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Yo no sabía qué era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo, porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo.
Palabras atribuidas al emperador Carlos I en
el año 1526, a la vista de la catedral cristiana
en el interior de la mezquita de Córdoba,
cuyas obras él mismo había autorizado,
poniendo fin a las disputas entre el cabildo
municipal y el catedralicio acerca de la
conveniencia de su construcción.
Dejaron a sus espaldas la fortaleza de la Calahorra, cruzaron el puente romano sobre el Guadalquivir y accedieron a Córdoba por la puerta del Puente, que daba a la fachada trasera de la catedral de la ciudad. En formación, vigilados por los soldados y escrutados por la ciudadanía apelotonada a su paso, Hernando, como muchos otros moriscos que reconocieron en la catedral cristiana la maravillosa mezquita de la Córdoba de los califas, desvió la mirada hacia el templo. Alpujarreños humildes, ligados a sus tierras, nunca habían tenido oportunidad de verla, pero sí que sabían de ella, y aun extenuados, la curiosidad asomó a sus rostros. Justo detrás de aquella pared centenaria, bajo la cúpula, se hallaba el mihrab, el lugar desde el que el califa dirigía la oración. Algunos murmullos corrieron entre los deportados, que inconscientemente aminoraron la marcha. Un hombre que llevaba a un niño sobre los hombros señaló la mezquita.
– ¡Herejes! -gritó una mujer ante aquellas muestras de interés.
Inmediatamente, el gentío se sumó a las ofensas, como si quisiera defender la iglesia de miradas profanas:
– ¡Sacrílegos! ¡Asesinos!
Un anciano fue a lanzarles una piedra, pero los soldados se lo impidieron y apremiaron el paso de la columna. Cuando sobrepasaron la fachada posterior de la catedral, las calles se hicieron más angostas y los soldados dispersaron a los ciudadanos, que sólo pudieron seguir observando a la comitiva desde los balcones de las casas encaladas de dos pisos. Los moriscos recorrieron la calle de los Cordoneros, pasaron por la Alhóndiga y la calle de la Pescadería, cruzaron la de Feria y llegaron hasta la desembocadura de la calle del Potro. La cabeza del cortejo se detuvo en la plaza del Potro, el mayor enclave comercial de la ciudad y lugar elegido por el corregidor Zapata para tenerlos en custodia.
La plaza del Potro era una plazuela cerrada, centro del barrio del mismo nombre, donde trataron infructuosamente de acomodarse los tres mil moriscos que habían superado el éxodo, aunque la mayor parte terminó diseminada por las calles adyacentes. Pocos pudieron encontrar alojamiento, y menos aún pagarlo, en la posada del Potro, situada en la misma plaza, en la de la Madera, en la de las Monjas o en cualquiera de las muchas otras que existían en los alrededores. El corregidor estableció controles de acceso a la zona y allí, en las calles, a cargo y cuenta del cabildo municipal, quedaron los moriscos a la espera de las instrucciones del rey Felipe acerca de su destino final.
La noche se les echó encima mientras la mayor parte de ellos saciaba la sed en grandes tinajas. Cuando les llegó el turno, y mientras Brahim sorbía el agua, volcado bajo el chorro, Hernando observó a Fátima: su cabello, ahora astroso y sucio, enmarcaba un rostro de pómulos marcados y ojos hundidos y amoratados, unas facciones consumidas en las que destacaban los huesos. Vio cómo le temblaban las manos al unirlas en forma de cuenco y tratar de llevarlas hasta sus labios; el agua se le escapó entre los dedos antes de llegar a la boca. ¿Qué sería de ella? No resistiría un nuevo viaje.
Nadie osó lavarse; por más que el corregidor hubiera cerrado las calles, la medida afectaba tan sólo a los moriscos, y los viajantes, mercaderes, tratantes de ganado y artesanos que trabajaban y vivían en la zona -silleros, espaderos, lineros, fabricantes de agujas o curtidores-, transitaban con soberbia entre la masa de deportados, vigilándolos, igual que hacían los muchos sacerdotes que merodeaban entre ellos o la multitud de desocupados que diariamente acudían al lugar: mendigos o aventureros que aprovechaban para tratarlos con desprecio.
Los moriscos estaban agotados y hambrientos. De pronto, los cristianos aparecieron con grandes peroles de un potaje de verduras ¡Y tripas de cerdo! Entonces los sacerdotes se dedicaron a detenerse, aquí y allá, para comprobar que nadie rehusaba comer el alimento que su religión les prohibía.
– ¿Por qué no come? -preguntó uno de ellos, señalando a Fátima. La joven estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de uno de los edificios de la calle del Potro; la escudilla con la comida se hallaba intacta entre sus pies.
Fátima ni siquiera levantó el rostro al oír al sacerdote. Brahim, absorto en los pedazos de entraña que flotaban en su tazón, no contestó. Aisha tampoco lo hizo.
– Está enferma -se apresuró a excusarla Hernando.
– En ese caso, la comida le vendrá bien -arguyó el cura, y, con un gesto, la instó a comer.
Fátima siguió impasible. Hernando se arrodilló junto a ella, tomó el cucharón y lo colmó de caldo… y un pedazo de cerdo.
– Come, por favor -susurró a Fátima.
Ella abrió la boca y Hernando introdujo el potaje en su interior. La grasa resbaló por el mentón de la muchacha antes de que una arcada la obligase a escupir la comida a los pies del sacerdote. El hombre saltó hacia atrás.
– ¡Perra mora!
Los moriscos que se hallaban a su alrededor se apartaron y formaron un corro. Todavía de rodillas, arrastrándose, Hernando se volvió hacia el cura y se dirigió a él.
– ¡Está enferma! -exclamó-. ¡Mirad! -Cogió el pedazo de cerdo del suelo y se lo llevó a la boca-. Es… es mi esposa. Sólo está enferma -repitió-. ¡Mirad! -Volvió a donde estaba la escudilla, cargó el cucharón de pedazos de tripas y las comió-. Sólo está enferma… -balbuceó con la boca llena.
El sacerdote contempló durante un buen rato cómo Hernando masticaba y tragaba el cerdo, y cómo repetía, hasta que pareció darse por satisfecho.
– Volveré -dijo antes de darles la espalda y encararse con el morisco que tenía más cercano- y entonces confío en que haya mejorado y haga honor a la comida que con tanta generosidad os proporciona la ciudad de Córdoba.
Enfrente de donde se encontraban Fátima y Hernando, al otro lado de la calle, se abría una diminuta calleja sin salida, en la que ni siquiera cabían dos hombres de costado y que llevaba desde el Potro hacia el Guadalquivir. La puerta de madera que daba paso a la calleja se hallaba en aquel momento abierta y mostraba una hilera de boticas o pequeños locales, algunos de un solo piso, que se extendían a ambos lados y en toda su longitud. Justo en la puerta del callejón, armado, charlando con los clientes que entraban o salían del lupanar, el alguacil de la mancebía de Córdoba contemplaba a los moriscos. Detrás de él, sin atreverse a salir a causa de sus prohibidas vestiduras y alhajas que sólo podían utilizar en el interior de la mancebía, algunas mujeres asomaban la cabeza, y entre todas ellas, procurando no despertar los recelos del alguacil, un hombre presenciaba las súplicas del joven morisco por aquella muchacha enfermiza. ¿Había dicho que era su esposa? Esbozó una sonrisa que se desdibujó en su mejilla derecha, allí donde la infame «S» aparecía herrada al fuego. ¡Hernando! Habían transcurrido casi dos años desde que se despidieron en el castillo de Juviles. Durante todo ese tiempo, aquel hombre había pensado en Hernando todos los días: era el hijo que nunca había tenido… Emocionado al verlo con vida, pensó con orgullo que el joven había crecido y, pese a lo andrajoso de su aspecto, era evidente que ya era un hombre. ¿Qué edad tendría? ¿Dieciséis?, se preguntó Hamid.
– ¡Francisco! -gritó el alguacil al percatarse de su presencia en la puerta-. ¡Ve a trabajar! Y vosotras también -añadió, azuzando con las manos a las mujeres.
Hamid dio un respingo y cojeó a lo largo de la calleja, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. ¡Hernando! Había creído que no volvería a encontrarlo… ¿Cuántos vecinos más de Juviles habrían llegado en aquella nueva partida? No las había visto, pero le constaba que en la ciudad se hallaban varias esclavas procedentes de Juviles, capturadas antes del perdón concedido por don Juan de Austria; todos los demás moriscos libres que se establecieron en Córdoba provenían del Albaicín o de la vega de Granada, procedentes de las primeras deportaciones. En silencio, dio gracias al Clemente por haber protegido la vida y la libertad del muchacho. Pero ¿qué le sucedía a su esposa? Se la veía enferma; temblaba de manera convulsiva. Hernando debía amarla puesto que saltó a ciegas en su defensa, arrastrándose de rodillas hasta el cura. Se detuvo ante la puerta de una pequeña botica de dos pisos y acercó la oreja. No se oía nada en su interior. Llamó con los nudillos.
– Debes comer. -Hernando se dejó caer al lado de Fátima. Al instante, Brahim alzó la mirada de su escudilla.
– Déjala -gruñó-, no te acerques…
– ¡Cállate! ¿Acaso quieres que fallezca? ¿La dejarás morir y después matarás a mi madre porque yo haya intentado ayudarla?
Brahim observó a la muchacha: encogida, temblorosa.
– Ocúpate tú, mujer -ordenó a Aisha, que comía cerrando los ojos cada vez que se llevaba el cucharón a la boca-, procura que no muera.
– Debes alimentarte, Fátima -susurró Hernando al oído de Fátima. Ella no contestó, no lo miró, continuó temblando-. Sé que sientes la pérdida de Humam, pero no comer no le devolverá la vida. Todos le echamos de menos…
– Déjame a mí -le instó Aisha, en pie frente a él. Hernando alzó sus ojos azules; su mirada expresaba una profunda consternación-. Déjame -repitió ella con dulzura.
Aisha tampoco consiguió que Fátima reaccionase. Intentó forzarla a tragar la sopa, dando cuenta ella del cerdo por si volvía algún sacerdote, pero tan pronto como conseguía introducirle algo de líquido o alguna verdura, la muchacha lo devolvía. Hernando, en cuclillas, observaba cómo su madre luchaba por alimentar a Fátima; contenía la respiración cuando lo conseguía, y se desesperaba hasta golpear la tierra con los nudillos al ver cómo el cuerpo de la muchacha rechazaba el alimento.
– Dicen que hay un hospital en la plazuela -le comentó una mujer morisca que presenciaba la escena con angustia.
Cuando Hernando la interrogó con la mirada, la mujer le señaló la plaza del Potro; él salió corriendo, pero tuvo que detenerse varios pasos más allá: una multitud se apelotonaba en lo que debía ser la entrada del hospital, frente a un pórtico cerrado por un doble arco de medio punto. Con todo, se acercó y luchó por abrirse paso entre la gente, haciendo caso omiso de las protestas.
– Ya os he dicho -logró escuchar que decía el capellán- que las catorce camas del hospital están ocupadas y en más de la mitad de ellas hay dos personas. Pero, además, para acceder al hospital es necesaria la orden del médico o del cirujano y ahora no está ninguno de los dos.
Algunos cedían al escuchar aquellas palabras y abandonaban el pórtico; otros permanecían en su sitio, mostrando sus heridas, tosiendo o extendiendo los brazos, suplicantes. Un niño agonizaba a los pies del capellán mientras su padre lloraba desconsolado. ¿Qué podía conseguir él?, pensó Hernando al ver cómo el capellán negaba tercamente con la cabeza. La visión de Fátima temblando y vomitando le impelió a hacerlo, y por segunda vez en la noche se hincó de rodillas frente a un sacerdote.
– Por Dios y la santísima Virgen… -gritó con las manos entrelazadas a la altura del estómago del capellán, recordando las palabras de súplica del noble cristiano en la tienda de Barrax-, por los clavos de Jesucristo, ¡ayudadme!
El sacerdote permaneció un instante atónito, antes de agacharse y obligarle a ponerse en pie. ¡Era el primer morisco que invocaba a Jesucristo! Sin embargo, Hernando se mantuvo de rodillas.
– Ayudadme -repitió mientras el sacerdote le tomaba por las manos y pugnaba por alzarle-. ¿Dónde puedo encontrar a ese cirujano? ¡Decidme! Mi esposa está muy enferma…
El capellán le soltó las manos con gesto brusco.
– Lo siento, muchacho. -El hombre negó con la cabeza-. El hospital de la Caridad sólo admite varones.
Hernando no quiso escuchar cómo, después de su marcha, los demás moriscos rompían en invocaciones a la Santísima Trinidad.
Transcurrieron las horas, era ya noche cerrada. Los moriscos intentaron dormir en el suelo, unos encima de otros. Hernando andaba de un lado a otro, sin alejarse de Fátima, reprimiendo los sollozos ante los temblores de la muchacha. Brahim dormía apoyado en la pared, con Musa y Aquil encogidos a su lado. Aisha acariciaba el cabello de Fátima, velándola, como… como si esperase su muerte.
Bien entrada la madrugada, el ruido de la puerta de la calleja al abrirse sorprendió a Hernando. Primero vio a una joven rubia dirigirse directamente hacia él, ¿qué hacía aquella mujer?, pero detrás, cojeando…
– ¡Hamid! -El alfaquí se llevó el índice a los labios y renqueó hacia él.
Hernando se echó en sus brazos. En ese momento fue consciente de cuánto había añorado aquel rostro amable y familiar, el rostro de quien había sido su mayor consuelo durante los tiempos tristes de su infancia.
– ¡Vamos! No hay tiempo -le apremió Hamid no sin antes abrazarle con fuerza-. Aquélla, su esposa, aquella muchacha -le indicó a la joven que salió con él-. Ayúdala, vamos.
– ¿Qué… qué vas a hacer? -preguntó Hernando inmóvil, sin poder apartar la mirada de la letra al fuego que aparecía herrada en la mejilla del alfaquí.
Aisha se levantó y fue ella quien ayudó a la rubia a alzar a Fátima por las axilas.
– Intentar salvar a tu esposa -le contestó Hamid cuando las dos mujeres ya cruzaban la calle arrastrando a Fátima-. No debes traspasar la puerta, Aisha -añadió-. Yo me haré cargo de la muchacha.
Hernando permanecía paralizado. ¿Su esposa? Eso era frente a los cristianos, pero Hamid… ¿Y Brahim? ¿Qué diría Brahim cuando viese que Fátima no estaba? El hecho de que fuera Hamid quien ayudara a la muchacha tal vez sirviera para mitigar su cólera.
– No es mi… -Aisha, ya libre de Fátima, le agarró del antebrazo y le hizo callar con un gesto. El alfaquí no llegó a escucharle: solo estaba pendiente de que nadie los descubriese.
– Mañana -dijo antes de cerrar la puerta de la mancebía- saldré a comprar. Hablaremos entonces, pero tened en cuenta que aquí sólo soy un esclavo; seré yo el que elija el momento… Y llamadme Francisco, ése es mi nombre cristiano.
El 30 de noviembre de 1570, por orden del rey Felipe II, los tres mil moriscos llegados de la vega de Granada con el corregidor Zapata partieron hacia sus destinos definitivos: Mérida, Cáceres, Plasencia y otros lugares, lo que devolvió a Córdoba cierta tranquilidad y a la plaza del Potro la frenética actividad comercial que era habitual en ella. A primera hora de la mañana, desde más allá del molino de Martos, en la ribera del Guadalquivir, Hernando los vio cruzar el puente romano, en formación, igual que él mismo lo había hecho en dirección contraria hacía casi tres semanas.
A la vista de aquella columna de hombres, mujeres y niños silenciosos, entregados a la fatalidad, el fardo de pieles apestosas y sangrantes que cargaba sobre los hombros se le hizo realmente pesado, mucho más de lo que lo había sido a lo largo del trayecto por las afueras de la ciudad, alrededor de las murallas, como ordenaba el cabildo municipal, desde el matadero hasta la calle Badanas, junto al río, donde se ubicaba la curtiduría de Vicente Segura. Durante unos instantes, Hernando aminoró el paso al tiempo que su mirada seguía la columna de proscritos. Notó la sangre de las reses corriendo por su espalda hasta empaparle las piernas, y el penetrante hedor a piel y carnaza recién desollada que los cordobeses se negaban a que recorriese sus calles acompañó el sufrimiento que, aun en la distancia, podía presentir en aquellas gentes. ¿Qué será de todos ellos? ¿Qué harían? Una mujer pasó por su lado mirándole con el ceño fruncido y Hernando reaccionó y se puso en marcha: su patrón no admitía retrasos, así que él no podía permitírselos.
Aquél fue el trato que Hamid había conseguido para ellos a través de Ana María, la prostituta que se hizo cargo de Fátima, que la escondió y la atendió en el segundo piso de su botica en la mancebía con la ayuda de Hamid. Sonrió al pensar en Fátima: había escapado de la muerte.
Ante la orden de abandonar Córdoba, los funcionarios del cabildo volvieron a preocuparse de los moriscos, los censaron de nuevo y repartieron a las gentes en destinos distintos. En ese momento, Fátima tuvo que abandonar la mancebía y Hernando comprobó que las noticias que día a día les proporcionaba el alfaquí eran ciertas y que la muchacha, aun con la tristeza escrita en su rostro, había ganado peso y presentaba un aspecto más saludable.
Ninguno de ellos llegó a conocer a Ana María.
– Es una buena muchacha -comentó una mañana Hamid.
– ¿Una prostituta? -se le escapó a Hernando.
– Sí -afirmó con gravedad el alfaquí-. Suelen ser buenas personas. La mayoría de ellas son muchachas de hogares humildes y sin recursos que sus padres entregaron a familias acomodadas para que les sirvieran como criadas desde niñas. El acuerdo al que acostumbran a llegar consiste en que, a medida que van alcanzando la edad suficiente, esas familias adineradas deben proveerlas de una dote económica suficiente para que contraigan un buen matrimonio. Pero en muchísimos casos no se cumple ese acuerdo: cuando se acerca el momento se las acusa de haber robado o de mantener relaciones con el señor o los hijos de la casa, cosa a la que por otra parte se ven obligadas con frecuencia… Con demasiada frecuencia -lamentó-. Entonces se las expulsa sin dinero alguno y con el estigma de ladronas o putas. -Hamid apretó los labios y dejó transcurrir unos instantes-. ¡Es siempre la misma historia! La mayoría de las mancebías se nutren de esas desgraciadas.
Hamid había sido hecho esclavo tras la entrada de los cristianos en Juviles. De poco sirvió el perdón concedido por el marqués de Mondéjar. En el desbarajuste que se originó con la matanza de mujeres y niños en la plaza de la iglesia, algunos soldados se apoderaron de los hombres instalados en las casas del pueblo y desertaron con el exiguo botín que representaban aquellos moriscos que no pudieron huir con el ejército musulmán. Hamid, herrado al fuego, cojo y escuálido, fue vendido a bajo precio antes incluso de llegar a Granada, sin regateos, a uno de los muchos mercaderes que seguían al ejército. Desde allí fue transportado a Córdoba y adquirido por el alguacil de la mancebía; ¿qué mejor esclavo para un lugar repleto de mujeres que un hombre cojo y débil?
– ¡Compraremos tu libertad! -exclamó Hernando, indignado, al conocer la historia.
Hamid le contestó con una sonrisa resignada.
– No pude escapar de Juviles con nuestros hermanos. ¿Y la espada? -preguntó de repente.
– Enterrada en el castillo de Lanjarón, junto…
Hamid le hizo seña de que callase.
– Aquel llamado a encontrarla, lo hará.
Hernando siguió ese pensamiento antes de insistir de nuevo:
– ¿Y tu libertad?
– ¿Qué haría en libertad, muchacho? No sé hacer nada más que cultivar campos. ¿Quién iba a contratar a un cojo para cultivar? Tampoco puedo esperar las limosnas de los fieles. Aquí, en Córdoba, sólo encontraría la muerte si, en libertad, me dedicase como alfaquí a lo que he hecho durante toda mi vida…
– ¿En libertad? ¿Quiere eso decir que continuarás como alfaquí? -le interrumpió Hernando.
Hamid le obligó a callar tras mirar de reojo si alguien les escuchaba.
– Ya hablaremos de eso más adelante -susurró-. Me temo que tendremos mucho tiempo para ello.
– Tú entiendes de hierbas -insistió no obstante el muchacho-. Podrías dedicarte a ellas.
– No soy médico ni cirujano. Cualquier cosa que hiciera con hierbas sería considerada brujería. Brujería… -repitió para sus adentros.
Había tenido que persuadir a la joven Ana María de que sus conocimientos no eran brujería aunque, después de todo, la muchacha tampoco parecía excesivamente convencida. Poco después de llegar a la mancebía, un día la encontró llorando desconsoladamente en su botica cuando fue a llevarle ropa de cama limpia. Al principio, Ana María se mantuvo obstinada y no contestó a sus preguntas; Hamid era propiedad del alguacil y ¿quién le aseguraba a ella que no le contaría…? Hamid leyó aquella desconfianza en sus ojos e insistió, hasta que, poco a poco, ella se abrió al alfaquí y se desahogó. ¡Chancro! Le había aparecido una pequeña llaga en la vulva, indolora, casi imperceptible, pero señal inequívoca de que en poco tiempo se convertiría en una sifilítica. El médico que cada dos semanas mandaba el cabildo municipal a controlar la salud e higiene de las prostitutas acababa de pasar y no se había percatado, pero en la siguiente visita no le pasaría inadvertido. La muchacha volvió a estallar en llanto.
– Me enviará al Hospital de la Lámpara -sollozó-, y allí…, allí moriré entre sifilíticas.
Hamid había oído hablar del cercano Hospital de la Lámpara. Todos los cordobeses tenían miedo a ingresar en alguno de los muchos hospitales que existían en Córdoba. «Suma pobreza es la que obliga, a un pobre, a ir a un hospital», se decía entre las gentes, pero el de la Lámpara, asilo de mujeres aquejadas de enfermedades venéreas sin curación, era nombrado con pavor entre las prostitutas. Fuertemente vigilado por las autoridades como medida sanitaria, entrar en él conllevaba una agonía lenta y dolorosa.
– Yo podría… -empezó a decir Hamid-, conozco…
Ana María se volvió hacia él y le suplicó con sus ojos verdes.
– Hay un antiguo remedio musulmán que quizá… -¡Tampoco había tratado de chancro a nadie en las Alpujarras! ¿Y si no funcionaba? Sin embargo, ya tenía a la muchacha de rodillas, agarrada a sus piernas.
«¡Dios permita su curación!», rezó en silencio Hamid cuando aquella misma noche lavó con miel la vulva de Ana María y después espolvoreó sobre la llaga las cenizas que obtuvo de un canuto de caña relleno de una masa compuesta de harina de cebada, miel y sal. ¡Permítalo Dios!», rezó noche tras noche al repetir el tratamiento. En la siguiente visita del médico del cabildo municipal, la llaga había desaparecido. ¿En verdad aquella diminuta fístula fue el anuncio de la sífilis?, pensó Hamid mientras Ana María sollozaba de alegría en sus brazos, agradecida. Era la medicina del Profeta, concluyó sin embargo: una medicina capaz de curar chancros y sífilis. ¿Acaso no se había encomendado a Dios en cada ocasión en que la curó?
– No se lo cuentes a nadie, te lo ruego -le pidió Hamid, separándose de ella-. Si supieran… Si el alguacil o la Inquisición llegase a conocer lo que aquí ha sucedido, me procesarían por brujo… y a ti por hechizada… -añadió para mayor seguridad-. ¿Qué estás haciendo, muchacha? -le preguntó sorprendido, al ver cómo Ana María se quitaba el jubón.
– Mi cuerpo es lo único que poseo -contestó ella, al tiempo que se abría la camisa y le mostraba sus jóvenes pechos.
Hamid no pudo dejar de mirar aquellos senos blancos y tersos, la gran areola morena que rodeaba sus pezones. ¿Cuántos años hacía que no disfrutaba de una mujer?
– Me basta con tu amistad -se excusó azorado-. Cúbrete, te lo ruego.
A partir de aquel día Hamid gozó de un respeto reverente por parte de todas las mujeres de la mancebía; incluso el alguacil mudó su trato hacia el esclavo. ¿Qué habría contado Ana María? El viejo alfaquí prefería no saberlo.
– He conseguido que podáis quedaros en Córdoba -anunció Hamid a Hernando una mañana. El alfaquí tomó aire antes de continuar-: Eres toda mi familia… Ibn Hamid -lo nombró en voz baja, acercándose a la oreja de Hernando, que se estremeció-, Y me gustaría tenerte cerca, en esta ciudad. Además… tu esposa no resistiría un nuevo éxodo.
– No es mi esposa… -confesó por fin.
Hamid le interrogó con la mirada y Hernando le contó la historia. Entonces el anciano comprendió por qué Brahim le había recibido furioso la primera mañana en que se encontraron. El alfaquí creyó que se debía a que la muchacha hubiera sido introducida en una mancebía y se mostró contundente: «Ningún hombre estará con ella -le dijo-. Confía en mí». El arriero quiso discutir, pero Hamid le dio la espalda. Luego fue Aisha quien, una vez más, se encaró con su esposo: «La están curando, Brahim. Muerta, de poco te servirá».
Ana María conocía a un jurado de Córdoba: un hombre que estaba encaprichado de ella y que acudía con regularidad a la mancebía. Los jurados estaban llamados a ser el contrapeso de los veinticuatros en el gobierno municipal. A diferencia de los veinticuatros, nobles todos ellos, los jurados eran hombres del pueblo elegidos directamente por sus conciudadanos para que los representaran en el cabildo. Con el paso del tiempo, sin embargo, el cargo se patrimonializó y se convirtió en sucesorio, hábil para ser cedido en vida, y los diferentes monarcas lo utilizaban, bien para premiar servicios, bien para obtener pingües beneficios de su venta. La elección en la parroquia se convirtió en una pantomima formalista y los jurados, sin poseer los títulos y riquezas de la nobleza, trataron de equipararse con ella y los veinticuatros. El jurado que visitaba a Ana María acogió la solicitud de la muchacha como una oportunidad de demostrarle su poder más allá del tálamo, y en un alarde de vanidad aceptó el encargo de lograr que aquellos moriscos se quedasen en Córdoba.
– Son parientes del morisco cojo -explicó con voz melosa Ana María refiriéndose a Hamid; tenía al jurado, ya satisfecho, a su lado, en la cama-, y una de las mujeres está enferma. No puede viajar. ¿Serás…?, ¿serás capaz? -Lo preguntó con inocencia, zalamera, provocándolo, consciente de que el jurado le contestaría con algo parecido a un «¿acaso lo dudas?», como así sucedió. Ana María acarició el pecho blando del hombre-. Si lo consigues -susurró-, tendremos las mejores sábanas de la mancebía -añadió con un guiño pícaro.
La autorización para permanecer en Córdoba requirió que los hombres tuviesen trabajo. El jurado consiguió que Brahim fuese contratado en uno de los muchos campos de cultivo de las afueras de la ciudad.
– ¿Arriero? -Se burló el jurado cuando Ana María le contó cual era la profesión de Brahim-. ¿Y tiene mulas? -La muchacha negó. ¿Cómo va a trabajar de arriero entonces?
Con Hernando no hubo lugar a discusión: trabajaría como en la curtiduría de Vicente Segura.
Y allí estaba él, aquel 30 de noviembre de 1570, cargando pellejos hasta la calle Badanas por la ribera del Guadalquivir, con la mirada puesta en los últimos moriscos que en aquel momento superaban la fortaleza de la Calahorra y dejaban atrás el puente romano de acceso a la ciudad de los califas.
La calle Badanas se iniciaba en la iglesia de San Nicolás de la Ajerquía, junto al río, y luego, dibujando una línea quebrada, desembocaba en la del Potro, muy cerca de la plaza. En la zona se ubicaba la mayor parte de las curtidurías, ya que en ella se disponía del abundante agua del Guadalquivir, imprescindible para su trabajo; el aire que se respiraba era acre e hiriente, resultado de los diversos procesos a los que se sometían las pieles antes de convertirse en fantásticos cordobanes, guadamecíes, suelas, zapatos, correajes, arneses o cualquier otro tipo de objeto que necesitara del cuero. Hernando accedió al taller de Vicente Segura por su puerta trasera, la que daba al río, y descargó los pellejos en una esquina del gran patio interior, allí donde lo había hecho durante los tres días que llevaba trabajando. Uno de sus oficiales, un cristiano calvo y fuerte, se acercó a comprobar el estado de los pellejos sin tan siquiera saludar a Hernando que, una vez más, volvió a quedarse absorto en el trajín que se desarrollaba en el interior del patio que cubría el espacio existente entre el río y la calle Badanas: oficiales, aprendices y un par de esclavos que no hacían otra cosa que acarrear agua limpia del río, trabajaban sin cesar. Unos rendían las pieles: era la primera operación que se efectuaba en cuanto entraba un pellejo en la curtiduría; consistía en introducirlo en balsas con agua fresca hasta ablandarlo, tantos días como fuera necesario según la piel y su estado. Algunas de ellas, ya rendidas o en proceso de estarlo, se hallaban extendidas sobre tablas, con la parte de la carnaza al aire, listas para que los operarios las rasparan con cuchillos cortantes y las limpiaran de la carne, sangre e inmundicias que pudieran haber quedado adheridas.
Una vez rendidas las pieles, éstas se introducían en los pelambres para el apelambrado, operación que consistía en sumergirlas en agua con cal y con la carnaza hacia abajo. El proceso de encalado dependía de la clase de piel y del objeto al que fuera destinada. Hernando observó que algunos aprendices levantaban las pieles de los pelambres para orearlas colgadas de palos durante más o menos tiempo, según la estación del año, antes de volverlas a introducir para repetir la operación a los pocos días. El apelambrado podía durar entre dos y tres meses, según fuera verano o invierno. El rendido y encalado eran comunes a todas las pieles; luego, cuando el maestro consideraba que la piel estaba suficientemente apelambrada, los procedimientos variaban según fueran a ser destinadas a suelas, zapatos, correajes, cordobanes o guadamecíes. El curtido de las pieles se efectuaba en noques, unos agujeros hechos en la tierra recubiertos de piedra o ladrillo, en donde las pieles se sumergían en agua con corteza de alcornoque, que abundaba en Córdoba; en los noques el maestro controlaba con precisión el curtido de las pieles. Hernando miró al maestro y al oficial al que éste controlaba, metido en uno de los noques y desnudo de cintura para abajo, pateando pieles de cabrito destinadas a cordobanes negros, sin dejar ni un momento de voltearlas ni de bañarlas con agua y zumaque. Aquella operación se desarrollaría durante ocho horas, a lo largo de las cuales en momento alguno cesarían los oficiales de patear, voltear y empapar las pieles de cabrito.
– ¿Qué miras? ¡No estás aquí para perder el tiempo! -Hernando se sobresaltó. El oficial calvo al que había entregado los pellejos esperaba con uno de ellos extendido, aquel que parecía encontrarse en peor estado-. Éste es para tu agujero -le indicó-. Ve al estercolero, como los otros días.
Hernando no quiso mirar hacia el otro extremo del patio, donde en un rincón algo alejado y escondido se abría un profundo hueco en el suelo; en el frío de aquel día de noviembre se alzaba del agujero una columna de aire caliente y pestilente resultado de la putrefacción del estiércol. Cuando se introdujese en su interior, como había tenido que hacer a lo largo de los dos días anteriores, aquella columna de humo cobraría vida, se pegaría a sus movimientos y le envolvería en calor, hedor y miasmas. El maestro había decidido que las pieles que presentaban defectos, como la que acababa de darle el oficial, no se apelambrasen con cal sino con estiércol; el proceso era mucho más breve, no tenía que llegar a los dos meses, y sobre todo mucho más barato. Las pieles resultantes, de menor calidad debido a que con el estiércol no se obtenían los mismos resultados que con la cal, se destinaban a suelas de zapato.
Cruzó el patio, entre balsas, noques, largas tablas en las que se trabajaban las pieles con cuchillos cortantes o botos, según hiciera falta, y palos de los que colgaban las pieles. Pasó delante de un aprendiz que estaba en la balsa y arrastró los pies en dirección al estercolero. Varios aprendices jóvenes intercambiaron sonrisas: no existía tarea más ingrata, y la llegada del morisco los había librado del estercolero. Vicente, junto al noque en el que se pateaba el cordobán, se percató de la situación y lanzó un grito; las sonrisas se esfumaron, y oficiales y aprendices se volcaron en sus respectivos trabajos, ajenos al morisco, que ya se hallaba en el borde del agujero. El estiércol que cubría las pieles bullía.
El primer día había estado a punto de desmayarse. Le faltaba el aire: boqueó tratando de encontrarlo, pero el hedor ardiente se le introdujo en los pulmones, asfixiándolo. Entonces tuvo que acercarse al borde del agujero y apoyar el mentón a ras de suelo, en busca de aire. Casi vomitó, pero el oficial que aquel día le controlaba le gritó que no lo hiciera sobre las pieles, de modo que cerró la boca y reprimió las arcadas.
Hernando miró el estiércol y se descalzó, se quitó la ropa y se dejó caer en el agujero. ¿Dónde quedaba Sierra Nevada? ¿Su aire puro y límpido? ¿Su frescor? ¿Dónde los árboles y los barrancos por los que corrían los miles de riachuelos que descendían de las cumbres nevadas? Contuvo la respiración. Había aprendido que era la única forma de soportar aquella tarea. Se trataba de levantar las pieles para airearlas y que no se recalentasen más de lo necesario, devolvió entre el estiércol, donde se amontonaban las pieles, hasta encontrar la primera de ellas. La sacudió y logró sacarla del agujero antes de que se le hiciera imposible seguir sin respirar. Entonces buscó el aire, de nuevo a ras de suelo. La primera piel era la más sencilla de levantar; a medida que profundizaba en aquel hueco inmundo, se amontonaba el estiércol y se le hacía más y más difícil levantar las demás. Permaneció más de dos horas levantándolas, aguantando la respiración, con cuerpo y cabello lleno de inmundicias hediondas. Una vez finalizada su labor, uno de los oficiales se acercó y comprobó el estado de las pieles. Retiró un par de ellas, grandes pieles de buey que consideró ya apelambradas, y le indicó que aireara las demás y extrajera con una pala todo el estiércol del hueco; luego, al final de la jornada, debía volver a colocarlas en él: una capa de estiércol y una piel, otra capa de estiércol y otra piel, así hasta cubrirlas todas para, al día siguiente, levantarlas de nuevo.
En aquel año de 1570, la población de Córdoba alcanzaba los cincuenta mil habitantes aproximadamente. Como en toda ciudad amurallada, en las que estaba prohibida la construcción de viviendas extramuros que pudieran impedir el libre acceso al camino de ronda u hostigar a la ciudad que se abría entre las murallas, más allá de las cuales se extendía el campo. El río Guadalquivir dejaba de ser navegable a su altura y trazaba un caprichoso e impresionante meandro. Al norte de la ciudad estaba Sierra Morena y al sur, más allá del río, se extendían los campos de cultivo, la rica «campiña de pan». En el siglo x Córdoba culminó su proceso de independencia de Oriente, y Abderramán III se erigió en califa de Occidente, sucesor y vicario de Muhammad, príncipe de los creyentes y defensor de la ley de Alá. A partir de entonces, Córdoba se convirtió en la mayor urbe de Europa, heredera cultural de las grandes capitales orientales, con más de mil mezquitas, miles de viviendas, comercios y cerca de tres centenares de baños públicos. Fue en Córdoba donde florecieron las ciencias, las artes y las letras. Tres siglos más tarde, fue conquistada para la cristiandad por el rey santo, don Fernando III, tras seis meses de asedio, llevado desde la Ajerquía sobre la Medina, las dos partes en las que se dividía la ciudad.
Los cristianos no trabajaban los domingos de modo que, en el primer festivo que pasaban en la ciudad, Hernando escapó ofuscado de la mísera casa de dos pisos situada en un callejón sin salida que a la calle de Mucho Trigo y en la que, en seis pequeñas estancas, se hacinaban siete familias moriscas, entre ellas la suya.
– Hay algunas casas en las que llegan a vivir catorce y dieciséis familias -les había comentado Hamid al proponerles aquella vivienda-. El rey -explicó ante sus gestos de incredulidad- ha dispuesto que los moriscos compartan casa con cristianos viejos a fin de que éstos puedan controlarlos, pero el cabildo no ha creído oportuno obedecer esa orden al entender que ningún cristiano querría vivir con nosotros, y ha dispuesto que vivamos en casas independientes, siempre que éstas se sitúen entre dos edificios ocupados por cristianos. Además -añadió, chasqueando la lengua-, aquí todas las casas son propiedad de la Iglesia o de los nobles, que cobran muy buenas rentas por su alquiler, cosa que no podrían hacer si viviésemos en las de los cristianos. Debemos ser más de cuatro mil moriscos los que hemos llegado a la ciudad. No les ha costado mucho a los veinticuatros de Córdoba adoptar esa decisión: pagan unos sueldos míseros, pero ganan mucho dinero con nosotros: primero nos explotan y después nos roban nuestros exiguos ingresos con las rentas de sus casas.
Como habían sido los últimos en llegar, les tocó compartir habitación con un matrimonio joven que acababa de tener un hijo, el cual parecía despertar sentimientos encontrados en una Fátima apesadumbrada. La muchacha se limitaba a seguir las instrucciones que en todo momento le daba Aisha. Luego, una vez cumplidas, volvía a su pertinaz silencio, que sólo interrumpía para musitar alguna oración. A veces alzaba el rostro cuando oía llorar al pequeño. Hernando, en las pocas ocasiones en que se encontraba en casa, intentó averiguar qué trataban de expresar aquellos ojos negros ahora siempre apagados, pero sólo podía leer en ellos una inmensa congoja.
Pero también Aisha dejaba escapar miradas tristes hacia el recién nacido. En el mismo momento en que las autoridades los censaron, como hacían con todos los menores deportados, les arrebataron a Aquil y Musa, quienes fueron entregados a piadosas familias cordobesas que debían educarlos y convertirlos a la fe cristiana. Aisha y Brahim, tan impotente como su mujer por una vez, se habían visto obligados a contemplar cómo los niños, deshechos en lágrimas, eran apartados de su familia y puestos en manos de desconocidos. El rostro del arriero expresaba una furia salvaje: ¡eran sus varones! ¡El único orgullo que le quedaba!
Sin embargo, no era Fátima, ni la expectativa de compartir durante largo tiempo la habitación con el joven matrimonio y su pequeño, lo que impulsó aquel domingo a Hernando a levantarse antes de que saliese el sol y a salir con sigilo. Esa noche, amontonados todos en la habitación y por primera vez en muchos meses, Brahim había buscado a Aisha y ella se entregó a él como lo que era: su primera esposa. Hernando, encogido y tenso en su jergón, escuchó los suspiros y jadeos de su madre justo a su lado. ¡No había espacio para más! En la penumbra, los párpados prietos sobre sus ojos, sufrió al notar cómo ella procuraba el placer de Brahim, volcándose en él tal y como debían hacerlo las mujeres musulmanas: buscando el acercamiento a Dios a través del amor.
No quería ver a su madre. No quería ver a Brahim. ¡No quería ver a Fátima!
¡Pero aquella sensación de ahogo no cedió por más que huyera de la habitación y empezara a pasear por las calles de Córdoba bajo el sol que empezaba a alumbrarlas. Primero pensó en dirigirse a la mezquita: contemplar de cerca aquella construcción que sobresalía por encima de todos los edificios de Córdoba y que tantas veces veía al cruzar el puente romano, cuando volvía a la curtiduría cargado con el estiércol. No quedaba ninguna otra mezquita en la ciudad de los califas. El rey Fernando ordenó que sobre ellas se levantasen iglesias; hasta catorce se construyeron a expensas de los lugares de culto musulmanes. Luego derribaron las demás. La mezquita de los califas tampoco lo era ya, pero se comentaba que aún podían verse las celosías sobre las puertas de entrada, los arabescos o las largas filas de columnas coronadas por dobles arcos de herradura en ocre y colorado que la hacían única en el mundo; decían también que si uno se empeñaba, todavía podían oírse los ecos de las oraciones de los creyentes.
Al recordar los insultos de los cristianos a su llegada a Córdoba y la suspicacia con la que la gente le miraba cuando, cargado de estiércol, se acercaba a la mezquita tras cruzar el puente romano, Hernando desechó la idea. ¡Hasta los niños parecían defender el templo de los herejes! Anduvo por lo tanto sin rumbo por las calles de la Ajerquía y la Medina, y se percató de que Córdoba era en sí misma, toda ella, un gran templo de la cristiandad. A los catorce templos construidos por el rey castellano, que eran sede de las parroquias de la ciudad, se sumaba uno más, posterior, y casi una cuarentena de pequeños hospitales o asilos, todos con su correspondiente iglesia. Entre iglesias y hospitales había grandes extensiones de terreno con magníficos conventos ocupados por órdenes religiosas: San Pablo, San Francisco, la Merced, San Agustín y la Trinidad. Y también imponentes conventos de monjas, como el de la Santa Cruz, lindante con la calle de Mucho Trigo, donde vivía Hernando, el de Santa Marta, y otros tantos que se habían ido construyendo desde la conquista, todos escondidos a la curiosidad de los vecinos mediante largos y altos muros ciegos encalados, sólo abiertos en las puertas de acceso.
En cualquier rincón de las calles de Córdoba aparecían pinturas o esculturas de Ecce Homos, Vírgenes, santos o Cristos, algunos a tamaño natural, e infinidad de altares que los cristianos viejos mantenían siempre iluminados con velas, las únicas luces nocturnas de la ciudad. Minúsculas ermitas, alguna de ellas para no más de doce personas, beateríos y casas de emparedadas se diseminaban por todo el caserío, al igual que lo hacían monjes o cofrades constantemente, pidiendo limosna entre el soniquete de rosarios cantados por las calles.
¿Cómo iban a poder sobrevivir ellos en aquel gigantesco santuario?, pensó Hernando de pie, con la mirada perdida en la fachada de la iglesia de Santa Marina, cerca del matadero, más allá del cementerio que rodeaba el templo por tres de sus costados, a donde le llevaron sus pasos, al norte de la ciudad.
¡Juviles! ¡La sierra!, gritó en su interior. Allí quieto, bajo los primeros rayos de sol, se sintió sucio y apestando a estiércol putrefacto.
– Ni se te ocurra lavarte -le había advertido Hamid-. Es uno de los comportamientos que los cristianos vigilan y consideran como una señal de herejía.
– Pero…
– Piensa que ellos no lo hacen -le interrumpió el alfaquí-. En ocasiones se lavan los pies y algunos, la mayoría, sólo se bañan una vez al año, en el día de su onomástica. Las puntillas de sus camisas son nidos de piojos y pulgas. ¡Lo sufro! Ten en cuenta que una de mis responsabilidades es cambiar las sábanas de la mancebía.
De mala gana había seguido su consejo y no se lavó hasta que el hedor se le cosió a la piel, como sucedía con todos los moriscos…, como sucedía con todos los cristianos. Oliéndose, observó los enterramientos de los parroquianos a las puertas de su iglesia; nobles y ricos, todo aquel que podía pagarlo, se procuraban una tumba en el interior de una iglesia, de un convento o de la catedral, pero los tenderos y artesanos yacían allí, en medio de las calles de Córdoba, mientras en las afueras se enterraba a los indigentes.
El domingo era obligado asistir a misa y tenía que ir acompañado de Fátima, su legítima esposa frente a los cristianos, que ya el viernes había acudido a la iglesia para las clases de evangelización que le impusieron el día de su boda. Así pues, regresó a San Nicolás de la Ajerquía descendiendo junto al arroyo de San Andrés. Si algo sobraba en Córdoba, además de devoción cristiana, era agua: como en Sierra Nevada, pero a diferencia del agua cristalina de las cañadas de las Alpujarras, aquí se encharcaba en las plazas o descendía emponzoñada hasta el río. Por el arroyo de San Andrés, por donde ahora caminaba Hernando, bajaban las aguas que recogían los desechos del matadero y los de todo el vecindario de su cauce. ¿Por qué les importaría tanto a los cristianos el recorrido de los pellejos si permitían el paso de aquellas aguas pútridas?, se quejó para sí al cruzar con cuidado sobre uno de los tablones que a modo de puentes ordenó colocar el cabildo entre las casas que canalizaban el arroyo. Tal era la profundidad del cauce de aquel hediondo arroyo, a nivel inferior incluso al de los cimientos de los edificios, que los cordobeses lo bautizaron como «el despeñadero».
El interior de la iglesia de San Nicolás, enclavada allí donde la calle las Badanas confluía con el río, sorprendió a Hernando, que se había reunido allí con Fátima y los demás moriscos para asistir al servicio religioso. En aquellas ocasiones en que volvía del matadero había observado su fachada baja, de no más de cinco varas de altura, que la diferenciaba de las demás iglesias construidas por el rey Fernando, mucho más grandes y altas. Como las demás, se había erigido sobre una mezquita, pero sin embargo San Nicolás conservaba todavía las hileras de columnas rematadas con arcos que caracterizaban los lugares de culto musulmanes, al estilo de la catedral. Pero aquella sensación fugaz desapareció tan pronto como el sacristán empezó a pasar lista a los moriscos; cerca de doscientos se hallaban empadronados en la parroquia pero, al contrario que en Juviles, aquí eran minoría entre los más de dos mil cristianos viejos que se acumulaban en el templo: la mayoría artesanos, comerciantes y asalariados -los nobles habitaban en otras parroquias-, amén de un número considerable de esclavos propiedad de los artesanos.
Hombres y mujeres oyeron misa separados. No se produjeron los exabruptos ni las amenazas del sacerdote de Juviles: allí la misa era para los cristianos. La ceremonia les costó un maravedí por cabeza. Salieron, y mientras esperaban a las mujeres, se les acercó un hombre bien vestido. Sin pensarlo, Hernando desvió la mirada hacia las puntillas del cuello de su camisa a la espera de que apareciera algún piojo o de ver saltar alguna pulga.
– Vosotros sois los nuevos moriscos del callejón de Mucho Trigo, ¿no? -preguntó a Hernando y Brahim, con soberbia, sin tenderles la mano. Los dos asintieron y el recién llegado se volvió hacia Hamid para examinarlo con desprecio, deteniéndose en su rostro marcado-. ¿Qué haces tú con ellos?
– Somos del mismo pueblo, excelencia -respondió Hamid con humildad.
El hombre pareció tomar nota mental de aquella noticia.
– Me llamo Pedro Valdés, justicia de Córdoba -dijo después-. No sé si vuestros vecinos os habrán hablado de mí, pero sabed que tengo el cometido de visitaros una vez cada quince días para comprobar vuestro estado y que viváis conforme a los preceptos cristianos. Confío en que no me ocasionéis problemas. -En aquel momento se sumaron Aisha y Fátima, que no obstante se quedaron a un par de pasos del grupo-. ¿Vuestras esposas? -se interesó. Dio por supuesto que sí y sin esperar respuesta reparó en Fátima, que aparecía empequeñecida al lado de Aisha-. Ésa está demacrada y delgada -indicó como si hablase de un animal-. ¡Está enferma! Si es así, tendré que ordenar su ingreso en un hospital. -Tanto Hernando como Brahim titubearon y buscaron la ayuda de Hamid-. ¿Necesitáis que un esclavo conteste por vosotros? -Les recriminó el justicia-. ¿Está enferma o no?
– No…, excelencia -balbuceó Hernando-. El viaje…, el viaje no le sentó bien, pero se está reponiendo.
– Mejor así. Los hospitales de la ciudad andan escasos de camas libres. Llévala a pasear por la ciudad. El sol y el aire le harán bien. Disfrutad de la fiesta del Señor y agradecédsela. El domingo es un día de alegría: el día en que Nuestro Señor resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos. Llévala a pasear -repitió haciendo ademán de dejarlos-. ¿Tú eres el esclavo de la mancebía? -preguntó no obstante a Hamid antes de volverse.
El alfaquí asintió y el justicia tomó nueva nota mental. Luego se dirigió a un grupo de ricos mercaderes y sus mujeres que le esperaban algo más allá.
– ¡A casa! -gritó Brahim tan pronto como el justicia y sus acompañantes hubieron desaparecido.
Aisha y Fátima ya se encaminaban tras él cuando Hamid intervino:
– A veces hacen visitas por sorpresa, Brahim. Los justicias, los sacerdotes y el superintendente se divierten con sus amigos acudiendo a nuestras casas. Unos vasos de vino y…
– ¿Quieres decir que estás de acuerdo en que mi esposa se muestre a todos los cristianos paseando por la ciudad, con este… -escupió sin mirar a Hernando-, con el nazareno?
– No -confesó Hamid-. No se trata de que se muestre a los cristianos. Pero tampoco estoy de acuerdo con acudir a su misa, rezar sus oraciones, comer la torta, y sin embargo lo hacemos. Debemos vivir como ellos pretenden. Sólo así, sin darles problemas, engañándolos, podremos recuperar nuestras creencias.
Brahim pensó unos instantes.
– Jamás con el nazareno -afirmó, tajante.
– A ojos de los cristianos, es su esposo.
– ¿Qué es lo que pretendes defender, Hamid?
– Llámame Francisco -le corrigió el alfaquí-. No defiendo nada, José. -Hamid forzó la voz al pronunciar el nombre cristiano de Brahim-. Las cosas son así. No las he dispuesto yo. No busques problemas a tu pueblo; todos dependemos de lo que hagan los demás. Tú exiges que se cumplan nuestras leyes respecto a tus dos esposas y te respetamos, pero te niegas a someterte al bien de nuestros hermanos y buscas enfrentamientos con los cristianos. Hernando -añadió, dirigiéndose a él-, recuerda que conforme a nuestra ley, ella no es tu esposa; compórtate como el familiar suyo que eres. Id a pasear. Cumplid la orden del justicia.
– Pero… -empezó a quejarse Brahim.
– No quiero problemas si el justicia se presenta en tu casa, José. Ya tenemos bastantes. Id -insistió a Hernando y Fátima.
Fátima le siguió como podría haber hecho con cualquier otro que hubiera tirado del ajado vestido que la cubría; esta vez con la muchacha a su lado, silenciosa y cabizbaja, Hernando volvió a internarse en las calles de Córdoba tratando de acomodar su paso al lento caminar de ella.
– Yo también echo de menos al pequeño -le dijo varias calles más allá, tras haber desechado decenas de comentarios que le rondaron la cabeza. Fátima no contestó. ¿Cuánto iba a durar aquello? se lamentó él-. ¡Eres joven! -saltó exasperado-. ¡Podrás tener más hijos!
Al instante se dio cuenta de su error. Fátima sólo lo exteriorizó aminorando todavía más su marcha.
– Lo siento -insistió Hernando-. ¡Lo siento todo! Siento haber nacido musulmán; siento el levantamiento y la guerra; siento no haber sido capaz de prever lo que iba a suceder y soñar esperanzado como lo hicieron miles de nuestros hermanos; siento nuestros deseos de libertad; siento…
Hernando calló de repente. Su deambular les había llevado a la Medina, al barrio de Santa María, más allá de la catedral, una intrincada de callejas y callejones sin salida, como en muchas ciudades musulmanas. Un grupo de personas corría hacia ellos: se agolpaban en el estrecho callejón, gritaban, y algunos se detenían un instante para mirar nerviosa y fugazmente hacia atrás antes de reemprender la carrera.
– ¡Un toro! -oyó que gritaba una mujer al pasar junto a ellos.
– ¡Que vienen! -chilló un hombre.
¿Un toro? ¿Cómo podía ser que allí, en una calleja de Córdoba…? No tuvo tiempo de pensar nada más. Se habían quedado parados; por aquel estrecho espacio se aproximaban cinco jinetes engalanados, tirando de un impresionante toro ensogado a sus sillas de montar: unas sogas en los cuernos, otras en el pescuezo del animal. Las grupas de los caballos chocaban contra las paredes y los jinetes volteaban sus monturas con habilidad. El toro se defendía bramando, y los hombres tiraban de él hacia delante cuando el animal se revolvía hacia atrás o lo refrenaban desde atrás cuando parecía que iba a alcanzar y cornear a los de delante. Los bramidos del toro, los relinchos de los caballos, los cascos contra la tierra y los gritos de los jinetes resonaron en el callejón.
– ¡Corre! -gritó, agarrando a Fátima de un brazo.
Pero la dejó atrás. Hernando se detuvo y se volvió nada más notar que el brazo de Fátima se soltaba de su mano. Los dos primeros jinetes estaban a menos de quince pasos de ella. Tiraban del toro, ciegos, ajenos a lo que sucedía delante. Fue sólo un instante en el que creyó ver a Fátima de espaldas a él, erguida como no lo había estado en mucho tiempo, firme, con los puños apretados a sus costados, ¡buscando la muerte! Saltó sobre ella justo en el momento en que el primer jinete iba a arrollarla. El caballero ni siquiera había intentado detenerse. En la caída chocaron contra la pared de una casa; él trató de proteger a Fátima, tumbándose sobre su cuerpo. Otro de los caballos saltó por encima; el toro lanzó una cornada que, por suerte, no les alcanzó y que descascarilló la pared por encima de sus cabezas. El último jinete que galopaba por su lado también los rebasó, pero en esta ocasión Hernando notó cómo el caballo le pisaba la pantorrilla.
Después de los caballos, otro grupo de gente pasó corriendo sin preocuparse de la pareja tumbada en el suelo, que permanecía inmóvil mientras el estruendo se convertía en un eco a lo largo del callejón. Hernando sintió la respiración entrecortada que agitaba el cuerpo de Fátima. Al levantarse, también sintió un dolor agudo en la pierna izquierda.
– ¿Estás bien? -preguntó a la muchacha mientras, dolorido, intentaba ayudarla.
– ¿Por qué siempre tienes que salvarme la vida? -le espetó ella una vez en pie, frente a él. Temblaba, pero sus ojos…, era como si después de haberse enfrentado a la muerte, sus ojos negros hubieran recobrado la vida. Hernando, con los brazos extendidos, intentó agarrarla de los hombros, pero ella se soltó-. ¿Por qué…? -empezó a gritar Fátima.
– Porque te quiero -la interrumpió alzando la voz, todavía con los brazos extendidos-. Sí. Porque te quiero con toda el alma -repitió en voz baja y trémula.
Fátima clavó en él su mirada. Transcurrieron unos instantes antes de que una lágrima se deslizase por su pómulo. Luego estalló en el llanto que había reprimido desde la noche de su boda con Brahim.
Se abrazó a Hernando. Y lloró todo lo que no había llorado mientras él la acunaba en un callejón cordobés.
Algo más lejos, allí donde el callejón se unía a otras dos callejas formando una diminuta plaza irregular, una señorita noble vestida de negro, con su dama de compañía un paso por detrás, observaba desde el balcón de un palacete cómo cinco jóvenes caballeros la galanteaban dando muerte al toro, ya libre de sus sogas, mientras la gente llana jaleaba y aplaudía refugiada en las bocacalles.
Pascua de Navidad de 1511
El cabildo municipal había decretado tres días de fiesta para celebrar la rotunda victoria de don Juan de Austria sobre los turcos, al mando de la armada de la Santa Liga, en la batalla naval de Lepanto. Los sentimientos religiosos se exacerbaron con el triunfo de las fuerzas cristianas sobre las musulmanas y junto a los festejos paganos, la ciudad hervía con procesiones y Te Deum de acción de gracias. No era el mejor momento para que los moriscos paseasen por las calles de Córdoba sumándose al júbilo y al fervor popular. Además, pocos meses antes se había tenido noticia de la definitiva derrota del rey de al-Andalus. Aben Aboo fue traicionado y asesinado por el Seniz; su cuerpo, rellenado con sal, fue trasladado a Granada, donde su cabeza todavía colgaba sobre el arco de la puerta del Rastro, la que salía al camino de las Alpujarras, metida en una jaula de hierro.
Con todo, Hernando presenciaba las fiestas con Hamid en la plaza de la Corredera. En el centro de la gran plaza cordobesa se erigió un castillo en el que se simularía una batalla entre moros y cristianos, pero hasta entonces, el vino manaba gratuitamente del pico de un pelícano, por lo que el alcohol iba haciendo mella en una muchedumbre que se peleaba por acercarse a aquella curiosa fuente. Mientras tanto, el cabildo anunció un certamen para el que dispuso un premio de once piezas de terciopelo, damasco y tela de plata: dos piezas para los vencedores de unas carreras a caballo; cuatro para los hombres más elegantes; tres más para las tres mejores compañías de infantería formadas por los gremios, ¡y dos para las mujeres de la mancebía que más lucieran!
– Es difícil entender a esta gente -comentó el joven a Hamid mientras Ana María se paseaba con coquetería por delante del numeroso público que la vitoreaba sin reparos-. En presencia de sus mujeres e hijas, premian a las mujeres con las que se acuestan.
– Todas ellas saben que sus maridos acuden a la mancebía -arguyó Hamid sin prestar atención a lo que decía, con la mirada fija en las evoluciones de una Ana María bellísima. Hernando hizo lo propio, si bien estaba más pendiente de los esfuerzos de los alguaciles por impedir que algunos hombres ya borrachos saltasen sobre la muchacha-. Los cristianos no buscan el placer en sus esposas -añadió el alfaquí en voz baja, volviéndose hacia el muchacho en el momento en que Ana María fue sustituida por una voluptuosa mujer de pelo negro-. Es pecado. Los tocamientos y las caricias son pecado. Incluso adoptar otra postura que no sea la de yacer en el lecho, es pecado. No se puede buscar la sensualidad…
– ¡Pecado! -intervino Hernando, sonriente.
– Exacto. -Hamid le hizo un gesto para que bajase la voz-. Por eso sus esposas aceptan que busquen la sensualidad y el placer en las prostitutas. Las meretrices no dan los problemas de bastardos y reclamaciones de herencias que les pueden plantear las barraganas o las cortesanas. Y su Iglesia lo apoya.
– Hipócritas.
– Varias boticas de la mancebía son propiedad del cabildo catedralicio -dijo Hamid antes de que ambos se apartaran del certamen y anduvieran sin rumbo desde la plaza de la Corredera, entre la multitud.
– Sí -afirmó Hernando pensativo, transcurridos unos instantes-, pero esas mismas esposas tan castas con sus maridos, buscan después el placer en otros hombres…
Hamid le miró con curiosidad y él le contestó con una simple mueca que eliminó de su rostro en cuanto percibió la desaprobación en el alfaquí.
Había transcurrido más de un año desde que Fátima se echara en sus brazos tras buscar la muerte frente a un toro y unos caballos desbocados.
– Continúo siendo su segunda esposa -lamentó la muchacha después de besarse en el callejón y cruzar promesas de amor.
– ¡Aquí no vale ese matrimonio! -alegó Hernando sin pensarlo.
El semblante de Fátima mudó y Hernando titubeó, ¿cómo podía haber afirmado…?
– Es nuestra ley -se le adelantó Fátima-. Si renunciamos a ella… a nuestras creencias… Mal que me pese, debo respetar mi matrimonio con Brahim: ante los nuestros es mi marido. No puedo olvidarme de eso, por mucho que lo desee. Por mucho que lo aborrezca…
– No. No quería decir…
– No seríamos nada. Eso es lo que pretenden los cristianos: martirizarnos hasta nuestra desaparición. Somos un pueblo maldito para ellos. Nadie nos quiere aquí: los humildes nos odian y los nobles nos explotan. Ha muerto mucha de nuestra gente por defender la verdadera fe: mi esposo, mi hijo… ¡Ningún cristiano hizo nada por un niño enfermo e indefenso! ¡Malditos! ¡Malditos todos ellos! Tú mismo lo enterraste… -La voz de Fátima se quebró hasta quedar convertida en un sollozo. Hernando la atrajo hacia sí y la abrazó-. ¡Debemos cumplir con nuestras obligaciones…! -lloró.
– Encontraremos alguna solución -trato de consolarla Hernando.
– ¡No seríamos nada sin nuestras leyes! -insistió la muchacha.
– No llores, te lo ruego.
– ¡Es nuestra religión! ¡La verdadera! ¡Malditos!
– Lograremos resolverlo.
– ¡Perros cristianos! -Antes de que terminara la frase, Hernando hundió el rostro de la muchacha en su hombro para acallar sus palabras-. ¡Moriré por el Profeta, loado sea, si es necesario!
Sentenció después ella.
– Moriré contigo -le susurró él mientras más allá, en la plazuela, la gente estallaba en vítores cuando el rejón se introdujo en lo alto del toro hiriéndolo de muerte.
La doncella que miraba desde el balcón de su palacio aplaudió comedidamente.
«¡Moriré por el Profeta!» La determinación que se desprendía de aquella promesa era la misma que Hernando oyó de boca de Gonzalico antes de que el manco lo degollase. ¿Qué habría sido de Ubaid?, se preguntó una vez más. Al anochecer dejó a Fátima en la casa de la calle de Mucho Trigo. Brahim y Aisha parecían tranquilos y él volvió a escapar tras hacerse con un pedazo de pan de centeno duro, pero sólo cuando Fátima se lo permitió con un casi imperceptible movimiento del mentón. Aquel domingo, después del episodio con el toro, habían descendido hasta el río, pasando por delante de la mezquita, donde entre curas y capellanes apretaron las manos que llevaban entrelazadas, y allí, a orillas del Guadalquivir, frente a la noria de la Albolafia y los molinos que lo cruzaban, dejaron pasar las horas. Hernando no tenía dinero. Cobraba dos míseros reales al mes, menos que una sirvienta con derecho a cama y comida, dineros que además inmediatamente entregaba a su madre para, junto a las ganancias de Brahim, cubrir los gastos del alquiler y la manutención. No comieron nada, excepción hecha de un par de buñuelos fríos y aceitosos que un buñolero morisco les regaló después de observar cómo saboreaban el aroma que dejaba tras de sí.
Pasaba la hora de vísperas y las puertas de las casas de los cristianos piadosos se encontraban cerradas, como ordenaban las buenas costumbres durante el invierno. Sin embargo, eso no se aplicaba a la zona del Potro, donde se aglomeraba la gente: mercaderes, tratantes, viajeros, soldados y aventureros, mendigos, vagabundos o simples vecinos bebían en posadas y mesones, charlaban en tertulias improvisadas, entraban y salían de la mancebía, peleaban o cerraban tratos comerciales cualquiera que fuese la hora. Hernando dirigió sus pasos hacia el lupanar, pero no acertó a ver a Hamid en el callejón: sólo las puertas de la mancebía, abiertas a la calle del Potro. Deambuló sin rumbo por la zona. «Lograremos resolverlo», le había dicho a Fátima, pero ¿cómo? Sólo Brahim podía repudiarla nunca lo haría si eso significaba que él, el nazareno, terminase consagrando su amor. Mientras tanto, ¿qué sería de ella? Fátima se esforzaba por no engordar y aparecer poco atractiva ante su esposo, pero Brahim volvía a mirarla con ojos de deseo.
– ¡Muchacho! -Absorto en sus pensamientos, no hizo caso-. ¡Eh! ¡Tú!
Hernando notó cómo una mano le agarraba del hombro, se volvió y se encontró con un hombre delgado y bajo, quizá más bajo que él. Al principio, a la escasa luz que salía de los mesones y las posadas, no lo reconoció, pero el hombre le mostró unos dientes tan negros como la noche que los rodeaba y entonces recordó: era uno de los tratantes de mulas que mercadeaban junto a la torre de la Calahorra, allí donde acudía a por el estiércol de la curtiduría. Habían cruzado algún saludo cuando él se metía entre su ganado.
– ¿Quieres ganarte un par de blancas? -le preguntó el tratante.
– ¿Qué hay que hacer? -inquirió Hernando, dando a entender que estaba dispuesto a lo que fuese.
– Acompáñame.
Bajaron por la calle de Badanas hasta el río. El hombre no habló, ni siquiera se presentó. Hernando le siguió en silencio. Dos blancas eran una miseria, pero aun así suponían el trabajo de dos días en la curtiduría. Ya en la orilla, el hombre escrutó nervioso a uno y otro lado. No había luna y la oscuridad era casi completa.
– ¿Sabes remar? -le preguntó, descubriendo un destartalado y minúsculo bote escondido en la orilla.
– No -reconoció el morisco-, pero puedo…
– Da igual. Sube -le ordenó con la chalupa ya en el agua-. Remaré yo. Tú ocúpate de achicar el agua.
¿Achicar el agua? Hernando dudó en el momento en que iba a saltar al bote.
– Sube con cuidado -le advirtió el tratante esto no aguantara muchos meneos.
– Yo…
¡No sabía nadar!
– ¿Qué esperabas? ¿Una galera de Su Majestad?
El muchacho miró las negras aguas del Guadalquivir. Discurrían con calma.
– ¿Adónde vamos? -preguntó todavía en la orilla.
– ¡Virgen santa! A Sevilla, si te parece. Allí haremos una parada y continuaremos hasta Berbería para visitar un lupanar al que acostumbro a ir todos los domingos. ¡Calla y haz lo que te digo!
Realmente parecían tranquilas las aguas del Guadalquivir, trató de convencerse Hernando mientras subía al bote. En cuanto pisó el fondo, el agua le empapó los zapatos.
– ¿Cuántas mujeres hay en ese lupanar del que hablas? -ironizó, una vez sentado sobre lo que en sus días debía de haber sido uno de los dos bancos con los que contaba la chalupa. El tratante ya bogaba en dirección a la orilla contraria.
– Las suficientes para los dos -rió el hombre-. Achica. Encontrarás un cazo a tu derecha. -Hernando tanteó y empezó a achicar el agua tan pronto como encontró el cazo. El hombre bogó con cuidado, procurando introducir las palas de los remos sin que chapoteasen, con la mirada fija en el puente romano y en los vigilantes que montaban guardia en él-. Dicen que en los lupanares hay mujeres de todas las razas y lugares -comentó sin embargo en voz baja-: muchas de ellas cautivas cristianas. Bellísimas y expertas en el arte del amor…
Fantaseando con las mujeres de aquel imaginario burdel arribaron a la orilla contraria, donde al momento fueron abordados por otro hombre del que Hernando, en la oscuridad, ni siquiera logró distinguir sus rasgos. Fueron sólo unos instantes, en silencio, los imprescindibles para que tratante y desconocido intercambiaran una bolsa de dineros y cargasen una barrica en la chalupa. Se despidieron con un siseo y el bote se hundió peligrosamente cuando el tratante, después de girarlo, se encaramó a él.
– Ahora sí que tendrás que achicar de verdad -le anunció-. Si no lo haces… ¿Sabes nadar?
No hablaron durante la mitad del tornaviaje. Hernando notó cómo el agua se colaba con mucha más presión. ¡El cazo era insuficiente! Sintió que se le encogía el estómago, más aún a medida que percibía que el hombre remaba más deprisa, sin precaución alguna, esforzándose, una bogada que era cada vez más corta a causa del agua y el peso.
– ¡Achica! -Llegó a gritarle el tratante.
– ¡Rema! -le apremió él.
Llegaron a la ribera de la que habían partido. Hernando estaba empapado y la chalupa inundada, haciendo agua por todas sus secas y carcomidas junturas.
El hombre le indicó que le ayudase con la barrica y la descargaron. Luego se afanaron en esconder el bote.
– Todavía le quedan muchos viajes -le dijo mientras tiraban de la chalupa-. La Virgen Cansada, así se llama -masculló después de dar un fuerte tirón.
– ¿La Virgen Cansada? -se interesó Hernando mientras veía cómo el agua caía de los costados de la barca y ésta se hacía menos pesada.
– Lo de la Virgen, para que Su Señora no esté enfadada si hay que encomendarse a ella; nunca se sabe. -El hombre jaló con fuerza hasta que logró trasladar la chalupa un par de pasos más-. Lo de cansada…, ya lo has visto, siempre vuelve renqueante -rió irguiéndose-. ¿Cómo te llamas? -añadió, mientras tapaba la barca con ramas. El muchacho contestó y el hombre se presentó como Juan-. Ahora tenemos…
– ¿Y mi dinero? -le interrumpió Hernando.
– Después. Esperaremos aquí hasta bien entrada la madrugada, hasta que se haya retirado la gente y podamos transportar la barrica sin problemas.
Esperaron hasta que se apagaron las voces en el Potro. Hernando, aterido, no dejaba de saltar y golpearse los costados. Juan le contó que se trataba de vino.
– Te vendría bien un buen trago -dijo al verlo temblar-, pero no podemos abrirla.
También le explicó que en Córdoba no se permitía la entrada de vino de otros lugares y que los impuestos eran muy altos. Con esa barrica, el posadero haría buen negocio… y también ellos.
– ¿Dos blancas? -se burló Hernando.
– ¿Te parece poco? No seas ambicioso, muchacho. Pareces listo y atrevido. Podrás ganar más si aprendes y te esfuerzas.
Cuando incluso la zona del Potro dormitaba, apareció el posadero. Juan y él se saludaron; eran los dos de la misma altura, uno delgado y el otro gordo. Taparon la barrica con un manto con el que trataron de disimular su forma, y se pusieron en marcha: el posadero abría la marcha y los otros dos transportaban el vino. Ya en la posada, en la calle del Potro, introdujeron la barrica en un sótano escondido. Una vez terminado el trabajo, Hernando corrió a calentarse junto a las brasas que languidecían en la chimenea de la planta baja y Juan le entregó sus dos monedas de vellón… y un vaso de vino.
– Te reconfortará -le animó ante la duda que se reflejó en su rostro.
Fue a beber, pero recordó las palabras de Fátima: «¡Debemos cumplir con nuestras obligaciones! ¡No seríamos nada sin nuestras leyes!».
– No, gracias -rehusó, e hizo ademán de devolverle el vaso.
– ¡Bebe, moro! -Gritó el posadero, que estaba recogiendo una de las mesas-. El vino es un regalo de Dios.
Hernando buscó la mirada de Juan, que le contestó enarcando las cejas.
– Este vino no es exactamente un regalo de vuestro Dios -replicó Hernando-, lo hemos traído…
– ¡Hereje! -El posadero dejó de fregar la mesa y se dirigió resoplando hacia él.
– Te dije que era atrevido, León -terció Juan; impidió que el hombre se acercara a Hernando, parándolo con la mano en su pecho-, aunque retiro lo de listo -añadió volviéndose hacia el muchacho.
– ¿Tanto te importa que beba? -preguntó entonces Hernando.
– En mi posada, sí -bramó el posadero, sin dejar de forcejear con Juan.
– En tal caso -afirmó, alzando el vaso en un brindis-, lo haré por ti.
«Y si os forzaran a beber el vino, pues bebedlo, no con voluntad de hacer vicio de él», recitó para sí al dar un largo trago.
Abandonó la posada al clarear el día; algunos cristianos salían de oír misa. Después de la primera, brindó varias veces más con Juan y León que, ya satisfecho, le ofreció los escasos restos de la cena de los huéspedes, que recalentaron sobre las brasas. Se dirigió directamente a la curtiduría, achispado, pero al tanto de una información que quizá pudiera serle de utilidad; al enterarse de que trabajaba en la curtiduría de Vicente Segura, Juan y el posadero habían intercambiado risas y chanzas, a cuál más obscena, sobre la esposa del curtidor.
– Utiliza bien lo que sabes -le aconsejó Juan-. No seas tan impetuoso como lo has sido con León.
Tras doblar una de las revueltas de la calle Badanas, aligeró el paso. ¿Era…? Sí. Era Fátima. Esperaba algo más allá de la puerta de la curtiduría por la que accedían aprendices y oficiales.
– ¿Qué haces aquí? -Preguntó Hernando-. ¿Y Brahim? ¿Cómo te ha permitido…?
– Está trabajando -le interrumpió ella-. Tu madre no le contará nada. ¿Qué ha sucedido? -Inquirió la muchacha-. No has venido a dormir. Algunos de los hombres de la casa querían denunciarte ya al justicia, sin esperar a la segunda noche.
– Toma. -Hernando le entregó las dos monedas de vellón-. Esto es lo que he estado haciendo. Escóndelas. Son para nosotros.
¿Y por qué no?, se le ocurrió entonces. Quizá pudiera comprar a Brahim la libertad de Fátima. Si conseguía dinero…
– ¿Cómo las has obtenido? ¿Has bebido? -Fátima frunció el ceño.
– No. Sí. Bueno…
– Vas a llegar tarde, moro. -La seca advertencia la lanzó, de camino a la curtiduría, el oficial calvo y musculoso que repartía los pellejos.
¿Por qué tenía que andarse con cautelas?, pensó Hernando. ¡Se sentía capaz de todo! Además, quizá no tuviera otra oportunidad como aquélla: a solas con el oficial del que sus compañeros de contrabando aseguraban que se entendía con la mujer del maestro curtidor.
– Estoy hablando con mi esposa -le soltó, arrogante, cuando el oficial ya se alejaba.
El hombre se detuvo en seco y se volvió. Fátima se encogió y se pegó a la pared.
– ¿Y? ¿Acaso eso te permite llegar tarde? -bramó.
– Hay quien pierde más tiempo de trabajo visitando a la esposa del maestro en cuanto éste se ausenta de la curtiduría. -La turbación que se reflejó en el rostro del oficial le confirmó las bromas de sus compañeros de noche. El hombre gesticuló sin decir nada. Luego titubeó.
– Apuestas muy fuerte, muchacho -acertó a decir.
– Yo, y muchos como yo, ¡un pueblo entero!, apostamos un día, mucho más fuerte… y perdimos. Poco me importa hoy el resultado de la partida.
– Y ella -añadió el otro, señalando a Fátima-, ¿tampoco te importa?
– Nos protegemos el uno al otro. -Hernando acercó la mano al rostro de una Fátima asombrada y le acarició la mejilla-. Si a mí me sucediese algo, el curtidor llegaría a saber… -Hernando y el oficial se tentaron con la mirada-. Pero bueno, pudiera ser que no fueran más que habladurías a las que no haya que prestar mayor atención, ¿no? ¿Para qué poner en duda el honor de un maestro de prestigio en Córdoba y la honra de su esposa?
El hombre pensó durante unos instantes: honor y honra, los bienes más preciados de cualquier buen español. ¡Cuántos perdían su vida por un simple lance de honor! Y el maestro…
– Serán habladurías -cedió al fin-. Apresúrate. No conviene que llegues tarde.
El oficial hizo ademán de reemprender el camino pero Hernando le llamó la atención:
– ¡Eh! -El hombre se detuvo-. ¿Y vuestra cortesía? ¿No os despedís de mi esposa?
El oficial dudó con la ira marcada en su rostro, pero volvió a ceder.
– Señora… -masculló, atravesando a Fátima con la mirada.
– ¿A qué humillarle tanto? -le reprobó ella una vez que el hombre desapareció tras la puerta de la curtiduría.
Hernando buscó sus ojos negros.
– Los pondré a todos a tus pies -prometió e, inmediatamente, llevó un dedo a los labios de la muchacha para acallar sus quejas.
Poco le costó a Hernando comprender la esencia de Córdoba, más allá de iglesias y sacerdotes, misas, procesiones, rosarios o beatas y cofrades pidiendo limosna por las calles. Efectivamente, los piadosos cordobeses cumplían con sus obligaciones religiosas y asumían con generosidad la dotación de mujeres humildes, hospitales o conventos, así como la manda de legados píos en sus testamentos o el rescate de cautivos en manos de los berberiscos. Pero una vez cumplidos con la Iglesia, sus intereses y su forma de vida se distanciaban de los preceptos religiosos que deberían inspirarlos. Pese a los esfuerzos del Concilio de Trento, el cura que no disfrutaba de una barragana en su casa, disponía de una esclava. No se consideraba pecado preñar a una esclava. Era, según oyó, como echar el caballo a una burra para que pariese una mula; a fin de cuentas, argüían, el vástago heredaba la condición de la madre y nacía esclavo.
Los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas por impedir que los confesores exigieran favores sexuales a las mujeres culminaron con la obligación de separar a confesor y penitente mediante una celosía en los confesionarios. Pero las autoridades tampoco eran buen ejemplo de castidad y recato. Las riquezas y prebendas que conllevaban sus cargos eran ansiadas por los segundones de las familias nobles, y el mismísimo deán de la catedral, don Juan Fernández de Córdoba, de insigne linaje, llegó a perder la cuenta de los hijos que dejó esparcidos por la ciudad.
La sociedad civil no era diferente. Tras la pureza que debía regir la vida matrimonial parecía esconderse un mundo de libertinaje, y los escándalos se sucedían una y otra vez con cruentas consecuencias para quienes eran descubiertos en el adulterio. Las monjas, enclaustradas la mayoría de las veces por sus padres y hermanos por simples motivos económicos -resultaba menos gravoso al patrimonio familiar entregar a una hija a la Iglesia que dotarla para un esposo de su condición-, y, por tanto, sin vocación religiosa alguna, competían con los clérigos en dejarse seducir por los galanteadores, que aceptaban el reto de obtener tan preciado trofeo como uno de los mayores éxitos de los que jactarse.
Para Hernando y los demás moriscos que, como él, llegaron a fecundar las piedras del reino de Granada a golpes de azada, la sociedad cordobesa se les mostraba perezosa y degenerada: ¡el trabajo estaba mal considerado! Los trabajadores tenían vedado el acceso a los cargos públicos. Los artesanos trabajaban lo mínimo imprescindible para su sustento y un ejército de hidalgos, el escalón más bajo de la nobleza, generalmente sin recursos, prefería morir de hambre antes que humillarse procurándoselos mediante el trabajo. ¡Su honor, ese exacerbado sentido del honor que imbuía a todos los cristianos cualquiera que fuese su condición y su clase social, se lo impedía!
Lo comprobó pocos días antes de la celebración de la victoria de Lepanto. Podía haber pedido excusas, como trató de hacer en un primer momento; dar media vuelta y dejar zanjado el asunto, pero algo en su interior le empujó a no hacerlo. Un atardecer andaba distraído por la estrecha calle de Armas, cerca de la ermita de la Consolación, allí donde se encontraba la casa de expósitos con su torno para abandonar a los hijos no deseados, cuando un joven hidalgo de actitud altiva, capa negra, espada al cinto y gorra adornada con pasamanería, que venía en sentido contrario dio un traspiés a su altura y estuvo a punto de caer. Hernando no pudo impedir que se le escapase una sonrisa mientras trataba de ayudarle. Lejos de agradecérselo, el joven se soltó de su mano con un aspaviento y se encaró con él.
– ¿De qué te ríes? -gruñó el hidalgo recomponiéndose.
– Disculpad…
– ¿Qué miras? -El joven hizo ademán de llevar la mano a la espada.
¿Que qué miraba? Después del traspié, el hidalgo trataba de recomponer el relleno de serrín con el que pretendía dar empaque a sus calzas. ¡Imbécil engreído! ¿Y si le daba una lección a aquel petimetre?
– Me preguntaba…, ¿cómo os llamáis? -tartamudeó deliberadamente, bajando la vista al suelo.
– ¿Quién eres tú, estúpido apestoso, para interesarte por mi nombre?
– Es que… -Hernando pensaba a toda prisa. ¡Presuntuoso! ¿Cómo podría darle esa lección? Los puntiagudos zapatos de terciopelo en los que tenía fija la mirada le indicaron que aquel hidalgo debía de tener algo de dinero. Observó las calzas acuchilladas y los bajos de su capa semicircular, remendados con esmero por alguna criada-. Es que…
– ¡Habla ya!
– Me parece… creo… Sospecho que la otra noche, en un mesón de la Corredera, oí hablar de vos…
Dejó flotar las palabras en el aire.
– ¡Continúa!
– No me gustaría equivocarme, excelencia. Lo que escuché… No puedo. Disculpad mi atrevimiento, pero insisto en saber cómo os llamáis.
El joven pensó durante unos instantes. Hernando también: ¿en qué lío se estaba metiendo?
– Don Nicolás Ramírez de Barros -alardeó con solemnidad-, hidalgo por linaje.
– Sí, sí -confirmó Hernando-. Hablaban de vuestra excelencia: don Nicolás Ramírez. Recuerdo…
– ¿Qué decían?
– Eran dos hombres. -Se interrumpió un momento, e iba a seguir cuando el hidalgo se le adelantó:
– ¿Quiénes eran?
– Eran dos hombres… bien vestidos. Hablaban de vuestra excelencia. ¡Seguro! Lo escuché. -Simuló no atreverse a continuar. ¿Qué contarle? Ya no podía echarse atrás.
– ¿Qué decían?
¿Qué podían decir?, se preguntó. ¡Hidalgo por linaje! De eso se había jactado el petimetre.
– Que vuestro linaje no era limpio -soltó sin darle más vueltas.
El joven crispó la mano sobre la empuñadura de su espada. Hernando se atrevió a mirar su rostro: congestionado, colérico.
– ¡Por Santiago, patrón de España -masculló-, que mi sangre es limpia hasta los romanos! ¡Quinto Varus dio origen a mi apellido! Dime: ¿quién ha osado sostener tal afrenta?
Notó el aliento a cebolla de don Nicolás en su rostro.
– No…, no lo sé -tartamudeó, en esta ocasión sin necesidad de simular. ¿No se habría excedido? El joven temblaba de ira-. No los conozco. Como comprenderá vuestra excelencia, no me trato con tales personajes.
– ¿Los reconocerías? -¿Cómo reconocer a dos hombres que acababa de inventarse? Podía contestarle que en la noche no los vio con suficiente claridad-. ¿Los reconocerías? -insistió el hidalgo, zarandeándole con violencia por los hombros.
– Por supuesto -afirmó Hernando, y se separó de él.
– ¡Acompáñame a la Corredera!
– No.
Don Nicolás dio un respingo.
– ¿Cómo que no? -El hidalgo dio un paso hacia él y Hernando reculó.
– No puedo. Me esperan en la… -¿Cuál era el gremio más alejado de la zona del Potro? Aquel en el que no le encontrara después si le buscaba-. Me esperan en la ollería. Vuestros problemas no me incumben. Lo único que me interesa es mantener a mi familia. Si no acudo a trabajar, el maestro no me pagará. Tengo esposa e hijos a los que trato de educar en la doctrina cristiana… -¡Ahí estaba!, se felicitó al ver al hidalgo rebuscar con torpeza en sus calzas hasta encontrar una bolsa. ¡Por Fátima!, pensó Hernando-. Uno de ellos está enfermo y me parece que otro…
– ¡Calla! ¿Cuánto te paga tu maestro? -preguntó, tanteando las monedas en el interior de la bolsa.
– Cuatro reales -mintió.
– Toma dos -le ofreció.
– No puedo. Mis hijos…
– Tres.
– Lo siento, excelencia.
El hidalgo puso en su mano una moneda de cuatro reales.
– ¡Vamos! -ordenó.
Para llegar de la ermita de la Consolación, donde estaba el torno para los expósitos, hasta la Corredera sólo había que cruzar la plaza de las Cañas; unos escasos pasos que el hidalgo anduvo tieso y con vigor, la mano en la empuñadura de la espada, renegando, clamando venganza contra aquellos que se habían permitido mancillar su apellido. Hernando lo hizo por delante, empujado por don Nicolás de tanto en tanto. ¿Y ahora?, pensaba, ¿cómo escapar de aquella trampa que él mismo se había tendido? Pero apretó la moneda en su mano. ¡Cuatro reales! ¡Todo dinero era bueno para comprar la libertad de Fátima!
– ¿Y si no estuviesen esta tarde? -planteó en una de las ocasiones en que el hidalgo le azuzó por la espalda.
– Reza para que no sea así -se limitó a contestar don Nicolás.
Accedieron a la gran plaza cordobesa por su testero sur. Hernando trató de acostumbrar la vista al gran espacio. En la plaza se contaban tres mesones: el de la Romana, allí por donde habían accedido, y otros dos a su derecha, en el testero este, junto a la calle del Toril, el de los Leones y el del Carbón, situados cerca del hospital de Nuestra Señora de los Ángeles. Todavía había suficiente luz natural. La gente entraba y salía de los mesones y la gran plaza hervía.
– ¿Y bien? -inquirió el hidalgo.
Hernando resopló. ¿Y si echaba a correr? Como si hubiera imaginado sus intenciones, don Nicolás lo agarró del brazo y lo arrastró al mesón de la Romana. Accedieron al establecimiento empujando sin contemplaciones a un parroquiano que estaba en la puerta. Desde allí mismo, el hidalgo le zarandeó exigiéndole una respuesta.
– No. Aquí no están -afirmó el muchacho después de que algunos clientes callasen y sostuviesen su mirada cuando Hernando paseó la suya por el interior del mesón.
Lo mismo alegó en el de los Leones. ¡Podían no estar!, pensó en el momento de entrar en el mesón del Carbón. ¿Por qué tenían que estar? Pero entonces, sus cuatro reales… ¿Qué decisión tomaría el hidalgo? Nunca dejaría que las cosas quedasen así. ¡Su honor! ¡Su apellido! Le obligaría a esperar toda la noche y después… ¡Le había pagado lo que él creía el salario por trabajar durante un mes!
Una fuerte carcajada interrumpió sus reflexiones. En una de las mesas, un hombre barbudo, ataviado con las coloridas vestimentas de un soldado de los tercios, alzaba un vaso de vino y fanfarroneaba a gritos frente a dos hombres que le acompañaban. Era evidente que estaba bebido.
– Aquél -señaló, presto a escapar tan pronto como don Nicolás se despistase.
Pero el hidalgo ejerció aún más presión sobre su brazo, como si se preparase para la pelea.
– ¡Vos! -gritó don Nicolás desde la puerta.
Las conversaciones cesaron de repente. Unas risas se cortaron en seco. Un par de clientes, los más cercanos, se levantaron a toda prisa de su mesa y se apartaron tropezando con las sillas. Hernando notó que le temblaban las piernas.
– ¿Cómo habéis osado mancillar el apellido de los Varus? -volvió a gritar el hidalgo.
El hombre se levantó con torpeza y trató de trasegar el resto del vino, que le chorreó por la barba. Echó mano a la empuñadura damasquinada de su espada.
– ¿Quién sois vos, señor, para levantarme la voz? -rugió-. ¡A un alférez del tercio de Sicilia, hidalgo vizcaíno! -Hernando se encogió nada más escuchar aquellas palabras. ¡Otro hidalgo!-. Si es cierto vuestro linaje, cosa que dudo, no lo merecéis.
– ¿Dudáis de mi linaje? -gritó don Nicolás.
– Os lo dije -trató de susurrarle entonces Hernando-. Eso es lo que oí, que lo dudaba… -Pero don Nicolás no le prestó atención; de repente Hernando se vio libre de la presión sobre su brazo.
– ¡Vos mismo mancilláis vuestro apellido! -bramó el alférez.
– ¡Exijo una reparación! -chilló a su vez don Nicolás.
– ¡La tendréis!
Ambos hidalgos desenvainaron sus espadas. La gente que todavía quedaba en las mesas se levantó para dejar el espacio franco y los dos caballeros se encararon.
Hernando permaneció unos instantes atónito. ¡Se iban a batir en duelo! Abrió la mano sudorosa, y observó la moneda de cuatro reales. La lanzó un par de veces al aire, recogiéndola en la palma, y abandonó el mesón. ¡Imbéciles!, pensó al escuchar el chasquido metálico del primer choque entre los aceros.
Volvió a la calle de Mucho Trigo con una sensación extraña, diferente a la que hubiera debido proporcionarle aquella victoria por la que tantos riesgos había corrido: dos nobles se estaban jugando la vida sin que ninguno de ellos se hubiera ni siquiera preocupado de lo que pretendía su enemigo. ¡Y todo por una simple palabra malentendida! En el camino, cuando ya había anochecido, se topó con una procesión de ciegos que andaban en hilera, atados unos a otros, y rezaban el rosario pidiendo limosna, como hacían tres noches por semana mientras recorrían las calles de Córdoba desde el hospital de Ciegos en la calle Alfaros. Un hombre que rezaba y cuidaba de las velas de una imagen de la Virgen en la fachada de un edificio dejó caer una moneda en el cazo que movía rítmicamente el primero de los ciegos; Hernando se apartó de su camino y apretó su moneda de cuatro reales. ¡Cristianos!
Había conseguido bastante dinero desde que conoció los escarceos entre el oficial de la curtiduría y la esposa del maestro. Lo pensó durante varias noches: sabía escribir y sumar, y seguro que aquellos conocimientos podían proporcionarle una labor mejor remunerada y lejos del estiércol, trabajo por el que cobraba menos que un criado, pero optó por no hacerlo. Su cometido en el pozo del estiércol, que se hallaba alejado y escondido a los demás operarios de la curtiduría que tampoco se acercaban al lugar, le proporcionaba una libertad, consentida y encubierta por el oficial, de la que no habría podido gozar en otro puesto.
Desde entonces, las expediciones a la otra orilla del Guadalquivir en La Virgen Cansada, que aguantaba con tenacidad un viaje tras otro, se repitieron en numerosas ocasiones. Hernando y Juan trabaron amistad y sus conversaciones nocturnas sobre las mujeres del burdel berberisco, más allá de la parada de Sevilla, se desarrollaban entre chanzas y bromas.
– ¡Cómo vas a montar a tres mujeres al tiempo si eres incapaz de bogar con fuerza! -le azuzaba Hernando, achicando sin cesar, cuando La Virgen se cansaba y se anegaba del agua del Guadalquivir en los tornaviajes.
Pero aquella amistad también le proporcionaba algo más que el par de blancas que el tratante de mulas le pagó en la primera ocasión: Hernando participaba en los beneficios del contrabando de vino. El Potro y su ambiente -poblado de aventureros, bribones y sinvergüenzas- llegaron a convertirse en su verdadero hogar. Continuaba trabajando en la curtiduría; necesitaba la respetabilidad que le concedía aquel puesto de trabajo ante el justicia o el sacerdote de San Nicolás cuando los visitaban para controlar que se convertían en buenos cristianos, pero su vida estaba en el Potro.
Mientras los muchachos de los barrios de San Lorenzo o de Santa María le transportaban los pellejos desde el matadero, Hernando acudía a la Calahorra a trapichear con Juan y los demás tratantes. Sonreía siempre que recordaba cómo había logrado deshacerse de tan ingrata tarea. En sus primeros viajes, al rodear la muralla, vio cómo los chicos de los diferentes barrios se peleaban a pedradas en el camino de ronda y sus alrededores. Aquellas refriegas habían llegado a ocasionar algún muerto y bastantes heridos entre los despistados que transitaban por la zona, por lo que el cabildo municipal decidió prohibirlas, pero los chavales no hacían caso a las ordenanzas y las pedreas se sucedían. La primera vez que Hernando se vio envuelto en una de ellas, entre decenas de muchachos apedreándose, se protegió con los pellejos hasta que decayó la lucha. Otros días los vio entrenarse para la siguiente pedrea. ¿Quién podía ganar a un alpujarreño lanzando piedras?, pensó entonces. Una blanca fue la apuesta. Puntería a un palo: si perdían ellos, le llevaban los pellejos hasta la curtiduría; si ganaban, cobraban la blanca. Perdió algunas monedas, pero ganó la mayoría de las apuestas y mientras los mozalbetes cumplían su parte del trato, él acudía al campo de la Verdad donde simulaba recoger estiércol arrastrándose por debajo de las mulas. Entonces, algún tratante de caballos señalaba al morisco sucio y maloliente, le agarraba del cabello y le montaba en un palafrén para convencer al comprador de que el caballo era manso y no tenía vicio alguno, y Hernando caía encima de la montura como un saco, aparentemente atemorizado, como si jamás hubiera montado, mientras el tratante cantaba las excelencias de un animal capaz de soportar a un jinete inexperto. Si el trato se cerraba, Hernando recibía su dinero.
Una noche ayudó a un caballero a trepar la tapia del convento de monjas de Santa Cruz, esperando al otro lado para lanzarle la soga de vuelta mientras en la oscuridad percibía las risillas de la pareja primero y los jadeos apasionados después. Pero no todas sus correrías finalizaron con éxito. En una ocasión se unió a un grupo de mendigos forasteros que no tenían permiso para limosnear en Córdoba. La mendicidad estaba perfectamente regulada en Córdoba y sólo podían practicarla aquellos que contaban con la autorización del párroco. Una vez que acreditaban haber confesado y comulgado, se les entregaba una cédula especial que se colgaban al cuello y que les permitía pedir limosna dentro de los límites de su parroquia. Uno de aquellos mendigos clandestinos tenía la rara habilidad de contener la respiración hasta simular estar muerto: su semblante adoptaba un color mortecino que convencía a cuantos le miraban. Eligieron la plaza de la Paja, allí donde se vendía la paja de escaña para los jergones, y el mendigo se dejó morir causando un gran revuelo entre los parroquianos. Hernando y otros compinches se acercaron al cadáver, llorándolo y pidiendo limosna para darle cristiano entierro, a lo que la gente, conmovida, respondió con generosidad. Pero resultó que un sacerdote, que se hallaba de paso en Córdoba, había presenciado el mismo ardid en Toledo, por lo que se acercó al muerto y ante la indignación de la apenada concurrencia, la emprendió a puntapiés con el mendigo. A la tercera patada en los riñones, el muerto revivió, y Hernando y sus cómplices sufrieron para escapar de las iras de los embaucados.
También trabajaba para los coimeros, los dueños de los garitos ilegales donde se jugaba a naipes o a dados. Conoció a un chaval unos años mayor que él, Palomero le llamaban, que se dedicaba a captar a los potenciales clientes. Palomero tenía un sentido especial para saber qué forastero andaba a la búsqueda de una casa de tablaje en la que apostar sus dineros y, en cuanto lo veía, corría a por él para aconsejarle e insistirle en que fuera a la de Mariscal, que era quien le pagaba. Hernando le ayudaba a menudo, sobre todo impidiendo que los demás captadores de clientes que se movían por la plaza del Potro llegaran al jugador que Palomero había descubierto. Les zancadilleaba, les empujaba o utilizaba cualquier treta para conseguirlo.
– ¡Al ladrón!-se le ocurrió gritar una noche ante un joven al que no pudo retener y que se dirigía ya al jugador con el que negociaba Palomero.
De algún lugar apareció un alguacil que se lanzó encima del joven, pero eso tampoco le sirvió de nada a Palomero, puesto que el jugador desapareció entre el barullo.
Como tenía que suceder, fueron muchas las reyertas en las que se vio envuelto y muchos los golpes que recibió en ellas, lo que le granjeó una sincera amistad por parte de Palomero, y algunos dineros más de los que habían pactado. Charlaban, reían y compartían comida, y Hernando nunca dejaba de sorprenderse ante las constantes muecas que Palomero conseguía hacer con su cara.
– ¿Ahora? -preguntaba a Hernando.
– No.
– ¿Y ahora? -insistía al cabo de unos instantes.
– Tampoco.
Palomero decía haber descubierto la trampa con la que Mariscal acostumbraba a desplumar, ya no a los «blancos», los ingenuos que acudían a su casa de tablaje, sino a los propios fulleros o tahúres por expertos que pudieran ser.
– Es capaz de mover el lóbulo de la oreja derecha al tiempo que permanece impertérrito -le confesó maravillado-. No se le mueve ni un solo músculo más del rostro, ¡ni siquiera el resto de la oreja! Juega a medias con un cómplice, que en cuanto reconoce la señal, sabe qué cartas lleva Mariscal y apuesta. ¿Ahora?
Hernando estalló en carcajadas ante el rostro contraído de su amigo.
– No. Lo siento.
En general, exceptuando algunos fracasos como el del falso muerto, las cosas le iban bien. Tanto, que ya había hablado con Juan para pagarle el primer plazo de una mula, no la que él hubiera deseado pero tampoco la que podría comprar con su capital: el tratante le hizo un buen precio. Pensaba trocarle a Brahim aquella mula por Fátima. No se negaría por más que odiase a Hernando. Hacía tiempo que no reclamaba a su segunda esposa. Fátima continuaba con su ayuno, para lo que tampoco tenía que hacer grandes esfuerzos dadas las carencias, por lo que no engordaba y se mantenía extremadamente delgada y lánguida, algo que no atraía a un Brahim siempre cansado debido al extenuante trabajo en los campos, al que no estaba acostumbrado. Aisha colaboraba en la tranquilidad de la muchacha y saciaba a su esposo cuando éste se veía capaz. Sin embargo, desde que la había salvado del toro en el callejón, los ojos negros de Fátima chispeaban día y noche. Hernando tuvo que convencerla de su plan.
– ¡Seguro que aceptará! -trató de animarla-. ¿No ves cómo se levanta al alba y cómo retorna a casa después de una jornada de trabajo en los campos? Está consumiéndose día a día. Brahim es hombre del camino; nunca ha sido agricultor, y menos por la miseria que le pagan. Necesita el espacio abierto. Te repudiará. No me cabe duda.
Y era cierto. Ni siquiera el ya notorio embarazo de Aisha logró trocar el alicaído espíritu del arriero, que venía ahora a confundirse con su natural mal humor e irascibilidad.
– Te odia a muerte -alegó Fátima, quien era consciente de que, en los últimos días, Brahim había vuelto a mirarla con ojos lascivos. Se cruzaba con ella en la casa, le impedía el paso y echaba las manos a sus senos. La muchacha optó, sin embargo, por no transmitir sus temores a un ilusionado Hernando. No era lo único que le ocultaba esos días, pensó con tristeza.
– Pero se quiere más a sí mismo -sentenció él-. Cuando yo estaba en el vientre de mi madre, me aceptó a cambio de una mula. ¿Por qué no iba a ser lo mismo ahora en peores circunstancias?
Con aquellos cuatro reales que acababa de obtener de don Nicolás, calculó justo al doblar el callejón que llevaba a la ruinosa casa en la que se hacinaban, podría entregarle a Juan el primer pago de la mula. Un joven apostado en la misma esquina le ordenó que guardara silencio. ¿Qué hacía allí aquel muchacho? Lo tenía visto en la casa; dormía con su familia en una de las habitaciones del piso superior… ¿Cómo se llamaba? Hernando se acercó a él, pero el joven se llevó un dedo a los labios y le indicó que continuara.
Desde la misma puerta, percibió un ambiente festivo impropio e inusual. Extrañado por el son de una canción morisca, cantada en susurros, cruzó el portal y se dirigió al patio interior del edificio, idéntico al de la mayoría de las casas cordobesas, que los cristianos convertían en vergeles plagados de todo tipo de aromáticas y coloridas flores alrededor de la sempiterna fuente. En las casas arrendadas por los moriscos, aquellos patios servían para todo menos para el ornato y la complacencia; allí se tendía, se lavaba, se trabajaba la seda, se cocinaba y hasta se dormía; no existía flor que resistiese aquel trajín. Todos los vecinos del inmueble se hallaban reunidos en el patio o en las habitaciones de la planta baja. Vio bastantes caras nuevas. Y también vio a Hamid. Algunos charlaban en susurros; otros, con los ojos cerrados, como si quisieran huir de aquella gran prisión cordobesa, tarareaban la canción que había escuchado al entrar. En una esquina del patio, quizá orientada hacia La Meca, un hombre rezaba. Al momento entendió el porqué de la vigilancia en la esquina del callejón: las reuniones de moriscos estaban prohibidas y más para rezar, pero…
– Si os descubrieran -recriminó a Hamid, que se dirigió a él nada más verlo-, no habría escapatoria. El callejón no tiene salida y los cristianos siempre accederían a la casa por…
– ¿Por qué te excluyes de la reunión, Ibn Hamid? -le interrumpió el alfaquí.
Hernando se quedó atónito. Hamid le había hablado con dureza.
– Yo…, no. Lo siento. Tienes razón. Quería decir si nos descubrieran. -Hamid asintió, aceptando la excusa-. ¿Qué…, qué se celebra? Corremos un riesgo importante. ¿Qué haces aquí?
– Mi amo me ha dado licencia por un rato. No podía perderme este día.
Hernando ni siquiera estaba al tanto del calendario cristiano, menos por lo tanto del musulmán. ¿Sería alguna fiesta religiosa?
– Lo lamento, Hamid, pero no sé qué día es. ¿Qué celebramos? -insistió distraído, mirando a la gente. De repente vio a Fátima, el adorno de una mano de oro brillaba en su cuello. ¿Qué había sido de esa mano? ¿Dónde la mantenía escondía? Fátima volvió la vista hacia él, como si, en la distancia, se hubiera sentido observada. Hernando fue a sonreírle pero ella desvió la mirada y bajó la cabeza. ¿Qué sucedía? Buscó a Brahim y lo localizó cerca de Fátima. En el patio no podría abordar a la muchacha para preguntar por qué le rechazaba de aquella forma-. ¿Qué celebramos? -volvió a preguntar al alfaquí, en esta ocasión con un hilo de voz.
– Hoy hemos rescatado de la esclavitud a nuestro primer hermano en la fe -le contestó Hamid con solemnidad-. Aquél -añadió, señalándole a un hombre que mostraba la marca al fuego de una letra en su mejilla. Hernando dirigió su atención hacia el morisco, que junto a una mujer recibía la felicitación de los presentes. ¿Qué importancia podía tener un rescate para que Fátima…? ¿Qué era lo que sucedía?-. La que está a su lado es su esposa -prosiguió Hamid-. Se enteró de que él vivía como esclavo en la casa de un mercader de Córdoba y…
Hamid detuvo su explicación.
– ¿Y? -preguntó Hernando sin darle mayor importancia. ¿Qué le pasaba a Fátima? Intentó captar su atención de nuevo, pero era evidente que ella le rehuía.
– Acudió a la comunidad.
– Bien.
– A sus hermanos.
– Ajá -murmuró Hernando.
– Todos han contribuido aportando el coste del rescate. ¡Todos los moriscos de Córdoba! Incluso yo he dado algún dinero que logre obtener… -Hernando se volvió extrañado, interrogando a Hamid con la mirada-. Fátima -confesó entonces el alfaquí- ha sido una de las más generosas.
Hernando meneó la cabeza como si quisiera alejar las palabras que acababa de escuchar. La moneda de cuatro reales del hidalgo que todavía apretaba en el puño estuvo a punto de escapársele de entre los dedos, tal fue la debilidad que le asaltó. ¡Fátima! ¡Una de las que más había contribuido!
– Esos dineros… -balbuceó-, esos dineros eran para comprar su propia libertad y…
– ¿La tuya? -añadió Hamid.
– Sí -contestó con firmeza, reponiéndose-. La mía. ¡La nuestra!
Volvió a buscar a Fátima y en esta ocasión la encontró erguida al otro lado del patio. Ahora sí que ella le sostuvo la mirada, segura de que Hamid ya le había contado el destino que había dado a sus dineros. Fátima había explicado al alfaquí para qué atesoraban aquella cantidad, y le confesó que ella se veía incapaz de decírselo. Con una sensación extraña, Hernando la contempló: estaba orgullosa y satisfecha, el brillo de sus ojos competía con el fulgor titilante que las luces arrancaban a la joya de oro que adornaba su cuello.
– ¿Por qué? -le preguntó Hernando desde la distancia.
Fue Hamid quien le contestó:
– Porque te has alejado de tu pueblo, Ibn Hamid -le recriminó a su espalda. Hernando no se movió-. Mientras los demás nos organizamos, intentamos rezar en secreto y mantener vivas nuestras creencias, o ayudamos a aquellos de los nuestros que lo necesitan, tú te has dedicado a correr por Córdoba como un rufián. -Hamid esperó unos instantes. Hernando continuó quieto, hechizado por aquellos ojos negros almendrados-. Me duele ver a mi hijo en el último de los grados que rigen y gobiernan nuestro mundo: el de los baldíos.
Hamid percibió un ligero temblor en los hombros de Hernando.
– Tú me enseñaste -replicó éste, sin volverse- que por debajo hay otro: el último, el duodécimo, el de las mujeres. ¿Por eso Fátima ha tenido que renunciar a su libertad?
– Ella confía en la misericordia de Dios. Tú deberías hacer lo mismo. Vuelve con nosotros, con tu pueblo. Vuestra esclavitud, la tuya y la de Fátima, no es la de los hombres, que se puede comprar. Vuestra esclavitud es la de nuestras leyes, la de nuestras creencias, y ésa sólo Dios está llamado a proveerla. Cuando Fátima me entregó el dinero y me explicó para qué lo tenías, por qué luchabas por conseguirlo, le dije que confiara en Dios, que no perdiera la esperanza. Entonces me aseguró que con una sola frase lo entenderías… -Hernando volvió la cabeza hacia aquel que todo le había enseñado. La sabía. Sabía qué frase era aquélla, pero sólo al escucharla de nuevo la captó en todo su significado: en la historia que se escondía tras ella, en los padecimientos y las alegrías compartidas con Fátima. Hamid entrecerró los ojos antes de susurrarla-: Muerte es esperanza larga.
Repúdiame! ¡Mátame, si no! Fuérzame si eso es lo que deseas… Pero jamás volverás a obtener mi consentimiento. ¡Por Dios que moriré antes que entregarme de nuevo a ti!
Incluso en la penumbra de la habitación fue perceptible el temblor de ira con que Brahim acogió la negativa de Fátima a su acercamiento. Aisha, agazapada en una esquina, escuchó aquellas palabras, confundida entre el terror por la reacción de Brahim y el orgullo por la actitud de la muchacha; la joven pareja con su pequeño, tumbada sobre un jergón en el otro lado de la estancia, entrelazaron sus manos y contuvieron la respiración. Hernando no estaba. Brahim balbuceó algo ininteligible. Golpeó al aire con uno de sus puños en repetidas ocasiones, y continuó gruñendo e imprecando. Fátima permaneció en pie frente a él: temía que alguno de esos golpes le acertase en el rostro. Pero no fue así.
– Nunca serás una mujer libre… por más dinero que pueda conseguir el nazareno -sentenció Brahim-. ¿Lo entiendes, mujer? -Fátima no contestó, enfrentada a la furia de Brahim-. ¿Qué te has creído? ¡Soy tu esposo! -Por un instante Fátima creyó que iba a forzarla allí, delante de todos, pero Brahim miró a su alrededor y se contuvo-. No eres más que un montón de piel y huesos. ¡Nadie querría yacer contigo! -añadió con un gesto de desprecio antes de encaminarse hacia Aisha.
Las rodillas le cedieron y Fátima se dejó caer al suelo, sorprendida por haber aguantado el reto en pie. Transcurrió un largo rato antes de que se mitigaran los temblores y su respiración se normalizase. Lo había pensado una y mil veces, segura de que no tardaría en llegar el día en que, a pesar de su delgadez y su aspecto escasamente deseable, Brahim volvería a pretenderla. Y así había sucedido. El tiempo había ido jugando a su favor y la entrega de todos sus dineros para el rescate del primer morisco, algo que la comunidad juzgó como el primer signo de que, tras la derrota, continuaban siendo un pueblo unido por su fe, la convenció definitivamente. ¿Por qué, entonces, tenía que entregarse a un hombre al que aborrecía? ¿Acaso no acababa de renunciar a la posibilidad de su libertad, de sus ilusiones y de su futuro por los seguidores del Profeta? La comunidad se lo agradeció, a ella y a un Hernando que terminó cediendo. Después de escuchar las palabras de Hamid, éste la había mirado a través del patio una vez más; ella levantó los ojos al cielo y él siguió aquel camino con los suyos. Luego la perdonó con una simple mueca de aprobación. ¡Toda Córdoba sabía de su generosidad! Brahim preguntó por el origen del dinero y Hamid le contestó sin tapujos. Fátima se sentía segura; sabía que contaba con el apoyo de la comunidad… Y de eso también era consciente Brahim. Además, su pequeño Humam ya no estaba para convertirse en moneda de cambio por sus atenciones sexuales. También la muchacha pensó en ello: quizá…, quizá Dios y el Profeta habían decidido liberar al niño de lo que hubiera sido una terrible carga durante toda su vida. ¡Se lo debía a ella misma y a aquel hijo perdido! Y en cuanto a la posibilidad de que Brahim maltratase a Aisha, como hacía en las Alpujarras, ¿qué era un musulmán sin hijos? Musa y Aquil no habían vuelto a aparecer; nada sabían de ellos, aunque todos se mantenían al tanto por si los veían. Algunos moriscos acudieron al cabildo municipal quejándose de que aquellos hijos que les habían robado eran tratados como esclavos por las familias de acogida, pero los cristianos no les hacían caso, como tampoco se lo hacían a la pragmática real que impedía que los niños moriscos menores de once años fueran hechos esclavos. Córdoba, al igual que todos los reinos cristianos, rebosaba de niños, acogidos o esclavos, utilizados por sus amos como pequeños criados o trabajadores hasta que alcanzaban la edad de veinte años. Aisha estaba a salvo, concluyó Fátima: mientras estuviera embarazada y probablemente durante la lactancia del pequeño, Brahim no maltrataría, ya que eso pondría en peligro al nuevo hijo, tan deseado. Esa noche, mientras trataba de recuperar la calma, Brahim confirmó sus reflexiones y no se ensañó con su primera esposa como hacía en las Alpujarras. Entonces Fátima lloró en silencio, y lo hizo en la seguridad de que sólo un paso más allá de donde ella se había dejado caer, exangüe, Aisha también estaría llorando en secreto, consolándola sin palabras, tal y como las dos mujeres habían aprendido a comunicarse allá, en la sierra.
A esa misma hora Hernando cruzaba la puerta de una pequeña casa destartalada de la calle de los Moriscos, en el barrio de Santa Marina. Desde que Fátima había entregado sus dineros para el rescate del primer esclavo morisco y Hamid le llamó la atención, había cambiado de actitud. ¡Y se sentía mejor! ¿Por qué no confiar en Dios? Si Fátima y Hamid lo hacían… Además, ella le había prometido que Brahim no la tocaría, y la creyó, ¡Dios, si la creyó! «Antes me quitaré la vida», le había asegurado con firmeza. Enaltecido por la promesa, Hernando puso a disposición de sus hermanos de fe la facilidad con que se movía por Córdoba, sus muchos contactos, su inteligencia y su picardía. Y la comunidad lo recibió con afecto y agradecimiento. Unos sentimientos que Fátima también compartía, mucho más que en las ocasiones en que él le había entregado una moneda para comprar la mula con que pretendía trocarla: el dinero lo cogía y lo escondía, casi por obligación, insatisfecha, como si dudase de que aquél fuera el camino. ¡La había valorado en una simple mula vieja!, se lamentaba él ahora al verla sonreír, con los ojos negros inmensamente abiertos mientras escuchaba cuál era el último servicio que Hernando había prestado a algún hermano. Había mucho que hacer, le aseguró Hamid en la larga conversación que sostuvieron tras la fiesta del primer rescate.
Porque, pese a todo, Córdoba atraía a los moriscos. Era la ciudad califal, la que alcanzó la sublimación de la cultura y religión musulmanas en Occidente, y las condiciones de vida allí en poco se diferenciaban a las que los moriscos padecían en cualquier otra ciudad o pueblo español. En todos ellos la presión cristiana era sofocante; aún más, si eso es posible, en los pueblos pequeños, donde los moriscos sufrían de cerca el odio de los cristianos viejos. Y en todos sin excepción, eran explotados por las autoridades o los señores del lugar. Por eso, transcurridos ya dos años desde la deportación, un constante goteo de inmigrantes sin permiso iba llegando a Córdoba, atraídos por su pasado y por el auge que vivía la ciudad en aquellos tiempos.
Por orden real, los moriscos no podían ausentarse de sus lugares de residencia a menos que llevaran la correspondiente autorización expedida por las autoridades locales, en la que debía constar la descripción física detallada de la persona, adónde se dirigía, para qué y cuánto tiempo estaba autorizado a permanecer fuera del pueblo en el que estaba censado. Decenas de ellos conseguían la cédula con alguna excusa y llegaban a Córdoba pero, al vencimiento del plazo, se encontraban en la ciudad sin la cédula de la que debían disponer todos los moriscos residentes en Córdoba.
De acuerdo con Hamid y con dos ancianos del Albaicín granadino que habían asumido el control y el mando de la comunidad, Hernando se ocupaba de aquellos recién llegados. Una vez caducados sus permisos, se les planteaban dos posibilidades: contraer matrimonio con una morisca previamente censada en Córdoba o permitir su detención por las autoridades y cumplir una pena de tres o cuatro semanas en la cárcel. El cabildo municipal entendía que aquel flujo beneficiaba a la ciudad, ya que aportaba mano de obra barata y mayores rentas a los propietarios de casas, por lo que en ambos casos, ya fuera a través del matrimonio o del cumplimiento de la condena, se concedía la correspondiente cédula que acreditaba a quienes la poseían como vecinos de Córdoba.
Hernando sabía de todos los moriscos que se escondían en las casas de sus correligionarios cuando les había caducado el permiso que les permitía moverse libremente por la ciudad. Actuaba como casamentero, como esa noche en la que entraba en un pequeño edificio de la calle de los Moriscos con el fin de anunciar que había encontrado una esposa para un buen peraile de Mérida, cuyo oficio era muy demandado en Córdoba dentro del gremio de tejedores.
Pero no todos los indocumentados eran perailes, ni todas las moriscas cordobesas estaban dispuestas a contraer matrimonio, porque la mayoría terminaba en la cárcel y ahí era donde el muchacho tenía que actuar con mayor tiento.
La cárcel real no era más que un negocio arrendado a un alcaide en donde la única obligación de las autoridades era proveer de un local en el que recluir a los presos, con sus correspondientes grilletes y cadenas. Los presos debían comprar la comida o recibirla de fuera, siempre previo pago al alcaide; la cama se alquilaba según los baremos que había fijado el rey ante los abusos cometidos. Los precios variaban según durmieran una, dos o tres personas en el mismo catre. Quienes podían, pagaban. Los pobres e indigentes vivían en la cárcel de la caridad pública, pero esa caridad difícilmente alcanzaba a los sacrílegos cristianos nuevos que tantas atrocidades habían cometido durante el levantamiento.
Hernando tenía que controlar cuándo era más oportuno que fuera detenido uno de los moriscos según las disponibilidades de la cárcel; que el alcaide recibiera los dineros correspondientes y que la comunidad suministrara comida a los presos que se hallaban encarcelados. No había cesado en sus correrías nocturnas por la zona del Potro, pero ahora no buscaba dinero sino información. ¿Cuándo tenía previsto algún justicia registrar las casas de los moriscos que le correspondían? ¿Qué nuevas se producían en la cárcel? ¿Qué alguacil era el más adecuado para detener a algún morisco y dónde? ¿Quién disponía de esclavos moriscos y cuánto le habían costado? ¿Cuánto tardaría el cabildo municipal en conceder la vecindad a tal o cual persona? Cualquier información era buena y, si podía, dejaba correr algo del poco dinero que le proporcionaban los ancianos de la comunidad para comprar alguna que otra voluntad o para que un criado que bebía vino en un mesón le dijera el nombre y origen de aquel esclavo o esclava que vivía en su casa. Liberar a los esclavos capturados en la guerra de las Alpujarras se había convertido en el principal objetivo de la comunidad. Sin embargo, los cristianos que compraron a aquellos hombres o mujeres a bajo precio, mucho más baratos que si fueran negros, mulatos o blancos de cualquier otro origen, especulaban con el interés de los moriscos en sus correligionarios y aumentaban desmesuradamente el coste del rescate. Todo cordobés que tuviera esclavos moriscos se convirtió en un tratante a pequeña escala empeñado en obtener beneficios, sobre todo de los hombres, puesto que las mujeres pocas veces se ponían en venta, dado que los hijos de las esclavas heredaban la condición de la madre. Dejar preñada a una morisca implicaba, pues, un buen beneficio a un plazo bastante corto.
Dudó en seguir con los viajes en La Virgen Cansada. Juan le insistía en que continuara trabajando con él. ¿Qué mal podía hacerle conseguir unos buenos y fáciles dineros? «El que me acompaña ahora -se quejó, con un guiño de complicidad- no quiere hablar de las mujeres del burdel berberisco.» Incluso le ofreció mayores ganancias, pero un día, cuando se dirigía a la plaza del Salvador por la calle Marmolejos, por la que se obligaba a transitar, desechó cualquier posibilidad de continuar con sus salidas nocturnas en la chalupa. A lo largo de la calle Marmolejos, afirmados contra la fachada ciega del convento de San Pablo, había una serie de poyos o asientos corridos donde se exponían los cadáveres de aquellos que fallecían en el campo y que habían sido traídos a la ciudad por los hermanos de la Misericordia. Hernando acostumbraba a observar los cadáveres intentando entrever por sus ropas o por su tez, aunque tampoco ésta se diferenciara en exceso de la de los españoles, si se trataba o no de algún morisco. Si así se lo parecía, lo comunicaba a los ancianos para que investigasen en otras comunidades si alguien había perdido un pariente. Pero en los poyos no sólo se exponían cadáveres; servían para todo: en ellos se vendía el pan o los demás efectos decomisados, se ofrecían los trabajadores sin empleo, se sometía a escarnio público a comerciantes ilegales o estafadores, y sobre todo se derramaba el vino forastero. Ese día, en el poyo siguiente al del cadáver de una mujer que empezaba a descomponerse, un veedor y un alguacil se hallaban junto a una barrica de vino, rodeados de un enjambre de muchachos prestos a lanzarse al suelo a beberlo en el momento en que el veedor descargase el primer hachazo sobre ella. El vino decomisado, al contrario que otros productos, no se revendía. Hernando no pudo dejar de observar aquella barrica. La conocía bien. Había transportado muchas de ellas en La Virgen Cansada. Con el estómago encogido, dejó atrás el chasquido de la madera al resquebrajarse y la algarabía de la chiquillería al lanzarse sobre el vino. Esa noche no encontró a León en su posada del Potro.
– Lo detuvieron -le explicaría unos días después Juan, entre sus mulas, en el campo de la Verdad-. El veedor encontró el escondite de las barricas, aunque por la determinación con que se dirigió al lugar… Se diría que alguien había denunciado a León.
Plaza de la Corredera, primavera de 1573
El estiércol era una mercancía apreciada en la Córdoba de las huertas y los mil patios floridos. Hernando continuaba trabajando en la curtiduría por los dos míseros reales al mes que le pagaban. Con ello lograba acreditar ante el justicia una ocupación estable que además le permitía, siempre encubierto por el oficial que jugaba al amor con la esposa del maestro, la movilidad necesaria para dedicarse a sus otros asuntos. Pero ese exceso de trabajo fue en detrimento de la recogida del estiércol necesario para apelambrar los pellejos, y pese a que el oficial le excusaba, la carencia de estiércol era ya insostenible.
Aquel primer domingo de marzo, al alba, quince toros bravos acompañados por algunas vacas, procedentes de las dehesas cordobesas, cruzaron al galope el puente romano de acceso a la ciudad. Tras ellos, azuzándolos, vaqueros a caballo armados con largas garrochas con las que los habían corrido desde el campo. En el extremo del puente, pese a la temprana hora, las festivas gentes de la ciudad de Córdoba esperaban a los toros. Desde allí, el encierro discurriría por la ribera del Guadalquivir hasta la calle Arhonas, luego subiría por ésta hasta la del Toril, junto a la plaza de la Corredera, donde los toros serían encerrados hasta la tarde. El día anterior el oficial se lo advirtió a Hernando:
– Necesitamos estiércol. Mañana habrá encierro y se correrán quince toros. Tanto en el recorrido de la manada como en las plazas cercanas a la Corredera, allí donde estén los caballos de los nobles, podrás encontrarlo.
– Los domingos no se debe trabajar.
– Es posible, pero si no trabajas mañana, ten por seguro que tampoco lo harás el lunes. El maestro ya me ha llamado la atención. Sí -añadió con rapidez ante la expresión amenazante que adoptó el rostro de Hernando-, yo tampoco lo haré si tú… Bueno, ¡tú mismo! Si eso es lo que quieres, perderemos los dos el trabajo.
– Los criados de los nobles no me dejarán.
– Los conozco. Yo estaré allí. Te permitirán recoger el estiércol. Primero recoge el del encierro.
Y allí estaba Hernando, plantado en el extremo del puente romano, mezclado entre la gente con un gran capazo de esparto en sus manos, tras una talanquera construida por el cabildo para obligar a los toros a que girasen y continuasen su carrera por la ribera del río, en cuyo margen se amontonaban los vecinos que, en caso de apuro, sólo podrían lanzarse al agua. En la embocadura de la calle Arhonas, en la ribera, se había dispuesto otra empalizada para que los toros tomaran por dicha calle. A partir de allí, las confluencias con las demás calles de la Ajerquía por las que discurriría el encierro también se encontraban protegidas con grandes maderos hasta la calle del Toril, donde se montó un cercado con una única salida: la plaza de la Corredera.
Hernando notó el nerviosismo de la gente ante el rumor de toros y vaqueros en el campo de la Verdad.
– ¡Ya llegan! ¡Ya vienen! -se oía gritar.
El estruendo de los animales al cruzar el antiguo puente de piedra se confundió con los chillidos. Algunos hombres saltaron las vallas y empezaron a correr delante de la manada; otros prepararon dardos para lanzar contra los toros o viejas capas con las que distraerlos de su carrera. Hernando vio cómo los morlacos le pasaban por delante, detrás de las vacas: bramaban, galopando a ciegas, en grupo, por delante de los vaqueros. El giro del puente a la ribera era brusco y en pendiente debido al desnivel existente entre el puente Y la orilla, por lo que varios toros chocaron contra la valla de madera. Uno de ellos cayó y resbaló por el suelo mientras era pisoteado por los que le seguían; un joven trató de echarle una capa por delante, pero el toro, con una agilidad asombrosa, saltó desde el suelo y le corneó en el muslo, alzándolo por encima de su testuz. Hernando alcanzó a ver cómo otros dos hombres que corrían por delante también eran corneados, pero cuando los toros se revolvieron para ensañarse en ellos, se encontraron con las garrochas de los vaqueros clavadas en sus costados, forzándoles a continuar el recorrido.
Fueron tan sólo unos instantes de gritos, carreras, polvo y un ruido atronador hasta que toros, gente y caballos desaparecieron por la esquina de la calle Arhonas. Hernando olvidó el estiércol que debía recoger y permaneció absorto en la gente que quedaba tras el paso de la manada: el joven de la capa sangraba sin cesar por la entrepierna, agarrado a una muchacha a su lado que gritaba desesperada; hombres, mujeres y niños que intentaban salir del río a cuyas aguas habían saltado al paso de los toros y una sucesión de heridos, unos en pie, cojeando o doliéndose, y otros tendidos a lo largo de la ribera del Guadalquivir. Cuando quiso darse cuenta, varias ancianas y niños se habían lanzado ya a recoger el estiércol pisoteado a lo largo del camino. Miró su capazo vacío y negó con la cabeza. Allí no iba a conseguir ni una bosta. Traspasó la valla y se acercó al joven herido, ya rodeado por un nutrido grupo de mujeres, por si pudiera ayudar en algo.
– ¡Lárgate! ¡Moro! -le espetó una anciana vestida de negro.
– Ese joven morirá, si es que no lo ha hecho ya -terminó afirmando Hernando a Hamid después de la misa mayor, más allá del cementerio, en presencia de Fátima y una embarazada Aisha; Brahim, algo alejado, estaba de charla con otros moriscos.
– Sí. Muchos mueren…
– ¿Qué placer encuentran?
– La pelea, la lucha del hombre contra el animal -contestó Hamid. Hernando, con una mueca, abrió las manos en señal de incomprensión-. También lo hicimos nosotros -objetó el alfaquí-. En la corte de Granada fueron famosos los juegos de toros. Los Zegríes, Los Gazules, los Venegas, los Gómeles, los Azarques y muchos otros nobles más, se distinguieron a la hora de sortear y matar a los toros. Es más, ningún alfaquí musulmán osó nunca prohibir aquellas fiestas y, sin embargo, el Papa de Roma, bajo pena de excomunión, sí que las ha prohibido a los cristianos. El que muere en los juegos de toros lo hace en pecado mortal y los curas que presencien las fiestas pierden sus hábitos.
– Hernando recordó entonces al ejército de sacerdotes que salía de las casas de la Ribera una vez pasados los toros y corría entre los heridos del encierro procurando su salvación entre santos óleos y oraciones.
– En tal caso, ¿por qué los corren? ¿No son tan piadosos?
Hamid sonrió.
– España quiere toros. Los nobles quieren toros. El pueblo quiere toros. Debe de ser el único asunto, aparte del relativo al dinero, que enfrenta al cristianísimo rey Felipe con el papa Pío V.
Aquellos nobles musulmanes de los que hablaba Hamid no eran en Córdoba sino el patriciado de la ciudad: los Aguayos, los Hoces, los Bocanegras y, por supuesto, los correspondientes a la insigne casa de los Fernández de Córdoba y su rama, no menos ilustre, de Aguilar. ¡Córdoba era noble! Muchos eran los títulos y mercedes reales obtenidos por los cordobeses durante la conquista, y en las fiestas de toros los nobles de la ciudad, antes de enfrentarse a los animales, competían entre ellos en lujo y boato.
Después de comer y antes de que diera comienzo la fiesta, en los palacios de los nobles se exhibieron las cuadrillas de los señores, compuestas por sus servidumbres lujosamente vestidas con libreas del mismo color. Dentro de las cuadrillas, de treinta, cuarenta y hasta sesenta criados, dos de ellos ejercían la función de lacayos: eran aquellos que acompañarían al señor en el interior de la plaza. Las gentes de Córdoba se apostaron delante del palacio de los Fernández de Córdoba, en la cuesta del Bailio; delante del palacio del marqués del Carpio, en la calle Cabezas, o alrededor de tantos otros palacios y casas solariegas para contemplar y aplaudir la salida de los nobles a caballo, acompañados por sus extensas familias y escoltados por las cuadrillas de criados, que cargaban con comida, vino y sillones para sus señores.
La plaza de la Corredera había sido convenientemente preparada para correr los toros que saltarían, uno a uno, por la arcada y el pasillo que daba a la calle del Toril, en su testero este. En el testero norte, el más largo de la irregular plaza, se dispusieron vallas más allá de los soportales de madera de las casas que daban a ella cuyos balcones, engalanados para la ocasión con tapices y mantones, fueron arrendados por el cabildo a nobles y ricos mercaderes que rivalizaban en el lujo de sus vestiduras. Entre ellos, moviéndose con discreción, vulnerando la bula papal, había sacerdotes y miembros del cabildo catedralicio. En el frente sur, apoyadas en una pared blanca que el cabildo había ordenado construir para cerrar la plaza, se levantaron unas tribunas de madera en las que se hallaba el corregidor, como representante del rey y gobernador del coso, junto a otros nobles y caballeros. Alrededor del resto de la plaza, ya metidas en ella dada su amplitud, se instalaron talanqueras detrás de las cuales el público podía resguardarse de los toros.
Desde la plaza de las Cañas, por la que se desparramaron los criados con los caballos de repuesto de quienes iban a correr los toros y los de sus familiares, Hernando escuchó el griterío de la gente cuando los nobles a caballo, con los dos lacayos que debían ayudarles portando las lanzas, hicieron el paseíllo, todos ellos vestidos a lo morisco, con marlotas ajustadas que les proporcionaban libertad de movimientos, bonetes y capellares colgando de su hombro izquierdo, y armados con espadas; cada noble vestía los mismos colores que los de las libreas de sus cuadrillas y montaba a la jineta, a la morisca, con los estribos cortos. El oficial de la curtiduría cumplió su palabra y le esperó en la plaza de las Cañas. Por mediación suya, Hernando logró rebasar a los alguaciles que impedían que el pueblo se mezclase con los criados de los caballeros, cargado con su gran capazo de esparto. Sin embargo, no era el único que corría por allí para obtener estiércol.
Ocho caballeros se disponían a correr los toros esa tarde de marzo. Con gesto solemne, el corregidor entregó al alguacil de la plaza la llave del toril, en señal de que podía empezar la fiesta; cuatro de los caballeros abandonaron el coso mientras los otros cuatro tomaban posiciones en su interior. Los caballos piafaban, bufaban y sudaban. El silencio se hizo en la Corredera cuando el alguacil abrió el portalón de maderos con que cerraban la calle del Toril, antes de que estallaran los vítores ante la carrera de un gran toro zaino que, hostigado por los garrocheros, accedió a la plaza bramando. El toro corrió la plaza al galope tendido, derrotando contra los palenques a medida que la gente le llamaba a gritos, golpeaba los maderos o le lanzaba dardos. Tras el ímpetu inicial, el toro trotó, y más de un centenar de personas saltaron al coso y le citaron con capotes; los más atrevidos se acercaban a él, dándole un violento quiebro para esquivarle tan pronto como éste se revolvía contra ellos. Algunos no lo lograron y terminaron corneados, atropellados o volteados por los aires. Mientras el pueblo se divertía, los cuatro nobles permanecían en sus lugares, reteniendo a sus caballos, juzgando la bravura del animal y si ésta era la suficiente como para batirse con él.
En un momento determinado, don Diego López de Haro, caballero de la casa del Carpió, vestido de verde, gritó para citar al toro. Al instante, uno de los lacayos que le acompañaban corrió hacia la gente que importunaba al animal y los obligó a apartarse. El espacio entre toro y jinete se despejó y el noble volvió a gritar:
– ¡Toro!
El toro, enorme, se volvió hacia el caballero y los dos se observaron desde la distancia. La plaza, casi en silencio, estaba pendiente de la pronta acometida. Justo en aquel momento, el segundo lacayo se acercó a don Diego con una lanza de fresno, gruesa y corta, terminada en una afilada punta de hierro; a tres palmos de la punta se habían practicado en la madera unos cortes cubiertos de cera para facilitar que se rompiera en el embate contra el toro. Los tres caballeros restantes se acercaron con sigilo, para no distraer al toro, por si era menester su ayuda. El caballo del noble corcoveó por el nerviosismo hasta quedar de lado frente al toro; los silbidos y protestas recorrieron la plaza al instante: el encuentro debía ser de frente, cara a cara, sin ardides contrarios a las reglas de la caballería.
Pero don Diego no necesitó reprobaciones y ya espoleaba al caballo para que éste volviera a colocarse de frente al toro. El lacayo permanecía junto al estribo derecho de su señor con la lanza ya alzada, para que éste sólo tuviera que cogerla en cuanto el toro iniciase la embestida.
Don Diego volvió a citar al toro al tiempo que echaba a su espalda la capa verde que llevaba sujeta al hombro. El verde brillante que ondeaba en manos del jinete llamó la atención del morlaco.
– ¡Toro! ¡Eh! ¡Toro!
La embestida no se hizo esperar y una mancha zaina se abalanzó sobre caballo y jinete. En ese momento don Diego agarró con fuerza la lanza que sostenía su lacayo y apretó el codo contra su cuerpo. El lacayo escapó justo en el instante en que el toro llegaba al caballo. Don Diego acertó con la lanza en la cruz del animal y la hundió un par de palmos antes de que ésta se quebrase, deteniendo su brutal carrera. El chasquido de la madera fue la señal para que la plaza estallase en vítores, pero el toro, aun herido de muerte y sangrando a borbotones por la cruz, hizo ademán de embestir de nuevo al caballo. Sin embargo don Diego ya había desenvainado su pesada espada bastarda, con la que descargó un certero golpe en la testuz del animal, justo entre los cuernos, partiéndole el cráneo. El zaino se desplomó muerto.
Mientras el caballero galopaba por la plaza, palmeando a su caballo en el cuello, saludando y recibiendo los aplausos y los honores de su victoria, la gente se lanzó sobre el cadáver del animal, peleando entre sí por hacerse con el rabo, los testículos o cualquier parte que pudieran cortar antes de que continuase la fiesta. Se trataba de los «chindas», que después vendían aquellos despojos, principalmente el preciado rabo del toro, a los mesoneros de la Corredera.
A través de los gritos y los silencios, Hernando intentó imaginar el desarrollo de la fiesta desde la plaza de las Cañas, donde se encontraba; nunca había presenciado un juego de toros y lo más cerca que había estado de un toro fue cuando éste le saltara por encima mientras él protegía el cuerpo de Fátima. ¿Qué estaría sucediendo en la plaza? Con esa pregunta en la mente se peleaba por el estiércol con otros hombres que también lo pretendían. «Esta tarde no puedes fallar -le había advertido el oficial-. Por lo menos tienes que llenar el capazo. Nos servirá para la capa superior del pozo.» Sin embargo, tenía una ventaja sobre aquellos otros que luchaban con él por el estiércol: no temía a los caballos y se apercibió de esa circunstancia. Era diferente recoger el estiércol de una calle una vez ya habían pasado las caballerías que hacerlo en el momento en el que el animal acababa de estercolar. Los caballos estaban nerviosos junto a la plaza: sabían lo que sucedía; no era la primera vez que se enfrentaban a los toros, en la ciudad o en las dehesas, y se mostraban tremendamente inquietos, manoteando y relinchando. Sus competidores no estaban acostumbrados a tratar con los caballos de los nobles, de raza, coléricos algunos, nerviosos todos, y tan pronto Hernando veía que alguno de ellos estercolaba y que alguien corría en busca del excremento, él también lo hacía, bruscamente, espantando al caballo. Entonces sus contrincantes acostumbraban a apartarse, temerosos, de los amenazadores pies del animal y Hernando se lanzaba sobre el estiércol. Los criados de los nobles, que actuaban de palafreneros y que se turnaban entre la plaza de las Cañas o la Corredera según estuviese o no su señor, encontraron en aquella competición una forma de entretenimiento y le avisaban en el momento en que alguno de los caballos estercolaba.
En el instante en que la plaza aplaudió la irrupción del séptimo toro, ya tenía lleno el gran capazo de esparto. Él no estaba autorizado a entrar en la curtiduría un domingo, por lo que mandó recado al oficial y éste acudió en busca del estiércol.
– Tendremos tiempo de llenar otro -le dijo el hombre al recoger la espuerta.
Hernando resopló cuando el oficial le dio la espalda y se dirigió a la curtiduría, momento que aprovechó para deslizarse entre las cuadrillas hasta llegar a la puerta de acceso de los caballeros, al lado de la pared blanca, en el testero sur de la plaza, junto a un joven criado con quien había cruzado varias sonrisas ante los sustos y alguna que otra caída provocada en sus peleas por el estiércol. La fiesta se desarrollaba sin incidentes: cada noble mostraba con mayor o menor acierto su arte en correr los toros para el disfrute del pueblo. Hernando logró apoyarse en la talanquera que hacía las veces de puerta justo cuando un gran toro colorado arremetía contra un caballero montado en un morcillo como el que en su día le regaló Aben Humeya. Durante unos instantes sintió aquel correoso caballo morcillo entre sus piernas y volvió a creerse un noble musulmán en las Alpujarras, libre en las sierras, anhelante de victoria. El estruendo que resonó en la plaza le devolvió a la realidad. El caballero había errado con la lanza y ésta resbaló desde la cruz y se clavó en la grupa del toro, donde su herida no era mortal. Al instante, otro noble acudió al quite y caracoleó con su caballo para distraer al toro a fin de apartarlo del primero y que no le embistiese. La segunda lanza, una vez el caballero se hubo recompuesto, sí fue suficiente para que el toro cayera herido de muerte. El octavo, un toro castaño, se limitó a trotar por la plaza, amagando alguna cornada y escapando de la gente que le acosaba. Uno de los nobles lo citó y el toro corrió cuatro o cinco varas antes de detenerse frente al caballero y huir. La gente empezó a silbar.
– ¿Qué sucede? -preguntó Hernando al joven criado.
– Es manso -contestó éste sin dejar de observar el coso-. Los caballeros no pelearán con él -añadió.
Y así fue. Los cuatro nobles que en aquel momento se encontraban en la Corredera se retiraron con solemnidad y obligaron a los que estaban en la puerta a apartarse. La talanquera se cerró de nuevo; al recuperar su posición, Hernando observó que la plaza se había llenado de gente, e incluso de perros que perseguían y acosaban al animal. De los muchos capotes que le echaron sobre la cabeza, uno de ellos quedó enganchado en los cuernos y tapó su visión, momento en el que varios hombres con dagas y navajas se abalanzaron sobre el toro y la emprendieron a cuchilladas. Otros se lanzaron a sus patas para desjarretarlo. Uno de ellos, con una guadaña, consiguió sajar el fuerte tendón de la mano izquierda del animal y el toro cayó. Allí le siguieron acuchillando hasta la muerte.
Todavía no habían terminado de cortarle el rabo cuando ya salía a la plaza el siguiente morlaco: un toro más bien pequeño pero muy ágil, saltarín, entrepelado.
– ¡Aparta de ahí, imbécil!
Absorto en el toro, Hernando no se dio cuenta de que tanto el criado como los demás cuadrilleros se habían apartado de la talanquera. Obedeció y franqueó el paso a un noble gordo, cuya marlota estaba a punto de reventarle sobre la barriga. Tras él iban sus dos lacayos, hoscos, y después tres nobles más que bromeaban señalando al obeso caballero que les precedía.
– El conde de Espiel -susurró el joven criado como si, pese a la algarabía y a la distancia, el conde pudiera oírle-. No sabe correr los toros, pero se empeña en salir una y otra vez a la plaza.
– ¿Por qué? -inquirió Hernando con el mismo tono de voz.
– ¿Soberbia? ¿Honor? -se limitó a contestar el joven.
Nada más pisar el coso, el lacayo que no portaba las lanzas para el conde empezó a gritar a la gente para que dejasen de importunar al saltarín y permitiesen el enfrentamiento con su señor. Los cordobeses obedecieron a desgana, renunciaron a la fiesta que los demás nobles les regalaban e incluso evitaron silbar en el momento en el que el conde de Espiel citó al toro y permitió que el caballo se aliviase a la izquierda para poder enfrentar mejor la embestida. Hernando observó a los demás caballeros, que ya no sonreían. Uno de ellos, vestido de morado, negaba con la cabeza. Pese a la ventaja obtenida por la posición del caballo para recibir al toro, el conde falló y golpeó con la punta de la lanza en el hocico del animal cuando éste saltó antes de llegar al caballo. La lanza salió despedida de la mano del noble. El conde lanzó una imprecación y perdió un precioso instante para apartar al caballo del recorrido de aquel toro cuya embestida no pudo detener.
Hincó las espuelas en los ijares del caballo pero el toro ya se le había echado encima y, en plena carrera, corneó la barriga del caballo con sus dos imponentes astas. El conde salió despedido y rodó por el suelo mientras el caballo quedaba ensartado en los cuernos del saltarín, que tras un par de trancos, levantó la cabeza sosteniendo al animal en el aire y le rajó la barriga como si de un simple paño viejo se tratase. Los relinchos de muerte del caballo atronaron la Corredera, llegando hasta lo más profundo de los vecinos que observaban el espectáculo. El toro bajó la cabeza; el caballo cayó al suelo y el morlaco se ensañó con su presa, corneándolo una y otra vez, arrastrándolo por la plaza, destrozándolo encelado, sin atender a los jinetes que trataban de distraerlo. El empuje del toro llevó al caballo hasta la talanquera en la que se encontraba Hernando. La sangre le salpicó cuando el toro volteó de nuevo al caballo; los intestinos y órganos del animal volaron por los aires.
Antes de que Hernando llegara a darse cuenta, el conde de Espiel se plantó junto al toro y el cadáver del caballo, espada en mano.
– ¡Toro! -gritó con el arma en alto, asida con ambas manos.
El toro atendió al envite y alzó su cabeza empapada en sangre hacia el noble, momento en el que éste descargó un tremendo golpe en la cerviz del animal. El buen acero toledano cortó la mitad del grueso cuello del toro y éste cayó desplomado junto al caballo.
Se trataba de un conde, ¡de un grande de España! Al principio fueron moderados, procedentes sólo de la nobleza, sus iguales, pero cuando el conde de Espiel volvió a alzar su espada ensangrentada en señal de victoria, los aplausos resonaron en la Corredera.
– ¡Un caballo! -gritó entonces el conde a uno de sus lacayos, mientras recibía orgulloso la aclamación del pueblo.
Hernando y los demás tuvieron que volver a apartarse y el lacayo corrió hacia la plaza de la Paja en busca de otro caballo.
– ¿Por qué? -preguntó Hernando al criado.
– Los nobles -contestó éste- tienen que abandonar la plaza a caballo. No pueden hacerlo a pie. Si su caballo muere, les llevan otro. No es la primera vez que sucede con el conde -acertó a decir en el mismo instante en que el lacayo del conde ya volvía tirando de la brida de un semental castaño de gran alzada.
– ¡Mi caballo! -exigía el conde desde el coso.
Hernando y el criado ayudaron a abrir por completo la talanquera para dejar paso a la nueva montura, pero en cuanto ésta vio al primer caballo y al toro muertos frente a él, y olió la sangre del inmenso charco que les rodeaba, se encabritó soltándose del lacayo y quedó libre entre la servidumbre. Un criado trató de volver a agarrarlo, pero el animal había enloquecido, relinchaba con violencia y se alzaba, manoteando en el aire, rozando las cabezas de los criados, para acto seguido lanzar coces frenéticas. Dos hombres salieron despedidos por las coces que les alcanzaron en pecho y estómago, otro sufrió la misma suerte cuando el caballo le propinó un fuerte cabezazo. El conde seguía exigiendo a gritos su caballo, pero el espacio en la talanquera era mínimo y la multitud de criados que intentaba hacerse con el semental no lograba sino enloquecerlo todavía más. Algunos caballeros de los que corrían los toros se acercaron a la entrada de la plaza, pero no parecía que estuvieran muy dispuestos a ayudar; uno de ellos incluso sonrió al escuchar los gritos exasperados del conde de Espiel.
En ese momento el semental, alzado sobre sus patas, manoteó en el aire justo donde se encontraban Hernando y su compañero. Hernando se apartó a toda prisa con la sola visión de los ojos fuera de las órbitas e inyectados en sangre del caballo, sangre igual que la que brotó del rostro del joven criado que le acompañaba cuando el semental le alcanzó en la cara con una de sus manos. ¡Los iba a despedazar! El animal rozó la tierra presto a empinarse de nuevo y Hernando saltó sobre su cabeza y le tapó los ojos con su cuerpo hasta alcanzar una de sus orejas, que mordió con fuerza, retorciéndole la otra con una mano. Sintió en su estómago la vaharada del relincho de dolor del caballo, y cuando el animal bajó la cabeza por el peso de Hernando, éste le torció el cuello brusca y violentamente hasta tirarlo al suelo.
En tierra, con Hernando tumbado sobre su cabeza y todavía mordiéndole la oreja, el caballo intentaba levantarse, pero no lo consiguió al no poder doblar el cuello. Durante unos instantes se debatió con todas sus fuerzas, hasta que poco a poco fue cediendo.
– ¡Quietos! -oyó que alguien ordenaba a los criados del conde que acudían a por el caballo.
Dejó de morder la oreja del animal, pero mantuvo la otra retorcida. Sólo se le ocurrió recitar en voz baja algunas suras, con sus labios junto al oído del animal, en un intento por tranquilizarlo. Así permaneció durante unos largos instantes, sin ver nada ni a nadie, recitando suras, mientras el caballo volvía a acompasar su respiración.
– Voy a taparle la cara con un manto, muchacho -Era la misma voz que había ordenado a los criados que permanecieran quietos. Hernando sólo llegó a ver unas espuelas de plata-. Lo meteré entre tu cuerpo y su cabeza. No permitas que se levante.
Hernando aguantó, y dejó espacio para que el hombre de las espuelas de plata introdujese el manto. También lo oyó renegar en voz baja mientras manipulaba con la manta:
– Engreído. No merece caballos como los que tiene. -Hernando encogió la barriga. Notó cómo el hombre deslizaba la manta entre ella y la cabeza del semental-. Imbécil. ¡Grande de España! -Masculló antes de dar por finalizada su labor-. Ahora -le instruyó-, debes dejar que se levante poco a poco. Primero doblará el cuello para levantar la cabeza y luego extenderá las manos para darse impulso. -Hernando lo sabía-. En ese momento deberás terminar de colocarle el manto por debajo de la quijada para que no pueda librarse de él. ¿Te ves capaz? ¿Te atreves?
– Sí.
– Ahora -le indicó el hombre.
El semental, probablemente agotado, se levantó mucho más despacio de lo que esperaba Hernando, así que no tuvo problema para anudarle el manto por debajo de la quijada como le había dicho el hombre de las espuelas. Ya en pie, el caballo se quedó quieto, ciego. Hernando le palmeó el cuello y le habló para calmarlo. Uno de los criados del conde fue a coger al caballo por la brida, pero una mano se lo impidió.
– Ineptos. -Hernando se volvió hacia aquella voz conocida. Don Diego López de Haro, veinticuatro de Córdoba, caballerizo real de Felipe II, se encontraba junto a él-. Seríais capaces -añadió hacia el criado- de volver a encabritar a este animal. Ni siquiera sabéis reconocer a un buen caballo, como vuestro… -Calló y meneó la cabeza-. ¡Sólo sabéis tratar con asnos y borricos! Muchacho, llévaselo tú al conde. -Hernando percibió cómo don Diego escupía la última palabra.
De lo que no se dio cuenta fue de cómo el caballerizo real entrecerraba los ojos y apoyaba la mano derecha en su mentón, observando con interés lo que haría Hernando al entrar en la plaza: el semental todavía olería la sangre. Y así fue. El caballo hizo ademán de recular, pero al momento Hernando le dio un tirón de la brida y una fuerte patada en la barriga. El semental temblaba, pero obedeció y accedió a la Corredera. Ya había dejado atrás los cadáveres del caballo y del toro, mientras don Diego asentía satisfecho a sus espaldas, cuando el conde de Espiel le gritó desde donde todavía estaba esperando:
– ¿Cómo te atreves a patear a mi caballo? ¡Vale más que tu vida!
Los dos lacayos que atendían al noble en la plaza corrieron hacia Hernando. Uno le arrebató las bridas de la mano y el otro trató de agarrarle del brazo.
– ¡Detenedlo! -ordenó el conde de Espiel.
La gente, después de la larga espera, volvió a estallar en gritos. Nada más notar el contacto del lacayo en su brazo, Hernando azuzó al semental, que giró sobre sí y barrió a los lacayos con su grupa, momento que él aprovechó para escabullirse. Saltó por encima del cadáver del toro y echó a correr en dirección a la plaza de la Paja. Al pasar por delante de don Diego, éste hizo un imperativo gesto a los lacayos con los que había estado hablando mientras contemplaba cómo se desenvolvía Hernando en la plaza. Los lacayos salieron a la carrera tras el muchacho. Un alguacil de los que vigilaban la plaza de la Paja se lanzó sobre Hernando al ver que le perseguían dos lacayos, y logró detenerle. A cierta distancia, varios de los criados del conde de Espiel también trataban de darle alcance.
– ¿Qué…? -empezó a preguntar el alguacil.
– ¡Dejadlo! -ordenó uno de los lacayos arrancando a la presa de las manos del alguacil.
– ¡Detenedlos a ellos! -Añadió el otro lacayo al tiempo que señalaba a los criados del conde de Espiel-. ¡Pretenden asesinarle!
La simple acusación fue suficiente para que los alguaciles que vigilaban plantaran cara a los hombres del conde, y fue suficiente también para que Hernando y los lacayos de don Diego se perdiesen en dirección al Potro.
Mientras, el conde de Espiel paseaba orgulloso a caballo por la Corredera, entre los aplausos del público.
– Retirad estos cadáveres de aquí -ordenó don Diego a todos los cuadrilleros que contemplaban la escena desde la puerta, señalando al toro y al caballo muertos-. En caso contrario -ironizó en voz baja, dirigiéndose a dos caballeros que se hallaban junto a él-, ese imbécil será incapaz de abandonar la plaza y nos dará la noche.
Algunos días antes del domingo del juego de toros, Fátima y Jalil, cuyo nombre cristiano era Benito, uno de los ancianos que junto a Hamid se había constituido en jefe de la comunidad morisca de Córdoba, se dirigían a la cárcel, cada cual con la comida que había logrado recoger para los presos, como venían haciendo con regularidad. Hablaban de Hernando, de su trabajo por la comunidad.
– Es un buen hombre -afirmó en un momento determinado Jalil-: joven, sano y fuerte. Debería casarse y formar una familia.
Fátima no dijo nada. Bajó la mirada y su caminar se hizo más lento.
– Existe una posibilidad de arreglar vuestro problema -afirmó Jalil, conocedor de la situación.
Ella se detuvo e interrogó al anciano:
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Ha dado ya a luz Aisha? -le preguntó Jalil, al tiempo que le indicaba que continuara andando. Circundaban la mezquita hasta llegar cerca de la puerta del Perdón, donde nacía la calle de la Cárcel. Fátima vio cómo el anciano miraba de reojo el símbolo del dominio musulmán en Occidente mientras ella aligeraba el paso para alcanzarle.
– Sí -contestó-. Un niño precioso. -Lo dijo con melancolía. Córdoba le quitó a Humam; Córdoba le daba un nuevo hijo a Aisha.
Jalil creyó entenderla.
– Eres joven todavía y, pese a tu aspecto, fuerte. Lo demuestras día a día. Confía en Dios. -Jalil guardó silencio unos instantes. En el momento en que embocaban la calle de la Cárcel, el anciano volvió a hablar-: Cuando contrajiste matrimonio con Brahim, ¿él era pobre?
– No. Entonces era el lugarteniente de Ibn Abbu, el rey de al-Andalus, y disponía de cuanto deseaba. Recorrí las calles de Laujar montada en la mejor mula blanca…
Calló de inmediato al encararse con dos mujeres vestidas de negro acompañadas de varios criados y seguidas por unos pajes que mantenían alzados los bajos de sus faldas para que no se ensuciasen. La estrecha calle no permitía el paso de tantas personas y los dos moriscos se apartaron con prudencia. Las mujeres ni siquiera repararon en ellos, pero tanto Fátima como Jalil sí lo hicieron en los niños que actuaban como pajes: probablemente serían moriscos, niños robados a sus madres para evangelizarlos. El anciano suspiró, y ambos se mantuvieron unos instantes en silencio mientras las mujeres y su séquito seguían calle abajo.
– Era la mejor mula blanca de las Alpujarras -siseó ella una vez que el grupo hubo girado hacia la catedral.
Jalil asintió como si aquella revelación fuera interesante. Entonces se detuvo, a algunos pasos de la cárcel, a cuyas puertas se apelotonaban los familiares de los presos.
– El dinero que gana tu esposo… quiero decir, ¿quién te mantiene?
– No sé -reconoció ella-. Todos. Tanto Brahim como Hernando entregan sus jornales a Aisha para que los administre.
– ¿El de Hernando también? -le interrumpió Jalil.
– ¡Claro! Aunque sea poco, sin él no podríamos vivir. Brahim no hace más que quejarse de ello.
– Y ahora, con el nuevo hijo, supongo que será más difícil todavía.
– Eso parece que es lo único que le preocupa: su nuevo hijo, ¡un varón que le ha hecho sonreír de nuevo! -Fátima se planteó si en realidad alguna vez le había visto sonreír abiertamente, aparte de aquella mueca cínica con que acostumbraba a responder. Ciertamente, no, concluyó-. Pero si no está con el niño -prosiguió-, no hace más que renegar de los míseros jornales que le pagan en el campo.
Jalil volvió a asentir.
– El marido -le explicó entonces- debe gobernar a su esposa y debe proveerla de comida y bebida, vestirla y calzarla…
– En ese momento el anciano bajó la mirada a los pies de Fátima, calzados con unos zuecos de cuero, rotos y agujereados, cuya suela de corcho casi había desaparecido-, y también proporcionarle una morada conveniente. Si no lo hace así, la esposa puede demandar el ser quitada de él. -La muchacha cerró los ojos y sus uñas se clavaron en el pedazo de pan duro que portaba a la cárcel-. Nuestras leyes dicen que sólo si la esposa se casó con su marido a sabiendas de que era pobre, perderá el derecho a pedir el divorcio si éste no puede gobernarla.
– ¿Cómo puedo pedir el divorcio? -saltó la muchacha, esperanzada.
– Deberías acudir al alcall, y si él considera que tienes razón, concederá a Brahim un período de entre ocho días y dos meses para que pase a disfrutar de mejor fortuna. Si la consigue, podrá volver a ti, pero si transcurrida la idda que determine el alcall, continúa siendo incapaz de gobernarte convenientemente, podrás contraer matrimonio con otra persona y Brahim perderá cualquier derecho sobre ti.
– ¿Quién es el alcall?
El anciano dudó.
– No… no tenemos. Supongo que podría ser yo, o Hamid, o Karim -añadió refiriéndose al tercer anciano que componía el consejo.
– Si no tenemos alcall, Brahim podría negarse a cumplir…
– No. -El anciano fue tajante-. Él dispone de dos esposas conforme a nuestras leyes. No puede acogerse a ellas para lo que le beneficia y negarlas si le perjudican. La comunidad estará contigo, con nuestras costumbres y nuestras leyes. Brahim nada podrá oponer, ni frente a nosotros ni frente a los cristianos. ¿Acaso no estás oficialmente casada con Hernando?
Fátima se quedó pensativa. ¿Y Aisha? ¿Qué sucedería con Aisha si ella solicitaba el divorcio? Ante el silencio de la muchacha, Jalil la instó a continuar hasta la cárcel. Hernando había hecho bien su trabajo y uno de los porteros tomó la comida para los presos moriscos mientras la gente entraba y salía del edificio en constante trajín. Ellos no lo hicieron; no querían levantar animadversiones para con los suyos que permanecían encarcelados. Fátima entregó el pan duro, algunas cebollas y un pedazo de queso, antes de volver a la calle. Ahora, continuaba pensando, Brahim parecía satisfecho con su nuevo hijo. Pero ¿cuánto duraría…? Aunque… ¡igual tenía más hijos! ¿Y si los tenía con ella? ¿Y si la violaba? Estaba en su derecho. Podía…
– Quiero divorciarme, Jalil -afirmó al instante.
El anciano asintió. Volvían a encontrarse ante la puerta del Perdón de la mezquita de Córdoba.
– Ahí dentro -dijo deteniéndose y señalando hacia el templo- es donde deberías reclamar tu derecho delante del alcall o del cadí. Te pregunto, Fátima de Terque -añadió con extrema formalidad-: ¿por qué deseas el divorcio?
– Porque mi esposo, Brahim de Juviles, es incapaz de gobernarme como me corresponde.
Después de hablar en la misma plaza del Potro con los lacayos de don Diego López de Haro, y tras comprobar que los criados del conde de Espiel ya no les perseguían, Hernando fue en busca de Hamid. El domingo la mancebía estaba cerrada y el alfaquí salió a la calle del Potro sin impedimentos. Toda la Córdoba cristiana, incluido el alcaide del burdel, y al igual que la mayoría de los moriscos, se hallaba en la plaza presenciando cómo se corrían los toros.
– Quieren que trabaje en las caballerizas reales de Córdoba -le comentó después de saludarse-, con los caballos del rey. Hay centenares de ellos. Los crían y los doman, y necesitan gente que entienda de caballos. -Luego le contó lo sucedido con el semental del conde-. Parece ser que por eso don Diego se ha fijado en mí.
– Algo he oído de ese asunto -asintió el alfaquí-. Hará seis o siete años, el rey Felipe ordenó la creación de una nueva raza de caballos. A los cristianos ya no les sirven los pesados y ariscos caballos de guerra. España vive en paz. Cierto que mantiene guerras en muchas tierras lejanas, pero aquí no, y desde que el padre del rey, el emperador Carlos, adoptó los modos de la corte borgoñesa, los nobles necesitan caballos con los que lucirse en sus paseos, sus fiestas, sus juegos de cañas o sus juegos de toros. Tengo entendido que eso es lo que buscan: el perfecto caballo cortesano. Y el rey eligió Córdoba para llevar adelante su proyecto. Están construyendo unas magníficas caballerizas junto al alcázar, donde la Inquisición. Algunos alarifes moriscos trabajan en ella. Te felicito -finalizó el alfaquí.
– No sé. -Hernando acompañó sus dudas con una mueca-. Ahora estoy bien. Puedo hacer lo que quiera y moverme con libertad por la ciudad. Pese al salario… -Entonces pensó en el sueldo de veinte reales al mes, más vivienda, que le ofrecían los lacayos de don Diego-. Si aceptase, no podría ocuparme de los moriscos que llegan a la ciudad…
– Acepta, hijo -le recomendó Hamid. Hernando fue a insistir, pero el alfaquí se le adelantó-: Es muy importante que consigamos trabajos bien remunerados y de responsabilidad. Algún otro desarrollará las funciones que tú estás haciendo ahora, y no creas que no tendrás nada que hacer por la comunidad. Debemos organizamos. Poco a poco lo vamos consiguiendo. A medida que nuestros hermanos empiezan a trabajar como artesanos o mercaderes y abandonan los campos, se obtienen dineros para nuestra causa. Cualquiera de ellos es infinitamente más valioso que esos perezosos cristianos. Aprovecha. Trabaja duro y sobre todo intenta continuar con la instrucción que seguíamos en las Alpujarras: lee, escribe. En toda España hay hombres preparándose para ello. Nosotros…, yo, desapareceremos un día u otro y alguien deberá continuarnos. ¡No podemos permitir que nuestras creencias se olviden! -Hamid tomó por los hombros a Hernando en medio de la desierta calle del Potro, sin precaución alguna. Aquel contacto, su vehemencia, causaron un escalofrío en el muchacho-. ¡No podemos dejar que vuelvan a vencernos y que nuestros hijos ignoren la religión de sus antepasados! -La voz de Hamid surgió quebrada. Hernando le miró a los ojos: estaban húmedos-. No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios -logró entonar entonces Hamid, como si de un canto de victoria se tratase.
¡Una lágrima! Una lágrima corría por la mejilla del alfaquí.
– Sabe -se sumó Hernando, recitando la profesión de fe de los moriscos-, que toda persona está obligada a saber que Dios es uno en su reino. Creó las cosas todas que en el mundo existen, lo alto y lo bajo, el trono y el escabel, los cielos y la tierra…
Cuando Hernando terminó, se abrazaron.
– Hijo -musitó Hamid con el rostro apoyado en el hombro del muchacho.
Hernando le estrechó con fuerza entre sus brazos.
– Existe un problema -objetó Hernando al cabo de unos instantes-: me han ofrecido una vivienda. Fátima… Ante los cristianos, ella es mi esposa, está censada como tal, por lo que tendría que venir a vivir conmigo y eso es imposible. No sé si podré renunciar a la vivienda o si hace falta que resida en ella.
– Quizá no tengas que renunciar a nada. -Hamid se separó de él-. Hace algunos días, Fátima solicitó el divorcio de Brahim.
– ¡No me ha dicho nada!
– Lo estábamos tratando en consejo. Nosotros le pedimos que no lo hiciera, que no dijera nada a nadie hasta que iniciásemos el juicio y se enterase Brahim.
– ¿Podrá…, podrá divorciarse? -balbuceó Hernando.
– Si lo que sostiene es cierto, y lo es, sí. Hoy mismo, cuando todos estaban en los juegos de toros, nos hemos reunido y hemos acordado iniciar el juicio. Si éste fallase conforme a los intereses de Fátima y en el plazo de dos meses Brahim no encontrase el suficiente dinero con que gobernarla, ella quedaría libre.
Aquella noche, en consejo, los dos ancianos y Hamid se dirigieron a la calle de Mucho Trigo, a casa de Brahim. El alfaquí había pedido a Hernando que desapareciese esa noche, que buscase otro sitio para dormir, cosa que no le fue difícil.
Por su parte, Fátima sabía que ese domingo se reunía el consejo con el fin de tratar la solicitud de divorcio. Se lo había comunicado Jalil.
Por la tarde, cuando Brahim y los demás vecinos de la casa acudieron a los toros, Fátima se quedó a solas con Aisha y el pequeño. Lo habían bautizado con el nombre de Gaspar, igual que el de uno de los padrinos, cristianos viejos los dos, que el párroco de San Nicolás eligió para aquella función, como era obligado en el caso de los bautizos de los hijos de los moriscos. Ni Aisha ni Brahim tenían especial predilección por ningún nombre cristiano y aceptaron la propuesta del sacerdote: el niño se llamaría Gaspar.
El bautizo les costó tres maravedíes para el sacerdote, una torta para el sacristán y algunos huevos como obsequio para los padrinos, así como la toca de lino blanco que cubría a la criatura y que quedaba para la Iglesia; Brahim tuvo que pedir prestado para hacer frente a esos gastos. Con anterioridad al bautizo, el sacerdote, al igual que hizo la partera cristiana que acudió al alumbramiento, comprobó que Gaspar no estuviera circuncidado, pero nadie comprobó cómo, al volver a casa, Aisha lavó una y otra vez con agua caliente la cabecita del recién nacido para limpiarla de los óleos santos. Ellos habían decidido llamarlo Shamir. Esa ceremonia había tenido lugar una noche, días antes de su bautizo cristiano, con el niño en brazos en dirección a la quibla, después de lavarle el cuerpo entero, vestirle con ropas limpias, adornarle el cuello con la mano de oro de Fátima y rezar en sus oídos.
La tarde de ese domingo de marzo, las dos mujeres estaban sentadas en el patio de la casa.
– ¿Qué te sucede? -le preguntó al fin Aisha, rompiendo así el silencio.
Fátima le había pedido que le dejase a Shamir y llevaba mucho rato acunándolo, canturreando, mirándolo y acariciándolo, ensimismada en la criatura, sin dirigir la palabra a Aisha. Ella le dejó hacer; primero pensó que la joven echaba de menos a Humam y por tanto respetó su silencio y su dolor, pero a medida que el tiempo transcurría y la muchacha ni siquiera la miraba, presintió que había algo más.
Fátima no le contestó. Apretó los labios para reprimir un ligero temblor que no pasó inadvertido a Aisha.
– Cuéntame, niña -insistió ésta.
– He pedido el divorcio de Brahim -cedió.
Aisha inspiró con fuerza.
Por primera vez desde que cogiera en brazos a Shamir, las dos mujeres cruzaron sus miradas. Fue Aisha la que permitió que afloraran las lágrimas. Fátima no tardó en acompañarla y lloraron mirándose la una a la otra.
– Al final… -Aisha hizo un esfuerzo por sobreponerse al llanto que se prolongó durante un buen rato-, al final lograréis huir. Deberíais haberlo hecho hace mucho tiempo, cuando la muerte de Ibn Umayya.
– ¿Qué sucederá?
– Que por fin alcanzarás la felicidad.
– Quiero decir…
– Sé lo que quieres decir, querida. No te preocupes.
– Pero…
Aisha alargó el brazo y, con delicadeza, puso los dedos sobre los labios de la muchacha.
– Estoy contenta, Fátima. Lo estoy por vosotros. Dios me ha puesto a prueba, y tras las desgracias ahora me ha premiado con el nacimiento de Shamir. Tú también has sufrido y mereces volver a ser feliz. No debemos poner en duda la voluntad de Dios. Disfruta, pues, de los dones que Él ha decidido concederte.
Pero ¿qué diría Brahim?, se preguntaba Fátima sin poder evitar un estremecimiento al pensar en el carácter violento del arriero.
Brahim lanzó mil maldiciones cuando Jalil, acompañado de Hamid y Karim, le comunicó la solicitud de divorcio por parte de su segunda esposa. Fátima y Aisha se protegieron la una a la otra, acercándose cuanto pudieron, en un rincón de la habitación. Luego, como si acabara de percatarse de ello, Brahim puso en duda la representatividad del consejo.
– ¿Quiénes sois vosotros para decidir sobre mi esposa? -bramó.
– Somos los jefes de la comunidad -contestó Jalil.
– ¿Quién lo dice?
– En cuanto a ti respecta, ahora -intervino en esta ocasión, Mateo en su nombre cristiano, el otro anciano, haciendo un gesto hacia la puerta, a su espalda-: ellos.
Como si respondieran a una señal previamente pactada, aparecieron tres jóvenes moriscos fornidos que se plantaron tras los ancianos. Brahim tuvo suficiente con sopesar la fuerza de uno solo de ellos.
– No debería ser así, Brahim -trató de conciliar Hamid-. Tú sabes que efectivamente somos los jefes de la comunidad. Nadie nos ha elegido, pero tampoco nos hemos erigido en ello; no hemos pedido serlo. Honrarás a los sabios. Obedecerás a los mayores. Ésos son los mandamientos.
– ¿Qué es lo que pretendéis?
– Tu segunda esposa -explicó Jalil- se ha quejado ante nosotros de que no la gobiernas convenientemente…
– ¿Y quién puede hacerlo en esta ciudad? -Le interrumpió Brahim a gritos-. Si tuviera mis mulas… ¡Nos roban! Nos pagan míseros sueldos…
– Brahim -volvió a intervenir Hamid con templanza-, no hables sin saber cuáles pueden ser las consecuencias de tus palabras. Frente a la solicitud de Fátima, debemos iniciar un juicio y es lo que hemos hecho. Por eso estamos aquí, para darte la oportunidad de exponer lo que creas oportuno, admitir testigos si los propones, y finalmente decidir conforme a nuestras leyes.
– ¿Tú? Sé bien lo que vas a decidir. Ya lo hiciste una vez, ¿recuerdas? En la iglesia de Juviles. ¡Siempre defenderás al nazareno!
– Yo no juzgaré. Ningún juez puede hacerlo si conoce datos anteriores al juicio. Estate tranquilo por ello.
– Brahim de Juviles -decidió terciar Jalil para poner fin a posibles disputas personales-, tu segunda esposa, Fátima, se ha quejado de que no la puedes gobernar. ¿Qué tienes que decir?
– ¿A ti? -Escupió Brahim-. ¿A un viejo del Albaicín de Granada? Probablemente fuiste tú y otros como tú, cobardes todos, quienes decidisteis no sumaros al levantamiento. Traicionasteis a vuestros hermanos de las Alpujarras…
– Te pregunto por tu esposa -insistió Jalil.
– ¿Tienes esposa, viejo? ¿La puedes gobernar? ¿Alguien puede gobernar a su esposa en esta ciudad?
– ¿Quieres decir con ello que no puedes? -saltó entonces Karim.
– Quiero decir -Brahim arrastró las palabras- que nadie puede hacerlo en Córdoba.
– ¿Es todo lo que tienes que alegar en este juicio? -inquirió Jalil.
– Sí. Todos lo sabéis, todos conocéis cuál es nuestra situación. ¿A qué viene esta pantomima?
Jalil y Karim se consultaron en silencio. En el rincón, Aisha buscó la mano de Fátima y la presionó con fuerza.
– Brahim de Juviles -sentenció Jalil-, conocemos las penurias por las que está pasando nuestro pueblo. Las sufrimos como tú y tenemos en cuenta las dificultades que todos tienen, no ya para gobernar a sus esposas, sino para vestir y alimentar a sus hijos. No aceptaríamos la solicitud de una esposa por tales razones. Es cierto, tampoco yo puedo gobernar a mi esposa como lo hacía en Granada. Sin embargo, no hay ningún creyente en Córdoba que, como tú, tenga dos esposas. Si, como sostienes, nadie puede gobernar a una esposa en esta ciudad, ¿cómo podría pretender hacerlo con una segunda? Te otorgamos un plazo de dos meses para que acredites ante este consejo que estás en disposición de gobernar convenientemente a tus dos esposas. Transcurrida esa idda, si así no lo hicieres y ella insistiera, Fátima será quitada de ti.
Brahim no se movió mientras escuchaba la sentencia; sólo sus ojos entrecerrados denotaban la ira que le devoraba. Entonces intervino Karim. Hamid se lo había pedido a los dos ancianos. «Lo conozco bien -dijo refiriéndose a Brahim-. Puede llegar a matarla antes que entregarla», aseguró.
– Tampoco, y en consideración a tu nuevo hijo y a los escasos recursos de los que dispones, te exigiremos como ordena la ley que durante la idda mantengas a tu segunda esposa. Te liberamos de ello en beneficio del niño. Pero, mientras tanto, Fátima vivirá bajo nuestra guarda.
– ¡Perro! -masculló Brahim, encarándose con Hamid.
De inmediato, los tres jóvenes moriscos se plantaron frente a Brahim.
– Ven con nosotros, Fátima -le instó Jalil.
En ese momento, Aisha deshizo el fuerte nudo que entrelazaba sus dedos con los de Fátima. Las manos les sudaban a las dos. Fátima extendió la mano en busca de un último contacto con su compañera y se adelantó hacia los ancianos.
Al alba, Hernando acudió a las caballerizas reales, un edificio de nueva construcción levantado junto al alcázar de los reyes cristianos, sede de la Inquisición cordobesa. Desde que había llegado a Córdoba, al igual que los demás moriscos, Hernando evitaba aquel barrio, el de San Bartolomé, emplazado entre la mezquita y el palacio episcopal, el Guadalquivir y el linde occidental de la muralla de la ciudad. No sólo se encontraban allí la Inquisición y su cárcel, el palacio episcopal, con el constante trasiego de sacerdotes y familiares de la Inquisición, sino que a diferencia de los demás vecindarios de Córdoba, en el de San Bartolomé no se hallaba censado ningún morisco libre. Sus habitantes eran distintos a los demás de la ciudad: se trataba de una parroquia añadida a la distribución geográfica que tras la conquista se hizo de la ciudad y que, por orden real, fue poblada con hombres valientes y fornidos en los que debía recaer la condición de ser buenos ballesteros de guerra: una especie de milicia urbana siempre dispuesta a defender las murallas de la ciudad. Esas cualidades caracterizaban a las privilegiadas gentes de San Bartolomé, que se enorgullecían frente a los demás vecinos, practicaban incluso una marcada endogamia y mantenían no pocas rencillas con las demás parroquias. Pocos moriscos querían mezclarse con inquisidores, sacerdotes, y gentes altivas y orgullosas.
Aquella noche pudo refugiarse en casa del peraile al que había encontrado esposa, donde fue agasajado con una buena cena que saborearon, en un ambiente de cierta nostalgia, con cordero especiado con sal, pimienta y cilantro seco, frito en aceite al estilo de aquella Granada que todos añoraban. Antes de que terminasen, Karim, que también vivía en la calle de los Moriscos, pasó por la casa del cardador y se unió a la fiesta después de dejar a Fátima al cuidado de su esposa. Hernando y ella no podrían verse durante los dos meses de idda concedidos a Brahim.
¿Qué eran dos meses?, pensó una vez más Hernando de camino hacia las caballerizas. Su felicidad sería completa… si no fuera por su madre. Ya fuera de la casa, al despedirse, Hernando se interesó por Aisha, y Karim le contestó que su madre afrontaba la situación con entereza, que no se preocupase: la comunidad estaba con ellos.
– Prospera, muchacho -le instó luego el anciano-. Hamid me ha contado lo de don Diego y los caballos. Necesitamos gente como tú. ¡Trabaja! ¡Estudia! Nosotros nos ocuparemos de todo lo demás.
Karim se perdió en la fresca oscuridad de aquella noche de marzo con un «confiamos en ti» que vino a turbar las fantasías acerca de Fátima que esa noche se permitió sin límite. ¡Confiamos en ti! Cuando se lo decía Hamid era como si hablase al niño de Juviles, pero al escucharlo de labios de aquel desconocido anciano del Albaicín… ¡Confiaban en él! ¿Para qué? ¿Qué más debía hacer?
Cruzaba el Campo Real, sembrado de desechos como siempre, y desvió la mirada hacia su izquierda, donde se alzaba majestuoso el alcázar. ¡La Inquisición! Un escalofrío le recorrió la columna vertebral al contemplar las cuatro torres, todas diferentes, que se elevaban en cada una de las esquinas de la fortaleza de altas y macizas murallas almenadas. La larga fachada de las caballerizas reales empezaba allí mismo, al final del alcázar. Hernando pudo oler a los caballos en su interior, escuchar los gritos de los palafreneros y los relinchos de los animales. Se detuvo en el ancho portalón de acceso al recinto junto a la muralla antigua, cerca de la torre de Belén.
Estaba abierto, y aquellos sonidos y olores que había percibido al otro lado de la fachada le golpearon cuando se detuvo en el umbral de la puerta abierta. Nadie vigilaba en la entrada, y después de unos instantes de espera Hernando avanzó unos pasos. A su izquierda se abría una gran nave corrida con un amplio pasillo central, a cuyos dos lados, entre columnas, se hallaban las cuadras llenas de caballos. Las columnas sostenían una larga y recta sucesión de bóvedas baídas que invitaban a adentrarse bajo esas curvas hasta rebasar un arco y encontrarse con el siguiente y el siguiente…
Los mozos trabajaban con los caballos en el interior de las cuadras.
Parado en la entrada de la nave, en el centro del pasillo, Hernando chasqueó la lengua para que los dos primeros caballos que estaban a su derecha, atados a unas argollas en la pared, dejaran de morderse en el cuello.
– Siempre lo hacen -dijo alguien a su espalda. Hernando se volvió justo cuando el hombre que le había hablado, le imitaba y chasqueaba la lengua con más fuerza-. ¿Buscas a alguien? -le preguntó después.
Se trataba de un hombre de mediana edad, alto y fibroso, moreno y bien vestido, con borceguíes de cuero por encima de la rodilla, atados con correas a lo largo de la pantorrilla, calza y saya blanca ajustada, sin lujos ni adornos, y que después de examinarlo de arriba abajo le sonrió. ¡Le sonreía! ¿Cuántas veces le habían sonreído en Córdoba? Hernando le devolvió la sonrisa.
– Sí -contestó-. Busco al lacayo de don Diego… ¿López?
– López de Haro -le ayudó el hombre-. ¿Quién eres?
– Me llamo Hernando.
– Hernando, ¿qué?
– Ruiz. Hernando Ruiz.
– Bien, Hernando Ruiz. Don Diego tiene muchos lacayos, ¿a cuál de ellos buscas?
Hernando se encogió de hombros.
– Ayer, en los juegos de toros…
– ¡Ahora caigo! -le interrumpió el hombre-. Tú eres el que entró en la plaza el semental del conde de Espiel, ¿no es cierto? Sabía que tu cara me era familiar -añadió mientras Hernando asentía-. Veo que no te pillaron, pero no deberías haber ayudado al conde. Ese hombre tendría que haber salido de la plaza a pie y humillado; ¿qué triunfo implica que el toro mate al caballo por su torpeza? Era un buen animal -musitó-. De hecho, el rey debería prohibirle montar, por lo menos delante de un toro… o de una mujer. Bueno, ahora sé a quién buscas. Acompáñame.
Abandonaron la nave de las cuadras y salieron a un inmenso patio central. En él se movían tres jinetes domando caballos, dos de ellos montados en soberbios ejemplares mientras el tercero, en quien Hernando reconoció al lacayo de don Diego, pie a tierra, obligaba a un potro de dos años a trazar círculos a su alrededor, a la distancia que le permitía el ronzal del cabezón que el animal llevaba puesto por encima del freno y las bridas; los estribos, sueltos, golpeaban sus costados, excitándole.
– Es aquél, ¿no? -le señaló el hombre. Hernando asintió-. Se llama José Velasco. Por cierto, yo soy Rodrigo García.
Hernando titubeó antes de aceptar la mano que le ofreció Rodrigo. Tampoco estaba acostumbrado a que los cristianos le tendieran la mano.
– Soy… soy morisco -anunció para que Rodrigo no se llamase a engaño.
– Lo sé -le contestó él- José me lo ha comentado esta mañana. Pero aquí todos somos jinetes, domadores, mozos, herradores, freneros o lo que sea. Aquí, nuestra religión son los caballos. Pero cuídate mucho de repetir esto en presencia de algún sacerdote o inquisidor.
Hernando notó que Rodrigo, al tiempo que decía esas palabras, le estrechaba la mano con franqueza.
Al cabo de un rato, cuando el potro ya sudaba por los costados, José Velasco lo obligó a detenerse, ató al cabezón el ronzal que utilizaba para hacerlo girar y acercó el potro a un poyo; se subió a éste, y ayudado por un mozo que aguantaba al animal montó con cuidado sobre él. Los otros dos jinetes detuvieron sus ejercicios. El joven caballo se quedó quieto y expectante, encogido, con las orejas gachas, al notar el peso de Velasco.
– Es la primera vez -susurró Rodrigo a Hernando, como si levantar la voz pudiera originar un percance.
Velasco llevaba una larga vara cruzada por encima del cuello del potro y sostenía en sus manos tanto las riendas como el ronzal; las riendas sueltas, como si no quisiera molestar al potro con el freno que mordía en la boca; el ronzal, por el contrario, tenso a la argolla que colgaba por debajo del belfo inferior del animal. Esperó unos segundos a ver si el potro respondía pero, al no hacerlo y continuar quieto y en tensión, se vio obligado a azuzarlo con suavidad. Primero chasqueó la lengua; luego, al no obtener respuesta, atrasó los talones de sus borceguíes, sin espuelas, hasta rozar sus costados. En ese momento el potro salió disparado, corcoveando. Velasco aguantó el envite y al cabo, el potro volvió a detenerse, él solo, sin que el jinete hubiera hecho más que aguantar encima suyo.
– Ya está -afirmó Rodrigo-. Tiene buenas maneras.
Así fue. En la siguiente ocasión el potro salió encogido, pero sin corcovear. Velasco lo dirigía mediante el ronzal y en última instancia, sin pegarle, le mostraba la vara por alguno de los lados de la cabeza para obligarle a girar hacia el contrario, sin dejar de hablarle y palmearle el cuello.
Los casi cien caballos españoles estabulados en las caballerizas reales de Córdoba constituían los ejemplares escogidos, los perfectos, de entre las cerca de seiscientas yeguas de cría que componían la cabaña del rey Felipe II y que se hallaban diseminadas en varias dehesas de los alrededores de Córdoba. Tal y como le había comentado Hamid, en 1567 el rey ordenó la creación de una nueva raza de caballos, para lo que dispuso la adquisición de las mejores mil doscientas yeguas que hubiera en sus territorios; pero no fue posible encontrar tantas madres de la calidad requerida y la yeguada se quedó en la mitad. Además, ordenó destinar los derechos de las salinas a dicha empresa, incluyendo la erección de las caballerizas reales en Córdoba y el alquiler o compra de las dehesas en las que debían acomodarse las yeguas. Para dirigir el proyecto nombró caballerizo real y gobernador de la raza al veinticuatro de Córdoba don Diego López de Haro, de la casa de Priego.
El caballo debía ser un animal de cabeza pequeña, ligeramente acarnerada y frente descarnada; ojos oscuros, despiertos y arrogantes; orejas rápidas y vivaces; ollares anchos; cuellos flexibles y arqueados, gruesos en su unión con el tronco y suavemente engarzados en la nuca, con algo de grasa allí donde nacen las crines, abundantes y espesas, igual que las colas; buenos aplomos; dorsos cortos, manejables; con cruces destacadas, y grupas anchas y redondas.
Pero lo más importante del caballo español debía ser su forma de moverse, sus aires. Elevados, gráciles y elegantes, como si no quisiera apoyar ninguna de sus patas en el ardiente suelo de Andalucía y, después de hacerlo, las mantuviese en el aire, sosteniéndolas, bailando el mayor tiempo posible, revoloteando sus manos en el trote o en el galope, como si la distancia a recorrer careciese de importancia alguna; luciéndose, orgulloso, exhibiendo al mundo su belleza.
Durante seis años, don Diego López de Haro, como gobernador de la raza, buscó todas y cada una de esas cualidades en los potros que nacían en las dehesas cordobesas, para volverlos a cruzar entre ellos y obtener descendientes cada vez más perfectos. Los animales que carecían de las cualidades buscadas se vendían como desechos, por lo que en las caballerizas de Córdoba se hallaban los caballos más puros y perfectos de lo que por disposición real se había dado en llamar la raza española.
José Velasco encomendó a Hernando el cuidado, limpieza y sobre todo la doma de pesebre de los potros. Durante ese mes de marzo, justo cuando llegase la primavera y con ella la época de cubrición de las yeguas, el caballerizo real elegiría los potros de un año que serían trasladados desde las dehesas hasta las caballerizas para ocupar el sitio de aquellos otros caballos, ya domados, que partirían en dirección a Madrid, a las caballerizas reales de El Escorial, para ser entregados al rey Felipe. No se vendía ningún caballo de raza española de los que don Diego consideraba perfectos; todos eran para el rey, para sus cuadras o para regalarlos a otros reyes, nobles o jerarcas de la Iglesia.
Desde las dehesas, los potros llegaban cerriles. Hasta que a los dos años se les doma a la silla, montándolos por primera vez, hay mucho trabajo que hacer, como le comentaron a Hernando durante los días que faltaban para la llegada de los animales: debían conseguir que se acostumbrasen al contacto con el hombre, que se dejasen tocar, limpiar, embridar y curar; también debían aprender a permanecer estabulados, permanentemente atados a las argollas de las paredes de las cuadras, conviviendo con otros caballos a sus lados; a comer de los pesebres, a beber en el pilón; a obedecer al ronzal y andar de la mano y a admitir los frenos o el peso de la silla necesarios para montarlos. Todo ello era desconocido para los jóvenes caballos, que hasta entonces habían vivido en libertad en las dehesas, junto a sus madres.
Si en algún momento Hernando había llegado a soñar con montar uno de aquellos fantásticos caballos, sus sueños se fueron desvaneciendo a medida que le explicaban cuáles iban a ser sus tareas. Sin embargo, sí que se cumplió otro sueño: en el segundo piso de las caballerizas reales, por encima de las cuadras, había una serie de estancias para uso de los empleados, de las que le cedieron una amplia habitación de dos piezas, independiente aunque compartiera cocina con otras dos familias. ¡En sus diecinueve años de vida jamás había dispuesto de aquel espacio para él! Ni en Juviles ni mucho menos en Córdoba. Hernando recorrió aquellas dos piezas una y otra vez. El mobiliario se componía de una mesa con cuatro sillas, una buena cama con sábanas y manta, una pequeña cómoda con una jofaina (¡podría lavarse!) y hasta un arcón. ¿Qué meterían en aquel arcón?, pensó antes de dirigirse al ventanal que daba al patio de las caballerizas. Al mostrarle sus habitaciones, el administrador de las cuadras se volvió justo cuando Hernando abría el arcón.
– ¿Y tu esposa? -le preguntó como si hubiera sido a ella a quien debiera habérselo enseñado-. En tus papeles dice que estás casado.
Hernando ya tenía preparada la contestación para aquella pregunta.
– Está cuidando de un familiar enfermo -contestó con firmeza-. De momento no puede dejarlo.
– En cualquier caso -le advirtió el administrador-, deberíais acudir sin falta a censaros en la parroquia de San Bartolomé. Imagino que tu esposa no tendrá problema en dejar a ese enfermo el tiempo necesario para realizar ese trámite.
¿Habría algún problema? La pregunta volvió a asaltarle mientras desde la ventana, ya a solas, miraba cómo Rodrigo trabajaba un caballo tordo, insistiendo en un ejercicio que el animal no terminaba de ejecutar correctamente; las largas espuelas de plata del jinete lanzaban destellos al sol de marzo cuando Rodrigo las clavaba en los ijares del tordo. Fátima todavía no era su esposa. Karim había sido tajante: debían transcurrir los dos meses de idda concedidos a Brahim, durante los que Hernando no podía acercarse a ella. ¿Y si Brahim obtenía el dinero suficiente para recuperar a Fátima?
El espolazo con el que Rodrigo castigó al caballo cuando éste volvió a equivocar el ejercicio se hincó en las carnes de Hernando tanto como en los ijares del animal rebelde. ¿Y si Brahim lo conseguía?
Se le había echado la noche encima y ya no podía volver a Córdoba. ¿Qué excusa iba a alegar en la puerta?, pensó Brahim. Agazapado entre los matorrales, en el camino que llevaba de la venta de los Romanos hasta la ciudad por la puerta de Sevilla, observó transitar a varios mercaderes, armados todos, que iban en grupo para protegerse. Había conseguido un puñal; se lo había prestado un morisco que trabajaba junto a él en el campo, después de insistirle una y otra vez.
– Vigila -le había advertido el hombre-, si te pillan con él te detendrán y yo perderé mi puñal.
Brahim era consciente de ello. Entrar escondida un arma en Córdoba, confundido entre la multitud que volvía de trabajar los campos, era relativamente sencillo, pero volver por la noche, solo y armado, no era más que una temeridad. En cualquier caso, de poco le estaba sirviendo el puñal. Brahim lo empuñaba con decisión ante el rumor de pasos y caballerías. «En la siguiente oportunidad saltaré sobre ellos», se prometía después de dejar escapar, oculto en los matorrales, a una partida de mercaderes tras otra. Pero cuando por fin aparecía ese nuevo grupo en el camino, la mano con la que asía el puñal se le anegaba en sudor y las piernas que debían correr hacia ellos se negaban a hacerlo. ¿Cómo iba a enfrentarse a varios hombres armados con espadas? Entonces, maldiciéndose, escuchaba cómo sus risas y sus chanzas se perdían en la distancia. «Al siguiente -trataba de convencerse-. Los próximos no se me escapan.»
Estuvo a punto de decidirse al paso de dos mujeres y varios niños que se apresuraban hacia Córdoba con una cesta de hortalizas, pero ninguna de ellas mostraba una mísera ajorca, ni siquiera de hierro, en sus muñecas o en sus tobillos. ¿Qué iba a hacer con una cesta de hortalizas?
Le asaltó la oscuridad y el camino, pese a estar frente a él, desapareció de su vista. Ningún mercader más se atrevió a recorrerlo ante las sombras que borraron sus márgenes y el silencio cayó sobre Brahim, machacándole su cobardía.
Transcurrió más de la mitad del plazo de dos meses de idda que le habían concedido los ancianos para acreditar que podía gobernar a Fátima, y Brahim no consiguió un solo real por encima del salario que le pagaban en el campo. Es más, una parte de los jornales cobrados desde entonces la había tenido que destinar a devolver el préstamo para el bautizo de Shamir. Era imposible conseguir dinero trabajando, pero también lo era tratando de robarlo.
El nazareno se quedaría con Fátima. Ni siquiera esa posibilidad, que torturaba su conciencia sin tregua, le insufló el valor necesario para arriesgar su vida frente a un puñado de cristianos, por poco armados que fueran.
Brahim sabía de Hernando. Aisha se había visto obligada a contarle qué era de su hijo, y al comprobar que su esposo no reaccionaba con violencia, sino que se encerraba en sí mismo, el pánico la asaltó al comprender a su vez la trascendencia de lo que sucedía: Brahim perdería a Fátima; Brahim iba a ser denostado y humillado frente a la comunidad… ¡Él!, ¡el arriero de Juviles, el lugarteniente de Aben Aboo! Por el contrario, aquel hijastro al que había aceptado a cambio de una mula y al que siempre había detestado, prosperaba, obtenía un trabajo bien remunerado y, lo más importante, le arrebataría a su preciada Fátima.
Dos jinetes que corrieron el oscuro camino a galope tendido le sobresaltaron.
– ¡Nobles! -escupió Brahim.
– Pídeles el dinero a los monfíes de Sierra Morena -le recomendó el hombre del puñal a la mañana siguiente, después de que Brahim se lo devolviese y confesase su inutilidad-. Siempre necesitan gente en la ciudad o en los campos, hermanos que les proporcionen información acerca de las caravanas que van a partir, de las personas que llegan o se van o de las actividades de la Santa Hermandad. Necesitan espías y colaboradores. Yo conseguí el puñal de ellos.
¿Cómo podía dar con los monfíes?, se interesó Brahim. Sierra Morena era inmensa.
– Ellos serán los que darán contigo si acudes a Sierra Morena- le contestó el hombre-, pero procura que no lo hagan primero los de la Santa Hermandad.
La Santa Hermandad era una milicia municipal compuesta por dos alcaides y unidades de cuadrilleros, generalmente doce, que vigilaban los delitos que se cometían fuera de los cascos urbanos: en los campos, en las montañas y en los pueblos de menos de cincuenta habitantes, allí donde la organización de los grandes municipios no podía llegar. Su justicia acostumbraba a ser sumaria y cruel, y en aquellos momentos buscaban a los monfíes moriscos que tenían atemorizados a los buenos cristianos, como el Sobahet, un cruel monfí valenciano que capitaneaba una de las partidas que se habían hecho fuertes en Sierra Morena, al norte de Córdoba, compuesta en su mayor parte por esclavos desesperados, fugados de tierras de señorío, donde la vigilancia era menor que en la ciudad, y que debido a tener los rostros marcados al hierro no podían esconderse en las ciudades y optaban por hacerlo en las sierras.
Los monfíes eran su única posibilidad, concluyó Brahim.
Al amanecer del día siguiente, tras pasar ante la iglesia y el cementerio de Santa Marina, y dejar a su izquierda la torre de la Malmuerta destinada a cárcel de nobles, Brahim, Aisha y el pequeño Shamir abandonaron Córdoba por la puerta del Colodro, en dirección norte hacia Sierra Morena.
Había ordenado a Aisha que se preparase para partir con él y el niño, y que se proveyese de comida y ropa de abrigo. Su tono fue tan tajante que la mujer ni siquiera se atrevió a preguntar. Cruzaron la puerta del Colodro mezclados entre la gente que salía a trabajar a los campos o al matadero, y se dirigieron hacia Adamuz, por encima de Montoro, en el camino de las Ventas, el que unía Córdoba con Toledo a través de Sierra Morena. Cerca de Montoro acababan de encontrar a cuatro cristianos degollados y con las lenguas cortadas; los monfíes debían rondar por la zona.
Desde Córdoba hasta Toledo, en el camino de las Ventas, había numerosas posadas para los viajeros que lo transitaban, por lo que Brahim tomó sendas alejadas de la vía principal, o incluso campo a través, pero antes de llegar a Alcolea, en descampado, como estaba ordenado hacerlo, se produjo el primer encuentro con la Santa Hermandad. Atado a un poste hundido en la tierra, el cadáver asaetado de un hombre se descomponía para servir de alimento a los carroñeros y de advertencia a los vecinos: ésa era la forma en que la Hermandad ejecutaba sus sentencias de muerte contra los malhechores que osaban delinquir fuera de las ciudades. Brahim recordó las precauciones que le habían aconsejado tomar y obligó a Aisha a abandonar la ruta que seguían, aunque se trataba de un camino apartado por el que trataban de rodear las estribaciones de Sierra Morena e internarse directamente en la sierra. Entre alcornoques y cañadas, su instinto de arriero le permitió orientarse sin dificultad y encontrar aquellos pequeños y desconocidos senderos que sólo seguían los cabreros y los expertos en la montaña.
Él y Aisha, que caminaba en silencio detrás de su marido con el niño a cuestas, tardaron todo el día en recorrer la distancia que separaba Córdoba de Adamuz, un pequeño pueblo sometido al señorío de la casa del Carpio; acamparon en sus afueras, entre los árboles, escondidos de los viajeros y la Hermandad.
– ¿Por qué escapamos de Córdoba? -Se atrevió a preguntar Aisha en el momento en que entregaba a Brahim un pedazo de pan duro-. ¿Adónde nos dirigimos?
– No escapamos -le contestó su esposo con rudeza.
Ahí terminó la conversación y Aisha se volcó en el niño. Pernoctaron a la intemperie, sin encender fuego y luchando contra el sueño, temerosos del aullar de los lobos, los gruñidos de los cerdos salvajes o cualquier otro sonido que pudiera delatar la presencia del oso. Aisha protegió a Shamir con su cuerpo. Brahim, sin embargo, parecía feliz; observaba la luna y dejaba vagar la mirada entre las sombras, deleitándose con la que había sido su forma de vida antes de la deportación.
Al alba, efectivamente, fueron los monfíes quienes acudieron a ellos. Los bandoleros merodeaban por el camino de las Ventas atentos a cualquier viajero procedente de Madrid, Ciudad Real o Toledo que no hubiera sido lo suficientemente precavido como para hacerlo en compañía o protegido. Ya los habían descubierto la jornada anterior, vigilantes como siempre lo estaban a cualquier movimiento que pudiera significar la llegada de los cuadrilleros de la Hermandad, pero no les habían dado importancia: un hombre y una mujer con un niño que viajaban a pie y sin equipaje, evitando los caminos principales, carecían de interés. De todas formas, convenía saber qué hacían aquellos tres en la sierra.
– ¿Quiénes sois y qué pretendéis?
Brahim y Aisha, que desayunaban sentados, ni siquiera los habían oído acercarse. De repente, dos esclavos prófugos marcados al hierro en el rostro, armados con espadas y dagas, se plantaron ante ellos. Aisha apretó al niño contra su pecho; Brahim hizo ademán de levantarse, pero uno de los esclavos se lo prohibió con un gesto.
– Me llamo Brahim de Juviles, arriero de las Alpujarras. -El monfí asintió en señal de que conocía el lugar-. Mi hijo y mi esposa -añadió-. Quiero ver al Sobahet.
Aisha volvió la cabeza hacia su esposo. ¿Qué pretendía Brahim? Un tremendo presentimiento la asaltó, encogiéndole el estómago. Shamir reaccionó a la congoja de su madre y rompió a llorar.
– ¿Para qué quieres ver al Sobahet? -preguntó mientras tanto el segundo monfí.
– Es cosa mía.
Al instante, los dos esclavos huidos llevaron las manos a las empuñaduras de sus espadas.
– En la sierra, todo es cosa nuestra -replicó uno de ellos-. No parece que estés en situación de exigir…
– Quiero ofrecerle mis servicios -confesó entonces Brahim.
– ¿Cargado con una mujer y un niño? -rió uno de los esclavos.
Shamir berreaba.
– ¡Hazlo callar, mujer! -ordenó Brahim a su esposa.
– Acompañadnos -cedieron los esclavos después de consultarse con la mirada y hacer un gesto de indiferencia.
Todos se internaron en las entrañas de la sierra; Aisha trastabillaba detrás de los hombres, tratando de calmar a Shamir. Brahim había dicho que quería ofrecerse al monfí. Era evidente que Brahim buscaba dinero para recuperar a Fátima, pero ¿para qué los llevaba a ellos? ¿Para qué necesitaba al pequeño Shamir? Tembló. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas al suelo con el niño abrazado contra su pecho, se levantó y se esforzó por seguir la marcha. Ninguno de los hombres se volvió hacia ella… y Shamir no cesaba de llorar.
Llegaron a un pequeño claro que había servido como campamento a los monfíes. No había tiendas ni ningún chamizo; sólo mantas esparcidas por el suelo y las brasas de un fuego en el centro del claro. Arrimado a un árbol, el Sobahet, alto y cejijunto, con barba negra descuidada, recibía explicaciones de los dos esclavos que habían acompañado a Brahim y Aisha. Examinó a Brahim desde la distancia y luego le ordenó acercarse.
Cerca de media docena de monfíes, todos herrados y harapientos, recogían el campamento: unos permanecían atentos a los nuevos visitantes, otros miraban a Aisha sin esconder su deseo.
– Di rápido lo que tengas que decir -conminó el jefe monfí a Brahim, antes incluso de que éste llegase a su altura-. En cuanto regresen los hombres que nos faltan, partiremos. ¿Por qué crees que podría estar interesado en tus servicios?
– Porque necesito dinero -contestó sin tapujos Brahim.
El Sobahet sonrió con cinismo.
– Todos los moriscos lo necesitan.
– Pero ¿cuántos de ellos escapan de Córdoba, se internan en Sierra Morena y acuden a ti?
El monfí pensó en las palabras de Brahim. Aisha trataba de escuchar la conversación a unos pasos de distancia. El niño ya se había calmado.
– Los cristianos pagarían bien por mi detención y la de mis hombres. ¿Quién me asegura que no eres un espía?
– Ahí están mi mujer y mi hijo varón -alegó Brahim con un gesto hacia Aisha-. Pongo sus vidas en tus manos.
– ¿Qué podrías hacer? -preguntó el Sobahet, satisfecho con la réplica.
– Soy arriero de profesión. Participé en el levantamiento y fui lugarteniente de Ibn Abbu en las Alpujarras. Sé de recuas, y sólo con verlas, con echar una ojeada a sus arreos y jaeces, puedo prever qué es lo que transportan y cuáles son sus defectos. Puedo moverme con una recua de mulas por cualquier lugar, por peligroso que sea, de día o de noche.
– Ya tenemos a un arriero con nosotros: mi segundo, mi hombre de confianza -le interrumpió el Sobahet. Brahim se volvió hacia los esclavos-. No. No es ninguno de ellos. Le estamos esperando. Y ya hemos considerado la posibilidad de ayudarnos con algunas mulas, pero nos movemos con rapidez; las mulas no harían más que entorpecer nuestros desplazamientos.
– Con buenos animales puedo moverme tan rápido como cualquiera de tus monfíes y por lugares a los que nunca llegaría un hombre. Deberías tenerlos, multiplicarían tus beneficios.
– No. -El monfí acompañó su negativa con un gesto de la mano-. No me interesa… -empezó a decir como si diera la conversación por terminada.
– ¡Deja que te lo demuestre! -Insistió Brahim-. ¿Qué riesgo corres?
– Poner en tus manos nuestro botín, arriero. Ése sería el riesgo que correría. ¿Qué sucedería si te quedases atrás con tus mulas cargadas? Deberíamos esperarte y arriesgar nuestras vidas… o confiar en ti.
– No te fallaré.
– He oído demasiadas veces esa promesa -alegó el Sobahet con una mueca.
– Podría actuar como espía…
– Ya tengo espías en Córdoba y en los pueblos que la circundan. Sé de cada caravana que se mueve por el camino de las Ventas. Si quieres unirte a mi partida, te pondré a prueba, como a todos. Es lo más que puedo ofrecerte. -En ese momento otro grupo de monfíes apareció entre los árboles-. ¡Nos vamos! -gritó el Sobahet-. Piensa en lo que te he dicho, arriero, y ven si quieres. Pero tú solo, sin tu mujer ni tu hijo.
– ¡Perra! ¿Qué hace esta puta aquí? -El grito resonó entre el ajetreo de los hombres que se preparaban para partir. El Sobahet dio un respingo. Brahim se volvió hacia donde estaba Aisha.
¡Ubaid!
Aisha permanecía paralizada frente al arriero de Narila, que acababa de llegar al campamento. En el repentino silencio que prosiguió a los insultos, Ubaid volvió la cabeza hacia Brahim, como si después de haberse topado con su esposa, presintiera su presencia. Los dos arrieros enfrentaron sus miradas.
– Sólo falta el nazareno para que se cumpla el mejor de mis sueños -sonrió el Manco. Brahim tembló y buscó ayuda con la mirada en el jefe de los monfíes-. Éste es el hombre del que te he hablado tantas veces. -El Sobahet endureció su expresión-. Fue él quien me cortó la mano.
– Tuyo es, Manco. Él y su familia -masculló el Sobahet señalando a Aisha y al niño-, pero aligera. Debemos irnos.
– ¡Lástima que falte el nazareno! Cortadle la mano -ordenó Ubaid-. ¡Cortádsela! A él y a su hijo. Que su descendencia recuerde siempre por qué a Ubaid de Narila le llaman el Manco.
Antes de que Ubaid terminase de hablar, dos hombres agarraron a Brahim. Aisha aulló y protegió a Shamir, al tiempo que otros monfíes trataban de arrebatárselo. El niño estalló de nuevo en llanto, y mientras Aisha defendía a su pequeño, tumbada en el suelo sobre él, los monfíes que luchaban con Brahim lo arrodillaron. Brahim gritaba, insultaba e intentaba defenderse. Extendieron su brazo y lo aguantaron con firmeza antes de que un tercero descargara un golpe de alfanje sobre la muñeca. Inmediatamente, Brahim, con los ojos abiertos por la terrorífica impresión de ver desgajada su mano, fue arrastrado hasta las brasas donde le introdujeron el muñón para cauterizar la herida. Los gritos de Brahim, los gemidos de Aisha y los llantos del pequeño se confundieron en uno solo cuando los monfíes lograron arrancar al niño de brazos de su madre.
Aisha saltó tras ellos hasta caer a las piernas de Ubaid.
– ¡Yo soy la madre del nazareno! -gritó de rodillas, agarrada con ambas manos a la marlota del monfí-. El niño morirá. ¿Qué dolerá más a Hernando? ¡Mátame a mí! Te cambio mi vida por la de él, pero deja a mi pequeño, ¿qué culpa tiene? -sollozó-. ¿Qué culpa…? -trató de repetir antes de caer presa de un llanto incontrolado.
Ubaid no hizo ademán de apartar a la mujer, por lo que los monfíes que llevaban al niño se detuvieron. El de Narila dudó.
– De acuerdo -accedió-. Dejad al niño y matadla a ella. Tú -añadió, dirigiéndose a un Brahim que se retorcía en el suelo-, llevarás su cabeza al nazareno. Dile también que acabaré aquí, en Córdoba, lo que debí haber hecho en las Alpujarras.
Aisha se desasió de la marlota de Ubaid y éste se apartó para dejar sola a la mujer, de rodillas. Indicó a uno de los monfíes, un esclavo marcado, que la ejecutase y el hombre se acercó a ella con la espada desenvainada.
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios -recitó Aisha con los ojos cerrados, entregada a la muerte.
El esclavo detuvo el golpe al oír la profesión de fe. Bajó la cabeza. Ubaid llevó los dedos de su mano izquierda al puente de su nariz; el Sobahet contemplaba la escena. La espada del monfí siguió en el aire durante unos instantes. Hasta Shamir calló. Luego, el hombre miró a sus compañeros en busca de apoyo. ¡No eran asesinos! Entre ellos se encontraban un platero de Granada, tres tintoreros, un comerciante… Se habían visto obligados a convertirse en monfíes para escapar de una esclavitud injusta, de un trato ignominioso. ¿Luchar y matar cristianos? Sí. ¡Los cristianos les habían robado su libertad y sus creencias! ¡Eran ellos quienes habían esclavizado a sus esposas e hijas! Pero asesinar a una mujer musulmana…
Antes de que el monfí rindiese la espada, el Sobahet y Ubaid intercambiaron sus miradas. No podía pedirle aquello a los hombres, pareció decirle el jefe monfí a su lugarteniente, ni tampoco debía hacerlo él personalmente; era una mujer musulmana. Entonces intervino Ubaid:
– Coge a tu niño y a tu marido y vete. Eres libre. Yo, Ubaid, te concedo la vida, la misma que le quitaré a tu otro hijo.
Aisha abrió los ojos sin mirar a nadie. Se levantó presurosa, temblando, y acudió al hombre que sostenía a Shamir, que se lo ofreció en silencio. Luego se dirigió allí donde se hallaba Brahim, postrado junto a las brasas. Lo observó con desprecio y le escupió.
– Perro -acertó a insultarle.
Abandonó el claro del bosque, deshecha en llanto, sin saber adónde dirigirse.
– Enséñale dónde está el camino de las Ventas -ordenó el Sobahet a uno de los monfíes, cuando la espalda de Aisha se perdía en dirección contraria, hacia la fragosidad de la sierra.
Hernando entregó a Rodrigo un soberbio ejemplar de tres años de edad, ya embridado, nervioso, y de una curiosa capa pía, con grandes manchas marrones sobre blanco. Los potros, una vez montados, cuando ya se dejaban mandar en el picadero de las caballerizas reales, debían acostumbrarse al campo, a los toros y a los animales, a cruzar ríos y saltar cortadas, a galopar por los caminos y a detenerse al solo contacto con el freno, pero también debían conocer la ciudad: pararse junto al taller de un forjador y permanecer impasibles ante los golpes en el hierro sobre la forja; moverse entre la gente sin asustarse de las correrías de los niños, de los colores, de las banderas o de los muchos animales que andaban sueltos por Córdoba -perros, gallinas y por supuesto los numerosos cerdos peludos y oscuros, de colas negras, y orejas y hocicos puntiagudos en los que algunos mostraban imponentes colmillos-; soportar la música, las fiestas y todo tipo de ruidos e imprevistos. ¿Qué sería de aquellos caballos y sobre todo de sus domadores si el rey o cualquiera de sus familiares, allegados o beneficiados cayeran por los suelos porque sus monturas se hubieran asustado del estruendo de los pífanos y timbales en una parada militar o del griterío de los súbditos ante su rey?
Todavía no habían llegado los nuevos potros de las dehesas, por lo que Hernando se limitaba a ayudar en las cuadras sin función concreta, y con aquel propósito Rodrigo, montado en el pío, y Hernando a pie, con una larga y flexible vara en la mano, salieron de ellas por la mañana a recorrer la ciudad y someter al fogoso potro a toda clase de nuevas experiencias.
– Te he visto trabajar en las cuadras y me complace tu labor -le dijo el jinete antes de echar el pie al estribo del caballo-, pero de momento no deja de ser similar a la de los demás. Ahora comprobaré si en verdad posees ese sentido especial que creyó percibir en ti don Diego. Vamos a recorrer la ciudad y a enseñársela a este potro. Se asustará. Cuando ello suceda, si consideras que yo ya no debo hacer nada más, que castigarlo con las espuelas o con la vara sería contraproducente, deberás intervenir azuzando al caballo y en la medida correcta. ¿Entiendes?
Hernando asintió cuando el jinete ya pasaba su pierna derecha por encima de la grupa. ¿Cómo sabría cuándo y en qué medida?
– Si el potro llegara a desmontarme -repuso Rodrigo, mientras se acomodaba en la montura-, cosa bastante usual en estas primeras salidas a la ciudad, tu objetivo es el caballo. Pase lo que pase, aunque yo me descuerne contra una pared, o el caballo patee a una anciana o destroce una tienda, debes hacerte con él e impedir que huya por la ciudad para que no sufra daño alguno. Y ten en cuenta una circunstancia: por privilegio real, nadie, repito, ¡nadie!, ni el corregidor, ni los alguaciles, ni los jurados o los veinticuatros de Córdoba tienen autoridad o jurisdicción sobre los caballos y el personal de las caballerizas reales. Tu misión es proteger a este animal y si a mí me sucede algo, traerlo de vuelta a las cuadras sano y salvo, pase lo que pase o te digan lo que te digan.
Hernando siguió al jinete fuera de las cuadras planteándose todavía qué era lo que Rodrigo esperaba de él pero, al igual que el potro, no tuvo tiempo de más: en cuanto el animal adelantó una mano fuera del recinto e irguió las orejas, extrañado de la gente que deambulaba por el Campo Real y de los edificios que le eran desconocidos, Rodrigo lo espoleó con fuerza para impedirle pensar; el potro brincó hacia el exterior, como tuvo que hacer Hernando para no perderles. A partir de ahí se sucedió una mañana frenética. El jinete obligó al pío a galopar por estrechos callejones; pasó entre la gente y buscó aquellos lugares y situaciones que más podían sorprender al animal, con Hernando siempre a la zaga. Buscaron la Calle de los Caldereros en el barrio de la Catedral, en la que sometieron al potro a los golpes del martillo sobre el cobre. Luego se plantaron en la curtiduría con su constante trasiego; se detuvieron en los talleres de perailes y tintoreros, en los de los plateros y fabricantes de agujas; recorrieron varias veces la Corredera y los mercados hasta llegar al matadero y a la zona de las ollerías. La experiencia y el arrojo de Rodrigo hicieron casi innecesario el concurso de su ayudante.
Sólo en una ocasión se vio obligado a ello. Rodrigo acercó el potro a uno de los muchos cerdos que corrían sueltos por las calles. El gorrino, grande, se revolvió contra el caballo, chillando y mostrando sus colmillos. En ese momento el pío giró sobre sí, aterrado, y se fue a la empinada, lo que descolocó al jinete. Pero antes de que pudiese escapar del cerdo, Hernando le cerró el paso y le fustigó con la vara en las ancas, obligándole a enfrentarse al animal hasta que Rodrigo se recompuso y volvió a asumir el mando. Por lo demás, se limitó a mostrar la vara tras el caballo, chasqueando la lengua en aquellas ocasiones en que, pese a las espuelas o caricias del jinete según los casos, el potro se espantaba de ruidos o movimientos y se mostraba reticente a acercarse.
Con todo, al igual que el potro, Hernando retornó a las caballerizas sudoroso y sin resuello.
– Bien, muchacho -le felicitó Rodrigo. El jinete echó pie a tierra y le entregó el caballo-. Mañana continuaremos.
Hernando tiró de las bridas del pío hacia la nave de cuadras y allí, a su vez, se lo entregó a un mozo. Iba a abandonar la nave, pero un herrador que inspeccionaba los cascos de otro caballo y al que había visto en más de una ocasión por las caballerizas, se dirigió a él en voz alta.
– Ayúdame. ¡Aguanta! -le indicó. El hombre, de tez muy morena, le cedió una de las patas traseras del caballo. Una vez Hernando la sostuvo en alto, cruzada sobre su muslo, de espaldas al caballo, el herrador rascó la ranilla del casco con una navaja y la limpió de la suciedad acumulada-. Tengo un mensaje para ti -le susurró entonces, sin dejar de rascar-. Han encarcelado a tu madre. -Hernando estuvo a punto de soltar la pata del caballo. El animal se inquietó-. ¡Aguanta! -le ordenó el hombre, esta vez en voz alta.
– ¿Cómo…, cómo lo sabes? ¿Qué ha pasado? -preguntó, casi en la oreja del herrador, pegado a él.
– Me envían los ancianos. -El respeto con que pronunció la última palabra indicó a Hernando que aquel hombre era de los suyos-. La detuvo la Hermandad en el camino de las Ventas cuando ella regresaba a Córdoba con su pequeño en brazos. No tenía autorización para abandonar la ciudad y la han condenado a sesenta días de cárcel.
– ¿Qué hacía en el camino de las Ventas?
– Tu padrastro ha desaparecido. Tu madre alegó ante el alcaide de la Hermandad que su esposo la había obligado a huir de Córdoba con el niño, pero que logró burlarle y volver. -Aisha se cuidó mucho de explicar a los cuadrilleros, y después al alcaide, que se habían reunido con los monfíes-. Me han dicho que no te preocupes, que está bien, que le han conseguido una manta para ella y ropa para la criatura y les llevan comida.
– ¿Cómo se encuentra?
– Bien, bien. Los dos están bien.
– ¿Y mi…? ¿Sabes algo de Fátima? -Si Brahim había decidido huir de Córdoba, pensó, tal vez se hubiera llevado consigo a Fátima. ¿O se había rendido?
– Ella sigue viviendo con Karim -contestó el herrador, que parecía estar al tanto de la historia.
Con la atención aparentemente puesta en cómo el hombre terminaba de limpiar las ranillas del caballo, Hernando no pudo dejar de plantearse lo que aquello significaba: ¡Brahim había huido dejando a Fátima en Córdoba! ¿Cuánto tiempo restaba para que se cumpliera la idda? ¿Dos, tres semanas?
– ¿Quién eres? -se interesó cuando el herrador finalizó su trabajo y le indicó que ya podía soltar el pie del caballo.
– Me llamo Jerónimo Carvajal -contestó el hombre al tiempo que se erguía.
– ¿De dónde eres? ¿Cuándo…?
– Aquí, no. -Jerónimo interrumpió la curiosidad del muchacho mientras se llevaba la mano a los riñones y hacía un gesto de dolor-. Este trabajo me destrozará. Ven conmigo -le indicó, mientras recogía sus herramientas y se encaminaba hacia la salida de las cuadras.
Cruzaron el zaguán de entrada al edificio, a cuya derecha se abría una pequeña escribanía que servía de administración de las caballerizas. Allí encontraron al ayudante del caballerizo mayor y a un escribano que rasgueaba sobre unos legajos.
– Ramón -dijo Jerónimo en tono firme al ayudante, desde la misma puerta-, necesito material. Me llevo al nuevo.
El tal Ramón, en pie al lado del escribano, asintió con un simple gesto de la mano sin dejar de mirar lo que escribía el otro, y Jerónimo y Hernando salieron a la calle.
– Soy natural de Orán y mi verdadero nombre es Abbas -se le adelantó Jerónimo una vez hubieron dejado atrás las edificaciones-. Vine a España para trabajar en las cuadras de uno de los nobles que acudieron en la defensa de la ciudad hace diez años. Luego, don Diego me contrató para las caballerizas del rey.
Superaron el palacio del obispo y caminaban ya junto a la fachada posterior de la mezquita. Hernando se fijó en Abbas: sus orígenes africanos se revelaban en una tez bastante más morena que la de los moriscos españoles, que muchas veces podían confundirse con los cristianos; era algo más alto que él y mostraba un pecho y unos brazos fuertes, los de un herrador acostumbrado a martillar sobre el yunque y herrar a los caballos. Su pelo era espeso y negro como el azabache, sus ojos oscuros y sus rasgos firmes, sólo rotos por una nariz sensiblemente bulbosa, como si en algún momento se la hubieran roto.
– ¿Qué vamos a comprar? -se interesó Hernando.
– Nada. Aunque si te preguntasen al volver, di que hemos estado buscando material pero que no me ha parecido convincente.
Habían llegado ya a la esquina con la calle del mesón del Sol, que rodeaba la mezquita hasta la puerta del Perdón.
– Entonces, ¿podríamos…? -indicó señalando la calle que se abría a su derecha.
– ¿La cárcel? -entendió Abbas.
– Sí. Me gustaría ir a ver a mi madre. Conozco al alcaide -tranquilizó al herrador ante su expresión de duda-. No habrá problema. Tengo que hablar con ella.
Abbas acabó accediendo y giró por la calle del Sol.
– Y yo tengo que hablar contigo -comentó mientras subían hacia la puerta del Perdón, dejando a su izquierda los vestigios de su cultura en forma de magníficas puertas y arabescos labrados en la piedra de la mezquita-. Entiendo que quieras visitar a tu madre, pero te ruego que no te entretengas.
– ¿De qué quieres hablar?
– Después -se opuso Abbas.
Hernando se mezcló entre la gente que entraba y salía de la cárcel hasta dar con el portero. Abbas esperó fuera. Alrededor de un patio interior rodeado de arcadas, se alzaban dos pisos en los que se encontraban las celdas y las dependencias del alcaide y demás servicios, incluido un pequeño mesón. Saludó al portero y le preguntó por el obeso y desastrado alcaide, que no tardó en aparecer en el patio al saber de la llegada del morisco.
Un hedor a heces acompañó la llegada del alcaide. Hernando hizo ademán de apartarse cuando el hombre le tendió la mano derecha, todo él sucio de excrementos y mojado en orines.
– ¿Otro que se ha refugiado en las letrinas? -preguntó a modo de saludo tras suspirar y aceptar la mano que le ofrecía el jefe de la cárcel.
– Sí -afirmó el alcaide-. Está condenado a galeras y es la tercera vez que se revuelca en la mierda para evitar que lo cojamos. -Hernando sonrió pese a la caliente humedad que notaba en la mano que estrechaba la suya. Se trataba de una estratagema de los presos que iban a ser sacados de la cárcel antes de ser ajusticiados: esconderse en las letrinas para revolcarse en los orines y excrementos de los demás. Ningún alguacil quería acercarse a detenerlos, pero probablemente tres veces eran demasiado y en ésta había sido necesaria la presencia del mismo alcaide para llevar a galeras al condenado-. Me habían dicho que ya no volverías por aquí -añadió el alcaide poniendo fin al húmedo apretón de manos.
– Se trata de un asunto particular. -Hernando percibió en el brillo de los ojos de su interlocutor el interés que originó su declaración- La Hermandad ha ordenado el encarcelamiento de una mujer y su hijo. -El alcaide simuló pensar-. Se llama Aisha, María Ruiz.
– No sé… -empezó a decir el alcaide frotando con descaro pulgar e índice de su mano, reclamando el pago acostumbrado.
– Alcaide -protestó Hernando-, esa mujer es mi madre.
– ¿Tu madre? ¿Y qué hacía tu madre en el camino de las Ventas?
– Veo que os acordáis de ella. Eso quisiera saber yo: ¿qué hacía allí? Y, no os preocupéis, cumpliré con vos.
– Espera aquí.
El hombre se alejó hacia una de las mazmorras que daban al patio, por detrás de las arcadas que lo circundaban, y Hernando presenció cómo dos alguaciles que mascullaban sin cesar, sucios de excrementos y orines, flanqueaban al reo condenado a galeras. El galeote, mugriento, sonreía entre los malhumorados alguaciles, mientras que desde las mazmorras se despedían de él a gritos, y la gente se apartaba con asco a su paso. Los siguió con la mirada hasta que abandonaron la cárcel y al volverse hacia el patio, se encontró con Aisha, que había dejado a Shamir en brazos de otra reclusa.
– Madre…
– Hernando -musitó Aisha al verle.
– ¿Dónde podríamos estar a solas un rato? -preguntó Hernando al alcaide.
Éste les cedió una pequeña habitación contigua a la portería, sin ventanas, que servía de almacén.
– ¿Qué hacías…? -empezó a preguntar tan pronto como el alcaide cerró la puerta tras de sí.
– Abrázame -le interrumpió Aisha.
Contempló a su madre, que le esperaba con los brazos entreabiertos, como si no se atreviera a refugiarse en él. ¡Nunca se lo había pedido! Por un segundo recordó cómo, en Juviles, ella reprimía sus muestras de cariño ante la más mínima posibilidad de ser descubierta y ahora… Se echó en sus brazos y la abrazó con fuerza. Aisha lo arrulló y tarareó una de sus canciones de cuna sin lograr evitar que el son se quebrase por algún sollozo.
– ¿Qué hacías en el camino de las Ventas, madre? -preguntó al fin con la voz tomada.
Aisha le contó la huida a la sierra, el encuentro con los monfíes y con Ubaid; cómo le cortaron la mano a su padrastro y a ella le perdonaron la vida.
– Le escupí y le insulté -reveló al final, titubeando, incapaz todavía de aceptar el hecho de que había dejado a su esposo abandonado en Sierra Morena después de que le cortasen una mano.
Hernando deseó reír, gritar incluso. ¡Perro!, pensó. ¡Por fin su madre se había rebelado! Sin embargo, algo le aconsejó no hacerlo.
– Él se buscó su perdición -se limitó a afirmar.
Aisha titubeó antes de asentir ligeramente.
– Ubaid quiere matarte -le advirtió-. Es peligroso. Se ha convertido en el lugarteniente de un jefe de los monfíes.
– No te preocupes por ello, madre -la atajó, sin excesiva convicción-. Nunca bajará a Córdoba, ni por mí ni por nadie. Piensa solamente en ti y en el niño. ¿Cómo os tratan aquí?
– Nadie nos molesta… y comemos.
Abbas respetó el silencio en el que Hernando se había sumido cuando empezó a caminar a su lado. La despedida había sido larga: Aisha sollozaba y parecía querer retenerlo junto a ella, y él… tampoco quería dejarla allí, pero antes de que se dejara llevar por el mismo llanto, cuando Aisha percibió un ligero temblor en el mentón de su hijo y notó que se le aceleraba la respiración, le obligó a marcharse. Hernando buscó al alcaide y le prometió dinero, cualquier cosa a cambio de que la tratara bien y cuidara de ella, y abandonó la cárcel mirando una y otra vez la puerta de la mazmorra por la que su madre desapareció.
– ¿De qué querías hablar antes? -preguntó a Abbas cuando se hubo repuesto.
– Tu madre, ¿está bien? -inquirió éste a su vez. Hernando asintió-. ¿La han azotado?
– No… Que yo sepa.
– En ese caso la condena ha sido benévola. A un hombre lo habrían condenado a muerte si hubiera ido a Granada, a galeras de por vida si hubiera llegado a diez leguas de Valencia, Aragón o Navarra y a azotes, y cuatro años de galeras si lo hubieran encontrado en cualquier otro lugar fuera de su residencia.
La había abrazado con fuerza, pensaba Hernando, y no se había quejado. No debían de haberla azotado… ¿o sí?
– Luego me contarás qué ha pasado, sobre todo con tu padrastro -continuó Abbas-. Necesitamos saberlo.
– ¿Necesitamos? -se sorprendió.
– Sí. Todos. Nos vigilan. Un fugado… afecta a la comunidad. Investigarán en su entorno.
– Nadie contará nada -comentó Hernando.
Andaban sin rumbo por la medina, un complejo entramado de callejas estrechas y sinuosas, toda ella rodeada de grandes porciones de terreno en las que a su vez penetraban innumerables callejones sin salida.
– No te equivoques, Hernando. Eso es lo primero que tienes que aprender: entre nosotros también hay traidores, creyentes que actúan como espías para los cristianos.
Hernando se detuvo y frunció el ceño.
– Sí -insistió Abbas-. Espías. El consejo de ancianos te ha elegido…
– ¿Y tú quién eres realmente? ¿Cómo sabes tantas cosas?
Abbas suspiró. Volvían a caminar.
– Ellos han aprovechado mi trabajo en las caballerizas para que pudiera avisarte cuanto antes de lo de tu madre, pero también desean que te proponga algo. -Hizo una pausa y, al ver que Hernando no replicaba, siguió hablando-: Todas las aljamas de España están organizadas. Todas cuentan con muftíes y alfaquí es que actúan en secreto. Valencia, Aragón, Cataluña, Toledo, Castilla…, en todos esos lugares hay comunidades de creyentes establecidas, ¡en algunas de ellas incluso hay quien se llama rey! Todas las demás poblaciones a las que han sido deportados los musulmanes de Granada se están organizando, sumándose a los moriscos que ya estaban allí establecidos o, como en Córdoba, donde ya no quedaba casi ninguno, creando esa estructura de nuevo.
– Pero yo…
– Calla. Lo primero que tienes que hacer es no confiar en nadie. No sólo hay espías, hay muchos otros de nuestros hermanos que, aun no deseándolo, ceden bajo la tortura de la Inquisición. Podremos hablar de lo que quieras y trataré de contestar a cuantas cuestiones desees plantearme, pero júrame que si no aceptas nuestra propuesta, nunca contarás a nadie nada de lo que conozcas. -Sus pasos los llevaron frente a la calle del Reloj, donde sobre una pequeña torre se hallaba el reloj de la ciudad. Los dos se distrajeron un rato y observaron cómo unos muchachos apedreaban las campanas-. ¿Lo juras? -insistió Abbas. Un jesuita, con gritos y aspavientos, trataba de poner fin a la pedrea contra las campanas.
– Sí -afirmó Hernando con la mirada perdida en los chiquillos que escapaban del jesuita-. ¿Y cómo sé entonces que puedo fiarme de ti?
Abbas sonrió.
– ¡Aprendes rápido! ¿Te fías de Hamid, el esclavo de la mancebía?
– ¡Más que de mí mismo! -replicó Hernando.
Hacia la mancebía dirigieron sus pasos; Hamid estaba ocupado y no pudo acercarse, pero desde la puerta hizo un gesto de asentimiento que Hernando comprendió al instante: el herrador era de confianza.
Aquella noche, encerrado en su habitación, después de comprobar en un par de ocasiones que la puerta se hallaba atrancada por dentro, Hernando se sentó en el suelo y deslizó los dedos por la tapa de un raído ejemplar del Corán escrito en aljamiado. Luego abrió la obra divina y hojeó su contenido.
– No soy quién para hablar de tus virtudes o tus defectos -le había confesado Abbas esa mañana-, pero hay algo que sí es importante para las necesidades de nuestros hermanos: sabes leer y escribir, conocimientos de los que la gran mayoría carecemos.
Los libros escritos en árabe o de contenido musulmán se hallaban estrictamente prohibidos, y cualquiera al que se le encontrase alguno de ellos, terminaba en las mazmorras de la Inquisición. Abbas que también vivía con su familia sobre las cuadras, pareció descansar cuando, con sigilo, le entregó el Corán.
– Hay muchos más libros repartidos entre la gente -afirmo. Desde traducciones o composiciones del gran cadí Iyad sobre los milagros y virtudes del Profeta, hasta simples manuscritos con versos o profecías en árabe o aljamiado. Los mantienen escondidos como buenamente pueden para conservar nuestras leyes y nuestras creencias, cada uno de ellos como un tesoro. El cardenal Cisneros, el que convenció a los Reyes Católicos para que incumplieran los tratados de paz con los musulmanes, quemó en Granada más de ochenta mil de nuestros escritos. Trata la obra divina por lo tanto como lo que es: el tesoro de nuestro pueblo.
¡El tesoro de nuestro pueblo! De nuevo Hernando se convertía en el guardián del tesoro de los creyentes.
Debía leer y aprender. Escribir. Transmitir los conocimientos y mantener vivo el espíritu de los musulmanes. Aceptó sin dudarlo; Abbas le invitó a entrar en un mesón y para su sorpresa, pidió dos vasos de vino con los que brindaron a la vista de los tertulianos que se hallaban presentes.
– Tienes que ser más cristiano que los cristianos y, a la vez, más musulmán que cualquiera de nosotros -susurró a su oído.
Hernando alzó el vaso y asintió.
– Alá es grande -vocalizó en silencio cuando Abbas alzó el suyo para brindar.
Desde su habitación, en el silencio de la noche, podía escuchar el rumor del centenar de caballos bajo la solera; algunos escarbaban inquietos, otros relinchaban o bufaban, pero también podía olerlos. ¡Qué poco tenía que ver aquel olor con el del estiércol putrefacto de la curtiduría! Se trataba de un olor fuerte y penetrante, cierto, pero sano. Regularmente, el estiércol de las caballerizas reales se transportaba a la contigua huerta de la Inquisición, por lo que nunca llegaba a pudrirse bajo los pies de los caballos.
Cerró el Corán, y a falta de mejor escondite lo guardó en el arcón. Ya buscaría algún sitio más seguro, pensó mientras observaba el libro en el fondo, el único objeto que guardaría aquel mueble hasta que llegase Fátima. Entonces quizá ella lo llenase, poco a poco, con enseres y ropas, quizá las de algún niño. Cerró el arcón y echó la llave. ¡Fátima! Hubiera aceptado igual, seguro, pero cuando Abbas le dijo que también contaban con ella, no lo dudó.
– Son nuestras mujeres las que enseñan a sus hijos -le explicó el herrador-. De ellas depende su educación y todas lo aceptan con orgullo y esperanza. Además, de esta forma se evitan las denuncias a la Inquisición. Es casi inimaginable que un hijo denuncie a su madre. Tú, ni puedes ni debes reunirte con las mujeres para explicarles la doctrina; eso tiene que hacerlo una mujer. Nadie sospecha de una mujer que se reúne con otras.
La idda de dos meses se cumplió a mediados de semana, pero Karim le rogó que no acudiera a buscar a Fátima hasta el domingo después de la misa mayor. Aún no estaban casados conforme a la ley de Mahoma, y la boda, que se celebraría en secreto, planteó un serio problema a Hernando: no tenía dinero para el zidaque y sin dote no podía celebrarse el enlace. La mayor parte de su salario había ido a parar a manos del alcaide de la cárcel y el exiguo resto debía cubrirles los gastos. ¡No disponía del cuarto de dobla que exigía la ley! ¿Cómo podía no haber pensado en ello?
– Vale con una sortija -trató de tranquilizarle Hamid ante el problema.
– Tampoco tengo para eso -se quejó él, pensando en los caros talleres de platería de Córdoba.
– De hierro. Con que sea de hierro, basta.
El domingo anduvo desde la iglesia de San Bartolomé hasta la calle de los Moriscos en Santa Marina. Cruzó Córdoba entera sin apresurarse, dando tiempo a Karim y Fátima, sin dejar de acariciar entre sus dedos la magnífica sortija de hierro que le forjó Abbas aprovechando un resto de metal. Con sus grandes manos, tan distintas a las delicadas de los joyeros, Abbas llegó incluso a grabarle minúsculas muescas decorativas.
En la misma calle, dos jóvenes moriscos que fingían charlar pero que en realidad vigilaban la posible visita de algún sacerdote o jurado, le saludaron con cordialidad. Un tercero que apareció de la nada le acompañó hasta la casa de Karim: un pequeño y viejo edificio de una sola planta con huerto trasero que, como todos, era compartido por varias familias. Sin embargo, las mujeres habían logrado encalar su fachada, como las de la mayoría de las humildes casas de la calle de los Moriscos, y su interior, al igual que sucedía con los de las casas de Granada, se presentaba inmaculadamente limpio.
Jalil, Karim y Hamid encabezaban la escasa lista de invitados que saludaron a Hernando; los imprescindibles para que el enlace alcanzara la notoriedad requerida en las bodas; pocas más costumbres podían cumplirse en Córdoba. Hamid le abrazó pero el joven tenía la mente en su madre: la segunda vez que fue a la cárcel, Aisha le suplicó que no volviera a visitarla más. «Tienes un buen trabajo entre los cristianos -alegó-. Yo saldré pronto. No permitas que te vean por aquí, de visita a una morisca fugada, y que con ello puedan relacionarte con el desaparecido Brahim.» ¡Le hubiese gustado tanto que su madre estuviera allí ese día!
Hamid se deshizo del abrazo y tomándolo por los hombros le obligó a girarse hacia donde acababa de aparecer Fátima. Iba ataviada con una túnica de lino blanco prestada que contrastaba con su tez morena, con el chispear de sus inmensos ojos negros y con su largo cabello negro ensortijado que las mujeres habían adornado con coloridas flores diminutas. La esposa de Karim le había regalado una delicada toca blanca que cubría su hermosa melena. Fátima lucía sus esplendorosos diecisiete años. En el nacimiento de su cuello, allí donde Hernando percibió el palpitar del corazón de la muchacha, refulgía la prohibida joya de oro.
Le ofreció su mano y ella la tomó con fuerza, la misma que había demostrado hasta ese momento. Así lo entendió Hernando, que apretó la suya a su vez. Cruzaron sus miradas y las sostuvieron. Nadie les interrumpió; nadie osó moverse siquiera. Él fue a decirle que la amaba, pero Fátima se lo impidió con un gesto casi imperceptible, como si quisiera prolongar aquel momento y deleitarse en la victoria. ¡Cuánto les había costado! En sólo unos instantes, ambos al tiempo recordaron sus sufrimientos: la obligada boda y entrega de Fátima a Brahim…
– Te amo -afirmó Hernando, aunque intuía los pensamientos que poblaban la cabeza de su futura esposa; Fátima apretó los labios. También ella adivinaba lo que él estaba pensando. ¡Hernando había soportado la esclavitud por su amor!
– Y yo a ti, Ibn Hamid.
Se sonrieron, momento que aprovechó la esposa de Karim para apresurarles. No convenía demorar la ceremonia.
Hamid hizo las exhortaciones. Aparecía envejecido; en ocasiones le tembló la voz y tuvo que carraspear repetidamente para recuperar el tono. Fátima perdió cualquier atisbo de entereza y serenidad al recibir el tosco anillo de hierro. Con manos temblorosas, buscó el dedo adecuado; luego esbozó una sonrisa nerviosa. No hubo zambras ni bailes, ni siquiera un convite; se limitaron a orar en susurros en dirección hacia la quibla y el matrimonio abandonó la calle de los Moriscos como una pareja más. Fátima se había quitado los adornos del cabello y se había cambiado la túnica blanca por su ropa habitual. Iba con la cabeza cubierta por la toca y un diminuto hatillo en una mano. ¡Cuánto arcón quedaría por llenar!, pensó Hernando al ver lo poco que pesaba el hatillo.
Escondieron la mano de Fátima en el interior del Corán, que a su vez taparon con la toca blanca que Fátima dobló con primor. Para cumplir con la costumbre, introdujeron debajo del colchón de la cama un pequeño bollo de almendras. Luego, por enésima vez, ella recorrió las dos estancias, mirando aquí y allá, fantaseando con su futuro en aquella casa, hasta que llegó a pararse de espaldas a él, frente a la jofaina, en la que deslizó con delicadeza las yemas de los dedos y rozó la superficie del agua limpia. Entonces le pidió que la dejara sola hasta el anochecer.
– Me gustaría prepararme para ti.
Hernando no llegó a verle el rostro, pero su tono de voz, sensual, le dijo cuanto deseaba escuchar.
Ocultando su ansiedad, obedeció y descendió a las cuadras, que los domingos se hallaban desiertas; sólo un mozo de guardia haraganeaba en el patio exterior. Paseó a lo largo de las caballerizas y palmeó las ancas y grupas de los potros distraídamente. ¿Cómo se prepararía Fátima para él? No disponía de la túnica blanca abierta por los costados con que le había recibido en su primera noche de amor, en Ugíjar. ¡No estaba en el hatillo! Se estremeció con el recuerdo de sus pechos duros y turgentes insinuados al contraluz, mostrándose, provocativos, a través de las aberturas, moviéndose mientras le servía, mientras le atendía…
No tuvo oportunidad de apartarse. Uno de los potros cerriles recién llegados de las dehesas coceó a su paso y alcanzó de refilón su pantorrilla. Hernando sintió un dolor agudo y se llevó las manos a la pierna; por fortuna, el potro todavía no estaba herrado y el dolor de la patada fue disminuyendo poco a poco. ¡Estúpido!, masculló Hernando recriminándose su desidia. ¿Cómo podía ir dando palmadas a aquellos animales que no estaban acostumbrados al trato? El potro se llamaba Saeta, y su fogoso carácter ya le había indicado que le daría más problemas que los demás. Hernando se acercó a él y Saeta tironeó del ronzal que le ataba a la pared. Atento a aquellos pies prestos a cocear de nuevo, se plantó a su lado. Allí, quieto, esperó pacientemente a que el animal se calmase, primero sin hablarle siquiera, para empezar a susurrarle tan pronto como el potro dejó de pelear contra sus ataduras y de moverse inquieto en el escaso espacio en el que se hallaba confinado. Le habló con dulzura durante largo rato, igual que hacía con la Vieja en las sierras. No hizo intento alguno por acercarse a él o por llevar una mano a su cuello para palmearlo. Saeta evitaba mirarle, pero erguía las orejas ante los cambios en su tono de voz. Así estuvieron bastante tiempo. El potro no cedió; permaneció obstinado, en tensión, la cabeza al frente sin hacer el menor ademán de ladearla para olisquearlo o buscar algún contacto.
– Ya te entregarás -auguró Hernando cuando decidió que no era el momento de ir más allá-, y ese día -continuó diciendo mientras abandonaba la cuadra atento a los pies del potro-, lo harás de corazón, más que ninguno.
– Seguro que será así. -Hernando se volvió, sobresaltado, al oír la voz. Don Diego López de Haro y José Velasco le observaban. El noble aparecía ataviado de domingo: calzas acuchilladas en diversas tonalidades de verde por encima de las rodillas, medias y zapatos de terciopelo; jubón negro extremadamente ceñido, sin mangas, con lechuguillas en el cuello y en los puños de la camisa, sobretodo y espada al cinto. José, su lacayo, estaba al lado y a unos pasos por detrás el mozo de guardia. ¿Cuánto tiempo habrían estado observándole? ¿Habría dicho alguna inconveniencia mientras le hablaba al potro? Recordaba… ¡le había hablado en árabe!-. ¿Te ha dolido la coz? -inquirió don Diego señalando su pierna. Si habían visto cómo Saeta le propinaba una coz… ¡Habían estado escuchando desde el principio!
– No, excelencia -tartamudeó.
Don Diego se acercó y apoyó una mano en el hombro del muchacho con familiaridad. El contacto, no obstante, intimidó a Hernando: ¡había recitado algunas suras!
– ¿Sabes por qué se llama Saeta? -El caballerizo real no esperó su respuesta-. Porque es rápido y duro como ellas, y también ágil y gallardo, y se mueve elevando manos y pies como si quisiera tocar el cielo con rodillas y corvejones. Tengo puestas grandes esperanzas en este potro. Cuídalo. Cuídalo bien. ¿Dónde has aprendido de caballos?
Hernando titubeó… ¿Debía contárselo?
– En Sierra Nevada -trató de zafarse.
Don Diego ladeó ligeramente la cabeza, en espera de mayores explicaciones.
– En las sierras sólo tenían caballos los monfíes -apuntó ante su silencio.
– Con Ibn… Aben Humeya -se vio obligado a reconocer entonces-. Me ocupé de sus caballos.
Don Diego asintió, su mano derecha seguía apoyada en el hombro de Hernando.
– Don Fernando de Válor y de Córdoba -musitó-. Dicen que murió clamando su cristiandad. Don Juan de Austria ordeno que se exhumara su cadáver de las sierras y se le enterrase cristianamente en Guadix. -El noble pensó durante unos instantes- Retírate -indicó después-. Hoy es domingo, ya continuarás mañana.
Hernando desvió la mirada hacia las ventanas: el sol empezaba a ponerse. ¡Fátima! Hizo una torpe reverencia y abandonó las cuadras presuroso.
Don Diego, sin embargo, permaneció con la mirada fija en Saeta.
– He visto a muchos hombres reaccionar con violencia cuando un potro les cocea o se defiende -comentó a su lacayo sin volverse hacia él-. Entonces los maltratan, los castigan y sólo consiguen resabiarlos. Por el contrario, este chico se ha acercado a él con ternura. Cuida de ese muchacho, José. Sabe lo que hace.
Hernando subió corriendo las escaleras que llevaban a las habitaciones y golpeó la puerta.
– Tendrás que esperar -le dijo Fátima desde el interior.
– Está anocheciendo -se oyó decir a sí mismo en un tono tremendamente ingenuo.
– Pues tendrás que esperar -contestó ella con firmeza.
Paseó arriba y abajo el pasillo que daba a las habitaciones hasta que se cansó de hacerlo. ¿Qué estaba haciendo? El tiempo transcurría. ¿Volvía a llamar? Dudó. Al final optó por sentarse en el suelo, justo frente a la puerta. ¿Y si le veía alguien? ¿Qué les diría? ¿Y si alguno de los demás empleados que vivían en el piso superior…? ¿Y si era el propio caballerizo? ¡Estaba abajo, en las cuadras! ¿Qué habría escuchado de las palabras que le había susurrado al potro? Estaba prohibido hablar en árabe. Sabía que los moriscos habían elevado una petición al cabildo cordobés en la que exponían la dificultad que para muchos de ellos suponía abandonar el único idioma que conocían. Suplicaban una moratoria en la aplicación de la pragmática real para dar tiempo a que, aquellos que no lo sabían, aprendieran el castellano. Se la denegaron y hablar en árabe continuaba castigándose con multas y cárcel. ¿Qué pena conllevaría, entonces, el recitar el Corán en árabe? Sin embargo, don Diego no había dicho nada. ¿Sería cierto que allí la única religión eran los caballos…?
Unos tímidos golpes en la puerta le alejaron de sus pensamientos. ¿Qué significaba…?
Los golpes se repitieron. Fátima golpeaba desde dentro.
Hernando se levantó y abrió con delicadeza. La puerta no estaba atrancada. Se quedó paralizado.
– ¡Cierra! -le gritó Fátima con un hilo de voz y una sonrisa en los labios.
Obedeció con torpeza.
A falta de túnica, Fátima le recibió desnuda. La luz del ocaso y el titilar de una vela tras ella jugueteaban con su figura. Sus pechos aparecían pintados con alheña en un dibujo geométrico que ascendía en forma de llama hasta lamer la punta de los dedos de la mano de oro que volvía a pender de su cuello. También se había pintado los ojos, circundándolos hasta terminar dibujando unas largas líneas que resaltaban su forma almendrada. Un delicioso aroma de agua de azahar envolvió a Hernando mientras recorría con la mirada el esbelto y voluptuoso cuerpo de su esposa, los dos quietos, en un silencio sólo roto por sus respiraciones entrecortadas.
– Ven -le pidió ella.
Hernando se acercó. Fátima no hizo ademán de moverse y él siguió con la yema de los dedos el dibujo de sus pechos. Luego, en pie frente a su esposa, jugueteó con sus pezones erectos. Ella suspiró. Cuando fue a tomar uno de sus pechos con la mano, ella le detuvo y tiró de él hasta donde estaba la jofaina. Entonces empezó a desnudarle con delicadeza y le lavó el cuerpo.
Entonces Hernando balbuceó unas primeras palabras y se abandonó a los estremecimientos que le sacudían tan pronto uno de los senos de Fátima rozaba su piel, cada vez que sus húmedas manos corrían sensualmente por su torso, por sus hombros, por sus brazos, por su abdomen, por su entrepierna…
Y mientras tanto, ella le hablaba en susurros, con dulzura: te quiero; te deseo; hazme tuya; tómame; condúceme al paraíso…
Cuando terminó, le besó y se colgó de su cuello.
– Eres la mujer más bella de la tierra -le dijo Hernando-. ¡Cuánto he esperado este…!
Pero Fátima no le dejó continuar: alzó ambas piernas hasta ceñirlas a su cintura, quedó suspendida de él y se movió delicadamente la vulva hasta encontrar su pene erecto. Sus jadeos se confundieron en uno solo cuando Fátima se deslizó hacia abajo y él la penetró hasta llegar a lo más hondo de su cuerpo. Hernando, en tensión, sus músculos brillantes de sudor, la sostuvo agarrada por la espalda y ella se arqueó, contorsionándose en busca del placer. Fátima impuso el ritmo: escuchó con atención sus jadeos, sus suspiros y sus ininteligibles susurros; se detuvo en varias ocasiones y le mordisqueó los lóbulos de las orejas y el cuello, hablándole para sosegar su ímpetu, prometiéndole el cielo para luego, de nuevo, iniciar un rítmico baile sobre su miembro. Al fin, alcanzaron el orgasmo al tiempo.
Hernando aulló; Fátima se deleitó en un éxtasis que se alzó por encima del grito de su esposo.
– Al lecho, llévame al lecho -le rogó la muchacha cuando él hizo ademán de alzarla y separarse-. Así. ¡Llévame! -Se abrazó todavía más a él-. Los dos juntos -le exigió-. Te amo. -Tiraba de sus cabellos mientras él la conducía al tálamo-. No te separes de mí. Quiéreme. Mantente dentro de mí…
Tumbados, sin romper su unión, se besaron y acariciaron hasta que Fátima notó que el deseo renacía en Hernando. Y volvieron a hacer el amor, con frenesí, como si fuera la primera vez. Luego ella se levantó y preparó limonada y frutos secos, que le sirvió en la misma cama. Y mientras Hernando comía, le lamió todo el cuerpo, moviéndose como una gata hasta que él se sumó a su juego tratando de alcanzarla con su lengua a medida que ella se deslizaba de un lado a otro.
Esa noche, los dos juntos, recorrieron una y otra vez los milenarios caminos del amor y del placer.
8 de diciembre de 1573,
festividad de la Concepción de Nuestra Señora
Habían transcurrido siete meses desde que contrajeran matrimonio. Aisha cumplió los sesenta días de condena, fue puesta en libertad y Hernando obtuvo el permiso del administrador para que, junto a Shamir, compartiera con ellos las habitaciones de encima de las cuadras.
Fátima estaba embarazada de cinco meses y Saeta acabó entregándose a sus cuidados y caricias. No volvió a hablarle en árabe. La misma noche de bodas, tumbados en la cama, sudorosos, había explicado a Fátima lo que le había sucedido con el potro y don Diego.
– Un cristiano siempre será un cristiano -le contestó ella en un tono absolutamente distinto al utilizado a lo largo de la noche, recelosa ante la afirmación de que allí la única religión eran los caballos-. ¡Malditos! No te fíes, mi amor: con caballos o sin ellos, nos odian y lo harán siempre.
Luego Fátima volvió a buscar el cuerpo de su esposo.
Hernando trabajaba de sol a sol. Dos veces al día tenía que pasear a los potros del ronzal para que hicieran ejercicio. Lo hacía con un ronzal largo alrededor del que giraban los animales; con una vara verde untada con miel en la boca, cuyo grosor debía ir en aumento hasta llegar al de una lanza para que se acostumbrasen al freno de hierro que un día les embocarían, y con sacos de arena en el lomo para que se hicieran al peso de un jinete. En las cuadras los limpiaba restregándoles todo el cuerpo con un mandil; les levantaba pies y manos y les limpiaba los cascos preparándolos para el momento en que los herrasen. Saeta fue el primero en admitir el trabajo en el patio con un saco de arena en el lomo y una gruesa vara en la boca. Con independencia de esos trabajos, a menudo alguno de los jinetes le pedía que le acompañara a recorrer la ciudad como hiciera con Rodrigo.
Le gustaba su trabajo y los potros rebosaban salud y buenas maneras. Sorprendió a los mozos de cuadra con propuestas de algún tipo de alimentación complementaria a la paja y avena que de ordinario comían los potros: Saeta, brioso, debía comer una pasta de habas o garbanzos hervidos con salvado y un puñado de sal durante la noche; algún otro potro, apocado, debía complementar su alimentación con trigo o centeno, igualmente hervido la noche anterior hasta formar una pasta a la que también debía añadírsele salvado, sal y, en este caso, aceite. Frente a aquellas recomendaciones, que originaron alguna reticencia en las costumbres de las caballerizas, don Diego consideró que en nada podían perjudicar a los potros, por lo que accedió a los consejos del morisco. Los resultados fueron notorios e inmediatos: Saeta, sin perder su brío, se sosegó, y aquellos potros apocados ganaron en ánimo y alegría. Jinetes, mozos de cuadra, herradores y guarnicioneros le respetaban y hasta el administrador le concedía con diligencia todo aquello que pudiera necesitar, como la recomendación para que Aisha pudiera trabajar ayudando en el hilado de la seda.
Ese 8 de diciembre de 1573, día de la Concepción de Nuestra Señora, los inquisidores tenían previsto celebrar un auto de fe en la catedral de Córdoba. Hernando y Fátima vivían con inquietud el alboroto que el anuncio originó entre la población, incluido el personal de las caballerizas, tal y como había sucedido en la misma fecha de los dos años anteriores, en los que el mismo día fue el elegido para celebrar sendos autos de fe. El del año anterior alcanzó el cénit del fervor popular y la curiosidad morbosa: en ese auto, tras un largo proceso en el que se hizo necesaria la tortura, se dictó sentencia contra siete brujas, entre ellas la famosa hechicera de Montilla Leonor Rodríguez, conocida como «La Camacha», a quien, tras abjurar de levi, se le condenó a recibir cien latigazos en Córdoba y otros cien en Montilla, a destierro de Montilla durante diez años y obligación de servir en un hospital de Córdoba durante los dos primeros. En aquellas jornadas en las que la religiosidad se podía percibir hasta en los animales, los moriscos procuraban pasar inadvertidos entre la vecindad. ¡La Camacha confesó haber aprendido sus artes nigrománticas de una mora granadina!
Sin embargo, ni el uno ni la otra pudieron permanecer ajenos a las intenciones del tribunal de la Inquisición para aquel año. La noche anterior, Abbas les había hecho una visita.
– Mañana deberemos acudir a la mezquita a presenciar el auto de Fe -les anunció bruscamente tras saludarlos.
Hernando y Fátima cruzaron sus miradas.
– ¿Tú crees? -Preguntó el joven-. ¿Qué razón podría…?
– Hay varios moriscos condenados.
Pese a su origen africano, Abbas se llevaba muy bien con los inquisidores. Él mismo seguía las instrucciones dadas a Hernando y se presentaba ante sus despiadados vecinos del alcázar como el más cristiano de los cristianos, hasta el punto de que no era inusual que se le pusiese como ejemplo de evangelización de alguien nacido en la secta de Mahoma. Su oficio le permitía, asimismo, ganarse la confianza y gratitud de los avaros inquisidores y familiares del Santo Oficio: el herraje de una puerta desprendida, aquella barandilla de hierro que había cedido; un adorno quebrado. ¡Las rejas de los ventanucos de las mazmorras…! Todos aquellos pequeños arreglos eran encomendados al hábil herrador de las caballerizas que decía realizarlos por devoción, sin cobrar por ellos.
– Aun así -insistió Hernando-, ¿qué razón podría llevarnos a presenciar el auto de fe?
– En primer lugar, nuestra devoción y respeto por la Santa Inquisición -contestó el herrador con una mueca-. Deben vernos allí, créeme. En segundo, quiero que conozcas a alguien; y en tercer lugar, y éste es el importante, para tener conocimiento directo de por qué se ha juzgado a nuestros hermanos y cuáles son las penas que se les imponen. Debemos informar a Argel de cómo son tratados por la Inquisición los musulmanes en España.
Fátima y Hernando se irguieron al tiempo.
– ¿Por qué? -se interesó él.
Abbas le rogó atención con un gesto de la mano.
– Por cada penado de los nuestros, los turcos castigarán a los cristianos cautivos en los baños de Argel. Sí. Es así -afirmó ante la expresión de Hernando-. Y los cristianos lo saben. No por ello la Inquisición deja de sancionar lo que ellos consideran herejía, pero es un buen método de presión que probablemente influya en el momento de imponer una condena más o menos dura. Lo sé. Les he oído hablar de ello. Las noticias van y vienen. Nosotros las enviamos a Argel y de allí vuelven de boca de rescatados o de frailes mercedarios que vienen de rescatar cautivos. Siempre se ha hecho así: antes de los Reyes Católicos, los corsarios apresados en España eran lapidados o ahorcados, lo cual obtenía una inmediata respuesta en el otro lado del estrecho y los corsarios ejecutaban a algún cristiano. Se llegó a un acuerdo tácito entre las dos partes: la pena de galeras a perpetuidad por ambas partes. Algo similar sucede con la Inquisición. Aquí en Córdoba, antes de la llegada de los granadinos deportados, no habitaban moriscos; ahora nos toca a nosotros organizar lo que en otros reinos lleva años haciéndose.
– ¿Cómo hacemos llegar esa información hasta Argel?
– ¡Más de cuatro mil arrieros moriscos cruzan España cada día! Constantemente hay creyentes que embarcan hacia Berbería. A pesar de la prohibición de que los moriscos se acerquen a las costas, no es difícil burlar la escasa vigilancia de los cristianos. Nosotros, a través de los arrieros, hacemos llegar a los monfíes y a los esclavos y fugados que se reúnen con ellos para huir a Berbería las noticias acerca de las condenas de la Inquisición. Son ellos quienes se encargan de transmitirlas…
– ¿Ubaid está entre ellos? -saltó Hernando, al recordar el relato de su madre de lo ocurrido en la sierra.
– ¿Te refieres al Manco? -Abbas frunció el ceño.
– Sí. Ese hombre ha jurado matarme.
Fátima, sorprendida, interrogó a su esposo con la mirada. Hernando no había querido contarle los sucesos del camino de las Ventas. Su madre y él se habían limitado a decir que Brahim había huido y Aisha había logrado escapar.
Hernando tomó a Fátima de la mano y asintió.
– Pero ¿qué hace Ubaid en Córdoba? ¿Cuándo has sabido algo,-insistió ella dirigiéndose a Hernando, a sabiendas de que aquel hombre suponía una peligrosa amenaza.
– Los monfíes nos son muy útiles -terció Abbas-, pero nosotros lo somos más para ellos. Sin la ayuda que obtienen de los moriscos de los campos y de los lugares en los que tienen que esconderse, no podrían sobrevivir. ¿Por qué ha jurado matarte?
Hernando le contó la historia, refiriéndole las amenazas que había proferido el arriero de Narila contra Brahim y contra él mismo, aunque calló, sin embargo, el hecho de que él hubiera escondido en los arreos de la mula el crucifijo de plata que conllevó su condena.
– ¡Ahora lo entiendo! -Intervino Abbas-. Por eso le cortó la mano a tu padrastro. No alcanzábamos a comprender por qué había reaccionado tan violentamente con un hermano en la fe. También comprendo la desconfianza de Hamid hacia el Sobahet y en el Manco.
Fátima comprendió entonces y clavó sus ojos negros, acusadores, en el semblante de Hernando.
– Creímos que era preferible que no te enteraras -reconoció él, apretando la mano de su esposa con más fuerza-. Pero ¿cómo sabes tú todo eso? -añadió dirigiéndose al herrador.
– Ya te he dicho que estamos en permanente contacto. -Abbas se llevó la mano al mentón y se lo frotó repetidamente-. Trataré de arreglar este asunto. Exigiremos que te deje en paz. Te lo juro.
– Si tanto sabéis de los monfíes -intervino entonces Fátima con la preocupación en el rostro-, ¿qué ha sido de Brahim?
– Sanó -contestó Abbas-. Tengo entendido que se sumó a una partida de hombres que pretendía cruzar a Berbería.
Y así había sido. Lo que nadie sabía, ni siquiera los hombres a los que Brahim se había sumado en su fuga, era que el dolor de su miembro cercenado pareció desaparecer cuando Brahim echó un último vistazo a las tierras de Córdoba que se extendían a los pies de Sierra Morena. Las constantes y tremendas punzadas que sentía en el brazo menguaron ante la ira que le asaltó en aquel momento, el de abandonar el que dentro de su mísera vida entre los cristianos había constituido su único anhelo: Fátima. Desde la distancia imaginó a la esposa que los ancianos le habían robado en brazos del nazareno, entregada a él, ofreciéndole su cuerpo, quizá ya con la simiente del bastardo en su vientre… «¡Juro que volveré a por ti!», masculló Brahim en dirección al llano.
Era poco después de la hora tercia de un día frío pero soleado y Hernando dudó a la hora de cruzar la puerta del Perdón de la mezquita cordobesa. Fátima lo percibió a tiempo pero Abbas se adelantó un par de pasos. Con todo, la multitud que se apelotonaba a sus espaldas los empujó hacia el interior al son de las campanas que repicaban en el antiguo alminar musulmán, convertido en campanario.
Hernando llevaba tres años viviendo en Córdoba y había transitado decenas de veces alrededor de la mezquita; algunas veces se limitaba a esconder la vista en el suelo, otras miraba de reojo los muros que, a modo de fortaleza, rodeaban el lugar de oración de los califas de Occidente y de los miles de fieles que hicieron de Córdoba el faro que irradiaba la verdadera fe hacia el poniente de la cristiandad.
Pero nunca se había atrevido a entrar en ella. En la catedral se contaban más de doscientos sacerdotes, excluyendo incluso a los miembros del cabildo, que diariamente oficiaban más de treinta misas en sus muchas capillas.
Abbas volvió a sumarse a ellos cuando, una vez superado el vestíbulo cubierto por una cúpula que se abría tras el gran arco apuntado de la puerta, Hernando y Fátima fueron escupidos por la riada de gente que se desparramó en el huerto del gran claustro que antecedía a la entrada de la catedral, entre naranjos, cipreses, palmeras y olivos. El herrador creyó adivinar los pensamientos del joven, apretó los labios y le hizo un gesto animándole a que continuara. Fátima, ataviada con la toca blanca que había llevado el día de su boda, se agarró a su brazo.
El huerto del claustro se conformaba como un amplio rectángulo cerrado y rodeado de galerías de arcos sobre columnas en tres de sus lados, que coincidía en sus medidas con la fachada norte de la catedral. Pese al frescor de los árboles y las fuentes del huerto, los tres moriscos se encogieron ante la visión de los centenares de sambenitos que colgaban de las paredes del claustro, en notoria y permanente advertencia de que la Inquisición vigilaba y sancionaba la herejía. En tiempos de los musulmanes, los fieles se purificaban y hacían sus abluciones en cuatro lavatorios, dos para mujeres y dos para hombres, que el califa al-Halan construyó fuera de la mezquita, frente a sus fachadas oriental y occidental, y luego accedían a la sala de oración a través de las diecinueve puertas, una por nave, que se abrían por sus costados y que los cristianos habían tapiado. Por tanto, aquel día, entraron en el recinto por la puerta del Arco de Bendiciones, la única que quedaba abierta en el huerto, allí donde antaño se bendecían los pendones de las tropas que partían a luchar contra los musulmanes. Ya en el interior, esperaron a que sus ojos se habituaran a la luz de las lámparas que colgaban del techo de sólo nueve varas de altura, y hasta Abbas, aun conociéndola, no pudo sino sumarse a la impresión que inmovilizó a Fátima y Hernando mientras la gente entraba a raudales, sorteándolos unos, empujándolos otros. ¡Un bosque de casi un millar de columnas alineadas, unidas todas ellas por dobles arcadas, unas encima de otras, que alternaban el rojo de los ladrillos y el ocre de la piedra en los arcos, se abría ante ellos invitándolos a la oración!
Permanecieron quietos unos instantes respirando el fuerte olor a incienso. Hernando contemplaba absorto los capiteles visigóticos o romanos, todos diferentes, que culminaban las columnas en su unión con los arcos. Fátima seguía flanqueada por los dos hombres.
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el mensajero de Dios -susurró entonces ella, como si alguna fuerza externa, mágica, le hubiera obligado a pronunciar tales palabras.
– ¿Estás loca? -la increpó Abbas a la vez que volvía la cabeza para ver si alguien daba muestras de haberla oído.
– Sí -contestó Fátima en voz alta, al tiempo que se adelantaba, embriagada, acariciando su prominente barriga, hacia el interior de la mezquita.
Abbas dirigió la mirada hacia Hernando suplicándole que impidiera cualquier disparate por parte de su esposa.
– Hazlo por nuestro hijo -le rogó éste tras alcanzarla y posar su mano sobre la barriga de la muchacha. Fátima pareció despertar-. Un día te juré que pondría a los cristianos a tus pies, hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo. -Ella entrecerró los ojos. Aquel compromiso no le pareció suficiente-. Lo juro por Alá -añadió Hernando en voz baja.
– Ibn Hamid -le contestó ella sin precaución alguna. La gente seguía fluyendo por sus costados, charlando excitada por el auto de fe que iban a presenciar-. Recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.
Abbas resopló al ver cómo Fátima se agarraba de nuevo al brazo de su esposo.
Poco más pudieron adentrarse en la mezquita; miles de personas rodeaban ya la zona en la que se estaba construyendo la nueva catedral renacentista, en forma de crucero, sustentada en grandes pilares y arbotantes al estilo gótico, en el corazón del lugar de oración de los musulmanes -en la nave central que conducía al mihrab- y que horadaba el centro del techo de la mezquita para luego emerger imponente por encima de ésta y así alcanzar las tan anheladas proporciones que procuraban los cristianos a sus templos. Aquella magna construcción, que se había iniciado muchos años atrás y que todavía se hallaba en curso, estaba llamada a sustituir a la primitiva y pequeña iglesia construida también en el interior de la mezquita, en el lugar que ocupaba la quibla de la ampliación llevada a cabo por Abderramán II. La erección de la nueva capilla mayor originó el rechazo del cabildo municipal cordobés, algunos de cuyos miembros temieron que la nueva construcción acabase con sus capillas o altares y en pugna con el cabildo catedralicio, los veinticuatros y jurados de Córdoba dictaron un bando por el que se sentenciaba a muerte a todo operario que se prestase a trabajar en la construcción de la nueva catedral. El emperador Carlos I puso fin al contencioso y autorizó la construcción de la nueva catedral.
Mientras esperaban la entrada de todos los fieles, muchos de los cuales se tuvieron que conformar con permanecer en el huerto del claustro, así como del tribunal del Santo Oficio, de los miembros de los cabildos catedralicio y municipal y sobre todo de los reos, entre murmullos, risas y conversaciones de los espectadores, Hernando tuvo tiempo suficiente para observar el interior del magno edificio capaz de albergar a miles de personas. Con independencia del huerto, la planta de la mezquita era casi cuadrangular. En su centro se procedía a la construcción de la nueva catedral, toda ella rodeada de centenares de columnas y dobles arcos montados que combinaban el rojo y el ocre. El espacio que quedaba entre la última línea de columnas y los muros de la mezquita había sido aprovechado por los nobles y prebendados cristianos para abrir numerosas capillas dedicadas a sus santos y mártires. Altares, cristos, cuadros e imágenes religiosas, como sucedía a lo largo y ancho de las calles de toda la ciudad, se exponían al fervor popular como muestra del poder de las casas nobles que las pagaban y beneficiaban con mandas y legados. Allí donde mirase, podía encontrar los escudos de armas y emblemas heráldicos de nobles, caballeros y príncipes de la Iglesia: esculpidos en la propia fábrica, en paredes, arcos y columnas; labrados en el hierro forjado del sinfín de rejas que cerraban las capillas perimetrales; en las laudas sepulcrales, casi todas a ras de suelo; en los retablos y pinturas de las capillas y en cualquier soporte por nimio que éste pudiera resultar: cerraduras, lámparas, picaportes, cofres, sillas…, amén de los que aparecían en los escudos de guerra y los cascos de los caballeros castellanos, alemanes, polacos o bohemios que colgaban por doquier en gratitud por las victorias conseguidas en nombre del cristianismo.
«Musulmán entre cristianos», se sintió Hernando al son de la música del órgano y los cánticos del coro que anunciaba la entrada del obispo, del inquisidor de Córdoba y del corregidor de la ciudad, todos por delante de sus respectivas cortes y de los reos. «Igual que aquella construcción», añadió para sí acariciando una de las columnas: el fervor cristiano se mostraba en todo el perímetro del templo, donde se hallaban las capillas. El espacio que se abría a partir de esas capillas, con sus mil columnas y arcos ocres y rojos cantaba la magnificencia de Alá, y en el centro, rodeada por las columnas, la nueva capilla mayor y el coro, de nuevo cristiana.
Hernando elevó la mirada al techo de la catedral: los cristianos buscaban acercarse a Dios en sus construcciones, alzándolas cuanto sus recursos técnicos les permitían; firmes en sus bases, esbeltas en las alturas. Sin embargo la mezquita de Córdoba se mostraba como un prodigio de la arquitectura musulmana, el resultado de un audaz ejercicio constructivo en el que el poder de Dios venía a descender sobre sus creyentes. La sección de los arcos superiores de las dobles arcadas que descansaban sobre las columnas de la mezquita, era el doble de ancha que la sección de los arcos que los aguantaban. Al contrario de lo que sucedía con las construcciones cristianas, en la mezquita, la base firme, el peso, se hallaba por encima de las esbeltas columnas en notorio y público desafío a las leyes de la gravedad. El poder de Dios se situaba en las alturas, la debilidad de los creyentes que oraban en la mezquita, en su base.
¿Por qué no habrían derruido los cristianos todo vestigio de aquella religión que tanto odiaban, igual que con las demás mezquitas de la ciudad?, se preguntó con la mirada todavía en los arcos dobles por encima de las columnas. El cabildo catedralicio de Córdoba era de los más ricos de España y sus nobles también, y devoción no faltaba para haber asumido un proyecto como aquél. Podían haber proyectado la construcción de una gran catedral como las de Granada o Sevilla y sin embargo, habían permitido que la memoria musulmana perviviese en aquellas columnas, en los techos bajos, en la disposición de las naves… ¡en el espíritu de la mezquita! «Mágica unión la que, con independencia de las gentes, se respira en el interior de este edificio», suspiró.
Ninguno de ellos llegó a ver el auto de fe que se celebraba en un entarimado junto a la antigua capilla mayor; sólo aquellas filas más cercanas al cordón de seguridad establecido por los justicias y alguaciles alrededor de los principales pudieron llegar a contemplar el acto. Sin embargo sí que escucharon la lectura pública de las acusaciones y las sentencias, sin méritos, brevemente, en las que tan sólo se mencionaban las culpas y las penas impuestas contra cuarenta y tres reos del reino de Córdoba, de los que veintinueve eran moriscos, sobre el que el tribunal ejercía su jurisdicción, lecturas que los cristianos escucharon en silencio para luego vitorear o abuchear las penas con que concluía la exposición de cada uno de ellos.
Doscientos azotes a un cristiano, vecino de Santa Cruz de Múdela, por sostener que era falsa la afirmación del Credo en la que aseguraba que Dios vendría a juzgar a vivos y muertos. «¡Ya ha venido una vez! -Sostenía el reo-. ¿Por qué va a volver?» Varias penas también de azotes para otros tantos cristianos por haber afirmado en público que no eran pecado las relaciones carnales o el vivir amancebado siendo soltero; doscientos azotes y galeras durante tres años a un vecino de Andújar por bigamia; multa para un tejero de Aguilar de la Frontera por declarar que no existía el infierno sino para moros y desesperados: «¿Por qué van a ir al infierno los cristianos si existen moros?»; multa y escarnio público mediante soga y mordaza para otro hombre por manifestar que no era pecado yacer con una mujer pagando por ello; penas menores de multas y sambenitos para varios hombres y mujeres por haber blasfemado y puesto en tela de juicio la eficacia de la excomunión o por proferir palabras malsonantes, escandalosas o heréticas. Confiscación de bienes, azotes y galeras de por vida contra dos franceses por ser seguidores de la secta de Lutero y relajación en efigie para tres vecinos de Alcalá la Real por haber renegado de la religión católica en Argel, tras haber sido apresados por los corsarios.
– Elvira Bolat -cantó el notario a continuación de los relajados de Alcalá-, cristiana nueva de Terque…
– ¡Elvira! -se le escapó a Fátima. Un hombre y una mujer que estaban por delante de ellos se volvieron sorprendidos: primero hacia la muchacha, luego hacia Hernando, a quien ella trataba de darle una explicación-: Era mi amiga antes de que…
Abbas se santiguó ostensiblemente.
– Mujer -la interrumpió con brusquedad Hernando, que se santiguó imitando al herrador-, renuncia a este tipo de amistades de la infancia. No te convienen. Reza por ella -añadió apretándole el antebrazo-. Ruega la intercesión de la Virgen María para que Nuestro Señor la guíe por el camino del bien.
El hombre que se había vuelto hacia ellos asintió en señal de conformidad a la reconvención, y él y su mujer volvieron a prestar atención a la lectura.
Multa, sambenito y cien latigazos. Cincuenta en Córdoba y cincuenta más en Écija, de donde era vecina Elvira, por «cosas de moros». Similar suerte -sambenitos, períodos de evangelización en las parroquias y cien o doscientos latigazos según el sexo- corrieron los restantes moriscos encausados, todos reconciliados con la Iglesia tras admitir sus faltas y herejías. El siguiente reo era un esclavo reincidente apresado tratando de huir a Berbería y que en todo momento se mantuvo fiel a la secta de Mahoma: relajación. La gente estalló en vítores y aplausos. ¡Ya tenían garantizado su espectáculo! La quema en la hoguera de las tres efigies inanimadas de los apóstatas de Alcalá cautivos en Argel no satisfacía a nadie; la del esclavo impenitente, vivo, que de insistir en su postura ardería sin la gracia de ser previamente ejecutado a garrote vil, sí les atraía.
– Así lo pronunciamos y declaramos.
Los miembros del tribunal pusieron fin al auto de fe y los reos fueron entregados al brazo secular para que ejecutase las penas impuestas. Antes de que se hubiera podido oír la última palabra, la gente ya corría hacia el Quemadero, en el campo del Marrubial, ubicado en las afueras de la ciudad en su extremo oriental. Tenían que cruzar toda la ciudad.
El alboroto que originó la multitud permitió a Hernando dirigirse a Abbas sin cautelas. Se sentía asqueado. Hombres y mujeres de todas las edades se empujaban, reían y gritaban.
– ¡Un moro menos! -oyó que decía uno de ellos.
Un coro de risotadas aplaudió las palabras.
– ¿También tenemos que presenciar cómo queman a uno de los nuestros? -preguntó él entonces.
– No, porque nos esperan en la biblioteca -contestó el herrador con cierta frialdad-, pero deberíamos hacerlo. -Hernando se dio cuenta al instante del error cometido-. Ese hombre morirá reivindicando la verdadera religión delante de miles de cristianos exaltados, ávidos de sangre y venganza todos ellos. Piensa que cuantos creyentes han sido hoy condenados se sienten orgullosos por ello. Las mujeres, con la excusa del frío, pedirán sambenitos con los que vestir a sus hijos pequeños a fin de que les acompañen para mostrarnos a todos que no han olvidado a su Dios, que el culto sigue vivo entre los creyentes. -Fátima escuchaba con los ojos entrecerrados y con ambas manos sobre la barriga. Hernando hizo ademán de pedir excusas, pero Abbas no se lo permitió-: No hace mucho, hemos tenido conocimiento de que algunos días después de que se celebrase un auto de fe en Valencia, el verdugo que intervino en la ejecución de las penas acudió al pequeño pueblo de Gestalgar, en la serranía, para cobrar a nuestros hermanos los honorarios por su infame trabajo. Uno de ellos se negó a pagar porque no había sido azotado.
Comprobaron el error y el hombre recibió los cien latigazos en presencia de su familia y de sus vecinos y sólo entonces, con la espalda en carne viva, pagó al verdugo. Podía haber pagado y haberse librado de los azotes, pero prefirió sufrir la condena como sus hermanos. ¡Ése es nuestro pueblo! -El herrador dejó transcurrir un instante, mientras paseaba la mirada sobre el bosque de columnas y arcadas bicolor, como si aquellos testigos del poder musulmán pudieran ratificar su afirmación-. Vamos -les dijo después.
Atravesaron la mezquita entre los rezagados y quienes por una razón u otra no podían acudir a presenciar la ejecución de las condenas. Ninguna de las autoridades restaba ya en el interior de la mezquita. Rodearon el crucero de la catedral en construcción, cuyos brazos se habían adaptado a las dimensiones de las originarias naves musulmanas, y dejaron atrás las tres pequeñas capillas renacentistas que se situaban en el trasaltar. La capilla mayor ya estaba construida; sin embargo, la cúpula elíptica destinada a cubrirla todavía se hallaba pendiente, por lo que los andamiajes soportaban una cubierta provisional. Desde allí se dirigieron a la esquina suroriental, donde en una antigua capilla estaba la magnífica biblioteca catedralicia con centenares de documentos y libros, algunos de ellos manuscritos de más de ochocientos años de antigüedad. Aunque una magnífica reja de hierro forjado cerraba el recinto, la puerta estaba abierta.
– Tu esposa -dijo Abbas ya en la reja-, ¿será capaz de esperarnos aquí sin cometer ninguna torpeza?
Fátima hizo ademán de encararse con el herrador, pero Hernando se lo impidió con un simple gesto.
– Sí -contestó.
– ¿Será capaz de entender que de nuestra discreción dependen las vidas de muchos hombres y mujeres?
– Lo entiende -confirmó de nuevo Hernando al tiempo que Fátima asentía avergonzada.
– Vamos, entonces.
Los dos hombres franquearon la reja que daba acceso a la biblioteca y se detuvieron. En su interior, en estanterías, aparecían centenares de tomos encuadernados, rollos de pergamino y algunas mesas para lectura. Entre dos de ellas había un corro de cinco sacerdotes. En cuanto el herrador se dio cuenta de la reunión que se celebraba en el interior de la biblioteca intentó retroceder, pero uno de los sacerdotes se apercibió de su presencia y los llamó. Abbas, grande como era, entrecruzó los dedos de sus manos en señal de oración, se las llevó al pecho e inclinó la cabeza; Hernando lo imitó y ambos se dirigieron hacia el grupo.
– ¿Qué queréis? -inquirió, molesto, el religioso que les había llamado, antes incluso de que llegaran hasta el grupo de sacerdotes.
– Lo conozco, don Salvador -intervino entonces otro de los sacerdotes, el mayor de ellos, calvo y gordo, de escasa estatura, pero con una voz demasiado dulce para su aspecto-. Es un buen cristiano y colabora con la Inquisición.
– Buenos días, don Julián -saludó entonces Abbas.
Hernando farfulló un saludo.
– Buenos días, Jerónimo -contestó el sacerdote-. ¿Qué te trae por aquí?
Uno de los religiosos se dirigió a una estantería para coger un libro; los demás, salvo don Salvador, que los escrutaba, presenciaban la escena con cierta displicencia hasta que las palabras de Jerónimo llamaron su atención.
– Hace tiempo… -Abbas carraspeó un par de veces-, hace tiempo, cuando llegaron los moriscos granadinos, me pedisteis que si encontraba entre ellos a un buen cristiano que además supiera escribir bien en árabe, os lo trajese. Se llama Hernando -añadió el herrador, tomando del brazo a su acompañante y obligándole a dar un paso al frente.
¡Escribir en árabe! Hernando sintió sobre sí hasta los ojos del Cristo crucificado que presidía la biblioteca. ¿Había enloquecido Abbas? Hamid le enseñó los rudimentos de la lectura y la escritura en el lenguaje universal que unía a todos los creyentes, pero de ahí a que le presentasen en la biblioteca catedralicia como un buen conocedor… Algo le impelió a volverse hacia la entrada, donde encontró a Fátima escuchando tras la reja. La muchacha le animó con un imperceptible gesto de sus labios.
– Bien, bien… -empezó a decir don Julián.
– ¿No es demasiado joven para saber escribir en árabe? -le interrumpió don Salvador.
Hernando percibió un movimiento de intranquilidad en Abbas. ¿Acaso éste no había pensado en lo que podría sucederles? ¿No lo tenía preparado? Notó la animadversión que rezumaba de las palabras de don Salvador.
– Tenéis razón, padre -contestó con humildad, al tiempo que se volvía hacia él-. Creo que mi amigo valora en demasía mis escasos conocimientos.
Don Salvador irguió la cabeza ante los ojos azules del morisco. Dudó unos instantes.
– Aunque sean escasos, ¿dónde los adquiriste? -le interrogó después, quizá con un tono de voz algo diferente al utilizado hasta entonces.
– En las Alpujarras. El párroco de Juviles, don Martín, a quien Dios tenga en su gloria, me enseñó lo que sabía.
Bajo ningún concepto iba a hablar de Hamid y en cuanto al pobre don Martín…, la imagen de su madre acuchillándolo relampagueó en su recuerdo. ¿Qué iban a saber los miembros del cabildo catedralicio de Córdoba acerca del párroco de un pequeño pueblo perdido en la sierra granadina?
– ¿Y cómo es que un párroco cristiano sabía árabe? -terció el sacerdote más joven del grupo.
Don Julián fue a contestar pero don Salvador se le adelantó; todos parecían respetarlo.
– Es muy posible -afirmó-. Hace ya bastantes años que el rey dispuso la conveniencia de que los predicadores conocieran el árabe para poder evangelizar a los herejes; muchos de ellos ignoran el castellano y ni siquiera son capaces de expresarse en aljamiado, sobre todo en Valencia y Granada. Hay que conocer el árabe para poder contradecir sus escritos polémicos, para saber qué es lo que piensan. Bien, muchacho, demuéstranos tus conocimientos por exiguos que sean. Padre -añadió dirigiéndose a don Julián-, alcanzadme el último manuscrito polémico que ha caído en nuestras manos.
Don Julián titubeaba, pero don Salvador le apremió meneando los dedos de su mano derecha extendida. Hernando notó un sudor frío en la espalda y evitó mirar a Abbas, pero sí lo hizo hacia Fátima, que le guiñó un ojo desde el otro lado de la reja. ¿Cómo podía guiñarle un ojo en aquellos momentos? ¿Qué quería decirle? Su esposa le animó con un movimiento del mentón y una sonrisa, y entonces la entendió: ¿por qué no? ¿Qué sabían aquellos curas de árabe? ¿No le estaban buscando a él como traductor?
Cogió el astroso papel que le tendía don Julián y lo ojeó. Se trataba de un árabe culto, de un árabe de más allá de al-Andalus, diferente, como repetía hasta la saciedad Hamid, al dialectal implantado en España durante el transcurso de los siglos. ¿De qué trataba aquel escrito?
– Está fechado en Túnez -anunció con seguridad mientras trataba de entender qué decía-, y versa sobre la Santísima Trinidad -añadió al comprender los caracteres-. Más o menos, dice así: en el nombre del que juzga con verdad -se inventó, simulando que leía-, del que está enterado, del Clemente, del Misericordioso, del Creador…
– De acuerdo, de acuerdo -le interrumpió don Salvador ofuscado, haciendo un aspaviento-. Evita todas esas blasfemias. ¿Qué dice del dogma de la Trinidad?
Hernando intentó descifrar lo que constaba escrito. Conocía a la perfección el contenido de la disputa entre musulmanes y cristianos: Dios es solo uno, ¿cómo, por lo tanto, podían sostener los cristianos que existían tres dioses, padre, hijo y espíritu santo en uno solo? Podía hablar de aquella polémica sin necesidad de averiguar el exacto contenido del texto, pero… se persignó con seriedad y después se santiguó y alejó el papel que sostenía en su mano…, -Padre, ¿en verdad deseáis que repita, aquí -se volvió hacia la catedral-, en este lugar sagrado, lo que aparece escrito en este papel? Por mucho menos esta mañana se ha condenado a varias personas.
– Tienes razón -concedió don Salvador-. Don Julián -agregó, dirigiéndose a éste-hacedme un informe sobre el contenido de ese documento. -Hernando llegó a escuchar el suspiro que salió de los labios de Abbas-. ¿En dónde trabajas? -le preguntó entonces.
– En las caballerizas reales.
– Don Julián, hablad con el caballerizo real, don Diego López de Haro, para que este joven pueda enseñaros el árabe y ayudarnos con los libros y documentos al tiempo que compagina su trabajo con los caballos del rey. Comunicadle que tanto el obispo como el cabildo catedralicio le estarán agradecidos.
– Así lo haré, padre.
– Podéis iros -despidió don Salvador a Hernando y Abbas.
Fátima sonrió a su esposo mientras traspasaba la reja de la biblioteca.
– ¡Bien! -susurró.
– ¡Silencio! -urgió Abbas.
Se dirigieron a la puerta de San Miguel, en el extremo occidental de la mezquita. Hernando y Fátima siguieron al herrador por todo el testero sur del edificio. Pasaron por delante de la capilla de don Alonso Fernández de Montemayor, adelantado mayor de la frontera en tiempos del rey Enrique II, y Abbas se detuvo.
– Esta capilla, bajo la advocación de san Pedro -señaló mientras hacía una piadosa genuflexión en su frontal, invitando a Hernando y a Fátima a imitarle-, está construida en el vestíbulo del mihrab de al-Hakam II. -Los tres se mantuvieron unos instantes arrodillados algo más allá de los magníficos arcos polibulados, diferentes a los de herradura del resto de la mezquita, que daban acceso al vestíbulo, dentro de lo que fue la maqsura, la zona reservada al califa y su corte-. Ahí detrás -señaló Abbas con el mentón-, utilizado ahora como sagrario de la capilla, se encuentra el mihrab, donde el rey prohibió que se efectuara enterramiento cristiano alguno. -Los restos del protegido del rey, don Alonso, al contrario que la mayoría de los enterramientos en el suelo, se mostraban en un sencillo y gran ataúd blanco de piedra-. Aquí sí -siseó a Fátima el herrador-: éste es el lugar.
– Alá es grande -silabeó ella escondiendo la cabeza, al tiempo que se levantaba.
Cada uno, a su manera, intentó imaginar el aspecto del famoso mihrab de al-Hakam II, frente al que permanecían arrodillados y que aparecía profanado y convertido en simple y vulgar sacristía de la capilla de San Pedro. Allí, en el mihrab, se leía el Corán. El ejemplar del Corán que se guardaba en la cámara del tesoro era trasladado cada viernes al mihrab y depositado sobre un atril de aloe verde con clavos de oro. Había sido escrito de mano del Príncipe de los Creyentes, Uzman ibn Affan; estaba adornado en oro, perlas y jacintos, y pesaba tanto que tenía que ser transportado por dos hombres. Tanto en el vestíbulo como en el mihrab, el califa, de acuerdo con la magnificencia de la cultura cordobesa, ordenó la unión de variados estilos arquitectónicos hasta obtener un conjunto de una belleza inigualable. Al nicho en el que se custodiaba el Corán se accedía pasando bajo una labrada cúpula octogonal de estilo armenio cuyos arcos no se unían en su centro sino que se cruzaban a lo largo de sus paredes. Bizancio también estaba presente, con sus mármoles veteados o blancos y sobre todo con los coloridos mosaicos construidos con materiales traídos por artesanos venidos expresamente de la capital del imperio de Oriente. Inscripciones coránicas en oro y mármoles bizantinos. Arabescos. Elementos grecorromanos y también cristianos, cuyos maestros contribuyeron a la construcción, habían convertido aquel lugar donde se emplazaba la capilla de San Pedro en uno de los más bellos del universo.
Los tres oraron en silencio durante unos instantes y, taciturnos, abandonaron la mezquita por la puerta de San Miguel. Salieron a la calle de los Arquillos, en la que se encontraba el palacio episcopal, construido sobre el antiguo alcázar de los califas de Córdoba. Cruzaron bajo uno de los tres arcos en los que descansaba el puente que cruzaba la calle por alto y que unía el antiguo palacio y la catedral, y continuaron en dirección hacia las caballerizas. Superaron el alcázar de los reyes cristianos y Hernando decidió afrontar el asunto.
– Yo no puedo traducir esos documentos -se quejó-. Están escritos en árabe culto. ¿Cómo voy a enseñar árabe culto a ese sacerdote?
Abbas anduvo unos pasos más sin contestar. Sentía cierta desconfianza. No le había satisfecho la actitud de Fátima, demasiado atrevida e inconsciente, pero aun así, se dijo, todos contaban con ella; además, reconoció, ¿no había sido él mismo quien acababa de señalarle el lugar en el que se escondía el mihrab, instándola a rezar? ¿Acaso no tenían todos idénticos sentimientos?
– Es al revés -confesó el herrador ya cerca de la puerta de las cuadras-. Es don Julián quien tiene que enseñarte a ti el árabe culto, el de nuestro libro divino.
Hernando se detuvo en seco, con la sorpresa dibujada en su rostro.
– Sí -confirmó Abbas-, ese sacerdote, don Julián, es uno de nuestros hermanos y el más culto de los musulmanes de Córdoba.
En las mismas fechas en que Aisha era puesta en libertad tras su detención en Sierra Morena, Brahim abandonó la partida de monfíes del Sobahet junto a dos de los esclavos fugitivos que la componían. El escupitajo que le lanzó su esposa antes de abandonar el campamento se sumó al intenso dolor que sentía en el brazo. Poco después de que Aisha desapareciese entre los árboles, los monfíes se pusieron en marcha y Brahim se arrastró tras ellos; no podía quedarse solo en las sierras y tampoco podía volver derrotado y manco a Córdoba, por lo que los siguió, siempre a cierta distancia, como un perro maltratado. El Sobahet lo permitió; Ubaid se reía de él lanzándole los restos de su comida. Por eso, cuando escuchó que dos de los hombres pretendían huir a Berbería, se sumó a ellos y juntos se encaminaron hacia las costas valencianas. Durante varias largas jornadas robaron comida y buscaron ayuda en las casas moriscas, tratando siempre de evitar a las cuadrillas de la Santa Hermandad que vigilaban aquellas antiguas vías romanas, ahora descuidadas. Anduvieron hacia el este, hacia Albacete, desde donde tomaron el camino que llevaba a Xátiva para, desde allí, llegar a las poblaciones costeras del reino de Valencia situadas entre Cullera y Gandía, todas ellas casi exclusivamente pobladas por moriscos.
Desde aquellas costas y pese al esfuerzo de los sucesivos virreyes de Valencia, el flujo de moriscos hacia Berbería era constante, ayudados por los corsarios que acudían a saquear el reino. Los españoles no dejaban vivir a los cristianos nuevos bautizados a la fuerza, pero tampoco los dejaban escapar a tierras musulmanas; no solo los nobles y terratenientes perdían mano de obra barata, sino también la propia Iglesia estaba empeñada en la salvación de sus almas como defendía el duque de Gandía, Francisco de Borja, general de los jesuitas, que abogaba «porque tantas almas como se podía perder, no se pierdan». Pero los moriscos ya se preocupaban por salvar sus almas… si bien en aquellas tierras donde se loaba a Muhammad, y sus hermanos valencianos ayudaban a todos aquellos que, decididos a abandonar los reinos que les habían pertenecido durante ocho siglos, se proponían cruzar a Berbería.
Brahim y sus compañeros, junto a media docena más de moriscos, lo consiguieron cuando al amanecer de una mañana de septiembre cerca de una cincuentena de corsarios recorrieron la costa para saquear los arrabales de Cullera. Los corsarios utilizaron su táctica habitual: tres galeotas fondearon al amparo de la noche más allá de la desembocadura del río Júcar, donde desembarcaron, lejos del lugar que pretendían atacar. Al día siguiente, al alba, se dirigieron a pie hacia su objetivo. Excepción hecha de los posibles ataques perpetrados por una gran armada corsaria, el corso terrestre basaba sus incursiones en la sorpresa y la rapidez. Los saqueos debían llevarse a cabo en un período de tiempo relativamente corto, inferior al plazo de respuesta a los toques de rebato de la ciudad asaltada y de las circundantes; los corsarios no querían entablar batalla. Luego, las galeotas acudían a recogerlos con el botín a un punto cercano y previamente pactado.
Esa noche, una avanzadilla de corsarios se internó en las tierras para visitar a los moriscos y obtener de ellos información para el pillaje; los cristianos nuevos tenían prohibido acercarse al litoral bajo pena de tres años de galeras. Fue entonces cuando Brahim, los dos esclavos y otros tantos moriscos se sumaron a la expedición. Dos hombres prácticos en el terreno los acompañaron a fin de indicar a los corsarios los caminos para llegar a Cullera.
– Déjame una espada, me gustaría ir con vosotros -solicitó el arriero a un hombre que parecía ser el adalid, ya de vuelta en la playa en la que permanecían escondidos los corsarios en espera del amanecer. Las galeotas seguían en alta mar, para no ser avistadas.
– ¿Morisco y manco? -le espetó el corsario-. ¡Guárdate de intervenir!
Brahim apretó los dientes y se dirigió al grupo de moriscos emplazados lejos de los corsarios, sentados sobre la arena, en silencio.
– ¿Qué miras? -espetó a uno de los esclavos fugados de la partida de Ubaid, lanzándole una patada que le rozó el rostro. Brahim trató de permanecer en pie, ofendido, hasta que un corsario le ordenó de malos modos que se sentara como los demás y guardara silencio.
En una intervención fulminante, los corsarios atacaron los arrabales de Cullera. Sorprendieron a los campesinos que habían acudido a atender sus tierras y tomaron diecinueve cautivos pero, en lugar de perseguir a otros tantos que huían despavoridos, partieron velozmente al punto de encuentro pactado con las galeotas, en esta ocasión cercano a Cullera. Ni las fuerzas en el interior de la ciudad, ni las de los lugares cercanos, tuvieron siquiera oportunidad de contrarrestar el ataque y antes de que se hubiesen percatado de lo sucedido, corsarios, cautivos y moriscos fugados se hallaban ya embarcados en las galeotas, rumbo a alta mar.
Sin embargo, una vez hubieron superado la distancia de un tiro de lombarda, las tres galeotas viraron hacia la costa e izaron «bandera de seguro»; las naves ya iban suficientemente cargadas con el botín de otras incursiones y la temporada de navegación se hallaba próxima a finalizar. Los valencianos sabían qué significaba la bandera blanca: los arráeces corsarios estaban dispuestos a negociar en aquel mismo momento el rescate de los cautivos. Aceptaron el seguro e iniciaron los tratos, chalupas arriba y abajo. Quince hombres fueron rescatados durante la mañana, los cuatro restantes continuaron viaje hacia los mercados de esclavos de Argel.
Durante las dos tranquilas jornadas del tornaviaje, en las que los galeotes tuvieron que esforzarse por avanzar en una mar en calma, Brahim fue testigo del mismo desprecio por parte de la tripulación corsaria -toda ella compuesta por turcos y renegados cristianos- que tuvieron que sufrir los moriscos durante el levantamiento de las Alpujarras. Nadie quería saber nada con ellos. Los alimentaron como si fueran perros y ni siquiera los utilizaron para bogar en el Mediterráneo. ¿Por qué aceptaban llevarlos entonces? Recordó, el regocijo de los moriscos valencianos a la vista de los corsarios; el solo hecho de pensar en el daño que infligirían a los cristianos era para ellos suficiente satisfacción, máxime cuando con ello mantenían viva la esperanza de una futura ayuda por parte de la Sublime Puerta. Observó a los galeotes remando con esfuerzo; las naves cargadas, a las órdenes del cómitre. Dividieron a los moriscos fugados en grupos para que se pudieran acomodar en la escasa superficie lateral que restaba entre la cámara de boga y las plataformas que llegaban hasta la borda. Luego volvió la mirada hacia el arráez de su nave, de pie en proa, el largo cabello rubio propio de los cristianos renegados del Adriático cayéndole por los hombros, suavemente mecido por el ritmo que imprimían los remeros. Brahim escupió al mar. La ayuda que les prestaban para la fuga no se sustentaba más que en un interés comercial: los corsarios aceptaban transportar aquella despreciable carga humana con el único fin de obtener el favor de los lugareños.
Por eso, en cuanto la flotilla de galeotas entró en el puerto de Argel y avistó sus grandes e imponentes murallas mientras ulemas, alfaquíes y todo tipo de gentes corrieron a recibirlos al son de los atabales, Brahim decidió que no continuaría ni un solo día más en una ciudad tan hostil para con los moriscos de al-Andalus como podía ser aquel nido de corsarios. Vagabundeó por sus calles durante un par de días, lejos de los moriscos que acudían a venderse como mano de obra tan barata como en España a los propietarios de los numerosos huertos o campos frutales que rodeaban la ciudad, o incluso a las grandes explotaciones de trigo de la llanura de Yiyelli. Al fin, en el zoco, encontró una caravana que partía hacia Fez e intentó incorporarse a ella, prometiendo trabajar tan duro como el que más por los restos de la comida. ¡Tenía hambre! Había tenido que pelear con hombres más fuertes que él, provistos de sus dos manos, por las basuras de los argelinos.
– Soy arriero -afirmó cuando vio cómo el árabe que debía de ser el jefe de la caravana, un hombre del desierto vestido a lo beduino, desviaba su mirada hacia el muñón y meneaba la cabeza.
Entonces Brahim quiso demostrarle su valía con los animales, aun con una sola mano. Titubeó al recordar los problemas que había tenido Ubaid para manejarse con las mulas en las Alpujarras, pero al fin se dirigió a un numeroso grupo de camellos que descansaban tendidos sobre sus cuatro patas. Era la primera vez que veía un camello e incluso en aquella complicada postura, con las patas dobladas, su joroba superaba en altura a cualquiera de las mulas con las que había trajinado el arriero.
Acarició la cabeza del animal ante la curiosidad del jefe de la caravana y la más absoluta indiferencia del camello. Luego intentó que se pusiera en pie y tiró con su mano izquierda del ronzal, pero el camello ni siquiera movió la cabeza. Jaló hacia uno y otro lado, como hacía con las mulas cuando no querían andar hacia delante, para engañarlas y lograr que emprendieran el paso hacia un lado, pero el terco animal permaneció impasible. Brahim vio que alrededor del árabe se había congregado un pequeño grupo de gente que observaba la escena sonriendo; uno de ellos le señalaba, mientras apremiaba a otro camellero para que se sumara al espectáculo. ¿A qué venía aquella prisa?, pensó. Sintió hervir la humillación y pegó un fuerte tirón del ronzal del camello para que se levantase pero, cuando iba a dar el segundo tirón, el animal lanzó una dentellada que le alcanzó en el estómago. Saltó hacia atrás, trompicó y cayó al suelo entre las bostas de los camellos y las risotadas de los hombres de la caravana. ¡Era eso! Sabían que iba a morderle. Se arrodilló para levantarse tratando de dar la espalda al grupo de camelleros. Las risas cesaron, salvo una carcajada infantil, aguda, que continuó resonando en el campamento. Mientras se levantaba, dudó en alzar el rostro hacia el lugar del que provenía aquella risa tan inocente como irritante. Por fin lo hizo y se topó con un niño de unos ocho años, todo él ataviado en ropajes de seda verde bordada, como un pequeño príncipe. A su lado se hallaba un hombre enjoyado y armado con un alfanje en cuya vaina brillaban numerosas piedras preciosas incrustadas, tan lujosamente vestido como el niño; tras ellos, tres mujeres, todas con túnicas negras de amplias mangas, envueltas en mantos negros o azules sujetos con alfileres de plata sobre las túnicas, los rostros cubiertos con velos en los que aparecían agujeros para los ojos. Las muñecas y los tobillos de las mujeres se veían adornados con numerosos aros de plata. Brahim miró directamente al niño. ¡Tenía hambre! Mucha hambre. Quedarse en la ciudad supondría morir de inanición, o a manos de algún jenízaro o corsario si le pillaban robando, único destino que le quedaba salvo el de volver a trabajar los campos. ¡Con una sola mano, ni siquiera podía enrolarse como remero o venderse como galeote!
Observó cómo el hombre del alfanje apoyaba cariñosamente una mano en el hombro del niño, cuyas risas ya se habían apagado, y entonces se le ocurrió: guiñó un ojo al pequeño, dio un paso, buscó apoyar su pie descalzo encima de una de las muchas bostas que aparecían desparramadas por doquier, y se dejó resbalar exagerando la culada con la que terminó de nuevo sobre la tierra. Las carcajadas del niño estallaron otra vez y, de reojo, Brahim comprobó que los labios del hombre se torcían en una sonrisa. Desde el suelo, gesticuló e hizo mil aspavientos, torpes todos ellos. ¿Qué inventar para ganarse a aquel niño y a su padre?, pensaba mientras tanto. Jamás había actuado como un bufón, pero ahora lo necesitaba. ¡Debía abandonar aquella ciudad en la que todos le miraban por encima del hombro, como en Córdoba! ¡No había hecho tan largo viaje para terminar otra vez como un vulgar campesino, por más mezquitas a las que pudiera acudir para llorar sus penas! Simuló tropezar una y otra vez cuando pretendía levantarse y las carcajadas del niño le animaron: se dirigió a otro camello tendido y saltó sobre su joroba, dejándose caer como un saco por el otro lado; a las risas del niño se sumaron otras que no reconoció pero que supuso que procedían de los camelleros. Probó de nuevo a montarse con el mismo resultado y al final terminó rodeando al camello, examinándolo con atención, levantándole la cola, como si pretendiese averiguar dónde se escondía su secreto.
Al escuchar la primera risotada del hombre del alfanje, Brahim se dirigió hacia ellos y les hizo una reverencia; el niño le mostró unos grandes ojos castaños empañados en lágrimas. El hombre asintió y le entregó una moneda de oro, una soltanina acuñada en la propia Argel, y fue entonces cuando Brahim se percató del dolor que atenazaba todo su cuerpo, especialmente en la barriga, allí donde le había mordido el camello.
Le permitieron viajar como el bufón del hijo del rico mercader de Fez, Umar ibn Sawan. Cerca de cincuenta camellos cargados de costosas mercaderías, vigilados por un pequeño ejército contratado por Umar, se pusieron en marcha para recorrer la Berbería central, desde Argel hasta Tremecén, y de allí a la magnífica y rica ciudad de Fez, erigida entre cerros y colinas en el centro del reino de Marruecos. Durante el trayecto, Brahim comprendió el porqué del mordisco del camello: sus cuidadores los trataban con cariño y extrema delicadeza. Una simple vara con la que les rozaban las rodillas y el cuello servía para que se levantasen o se tumbasen y, en lugar de fustigarlos para que apresurasen el paso en las largas jornadas, cuando el cansancio empezaba a hacer mella, ¡les cantaban! Para sorpresa del mulero alpujarreño, los animales respondían esforzándose y afirmando el paso. Umar y su hijo, Yusuf, viajaban montados en caballos árabes del desierto, pequeños y delgados puesto que sólo los alimentaban con leche de camella dos veces al día. Sin embargo, según oyó, el que montaba el padre valía una fortuna: había logrado superar a un avestruz en carrera en los desiertos de Numidia, donde lo adquirió el mercader. Las tres mujeres de Umar viajaban escondidas en pequeñas cestas cubiertas de bellísimos tapices que se bamboleaban incesantemente al paso de los camellos que las transportaban.
Brahim viajaba a pie, mezclado entre camellos, cuidadores, esclavos, sirvientes y soldados. Compró unos zapatos viejos y un turbante con parte de la soltanina de oro con que el mercader le había premiado las risas de su hijo; unas risas que también esperaba soltar a su costa el resto de la comitiva, por lo que era constante objeto de burlas, chanzas y empujones. El arriero simulaba grotescas caídas, permitiendo que le ridiculizaran en todo momento. Entonces respondía a las burlas con sonrisas y ademanes cómicos. Descubrió que si andaba a cuatro patas, protegiéndose el muñón con la tela del turbante, sintiendo una punzada de dolor cada vez que lo apoyaba en tierra, los viajantes se reían; también lo hacían cuando, sin razón alguna, empezaba a correr en círculo alrededor de un camello o una persona, ululando como un loco. El pequeño Yusuf reía desde su caballo, por fuera de la comitiva, siempre acompañado por su padre. ¡Todos ellos eran imbéciles!, pensaba en los momentos de descanso. ¿Acaso no eran capaces de percibir la ira de sus ojos? Porque en cada ocasión en que Brahim originaba una carcajada, un ardor incontrolable nacía en su estómago para quemar todo su cuerpo. ¡Era imposible que no se percatasen del fuego que brotaba de sus pupilas! Andaba entre los camelleros y miraba de reojo a los dos jinetes, cómo charlaban y galopaban arriba y abajo de la caravana; cómo sonreían y daban incesantes órdenes que los hombres atendían con actitud servil. También miraba el lujo de los tapices que tapaban las cestas de las tres mujeres y, por las noches, después de haber divertido durante un buen rato al pequeño Yusuf, envidiaba las grandes tiendas en las que se alojaban el mercader y su familia, rebosantes de cómodas telas, cojines y los más variados enseres de cobre o hierro, mucho más lujosas que cualquiera de las viviendas que Brahim hubiera conocido. Cuando Umar, Yusuf y sus mujeres se retiraban, él se acostaba en el suelo, junto a las tiendas.
A una jornada de Tremecén, llegó a la conclusión de que debía escapar. Habían cruzado montañas y desiertos, y entre la gente se hablaba del próximo desierto que les esperaba tras superar la ciudad: el de Angad, donde partidas de árabes atacaban las caravanas que hacían la ruta entre Tremecén y Fez. Árabes. Se hallaba ya entre árabes: el reino de Tremecén, el de Marruecos, el de Fez. ¡Estaba hastiado de humillaciones, de golpes y de burlas! ¡Estaba harto de desiertos y de camellos que se movían al son de estúpidas cantinelas!
Los soldados de guardia de las tiendas le consideraban un loco idiota, igual que los esclavos y la mayoría de los componentes de la caravana, por lo que hacía tiempo que habían dejado de vigilar sus movimientos o lo que hacía mientras dormía junto a la tienda. Por eso, la noche en que acamparon a unas leguas de Tremecén, Brahim no tuvo el menor impedimento en colarse dentro de la de Umar, arrastrándose por debajo de uno de sus laterales. Padre e hijo dormían profundamente. Escuchó el acompasado respirar de ambos y esperó a que su visión se acostumbrase a la tenue iluminación de los destellos del fuego fuera de la tienda, alrededor del que dormitaban los tres guardias. Escrutó en el interior, las sedas y los tapices, las lujosas ropas del mercader y de su hijo… y junto a Umar, un cofrecillo de metal engarzado en piedras preciosas. Casi arrastrándose, para impedir que se viera sombra alguna desde el exterior, se acercó a Umar y cogió el cofre, aunque tuvo que volver a dejarlo para, con su única mano, introducir la magnífica daga del mercader en su propio cinto. Cogió de nuevo el cofre y salió por donde había entrado. Se arrastró fuera de la tienda y comprendió que acababa de cerrar una terrible apuesta: huir o morir. Si le descubrían… Escondió el cofrecillo en su turbante, se lo ató con fuerza a la cintura y anduvo encogido entre los camellos y las personas que dormían; avanzaba muy despacio, a fin de impedir el tintineo procedente del interior del cofre, audible a pesar de la tela que lo envolvía, hasta llegar cerca de donde se almacenaban las mercaderías que transportaban los camellos. Allí también se apostaban hombres de guardia. Inspeccionó los alrededores en busca de alguna de las hogueras que se habían encendido durante la noche; encontró una, se dirigió a ella, se descalzó e introdujo una brasa candente dentro de su zapato. Volvió al lugar de las mercancías y, escondido a algunos pasos, esperó a que los guardias se apartasen en sus rondas constantes. Entonces lanzó la brasa, con el zapato, que fueron a caer entre unos fardos en los que se adivinaban ricos paños de seda. Sin comprobar el resultado de su lanzamiento, se dirigió a donde dormían trabados los caballos de Umar y su hijo.
Acarició a los caballos para que se tranquilizasen y se acostumbraran a su presencia; de esos animales sí sabía. Varios hombres dormían muy cerca. Cuando consideró que los caballos aceptarían sus manejos sin molestarse y despertar a sus cuidadores, los destrabó con sigilo y embocó el de Umar, aquel que había logrado vencer al avestruz. Entonces esperó, agazapado. Alguien daría la voz de alarma. El tiempo transcurría lentamente sin que nada sucediese; Brahim imaginó ya el alfanje de Umar sobre su cuello, en seguro castigo al robo que acababa de cometer, cuando resonó un primer grito al que siguieron muchos otros. Una densa humareda, todavía sin llamas, ascendía en la oscuridad desde la pila de mercancías. Los hombres saltaron para ponerse en pie, y una impresionante llamarada que rugió al desatarse le sorprendió mientras el caos se apoderaba del campamento. Perdió unos instantes extasiado ante aquella lengua de fuego rojo intenso que parecía querer lamer el cielo.
– ¿Qué haces con los caballos? -le gritó el mozo que se ocupaba de ellos y que en lugar de dirigirse al fuego lo hizo hacia los animales.
Brahim despertó y trató de engatusarle con una mueca grotesca. Cuando el joven le miraba al rostro, extrañado por su reacción, extrajo la daga y se la hundió en el pecho. Aquélla sería la última bufonada que haría en su vida, se prometió al montar de un salto sobre el caballo, a pelo, con un zapato de menos.
Y mientras la gente corría de aquí para allá esforzándose por apagar el fuego, Brahim partió al galope tendido en dirección al norte, con el caballo de Yusuf haciéndolo a su lado, a la querencia. En poco rato, caballos y jinete se perdieron en la noche.
Llegó a Tetuán casi a finales de octubre de 1574, después de días de cabalgar desde Tremecén. Evitó los caminos, dejándose guiar por su instinto y experiencia como arriero, siempre hacia el norte, escondiéndose al menor movimiento que percibía y sin confiarse por más que hubiera llegado a la convicción de que Umar no le perseguía por aquellas ariscas tierras. Los dos caballos eran muy valiosos y el interior del cofre le reveló una segunda fortuna compuesta de piedras preciosas y diferentes monedas de oro: dirhams, rubias, zianas, doblas, soltaninas y escudos españoles.
Tetuán era una pequeña ciudad enclavada al pie del monte Dersa, en el valle del río Martil. Se hallaba a sólo seis millas del Mediterráneo y a cerca de dieciocho del estrecho de Gibraltar, en un punto estratégico en el tráfico naval. Fértil, gozaba de abundante agua que le llegaba de la sierra del Hauz y la cordillera del Rif. La medina amurallada de la ciudad había sido reconstruida y repoblada por los musulmanes que habían huido tras la rendición de Granada a los Reyes Católicos, por lo que sus habitantes eran mayoritariamente moriscos.
Rompió su promesa de no volver a presentarse como un bufón y, tras esconder caballos y dineros en las montañas, accedió a la ciudad cruzando la puerta de Bab Mqabar, junto al cementerio, como un pordiosero loco, con sólo unas cuantas monedas escondidas. El espíritu andalusí que se respiraba, la forma de hablar y de vestir de las gentes, la distribución de las calles como si se tratara del Albaicín de Granada o de cualquier pequeño pueblo de las Alpujarras, le convenció al instante de que aquél era el lugar donde debía vivir. Persuadió a un bribón zarrapastroso, de ojos vivos, redondos y grandes y con el cuero cabelludo a clapas por la sarna, para que le guiase por la ciudad. Sorprendió a los mercaderes del zoco y al muchacho, y compró vestiduras nuevas y todo lo necesario para presentarse en el lugar elegido con cierta distinción. También compró ropa para Nasi, que así se llamaba el pillastre. No podía entrar en Tetuán con ese aspecto de indigente si viajaba con dos magníficos caballos y un cofre lleno de oro. Luego volvió con el asombrado muchacho allí donde había escondido los caballos, se lavó en un arroyo y obligó a hacer lo propio a Nasi, se vistió, echó una estera por encima del caballo a modo de montura, y en el de Yusuf cargó los bultos para que Nasi, con la cabeza cubierta por un turbante, tirara de él como si se tratara de su sirviente, cosa a la que el chico accedió tan pronto escuchó la oferta de comer a diario.
– Pero si cuentas algo de mí, te cortaré el cuello -le amenazó mostrándole el filo de la daga.
Nasi no pareció impresionado a la vista del cuchillo, pero su contestación sonó sincera:
– Lo juro por Alá.
Arrendaron una buena casa de sólo un piso y que disponía de una huerta en su parte trasera.
En el último cuarto de aquel siglo xvi, cuando Brahim se estableció en la ciudad, el negocio del corso varió por completo. Del puerto de Tetuán, Martil, zarpaban numerosas fustas, generalmente pequeñas, para atacar las costas españolas en competición con las demás ciudades corsarias de Berbería: Argel, Túnez, Sargel, Vélez, Larache o Salé. Pero a partir de esas fechas, la arribada de grandes redondas francesas, inglesas u holandesas al Mediterráneo, llevó a los armadores de Argel a sustituir sus delicadas galeotas y galeras de cascos delgados y ligeros por grandes veleros redondos armados con decenas de cañones, con los que optar a alcanzar y vencer a aquellas nuevas embarcaciones; así pues, el radio de influencia de los señores del corso argelino logró llegar hasta las zonas más remotas del Mediterráneo, por alejadas que pudieran estar de sus puertos, e incluso al Atlántico: Inglaterra, Francia, Portugal y hasta Islandia.
El corso menor, aquel que arribaba a las costas españolas para saquearlas en rápidas y sorpresivas acciones de pillaje, sin llegar a cesar, quedó como una actividad secundaria para aquellos grandes pueblos corsarios. Así las cosas, una vez establecido en Tetuán, Brahim se convirtió en el armador de tres fustas de doce bancos de remeros cada una, con una condición que aceptaron los arráeces de las naves: él iría personalmente en las expediciones porque, si bien no sabía de navegación, ¿quién mejor que un arriero que conocía palmo a palmo las costas de Granada, Málaga y Almería para dirigir los ataques?
En marzo de 1575, ya abierta la época de navegación y al mando de una partida de treinta moriscos, el antiguo arriero alpujarreño desembarcó en las costas de levante, cerca de Mojácar, sin que ningún guarda de las nueve torres defensivas que se hallaban repartidas en tan sólo siete leguas de costa, entre Vera y la propia Mojácar, para la vigilancia de aquella zona del litoral, avistasen las fustas y tocasen a rebato.
– Las defensas están desguarnecidas o derruidas -comentó riendo el arráez que navegaba con Brahim-. Algunas torres ni siquiera disponen de guarda o éste no es más que un anciano que prefiere dedicarse a su huerto en lugar de cumplir un trabajo por el que el rey Felipe no le paga.
Y así era. Por más incursiones corsarias que se produjeran en España, el sistema defensivo compuesto por torres de vigilancia que se extendían a lo largo de las costas, con guardas y atajadores que debían alertar a las ciudades y tropas, había ido degradándose por falta de recursos económicos hasta el punto de ser prácticamente ineficaz.
En esa ocasión nadie impidió a Brahim tomar parte en el saqueo de algunas alquerías cercanas a Mojácar. Cerca de medio centenar de hombres, entre moriscos y galeotes libres, desembarcaron en las costas de al-Andalus; otros quedaron al cuidado de las fustas, la mayoría se desperdigó en grupos en busca del botín. Brahim se detuvo un instante y los observó correr tierra adentro. ¡España! Respiró profundo y se hinchió de orgullo. ¡Volvía a estar en España y aquéllos eran sus hombres! ¡Él les pagaba! Tenía a un pequeño ejército a su servicio.
– ¿A qué esperas? -Le urgió el arráez que capitaneaba su partida-. ¡No tenemos tiempo!
Más allá de la playa encontraron a algunos campesinos trabajando sus tierras. Brahim los vio huir espantados con los corsarios tras ellos; alcanzaron a dos.
– ¡Por allí! -gritó Brahim señalando a su izquierda-. Allí hay algunas casas.
Las recordaba. Había trajinado en aquella zona.
Los berberiscos corrieron hacia donde indicaba el antiguo arriero. Cuando llegaron a un pequeño grupo de casas humildes, sus moradores se habían marchado también, advertidos por los gritos de quienes habían huido de los campos.
Brahim descerrajó la puerta de una de las casas de una fuerte patada. No era necesario, pero el gesto le hizo sentirse poderoso, invencible. Nada pudo aprovechar del interior de la vivienda de una mísera familia campesina.
Al cabo de un tiempo se reunieron todos en la playa, sin bajas, sin lucha alguna, con pocos dineros, algo de quincallería y mucha ropa de escaso valor, pero con quince cautivos entre los que destacaban, por el considerable beneficio que podían obtener de ellas en el mercado de esclavos de Tetuán, tres jóvenes mujeres gallegas, sanas y voluptuosas, de las que habían ido a repoblar el reino de Granada tras la expulsión de los suyos.
Mientras los hombres embarcaban a sus espaldas, Brahim, sudoroso, congestionado, enardecido, volvió a clavar la mirada en las de al-Andalus. Poco más allá se alzaba Sierra Nevada, con sus cumbres, y sus ríos y sus bosques y…
– ¡He vuelto, bastardo nazareno! -gritó-. ¡Fátima, aquí estoy! ¡Juro por Alá que algún día recuperaré lo que es mío!
Córdoba, octubre de 1578
Hernando espoleó a Corretón y el aire frío de las dehesas cordobesas le golpeó el rostro. El potente retumbar de los cascos sobre la tierra húmeda no logró acallar las imprecaciones de José Velasco y Rodrigo García, que galopaban por detrás de él tratando de darle alcance. Los retó en la misma dehesa, rodeados de yeguas y potros: «Corretón es capaz de vencer a cualquiera de vuestros caballos». Entre simpáticas burlas, los dos veteranos domadores se mostraron incrédulos.
– El último en llegar a aquel alcornocal -Hernando señaló el límite de la dehesa, donde los árboles limitaban el campo de las yeguas-, pagará una ronda de vinos.
Inclinado hacia delante en la montura, sobre el cuello extendido de Corretón, las riendas largas, manteniendo un leve contacto en la boca del caballo y sintiendo en las piernas el frenético ritmo de los impetuosos y veloces trancos del caballo, continuó espoleándolo para que aumentase la ventaja sobre sus seguidores. Aquél era un gran día para todos los moriscos. Antes de que saliesen al campo, la noticia se extendía por la ciudad al redoble de las campanas de todas las iglesias: don Juan de Austria había fallecido de tifus en Namur, siendo gobernador de los Países Bajos. El verdugo de las Alpujarras acabó sus días en una simple barraca.
Corretón galopaba como lo hacían pocos caballos y Hernando gritó. Lo hizo cuanto le permitieron sus pulmones. ¡Por las mujeres y niños de Galera que ordenó ejecutar el príncipe cristiano!
A menos de un cuarto de legua del alcornocal, Rodrigo primero, José después, lo superaron lanzándole una lluvia de barro y guijarros. Hernando aminoró la carrera hasta llegar adonde le esperaban los dos jinetes, ya en el alcornocal, galopando despacio, para que sus monturas recuperasen el resuello sin brusquedad.
– ¡Brindaremos por ti! -resopló Rodrigo.
José rió y simuló llevarse un vaso a los labios.
– Es mucho más joven que vuestros caballos -se defendió el morisco.
– Deberías haberlo tenido en consideración a la hora de soltar bravatas -le advirtió el lacayo de don Diego-. ¿No pretenderás retractarte?
– ¡Vosotros lo sabíais! He elegido mal la distancia.
Rodrigo se acercó a él y le golpeó en el hombro.
– Pues eso te costará dinero.
Los animales empezaron a respirar con normalidad y se dispusieron a volver a la ciudad. Entonces Rodrigo les llamó la atención.
– ¡Mirad! -exclamó señalando hacia la espesura.
La grupa y los cuartos traseros de una yegua sobresalían por debajo de unos matorrales. Se acercaron y desmontaron. José y Rodrigo se dirigieron a inspeccionar el cadáver de la yegua, mientras Hernando quedaba al cuidado de los caballos.
– Es una de las más viejas -comentó José desde el lugar en el que yacía el animal. Los dos volvieron a donde esperaba Hernando y montaron de nuevo-. Pero dio muy buenos potros -afirmó a modo de epitafio-. Nosotros volveremos a Córdoba -añadió dirigiéndose al morisco-, tú ve en busca del yegüero y dile que aquí tiene un cadáver. Vuelves con él, y cuando haya desollado a la yegua, te llevas la piel para mostrársela al administrador y que la dé de baja en los libros. ¡Ah, y apresúrate antes de que alguna alimaña se ensañe con el cadáver y desaparezca la marca del hierro del rey!
Si algún carroñero atacase el cadáver allí donde la yegua se hallaba herrada con la «R» coronada y ésta desapareciese, sería imposible acreditar su muerte ante el administrador y los yegüeros se encontrarían en un verdadero problema.
El pellejo de la yegua muerta con su hierro bien visible, que Hernando llevaba cruzado por delante de la montura, apestaba igual que aquellas que transportara desde el matadero a la curtiduría hacía más de siete años. ¡Cómo había cambiado su vida en ese tiempo! Encontrar al yegüero, volver al alcornocal y desollar el cadáver le llevó casi todo lo que restaba del día; cuando terminó, el sol se escondía ya, jugando con la silueta que se adivinaba de Córdoba: la catedral emergiendo de la mezquita, el alcázar, la torre de la Calahorra y los campanarios de las iglesias iluminadas con un resplandor rojizo por encima de las casas. El silencio en el campo era casi absoluto y se movían al paso. Corretón pisaba con suavidad como si fuera consciente del hechizo. Hernando suspiró. El caballo volteó las orejas hacia él, sorprendido, y el jinete le palmeó el cuello.
Hacía cerca de año y medio un joven domador había sufrido un accidente en las dehesas; un toro al que corría derribó al caballo y corneó al hombre en la entrepierna.
Los jinetes que le acompañaban trasladaron a Alonso, que así se llamaba el accidentado, a las caballerizas reales. Sangraba en abundancia, si bien no parecía que el asta hubiera afectado a zonas vitales. Con todo, cuando llegó el cirujano a las cuadras y se enfrentó a la herida que mostraba en la entrepierna y diagnosticó que tendría que intervenir en la zona del glande del miembro de Alonso, éste no se dejó tocar hasta que un escribano público acudiese y, antes de ser tocado por el cirujano, diese fe de que su miembro no estaba retajado. Hernando fue quien tuvo que correr en busca del escribano público. Temió que Alonso se desangrase en el tiempo en que tardaba el funcionario en responder y ponerse en marcha, pero a nadie parecía importarle aquella posibilidad: todos los presentes, incluido el cirujano, admitieron como lógica la exigencia de Alonso. ¡Era más importante no parecer un judío o musulmán que la propia vida! Para su sorpresa, el escribano venció la pereza nada más escucharle, le entregó sus papeles e instrumentos de escritura para que los llevase y corrió a las cuadras donde, volcado en la entrepierna del herido, siguió con interés los dedos y las explicaciones del cirujano entre la sangre y la carne desgarrada, para comprobar personalmente que el tal Alonso efectivamente no estaba previamente descapullado. Entonces levantó acta de que durante aquella intervención y por motivos médicos, al decir del cirujano, había sido necesario proceder a cortar el prepucio del miembro del jinete. Luego entregó el documento al enfermo, que lo agarró como si en ello le fuera la vida… o el honor.
– No creo que Alonso pueda volver a montar en algún tiempo -comentó don Diego a su lacayo tras firmar el documento público en calidad de testigo-. ¿Sabes montar? -le preguntó de sopetón a Hernando, que todavía permanecía junto al escribano.
– Sí… -titubeó éste ante la oportunidad que tanto deseaba.
Don Diego comprobó su afirmación montándole en un caballo de cuatro años, presto a ser entregado al rey. Entonces, tan pronto como sintió entre sus piernas el poderío de uno de aquellos animales, resonaron en su cabeza todos y cada uno de los consejos de Aben Humeya: erguido; recto; orgulloso, sobre todo orgulloso; suave en la mano; son tus piernas las que mandan; enérgico sólo si es necesario; ¡baila! ¡Baila con tu caballo! ¡Siéntelo como si fuera parte de ti! Y bailó con el caballo, pidiéndole los movimientos que durante mil días había observado que los jinetes expertos obtenían de sus monturas mientras los trabajaban en el patio de caballos o en los soportales, el picadero cubierto que el rey mandó construir para proteger a los animales del clima extremo de los veranos e inviernos. El mismo se sorprendió de la respuesta del caballo a sus piernas y a su mano, extasiándose con los aires y la doma de aquel ejemplar de pura raza española.
– Tiene el mismo instinto, el mismo arte que pie a tierra con los potros -comentó don Diego a José y Rodrigo mientras contemplaban las evoluciones de jinete y caballo-. Enseñadle. Enseñadle cuanto sabéis.
Y los domadores le enseñaron. También lo hizo don Julián en la biblioteca de la catedral de Córdoba, que el cabildo había decidido trasladar ese mismo año. De la mano del sacerdote, Hernando profundizó en el conocimiento de la lengua sagrada hasta llegar a dominar el árabe culto. Acudía a la mezquita por las noches después de haber trabajado en las caballerizas, cuando el trasiego de sacerdotes y personas disminuía, antes de los oficios de completas a veces incluso después, y de que se cerraran las puertas del templo. Don Julián era el último de los sacerdotes que los mudéjares primero, y los moriscos después, una vez que el cardenal Cisneros y los Reyes Católicos ordenaron su expulsión o conversión forzosa lograron introducir de forma subrepticia en la gran mezquita cordobesa.
– Desde que el rey Fernando conquistó Córdoba y la mezquita cayó en manos cristianas -le explicó don Julián con su voz dulce, sentados los dos solos en una mesa de la biblioteca, cabeza con cabeza, frente a unos documentos y a una lámpara-, casi siempre ha existido un musulmán disfrazado con los hábitos de sacerdote. Nuestra función ha sido la de orar en este recinto sagrado, aunque sea en silencio, así como enterarnos de lo que opina la Iglesia, lo que piensa hacer, y advertir de ello a todos nuestros hermanos. Sólo desde dentro de sus iglesias y de sus cabildos puede conseguirse todo esto.
– ¡No pretenderéis que yo me ordene sacerdote! -se sorprendió Hernando.
– No, claro que no. Por desgracia, infiltrar a nuevos musulmanes entre los religiosos cristianos es ya casi imposible. Los expedientes de limpieza de sangre y las informaciones que tienen que ofrecerse para acceder a cualquier cargo en el cabildo catedralicio se han complicado con el tiempo.
Hernando conocía los expedientes de limpieza de sangre. Se trataba de procedimientos administrativos por los que una persona debía acreditar que entre sus antepasados no existía ningún converso musulmán o judío. La limpieza de sangre se convirtió en España en un requisito imprescindible para acceder no sólo al clero, sino a cualquier cargo público.
– El estatuto de limpieza de sangre de esta catedral -continuó diciendo don Julián- fue aprobado en agosto de 1530, si bien no fue ratificado por bula papal hasta más de veinte años después, aunque durante ese lapso hubiera venido aplicándose por orden del Emperador Carlos. En los tiempos en los que yo superé esa prueba hace unos cuantos años ya -el viejo sacerdote meneó la cabeza como si le pesase el recuerdo-, un expediente alcanzaba las doce hojas y la información era bastante somera. Hoy alcanzan hasta las doscientas cincuenta hojas y más, e incluyen precisas investigaciones acerca de padres, abuelos y demás antepasados; lugares de residencia, cargos, vida… En fin, dudo mucho que cuando yo falte, si es que no me descubren antes, podamos continuar con esta artimaña. Debemos por lo tanto fortalecer aquellos mecanismos de protección que no dependan de nuestra presencia en las iglesias.
»Sólo en Granada es diferente -explicó el sacerdote-. Allí, el arzobispo se muestra renuente a aplicar los expedientes de limpieza de sangre. Granada todavía está poblada por grandes familias que proceden de la nobleza musulmana y que se integraron con la jerarquía cristiana en época de los Reyes Católicos: incluso hay sacerdotes, jesuitas o frailes que descienden de moriscos. Es realmente complicado aplicar en ese reino los estatutos de limpieza de sangre… Pero llegarán, también llegarán a ellos.
Durante los cinco años que llevaba trabajando con don Julián, Hernando había tenido oportunidad de conocer los mecanismos a los que se refería el sacerdote y que se ejercían a través del consejo compuesto por los tres ancianos de la comunidad: Jalil, Karim y Hamid, más don Julián, Abbas y él mismo. Reunirse los seis era sumamente complejo para Hamid, dada su condición de esclavo, pero además entrañaba un gran peligro, sobre todo para el clérigo, por lo que Hernando actuaba como mensajero entre todos ellos en aquellas situaciones excepcionales que requerían de una decisión conjunta. Dada la necesidad de acudir a la catedral por las noches, consiguió del escribano de las caballerizas una cédula especial que le permitía una libertad de movimientos de la que raramente disponían los demás moriscos de Córdoba.
Así sucedió nada más iniciar su labor con el bibliotecario. En 1573, la comunidad musulmana tuvo conocimiento de que se preparaba un levantamiento en Aragón; las noticias llegaban a través de los monfíes y de los arrieros que se desplazaban de un lugar a otro. Los moriscos de aquel reino se habían puesto en contacto con los hugonotes franceses prometiéndoles ayuda militar y económica si invadían Aragón. Nada más correr el rumor, muchos hombres de Córdoba y sus lugares se mostraron dispuestos a acudir a Aragón para alzarse en armas contra los cristianos. El consejo decidió aplacar aquellos ánimos y rogó a los creyentes de toda Córdoba que se mantuvieran a la expectativa y no adoptaran decisiones precipitadas. Dos años después, el francés que había actuado de intermediario entre hugonotes y moriscos fue detenido por la Inquisición y confesó bajo tortura. El conde de Sástago, virrey de Aragón, ordenó también que los inquisidores detuviesen y torturasen a moriscos elegidos al azar de las poblaciones del reino, para comprobar la certidumbre de los planes.
En diciembre de 1576 se repitieron los sucesos: circulaban copias de una carta del sultán de la Sublime Puerta en la que se anunciaba la llegada de tres flotas musulmanas que desembarcarían al mismo tiempo en Barcelona, Denia y Murcia. En mayo del siguiente año, la Inquisición se hizo con una carta del beylerbey de Argel en la que advertía a los moriscos españoles de que la flota no llegaría hasta agosto y que su desembarco coincidiría con una invasión desde Francia, instando a los moriscos a ganar las montañas cuando sucediese. Sin embargo, en aquel octubre de 1578 nada se sabía de flotas o desembarcos.
– Nuestros hermanos en la fe sólo se preocupan de sus más próximos intereses -afirmó Karim. Era domingo y, tras la misa, inusualmente, habían logrado reunirse todos salvo don Julián, en casa de Jalil. Se hallaban sentados en el suelo, sobre esteras, mientras los jóvenes vigilaban en la calle de los Moriscos la posible llegada de jurados o sacerdotes. La dura aseveración de Karim logró que Hamid y Jalil bajaran la mirada; Abbas hizo ademán de contradecirlo, pero Karim se lo impidió-. No, Abbas, es cierto. En el levantamiento de las Alpujarras se limitaron a enviarnos corsarios y delincuentes, mientras que las tropas que nos prometieron atacaban Túnez y el sultán invadía Chipre. No hace mucho que los argelinos han vuelto a ocupar Túnez y Bizerta y han logrado expulsar a los españoles de La Goleta, y en cuanto al sultán…
– Hace ya tiempo que el sultán llegó a un acuerdo con el rey para que la flota turca no ataque los puertos del Mediterráneo -le interrumpió Hernando. Los tres ancianos lo miraron, sorprendidos, y Abbas soltó un bufido de incredulidad-. Quien vosotros sabéis -ni siquiera en la intimidad querían nombrar a don Julián; sólo ellos cinco sabían en Córdoba quién era en realidad el sacerdote- ha tenido conocimiento de esa circunstancia. Se trata de acuerdos secretos. El rey no quiere mandar una embajada formal y ha enviado a un caballero milanés para que negocie la paz; hasta tal punto se desea mantener el secreto de la negociación que el milanés se mueve por Constantinopla ataviado con ropas de esclavo. El rey Felipe no quiere que los franceses interfieran en sus negociaciones y tampoco que la cristiandad le considere un traidor por pactar la paz con los herejes, pero es así. Los turcos han desviado sus esfuerzos hacia Persia, con la que están en guerra, por lo que se hallan tan interesados como los cristianos en esos acuerdos de paz.
– Eso significa… -empezó a decir Karim.
– Que todas las promesas de liberación para con nuestro pueblo son nuevamente falsas -terminó la frase Hamid.
Hernando escuchó al alfaquí con el estómago encogido. Hamid había hecho un esfuerzo para hablar. Sus palabras fueron firmes, cortantes y secas, pero tras ellas pareció vaciarse. Envejecía; envejecía con una rapidez inusitada.
Durante unos instantes el silencio dominó la estancia en la que se encontraban, cada cual sopesando aquella realidad.
– ¡No debe conocerse! -Exclamó al fin Karim-. La comunidad no debe conocer esas circunstancias…
– ¿De qué serviría? -le interrumpió Hernando.
– No podemos negarles la esperanza -terció Jalil, sumándose a las palabras de su compañero. Hernando observó cómo Hamid asentía-. Es lo único que nos queda. La gente habla de turcos, argelinos y corsarios con los ojos brillantes, encendidos. ¿Qué podríamos hacer sin su ayuda? ¿Alzarnos de nuevo? -Jalil golpeó al aire, violentamente, con una mano-. No tenemos armas y controlan hasta nuestro más mínimo movimiento. Si en nuestro terreno, en la fragosidad de las sierras, armados y entusiastas, sufrimos una derrota, ¡ahora nos aniquilarían! Si les despojamos de la esperanza que supone esa ayuda de la Sublime Puerta, la gente caerá en la desesperación y se lanzará a los brazos de los cristianos y de su religión, y eso es lo que pretenden. Debemos mantener viva esa ilusión. Todas nuestras profecías así lo anuncian: ¡los musulmanes volveremos a reinar en al-Andalus!
Hernando se vio obligado a convenir con aquella postura.
– Dios, el que otorga poder, el que humilla -sentenció Hernando, cruzando su mirada con Hamid-, nos protegerá.
Hernando y Hamid se hablaron con los ojos; los demás respetaron aquel momento de comunión.
– Dios -susurró entonces el alfaquí, cantando, igual que en las Alpujarras- extravía al que quiere y dirige al que quiere. Que tu alma, ¡oh Muhammad!, no se suma en la aflicción sobre su suerte. Dios conoce sus acciones.
Transcurrieron otros instantes en silencio.
– Continuemos pues aceptando las promesas de ayuda que nos llegan por parte de los turcos -fue Jalil quien rompió el hechizo producido tras las palabras de Hamid-. Finjamos acogerlas con esperanza pero tratemos a la vez de que nuestros hombres no se sumen a proyectos ilusorios.
Dieron por cerrada la sesión y Abbas ayudó a Hamid a levantarse. Por precaución, acostumbraban a abandonar por separado los lugares en los que se reunían, concediéndose un tiempo de espera entre la partida de uno y otro. Hamid renqueó hasta la puerta de la casa.
– Apóyate en mí -le indicó Hernando, al tiempo que le ofrecía su antebrazo.
– No debemos…
– Un hijo siempre se debe a su padre. Es la ley.
Hamid cedió, forzó una sonrisa y se apoyó en el brazo que le ofrecía. El herraje que marcaba su condición de esclavo aparecía desdibujado en un rostro surcado por mil estrías.
– Con el tiempo va desapareciendo, ¿verdad? -comentó ya en la calle, consciente de que Hernando miraba de soslayo aquella señal infamante.
– Sí -reconoció éste.
– Ni siquiera la esclavitud puede vencer a la muerte.
– Pero todavía se pueden reconocer con claridad los contornos de esa letra -trató de animarle Hernando al tiempo que se despedía con un gesto casi imperceptible de uno de los vigilantes que continuaba simulando que jugaba en la calle de los Moriscos.
Hamid caminaba despacio, disimulando el dolor que le producía su pierna maltrecha. El cielo aparecía gris y pesado. Rodearon la iglesia de Santa Marina por su parte trasera y descendieron por las calles Aceituno y Arhonas para llegar a la zona del Potro y así evitar las concurridas calles cercanas a la de Feria, empedradas algunas de ellas, por donde los domingos paseaban las gentes de Córdoba. Además, pensó Hernando, en aquella zona de la Ajerquía era menos probable que se toparan con algunos jóvenes nobles que hubieran decidido cortejar a alguna señorita corriendo un toro frente a su ventana; Hamid no hubiera podido escapar. Sin embargo, ese año de 1578, igual que el anterior, la sequía había asolado Córdoba aun en octubre, y la falta de lluvia provocaba un fuerte olor de los pozos negros en una zona en la que no existía el alcantarillado, pestilencia a la que se sumaba el hedor que despedían los muchos muladares donde la población depositaba las basuras. El paseo, por tanto, no tuvo nada de agradable.
– ¿Cómo está tu familia? -se interesó Hamid.
– Bien -contestó Hernando. En los cinco años de matrimonio él y Fátima habían tenido dos hijos-. Francisco -al mayor le llamó Francisco en honor a Hamid, sin ningún nombre musulmán por miedo a que los niños pudieran llegar a utilizarlos- crece sano y fuerte; e Inés está preciosa. Cada vez se parece más a su madre; luce sus ojos.
– Si además llega a parecerse a ella en el carácter -añadió el alfaquí reconociendo la labor de Fátima-, será una gran mujer. Y Aisha, ¿ha superado…?
– No -se le adelantó Hernando-, no lo ha superado.
Habían tenido oportunidad de hablar de Aisha en otras ocasiones. Cuando salió de la cárcel y se hizo cargo de su nueva situación tras la fuga de Brahim, también aceptó que, dadas las circunstancias, nunca más podría tener a un hombre a su lado. Entonces Hernando le explicó que la ley morisca establecía que la ausencia durante un plazo de cuatro años sin noticia alguna del marido le daba derecho a pedir su divorcio al consejo.
– También tendría que hacerlo ante el obispo -rebatió ella-. Ese nuevo matrimonio no tendría validez ante los cristianos. Brahim es un prófugo declarado; así lo manifesté una vez detenida sin pensar en las consecuencias que ello podría acarrearme en el futuro. El obispo jamás me permitiría contraer nuevo matrimonio… y yo jamás me someteré a su juicio. Tampoco necesito volver a casarme.
Decidida a que Shamir ignorara la verdad sobre su padre, Aisha pergeñó una historia que le contaría cuando el niño tuviera edad de preguntar: un relato en el que era hijo de un héroe, muerto en las Alpujarras durante la revuelta de los moriscos; un relato en el que ella se mantenía fiel a la memoria de su esposo. Y a partir de aquel momento, Aisha se volcó en recuperar a su familia, a los hijos que los cristianos le habían robado nada más llegar a Córdoba. Lo habló con su primogénito.
– Tú eres ahora el jefe de la familia -le dijo-. Ganas un buen salario y tenemos dos habitaciones a nuestra disposición, algo que no tienen la gran mayoría de los moriscos. Ahora trabajas en la catedral -a diferencia de Fátima, su madre no conocía toda la verdad sobre lo que hacía en la biblioteca-, por lo que nadie podría alegar que tus hermanos no serían instruidos en la fe cristiana. Son tus hermanos. ¡Son mis hijos! ¡Quiero tenerlos a mi lado, como a ti y a Shamir!
¡Y los hijos del perro de Brahim!, pensó entonces Hernando. Sin embargo, calló. Las lágrimas que corrían por las mejillas de su madre, y la visión de sus manos entrelazadas, temblorosas, en espera de su decisión, fueron suficientes para que le prometiese hacer todo lo posible por encontrarlos y liberarlos. Musa debería contar por aquel entonces unos nueve o diez años y Aquil, unos quince. Comunicó a Fátima que iba a hacer lo que le pedía su madre; no le consultó ni le dio oportunidad de discutir. Habló con don Julián, se lo explicó y obtuvo una recomendación firmada por don Salvador, quien resultó ser el sochantre de la catedral, el encargado de cuidar de los libros del coro que estaban atados con cadenas a los sitiales; de arreglarlos cuando hacía falta o de encargar nuevos libros. Don Salvador le examinó de sus conocimientos de lengua arábiga y con el tiempo, a veces veladamente, otras con descaro, lo hizo acerca de aquella aseveración que hiciera Abbas al presentarlo como un buen cristiano. El sochantre de la catedral quedó satisfecho de unas creencias y conocimientos que Hernando le mostró con firmeza y humildad a la vez, siempre en busca de sus consejos y explicaciones. Con ayuda de los sacerdotes, logró que el cabildo municipal le comunicase a qué familias habían sido entregados sus hermanos para su evangelización, pero en el momento en que todo estaba dispuesto para que les fueran devueltos, el ollero y el panadero, los piadosos cristianos que se habían hecho cargo de ellos, alegaron que los niños habían huido y con el fin de acreditarlo, mostraron sendas denuncias que en su día formularon ante el cabildo.
En realidad, como le explicó Hamid, los habían vendido, como a muchos otros. Fueron muchos los niños de todos los reinos españoles que, a pesar de ser menores de la edad fijada por el rey Felipe, habían sido esclavizados. Hamid le contó que algunos, al llegar a una determinada edad, pleiteaban y reclamaban su libertad, pero se trataba de un proceso largo y caro: muchos otros ni lo intentaban o ignoraban que pudieran hacerlo. En el caso de los hijos de Aisha, al no saber adónde los habían llevado o a quién los habían vendido, poco podía hacerse en su ayuda.
Aisha no pudo soportar la noticia y se hundió en una desesperación que con el paso del tiempo degeneró en una forma de vida apática, sin ilusión alguna. ¡En Córdoba le habían robado a dos de sus varones y en Juviles habían asesinado a sus dos hijas! Ni siquiera la presencia de Shamir conseguía sacarla de su ensimismamiento.
– No lo ha superado -repitió Hernando, y notó cómo Hamid le apretaba el antebrazo en señal de consuelo.
Discurrieron por delante de un gran mural en una de las paredes de un edificio que mostraba un Cristo crucificado. Varias personas rezaban; otras encendían velas a sus pies y un hombre que solicitaba limosna para el altar se dirigió a ellos. Hernando le entregó una blanca y se santiguó mientras musitaba lo que el hombre entendió como una plegaria. ¿Por qué permitía aquel Dios, que tan bueno y misericordioso le decían que era, que cuatro de sus hermanastros hubieran tenido tal fin? ¿Por qué le habían robado la libertad y los medios de vida a un pueblo entero? Observó que Hamid le imitaba y se santiguaba también, y continuaron con su camino.
Llegaron a la intersección de la calle de Arhonas con la de Mucho Trigo y la del Potro, allí donde se unían cinco de ellas formando una plazuela, y anduvieron hasta la mancebía en silencio.
– Y tú -se atrevió a preguntar Hernando unos pocos pasos más allá de la puerta de la mancebía-, ¿cómo te encuentras?
– Bien, bien -farfulló Hamid.
– ¿Qué sucede? -insistió Hernando. Se detuvo y apretó la descarnada mano que reposaba en su antebrazo, dándole a entender que no le creía.
– Que me hago viejo, hijo. Eso es todo.
– ¡Francisco! -El chillido sobresaltó a Hernando. Se volvió hacia la puerta de la mancebía y se encontró con una mujer grande, gruesa y de cabello grasiento, sudorosa y con las mangas dobladas por encima de los codos-. ¿Dónde estabas? -Continuó la mujer a gritos, pese a que se hallaban a escasos pasos de ella-. Hay mucho que hacer. ¡Entra!
Hamid hizo ademán de entrar, pero Hernando le retuvo.
– ¿Quién es? -le preguntó.
– ¡Entra ya! ¡Moro! -insistió la mujer.
– Nadie… -Hernando apretó la mano que todavía agarraba-. La nueva esclava que se ocupa de las mujeres -cedió entonces Hamid.
– ¿Significa eso…?
– Tengo que entrar, hijo. La paz sea contigo.
Hamid se desprendió de la mano de Hernando y renqueó hasta la mancebía sin volver la vista. La mujer le esperó con los brazos en jarras. Hernando lo observó dirigirse a la mancebía con movimientos lentos y pausados; frunció el ceño y apretó los puños al imaginar los rictus de dolor que había visto reflejarse en sus facciones. Cuando el alfaquí pasó al lado de la mujer, ésta le empujó por la espalda.
– ¡Apresúrate, viejo! -gritó.
Hamid trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo.
Hernando sintió que se le revolvía el estómago. Permaneció allí quieto, con aquella desagradable sensación, hasta que la puerta del callejón de la mancebía se cerró a espaldas de la mujer. Entonces creyó oír más gritos e imprecaciones. Una nueva esclava: ¡Hamid ya no les era útil!
Varios hombres que transitaban por la calle del Potro le empujaron al pasar por su lado.
¿Qué sería de Hamid?, se preguntó al tiempo que empezaba a andar sin rumbo. ¿Cuánto tiempo haría que vivía en esa situación? ¿Cómo era posible que él no se hubiese dado cuenta, que no hubiera entendido el significado del dolor y resignación que mostraba su… padre? ¿Tanto le cegaba a uno la felicidad como para no percatarse del dolor ajeno?
– ¡Ingrato! -La exclamación sorprendió a uno de los mesoneros de la plaza del Potro, adonde Hernando había caminado sin desearlo. El hombre observó durante unos instantes al recién llegado, como sopesándolo: bien vestido, con sus borceguíes de jinete, uno más de los variopintos personajes que se movían por la zona-. ¡Desagradecido! -se recriminó Hernando. El mesonero torció el gesto.
– ¿Un vaso de vino? -le propuso-. Cura las penas.
Hernando se volvió hacia el hombre. ¿Qué penas? ¡Él nunca había sido más feliz! Fátima le adoraba y él le correspondía. Charlaban y reían, hacían el amor a la menor oportunidad, y trabajaban por la comunidad, los dos; nada les faltaba, y se sentían plenos y satisfechos, ¡orgullosos! Veían crecer a sus hijos sanos y fuertes, alegres y cariñosos. Y mientras tanto, Hamid… Un vaso de vino, ¿por qué no?
El mesonero llenó por segunda vez el vaso, después de que Hernando lo escanciase de un solo trago.
– ¿El moro viejo de la mancebía? -inquirió cuando Hernando, con los sentidos nublados por los dos vasos de vino de los que había dado cuenta, le preguntó por él.
Hernando asintió con tristeza.
– Sí, el moro viejo…
– Está en venta. Hace tiempo que el alguacil intenta deshacerse de él para ahorrarse los restos de comida con que le tiene que alimentar. Cada noche se lo ofrece a todo aquel que pasa por el Potro.
¡Hacía tiempo que intentaban venderlo! ¿Por qué Hamid no le había dicho nada? ¿Por qué había permitido que esas mismas noches, mientras el alguacil mercadeaba con él, su hijo durmiera tranquilo junto a su esposa, satisfecho, dando gracias a Dios por todo lo que había conseguido?
– Nadie quiere comprarlo. -El mesonero soltó una carcajada al tiempo que volvía a llenar el vaso de vino-. ¡No sirve para nada!
Hernando dejó el vaso que inconscientemente se había llevado a los labios y renunció a un nuevo trago. ¿Qué decía aquel hombre? ¡Estaba hablando de un maestro! «Niños, Hamid me enseñó…» Centenares de veces había iniciado una conversación con ellos utilizando aquella frase. Sólo eran criaturas, pero él se deleitaba contándoles cosas. Y en aquellos momentos Fátima agarraba su mano y la apretaba con inmensa ternura, y su madre dejaba vagar los recuerdos hacia aquel pequeño pueblo de la sierra alpujarreña, y los niños le miraban con los ojos abiertos, atentos a sus palabras; quizá su edad no les permitiese entender qué era lo que pretendía transmitirles, pero Hamid siempre estaba allí, con ellos, en los momentos más íntimos, en los de mayor felicidad, con la familia reunida, sana, sin hambre, con sus necesidades cubiertas. ¿Y decían que no servía para nada? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta?, volvió a recriminarse. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
– ¿Por qué? -Le sorprendió el mesonero-. ¿Acaso te interesa ese anciano inválido?
Hernando alzó el rostro y le miró a los ojos. Sacó una moneda que dejó en el mostrador, meneó la cabeza y se dispuso a abandonar el local; sin embargo…
– ¿Cuánto pide el alguacil por el esclavo?
El hombre se encogió de hombros.
– Una miseria -contestó al tiempo que sacudía indolentemente una mano.
– Nos pidió…, nos exigió que no te lo contásemos. -Tal fue la explicación que le proporcionó Abbas.
Hernando se había encaminado a la herrería nada más traspasar el portalón de entrada de las caballerizas, después de hablar con el mesonero.
– ¿Por qué? -llegó casi a chillar. Abbas le rogó que bajase la voz-. ¿Por qué? -Repitió en otro tono-. La comunidad continúa liberando esclavos. Yo mismo contribuyo. ¿Por qué no él? Me han dicho que piden una miseria. ¿Te das cuenta? ¡Una miseria por un hombre santo!
– Porque no quiere. Quiere que se libere a los jóvenes. Y esa miseria que te han dicho, lo sería si el alguacil lo vendiese a otro cristiano, pero si se entera de que somos nosotros quienes pretendemos liberarlo, el precio no será el mismo. Bien sabes que eso es lo que sucede: por cualquiera de nuestros hermanos pagamos precios muy superiores a los de venta.
– ¿Qué importa si cuesta dinero? Ha dedicado toda su vida a trabajar para nosotros. Si alguien merece ser liberado, ése es Hamid.
– Estoy de acuerdo contigo -concedió Abbas-, pero hay que respetar su decisión -añadió antes de que Hernando se lanzase a discutir-, y ésa es la de que no se invierta en su persona.
– Pero…
– Hamid sabe lo que se hace. Tú mismo lo has dicho: es un hombre santo.
Abandonó la herrería sin despedirse. ¡No iba a permitirlo! Algunos cristianos, sobre todo mujeres piadosas, liberaban a sus esclavos si éstos ya no les eran útiles, pero esa actitud no era la propia del alguacil de la mancebía; el hombre aguantaría a Hamid hasta que alguien le ofreciese algún dinero por él, el que fuese. El tráfico de carne humana era uno de los negocios más prósperos y rentables de la Córdoba de aquel siglo y no sólo para los tratantes profesionales, sino para cualquiera que dispusiese de un esclavo. Todos negociaban con sus esclavos y obtenían pingües beneficios. Pero quien adquiriese a Hamid, aun cojo, viejo y dolorido, con toda seguridad no lo haría para tenerlo inactivo; le obligaría a trabajar para recuperar su inversión… y quizá en algún lugar alejado de Córdoba. Por más que se empeñase, el alfaquí no merecía tal destino en el final de sus días. Ni él tampoco lo merecía, reconoció para sus adentros mientras se dirigía a sus habitaciones en el piso superior. ¡Necesitaba a Hamid! Necesitaba verle y charlar con él aunque fuese sólo de vez en cuando. Necesitaba sus consejos y, sobre todo, saber que siempre estaba allí para dárselos. Necesitaba disfrutar en Hamid del padre que no tuvo en su infancia.
Habló con Fátima y ella le escuchó con atención. Una vez se hizo el silencio, Fátima sonrió y acarició una de sus mejillas.
– Libérale -susurró-. Cueste lo que cueste. Ahora te ganas bien la vida. Saldremos adelante.
Así era, se dijo Hernando mientras cruzaba el puente romano en dirección a la torre de la Calahorra. Con aquellos pensamientos, indiferente, mostró su cédula especial a los alguaciles que controlaban el tráfico en el puente. Le habían aumentado la paga hasta los tres ducados mensuales más diez fanegas de buen trigo al año; aunque era menos de lo que cobraban los domadores antiguos, e incluso Abbas como herrador, para ellos suponía un sueldo más que generoso. Fátima ahorraba moneda a moneda, como si aquella bonanza pudiera finalizar en el momento más inesperado.
En los días de fiesta, el campo de la Verdad se llenaba de cordobeses que paseaban por la ribera del río, contemplando la línea de tres molinos asentados en el Guadalquivir, de orilla a orilla, río abajo del puente romano o buscando el sosiego de los campos que se abrían más allá del barrio extramuros. Dada aquella afluencia de gente y pese a ser domingo, los tratantes de caballos y mulas mostraban sus animales en venta por si alguno de los ciudadanos se animaba a comprar.
Juan el mulero andaba encorvado, y eso le hacía parecer más bajo de lo que era. Le sonrió mostrando unas encías descarnadas en las que Hernando echó en falta muchos de los dientes negros que el hombre tenía cuando lo conoció.
– ¡El gran jinete morisco! -le saludó el mulero. Hernando se sorprendió-. ¿Te extraña? -Añadió Juan, golpeándole cariñosamente en la espalda-. Sé de ti. De hecho, mucha gente sabe de ti.
Hernando nunca había pensado en aquella posibilidad. ¿Qué más sabría la gente de él?
– No es usual que un muchacho morisco termine montando los caballos del rey… y trabajando en la catedral. Algunos de los tratantes con quienes hiciste negocio -explicó Juan, guiñándole un ojo- utilizan tu nombre para atraer a los compradores. ¡Este caballo lo domó Hernando, el jinete morisco de las caballerizas reales!, se jactan ante el interés de la gente. Yo había pensado decir que también habías montado mis mulas, pero no sé si daría resultado.
Los dos rieron.
– ¿Cómo te van las cosas, Juan?
– La Virgen Cansada falleció por fin -le dijo al oído, tomándole del brazo con familiaridad-. Se hundió lenta y solemnemente, como corresponde a una señora, pero por fortuna lo hizo cerca de la ribera y pudimos recuperar los barriles.
– ¿Continuaste traficando después de que…?
– ¡Mira qué mula! -le indicó Juan haciendo caso omiso de la pregunta. Hernando examinó el ejemplar. En apariencia se trataba de un buen animal, limpio de cañas, con buen hueso y fuerte. ¿Qué defecto escondería?-. ¿Quizá el caballerizo real quiera comprar alguna buena mula? -bromeó el tratante.
– ¿Quieres ganarte un par de blancas? -le lanzó entonces, recordando la misma propuesta que en su día le hiciera a él el mulero.
Juan se llevó la mano al mentón, receloso, y volvió a exhibir sus encías descarnadas.
– Empiezo a ser viejo -aseveró-. Ya no puedo correr…
– ¿Tampoco puedes disfrutar de las mujeres? ¿Qué hay de aquel burdel en Berbería?
– Me ofendes, muchacho. Todo español que se precie pagaría por terminar sus días montado sobre una buena hembra.
Hernando costearía el placer del mulero. Ése fue el trato que acordaron frente a una jarra de vino en un mesón cercano a la catedral. Juan se mostró dispuesto a colaborar, sobre todo cuando el joven le explicó el porqué de su interés en el esclavo tullido de la mancebía.
– Es mi padre -le dijo.
– Siendo así, lo haría gratis -afirmó el mulero-, pero mereces pagar tu impertinencia sobre mi virilidad. No debe quedar un ápice de duda a ese respecto -ironizó.
– ¿Cómo podría saber que no me engañas y que en realidad no has hecho más que dormirte como un niño en el regazo de una de esas mujeres? Yo no estaré allí -contestó, siguiéndole la broma.
– Muchacho, párate en la plaza del Potro, junto a la fuente, y aun en la distancia y por encima de la algarabía del lugar, podrás escuchar los gemidos de placer…
– Hay muchas mujeres en la mancebía, muchas boticas. ¿Y si no es la tuya la que…?
– Mi nombre, muchacho, escucharás cómo grita mi nombre.
Hernando lo recordó remando de vuelta en La Virgen Cansada, la chalupa anegada de agua y la bogada cada vez más corta y pesada. Ya entonces era bajo y delgado y, sin embargo, ¡llegaban a la orilla! Asintió con la cabeza, como si reconociese la vitalidad de Juan, antes de continuar.
– El alguacil no debe sospechar que estás interesado en… el esclavo. Quiere venderlo y lo dará por el precio que sea. Por supuesto, tampoco debe enterarse de que hay moriscos tras la operación. Y mi padre… mi padre tampoco debe saber nada. -El mulero frunció el ceño-. No quiere que gastemos nuestro dinero en un viejo -explicó-, pero yo no puedo permitirlo. ¿Me entiendes?
– Sí. Te entiendo. Déjalo en mis manos. -Juan alzó el vaso de vino-. ¡Por los buenos tiempos! -brindó.
El lunes al anochecer, Juan el mulero entró en la mancebía y mostró una bolsa con varias coronas de oro que le había proporcionado Hernando, fanfarroneando de que ese día había cerrado la mejor operación de su vida. El alguacil celebró su fortuna y rió con él mientras le cantaba las excelencias de las mujeres que trabajaban en las boticas que se abrían a ambos lados del callejón; algunas espetaban en las puertas, exhibiéndose, hasta que el mulero se decidió por una joven muchacha morena entrada en carnes y se perdió con ella en el interior de una pequeña casa de un solo piso y de una sola estancia en la que la cama arrinconaba a un par de sillas y un mueble con una jofaina.
Por su parte, Hernando se excusó con don Julián y aquella noche volvió a vagabundear entre la gente que siempre llenaba la plaza del Potro, sintiendo cierta nostalgia al escuchar los gritos, las chanzas, las apuestas e incluso al presenciar las usuales reyertas.
Desde hacía algo más de un año, la plaza del Potro y sus alrededores se hallaba más poblada que nunca. A los usuales vagabundos, tahúres, aventureros, soldados sin capitán o capitanes sin soldados -todo tipo de gentes de mal vivir que acudían a ella como un faro que les llamaba-, a los pobres y desahuciados que hacían noche en sus viajes por el camino de las Ventas hacia la rica y lujosa corte de Madrid para obtener alguna prebenda, y a los que se dirigían a Sevilla con la intención de embarcar hacia las Indias en busca de fortuna, se sumó un ingente número de indeseables que el virrey de Valencia había expulsado sin contemplaciones de sus tierras, y que emigraron a Cataluña o Aragón, a Sevilla -donde ya pocos más podían sobrevivir- o a Córdoba.
Y él, Hernando, se había puesto en manos de uno de aquellos personajes.
– ¿Confías en el mulero? -le había preguntado Fátima mientras le entregaba los quince ducados en monedas de oro cuidadosamente atesorados en el arcón, en una bolsa junto al Corán.
¿Confiaba? Hacía ya varios años que no trataba con Juan.
– Sí -afirmó convencido con los recuerdos agolpándose en su cabeza. Confiaba más en aquel sinvergüenza que en cualquiera de los cristianos de Córdoba. Habían vivido juntos el peligro, la tensión y la incertidumbre. Aquél era un lazo difícil de romper.
Juan disfrutó del placer que le proporcionó Ángela, la joven morena, hasta que, ya satisfecho, derramó intencionadamente una jarra de vino sobre las sábanas del lecho.
– ¡Que las cambien! -bramó simulando estar borracho.
– ¿No has tenido suficiente? -se extrañó la muchacha.
– Muchacha, yo te diré cuándo tenemos que parar. ¿Acaso no pago?
Ángela se echó una capa por encima y se asomó a la puerta.
– ¡Tomasa! -Chilló, descubriendo una voz mucho más tosca que la que utilizaba con los clientes-. ¡Sábanas limpias!
Hernando había puesto al corriente al mulero acerca de la existencia de aquella mujer, pero lo que no le contó era que Tomasa le sacaba una cabeza y podía llegar a pesar el doble que él. Cuando aquella mujerona apareció por la puerta con la muda, Juan se acoquinó y se sintió ridículo con sus calzas raídas por toda indumentaria.
Tenía pensado amedrentarla hasta convencerla de que mandase llamar al padre de Hernando, necesitaba estar con él como segunda parte de su plan, pero a la sola vista de los fuertes antebrazos arremangados de la mujer, se echó atrás. Una bofetada de Tomasa dolería más que la patada de una mula.
La mujer se inclinó para arrancar las sábanas manchadas y le ofreció un culo enorme. ¡Tenía que ser entonces! Si llegaba a arreglar la cama…
¡Por Hernando!
Apretó los pocos dientes que le quedaban y con las dos manos abiertas le hincó los dedos en las nalgas.
– ¡Dos hembras! -Gritó al tiempo-. ¡Santiago! -aulló al contacto del duro trasero de la mujer.
Ángela estalló en carcajadas. Tomasa se volvió y lanzó una bofetada al mulero, pero Juan ya la esperaba y la esquivó; luego saltó sobre ella y hundió el rostro en sus grandes pechos. Quedó como una garrapata: agarrado a Tomasa con brazos y piernas, sin llegar a rodear por completo aquel inmenso talle. Ángela continuaba riendo, y Tomasa trataba infructuosamente, de librarse del bicho que tenía pegado al cuerpo y que rebuscaba con la boca entre sus pechos. Juan encontró uno de los pezones de la mujer y lo mordió.
El mordisco fue como un revulsivo y Tomasa lo empujó con tal fuerza, que el mulero salió disparado contra la pared. La mujer, ofuscada y dolorida, trató de remendar el maltrecho corpiño que la violenta búsqueda de su pezón casi había desgarrado.
– ¡Pre… preciosa! -exclamó Juan, boqueando en busca del aire que le faltaba por el golpe contra la pared.
Varias mujeres se habían arremolinado en la puerta sumándose a las carcajadas de Ángela. Enrojecida, Tomasa paseaba la mirada de Juan a las mujeres.
El mulero hizo lo que le pareció el último esfuerzo que podría hacer en su vida y volvió a dirigirse hacia Tomasa, relamiéndose libidinosamente el labio superior. La mujer lo esperaba con el ceño fruncido, intentando arremangarse todavía más unas mangas prontas a reventar.
– ¡Basta! Ya sabía yo que con una mujer atendiendo a las muchachas, un día u otro sucedería esto -se escuchó desde la puerta. Juan no pudo impedir que surgiera un suspiro de su boca ante la aparición del alguacil de la mancebía-. ¡Fuera! -Gritó a Tomasa-. Dile a Francisco que se ocupe él de la cama.
Alertado por el escándalo, Hamid no tardó en llegar. Las demás mujeres ya se habían marchado cuando el viejo, renqueante, entró en la habitación. Sólo Ángela seguía allí.
– ¿Un moro? -Gritó el mulero, encarándose con Hamid-. ¿Cómo osáis mandarme un moro para que toque las sábanas en las que voy a yacer? -Añadió volviéndose hacia Ángela-. ¡Ve a buscar al alguacil!
La muchacha obedeció y corrió en busca del alguacil. Ahora venía la parte más difícil, pensó el mulero. Sólo tenía quince ducados para comprar al esclavo. No había querido borrar la sonrisa ni apagar el brillo de los ojos azules del muchacho al confiarle aquella cantidad, que a buen seguro constituía toda su fortuna, pero los esclavos de más de cincuenta años se vendían en el mercado a treinta y dos ducados pese a que poco rendimiento se podía esperar de hombres de esa edad. ¿A cuánto ascendería la miseria que esperaba obtener el alguacil y de la que le había hablado Hernando?
Hamid se extrañó de que tras el violento recibimiento prodigado por el mulero, ahora éste estuviera pensando en silencio, parado frente a él como si no existiera. Trató de esquivarlo para hacer la cama, pero Juan le detuvo.
– No hagas nada -le ordenó. ¿Qué más daba ya si aquel hombre podía sospechar qué era lo que iba a suceder y quién estaba detrás de todo ello?-. Quédate donde estás y en silencio, ¿entendido?
– ¿Por qué debería…? -empezó a preguntar Hamid cuando Ángela y el alguacil accedieron a la botica.
– ¿Un moro? -Volvió a gritar Juan-. ¡Me has enviado a un moro! -El mulero martilleó en el pecho de Hamid con un dedo-. Y para colmo me ha insultado. ¡Me ha llamado perro cristiano y adorador de imágenes!
Hamid perdió la compostura que le caracterizaba y alzó las manos.
– Yo no… -intentó defenderse.
– ¡Nadie me llama perro cristiano! -Juan le abofeteó.
– Déjalo -le instó el alguacil interponiéndose entre ellos.
– ¡Azótalo! -Exigió Juan-. Quiero ver cómo lo castigas. ¡Azótalo ahora mismo!
¿Cómo lo iba a azotar?, se planteó el alguacil. El pobre Francisco no aguantaría vivo más de tres latigazos.
– No -se opuso.
– En ese caso acudiré a la Inquisición -amenazó Juan-. Tienes en tu establecimiento a un moro que insulta a los cristianos y que blasfema -agregó mientras empezaba a recoger sus ropas-. ¡La Inquisición lo castigará como merece!
Hamid permanecía quieto detrás del alguacil, quien miraba cómo Juan se vestía sin dejar de refunfuñar por lo bajo. Si el mulero lo denunciaba a la Inquisición, Francisco ni siquiera sobreviviría quince días en sus cárceles. Jamás llegaría con vida al siguiente auto de fe, por lo que nunca recuperaría un mísero real por aquel esclavo.
– Por favor -rogó a Juan-. No lo denuncies. Nunca se ha comportado así.
– No lo haría si tú lo castigases. Tú eres su propietario. Si ese hereje fuera mío lo…
– ¡Te lo vendo! -saltó el alguacil.
– ¿Para qué lo quiero? Es viejo… y tullido… y malhablado. ¿De qué me serviría?
– Te ha insultado -trató de provocarle el alguacil-. ¿Qué satisfacción obtendrás si es la Inquisición quien lo castiga? Se arrepentirá como hacen todos estos cobardes, se reconciliará y le condenarán simplemente a sambenito. Ya ves lo viejo que es.
Juan simuló pensar.
– Si fuese mío… -masculló para sí-, estaría recogiendo mierda de mula todo el día…
– Quince ducados -ofertó el alguacil.
– ¡Estás loco!
Cinco ducados. Juan consiguió a Hamid por cinco ducados, cifra en la que, además, se permitió exigir que se incluyese el servicio de Ángela. Decidió no esperar a la mañana siguiente: en presencia de dos clientes de la mancebía como testigos pagó con las coronas de oro que llevaba en la bolsa y abandonó el burdel con Hamid a sus espaldas. Con todo, quedó con el alguacil para otorgar la correspondiente escritura de compraventa tan pronto como amaneciera.
Hernando estaba distraído escuchando la historia del asedio y toma de la ciudad de Haarlem producida hacía cinco años. Un soldado mutilado de los tercios de Flandes que había participado en ella y al que la gente, complacida, invitaba a beber, la narraba entre trago y trago. El soldado, casi ciego, lucía con orgullo los harapos con los que había luchado a las órdenes de don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, y relataba cómo durante el duro asedio a la fortificada ciudad en el que los tercios sufrieron numerosas bajas, el noble se planteó renunciar a su conquista. Entonces recibió un mensaje de su padre.
– Le dijo el duque de Alba -contó el soldado con voz potente- que si alzaba el campo sin rendir la plaza, no le tendría por hijo y que si, por el contrario, moría en el asedio, él mismo iría en persona a reemplazarle aunque estaba enfermo y en cama. -El corro alrededor del soldado era un remanso de silencio en comparación con el bullicio del resto de la plaza del Potro-. Añadió que en el caso de que fracasaran los dos, entonces iría de España su madre, a hacer en la guerra lo que no habían tenido valor o paciencia para hacer su hijo o su esposo.
Del corro se alzaron murmullos de aprobación y algún aplauso, momento en el que el soldado aprovechó para escanciar el resto del vino que le quedaba en el vaso. Escuchó con paciencia cómo se lo volvían a llenar, y se lanzó a relatar la definitiva y sangrienta toma de la ciudad. Hernando notó cómo alguien pasaba a sus espaldas y le golpeaba.
Se volvió y se encontró con Hamid, que cojeaba cabizbajo tras el mulero; en su mano llevaba un hatillo no mayor del que Fátima aportó a su matrimonio. ¡Juan lo había conseguido! Un temblor le recorrió todo el cuerpo y, con la garganta agarrotada, los contempló dirigirse lentamente hacia la parte superior de la plaza.
– Por orden de su padre -exclamó el soldado en aquel momento-, don Fadrique ejecutó a más de dos mil quinientos valones, franceses e ingleses…
– ¡Herejes!
– ¡Luteranos!
Los insultos a la resistencia de los ciudadanos de Haarlem no distrajeron a Hernando, que en esos momentos creía escuchar el roce del gastado zapato que Hamid arrastraba sobre el pavimento, aquella extraña cadencia que le acompañó en su niñez. Se llevó los dedos a los ojos para enjugarse las lágrimas. Las dos figuras continuaron alejándose de él, indiferentes a la gente y al bullicio, a las riñas y a las risas, ¡al mundo entero! Un mulero bajo, encorvado y sin dientes, pícaro y estafador. Un anciano cojo y cansado de la vida, sabio y santo. Se esforzó por sobreponerse a la maraña de sensaciones que le asaltaba. Apretó los puños y agitó los brazos casi sin moverlos, reprimiendo la fuerza, notando la tensión en todos sus músculos, irritado por la lentitud del alfaquí en cruzar la plaza.
Los vio superar la calle de los Silleros y después la de los Toqueros, luego giraron y rodearon el hospital de la Caridad. Entonces escrutó a la multitud, seguro de que al igual que él, todos debían de haber estado pendientes de aquella mágica pareja que había desaparecido por la calle de Armas, pero no era así: nadie parecía haberles prestado la menor atención y sus más cercanos vecinos seguían atentos a los relatos del mutilado.
– ¡Nos debían más de veinte meses de paga y nos impidieron el saqueo de la ciudad! ¡Todo el dinero que la ciudad pagó para evitar el pillaje se lo quedó el rey! -gritaba el ciego, al tiempo que golpeaba la mesa, dispuesta en la calle, con el vaso y derramaba el vino. Excitado, excusó el amotinamiento que tras la toma de Haarlem protagonizaron los soldados de los tercios-. ¡Y en castigo, a los enfermos y heridos como yo, no nos pagaron los atrasos!
¿Qué le importaba a él ese ciego y la suerte que hubiera corrido en aquella otra guerra religiosa que mantenía el católico rey Felipe?, pensó Hernando al cruzar la plaza, esforzándose por no correr.
Le esperaban unos pasos más allá, en la calle de Armas, tenuemente iluminados los dos por el reflejo de las velas al pie de una Virgen de la Concepción a tamaño natural que se hallaba sobre una hermosa reja labrada. La calle aparecía desierta. Juan lo vio llegar, Hamid, no: se mantenía cabizbajo, derrotado.
Hernando se plantó delante de él y se limitó a cogerle de las manos. No le surgían las palabras. Sin desviar la mirada del suelo, el alfaquí observó las manos que le agarraban y después los borceguíes que siempre calzaba Hernando desde que le nombraran jinete de las caballerizas reales. Aquella misma mañana había caminado junto a él.
– Hamid ibn Hamid -musitó, alzando por fin el rostro.
– Eres libre -logró articular Hernando, y antes de que el alfaquí pudiese replicar, se echó en sus brazos y estalló en un llanto nervioso.
A la mañana siguiente, ante el escribano público, con Hamid ya bajo los cuidados de Fátima en las caballerizas, Juan y el alguacil otorgaron escritura de compraventa del esclavo de la mancebía llamado Francisco. Como si se tratase de una simple y vulgar bestia el alguacil no lo vendió como sano y detalló al escribano todos y cada uno de los defectos físicos que padecía Hamid, aquellos aparentes y aquellos otros vicios que no lo eran tanto. Juan, por su parte, renunció a reclamarle por los defectos y vicios presentes o futuros del esclavo; tras ello, comprador y vendedor aceptaron el trato frente a dos testigos, y el escribano firmó el correspondiente documento.
Poco más tarde, ante otro escribano y otros dos testigos para que el alguacil no llegara a enterarse, Juan dictó la carta de manumisión a favor de su esclavo Francisco; le concedió la libertad y renunció a cualquier patronato que las leyes pudieran otorgarle sobre su siervo manumitido.
Hernando besó la carta de manumisión que Juan le entregó al salir de casa del escribano. Entonces quiso premiar a su amigo con una corona de oro, pero el mulero la rechazó.
– Muchacho -le dijo-: nos equivocamos al fantasear con las mujeres de Berbería. Ninguna de ellas debe de tener las posaderas que ayer llegué a palpar, pero que fui incapaz de catar. Tenías razón -agregó, apoyando una mano sobre su hombro-: me he hecho viejo.
– No… -intentó excusarse Hernando.
– Ya sabes dónde puedes encontrarme -se despidió sin más el mulero.
Y Hernando lo vio partir. Mientras Juan se alejaba, Hernando pensó que el mulero caminaba algo más erguido que el día anterior.
Rosas, azahares, lirios, alhelíes o naranjos; ¡miles de flores! El pequeño patio de la nueva casa en la que vivían Hernando y su familia llamaba a deleitarse en una sensual mezcla de perfumes durante las noches de aquel mayo de 1579. El suelo del patio era de piezas de terrazo, cruzado todo él por el dibujo de una estrella compuesta por diminutos cantos rodados en cuyo centro se erigía una sencilla fuente de piedra sin adornos, de la que permanentemente brotaba el agua cristalina. Porque si Córdoba tenía problemas con las aguas residuales y su red de alcantarillado, origen de frecuentes epidemias de tifus y de todo tipo de endémicas enfermedades gastrointestinales que afectaban sobre todo a las zonas más humildes de la Ajerquía, contaba por otra parte con treinta y nueve veneros y numerosos pozos que aprovechaban la inagotable y preciada agua de la sierra. La villa, la antigua medina, con su intrincada disposición de calles y callejas era la zona más privilegiada en el reparto del agua cordobesa. Y precisamente fue allí, en la medina, en la calle de los Barberos, donde Hernando alquiló una pequeña casa propiedad del cabildo catedralicio, de las muchas con las que había sido beneficiada la Iglesia a lo largo de los años.
La casa patio de la calle de los Barberos que alquiló cumplía todas las características que habían definido a las domus romanas en las que se inspiraban las viviendas cordobesas y que después los musulmanes tomaron como modelo de lo que debían ser sus viviendas: oasis con flores y agua; paraísos aislados del exterior. Encajonada entre otros dos edificios similares, el patio rectangular se hallaba cerrado en uno de sus lados por un muro ciego, al constituir la medianera de un colindante; los tres lados restantes aparecían rodeados de crujías que daban acceso a las estancias y, entre las crujías y el patio, una galería porticada mediante vigas de madera que se elevaba otro piso más, en el que la galería estaba protegida por una barandilla también de madera que abría al patio; todo techado mediante una cubierta de pequeñas tejas alternativamente colocadas de forma cóncava o convexa para actuar como canalones en la recogida de las aguas de lluvia. El acceso a la vivienda se efectuaba a través de un fresco zaguán casi tan amplio como una estancia, embaldosado con azulejos de colores hasta media altura. El zaguán se cerraba a la calle mediante una puerta de madera y al patio central de la casa mediante una reja calada. En el piso inferior se ubicaban la cocina, una sala, la letrina y una minúscula estancia. En el piso superior, con acceso desde la galería abierta al patio, había cuatro estancias más.
La idea de mudarse a una vivienda independiente rondaba la cabeza de Hernando desde que le aumentaron el salario y se produjo la llegada de Hamid. El alfaquí terminó aceptando su libertad y admitió la protección que le ofrecía Hernando como la consecuencia natural de lo que ambos consideraban tan fuerte como cualquier relación familiar. Sin embargo, a diferencia de Aisha, que había insistido en ir a trabajar en la seda, Hamid se recluyó en las habitaciones superiores de las cuadras, donde rezaba, pensaba y leía el Corán aprovechando la intimidad que le proporcionaba aquel lugar cuya única religión eran los caballos. También tomó como obligación propia la educación de los tres niños, los dos hijos de Hernando y Shamir, el hijo de Aisha.
Pero si todos aquellos argumentos eran de por sí suficientes para que considerase llegada la hora de buscar una nueva casa, hubo otro, egoístamente superior a los demás, que le impelió a empeñarse en ello. La pareja buscaba otro hijo; deseaban tenerlo y su intimidad se vio coartada por la presencia de su familia. Hacían el amor, sí, pero escondidos bajo las sábanas, reprimiendo sus manifestaciones y ahogando sus jadeos de placer. Ambos echaban en falta la posibilidad de recrearse el uno en el otro en libertad. Cohibida por la presencia del alfaquí, Fátima evitaba el uso de las esencias y los perfumes que tan deliciosos hacían los coitos. Tampoco jugueteaban antes de alcanzar el éxtasis, tocándose, rozándose, besándose o lamiéndose, y las mil posturas de las que desinhibidamente habían llegado a disfrutar se limitaban ahora a las que podían ocultar bajo las sábanas. El embarazo no llegaba.
– Mi vagina es incapaz de succionar tu miembro -se lamentó un día Fátima-. No dispongo de sosiego. Necesito ser capaz de atrapar tu pene en mi interior, apretarlo y aprisionarlo hasta lograr sorber toda la vida que estás dispuesto a proporcionarme.
Encontró la casa. Aisha, Fátima, él y los niños se establecieron en el piso superior mientras Hamid, para tranquilidad de su esposa, hacía suya la diminuta habitación sobrante de la planta baja.
Desde la recta calle de los Barberos, cuya continuación, donde se emplazaba un cuadro de la Virgen de los Dolores, estaba dedicada al caudillo musulmán Almanzor por haber estado allí uno de sus palacios, se podía ver sin dificultad la torre de entrada a la catedral, el antiguo alminar, que sobresalía orgullosa por encima de los edificios. Con aquella referencia y una somera consulta a las estrellas desde el patio, Hamid calculó con precisión la dirección de la quibla e hizo una inapreciable incisión en la pared de su habitación hacia la que dirigir sus oraciones.
Su salario en las caballerizas les permitía vivir sin estrecheces, pero no habría podido optar a esa casa de no haber sido por el precio reducido de la renta, obtenido gracias a la mediación de don Julián ante el cabildo catedralicio. El sacerdote le agradecía así su desinteresado esfuerzo en la copia de Coranes, cuyos beneficios entregaban todos directamente a la causa.
– Quien pierde la lengua arábiga pierde su ley -le recordó un día don Julián en la intimidad de la biblioteca.
Aquella máxima invocada ya en la guerra de las Alpujarras se alzó como un objetivo prioritario para las diversas comunidades moriscas repartidas por todos los reinos españoles, en contradicción con el empeño por parte de los cristianos, generalmente estéril, de que los moriscos abandonasen el uso del árabe en su vida cotidiana. Los nobles de cualquiera de aquellos reinos, interesados en los míseros salarios que satisfacían a los moriscos, actuaban con lasitud ante el uso de la lengua árabe en sus tierras de señorío, pero los municipios, la Iglesia y la Inquisición, por orden real, hicieron suya esa máxima y la convirtieron en una de sus banderas. Las aljamas reaccionaron y promovieron en secreto madrasas o escuelas coránicas, pero sobre todo, proveyeron a los musulmanes de los prohibidos y sacrílegos ejemplares del libro divino, por lo que a lo largo de toda España se desarrolló una red de copistas.
– Por fin los he conseguido -le dijo una noche don Julián, poniendo delante de Hernando, en la mesa en la que trabajaba, un pliego de papel virgen. Se hallaban solos en la biblioteca. Era tarde; hacía un par de horas que habían finalizado los oficios de completas y la catedral había sido despejada de los variopintos personajes que la poblaban durante el día, entre ellos los delincuentes que se acogían a sagrado y que pasaban las noches inmunes a la acción de la justicia ordinaria en las galerías del huerto de acceso, ya que los alguaciles no podían entrar en la iglesia a detenerlos. Hernando recreó las muchas y pintorescas situaciones que había tenido oportunidad de contemplar, y sonrió al escuchar los correteos de los porteros en sus esfuerzos por expulsar del recinto sacro a algunos perros y, esa noche, incluso a un cerdo.
Antes de cogerlo, Hernando rozó con las yemas de los dedos el pliego. Se trataba de un papel basto, excesivamente satinado, muy grueso, de superficie irregular y sin ninguna filigrana al agua que acreditase su procedencia.
– Tengo bastantes pliegos más -sonrió triunfante el sacerdote mientras Hernando sopesaba una hoja sensiblemente más larga y ancha que las usuales-. No te extrañe -añadió ante la actitud de su alumno-, es papel fabricado artesanalmente, en secreto, en las casas de los moriscos de la zona de Xátiva.
Xátiva era una de las grandes poblaciones del reino de Valencia, en la que la cuarta parte de su vecindario estaba compuesta por moriscos o cristianos nuevos. Sin embargo, como sucedía con muchos de los lugares de aquel reino mediterráneo, se hallaba rodeada de pequeños pueblos en los que la casi totalidad de sus habitantes eran moriscos. Hacía más de cuatro siglos que en Xátiva, siguiendo los avances técnicos musulmanes en su elaboración, del papel. Los reyes cristianos otorgaron privilegios a la aljama de Xátiva y protegieron aquella industria, de forma que muchos moriscos se dedicaron a la elaboración de papel en el interior de sus casas, utilizando como materia prima ropa y paños viejos. Aquellas industrias domésticas eran ahora las que subrepticiamente proveían a la comunidad morisca de papel, aunque fuera de baja calidad, porque comprar papel en cantidades suficientes como para hacer copias de libros era tarea harto complicada y siempre sospechosa.
A pesar de que la imprenta había sido inventada hacía más de un siglo, continuaban copiándose manuscritos, pues la edición de libros se hallaba en manos de muy pocas personas. El pueblo, analfabeto en su gran mayoría, no tenía acceso a la lectura ni interés en su edición, y los grandes señores, propietarios del capital necesario para costear los gastos que requería una imprenta, se negaban a ofender su honor dedicando sus dineros a actividades mercantiles impropias de su estatus personal. En la década de los ochenta sólo existía en Córdoba una imprenta, portátil, utilizada casi artesanalmente por un impresor, por lo que el comercio de papel era casi inexistente. El propio cabildo catedralicio encargaba la edición de sus libros religiosos a imprentas de otras ciudades, como Sevilla.
– ¿Cómo lo has conseguido? -se interesó Hernando.
– A través de Karim.
– ¿Y la aduana del puente?
Don Julián guiñó un ojo.
– Es bastante sencillo, aunque caro, esconder unos pliegos de papel bajo las monturas de mulas o caballos.
Hernando asintió y volvió a rozar con las yemas de los dedos el tosco pliego de papel. Debía cobrar por su trabajo: así se lo impuso el sacerdote, pero Hernando invertía todo ese dinero en proyectos como la liberación de esclavos moriscos. Por nada del mundo habría querido enriquecerse a costa de propagar su fe.
Así pues, después de su aprendizaje, Hernando reproducía coranes, en árabe culto pero con la caligrafía propia de los copistas, primando la claridad y la celeridad sobre la estética. Al mismo tiempo, entrelineándola con el árabe, escribía la traducción de las suras al aljamiado, para que todos los lectores pudieran entenderlas. Escondían los pliegos de papel entre los numerosos ejemplares de la biblioteca catedralicia y los ejemplares que obtenían de ellos se distribuían a través de Karim por todo el reino de Córdoba necesitado de unas guías religiosas de las que ya disponían las aljamas valencianas, catalanas o aragonesas que no habían padecido el éxodo de los granadinos.
Y si Hernando se volcaba en la prohibida transcripción del libro revelado, Fátima, por su parte, asumió la transmisión de la cultura de su pueblo de forma verbal a las mujeres moriscas, para que éstas hicieran lo propio con sus hijos y esposos.
Con la paciente ayuda de Hernando y de Hamid, que la examinaban y corregían con cariño, había aprendido de memoria algunas de las suras del Corán, preceptos de la Suna y las profecías moriscas más conocidas por la comunidad.
A diario, con su preciada toca blanca bordada tapándole el cabello, acudía a la compra y luego se distraía en lo que aparentemente no eran más que inocentes reuniones de pequeños grupos de mujeres ociosas que chismorreaban en alguna de sus casas alrededor de una limonada.
A veces salía de la casa patio al tiempo que lo hacía Hernando, y los dos se entretenían en una larga despedida antes de separar sus caminos. Luego, como si se tratase de un juego, alguno de los dos volvía la cabeza y contemplaba con orgullo cómo el otro acudía a cumplir con una obligación que Dios les imponía y su pueblo agradecía. Algunas veces coincidían en esa última mirada: sonreían y se apremiaban con casi imperceptibles gestos de las manos.
– Nosotras somos las llamadas a transmitir las leyes de nuestro pueblo a los niños -exhortaba Fátima a las moriscas-. No podemos permitir que las olviden como pretenden los sacerdotes. Los hombres trabajan y regresan exhaustos a sus casas cuando sus hijos ya duermen. Además, un hijo nunca denunciará a su madre ante los cristianos.
Y ante reducidos grupos de mujeres atentas a sus palabras les recitaba una y otra vez alguno de los preceptos del Corán, que ellas repetían en murmullos, añadiendo después la interpretación que Hamid le proporcionaba.
Uno y otro día, Fátima repetía sus enseñanzas a diferentes auditorios. Y siempre, después de haber tratado algún precepto coránico, las mujeres le rogaban que les recitase un gufur o jofor, alguna de las profecías en las que confiaban, dictadas para su pueblo, para los musulmanes de al-Andalus que auguraban el regreso de sus costumbres, su cultura y sus leyes. ¡Su victoria!
– Los turcos caminarán con sus ejércitos a Roma, y de los cristianos no escaparán sino los que tornaren a la ley del Profeta; los demás serán cautivos y muertos -recitaba entonces ella-. ¿Entendéis? Ese día ya ha llegado: los cristianos nos han vencido. ¿Por qué?
– Porque olvidamos a nuestro Dios -contestó abatida en una de las ocasiones una matrona ya mayor, conocedora de la profecía.
– Sí -aseveró Fátima-. Porque Córdoba se convirtió en lugar de vicio y pecado. Porque toda al-Andalus cayó en la soberbia de la herejía.
Muchas bajaban entonces la mirada. ¿Y acaso no era cierto? ¿Acaso no se habían relajado en el cumplimiento de sus obligaciones? Todos los moriscos se sentían culpables y aceptaban el castigo: la ocupación de sus tierras por parte de los cristianos, la esclavitud y la ignominia.
– Pero no os preocupéis -trataba de animarlas Fátima-. La profecía continúa; lo dice el libro divino: ¿por ventura no habéis visto a los cristianos vencer en el cabo de la tierra, y después de haber vencido, ser ellos vencidos en pocos días? De Dios es este juicio; antes y después fueron los creyentes gozosos en la victoria; Él es el que ayuda a quien es servido, y no faltará de la promesa de Dios un punto.
Y poco a poco volvían a mirar a Fátima con el anhelo de la esperanza en sus rostros.
– ¡Debemos luchar! -les exigía-. ¡No podemos resignarnos a la desgracia! Dios está pendiente de nosotros. ¡Las profecías se cumplirán!
Un atardecer de primavera Hernando regresaba cansado a su casa. Durante la jornada habían tenido que preparar el viaje de más de cuarenta caballos al puerto de Cartagena, donde les esperaba una nave para trasladarlos a Génova y, de allí, a Austria. El rey Felipe había decidido regalar aquellos soberbios ejemplares a su sobrino el emperador y a los archiduques, el duque de Saboya y el duque de Mantua. Conforme establecía el rey en su orden, primero eligieron aquellos que debían ser enviados a Madrid para su uso personal y el del príncipe, y después lo hicieron con los que debían ser objeto de regalo. Don Diego López de Haro estuvo todo el día en las caballerizas. Eligió y desechó animales; vaciló y cambió de opinión, dejándose aconsejar por los jinetes, entre ellos Hernando, acerca de cuáles eran los mejores para el monarca.
– ¿Sabrán conservar la raza? -dudó el morisco a la vista de un magnífico semental de cinco años, altivo, de capa torda, que se movía elevando manos y pies con elegancia, y que el caballerizo escogió como uno de los que partirían hacia Austria.
– Seguro que sí -contestó don Diego por delante de él, sin volverse, con la atención puesta en el semental-. En aquella corte hay grandes jinetes y expertos en caballos. No me cabe duda de que a partir de estos sementales obtendrán ejemplares que se convertirán en el orgullo de Viena.
¿Realmente lo conseguirían?, se preguntaba Hernando cuando, sorprendido, se encontró con que la puerta de su casa estaba cerrada. En el mes de mayo y a aquellas horas solía hallarse abierta hasta la reja calada que daba al patio. ¿Habría sucedido algo? Golpeó la puerta con fuerza, una y otra vez. La sonrisa de su esposa al recibirle le tranquilizó.
– ¿Por qué…? -empezó a preguntar cuando ella volvió a atrancar la puerta.
Fátima se llevó un dedo a los labios y le rogó silencio. Luego lo acompañó hasta el patio. Hamid había quebrantado la estricta orden acerca del lugar en el que debían ser educados los niños. Hernando había exigido que esas lecciones tuvieran lugar en las habitaciones, para que nadie pudiera oírlos hablar en árabe. Pero, en su lugar, Hamid los había llevado al patio, donde sentados en el suelo de la galería sobre simples esteras, los niños atendían al alfaquí ¿mientras éste trataba de enseñarles matemáticas.
Fue a quejarse a su esposa, pero la encontró, otra vez, con el dedo cruzado en mitad de sus labios y se resignó al silencio.
– Hamid ha dicho -le explicó ella entonces- que el agua es el origen de la vida. Que los niños no aprenden en el interior de una habitación mientras escuchan correr el agua fuera. Que necesitan el aroma de las flores, el contacto con la naturaleza para que gocen sus sentidos y así aprender con facilidad.
Hernando suspiró y al volverse de nuevo se encontró con las tres criaturas que le observaban, sonrientes; Hamid lo hacía de reojo, como un niño grande.
– Y tiene razón -cedió-. No podemos privarlos del paraíso -afirmó. Tomó a Fátima de la mano y se acercó adonde se encontraban profesor y alumnos. Día a día Hamid recuperaba su carácter, y aquella muestra de rebeldía… en el fondo le satisfacía.
Saludó a sus hijos y a Shamir en árabe, y al oírlo, los propios niños le instaron a que bajase la voz. Se sentó en el espacio sobrante de la estera de Francisco y se volvió hacia Hamid.
– La paz -saludó asintiendo.
– La paz sea contigo, Ibn Hamid -le respondió el alfaquí.
Hasta que Aisha y Fátima tuvieron preparada la cena, Hernando se mantuvo en silencio. Escuchó las explicaciones de Hamid y observó los progresos de los niños. Shamir le recordaba a Brahim: arisco, inteligente, pero al contrario que su padre, con un gran corazón que demostraba en el cuidado de los menores. Francisco, el mayor de sus hijos, a quien tuvo que advertir en varias ocasiones de que no se mordiera la lengua mientras garabateaba números con su palillo en una tablilla de hojas embetunadas que se usaba una y otra vez, era un niño listo y simpático, pero siempre previsible: los ojos azules, heredados de su padre, y su espontaneidad anunciaban incluso qué era lo que se proponía hacer, acusándole sin remedio cuando cometía alguna trastada. Francisco era incapaz de mentir, ni siquiera sabía ocultar la verdad.
Tras tocarle con un dedo la punta de la lengua que apareció de nuevo ante la dificultad de una suma y comprobar cómo se escondía con rapidez, como una serpiente, Hernando fijó su atención en Inés, consciente de que Hamid hacía lo mismo que él, como si supiera qué era lo que pensaba. En verdad era igual que su madre, ¡preciosa! La niña estaba enfrascada en escribir números y sus inmensos ojos negros parecían dispuestos a atravesar la tablilla. Inés preguntaba y se interesaba por las cosas, pensaba las contestaciones que recibía y, a veces al instante, a veces al cabo de un par de días, volvía a plantear alguna duda sobre la misma cuestión. Sus razonamientos no eran tan ágiles o inmediatos como los de los varones pero a diferencia de éstos, siempre eran fundados. Inés refulgía con sus solos movimientos.
Hernando asintió con la cabeza, en señal de satisfacción, y después cruzó la mirada con Hamid. Sí, se encontraban en un paraíso, con la puerta de la calle cerrada a intromisiones extrañas, escuchando el rumor del agua al correr en la fuente y percibiendo el intenso aroma de las flores, esplendoroso a aquellas horas del atardecer en las que el sol se apagaba y el frescor hacía revivir las plantas y excitaba los sentidos, pero era lo mismo, se dijeron el uno al otro en silencio, lo mismo que durante años había hecho el alfaquí con el niño morisco en el interior de una mísera choza, perdida en las estribaciones de Sierra Nevada.
Como si no quisiera perturbar la concentración de los niños, Hamid le observó sin decir nada, reconociendo la valía de su primer alumno, aquel a quien había entregado sus conocimientos en el mismo secreto con que lo hacía ahora a sus hijos. Había sido un largo camino: la orfandad, una guerra, la esclavitud a manos de un corsario y la deportación a unas tierras extrañas en las que no encontraron más que odio y desventura. La pobreza y el duro trabajo en la curtiduría; los errores y la vuelta a la comunidad; la fortuna en las cuadras hasta llegar a convertirse en el miembro más importante de entre los suyos y ahora… Ambos posaron a la vez la mirada sobre los tres niños y un escalofrío de satisfacción recorrió la espina dorsal de Hernando: ¡sus hijos!
En ese momento, Aisha los llamó a cenar.
Hernando ayudó al alfaquí a levantarse. Hamid aceptó la ayuda y se apoyó en él. Luego, al cruzar el patio, solos, puesto que los niños lo corrieron en cuatro presurosas zancadas, continuó apoyándose en él.
– ¿Recuerdas el agua de las sierras? -preguntó el alfaquí al pasar al lado de la pequeña fuente, junto a la que se detuvieron unos instantes.
– Sueño con ella.
– Me gustaría volver a Granada -musitó Hamid-. Terminar mis días en aquellas cumbres…
– Allí se esconde una espada sagrada que alguien, algún día, tendrá que empuñar de nuevo en nombre del único Dios. Ese día el espíritu de nuestro pueblo renacerá en las sierras, principalmente el tuyo, Hamid.
Si Hamid les inculcaba la Verdad, Hernando se esforzaba en enseñar a los niños la imprescindible doctrina cristiana para que pudieran atestiguar su correspondiente evangelización los domingos en la catedral o en las preceptivas visitas semanales del párroco de Santa María. El jurado de la parroquia y el superintendente habían abandonado sus controles, quizá por la dependencia jerárquica de Hernando del caballerizo real y su jurisdicción especial, pero don Álvaro, el prebendado catedralicio que se hallaba al frente de la parroquia, impecablemente ataviado siempre con sus hábitos negros y su bonete, continuaba con sus visitas semanales como si de cualquier otro cristiano nuevo se tratase, aunque todos sospechaban que su interés era mayor por el buen vino y los sabrosos dulces de Aisha con que era agasajado en sus largas visitas que por verificar la catolicidad de la familia. En cualquier caso, entre tragos y bocados, don Álvaro se acomodaba en una silla en la galería y examinaba a los niños, escuchando una semana tras otra, con obstinación, como si tuviese miedo de que las hubieran olvidado, cómo recitaban las oraciones y las doctrinas que les habían enseñado, farsa que siempre se desarrollaba ante una familia atemorizada por si a cualquiera de los pequeños se les escapaba alguna frase o expresión en árabe. En cuanto tenía la oportunidad, Hernando tomaba la iniciativa y se sentaba con el sacerdote para distraerlo y charlar con él sobre temas diversos, principalmente acerca de la situación del otro movimiento herético que amenazaba al imperio español y en el que se hallaba realmente interesado: el luteranismo.
Hamid, por su parte, simulaba cualquier indisposición y se encerraba en su pequeña habitación -Hernando estaba convencido de que a orar en una especie de desafío a la presencia del sacerdote-, en cuanto don Álvaro cruzaba la cancela del patio.
– Es una obra de caridad -se justificó en contestación al interés de don Álvaro por aquel invisible Hamid que según los libros de la parroquia constaba censado en la casa-. Se trata de un anciano enfermo que vivía en nuestro pueblo de las Alpujarras y, como buen cristiano, no podía permitir que muriese en la calle. Padece de fiebres recurrentes, ¿deseáis verlo?
El sacerdote bebió un trago de vino, paseó su mirada por el placentero jardín y, para su tranquilidad, negó con la cabeza. ¿Para qué quería él acercarse a un anciano que padecía de fiebres?
Así pues, después de que don Álvaro comprobara una vez más la memoria de los niños, las conversaciones se desarrollaban en la galería entre éste y Hernando a solas, mientras Aisha o Fátima, desde el otro lado del patio, estaban pendientes de que no se acabasen el vino o los dulces. Hacía poco que había caído en manos de Hernando y de don Julián un ejemplar de las Instituciones de Calvino, editado en Inglaterra en lengua castellana. Eran muchos los libros protestantes publicados en castellano, en Inglaterra, Holanda o Zelanda, que corrían clandestinamente por los reinos de Felipe II. El rey y la Inquisición luchaban con todas sus fuerzas por mantener pura e incólume la fe católica, libre de cualquier influencia herética, hasta el punto de que hacía veinte años que el monarca había prohibido que los estudiantes españoles acudiesen a universidades extranjeras, excepción hecha, por supuesto, de las pontificias de Roma y Bolonia.
Muchos moriscos veían con buenos ojos las doctrinas protestantes, sobre todo los aragoneses por su contacto geográfico con Francia y el Bearne, adonde huían para convertirse al cristianismo, pero renegando del catolicismo. Los ataques de los protestantes hacia el Papa y hacia los abusos del clero, el mercadeo de bulas e indulgencias, la condena del uso de imágenes como objetos de culto o devoción, potestad de cualquier creyente de interpretar los textos sagrados al margen de la jerarquía eclesiástica y la visión rígida de la predestinación, constituían puntos de unión entre dos religiones minoritarias que luchaban por resistir a los ataques de la iglesia católica.
Hernando lo discutió con don Julián, y también con Hamid, y todos lamentaron aquel acercamiento entre musulmanes y quienes, en definitiva, no dejaban de ser cristianos, por mayores simpatías que pudieran sentir hacia esta tendencia.
– Al fin y al cabo -alegó el sacerdote-, los protestantes persiguen reencontrarse con las escrituras dentro del cristianismo y los moriscos convertidos no pretenden reforma alguna, sino su simple destrucción. Las posiciones sincréticas entre las doctrinas luteranas y musulmanas que se empiezan a percibir en algunos escritos polémicos de los propios creyentes no logran sino debilitar el verdadero objetivo de la comunidad morisca.
Tal y como don Álvaro abandonaba la casa, después de haber renegado contra los luteranos y los ataques que vertían contra la forma de vida del clero católico, Hamid salía de su habitación indignado e, indefectiblemente, derramaba por el desagüe lo que restaba del vino.
– Cuesta dinero -le reprendía Hernando, pero no obstante le permitía tal desagravio esforzándose por ocultar una sonrisa.
Se llamaba Azirat y supuso uno de los mayores cambios en la vida de Hernando. Ya desde la época del emperador Carlos I, las finanzas de la monarquía se hallaban siempre en quiebra. Hacía cinco años que el reino había suspendido sus pagos; ni siquiera las inmensas fortunas en plata y oro que arribaban del Nuevo Mundo llegaban a cubrir los gastos de los ejércitos españoles, a los que se sumaban los descomunales costes de la lujosa corte borgoñona, cuyo protocolo había adoptado el emperador. España disponía de considerables materias primas de las que no se obtenía el debido provecho: la apreciada lana de oveja merina castellana se vendía sin manufacturar a comerciantes extranjeros, quienes la transformaban en paños que después revendían en España por diez o veinte veces el valor de coste que habían pagado. Lo mismo sucedía con el hierro, la seda y otras muchas materias primas; y el oro, por las guerras o el comercio, salía de España a espuertas. Los intereses que pagaba el rey a sus banqueros superaban el cuarenta por ciento, y las bulas e indulgencias que se vendían y con las que se financiaban tanto Roma como España no eran suficientes. Hidalgos, clero y numerosas ciudades no pechaban con los impuestos y todo el coste fiscal recaía en el campo, en los trabajadores y en los artesanos, lo que los empobrecía aún más e impedía el desarrollo del comercio, en un círculo vicioso de difícil solución.
En 1580 la situación económica se agravó todavía más: tras la muerte en Alcazarquivir del rey Sebastián de Portugal en un vano intento de conquistar Marruecos, su tío, el rey Felipe de España, reclamó sus derechos sucesorios al trono de Portugal, y como el brazo popular se negara a su coronación, preparaba la invasión del vecino reino con un ejército al mando del anciano duque de Alba, que a la sazón contaba con setenta y dos años. Además de Brasil, Portugal dominaba la ruta comercial con las Indias Orientales y señoreaba toda la costa africana, desde Tánger hasta Mogadiscio, bordeando todo el continente. Con la unión de Portugal, España se convertiría en el mayor imperio de la historia.
Todos aquellos ingentes gastos afectaban también a las caballerizas reales que, pese a que Felipe II continuara regalándose y regalando a sus preferidos y a las cortes extranjeras magníficos ejemplares de la nueva raza, se resentían de la falta de unos fondos que don Diego López de Haro no cesaba de reclamar a la Junta de Obras y Bosques, encargada de proporcionárselos.
Por eso, parte del sueldo que se adeudaba a jinetes y trabajadores les fue satisfecho con potros desechados de las caballerizas, con la condición de que si al crecer interesaban al rey, podían serles sustituidos por otros, hecho que difícilmente llegaba a suceder dada la cantidad de caballos que nacían al año y al hecho de que los empleados no tardaban en vender los caballos rechazados para obtener dinero. ¡Con la venta de sólo ocho caballos de las cuadras del rey se adquirieron treinta buenos ejemplares de guerra para el ejercito acantonado en la plaza de Oran!
Pero Hernando no estaba dispuesto a vender a Azirat, el caballo que le habían cedido en pago de parte de sus salarios; su forma de vida era austera y sus necesidades escasas. En la dehesa, en el momento de herrar los potros al fuego y anotarlos en el libro de registro, lo llamaron Andarín por la elegancia de sus movimientos, pero había nacido de un color rojo ardiente, brillante, que lo invalidaba para los gustos cortesanos; la capa alazana no se admitía en la nueva raza.
Andarín, con aquel color de fuego que revelaba cólera, ímpetu y velocidad, cautivó a Hernando desde el preciso instante en que lo vio moverse.
– Lo voy a llamar Azirat -le comentó a Abbas. Sin embargo no pronunció la zeta española, sino que utilizó la cedilla y remarcó la «te»: açiratt.
Abbas arrugó el entrecejo al tiempo que Hernando asentía. El puente del açiratt; el puente de entrada al cielo, larguísimo y estrecho como un cabello, que se extendía por encima del infierno y a través del cual los bienaventurados cruzarían como un rayo mientras los demás caerían al fuego.
– No sólo trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo -replicó el herrador-, sino que en algunos casos está penado hasta con la muerte. Los extranjeros que lo hacen pueden ser sentenciados con la pena capital.
– Yo no soy extranjero y este caballo sería capaz de cruzar ese largo y delicado cabello -replicó, haciendo caso omiso de la advertencia de su amigo-, podría andar sobre él sin caerse ni romperlo. Si parece que no toque el suelo… ¡Que flote en el aire!
A sus veintiséis años, Hernando era el jefe de un grupo familiar y uno de los más considerados e influyentes miembros de la comunidad morisca. Vivía siempre rodeado de gente, volcado en los demás. Azirat vino a proporcionarle unos momentos de libertad de los que no había disfrutado a lo largo de su existencia y así, en cuanto tenía oportunidad, aparejaba al caballo y salía al campo en busca de la soledad, unas veces andando las dehesas al paso, con tranquilidad, pensativo; otras, sin embargo, permitía a Azirat que demostrase su velocidad y su poderío. Y en ocasiones buscaba las dehesas en las que pastaban los toros, corriéndolos sin dañarlos, jugueteando con aquellas peligrosas astas que nunca llegaban a cornear las ancas de Azirat cuando éste quebraba con agilidad frente a sus embestidas, encelándolos en la tupida cola del caballo mientras los toros la perseguían, dando fuertes cabezazos al engaño que les presentaban los largos pelos de la cola del caballo.
Nunca se dirigió al norte, hacia Sierra Morena, allí donde campaba Ubaid con los monfíes. Abbas le aseguró que el arriero de Narila no le molestaría, que le habían hecho llegar recado exigiéndoselo, pero Hernando no se fiaba.
Los domingos acostumbraba a montar consigo a Francisco y a Shamir, que habían crecido como hermanos, y les cedía el control de las riendas allí donde no había peligro. Si cuando él salía a caballo buscaba la soledad procurando no alardear en exceso ante los cristianos, con los niños no llegaba a correr por el campo y se limitaba a pasear por los alrededores de Córdoba. Uno de esos días, al atardecer, cruzó el puente romano con los niños, orgullosos y sonrientes. Francisco iba delante, a horcajadas; Shamir agarrado a su espalda.
– ¡Mirad, padre! -señaló Francisco en cuanto dejaron atrás la Calahorra y llegaron al campo de la Verdad-. Allí está Juan el mulero.
Desde la distancia, Juan los saludó con gesto cansado. Cada domingo que pasaban por allí, Hernando lo veía más y más envejecido; ni siquiera le quedaban ya aquellos pocos dientes con los que logró mordisquear el pezón de la mujer de la mancebía.
– Desmontad, muchachos -les dijo Juan a los niños con voz pastosa una vez llegaron hasta él. Hernando se extrañó, pero el mulero le hizo callar con un gesto-. Id a ver las mulas. Me ha dicho Damián que os echan de menos desde la última vez que estuvisteis acariciándolas.
Damián era un bribonzuelo que Juan había tenido que contratar para que le ayudase. Francisco y Shamir corrieron hacia la recua y los dos hombres quedaron frente a frente. Juan movió los labios sobre las encías, preparándose para hablar.
– Hay una persona, un cristiano nuevo de los vuestros, preguntando, investigando… -Hernando esperó hasta que el mulero comprobó que nadie los escuchaba-… por el contrabando de hojas de papel.
– ¿Quién es?
– No lo sé. A mí no se ha dirigido. Pero he oído que preguntó a un arriero.
– ¿Estás seguro?
– Muchacho, estoy al tanto de todo lo que entra y sale ilegalmente de Córdoba. Poco puedo hacer ya, más que chismorrear y sacar tajada de aquí y allá.
Hernando echó mano de la bolsa y le entregó unas monedas. En esta ocasión Juan las admitió.
– ¿No van bien las cosas? -se interesó el morisco.
– Los ojos del señor engordan al caballo -empezó a recitar Juan haciendo un gesto despectivo hacia Damián-, y los lacayos y mozos, lo gastan y destruyen -finalizó el dicho-. Lo mismo vale para las mulas y ningún remedio me queda. Y en cuanto a trapichear… ¡Hoy por hoy no podría ni alzar uno de los remos de La Virgen Cansada.
– Cuenta conmigo si necesitas algo.
– Mejor que te preocupes por ti, muchacho. Ese morisco, y supongo que también la Inquisición, van detrás de todos los que usáis ese papel.
– ¿Usáis? ¿Cómo puedes suponer…?
– Seré viejo y estaré débil, pero no soy idiota. Ni la Iglesia ni los escribanos tienen necesidad de entrar esas cantidades de papel de contrabando. Se rumorea que el papel es de baja calidad y viene de Valencia. El arriero al que preguntó el morisco era de allí, así que tampoco se trata del que usan los hidalgos para escribir ni el editor para imprimir sus libros.
Hernando resopló.
– ¿No podemos averiguar quién es ese morisco?
– Si algún día vuelve el arriero de Valencia…, pero dudo que lo haga sabiendo que alguien hace preguntas inconvenientes. Si podéis encontrarlo allí en su tierra… Pero no pierdas un segundo -le aconsejó el mulero, apremiándole.
– ¡Niños! -Gritó Hernando echando el pie izquierdo al estribo y pasando con agilidad la pierna derecha por encima de la grupa-. Nos vamos. -Alzó a uno y otro hasta montarlos-. Si te enteras de algo más… -añadió entonces hacia Juan. El mulero asintió con una sonrisa que dejó a la vista sus encías-. Azirat se ha puesto enfermo -dijo a Francisco ante las quejas del niño por no continuar el paseo. En sus costados, notó la presión de las manos de Shamir, como si no creyese aquella excusa dirigida al pequeño-. No querrás que enferme más todavía, ¿verdad? -insistió, no obstante, tratando de calmar a Francisco.
En las caballerizas, mientras los niños ayudaban al mozo a desembocar al caballo, Hernando advirtió a Abbas de lo sucedido; luego corrió hacia la calle de los Barberos.
– ¡No quiero ver una hoja de papel en esta casa! -ordenó a Fátima, a su madre y a Hamid, sobre todo a Hamid, señalándole con un dedo. Se reunieron lejos de los niños, en una de las habitaciones superiores, y les explicó acaloradamente lo que le había contado Juan. El alfaquí trató de contestar, pero Hernando no se lo permitió-: Hamid, ni uno solo, ¿me entiendes? No podemos ponernos en riesgo, ni nosotros, ni a ellos -añadió haciendo un gesto hacia el patio, en donde se oían las risas de los niños-. Ni a todos los demás.
Con todo, fue Fátima quien discutió:
– ¿Y el Corán? -Todavía conservaban el ejemplar que les había dado Abbas.
Hernando pensó unos instantes.
– Quémalo. -Los tres lo miraron, atónitos-. ¡Quémalo! -insistió-. Dios no nos lo tendrá en cuenta. Trabajamos para El y de poco le serviría que nos detuvieran.
– ¿Por qué no lo escondes fuera de…? -terció Aisha.
– ¡Quemadlo! Y limpiad las cenizas del papel. A partir de este momento… de cuando lo hayáis quemado todo -se corrigió-, quiero la puerta del zaguán abierta. Suspenderemos las clases de los niños hasta que veamos qué es lo que sucede y tú, Fátima, esconde el colgante donde nadie pueda encontrarlo. Tampoco quiero muescas en las paredes que señalen hacia La Meca.
– No puedo quitarlas -adujo Hamid.
– Pues haz más, muchas más, en todas direcciones. Seguro que recordarás siempre cuál es la buena. Tengo que ir a la mezquita, pero también hay que advertir a Karim y a Jalil, a Karim sobre todo. -Observó a los tres. ¿Podía fiarse de que cumplieran sus instrucciones, de que no tratarían de esconder también aquel Corán que tantas noches habían leído?-. Ven -dijo a Fátima, extendiendo la mano para que ella la tomase.
Salieron de la habitación y se apoyaron en la barandilla de la galería del piso superior. Abajo jugaban los niños, alrededor de la fuente. Reían, corrían e intentaban pillarse unos a otros al tiempo que se echaban agua. Permanecieron contemplándolos en silencio, hasta que Inés percibió su presencia; alzó el rostro hacia ellos y mostró los mismos ojos negros y almendrados de su madre. Al momento, Francisco y Shamir la imitaron, y como si fueran conscientes de la trascendencia del momento, los tres niños sostuvieron sus miradas. Durante unos instantes, igual que ascendía entremezclado el frescor del patio y el aroma de las flores, una corriente de vida y de alegría, de inocencia, se desplazó desde el patio a la galería superior. Hernando apretó la mano de Fátima al tiempo que su madre, tras él, apoyaba la suya en el hombro de su hijo mayor.
– Hemos pasado hambre y muchas penurias hasta llegar aquí -dijo él, rompiendo el hechizo-, no podemos errar ahora. -Se incorporó de repente. ¡Debía confiar en ellos!-. Ocupaos de poner en orden la casa -ordenó dirigiéndose a Fátima y Aisha-. Padre -añadió, dirigiéndose a Hamid-, confío en ti.
Llegó a la catedral antes de que finalizasen los oficios cantados de vísperas. La música del órgano y los cánticos de los novicios que estudiaban en los jesuitas inundaban el recinto, deslizándose entre las mil columnas de la mezquita. Jerárquicamente ordenados en sus correspondientes sitiales del coro, como era su obligación en todos los oficios, los miembros del cabildo en pleno participaban en los cánticos. El olor a incienso abofeteó a Hernando: después de haber respirado el fresco aroma de las flores y plantas del patio, aquel aire dulzón le recordó para qué se encontraba allí. Se sumó a la feligresía que participaba en el oficio; una vez terminado el acto se dirigió a un portero para que buscase a don Julián y le comunicase que le esperaba.
Lo hizo delante de la reja de la biblioteca, que en aquellos momentos estaba en obras. Tras la muerte del obispo fray Bernardo de Fresneda y en sede vacante, el cabildo catedralicio había decidido convertir la biblioteca en una nueva y suntuosa capilla del Sagrario, al estilo de la Capilla Sixtina, puesto que el sagrario que se encontraba en la capilla de la Cena se había quedado pequeño. Parte de la biblioteca fue trasladada al palacio del obispo; el resto convivía con las obras hasta que se construyera una nueva librería junto a la puerta de San Miguel.
– Bien -comentó el sacerdote intentando transmitir tranquilidad a Hernando tras escuchar sus encendidas explicaciones-. Mañana, después del oficio de vigilia, ordenaré que trasladen nuestros libros y papeles al palacio del obispo.
– ¿Al palacio del obispo? -se asombró Hernando.
– ¿Dónde mejor? -Sonrió don Julián-. Es su biblioteca privada. Hay centenares de libros y manuscritos y soy yo quien se ocupa de ellos. No te preocupes por eso, los esconderé bien. Por más libros que fray Martín pretenda leer, nunca llegará a acceder a los nuestros; además, de esa forma, cuando se tranquilice la situación podremos continuar con nuestra labor.
¿Podría, pensó Hernando, aprovechar él también la estratagema de don Julián y esconder su Corán en la biblioteca de fray Martín de Córdoba?
– Es posible que en mi casa aún tenga un Corán y algunos calendarios lunares…
– Si me los traes antes del oficio de vigilia… -Don Julián interrumpió sus palabras para contestar al saludo de dos prebendados que pasaron a su lado. Hernando inclinó la cabeza y murmuró unas palabras-. Si me los traes -repitió cuando los sacerdotes ya no podían oírlos-, me ocuparé de ellos.
Hernando escrutó al viejo sacerdote: su aplomo… ¿era real o mera impostura? Don Julián imaginó sus pensamientos.
– El nerviosismo sólo puede conducirnos al error -le aclaró-. Debemos superar esta dificultad y continuar con nuestra labor. ¿En algún momento pensaste que esto sería sencillo?
– Sí… -reconoció un titubeante Hernando tras unos instantes. Y lo cierto es que así se lo había parecido últimamente. Al principio, cuando accedía a la catedral, notaba cómo se le atenazaban los músculos y le sobresaltaba el menor ruido, pero después, poco a poco…
– La confianza en exceso no es buena consejera. Debemos estar siempre alerta. Tenemos que encontrar a ese espía antes de que él nos encuentre a nosotros. Karim sabrá del arriero valenciano. Hay que dar con él y enterarse de quién fue el que le preguntó.
Todo lo había llevado Karim. Los demás trataron de convencerle de que les permitiera ayudarle, pero el anciano se negó y tuvieron que reconocerle su razón. «Con que uno se arriesgue, ya es bastante», sostenía el anciano. Karim se ocupaba de adquirir el papel y de tratar con los moriscos valencianos y los arrieros; él se ocupaba de hacérselo llegar a Hernando y a don Julián, y era él quien recibía los libros o documentos ya escritos para, después de encuadernarlos con la ayuda de una prensa que guardaba en su casa, distribuirlos por Córdoba. Excepción hecha de las esporádicas reuniones que mantenían, y que poco podían demostrar, nadie podía relacionar a los demás miembros del consejo con la copia y venta de ejemplares del Corán.
Abandonaron la catedral por la puerta de San Miguel. Ya era casi noche cerrada y ascendieron por la calle del Palacio. Como casi todos los religiosos de Córdoba, don Julián también vivía en la parroquia de Santa María, en la calle de los Deanes, a pocos pasos de Hernando. En la conjunción de los Deanes con Manriques, allí donde se formaba una plazuela, un hombre fornido les salió al paso. Hernando echó mano al cuchillo que llevaba al cinto, pero una voz conocida detuvo sus movimientos.
– ¡Tranquilos! Soy yo, Abbas. -Reconocieron al herrador, quien no se anduvo con rodeos-: Los familiares de la Inquisición acaban de detener a Karim -anunció-. Han registrado su casa y han encontrado un par de ejemplares del Corán y otros documentos, que han requisado, así como la prensa, las cuchillas y los demás enseres que usaba para encuadernarlos.
Se llamaba Cristóbal Escandalet y había emigrado a Córdoba desde Mérida, junto a su mujer y tres hijos jóvenes, hacía un par de años. Era buñolero de profesión y recorría la ciudad ofreciendo los sabrosos dulces moriscos hechos con harina amasada y fritos en aceite: buñuelos de viento; buñuelos de jeringuilla, alargados, compactos y estriados o buñuelos bañados en miel. Hamid localizó la casa en la que vivía hacinado con cuatro familias más, en el humilde barrio de San Lorenzo, cerca de la puerta de Plasencia, en el extremo occidental de la ciudad.
Llevaba un par de días siguiéndolo. Estudió cómo hablaba y trataba con la gente, cómo se la ganaba haciendo gala de una considerable simpatía y capacidad para embaucar a los potenciales compradores de sus productos, ya se tratara de cristianos viejos, ya de cristianos nuevos. Rondaba los treinta años; de estatura normal, enjuto y fibroso, se movía siempre con nervio, cargado con sus aparejos para freír los buñuelos. Hamid comprobó que tenía una sartén reluciente, y que la manga por la que salían los buñuelos era nueva.
– ¡El precio por traicionar a Karim! -exclamó, airado, observando a cierta distancia cómo Cristóbal cantaba las excelencias de sus dulces en un día de mercado, frente a la cruz del Rastro, donde la calle de la Feria se unía a la ribera del Guadalquivir.
Una mujer que pasaba por su lado se volvió hacia él, sorprendida. Hamid le sostuvo la mirada con frialdad y la mujer continuó su camino. Luego el alfaquí volvió a centrarse en el buñolero, en sus brazos nervudos y en su cuello enhiesto y fuerte. ¡Debía cortar aquel cuello y debía hacerlo él, Hamid! ¡Sólo él podía hacerlo! Ésa era la pena para el musulmán que abandonaba su ley y, para Cristóbal, no cabía la posibilidad de arrepentimiento: había traicionado a sus hermanos en la fe. Sin embargo, ¿cómo un anciano cojo, débil y desarmado podía ejecutar la sentencia a muerte que dictó tan pronto como tuvo conocimiento del nombre del traidor?
La detención y confinamiento de Karim en la cárcel de la Inquisición, en el alcázar de los reyes cristianos, conmocionó a la comunidad morisca de Córdoba. Durante días no existió otro tema de conversación entre sus miembros, algunos de los cuales sembraron la duda acerca de la identidad del traidor del respetado anciano. Muchos eran los que conocían las actividades de Karim: aquellos que vigilaban la casa durante las reuniones del consejo; los que compraban ejemplares del Corán, de las profecías, de los calendarios lunares o de los escritos de polémica y aquellos otros que aprovechaban sus salidas al campo a trabajar las tierras para llevar los libros fuera de Córdoba y distribuirlos por las demás aljamas del reino. La desconfianza anidó en la comunidad y muchos fueron los que tuvieron que defender su inocencia ante miradas de soslayo o acusaciones directas. Para no originar más recelos en la grey, los miembros del consejo decidieron no hacer pública la noticia de que había sido precisamente un morisco quien preguntó al arriero valenciano, pero tampoco pudieron hacer nada por investigar de quién se trataba: Karim resultaba inaccesible en la cárcel de la Suprema y su esposa, anciana y rota por lo acaecido, nada sabía al respecto, como le contó a Abbas cuando el herrador logró verla por fin después de que los familiares de la Inquisición hicieran cumplido inventario de los escasos bienes propiedad de Karim para requisarlos a favor del Santo Oficio.
La delación era, con mucho, el más infame y execrable de los delitos que podía cometer un morisco. Desde la época del emperador Carlos I se habían sucedido los edictos de gracia por parte de la Inquisición española, sustentados todos ellos en bulas papales.
Tanto el rey como la Iglesia eran conscientes de las dificultades que conllevaba la pretendida evangelización de un pueblo entero bautizado a la fuerza; las carencias en cuanto a sacerdotes que estuvieron lo bastante capacitados y dispuestos a llevar a buen término tal tarea eran indiscutibles. También era consciente la Iglesia de que, en aquella situación, el número de relapsos que indefectiblemente deberían acabar en la hoguera era tan elevado, que la función ejemplarizante de esa pena carecía de sentido y de efectos sobre el resto, por lo que durante un siglo intentó acoger en su seno a los moriscos que simplemente confesasen y se reconciliasen, aunque fuera en secreto, sin conocimiento de sus hermanos, extendiendo el perdón incluso a relapsos reincidentes y ofreciéndoles beneficios como la no confiscación de sus bienes.
Sin embargo, esas confesiones se hallaban sometidas a una condición: debían denunciar a aquellos otros miembros de su comunidad que practicaban la herejía. Ninguno de los edictos de gracia prosperó. Los miembros de la comunidad morisca no se delataron entre sí.
Por otra parte, el pueblo odiaba a los moriscos. Su laboriosidad, en contra del artesanado cristiano que pretendía emular a nobles e hidalgos con su animadversión hacia cualquier tipo de actividad laboral, exacerbaba a las gentes que veían cómo los moriscos, una vez superado el desconcierto producido por la deportación de los granadinos, volvían a enriquecerse: poco a poco, ducado a ducado. También se elevaban numerosas quejas a los consejos reales por parte de las poblaciones, basadas en la considerable fertilidad de los moriscos, quienes, por otra parte, no eran llamados a los ejércitos reales que año a año venían a diezmar el campesinado y la vecindad españolas.
Tal y como presumía Hernando, Fátima y Hamid no habían echado al fuego el Corán y los demás documentos: los habían escondido en el patio, bajo los terrazos.
– Ingenuos -les recriminó, luego de sonsacarles la verdad-. Los oficiales de la Inquisición no habrían tardado ni un instante en encontrarlos.
Lo quemó todo salvo el Corán y antes del amanecer, tras una noche en vela temiendo escuchar el resonar de las pisadas de los oficiales de la Suprema dirigiéndose a su casa, disimuló el libro divino en su marlota y lo llevó a la catedral, antes del oficio de vigilia, como le había dicho don Julián.
Descendió la calle de los Barberos y la de Deanes hasta llegar a la puerta del Perdón. Hacía frío, pero él llevaba la marlota doblada sobre su brazo derecho, el Corán apretado contra su cuerpo. Tembló. ¿De frío? Sólo después de traspasar el gran arco de la puerta del Perdón, comprendió que no era el frío lo que le provocaba aquellas tenues convulsiones. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera se lo había planteado: cogió el libro para entregárselo a don Julián como si aquello fuera lo más normal y ahora se encontraba en el huerto de la catedral, con un Corán bajo el brazo, rodeado de sacerdotes que acudían al oficio de vigilia. Salvo el obispo, que cruzaba por el antiguo puente que unía la catedral con su palacio, los demás lo hacían por la puerta del Perdón: las otras dignidades del cabildo, reconocibles por sus lujosas vestiduras, y más de un centenar de canónigos y capellanes a los que se sumaban organistas y músicos, niños del coro, acólitos, alcaides del silencio, sacristanes, celadores… De repente se vio inmerso en una corriente de sacerdotes y todo tipo de trabajadores de la catedral. Algunos charlaban, los más caminaban en silencio, adormilados, con aspecto hosco. Un tremendo escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¡Se encontraba en uno de los lugares más sagrados de toda Andalucía con un Corán bajo el brazo! Se detuvo, y tres niños del coro que iban tras él se vieron obligados a sortearlo. Apretó el libro contra su cuerpo, y simulando una indiferencia que en modo alguno sentía comprobó que la marlota lo tapaba. Observó cómo la riada de hombres vestidos con hábitos negros y birretes confluía en la puerta del Arco de Bendiciones por la que se accedía al interior del recinto, y entonces lo decidió y dio media vuelta para escapar de allí. Ya se ocuparía de esconder el Corán en alguna otra…
– ¡Eh! -Hernando escuchó la exclamación a sus espaldas y confió que no fuera dirigida a él-. ¡Tú! -Miró al frente y apretó el paso-. ¡Detente! -Un sudor frío fluyó de repente y le recorrió la espalda. El inicio del arco de la puerta del Perdón estaba a solo…- ¡Alto!
Dos porteros le salieron al paso y le impidieron continuar.
– ¿No oyes que te llama el inquisidor? -Hernando balbuceó una excusa y miró más allá de la puerta, hacia la calle. Podía echar a correr y huir. Su mente trataba de decidir: ¿escapar? Lo habrían reconocido y antes de que pudiera acudir a por Fátima y los niños…-. ¿Acaso no entiendes? -le gritó el otro portero.
Hernando se volvió hacia el huerto. Un sacerdote delgado y altísimo le esperaba. Sabía que una de las canonjías del cabildo catedralicio estaba reservada a un representante de la Inquisición. Dudó de nuevo. Percibió la respiración de los porteros en su nuca y sin embargo…, el canónigo estaba solo, ningún familiar ni alguacil de la Suprema le acompañaba.
Se tranquilizó y respiró hondo.
– Padre -saludó con una inclinación de cabeza tras recorrer la distancia que le separaba del inquisidor-. Disculpadme, pero nunca pude suponer que vuestra paternidad se dirigiera a mí, un simple…
El inquisidor le interrumpió y le ofreció la mano, lacia, para que hiciera la pertinente genuflexión. Instintivamente fue a cogerla, pero el libro bajo su brazo derecho…, lo agarró por encima de la marlota con el izquierdo y se lo pegó al pecho al tiempo que llegaba casi a arrodillarse para poder comprobar que nada se veía. El inquisidor le instó a levantarse. Hernando dobló la marlota sobre el brazo para impedir que pudiera ni siquiera notarse la presencia del libro. El sacerdote lo examinó de arriba abajo. Él apretó el Corán contra su pecho. ¡Allí estaba contenida la revelación divina! ¡Ese libro era el que debería estar en el interior de la mezquita, custodiado en el mihrab, en lugar de todos aquellos sacerdotes cristianos con sus cánticos y sus imágenes! Una oleada de calor nació de allí donde se alojaba el libro divino, junto a su corazón, para extenderse por todo su cuerpo. Se irguió y tensó sus músculos, y cuando el inquisidor puso fin a la inspección, se sentía fuerte, confiado en Dios y su palabra.
– Ayer -habló el inquisidor con voz sibilante-, detuvimos a un hereje que se dedicaba a copiar, encuadernar y distribuir escritos difamatorios y contrarios a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. No habrá período de gracia para su confesión espontánea. Hoy mismo, dada la gravedad del caso y la necesidad de detener a sus posibles cómplices antes de que huyan, daremos inicio a los interrogatorios en la sede del tribunal. Los libros están escritos en un árabe que nuestro traductor usual no llega a comprender del todo. El cabildo me ha proporcionado excelentes referencias tuyas, por lo que deberás presentarte allí a la hora de tercia para presenciar los interrogatorios y actuar como traductor de todos esos escritos.
Hernando se desinfló. La entereza desapareció en el instante en que se imaginó frente a Karim, presenciando su interrogatorio y quizá su tortura… ¡mientras traducía lo que él mismo había escrito!
– Yo… -trató de excusarse balbuceante-, tengo que trabajar en las caballerizas…
– ¡La persecución de la herejía y la defensa de la cristiandad están por encima de cualquier trabajo! -le interrumpió el inquisidor.
Los cánticos empezaron a sonar en el interior de la catedral, las voces llegaban hasta el huerto. El sacerdote volvió el rostro hacia la puerta del Arco de Bendiciones y se apresuró a entrar; corrió como deslizándose, sin hacer ruido.
– A tercias, recuérdalo -insistió antes de dejarlo solo.
Hernando recorrió la escasa distancia que le separaba de su casa con la mente en blanco, intentando no pensar, murmurando suras y estrechando el Corán contra su pecho.
El alcázar de los reyes, antigua residencia de los Reyes Católicos y ahora sede del tribunal inquisitorial, era una fortaleza construida por el rey Alfonso XI sobre las ruinas de parte del palacio califal. Sin embargo, desde hacía tiempo, todos los dineros que llegaban al tribunal para la conservación del lugar eran defraudados por los inquisidores para sus gastos personales, por lo que las instalaciones se habían ido degradando progresivamente y allí donde debía haber habitaciones, salas, secretarías y archivos, se emplazaban gallineros, palomares, cuadras y hasta lavanderías de paños cuyos productos vendían sin la menor vergüenza los criados de los inquisidores en la puerta que daba al Campo Real. Las condiciones higiénicas del alcázar, entre animales y suciedad, cárceles insalubres y dos lagunas de aguas estancadas y putrefactas que se emplazaban en el linde que daba al Guadalquivir, llegaron a dar pábulo a la leyenda de que todo el que vivía en el alcázar enfermaba hasta morir.
A tercias, como le ordenaron, Hernando se presentó en la puerta que daba al Campo Real, bajo la torre del León.
– Debes dar la vuelta -le indicó de malos modos uno de los vendedores de paños-. Cruza el camposanto y entra por la puerta del Palo, en la torre de la Vela, junto al río.
La puerta del Palo se abría a un patio amurallado, con álamos y naranjos, que daba al Guadalquivir. Dos porteros le interrogaron como si fuese él el que iba a ser juzgado hasta que uno de ellos, con gesto brusco, le indicó una pequeña puerta que se abría en la fachada sur. Nada más traspasarla y dejar atrás los árboles del patio, Hernando notó que se le pegaba al cuerpo la malsana humedad del lugar. Accedió a un lúgubre pasillo que llevaba a la sala del tribunal; a su izquierda se abrían las cárceles en intrincada disposición para aprovechar el espacio del antiguo alcázar; sabía que en ellas se hacinaban los presos, pero era tal el aterrador silencio, que sus pasos resonaron a lo largo del pasillo.
La sala del tribunal era rectangular y de altos techos abovedados. En uno de sus lados ya se hallaban dispuestos, tras unas mesas, varios inquisidores, entre ellos aquel que le hablara en la catedral, el promotor fiscal del Santo Oficio y el notario. Le tomaron juramento acerca de la confidencialidad de cuanto escuchara en la «sala del secreto» y lo sentaron ante una mesa más baja que las demás, junto al notario. Frente a ellos se disponían tres ejemplares mal cosidos del Corán y algunos otros documentos sueltos.
Karim era quien se encargaba del cosido de los pliegos antes de distribuirlos. Con el rumor de las conversaciones de los inquisidores de fondo, Hernando reconoció cada uno de aquellos ejemplares del libro divino. Con la mirada clavada en los libros pudo recordar en qué momento exacto había escrito cada uno de ellos, puesto que ya casi no necesitaba copiarlos; las dificultades que tuvo en uno u otro; los errores cometidos; los cálamos que tuvo que cortar y en qué sura lo hizo; la tinta que le faltó; las observaciones y comentarios de don Julián…, las bromas y las inquietudes ante cualquier ruido extraño e imprevisto…, la ilusión y la esperanza de un pueblo representada en cada carácter que llegó a escribir sobre aquellos pliegos de papel demasiado satinado y de baja calidad que con tantas dificultades les arribaba desde Xátiva.
Hernando se encogió en la dura silla de madera ante la aparición de Karim en la sala del tribunal; sucio y desastrado, débil y encogido. ¿Qué pensaría el anciano? ¿Quizá que era él el delator? No fue necesario más que un instante, en que la mirada de Karim se posó en él, para convencerle de que tal posibilidad estaba muy lejos de la mente del anciano.
– ¡Te perdono! -exclamó Karim una vez en el centro de la sala, sin dirigirse a nadie en especial, interrumpiendo el inicio de la lectura por parte del notario.
Los inquisidores se irritaron.
– ¿Qué tienes tú que perdonar, hereje? -soltó uno de ellos.
Hernando hizo caso omiso de las imprecaciones que se sucedieron. Aquellas palabras iban dirigidas a él. ¡Te perdono! Karim había evitado mirar a nadie al pronunciarlas y había hablado en singular. ¡Te perdono! Hernando había flaqueado al verlo entrar, pero luego se sobrepuso. Aquella misma mañana se había sentido fuerte con el Corán apretado contra su pecho; sin embargo, luego se había sumido en la desesperación al saber que tendría que presenciar el proceso contra Karim. Fátima, Aisha y un cabizbajo Hamid le habían asaltado a preguntas, a ninguna de las cuales fue capaz de responder. Y ahora Karim le perdonaba, comprometiéndose a cargar con toda la responsabilidad.
A lo largo de la mañana de ese día, Karim respondió al interrogatorio de rigor.
– ¡Todos los cristianos! -indicó ante la pregunta acerca de si tenía enemigos conocidos-. Aquellos que incumplieron el tratado de paz que firmaron vuestros reyes; los que nos insultan, nos maltratan y nos odian; los que nos roban nuestras cédulas para que nos detengan, los que nos impiden cumplir con nuestras leyes…
Luego, con voz trémula, Hernando tradujo parte del contenido de los libros, cuya tenencia también reconoció Karim a satisfacción de los inquisidores. El anciano confesó: él mismo había obtenido el papel y la tinta y él mismo los había escrito. ¡Él y sólo él era el responsable de todo!
– Podéis llevarme al quemadero -les retó, señalando con el índice a todos los presentes-. Nunca me reconciliaré con vuestra Iglesia.
Hernando contuvo el llanto, consciente, no obstante, del ligero temblor de sus labios.
– ¡Perro hereje! -Estalló uno de los inquisidores-. ¿Acaso crees que somos imbéciles? Nos consta que un viejo como tú no es capaz de hacer todo esto solo. Queremos saber quién te ha ayudado y quiénes tienen los libros que faltan.
– Os he dicho que no hay nadie más -aseguró Karim.
Hernando lo vio solo, en pie, en el centro de la gran sala, enfrentado al tribunal: un espíritu inmenso en un cuerpo pequeño. En verdad no había nadie más; nadie más era necesario, pensó entonces, para defender al Profeta y al único Dios.
– Sí que los hay. -La afirmación, cortante pero serena, surgió de la voz silbante del canónigo catedralicio-. Y nos dirás sus nombres. -Sus últimas palabras flotaron en el aire antes de que el mismo inquisidor ordenase la suspensión del acto hasta el día siguiente.
Aquella tarde Hernando no acudió a las caballerizas. Después de que los alguaciles se llevaran a Karim y los inquisidores abandonaran sus mesas, intentó excusar su presencia para la sesión del día siguiente: ya había traducido parte de los documentos y además, los coranes estaban interlineados en aljamiado.
– Por eso mismo -se opuso el canónigo-. Ignoramos si esas traducciones interlineadas son correctas o no son más que otra estratagema para confundirnos. Estarás con nosotros durante todo el proceso.
Y lo despidió con un displicente gesto de la mano.
Hernando no comió ni cenó. Ni siquiera habló. Se encerró en su habitación y, en dirección a la quibla, oró lo que restaba del día y parte de la noche hasta caer exhausto.
Nadie le interrumpió ni le molestó; las mujeres mantuvieron a los niños en silencio.
A tercias del siguiente día, Hernando no fue acompañado a la sala del secreto. Desde el mismo pasillo que llevaba al tribunal descendieron por unas escaleras hasta unas bóvedas sin ventanas en las que ya se hallaban presentes los inquisidores. Siseaban entre ellos, dispuestos en corro alrededor de los más variados instrumentos de tortura: maromas que colgaban del techo, un potro, y mil y un crueles artilugios de hierro para rasgar, inmovilizar o desmembrar a los reos.
El hedor que se respiraba en el interior de la estancia, cálido y pegajoso, se hacía insoportable. Hernando reprimió una arcada a la vista de todos aquellos macabros útiles.
– Siéntate allí y espera -le ordenó el canónigo señalándole una mesa cercana, donde ya se hallaban dispuestos los Coranes y los legajos del notario, quien a su vez charlaba con inquisidores, médico y verdugo.
– Es demasiado viejo -oyó que comentaba uno de los inquisidores-. Debemos ir con cuidado.
– No os preocupéis -aseveró el verdugo, un hombre calvo y fornido-. Cuidaré de él -ironizó.
Algunos sonrieron.
Hernando se obligó a apartar la mirada de aquel grupo de hombres, y habría deseado poder cerrar también sus oídos. Posó los ojos sobre la mesa, en los legajos del notario. «Mateo Hernández, cristiano nuevo moro», rezaba la primera página escrita con la pulcra caligrafía del notario de la Inquisición. Luego seguía la descripción de la fecha, lugar, y de los hechos en los que se fundamentaba la incoación del proceso, la relación de los inquisidores presentes hasta que, en la última línea de aquella primera página, podía leerse:
En Córdoba, a veintitrés de enero del año mil quinientos ochenta de Nuestro Señor, ante el licenciado Juan de la Portilla inquisidor del Tribunal de Córdoba y en la Sala del Santo Oficio, a efectos de denunciar la herejía, compareció quien dijo llamarse…
Ahí terminaba la última línea de la primera página. Hernando levantó la cabeza hacia los inquisidores: continuaban charlando a la espera de que les trajesen al reo. ¡Veintitrés de enero! De eso hacía más de un mes. ¿Quién era aquel que había comparecido ante el inquisidor hacía más de un mes y cuya denuncia había originado el proceso? Sólo podía ser… De repente se hizo el silencio y Karim entró en la sala de torturas acompañado de dos alguaciles. En el preciso instante en que los inquisidores desviaban su atención hacia el reo, Hernando pasó la página. Una simple ojeada le bastó: Cristóbal Escandalet. Con los puños cerrados, aguantó el impulso de comprobar si alguien se había percatado de su acción y esperó a que el notario tomase asiento a su lado.
Cristóbal Escandalet, mascullaba Hernando como si quisiera grabar a fuego el nombre en su memoria. ¡Ése era el traidor!
Karim volvió a negar que alguien le hubiera ayudado. Su seguro tono de voz, que obligó a Hernando a fijarse en él, contrastó con su aspecto cansado y desastrado, sobre todo después de que le arrancaran la camisa para mostrar un torso pelón y flácido.
– Inicia el interrogatorio -ordenó don Juan de la Portilla, en pie como los demás inquisidores, al tiempo que el notario empezaba a rasguear con su pluma sobre el papel.
Tendieron al reo boca abajo y lo inmovilizaron sobre el potro, con los brazos a la espalda para atarle los pulgares con un cordel que enlazaba con una maroma; ésta ascendía hasta un torno colgado del techo para luego descender de nuevo. Karim volvió a negarse a contestar a las preguntas del inquisidor y el verdugo empezó a tirar del cabo de la maroma.
Si alguien esperaba que chillara, se equivocó. El anciano apretó su rostro contra el potro y sólo permitió que se le escapasen unos sordos gruñidos que marearon a Hernando; gemidos sólo rotos por las insistentes preguntas del inquisidor.
– ¿Quiénes son los que están contigo? -gritaba una y otra vez, más y más exaltado cuanto mayor era el silencio de Karim.
Cuando el verdugo negó con la cabeza, y los inquisidores cejaron en sus intentos y liberaron al anciano del potro, sus pulgares miraban hacia el dorso de las manos, desgarrados de sus bases. Su rostro estaba congestionado, su respiración era agónica, los ojos aparecían cansados, acuosos, y del labio inferior le corrían hilillos de sangre; no podía tenerse en pie si no lo hacía agarrado del verdugo. El médico se acercó a Karim y le examinó los pulgares manejándolos con desidia, descuidadamente, y Hernando contempló en el rostro de su amigo las muestras de dolor que hasta entonces había escondido.
– Se encuentra bien -anunció el facultativo. Sin embargo, se dirigió al licenciado Portilla y le habló al oído. Mientras lo hacía, Hernando leyó cómo el notario apuntaba el dictamen: «El reo se encuentra bien».
– Se suspende la sesión hasta mañana -determinó el inquisidor en cuanto el médico se separó de él.
– Debes comer -susurró Fátima después de entrar en la habitación donde Hernando permanecía orando desde que llegó a la casa. Pasaba de la medianoche.
– Karim no lo hace -contestó él.
Fátima se acercó a su esposo, que en aquel momento estaba sentado sobre los talones y con el torso descubierto. Sus brazos y su pecho aparecían arañados, desgarrados en algunas zonas, resultado del vigor con el que se había lavado, frotándose como si quisiera arrancarse la piel y desprenderse del hedor de la mazmorra que pese a todo seguía impregnando su cuerpo.
– Hace frío. Deberías abrigarte.
– ¡Déjame, mujer! -Fátima obedeció y dejó el cuenco con comida y el agua en un rincón-. Dile a Hamid que venga -añadió sin volverse hacia ella.
El alfaquí no tardó en acudir.
– La paz… -Hamid interrumpió su saludo ante el aspecto de Hernando, que ni siquiera se volvió hacia él-. No deberías castigarte -murmuró.
– El traidor se llama Cristóbal Escandalet -reveló Hernando como toda contestación-. Díselo a Abbas. Él sabrá qué hacer.
Le hubiera gustado matarlo él con sus manos, estrangularle lentamente y contemplar sus ojos agónicos, causarle el mismo dolor que soportaba Karim, pero se hallaba a disposición del tribunal y había decidido que sería más conveniente que fuera Abbas quien se ocupara de aquel perro. Y cuanto antes, mejor.
– El castigo para quien traiciona a nuestro pueblo es terminante. Sin duda Abbas sabrá qué hacer. Lo que me preocupa… -Hamid dejó que sus últimas palabras flotasen en el aire; esperaba una reacción por parte de Hernando, pero éste hizo ademán de iniciar sus oraciones-. Lo que me preocupa -insistió entonces el alfaquí-, es si tú sabes qué es lo que debes hacer.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Hernando, tras unos instantes de duda.
– Karim se está entregando por nosotros…
– Me está protegiendo a mí -le interrumpió Hernando todavía dándole la espalda.
– No seas soberbio, Ibn Hamid. Nos protege a todos. Tú…, tú no eres sino un instrumento más en nuestra lucha. También protege a tu esposa, y a las madres a quienes ella enseña la palabra revelada, y a éstas cuando se las transmiten a sus hijos, y a los pequeños que las aprenden en secreto con la advertencia de que no las utilicen fuera de sus hogares… Nos protege a todos.
Hamid percibió un ligero temblor en el cuerpo de Hernando.
– Mi vida está en sus manos -dijo al fin, volviendo la cabeza hacia el alfaquí, quien temió que su pupilo se derrumbase. Se acercó a él y se postró a su lado, con dificultad-. Es posible que tengas razón… ¡seguro! Nos protege a todos, pero no puedes llegar a imaginar el pánico que me atenaza cuando veo ese débil cuerpo ajado, roto por la tortura, sometido a interrogatorio. ¿Cuánto puede aguantar un anciano como él? Tengo miedo, Hamid, sí. Tiemblo. No puedo controlar mis rodillas ni mis manos. Temo que, en la locura del dolor, acabe delatándome a mí mismo.
El alfaquí esbozó una triste sonrisa.
– La fuerza no reside en nuestro cuerpo, Ibn Hamid. La fuerza está en nuestro espíritu. ¡Confía en el de Karim! No te delatará. Hacerlo significaría traicionar a su pueblo.
Los dos cruzaron una mirada.
– ¿Has rezado ya? -le sorprendió el alfaquí rompiendo el hechizo. Hernando creyó escuchar el eco de aquellas mismas palabras en la vieja choza de Juviles. Apretó los labios en espera de las siguientes-: La oración de la noche es la única que podemos practicar con cierta seguridad. Los cristianos duermen. -Hernando fue a contestar como siempre hacía, con un nudo en la garganta debido a la nostalgia que le invadía, pero Hamid se lo impidió-. ¿Cuánto hemos luchado desde entonces, hijo?
Sin embargo, Hamid no dio el recado a Abbas. El herrador era joven y fuerte. Karim moriría, durante la tortura o quemado como un hereje. Jalil era tan viejo como Karim, don Julián también era mayor y tenía que actuar siempre en la clandestinidad, sin posibilidad de moverse entre los moriscos, y él…, él sentía que su vida no tardaría en finalizar. Abbas no debía arriesgarse. Pero ¿cómo podía matar a aquel perro traidor?, volvió a pensar mientras le observaba vender despreocupadamente sus buñuelos en la cruz del Rastro.
Durante aquellos dos días de constante persecución, a Karim le habían descoyuntado los brazos en el potro de tortura, pero el anciano seguía tan obcecado en su silencio como Hernando en su ayuno y oración. Fátima y Aisha estaban preocupadas y hasta los niños presentían que algo terrible se avecinaba.
– ¿Bebe el agua que le dejas? -preguntó Hamid a Fátima.
– Sí -contestó ella.
– En ese caso…, aguantará.
Hamid vio cómo el buñolero trasladaba su tenderete en busca de una zona en la que se había congregado un nutrido grupo de personas. Le siguió con la mirada hasta verle detenerse junto a un cuchillero. Ofrecía a gritos sus productos, exprimiendo en la manga los buñuelos de jeringuilla que caían formando círculos en la sartén y chisporroteaban en el aceite hirviendo antes de que los cortase para ofrecerlos al público. ¡Cuchillos! Pero era demasiada la distancia que existía entre Cristóbal y el cuchillero como para que, en el supuesto de que lograra hacerse con uno de ellos, pudiera sorprender al buñolero y asestarle una puñalada. Seguro que los gritos del cuchillero le pondrían en guardia. Además, ¡debía cortarle la cabeza! ¿Cómo…?
De repente, Hamid apretó las mandíbulas.
– Alá es grande -masculló entre dientes mientras cojeaba en dirección al buñolero.
Cristóbal le vio dirigirse hacia él con los ojos clavados directamente en los suyos. Dejó de vocear sus buñuelos y frunció el ceño, pero cuando el alfaquí llegó a su altura, sonrió. ¡Sólo era un anciano tullido!
– ¿Quieres uno, abuelo? -Hamid negó con la cabeza-. ¿Entonces? -inquirió Cristóbal.
En ese momento, Hamid cogió la sartén con las dos manos. El silbido de la piel y la carne de los dedos al quemarse con la sartén incandescente pudo oírse por quienes estaban alrededor. El alfaquí ni siquiera pestañeó. Algunas personas saltaron a un lado justo cuando lanzaba el aceite hirviendo al rostro de Cristóbal. El buñolero aulló y se llevó las manos a la cara antes de caer al suelo retorciéndose de dolor. Con la sartén todavía en las manos, y el olor a carne quemada invadiendo el lugar, el alfaquí se dirigió a la parada del cuchillero. La gente se apartó a su paso y el cuchillero hizo lo propio ante un hombre enloquecido que parecía capaz de lanzarle los restos del aceite. Entonces Hamid tiró la sartén, cogió un cuchillo, el más grande de los que se exponían a la venta, y volvió donde el buñolero seguía chillando.
La mayoría de la gente observaba quieta, a distancia; alguien corrió en busca de los alguaciles.
Hamid se arrodilló junto a Cristóbal, que pateaba y aullaba boca arriba, con la cara oculta entre las manos. Entonces le sajó los antebrazos, y el repentino y nuevo dolor llevó al buñolero a descubrir su garganta. El alfaquí deslizó el cuchillo por el cuello del delator: fue un corte certero, profundo, con toda la fuerza de una comunidad ultrajada y traicionada. Surgió un chorro de sangre y Hamid se levantó empapado en ella, con el inmenso cuchillo todavía en la mano, y se topó con un alguacil que mantenía su espada desenvainada.
– ¡Perros cristianos! -gritó amenazante, dejando escapar todo el rencor que había reprimido a lo largo de su vida.
El alguacil hundió su espada en el estómago de Hamid.
Las Alpujarras, las cumbres blancas de Sierra Nevada, los ríos y los barrancos, los bancales diminutos de tierras fértiles ganados a la montaña, escalón a escalón, el trabajo en los campos y las oraciones nocturnas… todo apareció con nitidez en la mente de Hamid. No sentía dolor alguno. Hernando, ¡su hijo!… Aisha, Fátima, los pequeños… Tampoco sintió dolor cuando el alguacil tiró del arma y la extrajo de su cuerpo. La sangre brotó de sus entrañas y Hamid la observó: igual que la vertida por miles de musulmanes que decidieron defender su ley.
El alguacil permanecía en pie frente a él, seguro de que aquel anciano se desplomaría en un instante. La gente los rodeaba en silencio.
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios -entonó Hamid.
No debían capturarle. No debían saber quién era él. Por razón alguna quería poner en peligro a su familia. Alzó el cuchillo y cojeó hacia el río, junto a la cruz del Rastro. La gente se apartó a su paso y el alguacil le siguió. ¡Tenía que derrumbarse! Un reguero de sangre quedaba tras él y, sin embargo, todos se detuvieron, sobrecogidos ante la magia de aquel anciano que renqueaba con serenidad hacia la ribera.
– ¡No! -gritó el alguacil al comprender las intenciones de Hamid, justo en el momento en el que éste se dejó caer en el Guadalquivir y desapareció en sus aguas.
Hernando no era capaz de soportar más dolor. Acababa de volver del alcázar de los reyes cristianos, donde la tortura a Karim se había convertido en crueldad inútil: el anciano continuaba empecinado en no desvelar la identidad de sus cómplices y hasta el verdugo había osado volverse hacia los inquisidores indicando con un cesto de sus manos lo absurdo de aquella insistencia.
– ¡Continúa! -le gritó el licenciado Portilla atajando sus dudas.
Mientras, Hernando era obligado a presenciar la barbarie. Las palabras de Hamid habían conseguido que se afianzara en su fe, en el espíritu que los movía a luchar por sus leyes y costumbres, y con ese ánimo trataba de acudir al alcázar de los reyes, pero una vez en las mazmorras, cuando torturaban a Karim y le exigían el nombre de sus cómplices, el miedo volvía a atenazarle. ¡Era su nombre el que tan tenazmente callaba! A sólo dos pasos, Karim era salvajemente torturado; olía su sangre y sus orines; contemplaba las convulsiones que se reflejaban en sus músculos, contraídos por el intenso dolor; escuchaba sus gritos apagados, peores que el más terrible de los aullidos, y sus jadeos y sollozos en los descansos. Unas veces se enorgullecía por la victoria de Karim sobre los inquisidores, ¡defendía a su pueblo, a su ley! Pero otras sentía un atroz sentimiento de culpa… Y a ratos su sudor frío se mezclaba con el hedor de la mazmorra al solo pensamiento de que Karim pudiera ceder y señalarle con uno de sus dedos: ¡él!, ¡es a él a quien buscáis! Entonces se arrugaba en la silla, aterrorizado, con el estómago encogido, imaginando cómo se lanzaban encima de él los alguaciles y los inquisidores. El siguiente podía ser él y nadie podría echarle en cara a un hombre, cualquiera que fuese su condición, que ante tal cúmulo de tormentos, desfalleciese y declarase aquello que le exigían. Orgullo, culpabilidad, pánico; los sentimientos se entremezclaban en Hernando, iban y venían, lo zarandeaban como si de un muñeco se tratara, alternándose sin tregua ante una simple pregunta, un nuevo tirón de la maroma, un grito…
Acababa de regresar a casa cuando un joven enviado por Jalil le contó lo sucedido con Hamid. Fátima y Aisha lloraban acurrucadas en el suelo, contra la pared, abrazadas a los niños.
¡No podía soportar más dolor!
– El buñolero muerto… -inquirió Hernando con la voz rasada-. ¿Se llamaba Cristóbal Escandalet?
– Sí -le contestó el joven.
Hernando negó con la cabeza. ¿Acaso Hamid no se lo había dicho a Abbas?
– Ese hombre era un espía y un traidor -afirmó entonces dirigiéndose de nuevo al joven morisco-. Fue él quien denunció a Karim ante la Inquisición. ¡Que todos nuestros hermanos sepan por qué nuestro mejor alfaquí ha cometido tal acción! Lo juzgó, dictó sentencia y él mismo la ejecutó. ¡Que lo sepa también la familia del buñolero!
Lloró ya en su habitación, presto a entregarse de nuevo a la oración y al ayuno. ¿Quién utilizaría ahora el pequeño cuarto del piso bajo? Y la muesca en dirección a la quibla, ¿quién se postraría ante ella a partir de entonces? Se la había mostrado como pudiera hacer un niño cuando ha hecho una buena acción, con orgullo e inocencia, en espera de su beneplácito. Hamid, aquel de quien lo había aprendido todo, aquel de quien tomó su nombre: Hamid ibn Hamid, ¡el hijo de Hamid!
Una lágrima nubló su visión para alejarle de la realidad. Entonces, un grito estremecedor resonó en la noche por todo el barrio de Santa María:
– ¡Padre!
Los alguaciles entraron a Karim arrastrándolo de las axilas, la cabeza le colgaba y los pies, ya destrozados por la tortura, se deslizaban tras él por el suelo, como si el que los hubiera unido a los tobillos para presentarlo a los inquisidores se hubiera equivocado al hacerlo.
Los alguaciles trataron de erguirlo frente al licenciado Portilla y el verdugo tiró del escaso cabello cano que le restaba a Karim para mostrar su rostro. El inquisidor chasqueó la lengua y dio un manotazo al aire, rindiéndose.
Hernando observó los ojos amoratados del anciano, hinchados, perdidos mucho más allá de las paredes de la mazmorra; quizá mirando a la muerte, quizá al paraíso. ¿Quién se merecía el paraíso más que aquel buen creyente? Entonces los labios resecos de Karim se movieron.
– ¡Silencio! -clamó el inquisidor.
El balbuceo de Karim pudo oírse en la estancia como un rumor lejano; deliraba en árabe.
– ¿Qué dice? -vociferó el inquisidor a Hernando.
El morisco aguzó el oído sabiéndose observado por el licenciado Portilla.
– Llama a su mujer -creyó entender. Amina, estuvo a punto de citar-. Ana -mintió-, parece que se llama Ana.
Karim no cesaba de murmurar.
– ¿Tanta palabrería para llamar a su mujer? -sospechó el inquisidor.
– Recuerda poesías -aclaró Hernando. Le pareció escuchar una de aquellas antiguas, de las que aparecían labradas en las paredes de la Alhambra de Granada-. Se asemeja a la esposa… que se presenta al esposo adornada de su hermosura tentadora -recitó.
– Pregúntale por sus cómplices. Quizá ahora…
– ¿Quiénes han sido tus cómplices? -obedeció Hernando, sin poder levantar la mirada.
– ¡En árabe, imbécil!
– ¿Quiénes…? -empezó a traducir para detenerse de repente. Nadie en esa mazmorra, salvo Karim, podía entenderle-: Dios ha hecho justicia -le anunció en árabe-. Aquel que ha traicionado a nuestro pueblo ha sido degollado conforme a nuestra ley. Hamid de Juviles se ha ocupado de ello. Te encontrarás con el santo alfaquí en el paraíso.
Portilla desvió la mirada hacia el morisco, extrañado por la longitud de su discurso. En ese momento, un brillo casi imperceptible apareció en los ojos del anciano al tiempo que sus labios se contraían en un rictus que pretendía ser una sonrisa. Luego, expiró.
– Será quemado en efigie en el próximo auto de fe -sentenció el inquisidor cuando el médico, tras reconocer a Karim, certificó lo que ya todos sabían-. ¿Qué es lo que le has dicho? -preguntó a Hernando.
– Que debía ser un buen cristiano -afirmó sin pestañear, seguro de sí mismo-. Que debía confesar lo que interesabais y reconciliarse con la Iglesia para obtener el perdón de Nuestro Señor y la salvación eterna de su alma…
El licenciado se llevó los dedos a los labios y los frotó.
– Está bien -cedió después.
Córdoba, 1581
El 15 de abril de 1581, las Cortes portuguesas, reunidas en la ciudad de Tomar, juraron rey de Portugal a Felipe II de España. La península Ibérica se unificaba así bajo una misma corona y el Rey Prudente obtenía el control de los territorios que la formaban y el comercio con el Nuevo Mundo, repartido entre España y Portugal a raíz del tratado de Tordesillas.
Fue precisamente en Portugal donde por primera vez se trató la posibilidad del exterminio en masa de los moriscos españoles. Reunidos el rey, el conde de Chinchón y el rehabilitado anciano duque de Alba, cuyo carácter no se suavizaba ni siquiera con la vejez, estudiaron la posibilidad de embarcar a todos los moriscos con destino a Berbería para, una vez en alta mar, barrenar las naves a fin de que perecieran ahogados.
Por fortuna, o quizá porque la armada estaba ocupada en otros menesteres, la matanza de todo un pueblo no se llevó a cabo.
Pero en el mes de agosto de ese mismo año, desde Portugal, el rey adoptó también otra decisión que afectaría directamente a Hernando. Ese verano la sequía hizo estragos en la campiña cordobesa: las yeguas carecían de pastos en las dehesas, y faltaba el dinero para alimentarlas con un grano excesivamente caro que, por otra parte, era reclamado por los vecinos. Hasta el obispado de Córdoba se había visto obligado a adquirir trigo importado de fuera de España. Por eso, el rey escribió al caballerizo mayor don Diego López de Haro y al conde de Olivares comunicándoles que la yeguada debía ser trasladada a Sevilla, a los pastos del coto real del Lomo del Grullo, sobre el que tenía jurisdicción el conde, para que allí pudiera apacentar.
Había transcurrido más de un año desde que Karim murió a manos del verdugo de la Inquisición y Hamid desapareció en las aguas del Guadalquivir tras vengar la traición a la comunidad morisca. Hernando vivió ese período en constante penitencia, porque cada vez que recordaba el obstinado silencio de Karim en la sala de tortura del alcázar de los reyes cristianos le invadía un sentimiento de culpabilidad al que sólo creía engañar mediante el ayuno y la oración.
– Habría muerto igual -trató de convencerle Fátima, preocupada por el estado que mostraba su esposo: delgado, demacrado y con unas marcadas ojeras negras que apagaban el intenso azul de sus ojos-. Aunque hubiera confesado, nunca se habría reconciliado con la Iglesia y le habrían ejecutado de todos modos.
– Quizá sí… -contestó Hernando, pensativo-, quizá no. Eso no podemos saberlo. Lo único cierto, lo único que sé, puesto que lo viví momento a momento, es que falleció en el dolor y la crueldad por mantener en secreto mi nombre.
– ¡El de todos, Hernando! Karim ocultaba el nombre de todos aquellos que siguen creyendo en el único Dios, no sólo el tuyo. No puedes asumir solo esa responsabilidad.
Pero el morisco rechazó las palabras de su mujer.
– Dale tiempo, hija -le recomendó Aisha ante el llanto de Fátima.
Don Diego anunció a Hernando que debía ir con la yeguada a Sevilla y quedarse con ella hasta volver a Córdoba. Fátima y Aisha se alegraron, esperanzadas en que el viaje y el tiempo que estuviese en Sevilla consiguieran distraerle y arrancarle de la tristeza en la que se hallaba sumido y para la que no parecía existir consuelo, ni siquiera en sus paseos diarios a lomos de Azirat.
A principios de septiembre, cerca de cuatrocientas yeguas, los potros de un año y los nacidos en esa primavera, se pusieron en marcha en dirección a los ricos pastos de las marismas del bajo Guadalquivir. El Lomo del Grullo se hallaba a unas treinta leguas de Córdoba por el camino de Écija y Carmona a Sevilla desde donde, una vez cruzado el río, debían dirigirse a Villamanrique, población enclavada junto al coto de caza real. En circunstancias normales el viaje podía hacerse en unas cuatro o cinco jornadas, pero Hernando y los demás jinetes que le acompañaban pronto comprendieron que, por lo menos, doblarían el número de días. Don Diego contrató personal complementario para que ayudase a los yegüeros que andaban junto al ganado, tratando de mantener unida y compacta una gran manada que no estaba tan acostumbrada a los traslados a larga distancia como podían estarlo los grandes rebaños de ovejas que trashumaban por la cercana cañada real de la Mesta. A todo aquel contingente de hombres y caballos se les unió, como si de una romería se tratase, un grupo de nobles cordobeses deseosos de satisfacer al rey, que no hacían sino entorpecer el trabajo de yegüeros y jinetes.
Así, como bien previeran Fátima y Aisha, Hernando llegó a olvidar toda preocupación, centrándose en galopar arriba y abajo con Azirat para recuperar las yeguas o los potros que se alejaban de la manada, o para actuar todos unidos a fin de agrupar aún más a los animales en el momento de cruzar un paso estrecho o complicado. El rojo brillante del pelo de Azirat destacaba allí donde trabajase y su agilidad, sus caracoleos y sus aires soberbios despertaban admiración entre los viajeros.
– ¿Y ese caballo? -preguntó un noble obeso, apoltronado más que montado en una gran silla de cuero repujada con adornos de plata, a otros dos que le acompañaban, algo alejados de la manada para evitar la polvareda que levantaba la manada del seco camino.
Hernando acababa de frustrar la huida de uno de los potros, persiguiéndolo, adelantándolo y revolviéndose frente a él con Azirat a la empinada que, elevado sobre sus cuartos traseros, sin llegar a manotear en el aire, obligó al díscolo a retornar.
– Por su capa colorada, no debe de ser sino un desecho de las caballerizas reales -presumió uno de los interpelados-. Una verdadera lástima -sentenció, impresionado ante los movimientos de caballo y jinete-. Será uno de los caballos con que Diego satisface parte del sueldo de los empleados.
– ¿Y el jinete? -inquirió el primero.
– Un morisco -aclaró en esta ocasión el tercero-. He oído a Diego hablar de él. Tiene una gran confianza en sus cualidades y no cabe duda de que…
– Un morisco… -repitió para sí el noble obeso sin hacer caso a otras explicaciones.
Los tres hombres observaban ahora cómo Hernando se dirigía a galope tendido hacia la cabeza de la manada. Cuando el morisco pasaba por su lado, el conde de Espiel se irguió sobre los estribos de plata de su lujosa silla de montar y frunció el ceño. ¿Dónde había visto antes aquella cara?
El rey les proveyó de órdenes para recabar la ayuda de las gentes y los corregidores de todos los pueblos que cruzaran en su camino, pero, no obstante, antes de poner fin a cada jornada, los jinetes tenían que encontrar el lugar adecuado para reunir y alimentar a aquella cantidad de ganado y obtener grano o paja si los pastos elegidos eran insuficientes. Al mismo tiempo, los nobles buscaban las comodidades del pueblo más cercano.
Por las noches, Hernando caía rendido después de atender a Azirat, cenar el potaje de la olla que el cocinero preparaba sobre un fuego a campo abierto y charlar un rato con los demás hombres. Sólo durante los turnos de guardia en aquellas dehesas abiertas y desconocidas tanto para el ganado como para los hombres rememoraba los acontecimientos que habían marcado su último año.
Fue en esos momentos de silencio, montado sobre Azirat, cuando Hernando llegó a reconciliarse consigo mismo. A lomos de su caballo, mientras escuchaba cómo el resoplar de alguno de los animales rompía el silencio o azuzaba con suavidad a aquel que, dormitando, pretendía alejarse de la manada, el morisco recobró el sosiego. ¡Cuán diferentes eran aquellas horas del estruendo de más de medio millar de animales por los caminos! Los relinchos y bramidos, las coces y los mordiscos; la inmensa polvareda que levantaban a su paso y que le impedía ver más allá de unos pasos. Por las noches podía contemplar un inmenso cielo estrellado, nítido y brillante, diferente al que alcanzaba a ver desde su casa de Córdoba, encajonada entre tantos otros edificios. Allí en el campo, a solas, llegó a sentirse como en las Alpujarras. ¡Hamid! Se había entregado a ellos. Buscando el contacto de un ser vivo, palmeaba el cuello de Azirat cuando notaba cómo se le cerraba la garganta al recuerdo del viejo alfaquí. También pensó en Karim, pero en esta ocasión permitió que las dolorosas escenas que había vivido en las mazmorras de la Inquisición renacieran una tras otra en su memoria, sin refugiarse en la oración o en el ayuno para alejarlas de sí. Revivió una y otra vez el dolor del anciano, sintiéndolo en su carne, viéndolo, sufriéndolo, doliéndose como si fuera allí y entonces donde lo torturaran, a Karim… y a él. Poco a poco, su rostro congestionado y sus reprimidos aullidos de dolor en pugna por no conceder victoria o satisfacción alguna a sus verdugos, y su cuerpo cada día más dislocado, se le presentaron con una crudeza tal, que Hernando se encogía en la montura y allí, en la inmensidad de Andalucía, donde al amparo de la noche podía huir a ningún sitio para alejarse de todos aquellos recuerdos, empezó a aprender a vivir con su dolor y a enfrentarse a él.
Hernando miró al cielo, a la luna que jugaba a definir los contornos y vio caer una estrella fugaz, y al cabo, otra… y otra más, como si los dos ancianos le contemplaran y le hablaran desde el paraíso.
Brahim también vio las mismas estrellas fugaces, pero su interpretación fue bien distinta de la de Hernando. Habían transcurrido siete años desde que había armado sus primeras fustas para el corso y después de cuatro temporadas capitaneando personalmente los ataques a la costa, y de varias ocasiones en las que las milicias urbanas estuvieron a punto de detenerle, decidió ceder su puesto en las barcas a Nasi, convertido en un joven fuerte y cruel como su amo, y limitarse a invertir su dinero, a llevar el negocio con mano de hierro y a recoger los cuantiosos beneficios que éste le proporcionaba.
Junto a Nasi se mudó a un palacete en la medina de Tetuán, donde vivía rodeado de lujo y de mujeres. Para cerrar una conveniente alianza volvió a casarse, esta vez con la hija de otro jeque de la ciudad que le dio dos hijas, pero se cuidó mucho, a la hora de concertar y contraer matrimonio, de advertir a la familia de la novia de que aquella mujer no era más que su segunda esposa; que la primera estaba retenida en España y que, un día u otro, volvería a él para ocupar el lugar que le correspondía.
Porque a medida que el antiguo arriero de las Alpujarras obtenía riquezas, prestigio y respeto, su humillante salida de Córdoba le corroía más y más; ahí estaba el muñón de su brazo derecho como un recuerdo perenne, sobre todo durante las calurosas noches del verano norteafricano en las que se despertaba, empapado en sudor, por las punzadas de dolor de aquella mano que le faltaba. Luego, el tiempo discurría hasta el amanecer en una duermevela. Cuanto mayor era su poder, mayor era su desesperación. ¿De qué le servían los esclavos si no lograba olvidar la esclavitud a que él mismo había sido condenado en Córdoba? ¿Para qué quería sus fabulosas riquezas si le robaron la mujer que deseaba por no poder gobernarla? Y en cada ocasión en que castigaba a alguno de sus hombres por ladrón y sentenciaba que le cortasen una mano, siempre se veía a sí mismo, en Sierra Morena, inmovilizado por un grupo de monfíes que le extendían el brazo para que el alfanje cercenara la misma mano que él ordenaba entonces cortar.
Las comodidades y la abundancia, amén de la falta de cualquier otro tipo de preocupaciones, llevaron a Brahim a obsesionarse con su pasado y no había cautivo cristiano o fugado morisco que no fuera interrogado sobre la situación en Córdoba, sobre un monfí de Sierra Morena al que llamaban el Manco; sobre Hernando, morisco de Juviles, que vivía en Córdoba y al que llamaban el nazareno, y sobre Aisha o Fátima. Sobre todo acerca de Fátima, cuyos almendrados ojos negros permanecían vivos en el recuerdo y en el cada vez más enfermizo deseo del arriero. El interés del rico corsario, que premiaba con suma generosidad cualquier noticia, corrió de boca en boca y pocos eran los hombres de sus fustas que no perseguían aquellas informaciones y que, de una forma u otra, se las proporcionaban al retornar de sus incursiones. Así llegó a enterarse de que el Sobahet había muerto y de que Ubaid había ocupado su puesto.
– ¿Conocéis Córdoba?
Brahim lo preguntó directamente en aljamiado, interrumpiendo sin consideración los saludos de cortesía de los dos frailes capuchinos en misión redentora de esclavos. ¿Qué le importaban a él las formalidades?
Los frailes, tonsurados, ataviados con sus hábitos y sus cruces en el pecho, se sorprendieron y se consultaron con la mirada. Se hallaban en la magnífica sala de recepción del palacio de la medina de Brahim, en pie frente a su anfitrión, que los interrogaba recostado sobre multitud de cojines de seda, con el joven Nasi a su lado.
– Sí, excelencia -contestó fray Silvestre-. He estado varios años en el convento de Córdoba.
Brahim no pudo ocultar su satisfacción, sonrió e indicó a los monjes que tomaran asiento junto a él, palmeando nerviosamente los cojines que se disponían a sus lados. Mientras el corsario ordenaba que llamasen a un esclavo para que los atendiese, fray Enrique cruzó una mirada de complicidad con su compañero: debían aprovechar la predisposición del gran corsario de Tetuán para obtener sus favores y un menor precio por las almas que habían ido a rescatar.
Junto a otras órdenes redentoras, los monjes capuchinos se ocupaban del rescate de los esclavos de Tetuán, mientras los carmelitas hacían lo propio con los de Argel. A tales fines, fray Silvestre y fray Enrique acababan de visitar la alcazaba Sidi al-Mandri, residencia del gobernador y etapa obligada en toda misión de rescate: primero, tras pagar impuestos al desembarcar entre los insultos y los escupitajos de la gente, había que liberar a los cautivos propiedad del gobernante del lugar; como era costumbre, el gobernador incumplió las condiciones pactadas en el difícil y complejo acuerdo por el que concedía permiso y salvaguarda a los monjes redentoristas, y exigió mayor precio y mayor número de esclavos de su propiedad para liberar. Por eso, encontrarse con un jeque bien dispuesto, que los invitaba a sentarse y les ofrecía comida y bebida que ya les estaba sirviendo todo un ejército de esclavos negros, constituía una circunstancia que debían aprovechar. Tenían dinero, bastante dinero fruto de las entregas directas de los familiares de los cautivos, de las limosnas que constantemente se demandaban en todos los reinos y sobre todo de las mandas y legados que los piadosos cristianos efectuaban en sus testamentos. ¡Cerca de un setenta por ciento de los testamentos de los españoles instituían mandas para el rescate de almas! Sin embargo, todo el dinero del mundo era insuficiente para liberar a los miles de cristianos que se amontonaban bajo tierra en los silos de Tetuán, porque la ciudad se hallaba construida sobre terreno calcáreo y, junto a la alcazaba, existían unas inmensas galerías subterráneas naturales que cruzaban toda la ciudad y en las que se encerraban a miles de cristianos cautivos.
Los frailes acababan de estar en aquellas mazmorras y casi habían llegado a perder el sentido debido al hedor y al ambiente malsano. Miles de hombres se hacinaban en los subterráneos, mugrientos, desnudos y enfermos. No había luz natural ni aire; la única ventilación provenía de unas troneras enrejadas que daban directamente a las calles de la ciudad. Allí, los cristianos esperaban su rescate o su muerte, aherrojados mediante cadenas o argollas, o con los pies introducidos entre largas barras de hierro que les impedían moverse.
– Contadme, contadme -los exhortó Brahim, despertándolos del recuerdo de las salvajes condiciones en que se mantenían cautivos a sus compatriotas.
Fray Silvestre sabía de Hernando, el morisco empleado por don Diego en las caballerizas reales y que los domingos se paseaba por Córdoba en un magnífico caballo alazán con dos niños a horcajadas en la montura. Le habían comentado que prestaba servicios al cabildo catedralicio, aunque ignoraba cualquier circunstancia acerca de su familia. Y sí, por supuesto, sabía del sanguinario monfí a quien todos llamaban el Manco -el religioso tuvo que hacer un esfuerzo por desviar la mirada del muñón de Brahim-, que tras la muerte del Sobahet se había convertido en un reyezuelo en las entrañas de Sierra Morena. Ninguno de los dos osó preguntar a qué venía el interés del corsario por aquellos personajes, y entre tragos de limonada, dátiles y dulces, hablaron de Córdoba antes de tratar sobre el rescate de los esclavos que habían venido a liberar y cuya negociación, para desespero de los religiosos, Brahim dejó en manos de Nasi.
Poco a poco, Brahim fue reuniendo la información que anhelaba pero, pese a que la osadía de los corsarios los llevaba a internarse en territorio cristiano hasta poblaciones bastante alejadas de las costas, Córdoba estaba demasiado lejos, a más de treinta leguas por las vías principales, como para arriesgarse a acudir hasta allí. Además, ¿qué harían una vez se hallaran en la antigua sede califal?
Ahora, Brahim contemplaba aquellas mismas estrellas fugaces en las que Hernando, en una dehesa cercana a Carmona, quiso ver un mensaje celestial de sus difuntos seres queridos. El corsario había logrado resolver, no sin riesgos, los problemas que le impedían llevar a cabo su venganza. La solución le había llegado de la mano de la joven y bella doña Catalina y su pequeño Daniel, esposa e hijo de don José de Guzmán, marqués de Casabermeja, rico terrateniente de origen malagueño, a quienes sus hombres hicieron prisioneros junto a una pequeña escolta con la que viajaban, en una incursión en las cercanías de Marbella.
Doña Catalina y su hijo Daniel constituían una presa valiosísima, por lo que el corsario los acogió de inmediato en su palacio y les procuró cuantas atenciones fueran necesarias hasta que llegasen los negociadores del marqués, porque los nobles no esperaban hasta que una misión redentorista obtuviera los fondos y los difíciles permisos necesarios del gobernador de Tetuán y del rey Felipe, siempre reacio a aquella fuga de capitales hacia sus enemigos musulmanes, aunque al final se viera siempre obligado a claudicar. En el caso de nobles y principales, tan pronto como las familias tenían noticias de dónde se encontraban sus allegados, cosa de la que se ocupaban los propios corsarios, se entraba en rápidas negociaciones para pactar el rescate.
Doña Catalina y su hijo no fueron menos y Brahim no tardó en recibir la visita de Samuel, un prestigioso mercader judío de Tetuán con quien el arriero ya había tenido numerosos tratos comerciales a la hora de vender mercancías capturadas a los barcos cristianos.
– No quiero dinero -le interrumpió tan pronto como el judío empezó a negociar-. Quiero que el marqués se ocupe de devolverme a mi familia y de procurarme venganza sobre dos alpujarreños.
La última de las estrellas fugaces trazó una parábola en el límpido cielo cordobés y Brahim sonrió con el recuerdo de la cara de sorpresa de Samuel al escuchar sus condiciones para liberar a doña Catalina y su hijo.
– Si no es así, Samuel -sentenció poniendo fin a la conversación-, mataré a madre e hijo.
Brahim miraba al cielo desde el balcón de la estancia en que se hallaba alojado, en la venta del Montón de la Tierra, la última de las que se abrían en el camino de las Ventas desde Toledo, a sólo una legua de Córdoba. Por allí había pasado hacía ocho años con Aisha y Shamir en busca del Sobahet para proponerle el trato que conllevó la pérdida de la mano derecha. ¡Ubaid!, masculló. Acarició la empuñadura del alfanje que colgaba de su cinto; había aprendido a utilizar el arma con su mano izquierda. En su bolsa llevaba un documento suscrito por el secretario del marqués que le garantizaba la libre circulación por Andalucía, y en la puerta de su habitación se apostaba un lacayo del noble para que nadie le molestase mientras esperaba acontecimientos. Desde el balcón observó también la planta baja de la venta, un patio cuadrado iluminado por hachones clavados en las paredes, alrededor del cual se disponían la cocina y el comedor, el pajar, las habitaciones del mesonero y su familia y establos para las caballerías. Varios soldados del pequeño ejército reclutado por el marqués remoloneaban en el patio y esperaban igual que él. Al ventero se le había entregado una buena cantidad de dinero para comprar su silencio y cerrar la posada a cualquier otro viajero.
Volvió a mirar al cielo y trató de contagiarse de la serenidad con que le amparaba. Llevaba años soñando con ese día. Golpeó repetidamente la barandilla de madera en la que se apoyaba con el puño de su mano izquierda y un par de soldados miraron hacia el balcón.
Nasi había tratado de convencerle, una vez más, hacía cuatro días, antes de que desembarcara en las costas malagueñas.
– ¿Qué necesidad tienes de ir a Córdoba? El marqués puede traértelos a todos, incluido Ubaid. Podría entregártelo aquí, encadenado como un perro. No correrías ningún riesgo…
– Quiero presenciarlo desde el primer momento -contestó Brahim.
Tampoco lo entendió el marqués, un joven soberbio y tan altivo como anunciaba su magnífica presencia. El noble había exigido garantías de que, una vez cumplida su parte del trato, el corsario cumpliría con la suya y para su sorpresa, la garantía se le presentó en la persona del mismísimo Brahim.
– Si yo no volviese, cristiano -le amenazó éste-, no puedes llegar a imaginar los sufrimientos que padecerán tu mujer y tu hijo antes de morir.
Había hablado con Nasi al efecto.
– En caso de que no regrese, mi mujer y mis hijas heredarán, como es ley -añadió al despedirse de su joven ayudante-, pero el negocio será tuyo.
Sabía que se jugaba la vida, que si algo salía mal…, pero necesitaba estar allí, ver la expresión de Fátima y del nazareno, de Aisha, de Ubaid; la venganza sería poca si le privaban de esos momentos.
Aquella madrugada, siete hombres del marqués de Casabermeja, de entera confianza y probada fidelidad al noble, se dirigieron a la puerta de Almodóvar, en el lienzo occidental de la muralla que rodeaba Córdoba. Durante el día habían comprobado que las informaciones recibidas acerca de la situación de la casa de Hernando eran correctas. No lograron ver al morisco, pero un par de vecinos, cristianos viejos bien dispuestos cuando de maldecir a los moriscos se trataba, les confirmaron que allí vivía el que trabajaba como jinete en las caballerizas reales. También pagaron una buena suma al alguacil que debía franquearles el paso por la puerta de Almodóvar. Esa madrugada el portón se entreabrió, y el marqués, embozado, junto a dos lacayos con el rostro igualmente cubierto y siete soldados más, entró en Córdoba. Fuera, escondidos, esperaban dos hombres con caballos para todos. Los diez hombres descendieron en silencio por la desierta calle de Almanzor hasta llegar a la de los Barberos, donde uno de los hombres se apostó. El marqués, con el rostro oculto en el embozo, se santiguó frente a la pintura de la Virgen de los Dolores que aparecía en la fachada de la última casa de la calle de Almanzor antes de ordenar que apagaran las velas que descansaban bajo la escena, única iluminación de la calle. Mientras los lacayos obedecían, el resto se adelantó hasta la casa, cuya recia puerta de madera permanecía cerrada. Uno de ellos continuó más allá, hasta la intersección de la calle de los Barberos con la de San Bartolomé, desde donde silbó en señal de que no existía peligro alguno; nadie andaba por aquella zona de Córdoba a tales horas y sólo algunos ruidos esporádicos rompían la quietud.
– Adelante -ordenó entonces el noble sin importarle que pudieran escucharle.
A la luz de la luna, que pugnaba por llegar a los estrechos callejones de la Córdoba musulmana, uno de sus hombres se desprendió de la capa, y ayudado por otros dos que lo impulsaron hacia arriba, se encaramó con asombrosa agilidad hasta un balcón del segundo piso. Una vez allí, arrojó una cuerda por la que ascendieron los dos que le habían ayudado.
El caballero continuó oculto tras su embozo, y los hombres que le acompañaban empuñaron sus espadas, dispuestos para el ataque, en cuanto vieron a sus tres compañeros apretujados en el pequeño balcón de la vivienda de Hernando.
– ¡Ahora! -gritó el marqués.
Dos fuertes patadas contra el postigo de madera que cerraba la ventana resonaron en las calles de la medina. Inmediatamente después de las patadas, al escucharse el primer grito desde dentro de la casa, los del balcón se lanzaron contra el maltrecho postigo, lo hicieron añicos e irrumpieron en el dormitorio de Fátima. Los hombres que esperaban abajo se movieron, nerviosos, junto a la puerta cerrada. El marqués ni siquiera volvió la cabeza, hierático. El escándalo de los gritos y las correrías de hombres y mujeres por la casa, los llantos de los niños y los tiestos de flores que se rompían contra el suelo precedió a la apertura de la puerta que daba a la calle. Los hombres que esperaban abajo se arrollaron unos a otros con las espadas en alto para superar el zaguán de entrada.
En las casas vecinas empezó a evidenciarse movimiento. La luz de una linterna brilló en un balcón cercano.
– ¡En nombre del Manco de Sierra Morena -gritó uno de los apostados en el callejón-, apagad las luces y quedaos en vuestras casas!
– ¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados! -ordenaba el otro recorriéndolo arriba y abajo.
El marqués de Casabermeja continuó quieto frente a la fachada de la casa; poco después salieron sus hombres llevando a rastras a Aisha y a Fátima, descalzas y con la simple camisola con la que dormían, y en volandas a los tres niños, que lloraban.
– No hay nadie más, excelencia -le comunicó uno de ellos-. El morisco no está.
– ¿Qué pretendéis? -gritó entonces Fátima.
El hombre que la agarraba del brazo le propinó un manotazo en el rostro al tiempo que el secuaz que arrastraba a Aisha la zarandeaba para que no gritase. Fátima, aterrada, tuvo tiempo de lanzar una última mirada hacia su hogar. Los sollozos de sus hijos la hicieron volver la cabeza hacia ellos. Dos hombres los cargaban sobre los hombros; otro arrastraba a Shamir, que intentaba soltarse mediante infructuosos puntapiés. Inés, Francisco… ¿qué iba a ser de ellos? Se debatió una vez más, inútilmente, en los fuertes brazos de su secuestrador. Cuando se rindió, vencida, salió de su boca un grito ronco, de ira y dolor, que el hombre sofocó con su recia mano. ¡Ibn Hamid!, murmuró entonces Fátima para sí, con el rostro anegado en lágrimas. Ibn Hamid…
– Vámonos -ordenó el noble.
Desanduvieron sus pasos hasta la cercana puerta de Almodóvar, arrastrando a las dos mujeres por las axilas; los niños seguían en brazos de aquellos que los habían sacado de la casa.
En sólo unos instantes montaban a caballo, con las mujeres tumbadas sobre la cruz como si de simples fardos se tratase y los niños agarrados por los jinetes. Mientras, en la calle de los Barberos, los vecinos se arremolinaban frente a las puertas abiertas de la casa de Hernando, dudando si entrar o no. El marqués y sus hombres partieron al galope en dirección a la venta del Montón de la Tierra.
Pero el secuestro de aquella familia sólo constituía una parte del acuerdo con Samuel el judío, que también incluía poner a los pies de Brahim al monfí de Sierra Morena conocido como el Manco, pensaba el marqués, preocupado durante su carrera hacia la venta por no haber encontrado a Hernando.
Asaltar una casa morisca en Córdoba fue para el marqués de Casabermeja una empresa relativamente fácil. Sólo hacía falta contar con hombres leales y preparados, y dejar caer unos escudos de oro aquí y allá; nadie iba a preocuparse por unos cuantos perros moros. Lo del monfí era diferente: había que encontrar a su banda en el interior de -Sierra Morena, acercarse a él y, con toda seguridad, pelear con su gente para capturarlo. La empresa del monfí se había iniciado hacía días y sólo cuando el marqués recibió noticias de que sus hombres ya se habían puesto en contacto con el Manco, avisó a Brahim y éste se arriesgó a entrar en Córdoba. Todo tenía que hacerse al mismo tiempo, puesto que ni el corsario quería permanecer en tierras españolas más días de los imprescindibles, ni el marqués de Casabermeja quería arriesgarse a que los detuvieran.
Para capturar al monfí el marqués había contado con un ejército de bandoleros valencianos capitaneados por un noble de menor rango y escasos recursos económicos, cuyas tierras lindaban con las posesiones que él señoreaba en el reino de Valencia. No era el único hidalgo que recurría a tratos con bandoleros; existían verdaderos ejércitos al mando de nobles y señores que, amparados en sus prerrogativas, usaban a esos criminales a sueldo para misiones de puro saqueo o con el fin de zanjar a su favor cualquier pleito sin necesidad de recurrir a la siempre lenta y costosa justicia.
El administrador de las tierras del marqués en Valencia gozaba de buenas relaciones con el barón de Solans, quien mantenía un pequeño ejército de cerca de cincuenta bandoleros que haraganeaban en un destartalado castillo y que aceptó de buen grado el importe que le ofreció el administrador por deshacerse de una banda de moriscos. Salvo el Manco, al que deberían entregar vivo en la venta del Montón de la Tierra, los demás debían morir, pues el marqués no deseaba testigos. El barón de Solans engañó a los monfíes de Sierra Morena haciendo llegar a Ubaid un mensaje por el que le invitaba a aliarse con él dado su conocimiento de las sierras para, juntos, afrontar misiones de mayor envergadura en las cercanías de la rica Toledo. Cuando ambas partidas se encontraron en la sierra, se produjo una lucha desigual: cincuenta experimentados criminales bien armados contra Ubaid y algo más de una docena de esclavos moriscos fugados.
Brahim corrió hacia el balcón que daba al patio ante la agitación de los hombres que allí esperaban. Llegó a tiempo de ver cómo abrían las puertas de la venta para franquear el paso a un grupo de jinetes y crispó los dedos de su mano izquierda sobre la barandilla de madera cuando, entre las sombras y el titilar del fuego de los hachones, vislumbró las figuras de dos mujeres que los hombres dejaron caer de los caballos tan pronto como las puertas se cerraron tras ellos.
Aisha y Fátima trataron de ponerse en pie. La primera se apoyó en la espalda de un caballo y volvió a caer cuando éste caracoleó inquieto. Fátima gateó y trastabilló en varias ocasiones antes de lograr levantar la mirada hacia los jinetes, buscando a los niños cuyos llantos le llegaban con nitidez pese al alboroto que armaban los caballos. Por encima de ellos, Brahim sí que descubrió a los niños, pero…, aguzó la vista inclinándose sobre la baranda.
– ¿Y el nazareno? -Gritó desde el balcón-. ¿Dónde está ese hijo de puta?
Aisha se llevó las manos al rostro y se derrumbó entre las patas de uno de los caballos; dejó escapar un único grito que resonó por encima del repicar de cascos, los bufidos de animales y las órdenes de sus jinetes. Fátima se irguió y, temblorosa, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, giró lentamente la cabeza, como si quisiera darse tiempo para identificar la voz que acababa de reventar en sus oídos antes de alzar sus inmensos ojos negros hacia el balcón. Sus miradas se cruzaron. Brahim sonrió. Instintivamente Fátima trató de tapar sus pechos, que sintió desnudos bajo la sencilla camisola de dormir. Unas risotadas surgieron de boca de los jinetes más próximos a Fátima, algunos de ellos ya pie a tierra.
– ¡Cúbrete, perra! -gritó el corsario-. ¡Y vosotros -añadió hacia los hombres que por primera vez parecían darse cuenta de la desnudez de las mujeres-, desviad vuestras sucias miradas de mi esposa! -Fátima notó cómo el llanto le llenaba los ojos: «¡Mi esposa!, ¡ha gritado mi esposa!»-. ¿Dónde está el nazareno, marqués?
El noble era el único de los hombres que permanecía oculto en su embozo, a caballo; el refulgir de los hachones chocaba contra los pliegues de su capucha. Tampoco contestó, lo hizo uno de sus lacayos por él.
– No había nadie más en la casa.
– Ése no era el trato -rugió el corsario. Durante unos instantes, sólo se oyeron los sollozos de los niños. -En ese caso, no hay trato -le retó el noble con voz firme. Brahim afrontó el desafío sin decir palabra. Observó a Fátima, abrazada a sí misma, encogida y cabizbaja, y un escalofrío de placer le recorrió la columna vertebral. Luego volvió la cabeza hacia el noble: si el trato se deshacía, su muerte era segura.
– ¿Y el Manco? -inquirió, dando a entender que cedía a la falta de Hernando.
Como si estuviera previsto, en aquel mismo momento resonaron en el patio un par de aldabonazos sobre la vieja y reseca madera de la puerta de la venta. El administrador del marqués fue claro en sus instrucciones: «Estad preparados con el monfí. Escondeos en las cercanías y cuando veáis que mi señor entra en la venta, acudid a ella».
Ubaid accedió al patio arrastrando los pies, con los brazos atados por encima del muñón y entre dos de los secuaces del barón, que los precedía a todos. El noble valenciano, ya viejo pero firme y correoso, buscó al marqués de Casabermeja y sin dudarlo un instante, se dirigió a la figura embozada a caballo.
– Aquí lo tenéis, marqués -le dijo, al tiempo que echaba un brazo atrás hasta agarrar a Ubaid del cabello y le obligaba a arrodillarse a los pies del caballo.
– Os estoy agradecido, señor -contestó Casabermeja.
– Mientras el marqués hablaba, uno de sus lacayos echó pie a tierra y entregó una bolsa al barón, quien la desató, la abrió y empezó a contar los escudos de oro que restaban del pago convenido.
– El agradecimiento es mío, excelencia -afirmó el valenciano dándose por satisfecho-. Confío en que en vuestra próxima visita a vuestros estados de Valencia, podamos reunimos y salir de caza.
– Estaréis invitado a mi mesa, barón. -El marqués acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza.
– Me considero muy honrado -se despidió el barón. Con un gesto indicó a los dos hombres que le acompañaban que se dirigieran hacia la puerta.
– Id con Dios -le deseó el marqués.
El barón respondió a esas palabras con algo parecido a la reverencia con que debía despedirse de un caballero de mayor rango y se encaminó hacia la salida. Antes de que alcanzase la puerta, el marqués desvió su atención hacia el balcón donde unos instantes antes se hallaba Brahim, pero el corsario ya había bajado al patio para, sin mediar palabra, echar por encima de Fátima una manta piojosa que encontró en la habitación, y dirigirse, sofocado y resoplando, hacia el arriero de Narila.
– No te acerques a él -le conminó el lacayo que había pagado al barón haciendo ademán de empuñar su espada. Varios de los hombres que le rodeaban sí que la desenvainaron nada más percibir la actitud del servidor de su señor.
– ¿Qué…? -empezó a quejarse Brahim.
– No te hemos oído dar el visto bueno al nuevo trato -le interrumpió el lacayo.
– De acuerdo -accedió de inmediato el corsario, antes de apartarlo violentamente de su camino.
Ubaid había permanecido arrodillado a los pies del caballo del marqués, tratando de mantener su orgullo, hasta que oyó la voz de Brahim, momento en que volvió la cabeza lo justo para recibir una fuerte patada en la boca.
– ¡Perro! ¡Cerdo marrano! ¡Hijo de mala puta!
Aisha y Fátima, envuelta ésta en la sucia y áspera manta con que la había cubierto Brahim, intentaron observar la escena entre el baile de sombras originado por el fuego de los hachones, los hombres y los caballos: ¡Ubaid!
Brahim había acariciado mil distintas formas de disfrutar con la lenta y cruel muerte que reservaba al arriero de Narila, pero la mueca de desprecio con la que éste le respondió desde el suelo, con la boca ensangrentada, le irritó de tal manera que olvidó todas aquellas torturas con las que había soñado. Temblando de ira, desenvainó el alfanje y descargó un golpe sobre el cuerpo del monfí, acertando en su estómago sin originarle la muerte. Tan sólo el marqués permaneció quieto en su sitio; los demás se apartaron presurosos de un hombre enloquecido que, al tiempo que gritaba insultos casi incomprensibles, se ensañaba con Ubaid, aovillado, golpeándolo con su alfanje una y otra vez: en las piernas, en el pecho, en los brazos o en la cabeza.
– Ya está muerto -señaló el marqués desde su caballo, aprovechando un momento en que Brahim paró para coger aire-. ¡Ya está muerto! -gritó al comprobar que el corsario hacía ademán de descargar otro golpe.
El corsario se detuvo, jadeando, temblando todo él, y rindió el alfanje para permanecer quieto junto al cadáver destrozado de Ubaid. Sin mirar a nadie, se arrodilló, y con el muñón de su mano derecha volteó en el amasijo de carne en busca de lo que había sido su espalda. Muchos de aquellos hombres, incluido el marqués por más que su embozo no lo revelara, avezados en los horrores de la guerra, apartaron la mirada cuando Brahim dejó caer el alfanje y empuñó una daga con la que sajó el costado del monfí en busca de su corazón. Luego hurgó en el interior del cuerpo hasta arrancárselo y de rodillas, lo miró: el órgano aún parecía palpitar cuando escupió sobre él y lo arrojó a la tierra.
– Partiremos al amanecer -dijo Brahim dirigiéndose al marqués. Se había levantado, empapado en sangre.
El noble se limitó a asentir. Entonces Brahim se dirigió hacia donde estaba Fátima y la agarró del brazo. Todavía tenía que cumplir una parte de sus sueños. Sin embargo, antes la empujó hasta donde se encontraba Aisha.
– ¡Mujer! -Aisha alzó el rostro-. Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería.
Mientras el corsario daba media vuelta tirando de Fátima, Aisha cruzó su mirada con la de su amiga, que negó de manera casi imperceptible. «¡No lo hagas! ¡No se lo digas!», le suplicaron sus ojos.
Hasta que el cielo empezó a cambiar de color nadie molestó a Brahim, que se había encerrado con Fátima en la habitación superior de la venta.
El amanecer, cuando las espaldas de las comitivas de Brahim y del marqués se perdieron en la distancia, Aisha abandonó la venta del Montón de la Tierra. Atrás quedaba el cadáver de Ubaid, que los lacayos del marqués habían enterrado cerca de la venta para borrar todo rastro. Aisha había pasado la noche acurrucada en un rincón, junto a Shamir y sus nietos, intentando tranquilizarlos, luchando por contener las lágrimas. Sabía que estaba a punto de perder a otro hijo… ¿Qué tendría Dios reservado para él?
Antes de partir, Brahim descendió de su habitación, satisfecho, seguido a unos pasos por Fátima que andaba dolorida y tapada con la manta desde la cabeza a los pies; sólo se le veían los ojos, a través de un hueco que mantenía entrecerrado con sus manos.
Los hombres del marqués preparaban los caballos y el ajetreo en el patio era considerable.
– Tú eres Shamir, ¿no? -preguntó Brahim acercándose a su hijo. Aisha percibió en su esposo un atisbo de ternura. El niño, con la mirada escondida, permitió que el corsario le tocara la cabeza. El pequeño no sabía quién era; para él, tal y como decidieron Aisha y Fátima, su padre había muerto en las Alpujarras-. ¿Sabes quién soy yo?
Shamir negó con la cabeza y Brahim atravesó a Aisha con la mirada.
– Mujer -masculló en su dirección-, tienes suerte de que necesite que des el mensaje que te encargué ayer; de no ser por eso, te mataría ahora mismo.
Luego alzó el rostro de Shamir por el mentón hasta que los ojos del niño se clavaron en él.
– Escúchame bien, muchacho: yo soy tu padre y tú eres mi único hijo varón. -Ante esas palabras, Francisco se acercó a Shamir, aguijoneado por la curiosidad-. ¡Apártate! -le espetó Brahim empujándolo con el muñón y tirándolo al suelo.
– ¡No le pegues! -saltó Shamir librándose de la mano que le sostenía el mentón y lanzándose contra su padre, que estalló en carcajadas mientras soportaba los golpes que el niño le propinaba en la barriga.
Le dejó hacer hasta que decidió librarse de él con una bofetada. Shamir fue a caer junto a Francisco.
– Me gusta tu carácter -rió Brahim-. Pero mientras te empeñes en defender al hijo del nazareno -añadió como si fuera a escupir a Francisco-, correrás su misma suerte. En cuanto a la otra -añadió con referencia a Inés-, atenderá como esclava a mis dos hijas. Y el día que el nazareno se presente en Tetuán…
Sola en el camino a Córdoba, arrastrando los pies, Aisha volvió a sentir el mismo escalofrío que le recorrió el cuerpo en el patio de la venta al solo recuerdo de aquella frase que Brahim dejó flotar en el aire: el día que el nazareno se presente en Tetuán… Fátima también se había estremecido debajo de la manta. Las dos mujeres cruzaron la que, presentían, iba a ser su última mirada, y Aisha percibió la misma súplica que le hiciera la noche anterior: ¡No se lo digas! ¡Lo matará!
¡Lo matará! Con esa certeza, Aisha accedió a Córdoba por la puerta del Colodro. Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido años atrás, cuando recorrió ese mismo camino con Shamir en brazos después de que Brahim la obligara a seguirlo a la sierra, consiguió ocultarse a la vigilancia de los alguaciles. Cruzó la puerta a escondidas, como un alma en pena, con los pies sangrantes y sólo vestida con la camisola de dormir. Llegó a la calle de los Barberos, donde la visión de la puerta del zaguán y la cancela de reja que daba al patio abiertas de par en par, la espabiló. El postigo de la ventana de un balcón se cerró de repente a pesar de que era de día y una de sus vecinas, dos casas más allá, que en aquel momento iba a pisar la calle, se echó atrás y volvió a entrar. Aisha accedió a la casa y entendió el porqué: sus vecinos cristianos la habían saqueado durante la noche. Nada quedaba en su interior, ¡ni siquiera los tiestos! Aisha miró hacia la fuente: no habían podido robarles el agua que manaba de ella; luego desvió la mirada al lugar donde, bajo una loseta, escondían sus ahorros. La loseta estaba levantada. Observó la siguiente: en su sitio. Hernando tenía razón. Una melancólica sonrisa apareció en sus labios al recordar las palabras de su hijo.
– Debajo de ésta guardaremos los dineros. -Entonces había dispuesto la loseta en forma tal que cualquier observador, por poco sagaz que fuese, llegara a darse cuenta de que había sido removida. Bajo la que estaba justo al lado de aquélla, bien afianzada, escondió el Corán y la mano de Fátima-. Si alguien entra a robar -afirmó al final-, encontrará los dineros y será difícil que imagine que en la otra también se esconde un tesoro, nuestro verdadero tesoro.
Pero Hernando pensaba en la Inquisición o la justicia cordobesa, nunca en sus vecinos.
– ¿Qué ha sucedido, Aisha? ¿Y Fátima y los niños?
Aisha se volvió para encontrarse con Abbas, parado junto a la cancela de hierro.
– No… -Balbuceó abriendo las manos-. No sé…
– Dice la gente que anoche, Ubaid y sus hombres…
Aisha no escuchó más. ¡No se lo digas! ¡Lo matará! La súplica de Fátima revivió en su recuerdo. Además… ¡sólo le quedaba Hernando! Le habían vuelto a robar a otro hijo. No tenía más que aquel sonriente niño de ojos azules que buscaba su cariño en Juviles, al amparo de la noche, ocultos a las miradas. ¿Qué iba a ser ahora de sus vidas? ¡No estaba dispuesta a poner en peligro la vida del único hijo que le quedaba! La propia Fátima se lo había rogado con la mirada. Durante la noche, en la venta, había escuchado los comentarios de los hombres del marqués acerca de Brahim. Todos sabían por qué estaban allí. Por ellos supo que se había convertido en uno de los más importantes corsarios de Tetuán; que vivía en una fortaleza magnificada por la imaginación de los hombres y que mantenía a un verdadero ejército a sus órdenes. ¡Jamás permitiría que Hernando se acercase de nuevo a Fátima!
– Los han matado a todos -sollozó hacia Abbas-. ¡Ubaid y sus hombres los han matado! -gritó-. A mi Shamir, a Fátima y a Francisco… ¡A la pequeña Inés!
Aisha se dejó caer al suelo y estalló en llanto. No necesitó simular sus lágrimas ni el dolor que la atenazaba. En realidad, quizá… Quizá todos ellos estuvieran mejor muertos que en manos de Brahim. Aulló al cielo pensando en Shamir. ¿Qué sería de su pequeño? ¿Y de Fátima? ¿Qué desgracias le tendría preparadas Dios?
Abbas no acudió a consolarla. Su cuerpo fuerte flaqueó y tuvo que echar mano a la cancela para sostenerse, tratando de encontrar el aire que le faltaba. Había prometido a su amigo que el monfí no le molestaría, por ellos, por los moriscos. Pero también le prometió cuidar de su familia durante el viaje a Sevilla. Hernando se lo rogó antes de partir y él le contestó hasta con displicencia.
– ¿Qué puede suceder? -recordaba haberle dicho.
Durante unos instantes sólo el constante rumor del agua que brotaba y caía en la fuente de un bello patio cordobés, ahora asolado, acompañó a Aisha y a Abbas.
Abbas siguió el mismo camino por el que había pasado la yeguada hacia el coto real del Lomo del Grullo: una jornada hasta Écija con una parada en la venta Valcargado; otra hasta Carmona, deteniéndose en Fuentes; una tercera hasta Sevilla, descansando en la venta de Loysa, y desde Sevilla a Villamanrique. Se obligaba a andar. Exigía a sus piernas que se adelantasen la una a la otra y observaba cómo sus pies se acercaban, con tristes y dolorosos pasos, a un destino al que no quería arribar. ¿Qué iba a decirle a Hernando? ¿Cómo anunciarle que su esposa y sus hijos habían sido asesinados por Ubaid? ¿Cómo confesarle que no había cumplido con su palabra?
Trató de ponerse en contacto con el Manco mientras esperaba el permiso del caballerizo real para partir hacia el Lomo del Grullo: quería saber por qué, quería incluso enfrentarse a él para matarle, pero ninguno de los contactos a través de los que usualmente llegaba hasta el monfí lograron nada positivo: el Manco y su partida habían desaparecido. Quizá se hubieran internado en la sierra y volvieran algún día, pero nadie parecía tener la menor noticia de Ubaid. ¿Por qué habría matado a Fátima y a los niños?
– ¿Por qué lo hizo? -Se extrañó también don Diego al entregarle el salvoconducto para que pudiera desplazarse hasta Sevilla-. ¿Acaso no es morisco también?
– Hernando y él tuvieron problemas en las Alpujarras -le aclaró Abbas.
– ¿Algo tan grave como para matar a una mujer y a tres niños indefensos? -replicó el noble agitando el documento que llevaba en la mano-. ¡Virgen santísima!
Abbas sólo pudo encogerse de hombros. Don Diego tenía razón, y él ni siquiera había sido capaz de encontrar los cuerpos para sepultarlos debidamente, ya que Aisha se negaba a hablar. En cuanto el herrador se interesaba por algún detalle más concreto, que arrojara un poco de luz sobre el punto preciso donde había sucedido la matanza, más allá del «en algún lugar de la sierra» que Aisha repetía como única respuesta, ésta rompía en llanto para terminar siempre sollozando las mismas palabras:
– Te lo ruego. Ve a buscar a mi hijo.
Y en ello estaba Abbas, paso a paso bajo el sol de Andalucía, con el estómago encogido, la bilis siempre en la boca y las lágrimas asomando a los ojos, mientras pensaba en cómo comunicarle a un buen amigo que su esposa y sus dos hijos habían sido salvajemente asesinados en el interior de Sierra Morena.
Todas aquellas frases que había ideado se le borraron de la mente a la sola visión de Hernando, que abandonó la yeguada y saltó ágilmente de Azirat a tierra para correr hacia él, curtido por el sol, sus ojos azules más brillantes que nunca, mostrando unos dientes blancos en amplia y sincera sonrisa.
A Abbas se le nubló la vista; la yeguada se convirtió para él en un simple borrón informe. Sin embargo, llegó a percibir cómo Hernando se detenía bruscamente a escasos pasos de donde él se hallaba. Su presencia se confundió con las mil manchas oscuras de las yeguas a sus espaldas, y las palabras de Hernando le parecieron lejanas, como si le llegasen transportadas por el viento desde algún lugar remoto.
– ¿Qué sucede?
– Ubaid…-musitó Abbas.
– ¿Qué pasa con Ubaid? -Hernando parecía atravesarle con sus ojos azules, ahora teñidos de una creciente inquietud-. ¿Ha pasado algo? Mi familia… ¿está bien? ¡Habla!
– Los ha asesinado -logró articular el herrador, sin poder levantar la mirada-. A todos menos a tu madre.
Hernando se quedó mudo. Durante unos instantes permaneció inmóvil, como si su mente se negara a admitir lo que acababa de oír. Luego, muy despacio, se llevó las manos al rostro y aulló al cielo. ¡Fátima! ¡Los niños!
– ¡Hijo de puta! -exclamó de repente en dirección a Abbas.
Golpeó al herrador y éste cayó al suelo. Luego se abalanzó sobre él.
– ¡Perro! ¡Me prometiste seguridad! ¡Te encargué que los vigilaras, que cuidases de ellos!
Hernando golpeaba a un Abbas inerte, incapaz tan siquiera de protegerse ante la paliza.
Lo último que notó el herrador antes de perder el conocimiento fue cómo los demás hombres levantaban a Hernando, que gritaba lo que para él ya eran palabras ininteligibles.
Antes de llegar a Sevilla, Azirat se negó a continuar galopando al mismo ritmo que llevaba desde que partieron del Lomo del Grullo. Hernando clavó una vez más sus espuelas en los ijares del caballo, igual que llevaba haciéndolo durante las cerca de siete leguas que recorrió al galope tendido, pero el animal fue incapaz de echar las manos por delante y su galope, pese al castigo, se fue haciendo más y más lento y pesado hasta llegar a detenerse.
– ¡Galopa! -Gritó entonces, espoleándolo y echando su cuerpo hacia delante. Azirat simplemente se tambaleó-. Galopa -sollozó, mientras movía frenéticamente las riendas. El animal se arrodilló en el camino-. ¡Dios! ¡No!
Hernando saltó del caballo. Azirat se hallaba cubierto de espuma; sus ijares ensangrentados, los ollares desmesuradamente abiertos en su esfuerzo por respirar. Hernando apoyó la mano sobre su corazón: parecía que iba a reventar.
– ¿Qué he hecho? ¿También tú vas a morir?
¡Muerte! El frenesí del galope en el que había tratado de refugiarse desapareció ante el animal destrozado y el dolor atravesó de nuevo a Hernando. Llorando, tiró de las riendas, levantó a Azirat y lo obligó a andar. El caballo se ladeaba como borracho. Cerca corría un arroyo, pero Hernando no se acercó a él hasta que notó cierta recuperación en el caballo. Cuando lo hizo, no le permitió beber: con las manos en forma de cuenco le ofreció algo de agua, que Azirat ni siquiera pudo lamer. Le quitó la montura y las bridas, y con su marlota a modo de esponja le frotó todo el cuerpo con agua fresca. La sangre de sus costados, provocada por los tajos de las espuelas, se mezcló en la imaginación de Hernando con la brutalidad de Ubaid. Repitió una y otra vez la acción y lo obligó a andar sin dejar de ofrecerle agua en sus manos. Al cabo de un par de horas, Azirat extendió el cuello para beber por sí directamente del arroyo; entonces Hernando se llevó las manos al rostro y se abandonó al llanto.
Pasaron la noche a la intemperie, junto al arroyo. Azirat ramoneaba hierbajos y Hernando lloraba desconsoladamente, con las imágenes de Fátima, Francisco e Inés danzando frente a él. Golpeó la tierra hasta desollarse los nudillos al escuchar sus voces y sus risas inocentes; aulló de dolor al olerlos de nuevo, y creyó notar el calor y la ternura de sus cuerpos junto a él al tiempo que trataba de alejar de sí la inimaginable escena de sus muertes a manos de un Ubaid que se le aparecía, triunfante, con el corazón palpitante de Gonzalico en sus manos.
La siguiente jornada la hizo a pie. Cuantos se cruzaron con él dudaron de si era el hombre el que tiraba del caballo o era éste el que arrastraba a un despojo humano agarrado a sus riendas. Sólo al despuntar el alba del tercer día, se atrevió a montar de nuevo y en dos más, siempre al paso aunque el caballo diera muestras de haberse recuperado, cruzó el puente romano y dejó atrás la Calahorra.
Hernando no tuvo más fortuna que Abbas a la hora de obtener información de su madre.
– ¿Para qué quieres saberlo? -llegó a gritar la misma noche de la llegada de su hijo a Córdoba, cuando se quedaron a solas, después de que las constantes visitas de condolencia hubieran terminado-. ¡Yo lo vi! ¡Yo vi cómo morían todos! ¿Quieres que te lo cuente? Logré escapar o quizá… quizá no quisieron matarme a mí. Luego erré toda la noche por la sierra hasta dar con un sendero de regreso a Córdoba. Ya te lo he contado. -Aisha se había dejado caer en una silla, cabizbaja, derrotada. Mil veces había tenido que mentir a lo largo del día; tantas como había dudado sobre contarle la verdad a su hijo ante el tremendo dolor que percibía en su rostro a cada pregunta de las visitas, a cada pésame, a cada silencio. ¡Pero no! No debía hacerlo. Hernando correría a Tetuán. Lo conocía; estaba segura. Y ella perdería al único hijo que le quedaba…
– ¿Que para qué quiero saberlo? -masculló Hernando, sin dejar de andar por la galería con las manos crispadas-. ¡Necesito saberlo, madre! ¡Necesito enterrarlos! ¡Necesito encontrar al hijo de puta que los asesinó y…!
Aisha alzó el rostro ante la escalofriante ira que percibió en el tono de voz de su hijo. ¡Nunca le había visto así! ¡Ni siquiera… ni siquiera en las Alpujarras! Fue a decir algo, pero calló aterrorizada al ver cómo Hernando, con la mirada perdida, se arañaba con fuerza el dorso de la mano.
– Y juro que lo mataré -terminó la frase su hijo, al tiempo que unos profundos surcos de sangre aparecían en su mano.
– ¡Ubaid!
El aullido quebró el apacible silencio de aquella mañana de finales de agosto y resonó en las sierras.
– ¡Ubaid! -volvió a gritar Hernando hacia los fragosos bosques que se abrían a sus pies, parado en lo más alto de uno de los cerros de Sierra Morena, alzado sobre los estribos, como si pretendiese erigirse sobre la más alta de las cumbres, exhibiéndose a la mirada de quien quiera que pudiera estar escondido entre la vegetación. Sólo el ruido del correteo y del aletear de los animales, sorprendidos, le respondió-. ¡Perro repugnante! -continuó gritando-. ¡Ven a mí! ¡Te mataré! ¡Te cortaré la otra mano, te abriré en canal y yo mismo repartiré tus despojos entre las alimañas!
Sus gritos se perdieron en la inmensidad de Sierra Morena. Y tornó el silencio. Hernando se desplomó en la montura. ¿Cómo iba a encontrar al Manco en aquellas serranías?, pensó. ¡Tenía que ser el monfí quien acudiese a su desafío! Desenvainó la espada y la alzó al cielo.
– ¡Puerco asqueroso! -aulló de nuevo-. ¡Asesino!
A lomos de Azirat, había abandonado Córdoba tan pronto como logró ordenar cuanto necesitaba. Se despidió de su madre después de intentar, una vez más, que le proporcionase algún dato, el más mínimo indicio para empezar su búsqueda, pero no lo logró.
– ¿Adónde vas? -le preguntó Aisha.
– Madre, a hacer lo que todo aquel que se llame hombre debe hacer: vengarme de Ubaid y encontrar los cadáveres de mi familia.
– Pero…
Hernando la dejó con la palabra en la boca. Luego se dirigió a la casa de Jalil y el anciano le prometió que tendría lo que necesitaba: una buena espada, una daga y un arcabuz que le entregarían en secreto en el camino de las Ventas.
– Que Alá te acompañe, Hamid -le despidió solemnemente el anciano, irguiéndose cuanto le permitió su cuerpo.
Después fue a las caballerizas y buscó al administrador. Durante unos instantes, mientras el morisco excusaba su presencia, el hombre le examinó desde detrás de la escribanía: el rostro aparecía macilento y unas ojeras amoratadas revelaban la noche que había pasado, en vela, llorando, golpeando muebles y paredes, clamando venganza.
– Ve -musitó el administrador-. Encuentra al asesino de tu familia.
Ese primer día, después de esperar en vano a que Ubaid respondiese, Hernando azuzó a Azirat para que bajase del cerro. Hasta que se puso el sol, recorrió cañaverales, cruzó riachuelos y ascendió lomas desde las que volvió a retar a Ubaid. Preguntó en las ventas y a las gentes que encontró en el camino; nadie supo darle noticias del paradero de los monfíes: hacía tiempo que no actuaban.
De regreso a Córdoba, escondió las armas entre unos matorrales para poder cruzar la puerta del Colodro sin problemas. Dejó a Azirat en las cuadras, pero antes de dirigirse a su casa acudió a los poyos del convento de San Pablo a comprobar si los hermanos de la Misericordia habían tenido más suerte que él y habían encontrado los cadáveres de su familia. Entre las gentes que remoloneaban curiosas, se acercó a aquellos de los cuerpos que aparecían descompuestos, con sentimientos enfrentados: rezaba por encontrarlos y poder sepultarlos, pero no deseaba que sucediera allí, rodeado de cristianos, mercancías robadas y alguaciles, risas y chanzas.
– ¡Lo encontraré! ¡Juro que daré con él aunque tenga que recorrer España entera!
Eso fue todo lo que le dijo a su madre cuando ésta lo recibió, antes de encerrarse en su dormitorio para martirizarse con el aroma de Fátima que todavía flotaba en el interior.
Al día siguiente, Hernando se dispuso a partir antes incluso de que amaneciese. ¡Quería disponer de todas las horas de sol! Regresó a Córdoba con las manos vacías. Lo mismo hizo al día siguiente, y al otro, y al siguiente del otro.
Aisha le contemplaba volver derrotado, cada día un poco más. Y lloró acompasando sus propios sollozos a los que escuchaba desde la habitación de su hijo en el silencio de las noches. Volvió a considerar contarle la verdad, aunque fuera sólo para verle sonreír de nuevo, pero no lo hizo. La mirada suplicante de Fátima y el temor a quedarse sola, a mandar al hijo que le restaba a una muerte segura, se lo impidió. Ella misma había perdido ya a cinco hijos, ¿por qué no iba a superar aquella desgracia también Hernando? Los niños morían a centenares antes de alcanzar la pubertad y en cuanto a Fátima, seguro que encontraría a otra mujer. Además…; además tenía miedo; tenía miedo a quedarse sola.
Hernando continuó acudiendo a las sierras, cada día algo más demacrado que el anterior; ya ni siquiera hablaba, ¡ni siquiera clamaba venganza! Durante las noches, sólo se escuchaba el murmullo de sus constantes oraciones.
«Lo superará -se decía Aisha a diario-. Tiene un buen trabajo -se repetía tratando de convencerse-, y está bien considerado. ¡Es el mejor domador de las cuadras del rey! Abbas lo dice, todo el mundo lo asegura. Hay decenas de muchachas sanas y jóvenes dispuestas a contraer matrimonio con un hombre como él. Volverá a ser feliz.»
Pero cuando habían transcurrido cerca de veinte días comprendió que su hijo se iba a dejar la vida en el empeño, que nunca iba a cejar. ¿Debía contarle la verdad? Aisha sintió una congoja insuperable, le temblaban las rodillas: no sólo le había engañado, sino que había permitido que se torturase durante todo ese tiempo. ¿Cómo respondería Hernando? Era un hombre, un hombre enajenado. Si no la golpeaba, cuando menos la odiaría, igual que odiaba a quien creía que había matado a su familia. ¿Qué podía hacer? Se imaginó a Hernando insultándola a gritos, y las palizas de Brahim se le revelaron clementes. ¡Era su hijo! ¡El único que le quedaba! ¡No podía enfrentarse a él!
A la mañana siguiente, después de que Hernando se arrastrase una vez más en busca del monfí, Aisha abandonó Córdoba por la misma puerta del Colodro. Andaba cabizbaja y portaba un hatillo. El sol de finales de agosto seguía cayendo a plomo. Recorrió la legua que separaba la ciudad de la venta del Montón de la Tierra igual que lo hiciera aquella aciaga mañana. A la vista de la posada, el dolor le asaltó hasta casi atenazarle las piernas e impedirle continuar su camino. ¿Y si no le salía bien? Se quitaría la vida, decidió sin dudar. Recordó a los cuatro hombres del marqués de Casabermeja que habían salido de la venta para enterrar el cadáver del monfí luego de que Brahim lo hubiera asesinado y se hubiera encerrado con Fátima en el dormitorio del primer piso. Luchó por apartar de su mente la mirada lasciva de su esposo; pugnó por olvidar las palabras que le había dirigido al pasar junto a ella, tirando de la muchacha: «¡Mujer! Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería». ¡Los hombres del marqués!, eso era lo que le interesaba y trató de concentrarse. Sin embargo, la suplicante mirada de Fátima rogándole que no lo hiciera, que no le dijera nada a Hernando, revivió en su mente con una fuerza inusitada.
Aisha se detuvo, se acuclilló a la vera del camino, se llevó las manos al rostro y rompió a llorar. ¡Hernando! ¡Shamir! ¡Fátima y los niños!
Al cabo de un rato logró reponerse. Aquélla era su última oportunidad.
– Los hombres del marqués -susurró para sí.
No habían tardado demasiado en volver a la venta; tampoco la habían abandonado con palas y útiles, creyó recordar. El cadáver del monfí no podía estar lejos. Recorrió los alrededores de la posada con la mirada, ¿dónde lo habrían enterrado? Mientras trataba de revivir la escena, alzó la vista al sol ardiente, como si éste pudiera ayudarle ¿Dónde…?
– ¿Estáis seguros de que nadie lo encontrará? -Las palabras del lacayo del marqués a la vuelta de los enterradores resonaron en sus oídos como si las estuviese diciendo allí y ahora. Entonces no les había prestado atención-. Ya sabéis que Su Excelencia desea que ese cadáver desaparezca; nadie debe saber que no fue el monfí…
– No temáis -contestaron los soldados con despreocupación-. Allí donde lo hemos dejado…
¡Dejado! ¡Habían dicho dejado! Los soldados no gustaban de trabajar, ¿para qué esforzarse? Caminó los alrededores de la venta fijándose en matorrales y rastrojos. No, ahí no podía ser. Examinó los árboles y sus raíces, recordando aquellos de las Alpujarras en cuyos huecos llegaba a caber un hombre a caballo. Pateó algún que otro montículo de tierra seca y hasta escarbó con una pequeña pala que llevaba en el hatillo en un túmulo que le pareció apropiado. El sol había superado con creces el mediodía y caía con fuerza; Aisha sudaba. Al final se topó con una acequia seca e inutilizada. Observó su recorrido y detuvo la mirada allí donde el canalillo se unía con otro. El paso estaba cegado con piedras. No lo dudó. Se apresuró y sólo tuvo que apartar unas cuantas rocas y escarbar en la tierra que había por debajo: el olor putrefacto del cadáver la golpeó. ¡Allí estaba el monfí!
Aisha se secó el sudor que corría por su rostro, se irguió y miró a su alrededor. Nada se movía a aquellas horas de calor, después de comer. Continuó desenterrando el cadáver hasta que Ubaid se le apareció, reconocible, con el corazón que le había arrancado Brahim dispuesto sobre su estómago. Lo miró largo rato. Luego extrajo del hatillo la delicada toca blanca bordada de Fátima, la besó con tristeza y la ensució con tierra seca. La había encontrado al día siguiente del secuestro, olvidada en la rapiña de sus vecinos cristianos tras un tiesto roto, y la guardó para dársela a Hernando, pero por no entristecerle no había llegado a hacerlo. Se arrodilló junto a los restos de Ubaid y se la ató al cuello. Se levantó y volvió a examinar el entorno: el silencio sólo se veía turbado por el zumbar de los insectos que ahora se lanzaban sobre el cuerpo del monfí. Todavía le quedaba lo más importante. El camino de las Ventas estaba cerca. Agarró el cadáver de las axilas y empezó a tirar de él, de espaldas; decidió hacerlo por la acequia que llevaba al camino. El corazón del monfí cayó a tierra. Aisha tardó un buen rato: cada pocos pasos tenía que detenerse a descansar y comprobar que nadie merodeaba, pero al fin lo consiguió. Hizo un último esfuerzo y lo arrastró hasta la vera del camino. Cuando lo soltó, notó tremendos pinchazos de dolor en todos sus músculos. Dejó escapar una lágrima ante la toca atada al cuello del monfí y se apostó a cierta distancia, escondida tras unos árboles, a la espera de que alguien encontrara el cadáver. Cuando el calor remitió, Aisha vio cómo una partida de mercaderes se detenía junto a Ubaid. Entonces salió de entre los árboles y se encaminó de vuelta a Córdoba.
– Dicen que han encontrado el cadáver del Manco de Sierra Morena, Ubaid, en el camino de las Ventas, cerca de la venta del Montón de Tierra -comentó a uno de los guardias de la puerta del Colodro-. ¿Sabéis algo de eso?
El hombre no se dignó en contestar a una morisca, pero Aisha torció el gesto en una triste sonrisa al verlo correr en busca de su sargento. Instantes después, un grupo de soldados partía a galope tendido hacia la venta.
Hernando se extrañó del gentío que se acumulaba en los alrededores de la puerta del Colodro. Dudó incluso en utilizar aquel acceso, pero ¿qué le importaba ya lo que sucediera? Había sido otra jornada infructuosa de gritos, amenazas e insultos a la nada que se abría entre los cerros de la sierra. Incluso había tenido que huir cuando se topó con los alanos de una partida de caza que perseguía a un oso. Espoleó a Azirat hacia la multitud y mientras se acercaba, vislumbró gran número de guardias y soldados entre la gente, así como nobles ricamente ataviados; incluso le pareció reconocer al corregidor andando arriba y abajo.
Iba a dejar a un lado al grueso de la gente y abrirse paso entre los curiosos que se hallaban algo más apartados para lograr cruzar la puerta cuando, desde el caballo, por encima de las cabezas de los demás, vio el cadáver de un hombre atado a un palo hundido en el suelo, al modo en que la Santa Hermandad ejecutaba a los delincuentes que capturaba fuera de la ciudad. Un escalofrío recorrió su columna dorsal. Aquel cadáver… Era manco. No necesitó acercarse, sólo aguzar la vista, quizá tan sólo oler el aire que le rodeaba. ¡Ubaid!
Tiró de las riendas de Azirat y sin prestar atención a la gente que discutía si aquél era o no el temido monfí de Sierra Morena, con la mirada clavada en el arriero de Narila, se dirigió al poste.
– ¿Adónde te crees que vas a caballo? -le detuvo un soldado al tiempo que hombres y mujeres tenían que apartarse a su ciego caminar.
Hernando echó pie a tierra y entregó las riendas al soldado, que las cogió perplejo. Avanzó, ahora ya entre nobles y mercaderes hasta plantarse ante el cadáver de Ubaid. La Hermandad, aun muerto, en la duda sobre su identidad, le había acribillado a saetas.
De repente la gente le hizo sitio. Don Diego López de Haro, presente, les había instado a separarse con un gesto de su mano.
– ¿Es el monfí? -preguntó al morisco tras acercarse a él-. Tú lo conocías. ¿Es el asesino de tu esposa y de tus hijos?
Hernando asintió en silencio.
Un murmullo corrió entre las filas de gente.
– Ya no podrá cometer más delitos -aseguró el alcaide de la Hermandad.
Hernando continuó en silencio, con la mirada clavada en la toca de Fátima que rodeaba el cuello del monfí.
– Ve a tu casa, muchacho -le aconsejó el caballerizo real-. Descansa.
– La toca -logró articular Hernando-. Era… era de mi esposa.
Fue el propio alcaide de la Hermandad el que se acercó a Ubaid y desató con cuidado la prenda, que luego le entregó.
Pese a la suciedad, Hernando creyó notar la suavidad de la tela, cayó de rodillas al suelo y lloró con la toca pegada al rostro. Fue un llanto diferente a cuantos le habían asaltado hasta entonces: liberador. Ubaid había muerto, quizá no a sus manos, pero bienaventurado fuera quien había puesto fin a su miserable vida.
Aisha no encontró la tranquilidad que perseguía cuando, escondida entre la gente, vio cómo Hernando, con la toca asida con fuerza en una mano, cogía con la otra las riendas de Azirat que le entregó el guardia. Le había visto llegar y había sufrido un pinchazo de dolor en lo más profundo de su ser a cada paso con los que su hijo se acercaba al poste. Trató de imaginar qué era lo que sucedía frente al cadáver, y como si Dios se lo hubiera transmitido, estalló en llanto en el justo momento en que éste acarició la toca.
«Yo te cuidaré, hijo», sollozó al verle cruzar la puerta del Colodro a pie, tirando del caballo.
Y a partir de aquel día, Hernando se dejó cuidar. La obsesión de anteriores jornadas dejó paso a la melancolía y a la tristeza. ¿Para qué iba a buscar los cuerpos de su familia después de tantos días? Si habían sido abandonados en la sierra, ya habrían sido devorados por las alimañas. Lo había comprobado durante sus cabalgadas por aquellos bosques: nada se despreciaba; miles de animales estaban al acecho del más mínimo de los errores, del más nimio de los alimentos, para lanzarse sobre él. Con todo, continuó acudiendo a los poyos del convento de San Pablo.
A los pocos días del hallazgo del cadáver de Ubaid, Hernando recibió recado de don Diego para que se reintegrase a su puesto de trabajo; pese a que la yeguada estaba en Sevilla, todavía quedaban potros en las cuadras.
Aisha creyó percibir en su hijo un cambio de actitud al retornar a casa después de atender a los animales y la esperanza renació en ella. Pero no podía prever cuán alejados estaban sus deseos de la realidad.
Tienes que entregar tu caballo al conde de Espiel -le ordenó don Diego López de Haro una mañana, nada más llegar a las cuadras. Hernando sacudió la cabeza como si quisiera alejar de sí aquellas palabras-. El rey se lo ha regalado -tuvo no obstante que escuchar de boca del caballerizo.
– Pero… Yo… Azirat… -Su intento de protesta quedó en absurdas gesticulaciones con las manos.
– Sé lo que has trabajado ese animal y también sé que, pese a su capa, es uno de los mejores productos que han nacido en estas cuadras. Te permitiré elegir otro, incluso aunque no sea uno de los de desecho, siempre que tampoco sea de los destinados al rey…
– ¡Yo quiero ése! Quiero a Azirat. ¡Es mío…!
Al instante lamentó sus palabras. Don Diego se puso en tensión, frunció el ceño y dejó transcurrir unos instantes antes de contestar:
– No es tuyo ni lo será nunca, y poco importa lo que tú quieras o puedas querer. Sabías cuál era el trato cuando optaste por cobrar parte de tu salario mediante un caballo: siempre estaría a disposición del rey. El conde ha conseguido que don Felipe le distinga con ese caballo, que por lo visto ha pedido expresamente. Hay que cumplir los deseos de Su Majestad.
– ¡Lo destrozará! ¡No sabe montar ni correr toros!
Don Diego era consciente de ello. El mismo Hernando le había oído decirlo, le había visto burlarse del obeso conde de Espiel, siempre apoltronado en la montura como si estuviera en un sillón…
– No eres tú quién para juzgar cómo monta o deja de montar un noble -le contestó sin embargo el caballerizo con brusquedad-. En uno solo de sus borceguíes lleva más honor y servicios prestados a estos reinos de los que jamás prestará toda tu comunidad. Cuida tu lengua.
El morisco dejó caer los brazos a los costados y se deshinchó frente al caballerizo.
– ¿Puedo…? -titubeó. ¿Qué quería? ¿Qué quería pedirle?-. ¿Podría montarlo por última vez? -Don Diego dudó-. Quizá… No sé… si merezco esa gracia. Me gustaría notarlo bajo mis piernas una vez más, excelencia. Es sólo una última cabalgada. Vos sois un gran jinete. Vos conocéis cuántas y qué graves han sido mis recientes desgracias…
«Trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo.» ¡Qué razón había tenido Abbas al advertírselo!, pensó mientras apretaba la cincha de la montura. El recuerdo del herrador le causó inquietud. Después de lo del Lomo del Grullo se vieron en las cuadras, pero no se hablaron; ni siquiera se saludaron. ¡Era incapaz de perdonarle! Saltó sobre Azirat, que se movió inquieto ante la violencia con la que el jinete se acomodó en la montura: tenía a Abbas en su mente, la ira le atenazaba. ¡Azirat lo sabía! Sabía que algo malo sucedía; lo presintió al solo contacto con su jinete mediante ese sexto sentido propio de los nobles brutos, y ahora mordía incesantemente el freno, como si quisiera comunicarse con su jinete a través de aquellos constantes y tan inusuales tirones en las riendas.
Hernando le palmeó el cuello y Azirat respondió sacudiéndolo y resoplando, todo bajo la atenta mirada de don Diego, que se mantenía en pie en la gran plaza abierta de las caballerizas tapándose la boca con los dedos de su mano, el pulgar por debajo del mentón, quizá replanteándose su decisión. Hernando no le dio tiempo y abandonó las cuadras a medio galope, haciendo una leve inclinación de cabeza al pasar por delante del caballerizo.
¡Y ahora le quitaban a Azirat! ¿Qué pecado habría cometido? ¿Por qué Dios le castigaba de aquella manera? En poco más de un año había perdido a casi todos sus seres queridos: Hamid, Karin, Fátima y los niños… El morisco se llevó la manga de la marlota a los ojos; Azirat caminaba al paso, libre. ¡Ahora su caballo! Abbas otro de sus amigos… ¡Había incumplido sus promesas!
Y ahora el conde de Espiel había conseguido que el rey le regalase su caballo. No le había resultado difícil al noble. Desde Sevilla, donde se separó de la yeguada para dirigirse a las marismas, mandó a su secretario a tierras portuguesas con la petición de que el rey le hiciera la merced de regalarle aquel caballo colorado que caracoleaba y galopaba soberbio en el camino de Córdoba a Sevilla. Y el rey accedió gustoso a la solicitud de un aristócrata que no hacía más que pedirle un simple desecho de sus cuadras. Recordó el primer encuentro con Espiel, aquel en que el noble había citado al morlaco con tanta torpeza que la cogida del caballo resultaba inevitable. Lo había visto correr toros en otras ocasiones, siempre con similares resultados, más o menos desafortunados para los caballos. Azirat sintió el temblor en las piernas de su jinete y retrotó, inquieto. Hernando también había presenciado los juegos de cañas en la plaza de la Corredera y comprobado que mientras los demás nobles, al son de la música de atabales y trompetas, se exhibían con presteza y gallardía en simulado combate, y lanzaban y detenían con sus adargas las teóricamente inofensivas cañas, el conde ya tenía problemas desde el mismo inicio del espectáculo, puesto que descompensaba el equipo con el que por sorteo le tocaba participar. El pueblo abucheaba a la cuadrilla con la que participaba el noble cuando para cubrir la distancia que tenía que recorrer la lanza, se acercaba a la contraria más de lo que las reglas de la caballería y la cortesía permitían.
¿Por qué habría elegido el conde a Azirat si no se trataba más que de un desecho? ¿Por él? ¿Por los sucesos de la primera corrida de toros? En verdad, era cruel y vengativo. Lo llegó incluso a escuchar de boca de quien esa misma mañana le amonestara por poner en entredicho las cualidades que como jinete tenía el conde de Espiel. Había sido hacía cerca de dos años.
– ¿Sabéis cuál es la última del conde de Espiel? -preguntó Don Diego a un grupo de nobles que cabalgaban junto a él probando los caballos del rey, Hernando y los lacayos del caballerizo con ellos.
– Cuenta, cuenta -le apremió uno de los caballeros ya con la sonrisa en la boca.
– Pues resulta que desde hace un par de semanas el médico le ha obligado a guardar cama por tercianas, y aburrido por no poder montar o salir de caza, ha ideado la forma de hacerlo desde el lecho…
– ¿Dispara saetas a los pajarillos por la ventana? -bromeó otro de los nobles.
– ¡Quia! -exclamó don Diego, sin poder evitar que la risa aflorase ya a sus labios-. A todo aquel sirviente que comete alguna falta, ¡y son muchas las que cometen los criados del conde!, le ata un cojín a las posaderas y le obliga a correr y saltar por el dormitorio hasta que él, armado con su saeta en la cama, logra acertarle en el culo.
Las carcajadas habían estallado en el grupo de jinetes. Incluso Hernando sonrió entonces al imaginar al conde en camisa de dormir, obeso y sudoroso, nervioso y excitado, tratando de hacer puntería con su ballesta a un sirviente que no cesaba de saltar por encima de sillas y muebles con un cojín atado al culo, pero borró su sonrisa tan pronto como su mirada se cruzó con la de José Velasco que, como sirviente que era de don Diego, se revolvía inquieto sobre la montura.
– Dicen… -balbuceó don Diego entre carcajada y carcajada-, dicen que se ha convertido en el más estricto de los mayordomos de su propia casa y que en todo momento… -el caballerizo real tuvo que dejar de hablar hasta que logró erguirse, con la mano en el estómago-, pregunta por las labores de todos los sirvientes y esclavos y las posibles faltas que pudieran haber cometido para que se los suelten en el dormitorio como liebres.
– ¿Y la condesa? -logró articular entre risotadas uno de los acompañantes.
– ¡Uh! ¡Preocupadísima! -Don Diego volvió a doblarse de la risa-. Les ha sustituido a los desgraciados los cojines de seda por cojines de algodón, algo más compactos, para no quedarse sin servicio… Y sin ajuar.
Las risas volvieron a estallar en el grupo de jinetes.
¡Aquél era el hombre que iba a montar a su caballo!, pensó Hernando con las carcajadas de los nobles resonando en sus oídos.
Azuzó a Azirat con un simple chasqueo de su lengua y el caballo salió al galope. Hacía un magnífico día otoñal. ¡Podía escapar! Podía galopar hasta llegar… ¿adónde? ¿Y su madre? Ya sólo se tenían el uno al otro. Llevaba media legua a un galope relajado, sin rumbo fijo, cuando notó que Azirat se ponía en tensión: a su derecha se abría una dehesa en la que pastaban toros bravos. El caballo parecía desear jugar con ellos, como tantas otras veces.
No se lo pensó dos veces. Acortó las riendas, bajó los talones y apretó las rodillas para afianzarse en la montura. Entró en la dehesa y durante un buen rato volvió a tocar el cielo. Gritó y rió caracoleando frente a las astas de los morlacos, llegando a permitirse el rozar los cuernos con sus dedos en los quiebros, Azirat ágil y veloz, dulce al freno, entregado a sus piernas y a sus movimientos como no lo había estado nunca. ¡Era el mejor! A pesar de su color rojo, era el mejor caballo de los centenares que habían pasado por las cuadras del rey. Y aquel magnífico ejemplar iba a caer en manos del peor y más soberbio jinete de toda Andalucía.
En un determinado momento, Azirat se paró, enfrentado a un inmenso toro negro zaino; los dos tanteándose en la distancia, el toro humillando y el caballo manoteando sobre el sitio.
Entonces Hernando creyó escuchar los silbidos y abucheos de las gentes hacia el conde de Espiel, en la plaza de la Corredera.
El caballo cabeceaba y pateaba, como si él mismo citara a su enemigo. Era extraño, pensó Hernando. Sentía la acelerada respiración de Azirat en sus piernas.
De repente, el toro embistió enfurecido y Hernando tiró de las riendas y presionó los flancos de Azirat para que estuviese presto a requebrar, pero notó que el caballo no respondía. En sólo un suspiro, los abucheos que todavía resonaban en su cabeza se convirtieron en aplausos y vítores nacidos de gente alguna y cuando ya alcanzaba a ver los ojos coléricos del negro zaino, soltó las riendas de Azirat para que éste marcase su destino. Entonces el caballo se alzó de manos y ofreció su pecho a las astas del toro.
El impacto fue mortal y Hernando salió despedido a varios pasos de distancia al tiempo que el morlaco, en lugar de ensañarse con el caballo ya tendido en tierra, se retiraba orgulloso, en homenaje, quizá por la ley que rige la vida de los animales, a aquel de los suyos que había decidido no huir ante su envite.
Más tarde, José Velasco, a quien don Diego ordenó que siguiera y vigilara al morisco con discreción, aseguraría, jurando y perjurando ante todo aquel que quisiera escucharle, que fue el propio caballo el que, como si lo desease, se había entregado a una muerte segura después de burlar con una elegancia y un arte nunca vistos a cuantos toros se había enfrentado durante esa mañana de otoño.
Pero los juramentos del lacayo, fantasías donde las hubiere al decir de quienes prestaron atención a su historia, no fueron suficientes para que un magullado Hernando evitara la detención y encarcelamiento que de inmediato y de acuerdo con la jurisdicción que le competía, ordenó don Diego López de Haro, burlado en su buena fe por conceder al morisco aquel deseo que le había suplicado. Al desengaño del caballerizo, se sumó la preocupación por la segura y predecible violenta respuesta del conde de Espiel ante la muerte de su caballo.
– Has tenido la posibilidad de medrar y la has desaprovechado -le dijo el caballerizo delante de los trabajadores de las cuadras, Abbas entre ellos, cuando Hernando fue materialmente transportado por José Velasco desde la dehesa-. No puedo hacer nada por ti. Quedarás a disposición de la justicia y de lo que contigo quiera hacer el conde de Espiel, propietario del caballo que has malogrado.
Pero Hernando no escuchaba; tampoco reaccionó ante las palabras de don Diego: se hallaba absorto en la magia de aquel momento en que Azirat cobró voluntad propia y decidió por su cuenta. ¡Ningún caballo de los que había montado llegó nunca a hacer algo parecido!
– Llevadlo a la cárcel -ordenó a sus lacayos-. Yo, don Diego López de Haro, caballerizo de Su Majestad don Felipe II, así lo ordeno.
Hernando ladeó la cabeza hacia el noble. ¡Cárcel! ¿Lo habría previsto Azirat? Quizá debería haber muerto él también, pensó mientras caminaba por el Campo Real, frente al alcázar de los reyes cristianos, donde la Inquisición, escoltado por José Velasco y un par de hombres más. No tenía nada por lo que vivir. Sólo su madre, pensó con tristeza. Se dirigían a la calle de la cárcel, y Hernando lo hacía renqueante y dolorido, agarrado del brazo por José, todavía confundido entre lo que había presenciado en la dehesa y los lógicos razonamientos de quienes escucharon sus explicaciones y se negaron a creerlas. ¡Pero él lo había visto! José y Hernando se miraron y una mueca ininteligible apareció en los labios del lacayo. Cruzaron bajo el puente de la catedral y ascendieron en silencio por la calle de los Arquillos, la mezquita a su derecha. La gente con la que se cruzaban miraba con curiosidad a la comitiva.
Sólo Dios podía haber guiado los pasos de Azirat, igual que hacía con todos los creyentes, concluyó Hernando. Pero si él había salido ileso, ¿de qué servía el sacrificio del caballo? ¿Para terminar en la cárcel a disposición del hombre por cuya causa había entregado su vida Azirat? «El diablo jamás entrará en una tienda habitada por un caballo árabe», escribió el Profeta para elevar a los nobles brutos a defensores de los creyentes. ¿Qué pretendía decirle Dios a través de Azirat? José Velasco tiró de su brazo ante la duda que llevó a Hernando a detener sus pasos. ¿Cuál era el mensaje divino que podía esconderse en lo sucedido esa mañana?, continuó preguntándose.
– ¡Camina! -ordenó uno de los hombres al tiempo que le empujaba por la espalda.
Sintió el empujón sobre su espalda como uno de los golpes más fuertes que nunca hubiera recibido. ¡Azirat no podía pretender que él terminase encarcelado! Pero ¿cómo podía librarse de la prisión? No podría correr más que algunos pasos y los hombres iban armados mientras que él…
– ¡Obedece! -Un nuevo empujón estuvo a punto de lanzarle al suelo.
José Velasco soltó su brazo y lo miró extrañado.
– Hernando, no me lo pongas más difícil -le rogó.
La puerta de los Deanes, que daba al huerto de la mezquita, se hallaba a sólo un par de pasos de donde se encontraban. El morisco la miró. También lo hizo José Velasco.
– No intentes… -trató de advertirle el lacayo.
Pero Hernando, pese al dolor que sentía en todo su cuerpo, corría ya hacia la mezquita.
Traspasó la puerta de los Deanes en el momento en que los tres hombres se abalanzaban sobre él; todos cayeron en el interior del huerto de naranjos de la catedral. Hernando luchó y pateó por librarse de ellos, pero sus músculos ya no respondían. Rodeados por la gente que se hallaba en el huerto José Velasco logró inmovilizarlo al tiempo que sus compañeros, ya en pie, lo agarraban de tobillos y muñecas para extraerlo del huerto como si de un fardo se tratase.
– ¡Grítalo! -le apremió un hombre que observaba la escena.
¿Qué…?, pensó Hernando.
– ¡Dilo! -le conminó otro.
¿Qué tenía que decir?
Los hombres del caballerizo ya le habían alzado del suelo y Hernando colgaba igual que un animal.
– ¡Sagrado! -escuchó de voz de una mujer.
– ¡Sagrado! -gritó el morisco, recordando entonces cuántas veces había escuchado esa súplica en sus estancias en la catedral-. ¡Me acojo a sagrado!
En el linde interior de la puerta de los Deanes, los hombres que le acarreaban dudaron, pero inmediatamente hicieron ademán de sacarlo de la catedral.
– ¿Qué pretendéis? -Un sacerdote se interpuso en su camino-. ¿Acaso no habéis oído que este hombre se ha acogido a sagrado? ¡Soltadle bajo pena de excomunión ipso facto! -Hernando notó cómo aflojaba la presión en sus manos y pies.
– Este hombre… -intentó explicar José Velasco.
– ¡Es sacrilegio violar la inmunidad y el derecho de asilo de un lugar sagrado! -insistió el sacerdote interrumpiéndolo con brusquedad.
El lacayo hizo un gesto a los hombres que le acompañaban y éstos soltaron a Hernando, que quedó a los pies de todos ellos.
– No estarás mucho tiempo retraído en la catedral -le espetó José Velasco, temeroso ya del castigo que le impondría su señor por haber permitido que el detenido escapase-. Dentro de treinta días te echarán de aquí.
– Eso lo tendrá que decidir el provisor eclesiástico -volvió a interrumpirle el sacerdote. José y sus hombres, ambos con igual rostro de preocupación que el lacayo, fruncieron el ceño-. Y tú -añadió entonces, dirigiéndose a Hernando-, ve en busca del vicario a comunicarle las circunstancias que te han llevado a pretender este derecho.
Algunos hombres aplaudieron la actuación del sacerdote mientras Hernando trataba de levantarse dolorido; si ya lo estaba antes, ahora, después de pelear con José y sus acompañantes, y del tremendo golpe recibido en los riñones al caer al suelo, casi se veía incapaz de moverse. Un rubio de pelo rizado y ojos azules como los suyos se acercó a ayudarle.
– ¡Silencio! -gritó entonces el sacerdote-. Aquel que alborote perderá el derecho de asilo y será expulsado del templo.
Los aplausos cesaron de inmediato, pero las chanzas y burlas hacia los hombres del caballerizo real que habían tenido que ceder al sagrado estallaron tan pronto como el sacerdote estuvo a la suficiente distancia como para no oírlas o, por lo menos, para no molestarse en regresar a fin de amonestar de nuevo al numeroso grupo de delincuentes y desgraciados que se hallaban asilados en la catedral para escapar de la justicia seglar. Y así fue, puesto que el sacerdote, sin ni siquiera volverse, negó cansinamente con la cabeza al escuchar las carcajadas que estallaron a sus espaldas.
– Me llamo Pérez -dijo el rubio que le había ayudado a levantarse, al tiempo que le ofrecía su mano.
– Pero lo llamamos «el Buceador» -terció otro hombre que se les unió y que mostraba el torso casi descubierto, pese al frío de octubre.
– Hernando -se presentó él.
– Pedro -dijo a su vez el del torso descubierto.
– Vamos a ver al vicario -le conminó el Buceador.
– No hace falta que me acompañes -lo excusó el morisco.
– No te preocupes -insistió el rubio que ya se dirigía hacia el interior de la catedral-, aquí no tenemos nada que hacer: no nos permiten ni jugar a los naipes. Ni siquiera podemos aplaudir, como habrás comprobado. -Hernando trató de darle alcance pero trastabilló por el dolor. Pérez le esperó y ambos se introdujeron en el templo-. Se peleó con el vicario -le explicó el rubio haciendo un gesto hacia el que se llamaba Pedro, que permaneció en el huerto-. Parece ser que ha tenido un problema con un collar muy valioso -explicó cuando ya deambulaban entre las columnas de la antigua mezquita-, pero no quiere contárnoslo en detalle; por lo visto tampoco quiso explicárselo al vicario.
La sacristía, como bien sabía Hernando, se hallaba adosada al muro sur de la catedral, junto al tesoro, en una capilla entre el mihrab y la biblioteca, que aún seguía en obras para convertirse en sagrario mayor. Pérez se extrañó ante la sonrisa con la que don Juan, el vicario, recibió al nuevo retraído después de que, desde el quicio de la puerta, humildemente, pidieran permiso para entrar.
– El conde de Espiel es un mal enemigo -afirmó don Juan tras la explicación que le ofreció el morisco. Pérez escuchó con atención la historia mientras el vicario tomaba notas en unos legajos-. Le pasaré estos datos al provisor a ver qué es lo que decide acerca de tu situación. En breve espero poder decirte algo… y siento lo de tu familia -añadió cuando los dos retraídos ya abandonaban la sacristía.
– ¿Por qué te conoce? -le preguntó su compañero tan pronto como se encontraron fuera de ella-. ¿Es tu amigo? ¿Cómo…?
– Vamos a la biblioteca -le interrumpió Hernando.
Don Julián trajinaba con los últimos tomos que restaban en la biblioteca. La nueva librería, junto a la puerta de San Miguel, era de menor tamaño y la mayoría de los libros y rollos terminaban en la biblioteca particular del obispo, allí donde también se escondían Coranes y profecías árabes.
– ¿Permiso? -preguntó Hernando desde la reja que ahora separaba andamios y operarios del resto de la mezquita.
– ¿También conoces al bibliotecario? -le susurró el sorprendido Buceador ante la sonrisa con que don Julián recibía al morisco; una sonrisa que poseía un deje de tristeza desde la desaparición de Fátima y sus hijos.
Pasearon por entre el millar de columnas de la mezquita con el Buceador tras ellos, y Hernando tuvo que repetir la misma historia que hacía unos instantes acababa de contar al vicario.
– ¡El conde de Espiel! -suspiró don Julián sumándose a los malos augurios del vicario-. En cualquier caso, el provisor estará a tu favor: los de Espiel fueron una de las familias nobles que más tenazmente se opusieron a la construcción de la nueva catedral hasta que el emperador Carlos I autorizó su construcción y, con las nuevas obras, los Espiel perdieron su capilla. Luego, en desplante hacia el cabildo catedralicio, financiaron otra iglesia en la que consiguieron el patronato de su capilla mayor. Desde entonces no hay buenas relaciones entre el conde y el obispo.
– ¿En qué me beneficiará tener a mi favor al provisor?
– Como juez eclesiástico, es quien debe decidir si tu asilo se ajusta a las normas canónicas y a los concilios. En principio, no eres un asesino ni un salteador de caminos; y, por lo que me has explicado, tu delito puede incluirse en aquellos que tienen derecho al asilo eclesiástico. Pero hay otra circunstancia más importante: el derecho de asilo no es indefinido, puesto que en caso contrario los templos se convertirían en moradas de delincuentes. Aquí, en Córdoba, se aplica un plazo máximo de treinta días durante los cuales se supone que el retraído puede hacer las gestiones oportunas para paliar las consecuencias de su falta. Conociendo al conde de Espiel, tú no lo conseguirás. -Hernando asintió con tristeza-. El conde no cederá un ápice. Ni siquiera se avendrá a una pena que no implique castigos corporales, que es una de las formas más usuales de terminar con el asilo: la Iglesia exige a la justicia seglar que se comprometa a tratar con benevolencia al delincuente y, si se firma ese pacto, lo entrega. Ahí es donde más influye el provisor, porque si no obtiene ese acuerdo, puede prorrogar el plazo del asilo sin limitación.
– ¿Qué ganaría el conde si no pacta con la Iglesia? No podrá extraerme de la catedral y tampoco obtendrá ninguna satisfacción por mí… ¿delito?
– La mayoría de los cristianos -le contradijo don Julián- no osa contravenir el sagrado. La simple amenaza de excomunión ipso facto para quien atenta contra el asilo es suficiente para amedrentar a sus piadosas conciencias. -Instintivamente, Hernando se llevó la mano a los riñones y recordó la rapidez con la que le soltaron Juan Velasco y sus hombres a la sola mención de la excomunión-. Pero el conde de Espiel, como muchos otros principales -continuó el sacerdote-, puede contratar a gente que actúe en su nombre para no ser excomulgado. No te fíes de nadie. En cuanto se entere de que estás retraído aquí, sus hombres se apostarán en las puertas para impedir que te entren comida, que te visiten; en resumen, para hacerte la vida imposible. No te fíes de quien se te acerque en el huerto, ni siquiera aquí dentro. Podrían secuestrarte y hacerte desaparecer en alguna de las mazmorras de los estados del conde.
– Eso significa que, si no me secuestra… -murmuró Hernando-, ¿tendré que estar aquí toda la vida?
Don Julián se detuvo y, volviéndose hacia el Buceador, le hizo un autoritario gesto para que se apartase.
– Eso significa -susurró don Julián tras comprobar que Pérez se hallaba dos columnas más allá- que quizá sea llegada la hora de que huyas a Berbería.
– ¿Y mi madre? -fue todo lo que se le ocurrió preguntar.
– Puede ir contigo. -Los dos hombres se miraron. ¡Cuánto trabajo y cuántos anhelos habían compartido juntos!-. Empezaré a preparar el viaje -añadió don Julián cuando Hernando dejó transcurrir unos instantes sin oponerse a la idea.
– Si preparas esa fuga, ten en cuenta que primero he de pasar por las Alpujarras, por el castillo de Lanjarón…
– ¿La espada?
– Sí -afirmó con la mirada perdida en el bosque de columnas-. La espada de Muhammad.
– Será arriesgado, pero imagino que posible -consideró el sacerdote-. A pesar de la prohibición y de las nuevas deportaciones que se han llevado a cabo en Granada, son muchos los moriscos que vuelven a ese reino. -Don Julián sonrió-. ¡Qué mágica atracción tienen sus atardeceres rojos! Bueno. De Granada podríais ir a las costas de Málaga o Almería y embarcar en alguna fusta morisca de las de Vélez, Tetuán, Larache o Salé.
Cuando hubo anochecido, Hernando abandonó la catedral y salió al huerto con la promesa por parte de don Julián de ocuparse de todo, tanto de la huida como de interceder por él ante el provisor. Allí se encontró con Aisha esperándole; don Julián había ordenado que le dieran aviso.
– Huiremos a Berbería -le anunció en un susurro, poniendo fin a una nueva explicación de lo sucedido. En la penumbra, fue incapaz de percibir que a su madre se le demudaba el semblante.
– Ya no estoy para aventuras… -se excusó Aisha.
– Tengo veintiséis años, madre. Me tuviste a los catorce. ¡No eres tan mayor! Primero iremos a Granada y desde allí, o desde Málaga, no nos será difícil cruzar en alguna fusta hasta Tetuán.
– Pero…
– No nos queda otra solución, madre, salvo que quieras que me ponga en manos del conde. Y tampoco nos será sencillo -llegó a concluir con don Julián-. Tendremos que esperar que transcurran los días y los hombres del conde de Espiel se cansen y relajen la vigilancia a la que seguro me someterán. Debes estar preparada.
Pese a la conmoción de la noticia y las prisas, Aisha tuvo la precaución de llevarle algo de comida: pan, cordero y fruta; agua sobraba en el aljibe del huerto. Acababan de terminar los oficios de completas cuando Aisha se despidió de su hijo. Los porteros cerraban las puertas de acceso a la catedral y toda la gente que se refugiaba o se limitaba a merodear por su interior se acomodó en el gran huerto. Algunos lo abandonaron; los retraídos o asilados se agruparon en aquellos lugares que a base de reyertas se habían ido ganando unos a otros. A excepción del espacio que ocupaban la puerta del Perdón, la torre del campanario y una parte cerrada destinada a consistorio del arcediano, las tres galerías que cerraban el huerto se hallaban disponibles para los retraídos y en ellas buscaban cobijo durante las frías noches.
– ¿Era tu madre?
Hernando se volvió para encontrarse con el Buceador, quien, ante los evidentes contactos con la jerarquía eclesiástica del nuevo inquilino del huerto, había decidido unirlo a su cuadrilla por si pudiera serles de alguna utilidad.
– Sí.
– Ven con nosotros. Tenemos algo de vino.
Hernando aceptó y, acompañado del Buceador, se dispuso a cruzar el huerto hasta la galería del muro sur desde la puerta del Perdón, donde se había despedido de su madre. La vio pasar bajo la gran arcada, compungida, pese al proyecto de huir a Berbería que le acababa de proponer. ¿A qué venía aquella tristeza?, se preguntó.
– ¿Buceador? -inquirió unos pasos más allá, soltando por fin lo que llevaba todo el día preguntándose.
– Sí. Eso es lo que soy -sonrió el rubio-: buceador. Trabajo…, trabajaba -se corrigió-, para un capitán vasco que ostentaba la concesión real para el rescate de naves hundidas y tesoros en las costas españolas. Discutimos por unas monedas de oro que encontré lejos del pecio que estábamos rescatando en Cádiz -dijo chasqueando la lengua-, salí corriendo y logre refugiarme aquí cuando estaban a punto de pillarme.
Pese a las explicaciones que le proporcionó Pérez, que se detuvo frente al morisco para explicárselo mediante palabras y gestos, al llegar a la galería todavía Hernando no lograba entender cómo funcionaba ese imaginario artilugio de bronce bajo el que se sumergían los buceadores y que les permitía el rescate de los tesoros hundidos en la mar.
– No te preocupes -le dijo quien después se presentaría como Luis, un hombre de facciones rectilíneas y nariz quebrada que se tapaba la cabeza con un pañuelo colorado atado en la nuca-, ninguno lo hemos logrado entender todavía. Lo más probable es que sea mentira.
Pérez le soltó una patada que el otro esquivó entre risas.
A la luz de los hachones colocados en los arcos de las galerías que daban al huerto, se hallaban sentados en el suelo otros seis hombres, alrededor de una bota de vino y la comida que les suministraban sus parientes o amigos.
– Bienvenido a la galería de los niños -le saludó un rubio de pelo lacio haciéndole un sitio a su lado.
Hernando miró a lo largo de la galería, donde sólo vislumbró grupos similares.
– ¿Niños? -se extrañó al tiempo que se sentaba.
– Hace algunos años que esta galería -le explicó el del pelo lacio, Juan, un cirujano que había tratado de complementar su profesión con negocios poco claros que le llevaron a solicitar asilo ante la denuncia de algunas viudas a las que sanó su cuerpo… y sus bolsas- estaba destinada al recogimiento de los niños expósitos de Córdoba; dormían en cunas aquí mismo -añadió haciendo un amplio gesto con la mano por la galería-, hasta que una noche una piara de cerdos se comió a unas cuantas criaturas. Entonces el piadoso deán catedralicio sufragó un hospital para expósitos y devolvió la galería a los retraídos. Por eso la llaman la de los niños.
Sin poder evitarlo, Hernando recordó a Francisco e Inés. ¡Cuánto había cambiado su vida en poco tiempo! Y ahora, Azirat, su detención… De repente se encontró con los seis hombres mirándolo fijamente.
– Bebe vino -le recomendó Pedro, que todavía seguía con el torso descubierto pese al frío de la noche.
Hernando negó la bota que le ofrecía Pedro. Los sambenitos que colgaban de todas las paredes de las galerías del huerto parecían temblar en la noche con el titilar del fuego de los hachones. Centenares de ellos recordaban a los penados de la Inquisición, otorgando al lugar una imagen macabra.
– ¡Dámelo a mí! -El que estaba a su lado, que se apellidaba Mesa, moreno y de rasgos orientales, le quitó la bota de las manos y la escanció directamente en su garganta, bebiendo compulsivamente. Los tragos de vino estaban medidos, pero en esta ocasión nadie impidió a Mesa que casi acabase con él.
– Corre el rumor de que lo van a echar y entregar a la justicia -lo excusó en susurros a Hernando un hombre a quien llamaban Galo-. No sabemos por qué, pero los curas le odian. En realidad, sólo robó una cédula para poder trabajar… Será el primero del grupo al que echen.
– Un día u otro a todos nos harán lo mismo… y nos entregarán. Disfrutemos mientras podamos. -El que hablaba también se llamaba Juan, como el cirujano, y era un armero recién llegado de las Indias que había tenido ciertos problemas relativos a la misteriosa desaparición de una partida de arcabuces.
– No… -empezó a oponerse Pérez.
– ¿Quién es Hernando?
El grito resonó en el huerto. La silueta de un hombre en jarras se dibujó a la luz del fuego junto a la puerta de Santa Catalina, allí donde se iniciaba la galería de los niños.
– ¡Calla! ¡Estate quieto! -le ordenó el cirujano cuando Hernando hizo ademán de levantarse.
– ¿Quién es el hijo de puta que se llama Hernando? -volvió a gritar el hombre desde la puerta.
– ¿A qué este escándalo? -preguntó Pérez poniéndose en pie. Todos conocían al Buceador-. Vendrán los curas si continúas gritando. ¿Qué pasa con ese Hernando?
– Pasa que la catedral está rodeada de hombres del conde de Espiel en busca de ese hombre. Y pasa que me han amenazado con que si los demás tratamos de salir, nos detendrán y nos entregarán al justicia… salvo que seamos nosotros quienes les entreguemos a ese morisco.
Pese a que arriesgaban el derecho de asilo, la mayoría de los hombres retraídos se aventuraban en la noche cordobesa. El Potro estaba cerca, y allí les esperaban los naipes, los dados y las apuestas; el vino, las peleas y las mujeres. Los alguaciles y los justicias no podían apostar vigilancia permanente a las cercanías de la catedral; además, poco a poco, aunque fuera tras haber pactado condiciones más benévolas, los delincuentes eran entregados al concejo, por lo que tampoco estaban dispuestos a perder el sueño por un hatajo de desgraciados que tarde o temprano caerían en sus manos. Pero si, por un lado, el conde pagaba la vigilancia, y por otro evitaba que los retraídos disfrutasen de la noche, el asunto se complicaba.
Varios retraídos que se hallaban en otras galerías se acercaron a la puerta de Santa Catalina. En la norte, la de los niños, algunos se pusieron en pie.
– Es cierto. Yo he visto a soldados armados que merodeaban por las calles -afirmó uno de ellos.
– Parece que tú lo tienes peor que yo -afirmó Mesa haciendo una mueca con la boca después de dar otro trago de vino-, y eso que aún no llevas ni un día aquí dentro.
Hernando dudaba y se removía inquieto.
– ¡Estate quieto! -masculló el Buceador.
– ¿Quién es ese Hernando? -preguntó uno de los de la galería sur.
– ¡Hay que entregarlo a los soldados del conde! -se oyó gritar.
En la oscuridad, muchos de los retraídos cruzaron el huerto en dirección a la puerta de Santa Catalina.
– ¡Imbéciles! -En esta ocasión fue Luis quien les gritó a todos ellos-. ¿Qué os importa quién es? ¡Hernando soy yo!
– ¡Y yo! -se sumó al punto el cirujano, entendiendo adónde quería llegar su compañero.
– ¡Yo también me llamo Hernando! -afirmó el Buceador-. Si cedemos, hoy será ese tal Hernando, pero mañana podrá ser cualquiera de nosotros. Tú -añadió, señalando al más cercano-, o tú. A todos nos persigue alguien. Quizá no tengan los dineros del conde para contratar a un ejército de soldados, pero si se enteran de que nosotros mismos echamos a los nuestros… Además, es sacrilegio atentar contra el asilo, lo haga quien lo haga. ¡Mañana sería el obispo quien nos echaría a todos nosotros si lo entregásemos! Y bien contento que estaría Su Ilustrísima si pudiera expulsarnos a todos de aquí.
– Quizá tengas suerte -le dijo Mesa a Hernando ante un momento de duda que pareció asaltar a todos los presentes. Eran los dos únicos del grupo que continuaban sentados, entre las piernas de sus compañeros.
– Pero no podemos salir -insistió alguien. El murmullo que siguió a sus palabras se vio interrumpido por algunas imprecaciones-. ¡Entreguémoslo! El obispo ni siquiera se enterará.
– O quizá sí -añadió Mesa con cierto retintín, volviendo a coger la bota de vino.
– No. No podemos entregarlo -sentenció Luis dirigiéndose a la gente-. Aquellos que quieran salir, que lo hagan en grupos numerosos y por varias puertas a la vez, para dividirlos. Los soldados del conde no querrán arriesgar sus vidas si les dejáis comprobar que ese hombre no está en el grupo; nada ganan con ello, nadie les va a pagar por uno de nosotros. Mostradles vuestras dagas y puñales.
– ¡Cualquiera de nosotros puede con tres de ellos! -exclamó alguien en tono soberbio.
Otro murmullo surgió de la gente, en este caso de aprobación, y un grupo se reunió junto a la puerta, con las armas en las manos. Otros se asomaron y comprobaron cómo efectivamente los soldados del conde se amedrentaban al ver salir a varios hombres juntos y les permitían continuar su camino cuando se cercioraron de que el morisco que buscaban no estaba entre ellos. La voz corrió entre los retraídos y un nuevo grupo se apresuró en dirección a la puerta de los Deanes.
– Parece que esta vez te has librado -sonrió Mesa cuando los demás ya se sentaban.
– Os agradezco… -empezó a decir Hernando.
– Mañana -le interrumpió el cirujano-, intercederás por Mesa ante el bibliotecario.
El morisco miró al ladrón de cédulas. Sus ojos rasgados, afectados por el vino, le interrogaban.
– La fortuna es caprichosa -bromeó Hernando.
Pese a que aquellos delincuentes le prometieron seguridad, Hernando no logró conciliar el sueño durante lo que restaba de la noche, atento a cualquiera que pasara por su lado; aún corría peligro, y era consciente de que un par de coronas de oro serían más que suficientes para que muchos de los allí retraídos, que entraban y salían, peleándose o bromeando, por más sacrilegio y excomunión a la que se arriesgasen, estuvieran dispuestos a extraerlo de la catedral. Sólo un pensamiento lograba tranquilizar sus tormentos y a él se agarró tratando de evitar el recuerdo de su familia muerta o de la vida que se le había venido abajo: ¡Berbería!
El repique de campanas llamando a laudes puso en pie a todos los grupos de retraídos del huerto. Hernando se desperezó para sumarse a ellos antes de que la riada de sacerdotes, músicos, cantores y demás personal de servicio de la catedral, empezara a invadir la zona, pero se detuvo al ver remolonear a sus compañeros de noche.
– ¿No os levantáis? -preguntó al cirujano, acostado a su lado.
– Preferimos empezar mejor el día, nunca al mandato de los campaneros. Espera y verás. ¡Va una blanca a que sí! -exclamó después.
– De acuerdo -aceptó la apuesta el Buceador.
– ¡Dos a que no acierta! -apostó Luis.
– ¡Ésa es mía! -cantó Mesa.
– Mira -le indicó el cirujano, señalándole a un hombre delante de ellos, parado a tres o cuatro pasos de distancia, entre unos naranjos, en la mitad de uno de los caminos que desde la galería se internaba en el huerto.
Hernando lo observó: era calvo, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa apretada como si quisiera esconder los labios, aunque un incisivo le sobresalía entre ellos; estaba en pie, hierático, con una loseta plana de mármol en equilibrio sobre su cabeza.
– ¿Qué hace?
– ¿Palacio? Espera y lo verás.
Con la gente que entraba en el huerto entraron también algunos cerdos dispersos y bastantes perros que perseguían a los sacerdotes, en pos del aroma del desayuno que algunos curas todavía conservaban en las manos o dispuestos a lamer las losas sobre las que habían cenado los retraídos. Hernando reparó en cómo algunos de los perros escondían el rabo entre las piernas y echaban a correr a la simple vista del tal Palacio.
– ¿Por qué…?
– ¡Silencio! -le interrumpió el Buceador-. Siempre hay alguno que no lo conoce y pica.
Volvió a prestar atención en el momento en que, efectivamente, un podenco manchado y con el rabo enroscado olisqueaba los zapatos y las andrajosas calzas rojas del hombre. El perro buscó la posición revolviéndose inquieto y cuando por fin levantó la pata dispuesto a orinar sobre la pierna de Palacio, éste calculó la trayectoria e inclinó la cabeza para dejar que la losa resbalara por ella y cayese a peso sobre el lomo del animal, que vio bruscamente interrumpida su micción y salió aullando dolorido. Quieto todavía, como si saludase a la audiencia, Palacio abrió su sonrisa y mostró su incisivo sobresaliente. *
– ¡Bravo! -gritaron Mesa y el cirujano, al tiempo que extendían las manos en busca de las apuestas ganadas.
– ¿Siempre lo hace? -preguntó Hernando.
– ¡Cada día! Fijo como las campanadas -le contestó el Buceador-. Y eso que en alguna ocasión ha sido él quien ha tenido que correr delante del dueño del perro, si es que lo tiene. Esa apuesta, la de que aparezca el dueño del perro, la pagamos diez a uno entre todos -añadió riendo.
Esa noche, Hernando no durmió en el huerto.
– Ayer mismo al anochecer, probablemente al tiempo que mandaba a sus hombres a vigilar las calles que rodean la catedral, el conde ya pidió audiencia con el obispo -le explicó don Julián después del oficio de laudes y oír el relato del morisco sobre los sucesos acaecidos la noche anterior-. Tengo entendido que estaba hecho una furia. No creo que el obispo acceda a recibirlo, por lo que el conde de Espiel hará cuanto esté en su mano para apresarte, y si tiene que mandar una partida para que te secuestre, lo hará. Estoy seguro.
– ¡Para él era un simple caballo, don Julián! ¡Un desecho de las cuadras del rey! ¿Por qué ese empeño?
– No te equivoques: no es un simple caballo, ¡es su honor! Un morisco ha mancillado su nombre y su derecho; no hay mayor afrenta para un noble.
¡El honor! Hernando recordó cómo hacía años, aquel hidalgo que decía descender de los Varus romanos había llegado a jugarse la vida por la mera sospecha de que alguien osara mancillar su linaje. El recuerdo voló entonces hasta las monedas que había sacado del incauto y que luego había corrido a entregar a Fátima. ¡Su Fátima…!
– Como bien sabes -continuó don Julián interrumpiendo sus pensamientos-, además de bibliotecario soy el capellán de la de San Bernabé, una de las tres pequeñas capillas que existen tras el altar mayor. Esta noche te proporcionaré un juego de las llaves de sus rejas y mientras los porteros cierran el templo y echan a la gente, te esconderás en un armario empotrado que hay en ella y que vaciaré durante el día. Deja transcurrir un tiempo prudencial; luego sal y escóndete en algún otro lugar para dormir, pero lleva cuidado: aun con el templo cerrado, hay vigilantes, sobre todo en el tesoro.
– No debes arriesgarte tanto. Si me descubriesen…
– Ya soy viejo, y tú tienes mucho que hacer por nosotros, aunque sea desde Berbería. Has sufrido muchos reveses, Dios sabrá por qué, pero la esperanza de nuestro pueblo descansa en personas como tú.
Los retraídos no se preocuparían por sus ausencias nocturnas, trató de convencerle el sacerdote, y en cuanto a la intercesión por Mesa, el ladrón de cédulas, que Hernando no olvidó, fue recibida por el sacerdote con un gesto pesaroso y la promesa de hacer cuanto pudiera por él. Por su parte, el conde de Espiel aumentó la presión en las calles y pese a que también estaba considerado sacrilegio y causa de excomunión -lo que terminó de convencerle de la necesidad de refugiarse por las noches en el interior de la mezquita-, Aisha fue despojada de la comida que transportaba, por los esbirros del conde que vigilaban las calles. Mientras tanto don Julián, con la ayuda de Abbas, quien rogó al sacerdote que mantuviera a Hernando ajeno a su intervención, intentaban encontrar una vía de escape a Berbería, pero el conde, consciente de que aquélla era la única posibilidad del morisco, también se movía en esa dirección: sus espías, cargados de dineros y de pocos escrúpulos, pagaban o amedrentaban a todos aquellos que se dedicaban a tales menesteres.
Pese a la relativa facilidad con la que Hernando logró burlar a los porteros mientras éstos hacían salir a la gente que aún estaba en la catedral tras los oficios de vísperas, en momento alguno dejó de notar el frenético palpitar de su corazón, el sudor en sus manos y el temblor que hizo tintinear el manojo de llaves que portaba, obligándole a mover la cabeza de uno a otro lado ante lo que para él era un estruendo. Don Julián se ocupó de engrasar la cerradura y los goznes de la gran reja de la capilla de San Bernabé, excesivamente alta para la diminuta capilla.
– ¡Abandonad el templo! -escuchó que exigían los porteros alzando la voz, sin llegar a gritar, después de cerrar la reja tras de sí. A su izquierda, tras un magnífico tapiz, se escondía el armario mencionado por don Julián.
Sin embargo, Hernando se quedó hechizado por los reflejos que la luz de las lámparas de aceite que colgaban del techo de la catedral, así como del millar de velas que titilaban en las capillas y los altares, arrancaban al mármol blanco del interior de la capilla. Había pasado infinidad de veces por delante de esa capilla pero entonces, rozando con sus dedos el mármol del altar y del retablo que cubría la totalidad de su pared frontal, percibió la gran diferencia entre aquélla y todas las demás. La de San Bernabé era una joya de aquel estilo romano tan difícil de introducir en unas tierras exacerbadamente católicas como las regidas por el rey Felipe. Las diferentes escenas de los retablos en mármol blanco habían sido esculpidas por un maestro francés, como si peleasen con la profusión de colores, molduras doradas e imágenes oscuras o apocalípticas que adornaban el resto de la catedral.
Hernando respiró hondo, en un intento de impregnarse de la serenidad y belleza que reinaba en el lugar, cuando oyó cómo los porteros volvían tras haber cerrado las puertas de acceso a la catedral y comprobaban las rejas de las capillas. Oyó sus risas y sus comentarios y saltó hacia el tapiz, introduciéndose en el interior del armario justo en el instante en que los porteros se asomaban a la de San Bernabé.
Esa noche no abandonó su escondite. Rendido por el cansancio, por las muchas noches pobladas de dolorosas pesadillas, se acurrucó en el suelo y se dejó vencer por el sueño. Le despertó el alboroto que se produjo en la catedral al amanecer y no le fue difícil salir del pequeño armario: los oficios de prima se desarrollaban en el altar mayor y en el coro, al otro lado de la gran construcción en cuya parte trasera estaba la capilla. Para que no le pillasen con ellas, escondió las llaves, atándolas con un alambre herrumbroso por debajo del barrote inferior de la reja.
Tampoco abandonó el armario a lo largo de las siguientes noches, temeroso de ser descubierto: dormía medio sentado, con las piernas encogidas, dormitaba en pie o simplemente lloraba a Fátima y a sus hijos, a Hamid y a todos cuantos había perdido; disponía del largo y tedioso día para recuperar fuerzas. Despidió a sus compañeros de la primera noche sin mayores explicaciones e hizo caso omiso de su curiosidad y una mañana, algo alejado de ellos, sabiéndose observado, contempló cómo definitivamente extraían a Mesa, el ladrón de cédulas, para entregarlo a la justicia seglar, cuyos alguaciles lo esperaban en la calle frente a la puerta del Perdón. Aisha había recurrido a hermanos fieles de la comunidad para que llevaran comida a Hernando, y cada día, alguno de los muchos moriscos acudía al huerto provisto de alimentos. Aisha también tuvo que encontrar refugio junto a los moriscos, cuando sin miramientos, el cabildo catedralicio la desahució de la casa patio de la calle de los Barberos por impago del alquiler.
– Para hacerse cobro de las rentas atrasadas se han quedado con todo lo que nos dieron nuestros hermanos -sollozó-. Los jergones, los cazos…
Hernando dejó de escucharla y sintió que se rompía el último hilo que le unía con su anterior vida; allí donde había encontrado una felicidad que al parecer les estaba vetada a los seguidores de la única fe.
– ¿Y el Corán? -la interrumpió de repente, hablando sin precauciones. Fue Aisha quien, sorprendida, miró a uno y otro lado por si alguien había oído a su hijo.
– Se lo entregué a Jalil cuando me avisaron del desahucio. -Aisha dejó transcurrir unos instantes-. Lo que no le entregué fue esto.
En ese momento, discretamente, deslizó entre los dedos de su hijo la mano de Fátima, la pequeña joya de oro que su mujer lucía justo donde nacían sus pechos. Hernando acarició la alhaja y el oro le pareció tremendamente frío al tacto.
Esa noche, escondido en el armario de la capilla de San Bernabé, con lágrimas en los ojos, besó mil veces la mano de Fátima, con el aroma de su esposa vivo en sus sentidos y sus palabras resonándole en los oídos, aquellas que Fátima había pronunciado allí mismo, en la casa de los creyentes:
– Ibn Hamid, recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.
Le juró por Alá que algún día orarían al único Dios en aquel lugar santo. Apretó la joya de oro en su mano. «¡Cúmplelo suceda lo que suceda!», había insistido Fátima con seriedad. Besó una vez más la joya y notó el sabor salado de las lágrimas que empapaban sus manos y el oro. ¡Lo juró por Alá! También le juró poner a los cristianos a sus pies… y ahora Fátima estaba muerta. ¡Tenía que cumplir aquel juramento!
Abandonó su refugió y salió a la tenue luz de lámparas y velas. Intentó hacerse una idea del tiempo transcurrido, pero en el interior del armario perdía la noción. ¡Suceda lo que suceda!, se repetía una y otra vez. El templo se hallaba en silencio, salvo por los rumores de voces provenientes de la sacristía del Punto, en el muro sur, donde se guardaban los enseres para celebrar las misas que no eran cantadas, junto al tesoro y las reliquias de la catedral. A la derecha de la sacristía del Punto se ubicaba la sacristía mayor, luego el sagrario, en la capilla de la Cena del Señor y, junto a ella, la capilla de San Pedro, donde se hallaba el fantástico mihrab construido por al-Hakim II, ahora profanado y convertido en vulgar y simple sacristía.
Rodeó el altar mayor y el coro, construidos en el centro de la catedral, con el corazón desbocado, atento siempre a la entrada de la sacristía del Punto, desde donde le llegaban las voces de los guardias. Alcanzó la parte trasera de la capilla de Villaviciosa, en la misma nave en la que se encontraba el mihrab. Rodeó también la capilla de Villaviciosa hasta situarse pegado a su muro sur, justo enfrente del lugar sagrado de los creyentes, a sólo nueve columnas de distancia.
«Hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo.» El juramento que le hiciera a Fátima resonó en sus oídos. ¡Suceda lo que suceda!, le exigió ella. De repente, amparado en el bosque de columnas erigido en homenaje a Alá, se sintió extrañamente tranquilo y los murmullos de los guardias fueron dando paso a los cánticos de los miles de creyentes que habían orado al unísono en aquel mismo lugar durante siglos. Un escalofrío le recorrió la columna dorsal.
No tenía con qué purificarse: ni agua limpia ni arena. Se descalzó y con la humedad de sus lágrimas en las manos, se las llevó al rostro y se lo frotó. Luego hizo lo mismo con las manos, frotándose hasta los codos y, tras pasarlas por su cabeza, las bajó a los pies para continuar frotando hasta los tobillos.
Luego, ajeno a todo, se postró y oró.
Cada día, escondido a la mirada de las gentes, cuidaba de purificarse debidamente antes del cierre de las puertas de la catedral con el agua del aljibe del huerto, entre los naranjos. Por las noches repetía sus oraciones, intentando llegar a Fátima y a sus hijos a través de ellas.
En alguna ocasión los guardias habían salido de ronda desde la sacristía del Punto, pero en todas ellas, como si Dios le avisara, Hernando se percató a tiempo: se limitó a pegar la espalda al muro de la capilla de Villaviciosa y a permanecer inmóvil, casi sin respirar, mientras los vigilantes paseaban por la catedral charlando distraídamente.
Sus compañeros de la primera noche desaparecieron uno tras otro y sólo Palacio continuaba cada mañana, con mayor o menor fortuna, intentando acertar a los infelices perros que acudían al olor de sus calzas y zapatos.
Y mientras el juez eclesiástico decidía sobre su asilo y don Julián, infructuosamente, trataba de superar los inconvenientes que suponían para su huida la constante vigilancia y las artimañas del conde de Espiel, Hernando sólo vivía por los momentos en que se postraba en dirección a la quibla, notando que en aquel lugar tantas veces profanado por los cristianos aún se podía percibir el latido de la verdadera fe.
Noche a noche se adueñó del templo. ¡Aquélla era su mezquita! La suya y la de todos los creyentes, y nadie conseguiría arrebatárselo.
– ¡Abrid paso!
Detrás de tres porteros de maza, más de media docena de lacayos armados, ataviados con libreas rojas bordadas en oro y calzas de colores acuchilladas en los muslos, irrumpieron por la puerta del Perdón en el huerto el mismo día en que se iniciaba el invierno, la mañana de Todos los Santos.
El propio obispo de Córdoba, lujosamente engalanado y rodeado por gran parte de los miembros del cabildo catedralicio, esperaba en la puerta del Arco de las Bendiciones.
– Hoy, antes de los oficios solemnes -le había comentado don Julián a Hernando esa misma mañana ante el trajín que se desplegaba en la catedral-, tiene previsto acudir a honrar a sus muertos el duque de Monterreal, don Alfonso de Córdoba, que acaba de regresar de Portugal. -El morisco se encogió de hombros-. De acuerdo -concedió el sacerdote-, poco puede importarte, pero te aconsejo que no permanezcas en el interior del templo durante su visita. El duque es uno de los grandes de España; como descendiente del Gran Capitán pertenece a la casa de los Fernández de Córdoba y a sus lacayos no les gusta que la gente curiosee a su alrededor. ¡Sólo faltaría que te enemistases con otro grande de España!
– ¡Apartaos! -gritó uno de los lacayos del duque, empujando con violencia a una anciana que trastabilló en su huida.
– ¡Hijo de puta! -se le escapó a Hernando en el momento en que intentaba agarrar a la mujer, sin lograr impedir que ésta cayese desmadejada al suelo. Mientras la ayudaba a levantarse percibió que se había hecho el silencio a su alrededor y que varias de las personas que estaban junto a él se apartaban. Agachado, volvió la cabeza.
– ¿Qué has dicho? -espetó el lacayo, parado en el camino.
En aquella posición, con la anciana medio incorporada, agarrada a su mano, Hernando le sostuvo la mirada.
– No ha sido él -escuchó que aseveraba entonces la mujer-. Se me ha escapado a mí, excelencia.
Hernando tembló de ira ante la cínica sonrisa con que el hombre recibió las palabras de la anciana. Aun a salvo del conde de Espiel, vivía preso en espera de la ayuda de sus hermanos, recibiendo cada día la comida que podían proporcionarle como si fuese un mendigo, escuchando las desgracias que día tras día le lloraba su madre, y ahora era una mujer vieja y débil la que tenía que salir en su defensa.
– ¡Hijo de puta! -masculló cuando el lacayo, aparentemente satisfecho, hizo ademán de continuar con su camino-. He dicho hijo de puta -repitió irguiéndose y soltando a la mujer.
El lacayo se volvió bruscamente y echó mano a su daga. Aquellos que todavía no se habían apartado de Hernando, lo hicieron presurosos y varios de los lacayos que acompañaban al otro en su marcha, desanduvieron sus pasos hasta acercarse, mientras la comitiva del duque continuaba accediendo al huerto a través de la puerta del Perdón.
– ¡Enfunda tu arma! -reprendió al lacayo un sacerdote que observaba la escena-. ¡Estás en lugar sagrado!
– ¿Qué sucede aquí? -intervino uno de los acompañantes del duque. El lacayo mantenía la daga en el pecho de Hernando, ya inmovilizado por otros dos hombres.
El propio duque, precedido por un criado con un estoque con la punta hacia arriba, oculto entre mayordomo, canciller, secretario y capellán, se vio obligado a detenerse. De reojo, entre todos ellos, Hernando llegó a vislumbrar las lujosas vestiduras del aristócrata. Tras el duque esperaban varias mujeres también engalanadas para la ocasión.
– Este hombre ha insultado a uno de los servidores de vuestra excelencia -contestó uno de los alguaciles de la corte del noble.
– Esconde tu daga -ordenó el capellán del duque al lacayo tras acercarse al grupo, manoteando en el aire para quitarse de los ojos los cordones del sombrero verde que portaba-. ¿Es cierto eso? -inquirió, dirigiéndose a Hernando.
– Es cierto y me acojo a sagrado -respondió el morisco con soberbia. A fin de cuentas, ¿qué le importaban un noble o dos?
– No puedes acogerte a sagrado -afirmó el capellán con parsimonia-. Aquellos que cometen un delito en lugar sagrado no pueden beneficiarse del asilo.
Hernando flaqueó y notó que se le doblaban las rodillas. Los lacayos que le agarraban de las axilas tiraron de él.
– Llevadlo ante el obispo -ordenó el alguacil al tiempo que el capellán les daba la espalda para reintegrarse a la comitiva-. Su Ilustrísima ordenará la expulsión de este delincuente.
Si le extraían de la catedral, primero le condenaría el duque, pero después sería el conde de Espiel quien lo hiciera. ¿Qué iba a ser de él… y de su madre? ¡Berbería! Tenían que huir a Berbería. Eso era lo que preparaba don Julián. ¡Sólo podía fingir que pedía clemencia! Se dejó caer como si se hubiera desmayado y en el momento en que los lacayos se agacharon para asirle mejor, se zafó de ellos y echó a correr hacia el hombre que creía ser el duque.
– ¡Piedad! -suplicó, arrodillándose a su paso y echándose a besar sus zapatos de terciopelo-. ¡Por Dios y la santísima Virgen…! -Varios hombres saltaron sobre Hernando, lo levantaron y lo apartaron del camino del duque, quien ni siquiera se vio obligado a detenerse-. ¡Por los clavos de Jesucristo! -gritó mientras pataleaba y se revolvía entre los lacayos.
¡Por los clavos de Jesucristo!
La sorpresa apareció en el semblante del noble ante aquella última expresión y, por primera vez, se interesó en el plebeyo que tantas incomodidades estaba originando. Entonces, Hernando alzó la mirada y la cruzó con la del duque.
– ¡Quietos! ¡Soltadle! -ordenó don Alfonso a sus hombres. La comitiva se detuvo. Algunas personas se asomaron por detrás. Los miembros del cabildo empezaron a acercarse y hasta el obispo aguzó la vista para ver qué era lo que sucedía.- ¡He dicho que lo soltéis! -insistió el noble. Hernando, harapiento y sucio, quedó en pie frente al imponente duque de Monterreal. Ambos se observaron, atónitos. No fueron necesarias preguntas ni comprobaciones: al mismo tiempo los recuerdos de noble y morisco retrocedieron hasta la tienda de campaña de Barrax, el arráez corsario, en las cercanías de Ugíjar, donde estableció su campamento Aben Aboo tras la derrota de Serón.
– ¿Qué fue de la Vieja? -preguntó de repente Hernando.
Uno de los alguaciles consideró una impertinencia aquella pregunta e hizo ademán de abofetearlo, pero don Alfonso, sin dejar de mirar a Hernando, se lo impidió con un autoritario movimiento de su mano.
– Cumplió, tal y como me aseguraste.-El canciller y el secretario, hombres adustos y sobrios, dieron un respingo ante la amabilidad con que su señor trataba a aquel andrajoso. Otros miembros de la comitiva intercambiaron susurros-. Me llevó cerca de Juviles, en cuyo camino me encontraron los soldados del príncipe. Desgraciadamente, no sé más del animal. De allí, casi inconsciente, me trasladaron a Granada y luego a Sevilla para curarme.
– Estaba convencido de que la Vieja no me defraudaría -afirmó Hernando.
Ambos sonrieron.
Los rumores entre las gentes aumentaron.
– ¿Encontraste a tu esposa y a tu madre? -se interesó a su vez el noble, haciendo caso omiso de cuantos le rodeaban.
– Sí. -La respuesta de Hernando fue casi un suspiro. Había hallado a Fátima, sí, pero ahora la había perdido para siempre…
Las palabras del duque interrumpieron sus pensamientos:
– Sabed todos -proclamó, alzando la voz-, que debo la vida a este hombre al que llaman el nazareno, y que a partir de hoy goza de mi favor, mi amistad y mi eterna gratitud.
<a l:href="#_ftnref2">*</a> Con mi admiración y agradecimiento al maestro de la novela, Miguel de Cervantes, de quien he tomado prestado al «loco de Córdoba», personaje de la segunda parte de El Quijote. (N. del A.)