y te vi allí con tu bebé en brazos y metiéndole el dedo en la boca, con cara de felicidad.
– ¿Eso es estar casada? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Qué te importa a ti que yo adopte a una criatura que han dejado a la puerta de mi casa? ¿Por qué no preguntaste? ¿Por qué no dijiste «Perdona, koritsimou, pero este bebé es tuyo»?
– Deja de pegarme, por favor. Venía cada año, tú lo sabes. Me viste. Yo siempre te veía con la niña. Estaba tan dolido que no podía ni hablar. Pero tenía que verte.
– ¿Dolido? No me lo puedo creer. ¿Dolido, tú?
– Diez años -dijo Corelli-, diez años estuve tan dolido que hasta quise matarte. Y luego pensé: Bueno, de acuerdo, estuve fuera tres años, quizá pensó que había muerto, quizá pensó que la había olvidado, quizá conoció a otro y se enamoró. Mientras sea feliz… Pero yo seguí viniendo año tras año sólo para ver si estabas bien. ¿Es eso traición?
– ¿Acaso viste algún marido? ¿Y no pensaste lo que sentía yo al ver que desaparecías cada vez? ¿Pensaste en mi corazón?
– Está bien, sí. Salté la tapia y me escondí. Qué iba a hacer. Pensaba que te habías casado, ya te lo he dicho. Fui muy considerado. Ni siquiera pregunté por Antonia.
– Ja -exclamó Pelagia con súbita intuición-. Así que la dejaste para hacerme sentir culpable, ¿eh? ¡Bestia!
– Pelagia, por favor, que los clientes no tienen la culpa. ¿No podríamos dar un paseo y hablarlo?
Ella miró a la gente que los observaba. Unos sonreían disimuladamente, otros fingían mirar hacia otra parte. Había numerosas sillas volcadas que Pelagia había apartado de su camino en pleno arrebato.
– ¡Ojalá hubieras muerto -chilló- y me hubieras dejado con mis fantasías! Tú nunca me quisiste.
Salió airadamente por la puerta, dejando que Corelli saludara a los clientes tocándose el sombrero e inclinándose para decir:
– Ustedes disculpen.
Dos horas después se hallaban sentados en una roca conocida mirando al mar mientras las luces amarillas del puerto se reflejaban en las oscuras aguas.
– Veo que recibiste mis postales -dijo él.
– En griego. ¿Dónde aprendiste griego?
– Al terminar la guerra se supo todo. Abisinia, Libia, la persecución de los judíos, las atrocidades, los millares de prisioneros políticos, en fin, todo. Me avergonzaba de ser un invasor. Tanta vergüenza sentí que no quise seguir siendo italiano. Hace casi veinticinco años que vivo en Atenas. Tengo la nacionalidad griega. Pero viajo a Italia muy a menudo. En verano siempre voy a la Toscana.
– Y yo aquí, queriendo ser italiana. ¿Llegaste a escribir tus conciertos?
– Sí. Tres. Y los he tocado por todo el mundo. El primero está dedicado a ti, y el tema principal es la «Marcha de Pelagia». ¿Te acuerdas? -Tarareó unos compases hasta que vio que ella intentaba contener las lágrimas.
Pelagia parecía haberse vuelto muy volátil con la edad, pasando fácilmente del llanto a la agresión. De hecho le había hecho saltar los dientes postizos, que habían caído a la arena y luego los había tenido que enjuagar en el mar. Incluso ahora Corelli notaba en la boca un sabor salino aunque no desagradable.
– Pues claro que me acuerdo. -Pelagia inclinó la cabeza y se enjugó los ojos cansinamente. De pronto dijo: -Me siento como un poema inacabado.
Corelli sintió una punzada de vergüenza y eludió responder.
– Todo ha cambiado. Antes esto era muy bonito, y ahora todo es de hormigón armado.
– Y tenemos electricidad y teléfono y autobuses y agua corriente y alcantarillas y neveras. Y las casas son a prueba de terremotos. ¿Tan malo te parece?
– El terremoto fue terrible. Yo estaba aquí. Tardé mucho en localizarte y ver que estabas bien. -Se percató de su mirada de asombro y añadió- Hice lo que tú dijiste. Me metí a bombero. En Milán. Tú dijiste «¿Por qué no haces algo útil, ser bombero, por ejemplo?», y eso hice. Era igual que el ejército. Entre una emergencia y otra me quedaba tiempo para practicar. Cuando pidieron voluntarios, me presenté el primero. Fue un trabajo muy duro. Y tuve una experiencia horrible. Vi como se abría y cerraba la tumba de Carlo, con su cuerpo allá abajo. Los jirones del uniforme, los huesos machacados, y las dos monedas en los ojos.
Ella se estremeció, dudando si debía contarle el secreto que Carlo había guardado tan celosamente. Pero preguntó:
– ¿Sabías que fueron Carlo y mi padre los que escribieron aquel panfleto sobre Mussolini? Kokolios lo imprimió.
– Lo sospechaba. Pero decidí dejarlo estar. Todos necesitábamos divertirnos un poco, ¿no? Veo que aún llevas mi anillo.
– Sólo porque tengo artritis en los dedos y no he podido quitármelo. Lo hice ajustar a mi medida, y ahora me arrepiento. -Miró el medio halcón en vuelo, con la rama de olivo en el pico y la inscripción «Semper fidelis». Vaciló un momento-. Y tú, ¿te casaste? Imagino que sí.
– ¿Yo? No. Como te he dicho, estaba muy dolido. Era muy antipático con todo el mundo, y más con las mujeres, y luego empezó lo de la música y los viajes por el mundo. Tuve que dejar el cuerpo de bomberos. Además, tú siempre fuiste mi Beatrice. Mi Laura. Yo pensaba: ¿Quién quiere un sucedáneo? ¿Quién quiere estar con una mujer si está soñando con otra?
– Antonio Corelli, ya veo que sigues diciendo mentiras con tu pico de oro. ¿Y cómo soportas mi presencia ahora? Soy una vieja. Cuando me miras no me gusta, porque me acuerdo de cómo era antes. Me da vergüenza ser tan vieja y tan fea. Tú estás bien. Los hombres no degeneráis como nosotras. Tú pareces el mismo, pero viejo y delgado. Yo parezco otra, lo sé. Quería que tuvieras un buen recuerdo de mí. Ahora estoy hecha un guiñapo.
– Olvidas que venía a espiarte. Si ves las cosas poco a poco, no hay sobresaltos. Ni decepción. Tú eres la de siempre. -Corelli puso su mano sobre la de ella, la apretó suavemente y dijo-: No te apures. Llevo contigo sólo un rato y sigues siendo Pelagia. Pelagia con mal genio, pero Pelagia al fin.
– ¿Se te ocurrió que mi bebé podía ser un bastardo? Podían haberme violado.
– Sí, se me ocurrió. Con los alemanes y la guerra civil…
– ¿Y qué?
– La cosa cambia. Nosotros teníamos ciertas ideas acerca de la deshonra y la mercancía pasada, ¿no? Reconozco que era distinto. Menos mal que ya no somos tan imbéciles. Hay cosas que cambian para mejor.
– El hombre que intentó violarme… lo maté.
Él la miró incrédulo:
– Vacca cane! ¿Lo mataste?
– No me llegó a deshonrar. Era el novio que tuve antes que tú.
– Nunca me dijiste nada de otro novio.
– ¿Estás celoso?
– Pues claro que lo estoy. Pensaba que era el primero.
– Ya ves que no. Y ahora no me vengas con que yo era la primera.
– La mejor sí. -La emoción empezaba a embargarle más de la cuenta e intentó contenerse-. Nos estamos poniendo sentimentales. Dos viejos locos sentimentales. Mira… -Se metió la mano en un bolsillo y sacó una cosa blanca envuelta en una bolsita de plástico. La abrió y extrajo un pañuelo viejo que agitó para desplegarlo. Tenía unas franjas de color marrón oscuro con los bordes amarillentos-. Es tu sangre, Pelagia, ¿lo recuerdas? Aquel día, buscando caracoles, cuando te cortaste con un espino. La he conservado. Soy un viejo sentimental, ya ves. Pero ¿a quién le importa? No hemos de causar buena impresión a nadie. Nos hemos ganado ese derecho con los años. Hace una tarde preciosa. Pongámonos sentimentales. Nadie nos está mirando.
– Iannis sí. Ha estado todo el rato detrás de ese rollo de cuerda, en el otro muelle.
– Menudo diablillo. Tal vez piensa que necesitas protección. En esta isla nunca ha habido manera de guardar un secreto, ¿verdad?
– Quiero enseñarte una cosa. No leíste los papeles de Carlo, ¿verdad? Había un secreto. Ven a cenar a la taberna y te daré sus escritos. Tenemos un pilaf de caracoles excelente.
– ¡Caracoles! -exclamó él-. Eso ya es otra cosa. Lo recuerdo todo del día de los caracoles.
– No te hagas ilusiones. Soy demasiado vieja para esas cosas.
Corelli ocupó su mesa con mantel de plástico a cuadros y leyó aquellas tiesas hojas de papel que con el tiempo se habían ensortijado en las esquinas. La caligrafía le resultaba familiar, así como el tono y los giros, pero era un Carlo que él no había llegado a conocer: «Antonio, mi capitán, vivimos un momento difícil, y tengo el presentimiento de que no sobreviviré. Ya sabe lo que pasa…»
A medida que leía su frente se fue frunciendo, exagerando sus líneas y sus arrugas, y en un par de ocasiones bizqueó sin dar crédito a sus ojos. Cuando hubo terminado, ordenó los papeles, los dejó encima de la mesa y reparó en que los caracoles se habían enfriado. Empezó a comerlos igualmente, pero sin saborearlos. Pelagia fue a sentarse a la mesa.
– ¿Y bien?
– ¿Sabes eso que decías de que ojalá yo estuviese muerto para que así poder conservar tus fantasías? -Golpeó con un dedo el legajo de papeles-. Pues ojalá no me hubieras enseñado esto. Acabo de darme cuenta de que soy más anticuado de lo que pensaba. No tenía ni idea.
– Él te quería. ¿Eso te repugna?
– Me entristece. Un hombre como él debería haber tenido descendencia. Tardaré un poco en… Me ha afectado mucho. No puedo evitarlo.
– Él no era un héroe más, ¿verdad? Era más complejo. Pobre Carlo.
– Quería hacer algo para compensar. Pobre hombre, me da mucha pena. Me siento culpable. Los chicos le llevaban al burdel. Qué tortura. Es horrible. -Hizo una pausa para reflexionar, y de pronto recordó una cosa-. Le seguí la pista a Günter Weber. No fue difícil, se pasaba el día hablando de su pueblo natal. Él creía que lo buscaba para vengarme, que era de la comisión de crímenes de guerra o algo así. Me estuvo suplicando, de rodillas y todo. Fue tan patético que no supe si reír o llorar. Se había metido en la iglesia con su padre. Y allí me lo encontré disfrazado de pastor protestante, venga gimotear y arrastrarse. No pude soportarlo. Tenía ganas de darle las gracias y de pegarle a la vez. Debe de estar en el manicomio. O tal vez sea obispo.
Pelagia suspiró.
– A mí todavía me cuesta ser amable con los alemanes. Sigo culpándolos de lo que hicieron sus abuelos. Son muy educados, y las chicas muy bonitas. Estupendas madres. Siento culpa de tener ganas de arrearles.
– Esos pobres diablos van a hacer penitencia toda la vida. Por eso son tan corteses. Están todos acomplejados. Pero dicen que los nazis están volviendo.
– Todos hacemos penitencia. Nosotros tuvimos la guerra civil, vosotros Mussolini y la Mafia y esos escándalos de corrupción, los británicos vienen a pedir disculpas por el imperio y por Chipre, los americanos por Vietnam e Hiroshima. Todo el mundo se disculpa.
– Y yo también.
Pelagia hizo caso omiso. Su intención era resistir mientras le fuera posible, hacerse valer. Cambió de tema astutamente:
– Iannis quiere que le enseñes a leer música, y dice que por qué no vuelves el verano que viene a tocar con él y con Spiro. Spiro se ha ido a Corfú, pero es muy bueno.
– ¿Quién? ¿Spiro Trikoupis?
– Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Tanto has espiado?
– Es el mejor mandolinista de Grecia. Le conocí hace años. Ahora sólo toca bozouki para turistas. A veces viene a Atenas en invierno. Yo asistí a unas clases que impartió sobre bozouki clásico, porque a fin de cuentas no es más que una mandolina grande, y me dije, ¿por qué no? Estuvimos hablando, él conoce algunas piezas mías, de hecho las toca mejor que yo. Es la vejez. Los dedos no me corren. He tocado muchas veces con él. Iannis también será muy bueno, te lo aseguro.
– Él quiere entrar en la orquesta Patras Mandolinates.
– Es una buena idea. Claro que sí. Para empezar está muy bien. En Italia teníamos muchas bandas de ese estilo, sólo que todos los instrumentos eran en forma de mandolina. ¿Te imaginas? Contrabajos y violonchelos como mandolinas. Era divertido de ver.
– Así que eres muy famoso, ¿no?
– En el sentido de que otros músicos han oído hablar de mí, nada más. Tengo un montón de reseñas estúpidas donde se me compara con el otro Corelli. Yo trato de estar a la altura. Soy un cínico. Intenté escribir toda clase de modernidades. Ya sabes, escalas cromáticas, microtonos, en fin, toda clase de golpes, chirridos y ruidos de cortadora de césped. Los únicos que no se dan cuenta de que es una mierda son los especialistas y los críticos. Para mí el infierno es Schoenberg y Stockhausen juntos. -Hizo una mueca-. A decir verdad ni siquiera me gusta Bartok, pero no se lo cuentes a nadie, y hasta me disgusta Brahms cuando salta de una tonalidad a otra sin pasar por donde tendría que pasar. Comprendí que estaba completamente pasado de moda y que tenía que buscar otra manera de ser innovador. ¿Sabes lo que hice? Cogí melodías antiguas, entre ellas algunas griegas, y las arreglé para instrumentos atípicos. En mi segundo concierto hay gaitas irlandesas y un banjo, y a la crítica le encantó. En realidad no tiene la misma forma o el mismo tipo de desarrollo que puedes encontrar en un concierto de Mozart o Haydn. Eso sí, suena bien. Soy un tramposo a la espera de que lo descubran. Mi especialidad es encontrar nuevas maneras de ser anacrónico. ¿Tú qué opinas de todo esto?
Pelagia lo miró con cierta cautela:
– Antonio, no has cambiado nada. Te pones a gastar palabras pensando que yo sé de qué me hablas. Se te iluminan los ojos y a mí todo eso me suena como si me hablaras en turco.
– Perdona, es el entusiasmo lo que me mantiene vivo. Lo siento. Hasta he llegado a componer falsa música griega para películas. Cuando no podían tener a Markopoulos, Theodorakis o Eleni Karaindrou, me llamaban a mí. El fraude da muchas satisfacciones, ¿no crees? Pero bueno, ahora ya estoy retirado… De hecho, había pensado… No sé qué te parecerá todo esto, pero…
Ella entrecerró los ojos con suspicacia:
– ¿Sí? ¿El qué? ¿Vas a engañarme otra vez?
Él le sostuvo la mirada:
– No. Quiero reconstruir la casa vieja. Estoy jubilado y quiero vivir en un sitio bonito. Un sitio con recuerdos.
– ¿Sin agua ni electricidad?
– Nada, una bomba desde el pozo viejo y una pequeña planta de filtración. Estoy seguro de que podré conseguir línea de corriente si le paso unas monedas a la persona adecuada. ¿Me venderías el solar?
– Estás completamente loco. Ni siquiera sé si me pertenece. No hay escrituras de nada. Me parece que tendrás que sobornar a todo el mundo.
– Entonces ¿no te importa? ¿No es constructor tu yerno? Para que todo quede en la familia, digo.
– ¿Sabes que por poner un techo nuevo tienes que pagar impuestos?
– Merda, ¿es por eso que las casas tienen unas barras oxidadas de refuerzo asomando por arriba? ¿Para simular que no están terminadas?
– Sí. ¿Y qué te hace pensar que me interesa tener una cabra vieja como tú viviendo en mi casa antigua?
– Te pagaría para que vinieses a limpiarla -dijo él con malicia.
Pelagia mordió el anzuelo al tomárselo al pie de la letra:
– ¿Cómo? ¿Qué necesidad tengo yo de dinero con esta taberna y el yerno más rico de todos los yernos? ¿Te crees que estoy tan loca como tú? Vete a Atenas. De todos modos, lo haría Lemoni.
– ¿La pequeña Lemoni? ¿Sigue viviendo aquí?
– Abulta más que un acorazado, y es abuela. Pero se acuerda de ti. Barba C'relli. Tampoco ha olvidado la explosión de la mina. Aún habla de ello.
– Barba C'relli -repitió él con nostalgia. El tiempo era un bastardo cabrón, eso estaba claro. Unos brazos de viejo ya no pueden lanzar por los aires a una abuela acorazado-. Todavía tengo zumbidos de la explosión -dijo, y luego se quedó callado un momento-. Entonces, ¿me das permiso para levantar otra vez la casa?
– No -contestó ella, resistiéndose aún.
– Oh. -La miró poco convencido. Decidió que volvería a sacar el asunto más adelante-. Vendré a verte mañana por la tarde, con un regalo.
– No quiero ningún regalo. Soy demasiado vieja para eso. Vete al infierno con tus regalos.
– No es un regalo exactamente. Una deuda, más bien.
– La vida es lo que me debes.
– Ah. Pues te traeré una vida.
– Viejo estúpido.
Corelli rebuscó en sus bolsillos y extrajo un walkman. Siguió hurgando y sacó el estuche de una casete. Lo abrió, colocó la cinta en el aparato y le ofreció a Pelagia los auriculares. Ella rehusó con un gesto de la mano, como quien ahuyenta un mosquito.
– Vete, antes muerta que ponerme un bicho de éstos. Soy una vieja, no una quinceañera atontada. ¿Crees que tengo edad para ir cabeceando por ahí con eso metido en las orejas?
– No sabes lo que te pierdes. Es maravilloso. Bueno, me voy. Haz que Iannis te enseñe cómo funciona, y escucha. Hasta mañana por la tarde.
Una vez a solas Pelagia cogió el estuche de la casete y extrajo el folleto informativo. Estaba en italiano, inglés, francés y alemán. Antonio Corelli, diez años más joven, de frac y pajarita, tal vez a los sesenta, sonriendo presumido y en su mano derecha una mandolina que sostenía en un ángulo imposible. Fue a por un vaso de vino por aquello de la fortificación general y empezó a leer las notas. Las había escrito un tal Richard Usborne, un inglés que, según constaba en otra nota, era un famoso crítico y experto en Rossini. «Por fin la tan esperada reedición del primer concierto para mandolina y pequeña orquesta de Antonio Corelli, que fue publicado por primera vez en 1954, y estrenado en Milán con el compositor interpretando la parte solista. Inspirado por, y dedicado a, una mujer que aparece en la partitura como "Pelagia", el tema principal orquestado en compás de 2/2 está planteado muy enfáticamente por el instrumento solista tras una breve introducción de las maderas. Se trata de una sencilla melodía marcial que fue descrita por uno de sus primeros críticos como "ingeniosamente naïve". En el primer movimiento recibe un tratamiento en forma sonata…»
Pelagia leyó el resto sólo por encima. Eran tonterías sobre elaboración contrapuntística y cosas así. Inspeccionó la pequeña hilera de botones con flechas que apuntaban a distintas direcciones, se introdujo cautelosamente los auriculares en los oídos y pulsó el botoncito de «play». Se oyó una especie de siseo y luego, para su sorpresa, la música empezó a sonar en el centro mismo de su cabeza y no en sus oídos.
A medida que los sonidos inundaban su mente, un torbellino de recuerdos empezó a tomar forma. Oyó la «Marcha de Pelagia», no una vez sino muchas. Retazos de la melodía aparecían como por ensalmo en formas curiosamente distorsionadas y antojadizas y en distintos instrumentos. Era tan complicado al final que apenas se distinguía la melodía en medio de aquel torrente de notas a ritmos contrapuestos. En un momento dado aparecía en tiempo de vals («¿Cómo lo habrá hecho?», pensó), y ya hacia el final había un atronador redoble de timbales que le hizo arrancar los auriculares de puro pánico creyendo que había otro terremoto. Se los volvió a poner y notó que en efecto era el terremoto, un retrato musical del mismo, seguido de un largo lamento interpretado por un quejumbroso instrumento que, aunque ella no lo sabía, era un corno inglés. Lo interrumpieron unos golpes aislados de timbal, las secuelas del temblor. Llegaban todas de manera tan inesperada y súbita que le hacían saltar de la silla, con el corazón palpitándole. Y entonces entraba la mandolina marchando confiada en una recapitulación del tema, para su sonido irse extinguiendo paulatinamente, hasta que se hizo el silencio. Pelagia sacudió el aparato pensando que le fallaban las pilas. Aquel tipo de música solía acabar con andanadas de acordes triunfales, ¿o no? Apretó un botón al azar y el aparato soltó un chasquido. No era ése, así que apretó el otro y esperó a que la cinta volviera al principio. La segunda vez oyó más cosas que la primera, incluso unos tableteos que sonaban idénticos a los de las armas automáticas durante las masacres. Había un fragmento más o menos frívolo, que podía ser lo de ir a gatas en busca de caracoles. Pero seguía habiendo esa misma conclusión poco satisfactoria que fundía hasta el silencio. Se quedó allí sentada pensando en ello, incluso un poco enfadada, hasta que reparó en que su nieto adolescente la estaba mirando boquiabierto.
– Abuela -dijo el chico-, tienes un walkman…
Ella lo miró irónicamente.
– Es de Antonio. Me lo ha prestado. Y si crees que parezco tonta con esto en la cabeza, ¿qué te hace pensar que tú no? Cabeceando con la boca abierta, y desafinando. Si a ti te están bien, a mí también.
Iannis no se atrevió a decir «Puesto en una vieja parece una chorrada», así que sonrió y se encogió de hombros. Su abuela supo qué era exactamente lo que estaba pensando, y le dio un suave bofetón, casi una caricia.
– ¿Sabes qué? -le dijo-. Antonio va a reconstruir la casa vieja. Y, por cierto, Lemoni me dijo que tu madre le dijo que tú le habías dicho a tu madre que yo tengo un nuevo novio. Bueno, pues no. Y de ahora en adelante, no te metas donde no te llaman.
Corelli tuvo problemas para ir desde el muelle hasta la Taberna Drosoula la noche siguiente. Ya no era tan fuerte como antes, y además, no tenía experiencia con esa clase de cosas. Era inútil tirar y tirar, y vociferar órdenes en el mejor estilo artillero tampoco parecía funcionar. Fue un día agotador.
Cuando finalmente apareció en la taberna tambaleándose y haciendo esfuerzos y se desplomó en una silla, Pelagia se separó de su walkman, lo puso a rebobinar y preguntó:
– ¿Qué haces aquí con eso?
– Es una cabra. Como ves, te he traído una vida.
– Ya veo que es una cabra. ¿Crees que nunca he visto ninguna? ¿Qué pinta aquí?
Él le lanzó una mirada ligeramente funesta y dijo:
– Según tú, yo no cumplo mis promesas. Te prometí una cabra, ¿te acuerdas? Pues aquí está. Y siento que la vieja te la robaran. Como ves, ésta es exactamente igual.
Pelagia resistió; casi había olvidado lo agradable que era:
– ¿Quién te ha dicho que necesito una cabra, a mi edad, y aquí en la taberna?
– A mí me da igual si no la quieres. Te la prometí y aquí está. Una cabra igual que la que tenías. Véndela si quieres. Pero si supieras lo que me ha costado meterla en el taxi, no serías tan inflexible.
– ¿En un taxi? Pero ¿de dónde la has sacado?
– Del monte Aínos. Le pregunté a un taxista: ¿Dónde puedo encontrar una cabra como las de antes?», y él contestó: «Suba», y fuimos hasta la montaña dejando atrás la base de la OTAN. Tardamos horas. Y allí había un viejo llamado Alekos que me envió esta cabra. Me estafó, eso seguro, y luego tuve que pagar doble al taxista para traerla. Y no te digo cómo apestaba. Ya ves lo que he sufrido, y ahora tú me chillas y me graznas como una corneja.
– ¿Una corneja? Pero qué disparates. -Pelagia se agachó y aferró el hocico de la cabra con una mano. Con la otra le levantó los labios para examinarle los dientes amarillentos. Luego escarbó entre el pelo de las ancas y se enderezó-. Es una cabra muy buena. Tiene garrapatas, pero por lo demás está muy bien. Gracias.
– ¿Cómo la vamos a llamar? -preguntó Iannis.
– Le pondremos Apodosis -dijo Pelagia, acariciando ya la idea de volver a tener una cabra-, podemos atarla a un árbol y darle de comer las sobras.
– Apodosis -repitió Corelli, asintiendo con la cabeza-. Un nombre muy ajustado. «Restitución.» Es perfecto. ¿Crees que te dará mucha leche? Podrías hacer yogur…
Pelagia sonrió, radiante de condescendencia:
– Ordéñala tú si quieres, Corelli. Yo prefiero probarlo sólo con las hembras. -Señaló hacia abajo al ancho escroto rosado con sus dos cosas oblongas y ahusadas dentro-. Esplendorosas ubres, ¿eh?
– Coglione! -dijo él oportunamente, hundiendo la cara entre sus manos.
Iannis admiraba a la gente que podía renegar, sobre todo en idiomas distintos del suyo, pero en un viejo le resultaba extraño. La gente vieja siempre te estaba regañando por decir palabrotas. Este Corelli era sin duda tan extraño como extraña se estaba volviendo su abuela, siempre de un lado al otro con el walkman remetido entre sus mechones grises y sonriendo vanidosa cuando no se sabía observada. Aquella misma mañana Iannis la había pillado frente al espejo, haciendo poses con diferentes juegos de pendientes del Bazar Antonia, y meneando la cabeza en actitudes que sólo podían calificarse de coquetas.
– Mañana, otra sorpresa -anuncio Corelli, levantó su maltrecho sombrero y se fue.
– Ay, Señor -dijo Pelagia, llena de premonitorios recelos.
Se le ocurrió que tenía que enseñarle su versión actualizada de «Historia personal de Cefalonia»; probablemente le interesaría saber que la verdadera razón de las masacres fue que Eisenhower había desautorizado tercamente todos los planes de Churchill de liberar las islas y enviado a los aviones italianos a perder el tiempo a Tunisia en lugar de a Cefalonia. Imaginaba que Corelli sabía que la orden de llevar a cabo las atrocidades vino directamente de Hitler, aunque podía ser que no lo supiera.
– ¿Sois novios? -insistió Iannis, pertinaz, pese a que ella lo negaba cada vez que él se lo preguntaba.
– Vete a lavar los platos o te quedas sin paga -le respondió su abuela, y fue por un cepillo para peinar a la cabra, como en los viejos tiempos. Se preguntaba dónde encontrar ahora una cría de marta.
El capitán se superó a sí mismo cuando apareció a la puerta con un chirriar de frenos, un rugir de pistones y una nube de oloroso humo azul. Pelagia se quedó con las manos en las caderas y meneó lentamente la cabeza mientras él bajaba de la motocicleta. Era de color rojo intenso, muy alta, tenía gruesos neumáticos de perfil nudoso y parecía diseñada para carreras. El capitán giró la llave y apagó el estruendo. Luego bajó la patilla y la apoyó en el suelo.
– ¿Sabes adónde vamos? Vamos a comprobar si Casa Nostra aún sigue allí. Como en los viejos tiempos… -dio unos golpecitos al manillar- en moto.
Pelagia negó con la cabeza:
– ¿En serio crees que aguantó el terremoto? ¿Y en serio crees que voy a subir en una cosa de ésas, a mi edad? Mira, vete y déjame en paz. No me vengas otra vez con tus chifladuras.
– La he alquilado ex profeso. No es tan bonita como la antigua y hace un ruido horrible, como una lata de clavos, pero va muy bien.
Pelagia le miró y luchó para reprimir una sonrisa. Llevaba un ridículo casco integral azul con un poco de visera, y unas gafas de espejo tan nuevas que no había atinado aún a quitarles la etiqueta, la cual le colgaba sobre una mejilla como una hoja de otoño atrapada en una tela de araña. Vio su propia cara de desaprobación reflejada estereoscópicamente en los cristales de las gafas de sol, y se contempló levantando las palmas de las manos hacia arriba:
– Ni pensarlo. Soy demasiado vieja, y tú ni siquiera de joven conducías derecho. Entonces estabas loco, pero ahora más.
Él se defendió:
– En la motocicleta vieja íbamos dando tumbos porque tenía que estar todo el rato pendiente de la palanca de encendido. Pero en ésta todo es automático. -Alzó las manos y las dejó caer, como diciendo «No hay problema», y le hizo señas animándola a subir.
– Ni hablar -dijo ella-. Tengo las rodillas tiesas y ni siquiera puedo levantar las piernas lo suficiente.
Pelagia advirtió de pronto que encima de la camisa Corelli llevaba una prenda vistosa que le recordó a los hippies que habían invadido la isla a finales de los años sesenta. Entrecerró un poco los ojos para enfocar mejor y entonces vio que llevaba puesto el chaleco de terciopelo rojo con flores, águilas y peces bordados que ella le había regalado cincuenta años atrás. Fingió no haberse dado cuenta y se ahorró comentarios, pero la dejó pasmada que él lo hubiera conservado con tanto esmero todos aquellos años. Estaba conmovida.
– Koritsimou -dijo él, a sabiendas de que se lo había visto y calculando que ello podía haber menguado su resistencia.
– He dicho que no.
– ¿No quieres ver Casa Nostra?
– Con un loco, no.
– No me digas que he alquilado la moto para nada.
– Allá tú.
– La tengo para dos días. Podemos ir a Kastro, a Assos, a Fiskardo. Podemos sentarnos en una roca a ver si pasan delfines.
– Vuélvete a Atenas, viejo loco.
– He traído un casco para ti también.
– Yo eso no me lo pongo. ¿Me has visto alguna vez con algo de color rojo?
– Iré yo solo.
– Vete, pues.
Le llevó una eternidad convencerla. Mientras corrían peligrosamente por las pedregosas carreteras, ella iba agarrada a su cintura, helada de terror, hundida la cara entre los omóplatos de él y sintiendo en las ingles el golpeteo de la máquina, una sensación que era a la vez sumamente placentera y absolutamente inquietante. Corelli notó que se le agarraba más desesperadamente aún que en los viejos tiempos, y tuvo el cinismo de añadir una serie de derrapes deliberados a los que se producían ya de manera alarmantemente accidental.
Pelagia se sujetaba tenazmente a su cintura. Comprobó que con los años Corelli había encogido tanto como ella se había ensanchado. El conductor torció bruscamente hacia el arcén, patinando un poco y lanzando por los aires una lluvia de gravilla. «Gerasimos bendito», pensó ella, y en busca de seguridad deslizó los brazos en torno a la cintura de él y enlazó los dedos por delante.
Adelantaron a un venerable ciclomotor gris que resoplaba a fuerza de explosiones. Iba engalanado no con una sino con tres chicas, todas ellas ataviadas con idénticos y brevísimos vestidos blancos. Corelli captó un vislumbre de esbelto muslo joven de pechos recién crecidos, de cejas arqueadas sobre ojos negros y de largos cabellos sueltos de un color tan oscuro que era casi azul. Sintió nacer en su corazón una melodía, una alegre tonada que resumía el eterno espíritu de Grecia, un concierto griego. Para componerlo sólo tendría que pensar que iba en moto con Pelagia camino de Casa Nostra y que adelantaban a unas chicas en la primera y más exquisita floración de su libertad y su belleza. La muchacha que conducía el ciclomotor llevaba los pies sobre el depósito de combustible, la segunda estaba retocándose el maquillaje con ademanes de pintor, y la tercera iba mirando hacia atrás, rozando casi la calzada con sus sandalias. La expresión de su cara era de gran seriedad, iba absorta con la lectura del periódico mientras con elegantes dedos intentaba impedir que la brisa le arrancara las páginas.