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Y dígoos que los árabes son una de las más excelentes gentes, y su lengua una de las más excelentes lenguas. Eligiólos Dios para ayudar a su ley en el último tiempo… Como me dijo Jesús, que ya ha precedido sobre los hijos de Israel, los que de ellos fueron infieles… que no se les levantará cetro jamás. Mas los árabes y su lengua volverán por Dios y por su ley derecha, y por su evangelio glorioso y por su Iglesia santa en el tiempo venidero.
Libros plúmbeos del Sacromonte:
Ellibro de la historia de la verdad del evangelio
(ed. de M. J. Hagerthy)
Córdoba, enero de 1595
El día había amanecido frío y encapotado, y Hernando, que a la sazón tenía ya cuarenta y un años, parecía haberse levantado de un humor tan gris como el cielo que se veía desde el patio. Miguel no podía evitar preocuparse por su señor y amigo: le notaba nervioso, desazonado, invadido por una ansiedad inusual en quien, durante siete años, desde que volvía de montar por las mañanas hasta la madrugada, solía recluirse tranquilamente en una estancia del segundo piso, convertida en biblioteca, donde los libros, los papeles y los escritos se amontonaban en mayor abundancia que las hojas de los árboles sobre el suelo en invierno.
No era sino la culminación de siete años de trabajo lo que originaba la ansiedad que Miguel observaba en Hernando en esos días. Siete años de estudio; siete años dedicado a pensar y urdir una trama que pudiera acercar a las dos grandes religiones: a cambiar la percepción que tenían los cristianos acerca de aquellos que habían señoreado los reinos españoles durante ocho siglos y a quienes ahora despreciaban. Había aprendido incluso latín para poder leer ciertos textos. Lograr el acercamiento entre ambas religiones había sido su único objetivo: había dejado de jugar a las cartas y sólo se permitía acudir de vez en cuando a la mancebía.
– ¡Los siete varones apostólicos! -había exclamado un día en el patio, hacía ya tiempo, sobresaltando a Miguel, que trajinaba con los arriates y las cañas donde brotarían las flores en primavera-. Si utilizo esa leyenda como referencia, me encajan todas las piezas, incluso la de san Cecilio de la que me habló Castillo.
El muchacho, enterado de sus manejos desde que oyó cómo Hernando se los confesaba a su madre antes de morir, compartía con indiferencia y bastante escepticismo los planes y progresos de su señor y amigo.
– ¿Acaso esperas, señor -le espetó un día en que hablaron del tema-, que yo pueda confiar en algún Dios? ¿Qué Dios es ése, sea el tuyo o el de ellos, que permite que a los niños se les rompan las piernas para obtener unos dineros de más?
Pese a ello, Hernando continuaba buscando en Miguel la posibilidad de exteriorizar sus dudas o sus progresos diarios. Necesitaba comentarlos con alguien, y Luna, Castillo y don Pedro se hallaban a leguas de distancia.
– ¿Y quiénes son esos varones apostólicos? -preguntó Miguel en tono de fastidio, aunque sólo fuera por complacerle.
– Según la leyenda que recogen algunos escritos -le explicó Hernando-, son siete apóstoles a quienes san Pedro y san Pablo enviaron a evangelizar la antigua Hispania: Torcuato, Tesifón, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio e Hiscio. Las reliquias de cuatro de ellos ya han sido encontradas y son veneradas en diversos lugares, pero ¿sabes una cosa?
Hernando dejó que la pregunta flotara en el aire. Miguel, apoyado en una de sus muletas mientras con la mano libre agarraba una rama seca, le miró con afecto: los ojos azules de su señor brillaban tanto que se obligó a cambiar de actitud y le mostró los dientes rotos en una sonrisa.
– ¿Qué, señor? Dímela.
– Que entre los tres varones apostólicos que todavía faltan por localizar se encuentra san Cecilio, de quien aseguran que fue el primer obispo de Granada. Sólo tengo que utilizar esa leyenda y hacer aparecer los restos de san Cecilio en Granada. ¡Hasta encajaría con el pergamino de la Turpiana! Podría…
– Señor -le interrumpió Miguel, dejando la rama y apoyándose en la segunda muleta-, ¿no sostienen los obispos que quien evangelizó nuestros reinos fue Santiago? Eso hasta yo lo sé, y no has nombrado a Santiago entre los siete.
– Cierto -reconoció Hernando-. Ya sé lo que voy a hacer. ¡Uniré las dos leyendas! -Y tras estas palabras, corrió escaleras arriba, como si pretendiese realizar dicha tarea en ese mismo momento.
Miguel le vio tropezar con un escalón y trastabillar para recuperarse.
– Uniré las dos leyendas -repitió el tullido con sarcasmo acercándose a un arriate de lo que serían preciosas rosas-. Uniré las dos religiones -añadió, como tantas veces había oído decir a Hernando, buscando tallos muertos que cortar-. Sólo hay una cosa que debería unirse -llegó casi a gritar en la soledad del patio-: ¡los huesos quebrados de mis piernas!
Esa gélida mañana de enero, en el patio, mientras oía a Hernando reprender a María, la morisca que les hacía las tareas domésticas, Miguel recordó esas palabras que había pronunciado en un arrebato de frustración. Al contemplar ese mismo arriate, que el año anterior había florecido y llenado el patio de aromáticas rosas, tuvo por un instante la sensación de que la naturaleza se burlaba de él. ¿Por qué todo renacía con belleza excepto sus piernas? Nunca a lo largo de toda su vida había odiado tanto su invalidez como le había ocurrido durante el último mes, al darse cuenta de que su vecina, Rafaela, turbada, posaba sus ojos inocentes en aquellas piernas deformes. La muchacha carecía de la más mínima picardía, y no conseguía evitar ciertas miradas de soslayo hacia ellas; luego, azorada, balbuceaba y desviaba la atención hacia su rostro.
Aunque llevaba mucho tiempo viéndola entrar y salir de la casa de al lado, no se había fijado en ella hasta unas cuantas semanas atrás. Era de noche, Córdoba estaba en silencio y él había acudido a las cuadras a comprobar cómo se aclimataba el nuevo potro que les acababa de traer Toribio desde el cortijo. Cinco años atrás Hernando, al ver que Volador envejecía, se había decidido a arreglar el cortijillo de Palma del Rio con la idea de cruzar a Volador con algunas yeguas de desecho que compró en las caballerizas reales. Allí también contrató a un jinete: Toribio, quien desde entonces, con más o menos acierto, se encargaba de la doma de los potros. Cuando los creía domados, los hacía llegar a las cuadras de la casa de Córdoba.
Aquella noche Miguel bajó a ver un potro que se llamaba Estudiante y era hijo, igual que César -el otro caballo que tenían estabulado en las cuadras de la casa-, de Volador y de una yegua de color fuego. Hernando estaba preocupado por los potros; por eso Miguel acudía a las cuadras con asiduidad, a cualquier hora. Lo cierto era que los animales no estaban bien domados al pesebre; eran ariscos y desconfiados y en cuanto se les montaba quedaba claro que tampoco su doma de silla había sido correcta, sino violenta y carente de arte. Toribio no tenía sensibilidad, tuvo que reconocerle un día Hernando a Miguel. Sin embargo, todos aquellos defectos consiguieron que el morisco se acercase de nuevo a los caballos para tratar de corregirlos, labor a la que dedicaba las mañanas. A partir de ese momento, Miguel percibió que su señor recuperaba su apetito y que el aire de las dehesas por las que cabalgaba hacía desaparecer el tono macilento de su rostro, fruto de tantas horas de encierro en la biblioteca.
La noche que conoció a Rafaela, Miguel había ido a comprobar que Estudiante permanecía tranquilo al lado de César. Luego giró sobre sus muletas, dispuesto a volver a su dormitorio, cuando el sonido apagado de unos sollozos le detuvo. ¿Acaso lloraba su señor? Aguzó el oído y alzó la vista hacia la biblioteca en la que Hernando continuaba trabajando; la luz de las lámparas se colaba por la ventana que daba al corredor sobre el patio. Desechó la idea. El llanto provenía del lado opuesto, donde las cuadras lindaban con el patio de la casa vecina, la del jurado don Martín Ulloa. Estuvo a punto de retirarse sin darles mayor importancia, pero aquellos suspiros de tristeza le hicieron pensar en los sollozos de sus hermanos durante las noches: reprimidos para que no los escuchasen sus padres, apagados por el miedo de suscitar nuevos golpes. Miguel se acercó al muro de separación. Alguien lloraba con tristeza. Los sollozos, que ahora se le presentaron con nitidez, imploraban al cielo igual que lo habían hecho los de sus hermanos… Y los suyos propios.
– ¿Qué te pasa? -Presentía que era una joven. Sí, sin duda. Se trataba del llanto de una muchacha.
Nadie contestó. Miguel oyó cómo alguien sorbía los mocos, esforzándose por acallar unos gemidos que, a su pesar, se trocaron en hipidos incontenibles.
– No llores, niña -insistió Miguel al otro lado del muro, pero fue en vano.
Miguel alzó la vista al cielo estrellado de Córdoba. ¿Qué edad tendría en aquel entonces su hermana ciega? La última vez que la vio debía de contar cinco o seis años: los suficientes como para darse cuenta de que su vida era diferente de la de los demás niños que reían por las calles. Miguel susurró a la muchacha las mismas palabras que le había dicho a su hermana, años atrás, en la oscuridad del húmedo y nauseabundo cuartucho que compartían con sus padres:
– No llores, mi niña. ¿Sabes? Érase una vez una niña ciega -empezó a contarle entonces, recostándose contra el muro y recordando con melancolía, palabra a palabra, la primera historia que inventó para su hermana pequeña-, que con los brazos extendidos al aire daba muchos saltos para tocar ese maravilloso cielo estrellado que todos decían que estaba por encima de sus cabezas y que ella no podía ver…
Así, hablaron varias noches seguidas a través del muro: Miguel, con sus historias, arrancando sonrisas que no alcanzaba a ver, mientras aquella muchacha se dejaba mecer por una voz que durante un rato le hacía olvidar sus desdichas.
– Tú eres el… -susurró una noche.
– El cojo -afirmó Miguel con un suspiro de tristeza.
Por fin, varios días después, se conocieron. Miguel la invitó a ver los potros; había llegado a contarle mil historias sobre ellos. Rafaela salió subrepticiamente de su casa por una antigua portezuela que casi no se utilizaba y que daba al callejón que moría en el portón de salida de las cuadras de Hernando. Miguel apretó los labios y la esperó erguido sobre sus muletas. Pese a que sólo tenía que cruzar dos pasos, ella llegó a las cuadras embozada en una capa negra. Miguel nunca la había visto tan de cerca: la muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años; tenía largos cabellos castaños que le caían sobre los hombros, una mirada dulce y una nariz pequeña sobre labios finos. Esa noche, por fin, cara a cara, ella le contó el porqué de sus sollozos. Su padre, el jurado don Martín Ulloa, no tenía dinero para dotar a sus dos hijas y al mismo tiempo costear los gastos de sus dos pretenciosos hijos varones.
– Se creen hidalgos -comentó Rafaela con resquemor-, y no son más que los hijos de un fabricante de agujas cuyo padre consiguió con malas artes una juraduría. Mi padre, mis hermanos, mi madre incluso, actúan como si fueran nobles de cuna.
Por ello, don Martín había decidido que la primogénita, la tímida y seria Rafaela, que no parecía ser capaz de atraer a un buen partido, ingresase en un convento; así él podría concentrar la dote en una sola de sus hijas, la pequeña, más agraciada y, según todos, más coqueta. Pero el jurado tampoco tenía dinero para donar a las órdenes de religiosas con las que negociaba el ingreso de su hija, y Rafaela veía que iba a terminar encerrada, en calidad de vulgar criada, al servicio de las monjas más pudientes: la única salida que se le presentaba a una piadosa joven cristiana soltera y sin recursos.
– Oí cómo lo comentaban mi padre y mis hermanos. Mi madre estaba presente, pero callada, sin oponerse a ese mercadeo. Si cualquiera de ellos ahorrase en sus fatuos dispendios… ¡Me tratan como a una apestada!
Odiando sus piernas deformes, noche tras noche, Miguel se sorprendió al observar que los ariscos potros se dejaban acariciar por Rafaela, entregados a sus dulces susurros y caricias hasta que una noche, por primera vez en su vida, con la muchacha sentada frente a él, sobre la paja, le fallaron las palabras con las que acostumbraba a urdir sus historias; sólo deseaba acercarse a ella y abrazarla, pero no se atrevía; ¿cómo hacerlo con aquellas piernas? Cuando volvió a quedarse a solas, meditó durante el resto de la noche. ¿Qué podía hacer él por aquella desgraciada joven que merecía un destino mejor?
Los ángeles dijeron a María: Dios te ha escogido, te ha dejado exenta de toda mancha, te ha elegido entre todas las mujeres del universo.
Corán 3,42
Una mañana de aquel enero de 1595, Hernando se dispuso a ensillar a Estudiante.
– Me voy a Granada -anunció a Miguel.
– Señor, ¿no sería mejor que montases a César? -sugirió éste-. Está más…
– No -le interrumpió Hernando-. Estudiante es un buen caballo y le vendrá bien el viaje. Tendré tiempo para enseñarle y entrenarle. Además, así me distraeré durante el camino.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Hernando le miró con la cabezada en la mano, dispuesto a ponerle el freno a Estudiante, y sonrió.
– ¿No eres tú el que sabes cuándo vuelven o no vuelven los animales y las personas? -le dijo, tal y como acostumbraba a hacer cada vez que salía de viaje.
Miguel esperaba aquella réplica.
– Bien sabes que contigo no me sirve, señor. Hay cosas que hacer, decisiones que tomar, cobrar a los arrendatarios, y necesito saber…
– Y encontrarte con tu visitante nocturna -le sorprendió. Miguel enrojeció. Trató de excusarse, pero Hernando no se lo permitió-. Yo no tengo nada que objetar, pero ten cuidado con su padre: si se enterase, sería capaz de colgarte de un árbol y me gustaría encontrarte sano y salvo a mi regreso.
– Es una muchacha muy desgraciada, señor.
Hernando acababa de embocar el freno a Estudiante, que respondió mordisqueando el hierro sin cesar.
– Este Toribio nunca entenderá lo de los palos con miel -se quejó ante el vicio del potro-. ¿Desgraciada? ¿Qué le pasa a esa joven? -preguntó entonces, en tono distraído.
El silencio que siguió a su pregunta le obligó a detenerse, en esta ocasión con el recado de montar en sus brazos. Hernando intuyó que Miguel quería contarle algo; llevaba intentándolo desde hacía días, pero él tenía otras cosas en la cabeza. Al ver su semblante triste, Hernando suspiró y se acercó a su amigo.
– Te veo preocupado, Miguel -le dijo mirándole a los ojos-. Ahora no puedo demorarme, pero te prometo que cuando regrese hablaremos de ello.
El joven asintió en silencio.
– ¿Ya has puesto fin a lo que estabas escribiendo, señor?
– Sí. Yo he terminado. Ahora -añadió después de hacer una pausa- le corresponde actuar a Dios.
Pero Hernando no se dirigió a Granada como había dicho. En lugar de salir de Córdoba por el puente romano, lo hizo por la puerta del Colodro y tomó la ruta de Albacete hacia la costa mediterránea, en dirección a Almansa desde donde tenía intención de encaminarse al norte, hacia Jarafuel. Desde el primer momento, Estudiante se mostró arisco y huidizo. Le dejó hacer, soportando sus espantadas y sus hachazos en el freno mientras cabalgaba por los transitados alrededores de Córdoba. Más tarde, al dejar atrás el cruce con el camino de las Ventas que llevaba a Toledo, lo espoleó para ponerle a galope tendido e iniciar una frenética carrera en la que sólo mandó la violencia del jinete. Bastaron dos leguas. Pese al frío del invierno, el caballo sudaba cuando cruzó el puente de Alcolea; resoplaba por los ollares pero, sobre todo, se había entregado ya a sus espuelas. A partir de allí anduvieron al paso; le quedaban cerca de sesenta leguas hasta llegar a Almansa y se trataba de un viaje largo y pesado, como había tenido oportunidad de comprobar hacía unos meses, tras un viaje a Granada por el asunto del martirologio. El nuevo arzobispo, don Pedro de Castro, seguía encargándole informes tal y como había hecho su difunto antecesor.
Había sido Castillo quien le aconsejó que se dirigiera a Jarafuel. Este pueblo, junto con Teresa y Cofrentes, estaba situado en el linde occidental del reino de Valencia, al norte de Almansa, en un fértil valle cuyas aguas iban a unirse al río Júcar; al otro lado del valle se alzaba la Muela de Cortes. Pero lo importante era que esos lugares eran mayoritariamente moriscos.
– No tengo pergaminos antiguos -se había quejado en su anterior viaje a Granada, reunido con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada, bajo los reflejos verdes y dorados del artesonado del techo-. De momento lo estoy escribiendo todo en papel normal, pero…
– No deberíamos utilizar pergaminos -alegó Luna, que acababa de publicar la primera parte de su obra La verdadera historia del rey Rodrigo, originando una acerada polémica entre los intelectuales de toda España. Desgraciadamente para el escritor, las opiniones más desfavorables a la positiva visión árabe que proponía en su obra fueron encabezadas precisamente por un morisco, el jesuita Ignacio de las Casas-. Algunos intelectuales han tachado el pergamino de la Turpiana de falso, arguyendo que no era antiguo…
– Antiguo sí que lo era -le interrumpió Hernando con una sonrisa-, por lo menos de la época de al-Mansur.
– Ya, pero no lo bastante -terció Castillo-. Utilicemos otro material que no sea papel o pergamino: oro, plata, cobre…
– Plomo -apuntó don Pedro-. Es fácil de conseguir y se utiliza mucho en orfebrería.
– Los griegos ya escribían sobre láminas de plomo -indicó Luna-, es un buen material. Nadie podrá decir si es antiguo o actual, sobre todo si lo pasamos por un baño de estiércol, como ya hizo nuestro amigo con el de la Turpiana.
Hernando se sumó a las sonrisas de sus compañeros.
– En el reino de Valencia, en Jarafuel -dijo Castillo-, conozco a un orfebre que, a pesar de la prohibición, continúa trabajando en secreto las joyas moriscas. También conozco al alfaquí del pueblo. Ambos son de confianza. Binilit, el orfebre, se dedica a elaborar manos de Fátima y patenas con lunas e inscripciones en árabe para el bautizo de los recién nacidos. También fabrica ajorcas, pulseras y collares en los que cincela aleyas y magníficos grabados moriscos, como los que lucían nuestras mujeres antes de la conquista cristiana. Estoy seguro de que estará en disposición de pasar esos escritos a láminas de plomo.
– Algunos están en latín -explicó entonces Hernando-, pero para otros, los escritos en árabe, he utilizado complicados caracteres puntiagudos, con una caligrafía desconocida que he inventado yo mismo, basándome en la imagen de los vértices de la estrella del Sello de Salomón: el símbolo de la unidad. He pretendido apartarme de cualquier estilo posterior al nacimiento del profeta Isa.
Don Pedro asintió complacido; Luna premió la idea con un par de aplausos corteses.
– Te aseguro que el maestro Binilit -insistió Castillo- posee la suficiente destreza como para cincelar sobre el plomo cualquier escrito que le presentemos.
Hernando había podido comprobar las habilidades de Binilit en su anterior visita a Jarafuel. Buscó a Munir, el alfaquí del pueblo, un hombre sorprendentemente joven para la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros, y juntos se encaminaron al diminuto taller del viejo orfebre. Cuando llegaron, Binilit estaba trabajando en una mano de Fátima que le habían encargado para una boda: colocó una lámina de plata sobre un molde de hierro rehundido y, sobre ésta, otra lámina de plomo que fue martilleando con precisión hasta extraer la joya, limpia y lisa, en la que empezó a cincelar dibujos geométricos. Mientras tanto, el alfaquí, ya advertido por Castillo, le explicaba lo que se esperaba de él.
– Se trata de un trabajo secreto del que puede depender el futuro de nuestro pueblo en estas tierras -terminó diciéndole Munir.
Binilit asintió y abandonó por primera vez la atención que tenía puesta en la joya.
Abstraído en el arte del platero, Hernando aprovechó ese momento para deleitarse en su trabajo. Binilit le animó a coger la pieza de plata; Hernando pensó que se parecía a la mano de Fátima que tan celosamente escondía en la biblioteca. La sopesó. Quizá pesaba algo menos. Deslizó las yemas de los dedos por los inacabados dibujos. ¿Qué muchacha la luciría en secreto? ¿De qué andanzas sería testigo aquella joya? Los recuerdos de las suyas propias con Fátima le arrancaron una sonrisa nostálgica.
– ¿Te gusta? -preguntó Binilit tornándole a la realidad.
– Maravillosa.
Permanecieron unos instantes en silencio.
– Déjame ver esos escritos -le rogó el platero.
Hernando devolvió la mano a su lugar y le entregó los papeles que llevaba. El maestro los examinó: primero con cierta displicencia, pero después, tras fijarse en los sellos de Salomón dibujados en varios de los escritos, en los caracteres puntiagudos con que aparecían trazadas las letras árabes y de descifrar alguna que otra frase al azar, entornó los ojos y se enfrascó en ellos como si le hubieran propuesto un reto.
– Hay veintidós conjuntos de escritos -explicó Hernando-. Algunos, como verás, de una sola hoja; otros son más extensos.
El orfebre revisó una y otra vez los papeles, extendiéndolos sobre la pequeña mesa de trabajo, calculando mentalmente su extensión, imaginando ya cómo podían quedar cincelados sobre láminas de plomo. De repente se centró en unas hojas de caracteres ilegibles que no estaban escritas ni en latín, ni con la curiosa caligrafía árabe utilizada por Hernando.
– ¿Y esto? -inquirió.
– Lo llamo el Libro Mudo. No tiene sentido. Como verás, sus caracteres son totalmente indescifrables; me ha costado lo mío inventar letras sin sentido. En otro de los libros -Hernando revolvió entre los papeles-, en éste, en el de la Historia de la verdad del evangelio, se anuncia que el contenido del Libro Mudo será dado a conocer más adelante; ambos se complementan -continuó explicando Hernando. Dudó si contar también que aquel contenido no sería otro que el del evangelio de Bernabé; decidió no hacerlo-. Pero eso será el día en que los cristianos estén preparados para recibir el verdadero mensaje, aquel que no ha sido tergiversado por sus papaces, el que demuestra que sólo hay un único Dios.
Mientras Binilit asentía con un murmullo, Hernando dejó vagar la idea que había guiado sus pasos: aquellos plomos eran un ingenioso rompecabezas elaborado alrededor de una figura central, la Virgen María, que, uno tras otro, conducían hasta un final aparentemente sin salida: el Libro Mudo, el Evangelio de la Virgen, escrito en una lengua incomprensible, que dejaría perplejos a quienes lo estudiaran. Sin embargo, tal y como acababa de explicar a Binilit, en otro de los plomos se anunciaba la aparición de un texto que aclararía el misterio. Aquél sería el evangelio de Bernabé, que él tan celosamente guardaba. Cuando los plomos fueran aceptados, y con ellos aquel enigmático Libro Mudo, el evangelio de Bernabé, con su contenido cercano al islamismo, resplandecería como la única e incuestionable verdad.
– De acuerdo -convino el platero sacándole de sus pensamientos-. Os avisaré cuando los tenga hechos.
Hernando echó mano a su bolsa para pagar los trabajos, pero el maestro le detuvo.
– No cobro por mis joyas más que lo necesario para llevar una vida sobria y frugal; ya soy viejo. Lo único que pretendo es que los musulmanes puedan seguir luciendo los adornos de sus antepasados. Así pues, me pagarás cuando los cristianos acepten la palabra revelada.
En aquel segundo viaje, Hernando llegó a Jarafuel tras cuatro días de viaje en los que fue sumándose a las caravanas de mercaderes o arrieros que encontraba en las ventas donde hacía noche. Aquellos caminos podían deparar desagradables encuentros con cuadrillas de bandoleros, pero también con todo tipo de gentes que los frecuentaba: infinidad de frailes y sacerdotes que se desplazaban entre conventos, titiriteros que iban de pueblo en pueblo para ofrecer sus espectáculos, extranjeros y gitanos, picaros, y un sinfín de mendigos expulsados de las ciudades y que pedían limosna a viajeros y peregrinos.
En la tercera jornada, Hernando hizo noche en la misma Al-mansa. Allí debía abandonar la transitada y antigua vía romana para internarse a lo largo de cinco leguas por senderos, y quería hacerlo de día.
Al día siguiente, ya de camino, fue Estudiante el que receló y le avisó del peligro. Caminaba al paso por una vereda solitaria a lo largo del fértil valle rodeado de altas montañas; el castillo de Ayora se alzaba ante sus ojos, sobre un risco, a una legua de distancia. Sólo se oía su propio caminar en el momento en que Estudiante irguió las orejas e hizo ademán de no querer continuar. Hernando escrutó los alrededores: no se percibía movimiento alguno, pero Estudiante caminaba reacio, atento, en tensión, volviendo las orejas, tiesas, hacia uno y otro lado. El caballo parecía pedírselo, porque en el mismo momento en que decidió confiar en el instinto del animal, antes incluso de clavarle las espuelas, Estudiante dio una lanzada hacia delante y se puso a galope tendido; Hernando se tendió sobre su cuello. Sólo unos pasos más allá, de ambos lados del camino surgieron varios hombres armados, cuyos rostros ni siquiera llegó a vislumbrar. Uno de ellos se apostó desafiante en el centro de la vereda con una vieja espada en la mano. Hernando gritó y espoleó con fuerza a Estudiante. El hombre dudó, pero optó por saltar para apartarse del frenético galope del animal; pese a ello, Hernando, con la mirada clavada en la herrumbrosa espada del bandolero, quebró el galope de Estudiante justo a la altura de su atacante para lanzarle el caballo encima y así impedir que descargara el golpe de espada a su paso. Estudiante respondió con agilidad, como si de sortear las astas de un toro se tratase, y el bandido salió despedido más allá del camino. Luego reinicio el galope y Hernando volvió a tumbarse sobre el cuello del caballo, para esquivar dos disparos de arcabuz. Las pelotas de plomo silbaron en el aire, muy cerca de él.
– Volador puede estar orgulloso de ti -le felicitó después, palmeando el cuello del caballo, con el castillo de Ayora ya sobre sus cabezas.
Continuó hasta Jarafuel, adonde llegó sin ningún otro incidente. Buscó al joven alfaquí y, con él, se dirigió al taller de Binilit. Dejaron a Estudiante atado en un pequeño huerto situado en la parte posterior de la casa de Munir.
– ¿Has venido solo? -le preguntó el alfaquí mientras iban en dirección al taller.
– Sí. Y además he tenido un mal encuentro a la altura de Ayora…
– No lo preguntaba por eso -le interrumpió el alfaquí-, aunque buscaré a alguien que, por lo menos, te acompañe de vuelta a Almansa; yo mismo puedo hacerlo. No. Lo decía porque no sé cómo te vas a llevar tú solo todo lo que ha preparado el maestro Binilit. Ha hecho un gran trabajo.
Hernando no había previsto que una cosa era transportar papeles y otra muy diferente llevar láminas de plomo, así que en Córdoba se limitó a coger unas alforjas que había colgado de la grupa de Estudiante y atado a la parte posterior de la montura. Ya en el taller de Binilit, no pudo impedir que se le escapase un silbido de sorpresa ante el trabajo que le mostró el orfebre: habría cien o doscientas láminas… ¡Quizá más! Se trataba de medallones de plomo de casi medio palmo de diámetro en los que el maestro había cincelado los escritos proporcionados por Hernando. Estaban amontonados en pilas en una esquina del taller. ¡Era imposible transportar todo aquel volumen y peso en unas simples alforjas!
Cogió uno de los medallones al azar, el primero de una pila: El libro de los fundamentos de la Iglesia, lo había titulado Hernando en sus escritos. Sopesó el medallón de plomo en su mano y luego observó el trabajo del orfebre. ¡Magnífico! Binilit había trasladado con precisión sus letras puntiagudas a aquella pequeña lámina.
– A María no le tocó el pecado primero -sentenció el alfaquí. Hernando se volvió hacia él-. He pasado muchos días aquí -explicó-, leyendo… más bien tratando de interpretar tus escritos. Has omitido la puntuación y las vocales.
– En aquella época todavía no se utilizaban. -El alfaquí hizo ademán de intervenir, pero Hernando continuó hablando. Binilit escuchaba con atención-. Además, nuestro mensaje no debe ser directo, debe moverse en la ambigüedad. En caso contrario, los cristianos desecharían de inmediato los libros.
– Sin embargo, las referencias a María son claras -arguyó Munir.
– En ese aspecto no existe ningún problema. Los cristianos aceptarán la intervención de la Virgen sin dudarlo -afirmó, contundente, Hernando-; la figura de María es probablemente el único punto de unión entre ambas religiones que aún no ha sido mancillado. Además, en España existe un clamor para que la Iglesia, de una vez por todas, eleve a dogma de fe la concepción sin pecado de María. Los textos apoyan esa idea, así que los utilizarán. Como habrás comprobado, María se convierte en el eje central de todos los libros. Ella está en posesión del mensaje divino, que traslada a Santiago y a los demás apóstoles tras la muerte de Isa; es ella quien ordena a Santiago la evangelización de España y es ella la que le entrega un evangelio, el Libro Mudo, ilegible, que algún día saldrá a la luz, cuando los cristianos lleguen a comprender que sus papas han subvertido la palabra de Dios. Todo ello llegará a través de un rey de los árabes.
– ¿Qué ganamos si los cristianos no llegan a entender el mensaje? -inquirió entonces el orfebre-. Podrían interpretarlo a su conveniencia.
– Y lo harán. No os quepa duda alguna -afirmó Hernando.
Binilit abrió las manos en dirección a las pilas de medallones, casi como si se sintiera defraudado después de tanto trabajo.
– Eso es lo que nos interesa, Binilit -trató de tranquilizarle Hernando-. Si los cristianos interpretan todos estos libros a su conveniencia, se verán obligados a reconocer que tanto san Cecilio, el patrón de Granada, como su hermano, san Tesifón, eran árabes; ambos vinieron con Santiago a evangelizar España. ¡El patrón de Granada, un árabe! Por más que lo intenten, no pueden tomar unas partes de los libros como buenas y hacer caso omiso de aquellas otras que pudieran no interesarles. También tendrán que reconocer, como dice la Virgen María, que la lengua árabe es la más sublime de todas las lenguas. Para aprovecharse del contenido de los libros tendrán que pasar por reconocer esas ideas y muchas más que aparecen en ellos. Es un buen método de acercamiento entre ambos pueblos; quizá pudiéramos conseguir que se nos levantase la prohibición de hablar en nuestra lengua. Es más, si san Cecilio era árabe, ¿a qué ese odio hacia nuestro pueblo? -Munir asintió pensativo-. Muchos serán los que tendrán que volver a considerar sus escritos y opiniones. ¡Cristianos y musulmanes creemos en el mismo Dios! Eso es algo que la mayoría del pueblo llano no sabe y que sus sacerdotes le esconden, despreciando constantemente al Profeta. Pero en cualquier caso, Binilit, todo esto es sólo un paso más después de lo de la Turpiana; no es el definitivo. En el momento en que se dé a conocer el verdadero contenido del Libro Mudo, el evangelio que no ha sido tergiversado por los papas, todos esos aspectos ambiguos que se incluyen en el texto de muchos de estos libros, como por ejemplo las sucesivas profesiones de fe musulmanas y la naturaleza de Isa, deberán interpretarse conforme a nuestras creencias.
– Pero ¿cómo puede llegar a conocerse el contenido de un libro ilegible? -inquirió el platero.
– No podrá descifrarse este texto -explicó Hernando-: nos basta que sea aceptado como el evangelio de la Virgen. Si los cristianos aceptan los plomos, tendrán que aceptar también la llegada de ese rey árabe que se anuncia en ellos y que dará a conocer el verdadero evangelio, aquel que ningún Papa o evangelista ha podido falsear. Y nadie podrá sostener que lo que afirma ese evangelio está en contradicción con el contenido del Libro Mudo… Así, el círculo se cerrará: el Libro Mudo, o evangelio de la Virgen, que habrá permanecido como un enigma, encontrará la solución en ese evangelio llegado de tierras árabes. Nadie podrá cuestionar este último sin poner en tela de juicio todo lo anterior, que ya habría sido aceptado.
«Nadie podrá cuestionar entonces el evangelio de Bernabé», dijo para sus adentros.
Hernando pasó la noche en casa de Munir, donde tuvo oportunidad de rezar con un alfaquí, algo que no hacía en mucho tiempo.
Luego se enfrascaron en una íntima y profunda conversación que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. En aquellas zonas perdidas del reino de Valencia se mantenían más vivas sus creencias. Los señores, pendientes sólo de los beneficios que les reportaban los moriscos, se mostraban indulgentes hacia su forma de vida, y no existía sacerdote capaz de evangelizarlos.
Por la mañana, el propio Munir y dos jóvenes moriscos lo acompañaron hasta las cercanías de Almansa, adonde llegaron cuando anochecía. Hernando se dirigió a la ciudad en busca de un mesón y compañía con la que iniciar el viaje hasta Granada; los moriscos, pese al frío del invierno, se dispusieron a pernoctar a la intemperie, escondidos, ya que no disponían de las cédulas necesarias para abandonar Jarafuel.
– Que el que guía el camino recto te acompañe y te lo revele -se despidió el alfaquí.
Tardó cuatro días en llegar a Granada. Lo hizo alternativamente acompañado de mercaderes, frailes y soldados que se dirigían a Murcia o a la ciudad de la Alhambra. En las alforjas portaba algo más de veinte medallones de plomo cuidadosamente elegidos entre los montones cincelados por Binilit. Optó por dos de los libros: Los fundamentos de la Iglesia y La esencia de Dios, además de una serie de plomos que anunciaban el martirio de varios de los discípulos de Santiago, entre ellos el de san Cecilio, escrito en el que Hernando había incluido una referencia al hallazgo de la Turpiana, ardid mediante el que trataba de otorgar al pergamino la credibilidad que algunos estudiosos seguían poniendo en entredicho.
Antes de partir, prometió al orfebre que él o sus amigos granadinos se encargarían de recoger los plomos que faltaban. A lo largo de aquellas jornadas de viaje, alardeó en público de sus trabajos para el arzobispado de Granada, mostrando la cédula que le permitía desplazarse con libertad y algunos escritos de lo que calificó como atroces crímenes de las Alpujarras y que llevaba en las alforjas, para ocultar los plomos. ¿Quién iba a atreverse a hurgar en ellas sabiendo que contenían escritos sobre los mártires de las Alpujarras?
En cualquier caso, no se separó de las alforjas, y en las ventas del camino dormía con la cabeza apoyada sobre ellas.
Perdió una jornada entera en Huéscar, población a la que llegó un sábado al anochecer. El domingo acudió a misa mayor y se entretuvo el resto de la mañana en espera de que el sacerdote le certificara el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, documento que debería presentar al párroco de Santa María a su regreso a Córdoba. Durante la espera en la iglesia, tres frailes franciscanos descalzos, enterados por el sacerdote de que estaba de paso hacia Granada, le procuraron su compañía puesto que llevaban el mismo camino.
– Como bien comprenderéis -alegó cuando excusó su viaje en el martirologio de las Alpujarras y los franciscanos le pidieron ver los escritos-, son confidenciales. Hasta que el arzobispo no les dé su visto bueno, nadie debe leerlos.
Así pues, Hernando realizó la última parte del viaje acompañado de aquellos tres franciscanos quienes, pese al intenso frío invernal, sólo vestían un basto hábito pardusco tejido en lana burda, del color de la tierra, símbolo de humildad. En el camino, al tiempo que le mostraban una cédula especial, le explicaron que debían obtener el permiso del provincial de la orden para no ir descalzos y usar unas alpargatas abiertas en su parte superior. Durante las dos jornadas en las que caminó junto a ellos, se sorprendió de la austeridad y extrema pobreza en la que vivían los «descalzos», que aprovechaban cualquier encuentro para pedir limosna. Admiró la frugalidad de su alimentación y su estoica forma de vida, que les llevaba incluso a dormir sobre el mismo suelo.
Se despidió de los frailes a la entrada de Granada, una vez superada la puerta de Guadix, por encima del Albaicín. Desde allí, descendió por la carrera del Darro en dirección a la Plaza Nueva y a la casa de los Tiros. A su derecha quedaba la ladera en la que se alzaban los cármenes de Granada, velados por la bruma en aquel día de invierno granadino. ¿Qué habría sido de Isabel? Hacía siete años que no la veía. En los esporádicos viajes que durante ese tiempo había hecho a Granada para entrevistarse con don Pedro, Miguel de Luna o Alonso del Castillo, o para entregar algún escrito sobre los mártires, no quiso volver a insistir, respetando la negativa envuelta en lágrimas con la que ella se había despedido en su último encuentro, a la salida de la iglesia.
Azuzó a Estudiante para que avivase el paso. ¡Siete años! Sí, gozaba de la pelirroja de la mancebía, incluso de alguna otra mujer, pero jamás había llegado a olvidar la última noche que pasó junto a Isabel, cuando, los dos en el lecho, estuvieron a punto de rozar el cielo. Entre la bruma creyó ver la terraza del carmen del oidor que se abría a la ladera del Darro. Con la mirada clavada en la terraza, sintió una repentina debilidad en todo su cuerpo y apoyó sus manos sobre la cruz de Estudiante que, libre de mando, se detuvo para mordisquear el verde que nacía a la vera del camino, con las aguas del Darro corriendo a sus pies. Había trabajado duramente para su Dios, pero ¿qué tenía? Sólo recuerdos… el de Isabel, bella y sensual; el de los seres queridos que habían muerto: su madre, Hamid… Fátima y sus pequeños. Su vida se había centrado en un sueño: unir a dos religiones enfrentadas y demostrar la supremacía del Profeta. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Quién se lo agradecería? ¿La comunidad que le rechazaba? El segundo paso después de la Turpiana ya estaba dado. ¿Y ahora? ¿Y si no obtenía éxito? ¡Fátima! Los ojos negros almendrados de la muchacha revivieron en su memoria; su sonrisa; su resuelto carácter; la joya de oro colgando entre sus pechos y las noches de amor vividas junto a ella. Hernando no hizo nada por impedir que una lágrima corriese por su mejilla mientras permitía que sus recuerdos volaran hacia Francisco e Inés jugueteando en el patio de la casa de Córdoba, estudiando con Hamid, aprendiendo, riendo o mirándole en silencio, atentos y felices.
¡Necesitaba decirlo! Necesitaba oírse a sí mismo reconociendo la verdad.
– Solo. Estoy solo -murmuró entonces con la voz tomada, al tiempo que tironeaba de las riendas para que Estudiante dejase de morder el verde y emprendiese la marcha de nuevo.
Entretanto, en la casa de Córdoba, Miguel seguía reuniéndose con Rafaela todas las noches, pero las historias que le contaba ya no versaban sobre seres fantásticos, sino que tenían un único protagonista: Hernando, su señor, el apuesto dueño de la casa. Rafaela escuchaba embobada los relatos del joven tullido. Hernando había sido un héroe, había salvado a muchachas durante la guerra, había luchado y sobrevivido a numerosos peligros. Casi lloró cuando Miguel le contó las muertes de su esposa y de sus hijos a manos de unos crueles bandidos… Y él sonreía con cierta tristeza, al ver cómo aquella joven, casi sin darse cuenta, poco a poco, iba sintiéndose cautivada por el protagonista de sus relatos.
Hernando había decidido no permanecer en Granada más tiempo del que necesitara para hacer entrega de los plomos. Después de siete años de estudio y de trabajo, en el mismo momento en que hubo puesto su obra a disposición de don Pedro, Luna y Castillo, quienes le esperaban en la casa de los Tiros, le asaltaron las dudas acerca de la posible efectividad de sus esfuerzos y trabajo.
Los tres hombres tomaron los medallones con solemnidad y fueron pasándoselos de mano en mano, enfrascados en su contenido. Hernando los dejó hacer, incluso se separó de ellos unos pasos hasta situarse frente a una de las ventanas de la Cuadra Dorada. Se perdió en la contemplación del convento de los franciscanos que se abría frente al palacio de los Tiros. ¿Una fantasía?, se preguntó entonces. El país entero se hallaba invadido por leyendas, mitos y fábulas. Los había leído y estudiado; él mismo llegó a copiar centenares de profecías moriscas, pero todo aquello sólo calaba en las mentes crédulas de un pueblo ignorante, ya fuera cristiano o musulmán, que gustaba de entregarse a todo tipo de sortilegios y hechizos.
Tan sólo hacía unos días, en Jarafuel, a la vista de la Muela de Cortes al otro lado del valle, mientras hablaban del futuro de los moriscos en España, Munir le contó de una profecía que Hernando no conocía y que se hallaba muy extendida por aquellas tierras: creían los lugareños que un día acudiría a liberarles el caballero moro al-Fatimi o Alfatimí, que se hallaba escondido en aquella sierra desde época de Jaime I el Conquistador, hacía más de trescientos años.
– En lo que no se pone de acuerdo la gente -se lamentó el joven alfaquí- es en si el caballero moro es verde o lo que es verde es su caballo; hay algunos que sostienen que ambos son verdes: caballo y caballero.
Un caballero verde de más de trescientos años que acudiría en su salvación… ¡Ingenuos!
Se volvió hacia sus compañeros de la Cuadra Dorada, que examinaban los plomos con detenimiento. Negó con la cabeza antes de volver a mirar a través de la ventana. Los plomos eran algo muy distinto. No se trataba de simples profecías. Los plomos estaban llamados a cambiar el mundo de las creencias religiosas, a minar los fundamentos de la Iglesia cristiana. Obispos, sacerdotes, frailes e intelectuales, hombres doctos e instruidos, se volcarían en su contenido. ¡El asunto llegaría con seguridad hasta la misma Roma! Era algo que jamás había llegado a plantearse mientras trabajaba, dejando volar la imaginación para unir tradiciones, historias y leyendas en torno a la Virgen, entrelazando vidas de santos y apóstoles, moviéndose en la ambigüedad entre una y otra religión, dejando gazapos aquí y allá. ¿Quién era él para cambiar el curso de la historia? ¿Acaso Dios le había iluminado? ¿A él? ¿Al aprendiz de arriero de un humilde pueblo de las Alpujarras? ¡Pedante! ¡Soberbio!, pensó. Entonces recordó cuanto constaba escrito en aquellos pequeños medallones y le pareció zafio, vulgar, simple, equívoco…
– ¡Magnífico!
Se volvió sobresaltado.
Don Pedro, Luna y Castillo sonreían. ¡Magnífico! Fue Alonso del Castillo quien lo exclamó; luego los otros dos se sumaron a los elogios. ¿Por qué no podía él compartir su entusiasmo? Les dijo que debían ir a buscar el resto de los plomos que aún estaban en poder de Binilit. Les dijo también que los medallones debían ir acompañados de huesos y cenizas, que él no había podido traer desde Córdoba. Les rogó que, en su nombre, entregaran los escritos sobre los mártires al cabildo catedralicio. Castillo le pidió una vez más la copia del evangelio de Bernabé pero, no, no la tenía. La había destruido cuando le echaron del palacio del duque y no se había molestado en transcribirlo de nuevo; no le pareció lo más importante, y el estudio y la redacción de los plomos le habían ocupado todo su tiempo.
– ¿Y por qué no le hacemos llegar el ejemplar que tenemos? Debemos enviar ese evangelio a la Sublime Puerta. El sultán es el llamado a darlo a conocer -arguyó don Pedro, como si fuera una necesidad apremiante.
Luna tranquilizó al noble:
– Transcurrirán años antes de que eso sea menester. De momento sigue guardándolo en lugar seguro, pero ahora que has terminado esta magnífica labor con los plomos, podrías dedicar tu tiempo a la transcripción del evangelio para que también podamos estudiarlo. Ardo en deseos de leerlo.
– No me parece sensato que nos desprendamos de ese documento todavía -argumentó Hernando tras las palabras de Luna-. Lo haremos sólo cuando tengamos noticias de que el sultán está dispuesto a apoyar nuestro plan. Hasta ahora, los turcos no se han distinguido precisamente por ayudar a nuestro pueblo.
Luego, mientras los otros tres especulaban acerca del cómo y dónde dar a conocer los plomos a la cristiandad, Hernando anunció que regresaba a Córdoba.
– Has estado todo el día meditabundo -apuntó Castillo-. No parece que participes de nuestras ilusiones. Todo esto -añadió el traductor, señalando los medallones de plomo que reposaban sobre una mesa- es el fruto de tu trabajo, Hernando, una labor de años. Una labor excepcional. ¿Qué te sucede?
Él no tenía preparada respuesta alguna. Vaciló. Se llevó la mano al mentón y miró de hito en hito a sus compañeros.
– Me asaltan las dudas. Necesito…, no sé. No sé lo que necesito. Pero quizá sea preferible que en este momento no interfiera en vuestro trabajo…
– ¿Nuestro trabajo? -saltó don Pedro-. ¡Tú eres el artífice…!
Hernando le rogó que callase con un gesto calmo de su mano.
– Sí. Cierto. Y no reniego de él, por supuesto, pero tengo el presentimiento de que ahora no os sería de mucha ayuda.
– Vaciado -intervino entonces Miguel de Luna. Hernando clavó sus ojos azules en él-. Te has vaciado. Has trabajado muy duro y es normal que eso te suceda. Descansa. Te vendrá bien. Nosotros nos ocuparemos.
– Mi madre se dejó morir por culpa de este proyecto -les sorprendió entonces. Don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo observaron cómo se contraían los rasgos de su rostro y cómo luchaba por contener el llanto en su presencia. El noble bajó los ojos, los otros dos se buscaron con la mirada-. Ella no pudo soportar la idea de que su hijo se hubiera entregado a los cristianos, y yo había jurado no desvelar nada de nuestro plan.
Respiró hondo y habló con voz trémula:
– De momento, amigos, eso es lo único que he conseguido de estos plomos.
Hernando chasqueó la lengua para azuzar a Estudiante en el camino de regreso a Córdoba. Había salido de Granada al amanecer, sin buscar compañía para el largo viaje. Al paso por la vega granadina se puso en pie sobre los estribos y, llevando la vista atrás, observó las blancas cumbres de Sierra Nevada que dejaba a su espalda. Hacía frío. Los pueblos más altos de las Alpujarras, en la otra vertiente, debían de estar también cubiertos de nieve. Juviles. Allí vivió su niñez, con su madre… y Hamid. Negó con la cabeza cuando una bandada de tordos que volaba muy bajo casi rozó su cabeza. Los vio remontar el vuelo, como si se dispusieran a alcanzar las cimas de la sierra, pero algo más allá giraron todos al tiempo y tornaron a los sembrados. Volvió a acomodarse en la montura y con las riendas sueltas sobre la cruz de Estudiante, se frotó las manos con vigor, las ahuecó y exhaló su aliento cálido en ellas. Casas y alquerías se diseminaban por las fértiles tierras de la vega, y aquí y allá se divisaban hombres que trabajaban los campos. Desde la distancia, alguno de ellos alzó la vista al paso del jinete. Hernando escrutó el horizonte y suspiró ante el largo y solitario camino que se abría frente a él. Resonando en sus oídos, el rítmico golpeteo de los cascos de Estudiante sobre la tierra endurecida por el frío se le presentó como su única compañía.
Con solo verle, Miguel advirtió la pena y congoja de su señor. Esperaba su regreso con inquietud para poder hablarle de Rafaela, tal y como éste le había prometido que harían antes de partir, pero, al verle en ese estado, no se atrevió, y durante los siguientes días se limitó a tratar de interesarle en las nuevas acaecidas durante su ausencia, en la casa, en las tierras y en el cortijillo. ¡Había llegado a discutir con Toribio por la violenta doma a la que sometía a uno de los potros!, le explicó airado en una ocasión, alzando amenazadoramente una muleta.
– ¡Lo maltrataba sin razón! -gritó-, le clavaba las espuelas y el potro era incapaz de entender lo que pretendía de él.
Pero ni siquiera esa disputa llegó a captar el interés de Hernando, que continuó destilando nostalgia, pese a sus salidas a caballo e incluso alguna que otra escapada nocturna a la mancebía.
– Señor -resopló un día Miguel, que avanzaba hacia él, a saltitos, a través de la galería que daba al patio-, ¿conoces la historia del gato que quería montar a caballo? -Hernando detuvo sus pasos. El repiqueteo de las muletas dejó de escucharse a sus espaldas-. Se trataba de un gato de color pardo…
– Conozco la historia -le interrumpió Hernando-. Te oí contársela a mi madre en la posada del Potro. Trata de un noble caballero al que unas brujas malévolas convierten en gato y que sólo se librará del hechizo si logra montar y conducir a un caballo de guerra. Pero no recuerdo el final, quizá me distraje.
– Si ya la sabes, quizá entonces debería contarte la del caballero que vivía encerrado en una torre, siempre solo… -Miguel dejó la frase en el aire, a propósito.
Hernando resopló. Pasaron unos instantes.
– Creo que no me gustará esa historia, Miguel.
– Quizá no, pero deberías oírla… El caballero…
Hernando le hizo callar con un gesto.
– ¿Qué quieres decirme, Miguel? -preguntó con semblante serio.
– ¡Que no es bueno que estés solo! -replicó éste, alzando la voz-. Ahora has terminado tu trabajo. ¿Qué piensas hacer? ¿Pasarte el día metido en esta estancia, rodeado de papeles? ¿No te gustaría volver a casarte? ¿Tener hijos?
Hernando no contestó. Miguel, con un gesto de fastidio, dio media vuelta y se alejó, cojeando con sus muletas.
Pero Hernando, una vez más, buscó refugio en la biblioteca. En la intimidad de la estancia contempló los casi treinta libros con los que se había hecho durante los siete años de trabajo en los plomos, todos cuidadosamente ordenados en estanterías. Intentó releer alguno, sin éxito; no transcurría mucho rato y ya estaba cansado. También trató de volcarse en la caligrafía, pero el cálamo se deslizaba con torpeza sobre el papel. Parecía como si hubiese perdido el vínculo espiritual que debía unirle con Dios en el momento de dibujar los caracteres llamados a ensalzarle. Hernando cogió con delicadeza el último cálamo que había preparado y comprobó su punta ligeramente curvada; estaba bien cortada… De repente, lo supo: ¡el vínculo con Dios! Golpeó el escritorio con el puño. ¡Eso era!
Así pues, a la mañana siguiente, Hernando se encaminó a la mezquita. Previamente, en su casa, había hecho las obligadas abluciones. ¿Podía haber llegado a olvidar a su Dios?, pensó durante el corto trayecto hasta la puerta del Perdón. Llevaba siete años escribiendo sobre la Virgen, el apóstol Santiago y un sinfín de santos y mártires que habían acudido a aquellos reinos. Su intención era buena, pero todo aquel trabajo…, ¿podría haber llegado a minar sus propias creencias, la pureza de sus convicciones? Sentía que necesitaba plantarse frente al mihrab, por más que los cristianos lo hubieran profanado, y rezar, aunque fuera en pie, en silencio. Si la taqiya les permitía ocultar su fe sin que por ello pudiera considerarse que pecaban o renegaban de ella, ¿por qué no rezar también a escondidas en la mezquita? Allí, tras el sarcófago del adelantado mayor de la frontera, don Alonso Fernández de Montemayor, se hallaba uno de los más espléndidos lugares de culto creados por los seguidores del Profeta a lo largo de toda la historia. Traspasó la puerta del Perdón y cruzó el huerto; las paredes de las galerías que lo rodeaban continuaban adornadas con infinidad de sambenitos de los penados por la Inquisición, con sus nombres y culpas escritos en ellos, y los retraídos haraganeaban y buscaban refugio del frío de aquella mañana plomiza. El bosque de maravillosos arcos de la mezquita le aportó un soplo de tranquilidad. Anduvo por el templo con despreocupación. Sacerdotes y fieles se movían por el interior y aquí y allá, en las capillas laterales, se celebraban misas y oficios. Las obras del crucero y el coro se hallaban interrumpidas desde hacía años y continuaban paradas, a la espera de que se construyera el cimborrio, su cúpula, el coro, y la bóveda que debía cubrirlo. Los cristianos eran ruines con su Dios, pensó mientras paseaba por las obras inacabadas: obispos y reyes vivían en la opulencia, pero preferían malgastar los dineros en lujos antes que destinarlos a sus templos.
«¡Oh, los que creéis!», creyó leer al llegar al mihrab, a través del enlucido de yeso mediante el que los cristianos pretendían esconder la palabra revelada. Se trataba del inicio de las inscripciones cúficas de la quinta sura del Corán escritas en la cornisa que daba acceso al lugar sagrado. Luego, en silencio, continuó recitando: «Cuando os dispongáis a hacer la plegaria…».
Entonces, mientras rezaba, lo entendió, como si Dios premiase su devoción: ¡la verdad, la palabra revelada y cincelada en duro y precioso mármol, escondida tras un vulgar revoque de yeso llamado a caer con el más débil de los golpes! ¿Acaso no era aquélla la misma situación contra la que él pretendía luchar mediante los plomos? La verdad, la única, la primacía del islam oculta tras las palabras y manejos de papaces y sacerdotes; una ficción que con la revelación del Libro Mudo se desmoronaría, como en cualquier momento podía hacerlo el frágil revoque de yeso que ocultaba la palabra revelada en el mihrab de la mezquita cordobesa. Luego alzó la vista hacia los arcos dobles que se levantaban sobre otros simples para descansar en esbeltas columnas de mármol: el poderío de Dios caía a plomo sobre sus fieles, al contrario de lo que sucedía con los cristianos, que buscaban bases firmes. El peso de la voluntad divina sobre simples creyentes como él. Llenó sus pulmones de aquella fantástica certeza al tiempo que reprimía los gritos con los que deseaba continuar rezando al único Dios, y apretó los labios para que ni siquiera sus murmullos resultaran audibles.
Ese mismo día, en el monte de Valparaíso de Granada, dos buscadores de tesoros, de los muchos que recorrían las tierras granadinas en pos de las valiosas pertenencias dejadas tras de sí por los moriscos en su precipitada salida de la sierra, encontraron en una de las cuevas de una mina abandonada del cerro, justo por encima del Albaicín, una extraña e inútil lámina de plomo escrita en un latín casi indescifrable.
El hallazgo, ininteligible para los buscadores de tesoros, llegó a manos de la Iglesia y fue entregado a un jesuita que, en cuanto lo tradujo, llegó a la conclusión de que en verdad constituía un verdadero tesoro. Se trataba de una inscripción funeraria que anunciaba que las cenizas allí enterradas eran las de san Mesitón mártir, ejecutado bajo el mandato del emperador Nerón, uno de los siete varones apostólicos de los que hablaba la leyenda, y cuyos restos jamás habían sido encontrados. Inmediatamente, el arzobispo don Pedro de Castro ordenó que se recogiesen las cenizas que hubiese en la cueva, y que se procediese a excavar y limpiar las minas a fin de continuar buscando. Durante el mes de marzo de ese mismo año, se encontró otra lámina referente al entierro de san Hiscio, más cenizas y algunos huesos humanos calcinados. Antes de terminar el mes, apareció El libro de los fundamentos de la Iglesia y poco después El libro de la esencia de Dios. El 30 de abril, en pleno éxtasis religioso de Semana Santa, mientras los granadinos sentían en sus propias carnes y conciencias la pasión de Cristo, una niña de nombre Isabel encontró la lámina que certificaba el martirio de san Cecilio, patrón de Granada y primer obispo de Ilíberis. Junto a aquella lámina aparecieron las tan deseadas y buscadas reliquias del santo.
Granada entera estalló en fervor religioso.
Tras aquella visita a la mezquita, Miguel percibió en Hernando un favorable cambio de actitud. Sonreía de nuevo y sus ojos azules mostraban el brillo que les caracterizaba. Necesitaba hablar con él; la situación de Rafaela era ya insostenible puesto que su padre, el jurado don Martín, estaba a punto de alcanzar un pacto con uno de los muchos conventos de la ciudad. Una tarde, después de comer, ascendió trabajosamente las escaleras hasta la biblioteca del primer piso, donde encontró a su señor y amigo absorto en la caligrafía.
– Señor, hace tiempo que quiero hablarte de algo. -Lo dijo desde la puerta, respetando aquel espacio que casi consideraba sagrado. Esperó a que Hernando alzase la vista.
– Dime. ¿Te sucede algo?
Miguel carraspeó y entró cojeando en la estancia.
– ¿Recuerdas a la muchacha de la que te hablé antes de que te fueras a Granada?
Hernando suspiró. Había olvidado por completo la promesa hecha a Miguel. Ignoraba qué podía querer Miguel de él, ni por qué le importaba tanto la chica, pero sin duda el rostro preocupado de su amigo, tan distinto de su alegre expresión habitual, indicaba que el asunto era de cierta gravedad.
– Entra y toma asiento -le dijo con una sonrisa-. Presiento que la historia va a ser larga… A ver, ¿qué le pasa a esa joven? -añadió, mientras veía cómo Miguel avanzaba sobre las muletas hasta dejarse caer en una silla.
– Se llama Rafaela -empezó Miguel-, y está desesperada, señor. Su padre, el jurado, pretende encerrarla en un convento.
Hernando abrió las manos.
– Muchas hijas de cristianos terminan tomando los hábitos de buen grado.
– Pero ella no lo desea -replicó Miguel enseguida. Las muletas yacían en el suelo, a ambos lados de la silla-. El jurado no quiere entregar cantidad alguna al convento, por lo que el futuro que le espera es el de ser una criada de las demás monjas.
Hernando no supo qué decir; su mirada se posó en el rostro consternado de su amigo.
– ¿Y qué quieres que haga? No creo que esté en mi mano…
– ¡Cásate con ella! -le interrumpió Miguel, sin atreverse a mirarlo.
– ¿Qué? -El semblante de Hernando denotaba una incredulidad absoluta. No sabía si reír o enojarse. Al ver que Miguel levantaba los ojos, brillantes de las lágrimas que luchaba por contener, optó por no hacer ninguna de las dos cosas.
– ¡Es una buena solución, señor! -prosiguió el tullido, animado por el silencio de su amigo-. Tú estás solo, ella debe casarse si no quiere acabar encerrada en un convento… todo se arreglaría.
Hernando le escuchaba, atónito. ¿Podía estar hablando en serio? Comprendió que así era.
– Miguel -dijo despacio-, tú mejor que nadie sabes que ésta no es una cuestión fácil para mí.
El joven le sostuvo la mirada, desafiante.
– Miguel -continuó Hernando, tratando de buscar una respuesta-, aun en el supuesto de que yo estuviera dispuesto a contraer matrimonio con esa muchacha, a la que por cierto ni siquiera conozco, ¿crees que un altivo jurado de Córdoba lo consentiría? ¿Crees que permitiría que su hija se casase con un morisco? -Miguel intentó contestar, como si tuviera la solución, pero Hernando le impidió hacerlo-. Espera… -le instó.
De pronto se dio cuenta de lo que realmente le sucedía a Miguel. Había estado tan absorto en sus propios pensamientos aquellos últimos tiempos que no había reparado en la transformación del muchacho.
– Creo que existe otro problema todavía más difícil de solucionar… -Clavó sus ojos azules en los de aquel que podía contarse como su único amigo y dejó transcurrir unos instantes-. Tú…, tú estás enamorado de esa muchacha, ¿verdad?
El tullido escondió su mirada, unos instantes tan sólo, antes de volver a enfrentarla a la de Hernando con determinación.
– No lo sé. No sé qué es amar a alguien. A Rafaela… ¡le gustan mis historias! Se tranquiliza cuando acaricia a los caballos y les habla. En cuanto entra en las cuadras deja de llorar y se olvida de sus problemas. Es dulce e ingenua. -Miguel dejó caer la cabeza., negó con ella, y se llevó la mano al mentón. Ante aquella visión, Hernando notó que le flaqueaban las fuerzas y se le hacía un nudo en la garganta-. Es… es delicada. Es bella. Es…
– La quieres -afirmó en voz baja y firme. Carraspeó un par de veces-. ¿Cómo viviríamos en esta casa? ¿Cómo podría casarme con la mujer de la que me consta estás enamorado? Nos cruzaríamos todo el día, nos veríamos. ¿Qué pensarías, qué imaginarías durante las noches?
– No lo entiendes. -Miguel continuaba cabizbajo. Hablaba en susurros-. Yo no pienso nada. No imagino. No deseo. Yo no puedo amar a una mujer como la ama un esposo. Nunca me han respetado. ¡Sólo soy escoria! Mi vida no vale una blanca. -Hernando trató de intervenir, pero en esta ocasión fue Miguel quien se lo impidió-. Nunca he tenido más aspiración que la de llevarme un hueso o un pedazo de pan podrido a la boca. ¿Qué más da si la quiero o no? ¿Qué importa lo que yo desee? Siempre, a lo largo de los años, mis ilusiones se han perdido, enmarañadas en mis piernas. Pero hoy tengo una, señor. Y es la primera vez en mi asquerosa existencia que creo que, con tu ayuda, podría conseguir que se cumpliera. ¿Te das cuenta? Durante los diecinueve años con los que debo contar, nunca, ¡nunca!, he tenido la oportunidad de ver cumplido uno de mis deseos. Sí. Tú me has recogido y me has dado trabajo. Pero ahora te estoy hablando de mi anhelo, ¡únicamente mío! Sólo pretendo ayudar a esa muchacha.
– Y ella, ¿te quiere?
Miguel alzó el rostro y torció el gesto en una amarga sonrisa.
– ¿A un tullido? ¿A un criado? Te quiere a ti…
– ¿Qué dices…? -Hernando llegó a levantarse de la silla.
– Le he hablado tanto de ti que creo que sí, que te quiere; por lo menos te admira profundamente. Tú has sido el caballero de mis historias, el salvador de doncellas, el domador de fieras, el encantador de serpientes…
– ¿Te has vuelto loco? -Los ojos azules de Hernando parecían a punto de salirse de sus órbitas.
– Sí, señor -respondió Miguel, con el semblante congestionado-. Es una locura lo que llevo viviendo desde hace algún tiempo.
Esa misma noche, Miguel subió a buscarle a la biblioteca, donde Hernando había empezado a transcribir de nuevo el evangelio de Bernabé a petición de los de Granada. Si don Pedro y sus amigos de Granada insistían en enviar el ejemplar que él escondía en su biblioteca, debía necesariamente hacer una transcripción del texto. Los había convencido de que no era el momento de desprenderse de ella, pero tal vez no tuviera tanta suerte la próxima vez. Hernando no podía evitar albergar dudas respecto al sultán. ¿Sería el otomano capaz de ayudar al pueblo morisco? Aunque, en esta ocasión, cuando llegara el momento, sólo tendría que dar a conocer el evangelio que anunciaba el Libro Mudo; no se trataba de lanzar a su armada contra los dominios del rey de España, tan sólo debía convertirse en ese rey de reyes que anunciaba la Virgen María y desvelar las mentiras de los papaces.
– Señor -le distrajo el muchacho-, me gustaría que conocieras a Rafaela.
– Miguel… -empezó a quejarse.
– Por favor, acompáñame. -Su tono de voz era tan implorante que Hernando no pudo negarse. Además, en el fondo, sentía cierta curiosidad.
Rafaela esperaba junto a Estudiante. Entrelazaba los dedos de una mano en sus largas y tupidas crines mientras con la otra le acariciaba el belfo. La luz era escasa; una sola lámpara alejada de la paja iluminaba tenuemente las caballerizas. Hernando vio a la muchacha, que lo recibió con recato, cabizbaja. Miguel se quedó algo por detrás, como si pretendiera con ello separarse de la pareja. Hernando titubeó. ¿Por qué estaba nervioso? ¿Qué le habría contado Miguel además de convertirle en el protagonista de sus historias? Se acercó hasta Rafaela, que continuaba con la mirada clavada en la paja. La muchacha vestía una saya, terciada en su cintura para que no se ensuciara, con lo que mostraba una vieja basquiña que le llegaba a la altura de los zapatos, y, en el cuerpo, un jubón abierto con mangas, sobre la camisa. Todo en color pardusco; todo cayendo a peso, como si aquellas sencillas ropas no encontrasen turgencia en la que apoyarse. ¿Qué le habría prometido Miguel? Quizá…, ¿habría sido capaz de decirle que se casaría con ella para librarla del convento antes de consultárselo?
De repente se arrepintió de haber acudido a las cuadras. Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, pero se topó con Miguel, plantado en el pasillo, firme sobre sus muletas.
– Señor, te lo ruego -le suplicó el muchacho.
Hernando cedió y se volvió de nuevo hacia Rafaela. La encontró mirándole con unos ojos castaños que incluso en la penumbra pregonaban su desconsuelo.
– Yo… -trató de excusar su intento de huida.
– Os agradezco de corazón lo que estáis dispuesto a hacer por mí -le interrumpió Rafaela.
Hernando se sobresaltó. La dulzura de la voz de la muchacha le sobrecogió; sin embargo, ¿qué era lo que había dicho? ¡Miguel! ¡Había sido capaz! Iba a volverse hacia el tullido, pero la muchacha continuó hablando:
– Sé que no soy gran cosa; mis padres y hermanos no cesan de repetírmelo, pero estoy sana. -Sonrió para acompañar tal afirmación, dejando a la vista sus dientes, blancos y perfectamente alineados-. No he padecido ninguna enfermedad y en mi familia somos extremadamente fértiles -continuó. Hernando se sintió abrumado. La sinceridad y vulnerabilidad de aquella voz le estremecían-. Soy una buena y piadosa cristiana y os prometo ser la mejor esposa que podáis encontrar en toda Córdoba. Os compensaré con creces el que mi padre no aporte dote alguna -añadió poniendo fin a su discurso.
El morisco no encontró palabras. Gesticuló y se removió inquieto. La candidez de la muchacha despertó su ternura; sus tristes ojos castaños expresaban un dolor desapasionado que hasta Estudiante, extrañamente quieto junto a ella, parecía palpar todavía. Sólo la respiración acelerada de Miguel, a sus espaldas, desentonaba en el ambiente.
– Soy cristiano nuevo. -Fue lo primero que se le ocurrió decir.
– Sé que vuestro corazón es limpio y generoso -afirmó ella-. Miguel me lo ha contado.
– Tu padre no permitirá… -balbuceó Hernando.
– Miguel cree tener la solución.
En esta ocasión sí que giró la cabeza hacia el tullido. ¡Sonreía! Lo hacía con aquellos dientes rotos en sierra, tan diferentes a los de Rafaela. Miró al uno y a la otra alternativamente. Las miradas ansiosas de ambos parecían acorralarlo. ¿Qué solución sería aquélla?
– ¿No será nada contrario a las leyes? -le preguntó a Miguel.
– No.
– Ni a la Iglesia.
– Tampoco.
¿Cómo iba a permitir don Martín Ulloa la boda de su hija con un morisco hijo de una condenada por la Inquisición?, se preguntó entonces. Era de todo punto inimaginable. Ni siquiera necesitaba excusarse con Rafaela; sería su propio padre quien impidiera la boda, por lo que bien podía seguir el plan propuesto por Miguel sin necesidad de ser él quien frustrase las expectativas de ambos.
– Estoy cansado -se excusó-. Mañana hablaremos, Miguel. Buenas noches, Rafaela.
– Espera, señor -le rogó Miguel cuando Hernando pasaba por su lado.
– ¿Qué quieres ahora, Miguel? -inquirió con voz cansina.
– Tienes que verlo tú, personalmente. Sólo te robaré un rato más de tu descanso. -Hernando suspiró, pero la actitud de Miguel le obligó a ceder de nuevo. Asintió con la cabeza-. Ven -le pidió el muchacho-, tenemos que apostarnos en el primer piso.
Tal y como lo dijo, giró sobre sus muletas y se dispuso a salir de las cuadras.
– ¿Y Rafaela? -protestó Hernando-. Ella no puede acceder a nuestra casa. Es una joven soltera. -Miguel no le hizo caso, como si pretendiera que Rafaela esperase allí su vuelta-. Regresa a tu casa, muchacha -la instó entonces Hernando.
– Ahora no puede hacerlo -oyó que decía Miguel, saltando ya hacia la puerta-. Es peligroso.
– ¿Qué quieres decir?
– Ella nos esperará aquí, con los caballos.
La voz se perdió tras el tullido, que salió al patio sin esperar.
Hernando se volvió hacia Rafaela, que le contestó con una sonrisa y siguió a Miguel. ¿Por qué no podía volver a su casa la muchacha? ¿Qué peligro corría? Miguel, agarrado a la barandilla, ya ascendía por las escaleras al piso superior. Le dio alcance en los últimos peldaños.
– ¿Qué pasa, Miguel?
– Silencio -le rogó el tullido-. No deben oírnos. Ahora lo verás.
Recorrieron la galería superior hasta donde el edificio se cortaba sobre el callejón ciego que daba a la salida de las caballerías. Miguel se movió despacio, tratando de no hacer ruido. Al llegar al final, Hernando le imitó y se pegó a la pared, oculto, en la esquina que permitía la vista sobre el callejón.
– No creo que tarden mucho más, señor -susurró, uno al lado del otro, hombro con hombro, pegados a la pared-. Es la hora de costumbre. -Hernando no quiso preguntar-. Te felicito, señor -volvió a murmurar Miguel al cabo de un rato de espera-: te llevas a la mejor mujer de toda Córdoba. ¿Qué digo Córdoba? ¡De España entera!
Hernando negó con la cabeza.
– Miguel…
– ¡Ahí están! -le interrumpió el joven-. Silencio ahora.
Hernando asomó la cabeza para vislumbrar en la oscuridad cómo dos figuras se detenían ante la portezuela por la que solía escapar Rafaela. Entonces comprendió la razón por la que la muchacha no podía abandonar las cuadras. Al cabo, un hombre con una linterna abrió la portezuela desde el patio del jurado y la luz iluminó el rostro de dos mujeres, que se acercaron a don Martín Ulloa, a quien no le costó reconocer. Las mujeres le entregaron algo al jurado y desaparecieron al amparo de las sombras del callejón. Don Martín cerró la puerta y los destellos de su linterna fueron apagándose.
Hernando abrió las manos hacia su amigo.
– ¿Y bien? ¿Era esto lo que tenía que ver? -inquirió.
– Hará dos semanas -le explicó Miguel en el momento en que consideró que el jurado ya debía de estar en el interior de su casa-, mientras estabas de viaje en Granada, de poco nos topamos con las mujeres y el padre de Rafaela. Desde entonces, noche tras noche, he tenido que comprobar que se iban para que Rafaela pudiera volver a su casa.
– ¿Qué significa esto, Miguel? -Hernando se separó de la pared y se irguió frente al muchacho.
– Esas mujeres, como tantas otras que vienen por aquí, son mendigas. Una noche reconocí a una de ellas: la Angustias, la llaman. Volví a salir a las calles y me mezclé con…, con mi gente. No conseguí ni una moneda de vellón, ni siquiera falsa. -Sonrió en la oscuridad-. Debo de haber perdido la costumbre…
– Abrevia, Miguel -atajó Hernando-. Es tarde.
– De acuerdo. Estuve haciendo preguntas aquí y allá. Esas dos que has visto esta noche se llaman María y Lorenza. Lorenza era la más bajita…
– ¡Miguel!
– Alquilan niños para mendigar -soltó Miguel, con voz firme.
Hubo un momento de silencio, antes de que Hernando reaccionara.
– ¿Al jurado? -preguntó, por fin, sorprendido.
– Sí. Es un buen negocio. El jurado pertenece a la cofradía que se ocupa de los niños expósitos y se encarga de decidir a quién deben entregarse. Los niños se adjudican a mujeres cordobesas, a las que se les pagan unos pocos ducados al año para que les den el pecho si todavía son mamones o para que los mantengan si ya no maman. Esas amas de cría, a su vez, se los alquilan a las mujeres que has visto para que mendiguen con los niños. Mueren muchos de ellos… -La voz de Miguel se quebró en la última frase.
– ¿Qué tiene que ver el jurado en ello?
– Todo -replicó el joven, a quien el interés de Hernando dio nuevos ánimos-. Los estatutos de la cofradía disponen que un visitador compruebe periódicamente si los niños que se han entregado se encuentran con las personas a las que se les paga por ello; si viven y cuál es su estado de salud. Don Martín y el visitador están conchabados. Uno los entrega a las mujeres que le interesan y el otro hace la vista gorda. Cada semana, las mendigas vienen a pagar la parte que corresponde al jurado; lo mismo hacen con el visitador. Rafaela me ha contado que su padre necesita mucho dinero para sus lujos, para equipararse a los veinticuatros del cabildo municipal. Podría cantarte los nombres de la última docena de niños que han sido entregados, los de aquellas a quienes se les han dado y los de las mendigas que hoy los arrastran por las calles.
Hernando entrecerró los ojos.
– ¿Dices que mueren muchos? -preguntó, mientras negaba con la cabeza.
– Esto no es más que un negocio, señor. Por desgracia lo conozco bastante bien. Hay algunos niños que logran arrancar las lágrimas y la compasión de la gente; otros no. Estos últimos no sirven. Tampoco se puede pedir limosna con niños gordos y bien alimentados; es la regla fundamental de este oficio. Todos ellos están en los huesos. Sí, señor, mueren de hambre, mordidos por las ratas o de la más benigna de las calenturas, y nada de eso termina reflejándose en los libros de la cofradía.
Hernando alzó la vista hacia el cielo, negro y encapotado.
– Y tú pretendes que yo coaccione al jurado con esta historia para que me conceda la mano de Rafaela, ¿no es así? -preguntó después.
– Ciertamente.
Don Martín Ulloa, fabricante de agujas, jurado de Córdoba por herencia de su padre, se negó a recibirle. Una esclava morisca, gorda y vieja, pretendidamente ataviada de sirvienta con unas ropas que habían visto tiempos mejores, le transmitió el mensaje de su amo: en una primera ocasión con displicencia, en la segunda de forma impertinente y en la tercera incluso airada.
– Dile a tu señor -replicó Hernando a esa última, elevando también la voz, consciente de que alguien escuchaba más allá de la puerta- que me envía la Angustias y otras compañeras y amigas suyas. ¿Me has entendido? ¡La Angustias! -repitió, en tono alto y claro-. Le dices también que mañana le espero en mi casa por un negocio de su interés. No le concederé otra oportunidad más antes de acudir al corregidor o al obispo. Vivo en la casa de ahí al lado, por si no lo supiera -ironizó.
A solas en la biblioteca, Hernando no podía dejar de pensar en todo aquello: ¿quería casarse con Rafaela?
– ¡Estás solo! ¡Necesitas una mujer a tu lado, que cuide de ti, que te quiera y te dé el calor de una familia -le había gritado Miguel a la mañana siguiente del encuentro en las cuadras, cuando Hernando le comentó que lo sentía pero que debía encontrar otra solución ya que él no estaba dispuesto a contraer matrimonio; lo que debía hacerse, le dijo también, era denunciar la situación de los expósitos a la justicia-. ¿No te das cuenta? -continuó el muchacho-. Llevas años recluido entre tus libros y tus escritos. Y los hijos, ¿no te gustaría tener hijos que hereden tus propiedades? ¿Formar una nueva familia? ¿Cuántos años tienes? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y uno? Estás envejeciendo. ¿Quieres vivir solo tu vejez?
– Te tengo a ti.
– No. -Se hizo un embarazoso silencio entre ambos-. Lo he pensado mucho. Si no te casas con Rafaela, si no la libras del convento, volveré a las calles.
– No es justo que me amenaces así -replicó Hernando, al tiempo que adoptaba una actitud extremadamente seria.
– Sí, sí que es justo -insistió Miguel, mientras con los labios apretados negaba con la cabeza, consciente de la trascendencia de sus palabras-. Te dije que salvar a esa muchacha era todo mi objetivo. Por Dios que si yo pudiera, si tuviera la más mínima oportunidad, no recurriría a ti. Tú puedes negarte a contraer matrimonio, lo respeto. Pero yo no podría continuar viviendo aquí si no me prestas la ayuda que te pido.
– ¡Pero me estás pidiendo que me case!
– ¿Y? Aquellos que llamas tus hermanos en la fe no quieren saber nada de ti. ¿Pretendes salir en busca de otra cristiana para casarte? ¿Qué hay de malo en hacerlo con Rafaela? Tendrás una buena mujer que te servirá, te atenderá y te dará hijos. Eres rico. Posees una casa, rentas, tierras y caballos. ¿Por qué no casarte?
– ¡Soy musulmán, Miguel! -protestó Hernando.
– ¿Y qué más da? Córdoba está llena de matrimonios entre moriscos y cristianas. Educa a tus hijos en esas dos religiones que pretendes unir, ¿a qué si no tanto trabajo? ¿En beneficio de aquellos que te rechazan y te insultan? ¿Hacia dónde vas?, ¿cuál es tu futuro? Cásate con Rafaela y sé feliz.
«Sé feliz.» Aquellas dos simples palabras le persiguieron durante todo el día siguiente antes de que se decidiese a llamar a la puerta del jurado. ¿Llegó alguna vez a buscar la felicidad? Fátima y los niños se la proporcionaron. ¡Qué lejos estaban aquellos tiempos! Hacía ya catorce años que los habían asesinado a todos. ¿Y desde entonces? Estaba solo. La tristeza que le había asaltado durante su último viaje a Granada, con Estudiante mordisqueando las hierbas de la ribera del Darro y él mirando la ladera donde estaba emplazado el carmen de Isabel, tornó a su recuerdo. Miguel tenía razón. ¿Para quién tanto trabajo y esfuerzo? ¡Sé feliz! ¿Por qué no? Rafaela parecía una buena mujer. Miguel la adoraba. ¿Y si se iba Miguel? Si también le abandonaba su único amigo…
¿Qué podía perder casándose? Imaginó la casa con niños correteando, sus gritos y risas alegrando el trabajo que llevaba a cabo en la biblioteca. Se imaginó contemplando sus juegos en el patio, apoyado en la barandilla de la galería, igual que hacía con Francisco e Inés. ¡Catorce años! Se sorprendió al no sentirse culpable por plantearse aquella posibilidad: Rafaela era tan distinta a Fátima… Nadie hablaba de amor; pocos matrimonios se contraían por amor. Tampoco de pasión; sólo de la posibilidad de huir de aquella melancólica soledad que debía reconocer que tan a menudo le embargaba. Entonces imaginó esos otros hijos y una indefinible sensación de sosiego se apoderó de él.
– ¿Qué pretendes, moro asqueroso?
Don Martín Ulloa no esperó al día siguiente. Esa misma noche se presentó en casa de Hernando, que lo recibió en la galería, sentado en el patio. El jurado escupió su pregunta inclinado por encima de él, sin aceptar su invitación para que tomase asiento. Hernando se percató de la espada que colgaba de su cinto. Miguel escuchaba tras el portalón de las caballerizas.
– Sentaos -le invitó una vez más.
– ¿En la silla de un moro? No me siento con moros.
– En ese caso, apartaos unos pasos de este moro que tanto os incomoda. -El jurado accedió. Hernando continuó sentado-. Pretendo la mano de vuestra hija Rafaela.
Se trataba de un hombre corpulento, algo entrado en años pero de un porte soberbio. Las canas del poco cabello que le restaba en la cabeza y su poblada barba blanquecina contrastaron con el repentino sofoco que enrojeció su rostro. Don Martín bramó algún insulto ininteligible, luego soltó dos carcajadas profundas y volvió a los improperios.
Miguel, asustado, asomó la cabeza tras el portalón.
– ¡La mano de mi hija! ¿Cómo te atreves a mentar su nombre? Tus sucios labios manchan su honra…
– Vuestra honra -le interrumpió Hernando, amenazante- es la que no se repondrá nunca si el cabildo se entera de vuestros manejos con los niños expósitos. La vuestra, la de vuestra esposa y la de vuestros hijos. La de vuestros nietos… -Don Martín echó mano a su arma-. ¿Me tomáis por imbécil, jurado? Ahí donde estáis, esos moros a los que tanto odiáis crearon la más espléndida de las culturas en esta misma ciudad, y eso no fue por casualidad. -Habló tranquilamente ante la espada a medio desenvainar del jurado-. En este momento hay un escrito lacrado en manos de un escribano público -mintió- que relata al detalle todo cuanto hacéis con los expósitos, incluyendo los nombres de los niños y las personas que han intervenido. Si a mí me sucediese algo, ese escrito sería inmediatamente entregado a las autoridades. -Hernando vio dudar al hombre, parte del filo de la espada brillaba fuera de su vaina-. Si me matáis, vuestro futuro no vale una blanca. ¿Recordáis a una niña llamada Elvira? -continuó para demostrarle la certeza e importancia de sus amenazas. El jurado negó una sola vez con la cabeza-. Vos entregasteis esa niña recién nacida a un ama de cría de nombre Juana Chueca. A la tal Juana sí que la recordáis, ¿verdad? Elvira fue, a su vez, entregada para mendigar a la Angustias. La niña falleció hará cerca de medio año, pero nada de eso consta en los libros de la cofradía.
– Eso es problema del visitador -arguyó don Martín.
– ¿Y creéis que el visitador cargará él solo con toda la culpa? ¿Tampoco dirán nada las mujeres y las mendigas acerca de vuestra participación, del dinero que os llevan a vuestra casa por las noches? -Vio la indecisión reflejada en el rostro del jurado-. Tenéis una hija de la que pretendéis desprenderos entregándola a un convento, sin dote alguna. ¿Vale la pena arriesgar vuestro honor y el de toda vuestra familia por esa hija?
– ¿Cómo conoces a mi hija? -inquirió el jurado, mirándole con suspicacia-. ¿Cuándo la has visto?
– No la conozco, pero he oído hablar de ella. Somos vecinos, don Martín. Pensad en el trato que os ofrezco: mi silencio por esa hija que os molesta… y vuestra palabra de honor de que cesaréis en vuestros manejos con los niños. ¡Os juro que estaré pendiente de ello! Soy cristiano nuevo, cierto, pero colaboro con el arzobispado de Granada. Tomad. -Hernando le entregó la cédula expedida por el arzobispado cuando don Martín envainó su espada, pero el jurado no sabía leer, por lo que se la devolvió tras echar un vistazo al sello del cabildo catedralicio-. Tenéis excusa frente a vuestros iguales. Sabéis que fui protegido del duque de Monterreal…
– Y que te echaron de palacio -masculló don Martín, con sorna.
– El duque nunca lo habría hecho -repuso Hernando-. Me debía la vida. Pensadlo, don Martín. Pero espero vuestra respuesta mañana por la noche a más tardar. De no ser así…
– ¿Me estás amenazando? -Don Martín retrocedió un paso; en su rostro asomaba ya la duda.
– ¿Ahora os dais cuenta? Estoy haciéndolo desde que habéis entrado en esta casa -contestó Hernando, con una sonrisa cínica.
– ¿Y si mi hija no consiente? -murmuró el jurado entre dientes.
– Por vuestro bien y el de vuestros hijos, procurad que lo haga.
Hernando puso fin a la conversación y con precaución, sin darle la espalda, acompañó al jurado hasta la puerta. El hombre andaba pensativo y ya en el zaguán, donde trastabilló, Hernando tuvo la convicción de que le había vencido. A su vuelta al patio se encontró con Miguel parado junto a la puerta de las cuadras. Unas lágrimas corrían por sus mejillas. Con las piernas colgando y las manos aferradas a las muletas, era incapaz de limpiárselas, de detener su caída; tampoco intentó hacerlo. Era la primera vez, se dio cuenta entonces, en que veía llorar al tullido.
La boda se celebró a finales de abril de ese mismo año. Hernando supo por Miguel que Rafaela, en una muestra de inteligencia, se había negado a aceptar la propuesta de su padre de contraer matrimonio con un morisco. «¡Prefiero ingresar en el convento!», le gritó. Si el jurado don Martín temía por su honor y su posición social debido al manejo de los niños expósitos, la negativa de su hija lo exasperó más todavía y, a voz en grito, impuso su voluntad.
Así, el enlace se llevó a cabo, sin fiesta y con el menor alboroto posible, sin la presencia de los ofendidos hermanos de la novia y sin dote alguna. Cuando terminó la ceremonia y volvían de la iglesia, Hernando fue tomando conciencia del paso que acababa de dar. Rafaela entró en la que sería su nueva casa cabizbaja, casi sin atreverse a decir palabra. Un silencio tenso se apoderó de ambos. Hernando la observó: aquella chiquilla temblaba… ¿Qué iba a hacer con una muchacha asustada, casi veinticinco años menor que él? Con sorpresa se dio cuenta de que él también sentía cierto temor. ¿Cuánto tiempo hacía que sus encuentros amorosos se habían reducido a las jóvenes de la mancebía? Con un suspiro, la acompañó a un dormitorio separado del suyo. Rafaela entró, ruborizada, y murmuró algo en voz tan baja que él no llegó a entenderlo. Hernando se fijó en las manos de su esposa: tenía la piel arañada por la fuerza con que se las había frotado.
Luego se refugió en la biblioteca.
Al día siguiente de la boda, Miguel fue a hablar con él. Con el rostro enrojecido, balbuceando, le anunció su intención de abandonar la casa de Córdoba e instalarse en el cortijillo, para, según él, vigilar a Toribio, a la docena de yeguas de vientre con que contaban entonces y a los potros que nacían. Sin embargo, ambos sabían las verdaderas razones por las que el tullido había decidido marcharse: se apartaba, dejaba el campo franco a Hernando y a Rafaela. Su señor había cumplido y se había casado, y Miguel no deseaba que su presencia en la casa pudiera ser una barrera entre la nueva pareja.
No hubo forma de convencerle, así que tanto Hernando como su esposa lo vieron partir. Cuando entraron de nuevo en casa, Hernando se sintió extrañamente solo. Comió con Rafaela en un silencio sólo interrumpido por frases de cortesía y volvió a la biblioteca. Desde allí oyó cómo Rafaela limpiaba las habitaciones y trajinaba por la casa; a ratos, incluso, le pareció oír que tarareaba alguna canción, algo que de repente ella misma interrumpía, como si se arrepintiese de hacer ruido.
Así transcurrieron las semanas. Hernando se acostumbró a la presencia de Rafaela, y ella iba sintiéndose cada día más cómoda en su nuevo hogar. Iba al mercado con María, cocinaba para él, y no le molestaba nunca durante los ratos que él pasaba encerrado, ni preguntaba qué hacía en ellos. El verano había dado algo de color a las pálidas mejillas de Rafaela, y aquellos tímidos y apagados canturreos llegaron a convertirse en canciones que se oían por toda la casa.
– ¿Por qué este potro lleva un freno diferente al que le embocas al otro? -le sorprendió su esposa un día en las cuadras, antes de que Hernando saliera a cabalgar.
Ella nunca antes había entrado en las cuadras mientras Hernando se preparaba para montar. Rafaela señaló la colección de hierros que colgaban de las paredes.
Si en general Hernando se mostraba parco en palabras, en esta ocasión, sin darse cuenta y sin dejar de embridar al potro, se encontró dándole una lección a su esposa.
– Depende de la boca que tengan -contestó-. Los hay que la tienen negra, otros que la tienen blanca y otros colorada. Los mejores son los que la tienen negra: es lo más natural, como le sucede a éste. -Hernando hizo un esfuerzo para cinchar al animal-. A éstos, los de la boca negra, hay que ponerles un freno común, suave, corto de tiros y de bocado… -Se detuvo unos instantes, de espaldas a Rafaela, pero continuó hablando-: Esos frenos deben tener los asientos gruesos y atravesados… -Entonces se volvió hacia su esposa-. Y la barbada gruesa y redonda -terminó de explicar ya mirándola directamente.
Rafaela mostró la más dulce de sus sonrisas.
– ¿Y por qué te interesa a ti todo esto? -preguntó él.
Permanecieron unos momentos el uno frente al otro. Fue Hernando quien, al fin, se adelantó. La tomó por los hombros y la besó en los labios, delicadamente. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la muchacha.
Esa misma noche, Hernando la observó mientras cenaban. La joven estaba animada y le contó una divertida historia sobre algo que había visto de camino al mercado. Sus finos labios sonreían, mostrando los blancos dientes; su voz era dulce, ingenua. Hernando se sorprendió riéndose con ella por primera vez.
Después de cenar, ambos salieron al patio. Hacía una noche estrellada y las rosas vertían en el aire su fragante perfume. Ambos contemplaron el brillo del cielo nocturno. Fue entonces cuando ella le preguntó en voz muy baja:
– ¿Es que no deseas tener hijos conmigo?
Hernando, sorprendido, la miró de arriba abajo.
– Y tú, ¿lo deseas? -le preguntó a su vez.
Rafaela parecía haber agotado su coraje con la primera pregunta.
– Sí -musitó cabizbaja.
En silencio subieron al dormitorio: la inmensa timidez de la joven parecía contagiosa, y Hernando actuó con prudencia, procurando no dañarla. Olvidó el placer que buscaba con Fátima e Isabel y se ayuntaron a la cristiana, con la muchacha postrada en el lecho, sin mostrar su cuerpo, ataviada con su camisa larga, evitando el pecado.
Un año y medio después, su unión se vio bendecida con el primero de sus hijos: un varón, al que llamaron Juan.
En el año de 1600, don Pedro de Granada Venegas reclamó la presencia de Hernando en su ciudad. Se aproximaba el momento de enviar el evangelio de Bernabé al turco, porque los plomos que recogían los escritos de Hernando y que don Pedro, Luna y Castillo habían ido escondiendo desde la aparición del primero de ellos para que los cristianos los encontraran en las cuevas del monte Valparaíso, ahora rebautizado por el pueblo como el Sacromonte, habían logrado su primer objetivo.
Ese año, el arzobispo don Pedro de Castro, haciendo caso omiso a las voces que clamaban su falsedad, y a los requerimientos de Roma que aconsejaban prudencia ante los hallazgos, calificó los huesos y cenizas encontrados junto a los plomos como reliquias auténticas. ¡Por fin Granada disponía de las reliquias de su patrón, san Cecilio, y de otros tantos mártires que acompañaron al apóstol Santiago! ¡Por fin Granada se liberaba del yugo de ciudad mora y se equiparaba a cualquiera de las más importantes sedes de la cristiandad en España! Granada era tan cristiana, quizá incluso más, que Santiago, Toledo, Tarragona o Sevilla. Allí mismo, en el monte sagrado, habían padecido martirio muchos hombres santos.
Pero si el arzobispo de Castro tenía autoridad y legitimidad para declarar auténticas las reliquias, no disponía de igual capacidad para hacer lo propio con los plomos y afirmar la verdad de la doctrina que contenían láminas y medallones; eso era competencia exclusiva de Roma, que reclamó que le fuesen enviados, algo a lo que el prelado se negaba, reteniéndolos con la excusa de la complejidad, encargada precisamente a Luna y Castillo.
Tal fue la situación que Hernando encontró en Granada: las reliquias habían sido declaradas auténticas, mientras que los plomos que decían que aquéllas eran precisamente las reliquias de tal o cual santo varón apostólico se hallaban todavía en estudio. Pero esos problemas formales de competencias no parecían afectar al fervoroso pueblo granadino, ni tampoco al nuevo rey Felipe III, coronado dos años antes tras la lenta, agónica y dolorosa muerte de su padre, que se mostraba entusiasmado ante esa nueva y cristianísima Granada.
Hernando acudió al Sacromonte acompañado de don Pedro de Granada; tanto Castillo como Luna excusaron la visita. Los dos hombres, a caballo, seguidos por un par de lacayos, siguieron la carrera del Darro, doblaron la puerta de Guadix e iniciaron el ascenso al monte sagrado por un sendero que partía de una de las salidas en las viejas murallas que rodeaban el Albaicín. Hernando no conocía ese camino. Hacía tres años que no visitaba Granada, desde que les había llevado por fin la esperada transcripción del evangelio de Bernabé, que Luna y Castillo habían podido estudiar a su gusto. Por otra parte, el descubrimiento de los plomos había desplazado el interés del cabildo catedralicio por los mártires de las Alpujarras, así que éste había dejado de encargarle informes.
– Desde que apareció la primera lámina -comentó don Pedro mientras ascendían-, se han sucedido los milagros y las apariciones. Gran parte de los granadinos, entre ellos todas las monjas de un convento, ha testificado ante el arzobispo haber visto y presenciado luces extrañas sobre el monte y hasta procesiones etéreas iluminadas por fuegos sagrados dirigiéndose hacia las cuevas. ¿Te lo imaginas? ¡Todo un convento de monjas! -Hernando meneó la cabeza, gesto que fue percibido por don Pedro-. ¿No lo crees? -le preguntó-. Pues escucha: una niña tullida rezó en las cuevas y sanó. La hija de un oficial de la Chancillería, postrada en cama desde hacía cuatro años, fue llevada en litera hasta las cuevas y salió andando por su propio pie; decenas de personas lo han testificado en el expediente de calificación de las reliquias. ¡Hasta el obispo de Yucatán viajó desde las Indias para rogar a los mártires por la curación de un herpes militaris que padecía! Ofició misa y después amasó tierra de las cuevas con agua bendita, se aplicó la pasta sobre el herpes y se curó al instante. ¡Un obispo! Y así lo ha testificado también. Muchas más son las curaciones y milagros que la gente cuenta del Sacromonte.
– Don Pedro… -empezó a decir Hernando con sorna.
– Observa -le interrumpió el noble. Se acercaban ya al lugar del cerro donde se hallaban las cuevas. Hernando siguió la mano de don Pedro, que se movía en el aire tratando de abarcar cuanto se les abría por delante-. Éste es el resultado de tu trabajo.
Un bosque de más de mil cruces se elevaba en torno a la pequeña entrada a la mina en la que se hallaban las cuevas, lugar en el que se amontonaban los peregrinos alrededor de unas minúsculas capillas y las viviendas de los capellanes. Los dos detuvieron a sus caballos, el colorado que montaba Hernando se movía, inquieto. El morisco paseó la mirada por el lugar, deteniéndola en las cruces y en los fieles arrodillados bajo ellas. Algunas eran sencillas cruces de madera, pero otras eran de piedra finamente cincelada, altas e inmensas, montadas sobre grandes pedestales. «El resultado de mi trabajo», susurró. Cuando estuvo en Granada para entregar los primeros plomos, llegó a dudar de sus esfuerzos, pero la credulidad del pueblo era muy superior a cualquier error que pudiera haber cometido en sus escritos.
– Es impresionante -se admiró, torciendo la cabeza para alcanzar a ver el extremo de la cruz que se alzaba a su lado, muy por encima de él.
– La mayoría de las iglesias de la ciudad han erigido cruces -explicó don Pedro acompañando a Hernando en su mirada-. Lo mismo han hecho los conventos, el cabildo, las juntas, los colegios y las cofradías: cereros, herreros, tejedores, carpinteros, la Cancillería y los notarios, en fin, todas. Ascienden en procesión con sus cruces, escoltados por guardias de honor al son de pífanos y timbales, entonando el Te Deum. Se realizan constantes romerías al Sacromonte.
Hernando meneó la cabeza.
– No puedo creerlo.
– Sin embargo -prosiguió don Pedro-, sé que Castillo está teniendo verdaderos problemas con la traducción de los plomos.
Hernando se extrañó. ¿Qué problemas podía tener el traductor?
– El arzobispo controla personalmente su trabajo -explicó don Pedro- y en el momento en que alguna frase ambigua parece inclinarse hacia la doctrina musulmana, la corrige según sus deseos. Ese hombre está empeñado en hacer de Granada una ciudad más santa que la propia Roma. Pero al final, el día en que el turco dé a conocer el evangelio, resplandecerá la verdad: todos ellos -hizo un gesto hacia la gente- se verán obligados a reconocer sus errores.
«¿El sultán?», se planteó Hernando.
– No creo que debamos enviar ese evangelio al turco -adujo de inmediato. Don Pedro le miró sorprendido-. No lo creo -insistió-. Los turcos no han hecho nada por nosotros…
– En cuanto al evangelio -le interrumpió don Pedro-, no se trataría sólo de nosotros, sino de toda la comunidad musulmana.
El morisco continuó hablando, como si no hubiera escuchado las palabras del noble:
– Desde hace años, los turcos no fletan ninguna armada para atacar a los cristianos en el Mediterráneo; sólo se ocupan de sus problemas en Oriente. Incluso se habla de que esa tranquilidad permitirá al nuevo rey de España atacar Argel y que ya está preparándose para ello.
– ¡Fuiste tú el que habló de enviárselo al turco!
– Sí -reconoció Hernando-. Pero ahora creo que debemos ser más precavidos. Los plúmbeos todavía no han sido traducidos, ¿no es eso lo que acabas de decirme? -Don Pedro asintió-. En las referencias al Libro Mudo sólo se decía que el descubrimiento llegará a través de un rey de los árabes; entonces pensé en el turco, sí, pero cada vez se aleja más de nosotros. Y hay más reyes de los árabes, tan importantes o más que el sultán otomano: en Persia reina Abbas I y en la India Akbar, al que llaman el Grande. Allí, en esas tierras hay jesuitas y me he enterado de que Akbar, pese a ser un musulmán convencido, es un rey conciliador con las religiones de aquellos reinos. Quizá sea él, por su carácter, quien debiera dar a conocer la doctrina del evangelio de Bernabé.
Don Pedro sopesó las palabras que acababa de escuchar.
– Podríamos esperar a que se traduzcan definitivamente los plúmbeos -concedió-. Entonces decidiremos a quién mandarlo.
Hernando iba a asentir cuando uno de los lacayos indicó a su señor que ya podían acceder a las cuevas. La gente se abrió en un pasillo ante la llegada del señor de Campotéjar y alcaide del Generalife. Un sacerdote los acompañó durante la visita por la intrincada mina, iluminando con un hachón los largos, estrechos y bajos pasillos que desembocaban en las diversas cuevas, de distintos tamaños. Rezaron con fingido fervor ante los altares erigidos donde habían aparecido los restos de algún mártir, depositados ahora en urnas de piedra. El sacerdote, un joven imbuido de un exagerado misticismo, fue explicando al acompañante del respetado noble granadino el contenido de las láminas, mientras don Pedro observaba de reojo las reacciones de un Hernando que se las sabía de memoria. ¡Él las había creado!
– Los libros y tratados hallados, mucho más complejos que las láminas que anunciaban el martirio de los santos, se están traduciendo -pareció querer excusarse el joven sacerdote al llegar a una pequeña cueva redonda-. Por cierto -añadió ante un hombre que en aquel momento se ponía en pie tras rezar ante el altar-, os presento a un paisano vuestro que también está de paso, el médico cordobés don Martín Fernández de Molina.
– Hernando Ruiz -se presentó él, aceptando la mano que le ofreció el médico.
Tras saludar respetuosamente al noble, don Martín se sumó a la comitiva; finalizaron juntos la peregrinación por las cuevas y regresaron a Granada. Hernando cabalgaba por delante de los otros dos, con paso tranquilo, absorto en sus pensamientos, hechizado por todo lo que había nacido de los siete años de duro trabajo dedicados al objetivo de que los cristianos rectificaran la consideración en que tenían a la comunidad morisca. ¿Lograrían su propósito? De momento la cristiandad parecía haberse apoderado del lugar…
Luego, al pasar por la carrera del Darro, desvió su atención hacia donde se alzaba el carmen de Isabel. Don Pedro había evitado cualquier comentario sobre la mujer. ¿Qué habría sido de ella? Se sorprendió al comprobar que sus recuerdos eran difusos. En su interior le deseó suerte y continuó su camino, como ella misma le indicara un día. Sólo cuando vio a don Martín echar pie a tierra en la casa de los Tiros, comprendió que se había perdido alguna conversación entre el médico y don Pedro.
– Comerá con nosotros -le explicó el noble mientras los lacayos se hacían cargo de los caballos-. Tiene mucho interés en conocer a Miguel de Luna y Alonso del Castillo. Le he comentado que además de traductores, también son médicos. Don Martín sostiene que existe una epidemia de peste en Granada.
Mientras comían en la casa de los Tiros, don Martín reconoció que se hallaba en la ciudad en calidad de comisionado por el cabildo cordobés para investigar unos rumores de peste. Todas las grandes ciudades españolas se negaban a reconocer oficialmente la epidemia hasta que los muertos se amontonaban en las calles. Declarar la enfermedad conllevaba el inmediato aislamiento de la ciudad apestada y la paralización de todo trato comercial con ella. Por eso, en el momento en que surgía la menor sospecha en algún lugar, los cabildos de las otras ciudades enviaban a médicos de su confianza para que comprobaran por ellos mismos la veracidad de los rumores.
– El presidente de la Chancillería -explicó don Martín durante la comida- me ha autorizado a investigar y me ha comentado que es poca cosa, que las gentes están sanas.
Tanto Luna como Castillo soltaron una exclamación.
– El cabildo organiza fiestas y bailes por las noches para distraer a los ciudadanos -reconoció el último-, pero hace ya algún tiempo que se han empezado a tomar medidas contra la peste.
– Lo sé, pero no son medidas preventivas, sino paliativas -afirmó el doctor Martín Fernández-. He visto las sillas entoldadas en las que extraen a los apestados de la ciudad, y a cuadrillas de soldados que controlan los barrios. He visitado el hospital de apestados y ninguno de los médicos que trabajan en él hablan de otra cosa que no sea de la peste.
– No pasará mucho tiempo -intervino Miguel de Luna- hasta que se vean obligados a reconocer oficialmente la epidemia.
Hernando escuchaba con un interés no exento de estupor.
– ¿No sería mejor actuar de inmediato? -preguntó-. ¿Qué se gana con negar la realidad? Es el pueblo el que sale perjudicado, y la peste no distingue entre señores y vasallos. ¿Qué queréis decir con medidas paliativas? ¿Existe alguna forma de prevenir la enfermedad?
– Son paliativas -le contestó el médico cordobés- porque sólo se adoptan frente a los apestados. Tradicionalmente se ha creído que la peste se contagia a través del aire, aunque ahora ganan terreno algunas teorías que sostienen que también se propaga mediante las ropas y el contacto personal. Lo más importante es purificar el aire y quemar hierbas aromáticas en todos los rincones de la ciudad, pero también hay que procurar la limpieza y favorecer la reclusión de la gente en sus casas en lugar de promover fiestas y aglomeraciones; ordenar el tapiado de las casas donde se ha producido algún caso y el aislamiento de cualquier persona que presente algún síntoma, incluso de sus familiares. Mientras no se adopten esas medidas, se deja vía libre al contagio y a la verdadera epidemia.
– Pero… -trató de intervenir Hernando.
– Y lo más importante -le interrumpió don Martín al tiempo que Luna y Castillo asentían, seguros de lo que diría a continuación-, cerrar la ciudad para que la epidemia no se extienda a otros lugares.
Granada cayó al poco y la peste llegó a Córdoba al año siguiente, en la primavera de 1601. Pese al contundente informe que el doctor Martín Fernández había presentado sobre la negligente actuación de las autoridades granadinas, el cabildo de la ciudad califal actuó exactamente igual que el de la Alhambra, y al tiempo que prohibía las ventas en almoneda y los tratos con ropavejeros o sacaba extramuros camas de enfermos para quemarlas, los ocho médicos municipales suscribían una declaración por la que certificaban que Córdoba estaba libre de la peste y de cualquier otra enfermedad contagiosa de consideración.
Hernando tenía dos preciosos hijos, Juan, de cuatro años, y Rosa, de dos, a los que adoraba y que habían venido a cambiar su vida. «Sé feliz», recordaba noche tras noche, al observarlos mientras dormían. Le aterrorizaba la sola idea de perder de nuevo a su familia y, en cuanto regresó de Granada, se aprovisionó lo suficiente como para poder resistir encerrado en su casa los meses que fueran necesarios. Tan pronto tuvo noticias de que la peste asolaba la cercana Écija, hizo llamar a Miguel, que vivía en el cortijillo con los caballos y que en un primer momento rehusó la invitación alegando el mucho trabajo que tenía, pero que finalmente tuvo que ceder cuando Hernando fue a buscarlo y le obligó a volver con él a la casa de Córdoba, a pesar de sus protestas.
– Hay mucho que hacer aquí, señor -insistió el tullido, señalando yeguas y potros.
Hernando negó con la cabeza. Miguel había realizado una buena labor: hacía años que Volador había muerto y el tullido se había movido con la picardía que le caracterizaba para encontrar buenos sementales con los que mezclar la sangre. Por orden real, la cría de caballos estaba fiscalizada por los corregidores de los lugares en los que se emplazaban las yeguadas. Ningún caballo andaluz podía superar el río Tajo y ser vendido en tierras de Castilla y las cubriciones de las yeguas debían ser efectuadas por buenos sementales debidamente registrados ante los corregidores. Miguel consiguió que los productos de las cuadras de Hernando fueran altamente cotizados en el mercado.
Hernando sabía lo que temía su amigo, y decidió mostrarse más retraído con Rafaela mientras Miguel viviera con ellos. Durante ese tiempo, la convivencia entre los esposos se había desarrollado de forma plácida; habían ido conociéndose poco a poco. Hernando había encontrado en ella a una compañera dulce y discreta; Rafaela, a un hombre solícito y amable, que nunca la apremiaba, mucho más cultivado que su padre y hermanos. Y el nacimiento de los niños la había sumido ya en la felicidad más completa. Rafaela, a quien la maternidad había dotado de formas más redondeadas, había resultado ser lo que Miguel le había predicho: una buena esposa y una madre excelente.
Así pues, permanecieron todos encerrados en la casa cordobesa, con un fuego de hierbas aromáticas permanentemente encendido en el patio. Sólo salían para acudir a misa los domingos. Era entonces cuando Hernando, imprecando por lo bajo ante el hecho de que la Iglesia insistiese en reunir a las gentes en misas o en rogativas, comprobaba sobrecogido los efectos de la enfermedad en la ciudad: tiendas cerradas, ninguna actividad económica; hogueras de hierbas junto a los retablos y los altares callejeros, frente a las iglesias y conventos; casas marcadas y cerradas; calles enteras, aquellas en las que se habían producido numerosos contagios, tapiadas en sus accesos; familias expulsadas de la ciudad al tiempo que su pariente, enfermo, era llevado al hospital de San Lázaro y las ropas de todos ellos quemadas, y mujeres todavía sanas, otrora honestas y a las que su honor les impedía mendigar por las calles, ofreciendo públicamente su cuerpo para ganar algunos dineros con los que alimentar a sus maridos e hijos.
– ¡Es absurdo! -susurró Hernando a Miguel un domingo en que se cruzaron con una de ellas-. Pueden convertirse en prostitutas, pero no en mendigas. ¿Cómo pueden sus hombres aceptar esos dineros?
– Su honor -le contestó el tullido-. En estos tiempos no funcionan las cofradías que atienden a los pobres vergonzantes.
– En la verdadera religión -apuntó Hernando bajando todavía más el tono de su voz-, recibir limosna no significa ninguna humillación. La comunidad musulmana es solidaria. Haced la plegaria y dad la limosna, dice el Corán.
Pero no sólo la Iglesia desafiaba a la enfermedad con las reuniones de sus fieles. El propio cabildo municipal, ante la tristeza del pueblo y desoyendo cualquier consejo, organizó unos juegos de toros en la plaza de la Corredera en el momento más crudo de la epidemia. Ni Hernando ni Miguel pudieron ver cómo dos hijos de Volador, que en su día habían vendido, sorteaban y requebraban a los astados, levantando aclamaciones por parte de un público que, si bien momentáneamente olvidaba sus penas, parecía incapaz de comprender que la aglomeración y el contacto de unos con otros sólo servía para agravarlas.
Por su parte, durante aquellos meses de reclusión, Miguel se volcó en los dos niños. Evitaba hasta la posibilidad de mirar a Rafaela, que por su parte actuaba con prudencia y recato. Allí, en aquellas largas noches de tedio, el tullido se refugiaba en sus historias haciendo sonreír al pequeño Juan con sus aspavientos.
– ¿Por qué no me enseñas de cuentas? -le pidió Miguel un día a Hernando, que vivía casi enclaustrado en su biblioteca.
Los años dedicados a la escritura de los plomos habían despertado en él una sed insaciable de aprender, que intentaba colmar con lecturas sobre temas diversos, siempre con un objetivo: hallar algo que pudiera servir para lograr la convivencia pacífica de ambas culturas. Sus amigos de Granada le proveyeron, gustosos, de cuantos libros tuviesen a su alcance y pudieran ser de su interés.
Hernando entendió las razones que se escondían detrás de aquella petición y se prestó a ello, por lo que el tullido, entre números, sumas y restas, también se recluyó durante el día en la biblioteca. Así fueron superando la incomodidad que suponía el encierro, mientras la epidemia diezmaba a la población de Córdoba.
El jurado don Martín Ulloa fue una de sus víctimas. Los jurados de cada parroquia tenían la obligación de controlar las casas, comprobar si en ellas habitaban apestados y, en su caso, enviarlos a San Lorenzo y expulsar a sus familias de la ciudad. Don Martín se presentó en numerosas ocasiones en la de Hernando y Rafaela, exigiendo al médico que le acompañaba exámenes innecesarios y mucho más exhaustivos que aquellos a los que sometía a los demás parroquianos; ya no temía al morisco, hacía tiempo de lo de los expósitos, ¿quién iba a preocuparse entonces de aquel asunto? Don Martín no escondía sus ansias por encontrar el más nimio de los síntomas de la enfermedad hasta en su propia hija.
Hernando se sorprendió el día en que, en lugar de presentarse el jurado, lo hizo su esposa, doña Catalina, acompañada del hermano menor de Rafaela.
– ¡Déjanos entrar! -le exigió la mujer.
Hernando la miró de arriba abajo. Doña Catalina temblaba y se retorcía las manos, el rostro contraído.
– No. Tengo obligación de dejar entrar a vuestro esposo, no a vos.
– ¡Te ordeno…!
– Avisaré a vuestra hija -rehuyó Hernando, convencido de que sólo algo grave podía lograr que aquella mujer se humillara a llamar a la puerta de su casa.
Desde el zaguán, Hernando y Miguel escucharon la conversación entre Rafaela y su madre.
– Nos echarán de Córdoba -sollozaba doña Catalina, tras comunicar a su hija la noticia de que su padre había contraído la letal enfermedad-. ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? La peste asola los alrededores. Permite que nos refugiemos en tu casa. La nuestra quedará cerrada. Así nadie se enterará. Tu hermano mayor, Gil, será el nuevo jurado de la parroquia, como le corresponde. Él mantendrá el secreto de nuestra estancia aquí.
– Hernando y Miguel alzaron el rostro y se miraron sorprendidos cuando la voz de Rafaela rompió el silencio.
– No has venido a vernos en todo este tiempo. Ni siquiera te has molestado en conocer a tus nietos, madre.
La mujer no contestó. Rafaela siguió hablando, con voz firme y clara.
– Y ahora quieres vivir con nosotros. Me pregunto por qué no acudes a casa de Gil. Estoy segura de que te sentirías mucho más a gusto allí…
– ¡Por todos los santos! -insistió la mujer, con voz brusca y colérica-. ¿A qué viene esto ahora? Te lo estoy pidiendo. ¡Soy tu madre! Ten misericordia.
– ¿O quizá ya lo has hecho? -prosiguió Rafaela, desoyendo las protestas. Doña Catalina calló-. Por supuesto, madre. Me consta que sólo vendrías a esta casa si no te quedara otro remedio. Dime, ¿acaso mi hermano teme el contagio?
Doña Catalina balbuceó una respuesta. La voz de Rafaela se elevó entonces, clara y firme.
– ¿Crees de verdad que voy a poner en peligro a mi familia?
– ¿Tu familia? -La mujer soltó un bufido de desprecio-. Un moro…
Rafaela alzó la voz a su madre, quizá por primera vez en toda su vida.
– ¡Fuera de esta casa!
Hernando suspiró, satisfecho. Miguel dejó escapar una sonrisa.
Luego vieron pasar a Rafaela por delante de ellos, caminando en silencio, la cabeza erguida, en dirección al patio, mientras las súplicas y sollozos de su madre se oían desde la calle.
El morisco y su familia superaron la peste. Igual que muchos otros cordobeses, doña Catalina, consumida y cargada de ira contra Hernando y Rafaela, regresó tan pronto como la ciudad se declaró libre de la epidemia y se abrieron sus trece puertas.
Al tiempo que una muchedumbre las cruzaba para retornar a sus casas, Miguel se apresuró a volver al cortijillo tras una rápida y balbuceante despedida.
Más de seis mil personas habían fallecido durante la epidemia.
Camino de Toga, reino de Valencia, 1604
Para aquel viaje al pequeño pueblo de Toga, al norte de Segorbe, enclavado en un valle tras la sierra del Espadan, pasando primero por Jarafuel, Hernando eligió un magnífico potro colorado de cuatro años que, haciendo honor a su color de fuego, retrataba más que andaba y tenía que ser refrenado constantemente. Llevaba su ancho y soberbio cuello de caballo español siempre erguido; bufaba incluso a las mariposas y se asustaba del revoloteo de los insectos, con las orejas tiesas y atentas en todo momento.
Después de nueve años desde su última visita, Hernando encontró a Munir, el alfaquí, prematuramente envejecido; la vida era muy dura en aquellas tierras de la sierra valenciana, máxime para quien pretendía mantener vivo el espíritu de unas creencias cada vez más perseguidas. Los dos hombres se abrazaron y luego se observaron el uno al otro, sin reparos. Durante la exigua cena que les sirvió la esposa del alfaquí de Jarafuel, sentados en el suelo sobre unas sencillas esteras, hablaron de la reunión que iba a celebrarse en el pequeño y escondido pueblo de Toga, todavía a varias jornadas de allí y de mayoría morisca, como casi todos los de la zona. Se discutiría allí el intento de rebelión más serio urdido desde el levantamiento de las Alpujarras en el que, según se decía, estaban implicados el rey Enrique IV de Francia y lo había estado también la reina Isabel de Inglaterra hasta su reciente muerte.
La rebelión llevaba fraguándose tres años y don Pedro de Granada Venegas, Castillo y Luna, rogaron a Hernando que acudiera junto a Munir a la reunión en la que iban a culminar todas aquellas negociaciones. Los tres veían cercano el éxito de los plomos; el proceso de autentificación no podía demorarse mucho más y una nueva revuelta echaría por tierra todos sus esfuerzos.
El alfaquí de Jarafuel entendió los argumentos que en ese sentido le expuso Hernando.
– En todo caso -alegó sin embargo-, va a hacer diez años que aparecieron los plomos y debes reconocer que nada se ha conseguido. Y sin el reconocimiento de Roma no valen nada. Esa es la realidad. Por el contrario, la situación de nuestros hermanos ha empeorado de forma significativa en estos reinos. Fray Bleda continúa exigiendo con insistencia en nuestra más completa destrucción por el medio que sea. Tal es el rigor de ese dominico que hasta el inquisidor general, ¡el inquisidor general!, le ha prohibido opinar acerca de los nuestros, pero el fraile continúa acudiendo a Roma, y allí el Papa le escucha. Sin embargo, lo más importante es el cambio de opinión del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera.
Munir hizo una pausa; su semblante, con más arrugas de las que debería haber tenido a su edad, expresaba una franca preocupación.
– Hasta hace poco -prosiguió el alfaquí-, Ribera era un ferviente defensor de la evangelización de nuestro pueblo, tanto que llegó a pagar de su pecunio personal los sueldos de los párrocos que debían llevar a cabo esa tarea. Eso nos beneficiaba: los sacerdotes que llegan por aquí no son más que una banda de ladrones incultos que no se preocupan lo más mínimo por nosotros; con que acudamos a comer la torta los domingos se dan por satisfechos. La única iglesia que hay para todo el valle de Cofrentes es ésta, la de Jarafuel, y ni siquiera es una iglesia, ¡se trata de la antigua mezquita! Después de años de intentarlo sin resultados y de gastar mucho dinero, Ribera ha cambiado de opinión y ya ha enviado un memorial al rey en el que propone que todos los moriscos sean esclavizados, destinados a galeras o condenados al trabajo en las minas de Indias. Sostiene que Dios agradecería esa decisión, así que el rey podría tomarla sin escrúpulo alguno de conciencia. Ésas han sido sus palabras, literalmente.
Hernando negó con la cabeza. Munir asintió gravemente.
– El fraile no me preocupa, hay muchos como él, pero Ribera, sí. No sólo es el arzobispo de Valencia, también es patriarca de Antioquia y, lo más importante, capitán general del reino de Valencia. Se trata de un hombre muy influyente en el entorno del rey y del duque de Lerma.
El alfaquí hizo otra larga pausa, como si necesitara meditar antes de seguir hablando.
– Hernando, te consta que aplaudí vuestro intento con los plomos, pero también entiendo al pueblo. Temen que llegue el día en que el rey y su Consejo lleguen a adoptar alguna de esas drásticas medidas de las que tanto se habla, y frente a ello sólo nos resta una posibilidad: la guerra.
– Desde las Alpujarras he sabido de muchos intentos de levantamiento, algunos disparatados, todos fracasados. -Hernando no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. ¿Más guerra? ¿Más muertes? ¿No había habido ya bastantes?-. ¿En qué se diferencia éste?
– En todo -replicó con contundencia el alfaquí-. Hemos prometido… -Al ver que Hernando enarcaba las cejas, Munir aclaró-: Sí, me incluyo; lo apoyo, ya te lo he dicho. Es una guerra santa -afirmó con solemnidad-. Hemos prometido que si los franceses invaden este reino, les ayudaremos con un ejército de ochenta mil musulmanes y les entregaremos tres ciudades, entre ellas Valencia.
– Y… ¿los franceses os creen?
– Lo harán. Se les va a entregar ciento veinte mil ducados en garantía de nuestra palabra.
– ¡Ciento veinte mil ducados! -exclamó Hernando.
– Así es.
– Es una barbaridad. ¿Cómo…? ¿Quién ha sufragado esa cifra?
Hernando rememoró las graves dificultades padecidas por la comunidad morisca para hacer frente a los impuestos especiales a los que los sometían los reyes cristianos, los mismos que después pretendían exterminarlos. Tras la derrota de la Gran Armada se les obligó a pagar, «graciosamente», rezaban los documentos, doscientos mil ducados; otro tanto les fue requerido tras el saqueo de Cádiz por parte de los ingleses, además de las múltiples contribuciones especiales con que los cristianos cargaban a los moriscos. ¿Cómo podían hacer frente ahora a tan importante desembolso?
– Pagan ellos -rió el alfaquí imaginando las dudas de su compañero.
– ¿Ellos? -preguntó Hernando, extrañado-. ¿A quién te refieres?
– A los cristianos. Lo hace el propio rey Felipe. -Hernando le hizo un imperioso gesto para que se explicase-. Pese a todas las riquezas que llegan de las Indias y los impuestos que cobra a los pecheros, la hacienda del reino está en bancarrota. Felipe II suspendió sus pagos en varias ocasiones y su hijo, el tercero, no tardará en hacerlo.
– ¿Qué tiene eso que ver? Si resulta que el rey no tiene dinero, ¿cómo va a pagar esos ciento veinte mil ducados? Eso suponiendo que… ¡Es absurdo!
– Ten paciencia -le rogó el alfaquí-. Esa situación financiera llevó al rey Felipe II a rebajar la ley de la moneda de vellón. -Hernando asintió. Como todas las gentes de España, también él había sufrido la decisión del monarca-. De un vellón rico, con cuatro o seis granos de plata por moneda, pasó a labrarse otro de un solo grano.
– La gente se quejaba -rememoró Hernando-, porque obligaron a cambiar monedas con mucha plata por otras que carecían de ella, ¡a la par! Por cada vellón perdieron tres granos o más de plata.
– Exacto. La hacienda real recogió las monedas antiguas y obtuvo unos importantes beneficios con esa artimaña, pero los consejeros no previeron el efecto que eso supondría en la confianza del pueblo en su moneda, sobre todo en la menuda, la que más se utiliza. Luego, hace dos años, su hijo, Felipe III, decidió que el vellón no debía labrarse ni con ese grano de plata y ordenó que fuera exclusivamente de cobre. Como las monedas carecen de ley, ni siquiera llevan la marca del ensayador de la ceca que las ha labrado. ¡Y nosotros nos estamos hartando de labrar monedas! -sonrió Munir-. Binilit ya falleció, pero en su taller, el que fuera su aprendiz ya no fabrica joyas moriscas; se limita a falsificar moneda constantemente, y como él, muchos otros. Hoy en día ya no es necesario que las monedas sean de cobre, se admiten las de plomo y hasta las simples cabezas de clavo toscamente repujadas con algo similar a lo que pueda ser un castillo y un león en cada una de sus caras. ¡Por cada cuarenta monedas falsas, los cristianos nos están pagando hasta diez reales de plata! Se calcula que hay centenares de miles de ducados en moneda falsa corriendo por el reino de Valencia.
– ¿Por qué no las falsifican los mismos cristianos? -inquirió Hernando a pesar de que intuía la respuesta.
– Por miedo a las penas a los falsificadores y porque no poseen nuestros talleres secretos. -Munir sonrió-. Pero principalmente por simple pereza: hay que trabajar, y eso, ya sabes, no le atrae ni al más humilde de los artesanos cristianos.
– Pero la gente, los comerciantes, ¿por qué admiten esos dineros que les consta son falsos? -siguió interesándose Hernando, recordando de nuevo cómo controlaba Rafaela que las monedas menudas con las que compraba fueran auténticas, aunque en Córdoba esas falsificaciones no se daban en tanta abundancia como la que acababa de señalar el valenciano.
– Les da lo mismo -explicó el alfaquí-. Eso es lo que te he comentado antes. Desde que Felipe II les robó tres granos de plata por cada pieza, desconfían de la moneda. Con la aparición de la falsa todos creen ganar y para que lo haga el rey, ya lo hacen ellos. Simplemente, se acepta. Es un nuevo sistema de cambio. El único problema es que los precios suben, pero a nosotros eso no nos afecta tanto como a los cristianos; no compramos como ellos, nuestras necesidades son mucho menores.
– ¿Y así habéis conseguido los ciento veinte mil ducados? -Hernando no podía evitar un enorme asombro ante ese hecho.
– Gran parte de ellos -dijo el alfaquí con una sonrisa de satisfacción-. Otra parte nos ha llegado en ayuda desde Berbería, de todos nuestros hermanos que han ido estableciéndose allí y que comparten nuestras esperanzas de recuperar las tierras que nos pertenecen.
Habían dado ya cuenta de la frugal cena servida por la esposa de Munir. El alfaquí se levantó y le invitó a salir al huerto posterior de la casa, donde la luna y un límpido cielo estrellado sobre la Muela de Cortes les ofrecía un panorama espectacular.
– Pero -dijo Munir mientras le guiaba-, háblame de ti. Ahora ya sabes cuáles son mis intenciones: luchar y vencer… o morir por nuestro Dios. Soy consciente de que no son de tu agrado. -El alfaquí se apoyó sobre la baranda que cerraba el huerto, en lo alto del cerro en el que se enclavaba Jarafuel, el valle a sus pies y la Muela de Cortes más allá-. ¿Qué ha sido de tu vida desde la última vez que nos vimos? -inquirió al notar que Hernando se situaba a su lado.
El morisco dirigió la vista al cielo y sintió el frío del invierno en su rostro; luego empezó a contarle los sucesos acaecidos desde que volviera a Córdoba tras entregar los primeros plomos en Granada.
– ¿Te has casado con una cristiana? -le interrumpió Munir al saber de Rafaela.
No hubo reproche en su pregunta. Ambos permanecían con la vista al frente; dos figuras recortadas en la noche, erguidas sobre la baranda, solas.
– Soy feliz, Munir. Vuelvo a tener una familia, dos hijos hermosos -contestó Hernando-. Tengo mis necesidades holgadamente cubiertas. Monto a caballo, domo los potros. Son muy apreciados en el mercado -hablaba con sosiego-. El resto del día lo dedico a la caligrafía o a estudiar mis libros. Creo que la serenidad que me ha proporcionado esta nueva situación me permite unirme a Dios en el momento en que mojo el cálamo en la tinta y lo deslizo sobre el papel. Las letras surgen de mí con una fluidez y una perfección que pocas veces antes había conseguido. Estoy escribiendo lo que pretendo sea un bello ejemplar del Corán. Los caracteres brotan proporcionados entre ellos y disfruto coloreando los puntos diacríticos. También rezo en la mezquita, delante del mihrab de los califas. ¿Sabes?, cuando me coloco frente a él y susurro las oraciones, me sucede algo parecido al espectáculo que se nos ofrece esta noche: igual que todas estas estrellas, veo refulgir los destellos del oro y de los mármoles con los que se construyó ese lugar sagrado. Y sí, me he casado con una cristiana. Mi esposa… Rafaela es dulce, buena, discreta y una gran madre.
En ese momento, la mirada de Hernando se perdió en el cielo estrellado. La imagen de Rafaela acudió a su mente. Aquella joven delgada y temerosa había florecido y se había convertido en toda una mujer: tras el nacimiento de sus hijos, sus pechos se habían vuelto más generosos, sus caderas más anchas. Munir no quiso interrumpir unos pensamientos que presentía se dirigían hacia aquella muchacha que parecía haberse ganado el corazón de su compañero.
– Y además están los niños -añadió Hernando, con una sonrisa-. Ellos son mi vida, Munir. Pasé muchos años, más de catorce, sin oír la risa de un niño; sin notar el contacto de esa mano frágil que busca protección entre la tuya y sin observar en sus ojos, inocentes y sinceros, todo aquello que no se atreven o no saben cómo decir. Su solo rostro es la más bella de las poesías.
»Sufrimos mucho cuando se nos murió el tercer hijo, que ni siquiera había empezado a andar. Ya perdí dos, pero éste fue el primero cuya vida vi apagarse entre mis manos sin poder hacer nada por evitarlo. Sentí un inmenso vacío: ¿por qué Dios se llevaba a ese ser inocente? ¿Por qué me castigaba con dureza una vez más? No era el primer hijo que me arrebataba cruelmente, pero Rafaela… Se quedó destrozada; tuve que ser fuerte por ella, Munir. Aunque parte de mí también murió con ese pequeño, me vi obligado a demostrar entereza para ayudar a mi esposa a superar ese trance. Desde entonces Rafaela no había vuelto a quedarse embarazada. Pero ahora Alá nos ha bendecido: ¡esperamos un nuevo hijo!
La mirada de Hernando volvió a perderse en el cielo estrellado. Rafaela y él habían sufrido la agonía del pequeño, cada uno rezando a su Dios en silencio. Estuvieron al lado del tercero de sus hijos hasta que éste exhaló su último aliento. Juntos lo lloraron; juntos lo enterraron según los ritos cristianos, sumidos en la desesperación; juntos regresaron a casa, apoyados el uno en el otro. Rafaela, deshecha en llanto, se vino abajo cuando por fin se encontraron a solas. Había tardado mucho en volver a ver su sonrisa, en volver a oír sus cantos por la casa. Pero poco a poco, los otros dos niños y el apoyo de Hernando habían logrado que su rostro recobrara la alegría. Hernando recordó esos tristes meses con dolor, pero a la vez con un íntimo orgullo: ambos habían superado aquella desdicha, y su unión, que había empezado con una base débil, se había visto reforzada después de ellos. Sólo dos cosas no habían cambiado desde aquel frío y lejano inicio: Rafaela continuó respetando la biblioteca, donde sabía que él escribía en árabe; Hernando, pese a la decisión de dormir juntos, respetó las convicciones de su esposa y no intentó que olvidara el pecado cuando mantenían relaciones sexuales. Sin embargo, se extrañó al descubrir otra forma de placer: el derivado del amor con que ella lo recibía por las noches, silencioso, tranquilo, desapasionado y ajeno al disfrute de la carne, como si ambos pretendieran que nada ni nadie pudiera enturbiar la belleza de su unión.
– Y, dime, a los niños, ¿los educas en la verdadera fe? ¿Sabe tu esposa de tus creencias? -se interesó Munir.
– Sí, lo sabe -contestó-. Es una larga historia… Miguel, el tullido que urdió el matrimonio, se lo confesó con anterioridad. Ella…, ella es de pocas palabras, pero nos entendemos con la mirada, y cuando rezo ante el mihrab en la mezquita, permanece a mi lado como si supiera perfectamente lo que estoy haciendo. Sabe que estoy rezando al único Dios. Respecto a los niños, el mayor sólo tiene siete años. Todavía no son capaces de fingir. Sería peligroso si se delatasen en público. Un preceptor viene a casa a educarlos. Yo me conformo, por ahora, con contarles cuentos y leyendas de nuestro pueblo.
– ¿Lo consentirá Rafaela cuando llegue el momento? -preguntó el alfaquí.
Hernando suspiró.
– Creo… estoy seguro de que hemos llegado a un acuerdo tácito. Ella reza sus oraciones con ellos, yo les narro historias del Profeta. Me gustaría… -se interrumpió. No sabía si el alfaquí podría entender cuál era su sueño: educar a sus hijos en las dos culturas, en el respeto y la tolerancia. Optó por no seguir-. Estoy convencido de que lo hará.
– Buena mujer, entonces.
Continuaron charlando largo rato bajo las estrellas, aprovechando los breves instantes de silencio en su conversación para respirar la espléndida noche que les rodeaba.
Tres días antes de la Navidad de 1604, sesenta y ocho representantes de las comunidades moriscas de los reinos de Valencia y Aragón se dieron cita en el claro de un bosque por encima del río Mijares, cerca de la pequeña y apartada población de Toga. Con ellos, una decena de berberiscos y un noble francés llamado Panissault, enviado por el duque de La Force, mariscal del rey Enrique IV de Francia. Anochecía cuando, tras superar la vigilancia de algunos hombres que controlaban los alrededores del lugar, Hernando llegó a Toga de mano de Munir, que iba en representación de los moriscos del valle de Cofrentes. Hernando dejó su caballo en Jarafuel para no levantar sospechas y recorrió el trayecto montado en una mula, como el alfaquí. Tardaron siete días en llegar, tiempo durante el que Hernando y Munir mantuvieron intensas conversaciones que les sirvieron para profundizar en su amistad.
El resplandor de varias hogueras alumbraba tenuemente el claro en el bosque. El nerviosismo se podía palpar en los hombres que se movían entre los fuegos. Sin embargo, la decisión flotaba en el aire: en cuanto saludó a algunos de los otros jeques moriscos, Hernando percibió en todos ellos la firme determinación de llevar adelante su proyecto de rebelión.
¿Qué sería de sus esfuerzos con los plomos?, se preguntaba ante los enardecidos juramentos de guerra a muerte que oía una y otra vez de boca de los delegados moriscos. Ya no se contaba con los turcos, como le explicó Munir durante el camino; a lo más a que aspiraban era a conseguir alguna ayuda berberisca de más allá del estrecho. ¡Los plomos terminarían por dar resultados!, se decía Hernando para sus adentros. Pronto llegaría el momento de hacer llegar la copia del evangelio de Bernabé a aquel rey árabe destinado a darlo a conocer. Así lo sostenían don Pedro, Luna y Castillo, pero aquellas gentes no estaban dispuestas a esperar más tiempo. Hernando se sentó en el suelo, junto a Munir, entre los delegados moriscos, frente a ellos, en pie, se hallaban el noble francés Panissault disfrazado de comerciante y Miguel Alamín, el morisco que durante dos años había llevado a cabo la negociación con los franceses que culminaba con aquella reunión. ¿Cuál era el verdadero camino? ¿Quién tendría razón? Hernando no dejó de darle vueltas mientras Alamín presentaba al francés. Por un lado había un noble granadino estrechamente relacionado con los cristianos, dos médicos traductores del árabe y él, un simple morisco cordobés; por otro, los representantes de la mayoría de las aljamas de los reinos de Valencia y Aragón, que promovían la guerra. ¡La guerra! Recordó su infancia y el levantamiento de las Alpujarras, la ayuda exterior que nunca llegó y la humillante y dolorosa derrota. ¿Qué diría Hamid de aquel nuevo proyecto violento? Y Fátima, ¿cuál hubiera sido la posición de Fátima? Con los gritos de los jeques moriscos en sus oídos, en una discusión ya iniciada, se sumió en la melancolía. ¡Tanto esfuerzo y tantas penurias para otra guerra! No podía quitarles la razón a quienes defendían con pasión la necesidad de tomar las armas. Pero algo le decía que, una vez más, esa no sería la solución. «Quizá me he hecho viejo -pensó Hernando-. Quizá la vida apacible que llevo ahora me ha debilitado…» Sin embargo, en su fuero interno algo seguía diciéndole que la violencia resultaría inútil.
– ¡La Inquisición nos esquilma! -oyó que gritaba un morisco a sus espaldas.
Era cierto. Munir también se lo había explicado durante el largo camino hasta Toga. En Córdoba no sucedía así, pero en aquellas tierras de moriscos eran tantos los pecados que teóricamente cometían los cristianos nuevos que la Inquisición cobraba por adelantado y cada comunidad estaba obligada a pagar una cantidad anual a la Suprema.
– ¡Los señores también! -gritó otro.
– ¡Pretenden matarnos a todos!
– ¡Castrarnos!
– ¡Esclavizarnos!
Los gritos se sucedían, cada vez más fuertes, cada vez más airados.
Hernando escondió la mirada en la tierra. ¿Acaso no era verdad? ¡Tenían razón! Las gentes no podían vivir, y el futuro… ¿qué futuro esperaba a los hijos de todos ellos? Y ante eso, él, Hernando Ruiz, de Juviles, se refugiaba en su biblioteca, mientras vivía con holgura y comodidad… ¡Y se empeñaba ingenuamente en minar los cimientos de la religión cristiana buscando respuesta en los libros!
Tembló al oír el proyecto que se llegó a pactar tras arduas discusiones entre los presentes: la noche del Jueves Santo de 1605, los moriscos se levantarían en Valencia e incendiarían las iglesias para llamar la atención de los cristianos. Al mismo tiempo, Enrique IV mandaría una flota al puerto del Grao. En todos los lugares, los jeques moriscos alzarían en armas a sus gentes. Pero ¿y si el rey francés no cumplía como no lo hicieron los del Albaicín de Granada cuando la sublevación de las Alpujarras? En ese caso, los moriscos volverían a quedarse solos, una vez más, frente a la ira de los cristianos por haber profanado sus iglesias. Igual que años atrás. Estaban poniendo su futuro en manos de un rey cristiano; enemigo de España, cierto, ¡pero cristiano al fin y al cabo! ¿Cuántos de aquellos que ahora discutían habían vivido la guerra de las Alpujarras? Quiso intervenir pero el griterío era ensordecedor; hasta Munir, con el brazo alzado al cielo, aullaba exigiendo la guerra santa.
– Allahu Akbar!
El grito, unánime, retumbó en el bosque.
Se procedió entonces al nombramiento del rey de los moriscos: Luis Asquer, del pueblo de Alaquás, fue el elegido. El nuevo monarca fue vestido con una capa roja, empuñó una espada y se dispuso a jurar el cargo conforme a las costumbres. Los hombres lo aclamaron, se levantaron y lo rodearon. Hernando se apartó del grupo; la decisión ya estaba tomada… La guerra era inevitable. ¡Ganar o ser exterminados! Fue alejándose de los vítores y el bullicio, mientras recordaba las muchas ocasiones en que había oído esos mismos gritos en las Alpujarras. Él mismo…
De repente, sintió un fuerte golpe en la nuca. Hernando creyó que le iba a reventar la cabeza y empezó a desplomarse. Sin embargo, aturdido, notó cómo varios hombres lo agarraban de los brazos y lo arrastraban más allá del claro y de sus fuegos, hasta los árboles. Allí lo dejaron caer al suelo. Entre el retumbar de su cabeza y la visión borrosa, creyó ver tres… cuatro hombres en pie, quietos a su alrededor. Hablaban en árabe. Intentó incorporarse pero el aturdimiento se lo impidió. No llegaba a entender lo que decían; los aplausos y ovaciones al nuevo rey resonaban con potencia.
– ¿Qué… qué queréis? -logró balbucear en árabe-. ¿Quiénes…?
Uno de ellos le arrojó el contenido de un pellejo de agua helada sobre el rostro. El frío lo reanimó. Hizo entonces otro intento de levantarse, pero en esta ocasión una bota sobre su pecho se lo impidió. La silueta de cuatro hombres se dibujaba contra el resplandor de las hogueras, sus rostros seguían ocultos en las sombras.
– ¿Qué pretendéis? -preguntó, algo más consciente.
– Matar a un perro renegado y a un traidor -contestó uno de ellos.
La amenaza resonó en la noche. Hernando se esforzó por pensar con celeridad, al tiempo que notaba cómo la punta de un alfanje se posaba en su cuello. ¿Por qué querían matarlo? ¿Quizá alguien que le conocía de Córdoba? No había reconocido a nadie de la ciudad en la reunión, pero… La punta del alfanje jugueteó sobre su nuez.
– No soy renegado ni traidor -afirmó con determinación-. Quien os haya dicho tal cosa…
– Quien nos lo dijo te conoce bien.
Hernando casi no podía hablar; la punta del alfanje presionaba sobre su garganta.
– ¡Preguntad a Munir! -balbuceó-. ¡El alfaquí de Jarafuel! Él os dirá…
– Si lo hiciésemos y le contáramos cuanto sabemos de ti, sería él quien te mataría, con toda seguridad, y esto es algo que debemos hacer nosotros. La venganza…
– ¿Venganza? -se apresuró a preguntar-. ¿Qué mal os puedo haber causado a vosotros para que busquéis venganza? Si es cierto que soy renegado y traidor, que me juzgue el rey.
Uno de ellos se acuclilló junto a él: tenía aquel rostro a un palmo escaso del suyo, notaba su aliento cálido. Sus palabras rezumaban odio.
– Ibn Hamid -susurró. Hernando tembló con solo escuchar aquel nombre. ¿Alpujarreños? ¿Qué significaba…?-. Era así como te gustaba que te llamasen, ¿no? -volvió a susurrar.
– Así es como me llamo -afirmó.
– ¡El nombre de un traidor a su gente!
– Jamás la he traicionado. ¿Quién eres tú para sostener tal infamia?
El hombre hizo una seña a otro de ellos que corrió al claro y volvió con una tea encendida.
– Mírame, Ibn Hamid. Quiero que sepas quién va a poner fin a tu vida. Mírame…, padre.
El hombre acercó la tea, y la oscuridad se quebró para que Hernando observase unos inmensos y furibundos ojos azules clavados en él. Sus rasgos, sus facciones…
– Dios -murmuró desconcertado-. ¡No puede ser! -Se sintió mareado. Miles de recuerdos se amontonaron en su mente a la sola visión de aquel rostro, todos ellos pugnando por imponerse a los demás. Habían transcurrido más de veinte años…-. ¿Francisco? -musitó.
– Hace mucho que me llamo Abdul -respondió con dureza su hijo-. Y aquí está también Shamir, ¿le recuerdas?
¡Shamir! Hernando intentó reconocerle entre los tres restantes, pero ninguno de ellos salió de entre las sombras. La confusión se apoderó de su mente: Francisco estaba vivo… Y también Shamir. ¿Habían escapado de Ubaid? Pero su madre… Aisha le había asegurado que estaban muertos, que había visto con sus propios ojos cómo el arriero los mataba en la sierra.
– ¡Me aseguraron que habíais muerto! -exclamó-. Busqué… Os busqué durante semanas, recorrí la sierra tratando de hallar vuestros cuerpos. El de Inés… y el de Fátima.
– ¡Cobarde! -le insultó Shamir.
– Mi madre esperó… todos esperamos durante años a que vinieses a ayudarnos -añadió Abdul-. ¡Perro! No moviste ni un dedo por tu esposa, ni por tu hija, ni por tu hermanastro. ¡Ni por mí!
Hernando sintió que le faltaba el aire. ¿Qué acababa de decir su hijo? Que su madre había esperado… ¡Su madre! ¡Fátima!
– ¿Fátima vive? -preguntó con un hilo de voz.
– Sí, padre -le escupió Abdul-. Vive… Aunque no gracias a tu ayuda. Todos hemos sobrevivido. Tuvimos que soportar el odio de Brahim, sentirlo en nuestras carnes. ¡Ella la que más! Y mientras tanto, tú te olvidabas de tu familia y traicionabas a tu pueblo. El perro de Brahim ya lo ha pagado con su vida, te lo aseguro. ¡Ahora eres tú quien debe rendir cuentas por ello!
¡Brahim! Hernando cerró los ojos, dejó que la verdad fuera penetrando en su mente. Brahim había cumplido con su amenaza: había vuelto a por Fátima y se había vengado de su hijastro arrebatándole a sus hijos, a su esposa, todo cuanto amaba… ¿Cómo no se le había ocurrido pensarlo? Había venido a por ellos y se los había llevado… Pero entonces… ¿Y la toca blanca de Fátima? ¡La había visto en el cuello del cadáver de Ubaid! ¿Cómo era posible? ¿Ubaid y Brahim juntos? Un pensamiento cruzó su cerebro sin que pudiera detenerlo. ¡Su madre debía de saberlo! Aisha le había dicho que Ubaid los mató a todos, Aisha había jurado y perjurado que había presenciado las muertes de Fátima y los niños… Aisha le había engañado. ¿Por qué? La idea de que su madre le hubiera mentido se le hizo insoportable, y pese al alfanje, a Francisco y al hombre que mantenía la tea junto a sus rostros, Hernando se aovilló en el suelo. Notó que el corazón se le aceleraba en el pecho, como si quisiera estallar. ¡Dios! ¡Fátima vivía! Quiso llorar, pero sus ojos se negaban a derramar ni una sola lágrima. Se encogió todavía más a consecuencia de las convulsiones que de repente asaltaron su cuerpo, como si él mismo pretendiera romperse en pedazos. ¡Toda una vida convencido de que su familia había sido asesinada por Ubaid!
– ¡Fátima! -llegó casi a gritar.
– Vas a morir -sentenció Shamir.
– Muerte es esperanza larga -contestó Hernando sin pensar.
Abdul extrajo una daga de su cinto. En el claro, los moriscos asistían en respetuoso silencio a la coronación de su rey. «Juro morir por el único Dios», se oía en el bosque en el mismo momento en el que el hombre que aguantaba la tea estiró del cabello de Hernando para que presentase su cuello. La hoja de la daga brilló.
¡Fátima! La mujer estalló en la memoria de Hernando.
– ¿Quién eres tú para hacerlo? -se revolvió entonces-. ¡No moriré sin antes poder hablar con tu madre! ¡No dejaré que me mates sin conseguir su perdón! Os creía muertos, y sólo Dios sabe cuánto he sufrido por vuestra pérdida. Que sea Fátima quien decida si desea concederme el perdón o el castigo; no tú. Si debo morir, que sea ella quien lo decida.
Movido por un súbito acceso de rabia, empujó a su hijo que, desprevenido, cayó sentado al suelo. Hernando trató de levantarse, pero el alfanje de Shamir amenazó su pecho. Hernando lo agarró con la mano. El filo le hirió la palma.
– ¿Acaso crees que voy a escapar? -le espetó-. ¿A luchar con vosotros? -Abrió los brazos para mostrar que no llevaba armas-. Quiero entregarme a Fátima. Necesito que sea ella quien clave ese cuchillo, si es que cree realmente que yo habría sido capaz de renunciar a ella, a vosotros, de haber sabido que seguíais vivos.
Por primera vez llegó a vislumbrar el rostro de su hermanastro y reconoció en él los rasgos de Brahim. Shamir interrogó a Abdul con la mirada y éste asintió tras unos momentos de duda: Fátima se merecía llevar a cabo su venganza, en persona, igual que había hecho con Brahim.
En ese momento, en el claro, finalizó la coronación y los moriscos estallaron en vítores y aplausos.
La mayoría de los delegados y jeques aprovecharon lo que restaba de la noche para iniciar el regreso a sus pueblos. El francés Panissault lo hizo con la promesa de que los ciento veinte mil ducados le serían entregados en la ciudad de Pau, en el Bearne francés, de donde era gobernador el duque de La Force. Al principio, con el trajín de gente despidiéndose alborotada, Munir ni se había percatado de la ausencia de Hernando, pero poco a poco empezó a preocuparse y a buscarlo. No lo encontró y se dirigió al lugar donde habían dejado las mulas: las dos permanecían atadas.
¿Dónde podría estar? No se habría marchado sin despedirse de él, ni sin la mula; su caballo estaba en Jarafuel. Preguntó a varios moriscos, pero ninguno supo darle razón. Uno de los berberiscos que colaboraba en el proyecto de rebelión pasó por su lado, cargado y presuroso. ¿Qué iba a saber un berberisco…?
– Oye -reclamó su atención, no obstante-, ¿conoces a Hernando Ruiz, de Córdoba? ¿Lo has visto?
El hombre, que hizo ademán de detenerse ante la llamada del alfaquí, se excusó con un balbuceo y prosiguió raudo su camino tan pronto como hubo oído el nombre por el que le preguntaban.
¿A qué esa actitud?, se extrañó Munir mientras lo observaba dirigirse hacia el bosque. Unos pasos más allá, el berberisco volvió la cabeza, pero al comprobar que el alfaquí continuaba mirándole, avivó la marcha. Munir no lo dudó y se encaminó tras él. ¿Qué escondía el berberisco? ¿Qué sucedía con Hernando?
No tuvo oportunidad de plantearse más cuestiones. Nada más internarse entre los árboles, varios hombres saltaron sobre él y lo detuvieron; otro lo amenazó con una daga.
– Un solo grito y eres hombre muerto -le advirtió Abdul-. ¿Qué es lo que pretendes?
– Busco a Hernando Ruiz -contestó Munir tratando de mantener la calma.
– No conocemos a ningún Hernando Ruiz… -empezó a decir Abdul.
– Entonces -le interrumpió el alfaquí-, ¿quién es el hombre que ocultáis allí?
Incluso en la penumbra, los borceguíes de Hernando destacaban entre las piernas de un grupo de cuatro berberiscos que pretendían esconderlo, todos ellos con práctico calzado para la navegación. Abdul se volvió hacia donde señalaba Munir.
– ¿Ése? -indicó con cinismo al comprender la imposibilidad de negar la presencia de alguien ajeno al grupo de berberiscos-. Es un renegado, un traidor a nuestra fe.
Munir no pudo evitar una sonora carcajada.
– ¿Renegado? No sabes lo que dices. -Abdul frunció el entrecejo, sus ojos azules denotaban duda-. Pocas personas existen en España que hayan luchado y luchen más por nuestra fe que él.
Abdul titubeó. Shamir abandonó el grupo que escondía a Hernando y se aproximó.
– ¿Y quién eres tú para sostener tal afirmación? -preguntó al plantarse junto a ellos.
El alfaquí pudo entonces ver a Hernando: su amigo parecía derrotado, cabizbajo, ausente. Ni siquiera mostraba interés en la conversación que se desarrollaba a poca distancia de él.
– Me llamo Munir -afirmó. ¿Qué le sucedía a Hernando?-. Soy el alfaquí de Jarafuel y del valle de Cofrentes.
– Nos consta -saltó Shamir- que este hombre colabora con los cristianos y que ha traicionado a los moriscos. Merece morir.
Hernando continuó sin reaccionar.
– ¡Qué sabréis vosotros! -le espetó Munir-. De dónde venís, ¿de Argel, de Tetuán?
– Nosotros, de Tetuán -contestó Abdul con cierta actitud de respeto ante un alfaquí-; los demás…
Munir aprovechó la indecisión de quien parecía mandar a los berberiscos para liberarse de las manos que le detenían, y le interrumpió:
– Vivís más allá del estrecho, en Berbería, donde se puede practicar libremente la verdadera fe. -El alfaquí cerró los ojos y negó con la cabeza-. Yo mismo comulgo cada domingo. Confieso mis pecados cristianos para obtener la cédula que me permite moverme. A menudo me veo obligado a comer cerdo y a beber vino. ¿También me consideráis renegado? ¡Todos los moriscos que habéis visto esta noche se pliegan a las órdenes de la Iglesia! ¿Cómo, si no, íbamos a poder sobrevivir y a mantener nuestra fe? Hernando ha trabajado por el único Dios tanto o más que ninguno de nosotros. Creedlo, no conocéis a ese hombre.
– Lo conocemos bien. Es mi padre -reveló Abdul.
– Y mi hermanastro -añadió Shamir.
Munir trato de convencer a los dos jóvenes berberiscos de la soterrada labor de Hernando en favor de la comunidad. Les habló de sus escritos, de sus años de trabajo, de los plomos y de la Torre Turpiana, del Sacromonte y de don Pedro de Granada Venegas; de Alonso del Castillo y Miguel de Luna, del evangelio de Bernabé y de lo que pretendían. Les explicó que Hernando creía que todos ellos habían muerto a manos de Ubaid.
– Su madre no sabía nada acerca de sus trabajos -replicó a Abdul cuando éste le habló de la contestación de Aisha a la carta que Fátima había enviado a Córdoba con el judío-. Hernando tuvo que mantenerlo en secreto… incluso ante su madre. Para ella, como para todos los demás, su hijo era un renegado, un cristiano. Hernando os creía muertos. Creedme. Jamás tuvo noticia de dicha carta.
Les contó también que pese a estar casado con una cristiana debía de ser el único morisco que rezaba en la mezquita de Córdoba.
– Dice que le juró a tu madre que rezaría frente al mihrab -añadió, dirigiéndose a Abdul, cayendo en la cuenta de que citar a la esposa cristiana de Hernando podía dar nuevos bríos a las ansias de venganza de aquellos corsarios.
El ajetreo, las charlas y despedidas de los moriscos en el claro pudieron oírse con nitidez durante unos instantes. Munir observó cómo Abdul y Shamir dirigían sus miradas hacia Hernando. ¿Habría convencido a aquellos corsarios?
– Ayudó a los cristianos en la guerra de las Alpujarras -masculló Abdul de repente. Su expresión era dura; el azul de sus ojos glacial.
– Sólo trató de librarse de la esclavitud y lo hizo con un cristiano, sí, pero… -trató de excusarlo el alfaquí.
– Luego ha colaborado con los cristianos de Granada -le interrumpió Abdul-, acusando a los moriscos que se rebelaron.
– ¿Y los demás cristianos a los que salvó la vida? -terció Shamir. Munir se sobresaltó; no sabía nada de otros cristianos. El corsario vio en aquella duda la oportunidad de liberarse del respeto con que había acogido las explicaciones de un reconocido alfaquí-. Salvó a muchos más. ¿No lo sabías? ¿No te lo había contado? No es más que un cobarde. ¡Cobarde! -gritó hacía Hernando.
– ¡Traidor! -añadió Abdul.
– Si creía que había sido Ubaid el que nos asesinó, ¿por qué no lo persiguió hasta el infierno? -continuó Shamir, gesticulando violentamente ante el alfaquí-. ¿Qué hizo por vengar lo que él creía que era la muerte de su familia? Yo te diré lo que hizo: refugiarse cómodamente en el lujoso palacio de un duque cristiano.
– Si hubiera insistido, si hubiera buscado venganza como todo musulmán que se precie debe hacer -añadió Abdul a gritos-, quizá habría llegado a descubrir que no había sido Ubaid, sino Brahim, el causante de sus desdichas.
A pocos pasos de distancia, Hernando sintió cómo le abofeteaban aquellas palabras. Ni siquiera tenía fuerzas para defenderse, para decir en voz alta que había visto el cadáver de Ubaid, que la venganza que anhelaba se había frustrado al verlo muerto. Que había recorrido la sierra en busca de los cuerpos de su familia para darles sepultura… ¿Qué sentido tenía todo eso ahora? Mientras oía las acusaciones vertidas por sus hijos, sus palabras que rezumaban rencor, su mente tenía sólo una pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué le había mentido Aisha? ¿Por qué le había dejado sufrir sabiendo la verdad? Recordó sus lágrimas, su rostro contraído por el dolor cuando clamaba haber visto cómo Ubaid los mataba a todos. «¿Por qué, madre?»
Las palabras de su hijo interrumpieron sus pensamientos.
– ¡Y además casado con una cristiana! ¡Reniego de ti, perro sarnoso! -añadió Abdul, escupiendo a los pies de su padre.
Munir, inconscientemente, siguió la dirección del escupitajo. Luego observó a Hernando. Ni siquiera se había movido ante la injuria de su propio hijo. Aun en la oscuridad, su cuerpo aparecía hundido, destrozado por la culpa, superado por cuanto se desarrollaba a su alrededor.
– Pero los plomos… -insistió el alfaquí, compadeciendo a quien consideraba su amigo.
– Los plomos -le interrumpió Shamir-, ¿qué valen cuatro letras? ¿Acaso han servido para algo? ¿Se ha beneficiado alguno de los nuestros? -Munir no quiso darle la razón y apretó los labios con firmeza-. Esos manejos sólo sirven para los ricos, para todos aquellos nobles que nos traicionaron y que ahora pretenden salvar sus pellejos. ¡Ninguno de nuestros hermanos, de los humildes, de los que continúan creyendo en el único Dios, de los que se esconden para rezar en sus casas o en los campos, logrará algo positivo de todo ello! Debe morir.
– Sí -se sumó Abdul-, debe morir.
La sentencia resonó en el bosque por encima de los ya escasos ruidos del claro. Munir sintió un escalofrío al tiempo que advertía en aquellos dos hombres la crueldad de los corsarios. Los supo acostumbrados a juguetear con la vida y con la muerte de las personas como si se tratase de animales.
– ¡Quietos! -gritó el alfaquí, en un intento desesperado por salvar la vida de su amigo-. Este hombre ha venido a Toga bajo mi responsabilidad, bajo mi salvaguarda.
– Morirá -exclamó Abdul.
– ¿Acaso no comprendéis que ya está muerto? -replicó Munir, al tiempo que lo señalaba con tristeza.
– Hay miles de cristianos como él apiñados en las mazmorras de Tetuán. No nos conmueve tu piedad. Nos lo llevamos -afirmó Shamir-. En marcha -ordenó después a los berberiscos.
Munir sacó fuerzas de flaqueza. Respiró hondo antes de hablar, y cuando lo hizo su voz sonó firme y decidida, sin revelar el temor que le atenazaba por dentro.
– Os lo prohíbo.
El alfaquí se mantuvo impasible ante las miradas de ambos corsarios. Abdul llevó su mano hacia el alfanje, como si le hubieran insultado, como si jamás hubiera recibido una orden como aquélla. Munir continuó hablando, tratando de que no le temblara la voz:
– Me llamo Munir y soy el alfaquí de Jarafuel y de todo el valle de Cofrentes. Miles de musulmanes acatan mis decisiones. Según nuestras leyes, ocupo el segundo lugar de los grados por los que se rige y gobierna el mundo y ordeno en las cosas de la justicia. Este hombre se quedará aquí.
– ¿Y si no obedeciéramos? -inquirió Shamir.
– Salvo que me matéis a mí también, nunca llegaréis a embarcar en vuestras fustas. Os lo aseguro.
Todos, corsarios y berberiscos, mantenían la mirada en el alfaquí. Sólo Hernando seguía de rodillas en el suelo, cabizbajo, absorto en sus pensamientos.
– Brahim pagó sus fechorías -afirmó entonces Shamir-; y este perro traidor no se librará del castigo.
– Debéis respetar a los sabios y ancianos -insistió Munir.
Uno de los berberiscos bajó la cabeza ante aquella afirmación, justo cuando Hernando pareció despertar; ¿qué había dicho Shamir? Abdul se percató de ambas situaciones: sus hombres respetarían las leyes, y él tampoco iba a matar a un alfaquí. Enfrentó sus ojos azules a un Hernando que ahora le interrogaba con su expresión. Brahim había muerto… El corsario se adelantó hacia su padre.
– Sí -le espetó-, lo mató mi madre: ella tiene más hombría y valor en una de sus manos que tú en todo tú ser. ¡Cobarde!
En ese momento, uno de los berberiscos que custodiaban a Hernando le zarandeó con fuerza y otro le propinó un tremendo golpe en los riñones con la culata de su arcabuz. Hernando cayó al suelo, donde lo patearon sin que él hiciera el menor ademán por defenderse.
– ¡Basta, por Dios! -imploró Munir.
– Por ese mismo Dios que invoca tu alfaquí, por Alá -masculló Abdul ordenando a los hombres que cesaran en el maltrato con un gesto de la mano-Juro que te mataré como te vuelvas a cruzar en mi camino. Recuerda siempre este juramento, perro.
¡Brahim! Fátima reconoció a Brahim en los gritos y amenazas de Shamir. Mucho más poderoso que el vulgar arriero de las Alpujarras, más listo… Fátima se estremeció al descubrir la misma voz airada, los mismos gestos, la misma expresión de ira.
Nada más volver de Toga, Abdul y Shamir acudieron a palacio y se presentaron ante ella; ambos aparecían hoscos y serios, y se negaron a contarle qué era lo que les había ido mal. Fátima conocía su misión en Toga, ella misma se había ocupado de reunir una gran cantidad de dinero berberisco para aquel nuevo levantamiento. Escuchó sus noticias con interés, pero algo en el semblante de su hijo la turbaba.
– Abdul -dijo ella por fin, apoyando la mano en el fuerte brazo de su hijo-. ¿Qué te sucede?
Él negó con la cabeza y murmuró algo incoherente.
– A mí no puedes engañarme. Soy tu madre y te conozco bien.
Abdul y Shamir cruzaron sus miradas. Fátima aguardaba, expectante.
– Hemos visto al nazareno -le espetó Shamir por fin-. Ese perro traidor estaba en Toga.
Fátima se quedó boquiabierta; por un instante le faltó el aire.
– ¿Ibn Hamid? -Al pronunciar su nombre, sintió una opresión en el pecho y se llevó una mano enjoyada hasta él.
– ¡No le llames así! -replicó Abdul-. No lo merece. ¡Es un cristiano y un traidor! Pero se arrastró como el perro que es…
Ella levantó la vista, consternada.
– ¿Qué…? ¿Qué le habéis hecho? -Intentó incorporarse del diván pero le flaquearon las rodillas.
– ¡Deberíamos haberlo matado! -gritó Shamir-. ¡Y juro que lo haremos si volvemos a verlo!
– ¡No! -La voz de Fátima surgió en forma de un aullido ronco-. ¡Os lo prohíbo!
Abdul miró a su madre, sorprendido. Shamir dio un paso hacia ella.
– Esperad… ¿Qué, qué hacía en Toga? Contádmelo todo -exigió Fátima.
Lo hicieron; le hablaron del nazareno con odio, le narraron con detalle la escena vivida en Toga, le relataron las palabras del alfaquí que habían logrado salvar la vida del perro traidor. Mientras los escuchaba, atenta a cada una de sus palabras, Fátima no dejaba de pensar. Ibn Hamid estaba en Toga, con los que planeaban la revuelta; había dedicado años de su vida a esos textos. Eso significaba que no había renunciado a su fe. Su rostro se fue animando a medida que los oía. ¡Si fuera cierto…! ¡Si fuera verdad que Ibn Hamid seguía siendo un creyente! Fue entonces cuando las palabras de Shamir resonaron en la estancia como una bofetada.
– Y debes saber que se ha casado… con una cristiana. Así que eres libre, Fátima. Puedes volver a casarte… Aún eres bella.
– ¿Quién te crees que eres para decirme qué puedo o no hacer? ¡Nunca volveré a casarme! -le espetó ella entonces.
Y ahí, al percibir las emociones que se escondían ante esa negativa, aparecieron los demonios de Brahim renacidos en Shamir, que se adelantó amenazadoramente hacía ella.
– Jamás volverás a verlo, Fátima. Lo mataré si me entero de que existe la menor comunicación entre vosotros. ¿Lo oyes? Le arrancaré el corazón con mis propias manos.
Sus gritos prosiguieron durante un buen rato ¡Ella sólo era una mujer! Una mujer que debía obedecer. Aquel palacio era suyo, y los esclavos, y los muebles, y la comida, hasta el aire que respiraba le pertenecía a él, a Shamir. ¿Cómo iban a permitir que se relacionase con aquel perro cobarde que no les había defendido en su infancia? Perderían el respeto de sus hombres y de toda la comunidad. Todos conocían el juramento que habían hecho en Toga con respecto a Hernando: los berberiscos lo habían explicado a quien quisiera escucharles. ¿Qué autoridad tendrían para impartir justicia entre sus hombres si consentían la más mínima relación con el nazareno? ¿Con qué potestad arriesgarían la vida de sus hombres, a menudo en incursiones peligrosas, cuando a sus espaldas, en su casa, una simple mujer se permitía desobedecerles? Cumplirían su juramento si volvían a verlo. Lo matarían como a un perro.
Fátima aguantó en pie, erguida, como la noche en que había anunciado a Brahim que jamás volvería a poseerla. Lo hizo sin buscar la ayuda de Abdul, sin mirarlo siquiera, tratando de no poner en un compromiso a su hijo, de no enfrentarlo con su compañero y con quien a la postre, efectivamente, era el dueño de todo.
– Recuerda lo que te he dicho… No cometas ninguna estupidez -masculló Shamir antes de dar media vuelta y salir de la estancia.
Fue entonces cuando Fátima, a espaldas de su hijastro, intentó encontrar en su hijo un atisbo de comprensión y apoyo, pero sus ojos se le mostraron fríos y sus rasgos, curtidos por el sol, tan tensos como los del otro corsario. Lo vio abandonar la estancia con un caminar igual de decidido. Sólo cuando se quedó sola permitió que sus ojos se llenaran de lágrimas.
En Valencia se ha hecho prisión de muchos moriscos, por ciertas cartas que el rey de Inglaterra ha enviado, las cuales se habían hallado entre los papeles de la reina pasada, que le habían escrito los moriscos pidiéndole favor para levantarse, y que ellos darían orden que pudiese saquear aquella ciudad, viniendo con su armada. Hase dado tormento a muchos de ellos para averiguarse lo que pasaba en este negocio, y no dejarán de castigarse algunos para ejemplo de los demás.
Luis Cabrera de Córdoba,
Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España
Tras la muerte de Isabel de Inglaterra, a finales de agosto de 1604, España e Inglaterra suscribieron un tratado de paz. Entre otros compromisos, el rey español se comprometía a cejar en su empeño por elevar al trono de la isla a un rey católico. Quizá por ello, meses más tarde, una vez firmado el acuerdo y en muestra de gratitud, Jacobo I hizo llegar a Felipe III una serie de documentos hallados en los archivos de su antecesora. En ellos constaban las propuestas de los moriscos españoles para, con la ayuda de ingleses y franceses, alzarse contra el rey católico y reconquistar los reinos de España para el islam.
El virrey de Valencia y la Inquisición pusieron manos a la obra tan pronto como el Consejo de Estado hizo pública la conjura. Multitud de moriscos fueron detenidos y sometidos a tormento hasta que confesaron el plan. Varios de ellos fueron ejecutados conforme a las costumbres valencianas. Al reo se le preguntaba si quería morir en la fe cristiana o en la musulmana. Si contestaba que en la primera, era ahorcado en la plaza del mercado; si se empeñaba en conservar su fe, se le llevaba extramuros de la ciudad, a la Rambla, y conforme al castigo divino previsto en el Deuteronomio para los idólatras, el pueblo lo lapidaba y después quemaba su cadáver.
Salvo excepciones, los moriscos optaban por una muerte rápida y elegían hacerlo en la fe cristiana, pero justo en el momento en que la soga se tensaba, estallaban en gritos invocando a Alá. Tan conocida era esa estratagema que la gente acudía a las ejecuciones provista de piedras para lapidar al ahorcado en el momento en que clamaba el nombre del Profeta. Luego, las familias moriscas recogían las piedras y las guardaban en recuerdo de la ejecución de sus muertos.
A los tres meses de su vuelta a Córdoba, Hernando tuvo conocimiento de que la tentativa de revuelta urdida en Toga había sido desbaratada. Lo cierto era que durante esos tres meses, sólo una cosa le había aportado algo de bienestar en su permanente desesperanza: la carta que logró escribir para Fátima.
Él y Munir habían hecho el camino de regreso de Toga en silencio, su mula siempre por detrás de la del alfaquí, como si éste tirase de él para llegar cuanto antes a Jarafuel. Su madre le había engañado. Fátima vivía y había matado a Brahim. Su hijo también había jurado matarle si sus caminos volvían a cruzarse. ¡Matarle! ¡Su propio hijo!, pero ¿acaso no lo habría hecho ya en Toga? Recordó los inocentes y expresivos ojos azules de Francisco en el patio de la casa cordobesa. Y la pequeña Inés, ¿qué habría sido de ella? La cabeza de Hernando no paraba de dar vueltas a las revelaciones de las últimas horas. Las imágenes, las preguntas, se agolpaban en su mente, y las punzadas de dolor se acompasaban a los cortos trancos del animal que montaba.
¡Fátima! El semblante de su esposa aparecía y desaparecía en su recuerdo como si juguetease con su sufrimiento. ¿Qué habría pensado de él? ¿Habría esperado que fuera en su busca? Cuánto tiempo, ¿cuántos años debió de confiar en su ayuda? El estómago no podía encogérsele más al imaginarla sometida a Brahim esperando su ayuda; ¡su Fátima! La había defraudado.
«¿Por qué, madre?» Mil veces elevó la mirada al cielo. ¿Por qué me lo ocultaste?
Lo que a la ida les había costado siete días de viaje, ahora les llevó sólo cuatro. Munir, sumido en un pertinaz mutismo, se detuvo lo estrictamente necesario y viajaron por las noches, a la luz de la luna. Hernando se limitaba a obedecer las órdenes de su compañero de viaje: descansemos aquí; comamos algo; demos de beber a las mulas; esta noche pararemos junto a ese pueblo… ¿Por qué le había salvado la vida?
En Jarafuel, el alfaquí lo hizo esperar a la puerta de su casa, sin invitarlo a entrar. Al cabo, él mismo apareció con el caballo de la mano.
– Aparte de al duque -trató de explicarse entonces Hernando-, sólo salvé a una niña de corta edad. Lo demás son rumores…
– No me interesa -le interrumpió Munir secamente.
Hernando le miró a la cara; el alfaquí le contemplaba con dureza, pero al cabo de unos instantes pareció asomar a sus ojos un atisbo de compasión.
– Te he salvado la vida, Hernando, pero es Dios quien te juzgará.
Durante el regreso a Córdoba evitó la compañía de frailes, mercaderes, cómicos o caminantes de los que acostumbraban a transitar por los caminos principales e hizo el viaje solo, absorto en sus pensamientos. La culpa pesaba en él como una losa, y hubo momentos en que creyó que no soportaría más ese lastre. A medida que se acercaba a la ciudad, sus penas se vieron sustituidas por una congoja aún mayor: no deseaba llegar. ¿Qué iba a decirle a Rafaela? ¿Que su matrimonio con ella no era válido? ¿Que su primera esposa estaba viva?
Retrasó cuanto pudo su llegada a casa. Temía enfrentarse con ella. Temía enfrentarse consigo mismo si se veía obligado a confesarle la verdad. Cuando por fin cruzó la puerta de su casa, ni siquiera se atrevió a mirarla.
Observó impasible cómo se borraba la sonrisa con que Rafaela, de nuevo embarazada, acudió a recibirle. La mujer detuvo sus apresurados pasos a la vista de los moratones y heridas que le habían causado los berberiscos al patearle.
– ¿Qué te ha sucedido? -Rafaela trató de acercar su mano al magullado rostro de su esposo-. ¿Quién…?
– Nada -contestó él, rechazando inconscientemente la mano de su esposa-. Me caí del caballo.
– Pero ¿estás bien…?
Hernando le dio la espalda y la dejó con la palabra en la boca. Anduvo hasta las cuadras para desembridar al caballo y luego cruzó el patio en dirección a las escaleras.
– Comeré y cenaré en la biblioteca -ordenó secamente al pasar junto a su esposa.
También durmió en ella.
Así transcurrieron los días. Hernando arrinconó el Corán en el que se hallaba trabajando y se esforzó en escribir una carta para Fátima. Tardó en conseguirlo; tardó en lograr plasmar en papel todo cuanto sentía. En el momento en que intentaba concentrarse en la escritura, su mente se perdía en la culpa y el dolor. Desechó y rompió muchas hojas. Al final le contó de Rafaela, de sus dos hijos y del que estaba por venir. «¡No lo sabía! ¡No sabía que vivías!», rasgueó con mano temblorosa. Una vez la tuvo escrita, decidió recurrir a Munir para remitírsela a Fátima pese a la fría despedida del alfaquí. Era un hombre santo; le ayudaría, además, era desde Valencia desde donde más moriscos partían para Berbería. ¡Necesitaba su ayuda! Escribió otra carta para Munir implorándosela.
Un día que supo que Miguel se encontraba en Córdoba, lo llamó. Tenía que recurrir al tullido para que le consiguiese un arriero morisco de confianza; él seguía siendo un apestado entre la comunidad cordobesa y había perdido todo contacto con la red de miles de hombres que se movían por los caminos, pero el tullido, al contrario que su señor, compraba y vendía cuanto necesitaba para los caballos y utilizaba con asiduidad los servicios de los arrieros.
– Necesito hacer llegar una carta a Jarafuel -le comunicó con una aspereza innecesaria, sentado ante el escritorio. Miguel permaneció plantado delante de él tratando de imaginar qué era lo que le sucedía a su señor. Antes había hablado con Rafaela, y ella le había confiado su enorme inquietud-. ¿A qué esperas? -le recriminó Hernando.
– Conozco la historia de un correo portador de malas noticias -contestó el tullido-, ¿quieres que te la cuente?
– No estoy para historias, Miguel.
El repiqueteo de las muletas del tullido sobre el entablado de la galería resonó en los oídos de Hernando. ¿Y ahora, qué? Manoseó el bello Corán en el que trabajaba; no se veía con ánimo de continuar. Aun así, canturreó algunas de las suras ya escritas.
– Cualquier cosa que estuviese haciendo, parece que ya la ha terminado.
Tales fueron las palabras que Miguel le dijo a Rafaela en cuanto hubo salido de la biblioteca con la orden de su señor de encontrar a un arriero para que llevara una carta a Jarafuel.
La mujer lo interrogó con unos ojos enrojecidos por el llanto.
– Ve -la instó el tullido-. Lucha por él, por ti.
Rafaela no había podido ver a Hernando durante los días que estuvo recluido en la biblioteca. Pensaba que podría hacerlo al llevarle la comida, pero éste dio orden de que se la dejaran tras la puerta. Hernando había pedido también una jofaina con agua limpia para sus oraciones, que él mismo dejaba tras la puerta una vez utilizada. En todo momento Rafaela estuvo pendiente del sonido de aquella puerta para apresurarse a cambiar el agua. Cinco veces al día.
¿Qué le había sucedido?, se preguntó la mujer por enésima vez al iniciar el ascenso de las escaleras, jadeando. El nuevo embarazo le pesaba más que los anteriores. Dudó al acercarse a la biblioteca. El murmullo de las suras se colaba por la puerta, ahora abierta, y llegaba hasta ella. ¿Y si Hernando se enojaba? Se detuvo y estuvo a punto de echarse atrás, pero los momentos vividos con anterioridad al viaje a Toga, el cariño, las risas, la alegría, la felicidad, ¡el amor que se profesaron!, la impulsaron a continuar.
Hernando permanecía sentado a su escritorio. Con un dedo seguía las letras del Corán mientras salmodiaba en árabe, ajeno a todo. Rafaela se detuvo sin atreverse a romper lo que le pareció un momento mágico. Cuando Hernando se apercibió de su presencia y volvió la cabeza hacia ella la encontró parada bajo el quicio de la puerta, con los ojos llenos de lágrimas, agarrándose con ambas manos la prominente barriga.
– No creo haber hecho nada para que me trates así. Necesito saber qué te está pasando… -musitó Rafaela, antes de que se le quebrara la voz.
Hernando asintió, con cierta frialdad, sin levantar la cabeza del escritorio.
– Hace más de veinte años… -empezó a decir. Pero ¿por qué contárselo? Nunca le había hablado de Fátima o de sus hijos; ella conocía la historia por Miguel-. Tienes razón -reconoció-. No lo mereces. Lo siento. Son cosas del pasado.
El mero hecho de pronunciar aquella disculpa pareció liberar a Hernando. La carta dirigida a Fátima obraba ya en manos de Miguel, ¿quién podía predecir cuáles serían sus resultados o qué le contestaría Fátima, si es que lo hacía? Rafaela se enjugó las lágrimas con una mano mientras con la otra continuaba asiéndose la barriga.
Y entonces Hernando comprendió algo: sí, había fallado a Fátima, y ésa era una culpa de la que nunca podría librarse… pero no iba a cometer dos veces el mismo error con la persona a la que entonces amaba. Sin decir palabra, se levantó, rodeó el escritorio y se fundió con su esposa en un dulce abrazo.
A pesar de sus esfuerzos por ocultar sus inquietudes a Rafaela, Hernando no podía dejar de pensar en las revelaciones que le había hecho su hijo. Ella no volvió a mencionar lo sucedido, como si aquellos días de reclusión no hubieran existido. Hernando buscó consuelo en sus pequeños y esperanza en el que estaba por venir. Un día, incluso se dirigió al campo de la Merced y paseó por el triste cementerio hasta dar con la tumba de su madre. Allí habló con Aisha en silencio.
– ¿Por qué lo hiciste, madre?
Intentó encontrar la respuesta en su interior. El tiempo transcurrió con Hernando especulando mil posibilidades hasta que una de ellas, ajena a las razones de Aisha para haber obrado como lo hizo, despuntó entre las demás: «Viven». Fátima vivía. Francisco también, y Shamir, y probablemente Inés. ¿Hubiera preferido que todos ellos estuvieran muertos para aliviar sus penas? Se sintió indigno. Hasta entonces sólo había pensado en él mismo, en sus culpas, en la cobardía que tanto le echara en cara Francisco. Sin embargo, lo importante era que vivían aunque fuera lejos de él. Halló cierto consuelo en esta idea… Pero seguía necesitando obtener su perdón. Aguardaba con ansiedad noticias de Munir, pero dicho anhelo se trocó en decepción cuando el alfaquí hizo que le devolvieran la carta dirigida a Fátima junto a su negativa de remitírsela a Tetuán.
Fátima no pudo dejar de darse cuenta: después de la visita de Shamir y su hijo, tres imponentes esclavos nubios, armados, se sumaron al personal de servicio que atendía el palacio.
– Son para vuestra seguridad, señora -le contestó uno de los sirvientes -. Corren tiempos revueltos y vuestro hijo así lo ha dispuesto.
¿Para su seguridad? Dos de ellos la seguían, un par de pasos por detrás, en sus salidas por Tetuán. Fátima lo probó. Una mañana, acompañada de dos esclavas a las que hizo cargar con algunos bultos, se dirigió con resolución a la puerta de Bab Mqabar, al norte de la muralla de la ciudad.
Antes de que pudiera cruzarla, los dos nubios se interpusieron en su camino.
– No podéis salir, señora -le dijo uno de ellos.
– Sólo quiero ir al cementerio -afirmó Fátima.
– No es seguro, señora.
Otro día de madrugada, abandono su dormitorio. No había recorrido la mitad del pasillo y la inmensa figura de uno de los negros apareció de entre las sombras.
– ¿Deseáis algo, señora?
– Agua.
– Yo ordenaré que os la traigan, no os preocupéis. Descansad.
¡Estaba presa en su propia casa! No se había planteado huir, ni siquiera sabía qué hacer o qué pensar; sólo sabía que después de años de creer en la traición de Hernando, la simple posibilidad de que no hubiera sido así hizo revivir en ella unos sentimientos que durante años se había obligado a arrinconar en lo más recóndito de su interior. Desde la muerte de Brahim se había dedicado a dirigir los negocios y a amasar dinero con tanta frialdad como Abdul y Shamir atacaban a los barcos cristianos o las costas españolas. Llegó incluso a renunciar a su condición de mujer. Pero ahora algo había vuelto a despertar en ella y de vez en cuando, por las noches, con la mirada perdida en el horizonte, allí donde debían alzarse las sierras granadinas, unos casi imperceptibles estremecimientos le recordaban que había sido capaz de amar con todo su ser.
Una tarde Efraín acudió a despachar de negocios con ella. El judío, muerto ya su padre, se había convertido en el más íntimo colaborador en los negocios familiares dirigidos por la gran señora tetuaní.
– Tengo que pedirte un favor, Efraín -le dijo mientras el otro le explicaba de números y mercaderías.
– Debes saber que tu hijo ha venido a verme -susurró el inteligente judío.
Fátima clavó en él sus hermosos ojos negros.
– Pero mi lealtad está contigo, señora -añadió Efraín al cabo de unos instantes de silencio.
Muerte es esperanza larga.
«Romances de Aben Humeya»,
Romancero morisco
Rafaela había acompañado hasta la puerta al preceptor, que acudía diariamente a dar lecciones a Juan y Rosa, cuando vio que un desconocido se acercaba a su casa. Aunque Hernando parecía haber recuperado su estado de ánimo habitual, cualquier imprevisto desasosegaba a Rafaela, cuyo embarazo ya estaba a punto de llegar a su fin. El hombre, que contaría cerca de cuarenta años y cuyas ropas, de estilo castellano, aparecían sucias por el largo viaje, preguntó con voz educada si aquélla era la casa de Hernando Ruiz. Rafaela asintió y mandó a Juan a que diera el recado a su padre; Hernando no tardó en bajar al zaguán.
– La paz sea con vos -saludó al hombre, en la creencia de que no sería más que un arrendatario o un interesado en algún caballo-. ¿Qué deseáis?
Efraín aguardó un instante antes de hablar. Por suerte, en esta ocasión no le costó dar con Hernando.
– La paz -contestó el judío, que clavó la mirada en su anfitrión.
– ¿Qué deseáis? -repitió.
– ¿Podemos hablar en algún lugar privado?
En ese momento Hernando comprendió que aquel hombre era algo más que un simple tratante en caballos; aunque percibió un extraño acento en su voz, había algo en él que le inspiró confianza.
– Acompañadme.
Salieron del zaguán y cruzaron el patio.
– Que nadie me moleste -advirtió a Rafaela.
Subieron a la biblioteca y Hernando reparó en la admiración con la que el judío corría su mirada por los libros que constituían su más preciado tesoro.
– Os felicito -dijo Efraín refiriéndose a ellos al tiempo que tomaba asiento tras el escritorio. Hernando hizo un gesto de asentimiento y los dos guardaron silencio unos instantes-. Me envía Fátima, vuestra esposa -reveló al fin.
Un tremendo escalofrío recorrió el cuerpo de Hernando. Se vio incapaz de decir nada y el judío se dio cuenta.
– La señora Fátima necesita saber de vos -continuó Efraín-. Son muchos los rumores que llegan a Tetuán y ella se niega a creerlos, salvo que vos mismo los confirméis. Debo significaros, antes que nada, que hará cerca de quince años, yo mismo estuve aquí, en Córdoba, en vuestra busca, también enviado por mi señora…
– ¿Cómo está ella? -le interrumpió Hernando.
Hablaron durante todo el día. Hernando contó su vida y lo hizo sin disimulo, sin ocultar el más nimio de los detalles. ¡Contó incluso sus amoríos con Isabel! Era la primera vez que se confesaba a alguien con tal sinceridad. Excusó su imagen cristiana, pero también reconoció el error que significaba que en algunos momentos, llevado por los acontecimientos, se hubiera excedido en aquella postura. ¿Por qué tuvo que salir cargado con una cruz en procesión?
– Mi madre no habría muerto si hubiera evitado ese alarde -añadió con la voz tomada.
Luego se explayó en la historia de los plomos.
– Shamir -recordó- sostuvo que nunca se beneficiarían los humildes… y probablemente tenga razón.
– Quizá algún día ese evangelio del que habláis pueda salir a la luz.
– Quizá -suspiró Hernando, pesaroso-, pero no sé cuál será nuestra situación para entonces. En verdad parece que no seamos más que unos apestados: los cristianos nos odian a muerte y ninguno de los gobernantes musulmanes ha hecho nada por ayudarnos. Somos un pueblo que siempre ha estado oteando el horizonte con la esperanza de vislumbrar una armada, turca o argelina, que nunca ha aparecido.
Efraín estuvo tentado de discutir. ¿Apestados? Su pueblo sí que lo había sido, en España y en todos los reinos europeos. Los judíos ni siquiera tuvieron la oportunidad de otear el horizonte: nadie podía acudir en su ayuda. Sin embargo, calló; no era ése su cometido. Fátima le había proporcionado instrucciones: él mismo debía juzgar las palabras y la actitud de Hernando. Él mismo debía decidir si trasladarle su mensaje o retirarse sin hacer entrega de él a aquel hombre que le miraba consternado. «Confío plenamente en ti», le había dicho ella antes de despedirse. Y el judío ya había decidido.
– Muerte es esperanza larga -dijo entonces.
Efraín sintió cómo el morisco clavaba sus ojos azules en él, igual que había hecho su hijo Abdul hacía poco tiempo, cuando fue a visitarle y a advertirle de que bajo ningún concepto debía ayudar a Fátima en nada relacionado con el «maldito traidor». Los mismos ojos, pero ¡qué diferencia entre el mensaje que lanzaban unos u otros! Los del corsario emanaban odio y rencor; los de Hernando, en cambio, mostraban una tristeza infinita.
¿Cuántas veces llegó a confiar Fátima en la muerte para encontrar la esperanza?, pensaba Hernando tras volver a escuchar aquella frase. ¿Por qué una vez más ahora?
– Vuestra esposa está cautiva en su propia casa -anunció Efraín como si adivinase lo que pasaba por su cabeza-. Varios guerreros nubios la vigilan día y noche.
– ¿Por mi causa? -preguntó Hernando con un hilo de voz.
– Sí. Si os acercáis a Fátima, os matarán y a ella…
– ¿Francisco la mataría?
– ¿Abdul? No creo que fuera capaz… pero no lo sé a ciencia cierta -rectifico el judío recordando las amenazas del corsario-. Pero no podemos olvidarnos de Shamir… La verdad es que ignoro qué podría hacer. En cualquier caso la desgracia caería sobre ella, con toda seguridad.
Efraín le habló de Fátima, y Hernando supo por fin por qué su madre había actuado como lo hizo: la misma Fátima se lo había pedido. Ambas quisieron protegerle de una muerte segura. Se enteró del asesinato de Brahim así como del viaje que hizo Efraín, muchos años atrás, y de la carta de Fátima que éste leyó a Aisha al no encontrarle; de las amargas palabras de Aisha y también de los insultos que profirieron contra él Abbas y los demás moriscos. El judío perdió la mirada en el momento de ensalzar a Fátima, de alabar su belleza y elogiar su coraje y determinación; Hernando percibió en Efraín unos sentimientos que iban más allá de la simple admiración y sintió una punzada de celos de aquel hombre que vivía tan cerca de ella. También le habló de Abdul y Shamir; Inés, ahora Maryam, estaba bien; se había casado y tenía varios hijos. Elogió la astucia de su señora en los negocios y volvió a insistir en la admiración y el deseo que producía en todo Tetuán. Se explayó en descripciones y explicaciones ante un Hernando que dejaba vagar los recuerdos asintiendo y sonriendo.
– Mi señora confía en que cumpláis el juramento que un día le hicisteis: que pongáis a los cristianos a sus pies, a los pies del único Dios. Que continuéis trabajando por la causa de nuestra fe en España, como hacíais mientras estabais casados -terminó diciendo-. Su felicidad depende de ello. Sólo en esa comunión de ideas puede encontrar la tranquilidad; es cuanto desea y a cuanto puede aspirar. Dice que Dios volverá a uniros… tras la muerte.
– ¿Y hasta entonces? -musitó Hernando.
Efraín negó con la cabeza.
– Ella nunca pondrá en riesgo vuestra vida. -Hernando hizo ademán de replicar, pero el judío se lo impidió con un gesto de la mano-: No pongáis en riesgo vos la suya.
El silencio se hizo entre los dos hombres.
– Tenía preparada una carta para ella -dijo por fin Hernando-, que intenté hacerle llegar sin éxito.
– Lo siento -rechazó Efraín-, no puedo llevarla… ni vuestra esposa tenerla. He excusado mi viaje en tratos comerciales. Si vuestro hijo o Shamir, o los vigilantes nubios descubrieran a cualquiera de nosotros con una carta…
– ¡Pero necesito explicarle! -exclamó Hernando, casi implorante-. Tengo tantas cosas que decirle…
– Y así será: a través de mí. Conocéis a la señora Fátima. -El judío negó con la cabeza, corrigiéndose-. ¿Cómo no vais a conocerla? Mejor que yo. Ella tenía dudas y yo le procuraré la alegría que sé que desea; ¿acaso creéis que entonces no me hará repetir hasta la última palabra de las que me habéis dicho? -Hernando no pudo evitar una triste sonrisa al recordar el fuerte carácter de Fátima; el judío se percató de ello-. ¡Mil veces me obligará a hacerlo!
– Y hacedlo, más de mil si fuese necesario. Decidle…, decidle también que la sigo queriendo, que nunca he dejado de hacerlo. Pero la vida… El destino fue cruel con ambos. He pasado media vida llorando su muerte. Pedidle perdón en mi nombre.
– ¿Por qué debería hacerlo?
– Me he vuelto a casar… Tengo otros hijos.
El judío asintió.
– Ella lo sabe y lo comprende. La vida no ha sido fácil para ninguno de los dos. Recordad: Muerte es esperanza larga. Eso es lo primero que me ha pedido que os dijera.
Esa noche, Efraín fue agasajado en casa de Hernando, donde pernoctó antes de partir de vuelta a Tetuán. Advertido por su anfitrión de que Rafaela no debía saber en ningún momento el motivo que le había traído a aquella casa, el judío se mostró sumamente discreto e hizo gala de unos modales exquisitos, pero tras su cortesía se escondía el interés por poder proporcionar a su señora la información que ésta le había solicitado sobre la esposa cristiana. ¿Cómo es la mujer con la que se ha casado? ¿La quiere?
Durante la noche, Hernando, absorto en el recuerdo de Fátima, se mostró extremadamente frío y distante con Rafaela.
Poco tiempo después, con Hernando entregado a la escritura del Corán y a la oración en la mezquita, creyendo encontrar en ello la comunión en la distancia que Fátima le había rogado, Rafaela dio a luz a su tercer hijo. Lázaro, como bautizaron al niño en presencia de unos padrinos cristianos elegidos por el párroco y a los que no conocían, rompió con la tradición y nació con inmensos y claros ojos azules. ¡En aquel recién nacido resurgía el estigma con el que un sacerdote cristiano emponzoñó a una inocente niña morisca!, determinó Hernando en cuanto los vio. No podía ser más que una señal divina.
– Su nombre será Muqla, en honor del gran calígrafo -anunció el mismo día del bautizo ante Rafaela y Miguel, después de limpiar con agua caliente los óleos ungidos sobre el niño-. En esta casa deberéis llamarle así.
Rafaela bajó la vista y asintió con un murmullo imperceptible.
– ¿No será peligroso? -se alarmó Miguel.
– Lo único peligroso es vivir de espaldas a Dios.
A partir de ese día decidió que había llegado el momento de explicar a sus hijos algo más que leyendas musulmanas, así que despidió al preceptor y asumió la tarea de la educación de Juan y Rosa, a quienes rebautizó como Amin y Laila. El Corán, la Suna, la poesía y la lengua árabe, la caligrafía, la historia de su pueblo y las matemáticas se convirtieron de repente en las asignaturas que impartió a sus hijos, siempre con Muqla a su lado, en la cuna, al que dormía canturreándole las suras. Amin, con ocho años, ya tenía ciertos conocimientos, pero la niña, que sólo tenía seis, se resintió del cambio.
– ¿No crees que deberías esperar a que Rosa creciera algo más, darle tiempo? -trató de aconsejarle Rafaela.
– Se llama Laila -la corrigió Hernando-. Rafaela, en estas tierras, las mujeres son las llamadas a enseñar y divulgar la verdadera fe. Debe aprender. Es mucho lo que deben conocer. ¿Cuándo si no van a hacerlo? Es ésta la edad en la que deben aprender nuestras leyes. Creo…, creo que he cometido demasiados errores.
Rafaela no se dio por satisfecha con la contestación.
– Es una situación muy complicada -afirmó-. Pones en peligro a nuestra familia. Si alguien llegara a enterarse… No quiero ni pensarlo.
Hernando dejó transcurrir unos instantes, mirando fijamente a su esposa.
– Lo sabías, ¿verdad? -dijo al cabo-. Miguel te lo dijo antes de que contrajésemos matrimonio. Él te confesó que yo practicaba la fe verdadera -Rafaela asintió-. Y en consecuencia, cuando te casaste conmigo, aceptaste que nuestros hijos se educarían en las dos culturas, en las dos religiones. No pretendo que compartas mi fe, pero mis hijos…
– También son míos -replicó ella.
Rafaela no insistió, ni tampoco intervino de nuevo en la educación de los niños. Sin embargo, por las noches rezaba con ellos, como siempre había hecho, y Hernando lo consentía. Diariamente, al finalizar las clases, se lavaba y purificaba, y acudía a la mezquita para rezar frente al mihrab, a veces quieto, parado delante de allí donde debían estar aquellos grafismos sagrados cincelados en mármol, otras escondido, algo alejado, si consideraba que su permanencia podía originar sospechas. «¡Aquí estoy, Fátima! -susurraba para sí-, suceda lo que suceda.» La mezquita se lo recordaba una y otra vez: los cristianos ya se habían apropiado de ella definitivamente. La capilla mayor, el crucero y el coro acababan de ser terminados, y el cimborrio ya se elevaba por encima de los contrafuertes para mostrar al mundo entero la magnificencia del tan deseado templo. Hasta el antiguo huerto en el que se retraían los delincuentes acogidos a asilo, había sido renovado. Los sambenitos de los penados por la Inquisición seguían colgando macabramente de las paredes de las galerías, pero el huerto aparecía ahora ajardinado, con calles empedradas y fuentes entre naranjos; el Patio de los Naranjos lo llamaban ahora las gentes.
Religiosos, nobles y humildes se enorgullecían de su nueva catedral y cada expresión de asombro, cada vanidoso comentario que Hernando podía oír por parte de los fieles ante la magna obra, le reconcomía e irritaba. Aquella catedral hereje que había venido a profanar el mayor templo musulmán de Occidente no era sino un ejemplo de lo que concedía en toda la península: los cristianos les aplastaban y Hernando tenía que luchar, aun a riesgo de su vida y la de sus hijos.
A veces se quedaba absorto a las puertas del sagrario de la catedral y contemplaba la Santa Cena de Arbasia. Entonces recordaba los días allí transcurridos mientras era la biblioteca, con don Julián, engañando a los sacerdotes y trabajando para sus hermanos en la fe. ¿Qué habría sido del pintor italiano? Miraba a la que él imaginaba mujer y que acompañaba a Jesucristo. Él también había elegido una mujer, la Virgen, en la trama de los plomos del Sacromonte. Una trama que parecía estancada, sin dar los frutos deseados, tal y como le informaban desde Granada.
Y cuando no se hallaba rezando o instruyendo a sus hijos, montaba a caballo. Miguel hacía un trabajo excelente y los potros que nacían en el cortijillo eran cada vez más cotizados entre los ricos y la nobleza de toda Andalucía. Incluso llegaron a vender algunos ejemplares a cortesanos de Madrid. Periódicamente, el tullido mandaba a Córdoba un par de potros ya domados por el personal que contrataba. Elegía los mejores, aquellos que consideraba merecedores del aprendizaje que les podía proporcionar su señor. Durante un tiempo, Hernando montaba en ellos y salía al campo, donde perfeccionaba la técnica de los animales. También enseñaba a montar a Amin, que lo acompañaba a lomos de un Estudiante ya viejo y dócil que parecía entender que no debía mover un solo músculo de más con el niño encima de él. Y en presencia de un entusiasmado Amin que gritaba y aplaudía al ver a su padre sorteando las astas de los morlacos, volvió a correr los toros en las dehesas; atrás quedaba la triste experiencia con Azirat. Luego, en el momento en que consideraba que los potros estaban convenientemente domados, los devolvía a Miguel para que éste los pusiera a la venta. Hernando presenció con orgullo cómo algunos de ellos se enfrentaban a los toros en la Corredera con motivo de alguna fiesta, con mayor o menor fortuna según el arte de los señores cordobeses que los montaban, pero siempre mostrando nobleza y buenas maneras.
Por las noches se encerraba en la biblioteca y tras disfrutar caligrafiando en colores y con letras surgidas de su unión con Dios alguna nueva sura en su Corán, copiaba nuevos ejemplares con letra rápida, interlineando su traducción aljamiada, igual que había hecho junto a don Julián en la biblioteca. Había vuelto a ello. Remitía los libros a Munir, gratuitamente, quien pese a la fría despedida de Jarafuel y su negativa a mandar la carta a Fátima, los aceptaba en bien de la comunidad, como así le hizo saber Miguel a través del arriero que llevó al alfaquí las primeras copias. ¡Luchaba! Continuaba luchando, susurraba Hernando a Fátima a centenares de leguas de distancia; estaba en paz con Dios, consigo mismo y con cuantos lo rodeaban. Y la imaginaba bella y altiva, como siempre lo había sido, enardeciendo su religiosidad y animándole a proseguir.
Al virrey de Cataluña se podrá escribir que en lo que toca a los moriscos que pasaren a Francia, ordene que se reconozcan, y si entre ellos fuesen algunos que sean ricos y acreditados entre ellos, se les detenga y ponga a buen recaudo para procurar sacar de ellos sus intentos, y que con la gente común disimulen y los dexen pasar, porque cuantos menos quedaren mejor.
Dictamen del Consejo de Estado,
24 de junio de 1608
Miguel ya pasaba de los treinta años, pero su aspecto y su condición de tullido parecían cargarle con más edad. Le faltaban los dientes y las piernas parecían haberse negado a seguir el crecimiento de su cuerpo cintura arriba. A lo largo de su vida, los huesos que le habían machacado de recién nacido fueron articulándose por el lugar en el que se los quebraron, pero carecía de musculatura capaz de moverlos, lo que le presentaba como un grotesco títere, más y más a medida que pasaba el tiempo. Sin embargo, continuaba con sus cuentos e historias, haciendo reír a los niños o encandilando a Rafaela en los únicos momentos de asueto que la mujer se permitía, como si Dios, el que fuere, hubiera trocado su capacidad de andar o correr por una fuente inagotable de imaginación y fantasía.
Fue Miguel quien, siempre al tanto de lo que sucedía entre las gentes adineradas, aquellas que podían comprar los magníficos caballos que criaban en el cortijillo, comentó a Hernando el éxodo de moriscos ricos hacia Francia; lo hizo como si le advirtiera de las decisiones que tomaban sus iguales.
En enero de ese año, el Consejo de Estado, encabezado por el duque de Lerma, acordó por unanimidad proponer al rey la expulsión de España de todos los cristianos nuevos. La noticia corrió de boca en boca, y los moriscos acaudalados empezaron a vender sus propiedades e intentar adelantarse a la drástica medida. El embarque a Berbería estaba prohibido, por lo que todos ellos fijaron sus miras en el reino vecino. Francia era cristiana y estaba permitido cruzar esa frontera.
Aquella mañana, Hernando lo observó antes de desechar tal posibilidad.
– Mi sitio está aquí, Miguel -le contestó Hernando, percibiendo en el tullido un suspiro de tranquilidad-. No es la primera vez que se habla de expulsión -añadió-. Ya veremos si se ejecuta la orden. Por lo menos no proponen castrarnos, degollarnos, esclavizarnos o lanzarnos al mar. Los nobles perderían mucho dinero si nos expulsaran. ¿Quiénes cultivarían sus tierras? Los cristianos no saben hacerlo, ni están dispuestos a ello.
Durante el año de 1608, el rey Felipe no adoptó la propuesta que le recomendaba su Consejo. Salvo el patriarca Ribera y algunos otros exaltados que continuaban abogando por la muerte o la esclavitud de los moriscos, la mayor parte del clero se rasgaba las vestiduras al imaginar a miles de almas cristianas acudiendo a tierras de moros donde debían renegar de la verdadera religión. Ciertamente, los intentos de evangelización fracasaban una y otra vez. Sin embargo, ¿acaso no era cierto -como defendió el comendador de León- que se mandaban religiosos y santos a la China para llevar el mensaje de Cristo a aquellos lejanos e ignotos pueblos? Y si así se hacía, ¿por qué cejar en el empeño de convertir a los de los propios reinos?
Pero si estaba prohibido huir a tierras musulmanas, también lo estaba el extraer oro o plata de España, aunque fuera a otro reino cristiano, y el mismo Consejo de Estado acordó detener a los moriscos ricos en la frontera. El flujo de adinerados hacia Francia cesó. Las aljamas de todos los reinos vivían a la expectativa, con gran inquietud: los humildes, la gran mayoría, apegados a sus tierras; aquellos con más posibles, estudiando cómo burlar la orden real en el caso de que se produjera.
Hernando no era ajeno a la inquietud de sus hermanos en la fe. Tras el nacimiento de Muqla, Rafaela dio a luz a otro precioso varón, Musa, y luego a una niña, Salma, cuyos nombres cristianos serían Luis y Ana, ninguno de ellos de ojos azules. Tenía una gran familia y el hecho de que los moriscos ricos, aquellos que podían tener acceso a los entresijos de la corte, huyesen de España, le hacía pensar que había motivos para preocuparse. Por todo ello se dispuso a viajar a Granada para averiguar qué sucedía con los plomos.
Recuperó la cédula que le había librado el arzobispado de Granada y que guardaba celosamente. Ya nadie se interesaba por los mártires de las Alpujarras: bastantes santos y mártires de la antigüedad, discípulos del apóstol Santiago, se habían hallado en el Sacromonte como para preocuparse por unos cuantos campesinos torturados por los moriscos tan sólo cuarenta años antes. Sin embargo, ningún alguacil, alcaide o cuadrillero de la Santa Hermandad habría osado poner en duda el documento que Hernando exhibía con decisión cuando alguien se lo pedía. Junto a la cédula, escondida en una pared falsa, se hallaba el ejemplar del Corán, ya finalizado; la copia del evangelio de Bernabé de la época del caudillo Almanzor y la mano de Fátima. Como en todas las ocasiones en que abría aquel escondrijo, cogió la joya y la besó pensando en Fátima. El oro se veía ennegrecido.
En Granada no le esperaban buenas noticias. Si los cristianos cordobeses se habían apropiado definitivamente de su mezquita, los granadinos habían hecho otro tanto con el Sacromonte. Como era usual, Hernando se reunió con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada de la casa de los Tiros.
– No tiene ningún sentido que hagamos llegar el evangelio de Bernabé al sultán… -afirmó don Pedro-. Necesitamos que la Iglesia reconozca la autenticidad de los libros; sobre todo del plomo que se refiere al Libro Mudo, el que anuncia que algún día llegará un gran rey con otro texto, éste legible, que dará a conocer la revelación de la Virgen María que se recogía en aquel libro indescifrable.
– Pero las reliquias… -le interrumpió Hernando.
– Eso hemos ganado -intervino un Alonso del Castillo envejecido-; las reliquias las han dado por auténticas y las veneran como tales. El arzobispo Castro ha decidido levantar una gran colegiata en el Sacromonte. Ya se lo ha encargado a Ambrosio de Vico.
– Una colegiata -se quejó Hernando en un susurro-. No debería haber sido así. ¡La doctrina de los libros es musulmana! -llegó casi a gritar-. ¿Cómo van a levantar los cristianos una colegiata allí donde se han encontrado unos plomos que ensalzan al único Dios?
– El arzobispo -intervino en esta ocasión Luna- no permite que nadie vea esos plomos. A pesar de no saber árabe, dirige personalmente su traducción y, si algo no le gusta, él mismo lo cambia o prescinde del traductor. Yo mismo lo he vivido. Tanto la Santa Sede como el rey le reclaman que envíe los libros, pero él se niega. Los conserva en su poder como si fueran suyos.
– En ese caso -alegó Hernando-, nunca se revelará la verdad.
Su voz era la de un derrotado. Los reflejos dorados de las pinturas del techo bailaron en el silencio que se hizo entre los cuatro hombres.
– No llegaremos a tiempo -insistió, apesadumbrado-. Nos expulsarán o nos aniquilarán antes.
Nadie respondió. Hernando percibió incomodidad en sus interlocutores, que se removieron en sus asientos y evitaron su mirada. Entonces lo entendió: habían fracasado, pero a ellos no iban a expulsarlos. Eran nobles o trabajaban para el rey.
Estaba solo en su lucha.
– Podemos conseguir que tú y tu familia os salvéis de la expulsión o de las medidas que se adopten contra los nuestros, si es que estas llegan a tomarse algún día -le dijo don Pedro ante un Hernando que dio por terminada la conversación e hizo ademán de levantarse para abandonar la Cuadra Dorada.
Escrutó al noble. Se hallaba apoyado en los brazos de la silla, a medio incorporarse.
– ¿Y nuestros hermanos? -inquirió sin evitar mostrar cierto resentimiento-. ¿Y los humildes? -añadió, recordando la predicción realizada por Shamir.
– Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano -terció Miguel de Luna con sosiego-. ¿O no lo consideras así? Hemos arriesgado nuestras vidas, tú el primero.
Hernando se dejó caer en la silla. Era cierto. Había arriesgado su vida en aquel proyecto.
– De momento -prosiguió el traductor-, Dios no nos ha premiado con el éxito. Él, en su infinita sabiduría, sabrá por qué. Quizá algún día…
– Si llega la expulsión -aprovechó entonces don Pedro-, o cualquier otra medida drástica, debemos vivir y permanecer en España. Nuestra semilla debe estar siempre aquí, en estas tierras que son nuestras. Una simiente siempre en disposición de crecer, multiplicarse y recuperar al-Andalus para el islam.
Lo pensó durante unos instantes. Toda una vida de entrega y sufrimiento pasó por delante de él. ¿A qué tantas desgracias? Tenía cincuenta y cuatro años y se sintió viejo, tremendamente viejo. Sin embargo, sus hijos…
– ¿Cómo me libraríais de la expulsión? -preguntó débilmente.
– Un pleito de hidalguía -contestó don Pedro.
No pudo reprimir el replicarle con una cínica carcajada.
– ¿Hidalgo yo? ¿Un morisco de Juviles? ¿El hijo de una condenada por la Inquisición?
– Tenemos muchos amigos, Hernando -insistió el noble-. Hoy en día se puede comprar todo, hasta la hidalguía. Se falsifican declaraciones de pueblos enteros. Tú tienes unos excelentes antecedentes en la Iglesia de Granada. Has colaborado con ella. ¡Salvaste a cristianos en la guerra de las Alpujarras! Eso es público y notorio.
– ¿No eres hijo de un sacerdote? -intervino Castillo, a sabiendas de que era un tema delicado-. La hidalguía se transmite por línea paterna, nunca materna.
Hernando resopló y negó con la cabeza. ¡Sólo faltaba que aquel perro sacerdote que había violado a su madre, fuera ahora la causa de su salvación y la de su familia!
– Hay muchas limpiezas de sangre que son falsas -trató de convencerle Luna-. Todo el mundo sabe que el abuelo de Teresa de Jesús, la fundadora de las carmelitas descalzas, era judío. ¡Y pretenden beatificarla! Como ella los hay a cientos, a miles. Cristianos de toda condición pretenden que se les conceda la hidalguía para evitar el pago de impuestos y ahora, muchos moriscos han acudido a esos pleitos para evitar la expulsión; mientras se tramitan los procedimientos, no les molestarán, y el proceso puede demorarse durante años.
– ¿Y si al final los pierden? -inquirió Hernando.
– Los tiempos habrán cambiado -contestó Castillo.
– Confía en nosotros -insistió don Pedro-. Nos ocuparemos de todo.
Antes de partir de Granada, Hernando otorgó poderes a un procurador para litigar en la Sala de Hidalgos.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. Los moriscos, desesperados ante los rumores de expulsión, acudieron en solicitud de ayuda al rey de Marruecos, Muley Zaidan. Una embajada de cincuenta hombres se desplazó hasta Berbería y le propuso invadir España con la ayuda de los holandeses, ya comprometidos a aportar los suficientes barcos como para tender un puente sobre el estrecho. La oferta era similar a todas las que proponían: Muley Zaidan sólo tenía que apoderarse de una ciudad costera con puerto, aportar veinte mil soldados y ellos levantarían a otros doscientos mil para hacerse con unos reinos debilitados.
El marroquí, pese a ser acérrimo enemigo de España, se rió de la propuesta morisca y despidió a la embajada. Quien no rió fue Felipe III, harto ya de conjuras y preocupado por el hecho de que alguna de ellas llegara a materializarse y sus dominios fueran efectivamente invadidos por una potencia extranjera con la ayuda de los moriscos. En abril de 1609, el propio rey remitió un memorial al Consejo en el que emplazaba a sus miembros a adoptar medidas definitivas contra esa comunidad, «sin reparar en el rigor de degollarlos», escribió el monarca.
Cinco meses después se publicaba en la ciudad de Valencia el bando de expulsión de los moriscos de aquel reino. Por fin se impusieron las tesis intransigentes del patriarca Ribera y otros exaltados; la única oposición a la expulsión que podía preverse, la de los nobles que temían el empobrecimiento de sus tierras a falta de mano de obra tan barata y cualificada como la de los moriscos, fue acallada bajo promesa de entrega de la propiedad de las tierras y de todos los bienes que los moriscos no pudieran llevar consigo. Lo único que se les autorizó a extraer de España eran los bienes que fueran capaces de transportar a sus espaldas hasta los puertos de embarque que se les señalaron, en los que deberían presentarse en el plazo de tres días; todo lo demás debían dejarlo en beneficio de sus señores, bajo pena de muerte para aquel que destruyese o escondiese cualquier propiedad.
Cincuenta galeras reales con cuatro mil soldados; la caballería castellana, la milicia del reino de Valencia y la armada del Océano fueron las encargadas de controlar y ejecutar la expulsión de los moriscos valencianos.
No por esperada, la orden real dejó de suponer un golpe tremendo para Hernando y para todos los moriscos de los diferentes reinos de España. Valencia sólo era el primero de ellos; después vendrían los demás reinos. Todos los cristianos nuevos debían ser expulsados y sus bienes requisados en favor de los señores, como en Valencia, o en favor de la Corona.
Hernando aún no había llegado a asimilar la orden de expulsión, cuando comprobó que frente a su casa se hallaban apostados dos soldados. La primera vez no le dio importancia: «Una coincidencia», pensó, pero tras encontrarse con ellos día tras día, llegó a la conclusión de que vigilaban sus movimientos.
– Son órdenes del jurado don Gil Ulloa -le contestó socarronamente uno de los soldados cuando se decidió a preguntarles.
«¡Gil Ulloa!», masculló al dar la espalda a un par de sonrientes soldados. El hermano de Rafaela que había heredado la juraduría de su padre. Mal enemigo, se lamentó.
Los cristianos de Córdoba celebraron la medida real y el cabildo municipal, ante el peligro de algaradas, amenazó a las exultantes gentes con penas de cien azotes y cuatro años de galeras a quien maltratara a los cristianos nuevos. Al mismo tiempo, en lugar de cien azotes y cuatro años de galeras, amenazó a los moriscos de la ciudad con doscientos azotes y seis años de galeras si se reunían más de tres de ellos a la vez.
Sin embargo, la decisión que más afectó a los intereses de Hernando y que fue adoptada de inmediato, consistió en prohibir a los moriscos la venta de sus casas y tierras.
– Tampoco se venden los caballos -le comunicó un día Miguel-. Tenía acordada un par de ventas, pero los compradores se han echado atrás.
– Esperan que tengamos que malvenderlos.
El tullido asintió en silencio.
– Los arrendatarios se niegan a pagar las rentas -añadió haciendo un esfuerzo.
Miguel sabía que aquellos dineros eran imprescindibles para la familia. El mismo, el año anterior, había logrado convencer a Hernando de que efectuase mejoras en el cortijillo. Necesitaban cuadras nuevas, un picadero, un pajar; todo se caía de viejo. Y Hernando atendió su consejo e invirtió gran parte de sus ahorros en la ganadería. Lo que no sabía Miguel era que el resto del dinero del que disponía el morisco lo había tenido que destinar al pleito de hidalguía, a los honorarios del procurador y del abogado granadino y al pago de los muchos informes necesarios para plantear la cuestión ante la Sala de Hidalgos.
– Las pagarán -afirmó-. A mí no me van a expulsar. He iniciado un pleito de hidalguía -explicó ante la expresión de sorpresa de Miguel-. Díselo a los arrendatarios. Lo único que conseguirán será perder las tierras si no pagan. Díselo también a los compradores de los caballos. -Había hablado con firmeza, pero de repente el cansancio se apodero de su rostro y de su voz-. Necesito dinero, Miguel -musitó.
Mientras, las noticias acerca del proceso de expulsión de los valencianos iban llegando a Córdoba. Las aljamas valencianas se convirtieron en zocos a los que acudieron especuladores de todos los reinos para comprar a bajo precio los bienes de los moriscos. El odio entre las comunidades, hasta entonces latente y reprimido por los señores que defendían a sus trabajadores y que ahora, salvo raras excepciones, se despreocuparon de ellos, estalló con violencia. De nada sirvieron las amenazas del rey contra quienes atacasen o robasen a los moriscos; los caminos por los que transitaban en dirección a los puertos de embarque se sembraron de cadáveres. Largas filas de hombres y mujeres, niños y ancianos -enfermos algunos, todos cargados con sus enseres cual una inmensa comitiva de buhoneros derrotados- se encaminaron al exilio. Los cristianos les cobraron por sentarse a la sombra de los árboles o por beber el agua de unos ríos que habían sido suyos durante siglos. El hambre hizo mella en muchos de ellos y algunos vendieron a sus hijos para conseguir algo de alimento con el que mantener al resto de la familia. ¡Más de cien mil moriscos valencianos, fuertemente vigilados, empezaron a concentrarse en los puertos del Grao, Denia, Vinaroz o Moncófar!
Hernando levantó la cabeza, sorprendido. Algo grave debía suceder para que Rafaela irrumpiera en la biblioteca, sin tan siquiera llamar a la puerta. Eran escasas las ocasiones en las que su esposa acudía a su santuario mientras él trabajaba en la escritura de un Corán, y en todas ellas, sin excepción, era para tratar algún tema de importancia. Ella se acercó y se quedó en pie frente a él, al otro lado del escritorio. Hernando la contempló a la luz de las lámparas: tendría poco más de treinta años. Aquella chiquilla asustada que había conocido en las cuadras se había convertido en toda una mujer. Una mujer que, a juzgar por su semblante, estaba hondamente asustada.
– ¿Conoces el bando de expulsión de los valencianos? -inquirió Rafaela.
Hernando sintió los ojos de su esposa clavados en él. Titubeó antes de contestar.
– Sí… Bueno… -balbuceó-, sé lo que todos: que los han expulsado del reino.
– Pero ¿no sabes las condiciones concretas? -prosiguió ella, inflexible.
– ¿Te refieres a los dineros?
Rafaela hizo un gesto de impaciencia.
– No.
– ¿Adonde quieres llegar, Rafaela? -Era raro verla en esa actitud tensa.
– Me han contado en el mercado que el rey ha dispuesto condiciones específicas para los matrimonios compuestos por cristianos nuevos y viejos. -Hernando se echó hacia delante en la silla. No conocía esos detalles. «Continúa», la instó con un gesto de su mano-. Las moriscas casadas con cristianos viejos están autorizadas a permanecer en España y con ellos sus hijos. Los moriscos casados con cristianas viejas deben abandonar España… y llevar consigo a sus hijos mayores de seis años; los menores se quedarán aquí, con la madre.
La voz le tembló al pronunciar las dos últimas frases.
Hernando apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y dejó caer la cabeza en ellos. Eso significaba que, si llegase a afectarle la orden real, expulsarían también a Amin y Laila. Muqla y sus dos hermanos menores quedarían con Rafaela en España para vivir… ¿de qué? Sus tierras y su casa serían requisadas, y sus bienes…
– Eso no sucederá en nuestra familia -afirmó con contundencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de su esposa sin que ésta hiciera nada por detenerlas. Toda ella temblaba, con sus ojos húmedos clavados en él. Hernando sintió que se le encogía el estómago-. No te preocupes -añadió con dulzura, levantándose de la silla-. Ya sabes que he iniciado un pleito de hidalguía y ya me han llegado los primeros papeles desde Granada. Tengo amigos importantes allí, cercanos al rey, que abogarán por mí. No nos expulsarán.
Se acercó a ella y la estrechó contra su pecho.
– Hoy… -Rafaela sollozó-. Esta mañana me he cruzado con mi hermano Gil de vuelta a casa. -Hernando frunció el ceño-. Se ha reído de mí. Sus carcajadas han resonado a medida que he empezado a apresurar el paso para alejarme de él…
– ¿Y a qué venían esas risas?
– «¿Hidalgo?», ha preguntado a gritos. Entonces me he vuelto y ha escupido al suelo. -Rafaela estalló en llanto. Hernando la apremió a continuar-. «¡El hereje de tu esposo… jamás obtendrá la hidalguía!», ha asegurado.
Lo sabían, pensó Hernando. Era de esperar. Miguel se lo habría dicho a los arrendatarios y a los nobles que pretendían comprar los caballos y la noticia habría corrido de boca en boca.
– Mujer, aunque no me concedieran la hidalguía, sólo el hecho de pleitear ya paralizará la expulsión durante años. Después…, después ya veremos. Las cosas cambiarán.
Pero el llanto de su esposa era incontenible; se llevó las manos al rostro y sus lamentos rompieron el silencio de la noche… Hernando, que se había separado de su mujer, se puso tras ella y acarició su cabello con ternura, esforzándose por aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir.
– Tranquilízate -le susurró-, no nos pasará nada. Seguiremos todos juntos.
– Miguel tiene un presentimiento… -musitó ella entre sollozos.
– Los presentimientos de Miguel no siempre se cumplen… Todo saldrá bien. Tranquila. No pasará nada… -murmuró-. Cálmate, los niños no deben verte así.
Rafaela asintió y respiró hondo. Se resistía a dejar sus brazos. Sentía un miedo inmenso, que sólo el contacto con Hernando conseguía mitigar.
Hernando la observó salir de la biblioteca enjugándose las lágrimas y un fuerte sentimiento de ternura de apoderó de él. Había aprendido a vivir entre Fátima y Rafaela. A una la encontraba en sus oraciones, en la mezquita, en la caligrafía o en el momento en que escuchaba a Muqla susurrar alguna palabra en árabe, con sus inmensos ojos azules clavados en él a la espera de su aprobación. A Rafaela la encontraba en su vida diaria, en todas aquellas situaciones en que necesitaba de la dulzura y el amor; ella le atendía con cariño y él se lo devolvía. Fátima se había convertido sólo en una especie de fanal al que seguir en sus momentos de conjunción con Dios y su religión.
La expulsión de los moriscos valencianos se llevaba a cabo, aunque no sin dificultades. Trasladar a más de cien mil personas exigía que los barcos fueran y vinieran de la costa levantina española hasta Berbería una y otra vez. Pese a los tres días de plazo marcados, los meses transcurrían y ese retraso conllevó que, a través de las tripulaciones de los barcos que tornaban y la maliciosa crueldad de los cristianos, que no dudaban en difundirlas, empezaran a llegar noticias de la situación de los recién llegados a las costas africanas. Los más afortunados, aquellos que desembarcaban en Argel, eran inmediatamente trasladados a las mezquitas; una vez allí los hombres eran dispuestos en fila, se examinaban sus penes y se les retajaba a lo vivo, uno tras otro. Luego pasaban a engrosar la más baja de las castas de la ciudad corsaria regida por los jenízaros y eran empleados en la labor de las tierras en condiciones infrahumanas.
Los menos afortunados fueron a caer en manos de las tribus nómadas o beréberes que asaltaron, robaron y asesinaron a quienes para ellos no eran más que cristianos: hombres y mujeres que habían sido bautizados y que habían renegado del Profeta. Se hablaba de que cerca de tres cuartas partes de los moriscos valencianos, más de cien mil personas, habían sido asesinadas por los árabes. Hasta en Tetuán y en Ceuta, ciudades donde vivía un gran número de moriscos andaluces, torturaron y ejecutaron a los recién llegados. Comunidades enteras, clamando su cristiandad, se acercaron a las murallas de los presidios españoles enclavados en la costa africana en busca de protección. Centenares de moriscos, aterrorizados y desengañados, se las arreglaron para volver a España, donde se entregaban como esclavos al primer hombre con el que se encontraban; los esclavos estaban exentos de la expulsión.
También se hablaba de que pasajes enteros fueron despojados de sus bienes y lanzados al agua en alta mar. En los mercados cristianos las sardinas se empezaron a comprar al nombre de «granadinas».
Las noticias de las macabras matanzas berberiscas y demás infortunios se propagaron entre los moriscos valencianos que restaban a la espera de la expulsión. Dos comunidades se alzaron en armas. Munir levantó a los hombres del valle de Cofrentes, que al mando de un nuevo rey llamado Turigi se embreñaron en lo más alto de la Muela de Cortes. Lo mismo hicieron otros miles de hombres y mujeres en la Val de Aguar bajo las órdenes del rey Melleni. Pero el caudillo Alfatimí montado en su caballo verde no acudió en su ayuda, y los experimentados soldados de los tercios del rey no tuvieron problema alguno en poner fin a la revuelta. Miles de ellos fueron ejecutados; otros tantos acabaron como esclavos.
Antes del final de ese mismo año se dictó el bando de expulsión de los moriscos de las dos Castillas y de Extremadura. Los andaluces sabían que, en breve, serían los siguientes.
Una fría y destemplada mañana de enero, Hernando se hallaba en la biblioteca corrigiendo las letras que Amin escribía con el palillo sobre las hojas embetunadas en blanco de su librillo de memorias. Había probado a dejarle un cálamo, pero el niño emborronaba el papel con la tinta, por lo que resultaba más cómodo aquel librillo en el que se podía borrar lo escrito y repetir las letras una y otra vez. Amin había logrado dibujar un alif esbelto y proporcionado. Hernando tomó la tablilla y aprobó el trabajo con satisfacción al tiempo que le revolvía el cabello. Muqla también se acercó y miró a su hermano mayor con envidia.
– Si sigues así, pronto podrás hacerlo con el cálamo, buscando la sutil curvatura de la punta que más se adapte a los movimientos de tu mano.
El niño le miró con ojos llenos de ilusión, pero justo cuando iba a decir algo, unos atronadores golpes en la puerta de acceso a la casa retumbaron en el zaguán, se extendieron hasta el patio y ascendieron a la biblioteca. Hernando se quedó inmóvil.
– ¡Abrid al cabildo de Córdoba! -se oyó desde la calle.
Tras ordenar con un apremiante gesto a su hijo que lo escondiese todo, Hernando se dirigió a la galería con el pequeño Muqla cogido de la mano. Antes de abandonar la biblioteca comprobó que Amin ponía orden en el escritorio, sobre el que dispuso un libro de salmos; lo habían ensayado en varias ocasiones.
– ¡Abrid! -Los golpes volvieron a retumbar.
Hernando se agarró a la barandilla y miró hacia el patio. Rafaela se hallaba de pie en él, asustada, preguntándole con la mirada.
– Ve -le indicó antes de correr escaleras abajo.
Llegó cuando su esposa acababa de descorrer el pasador que cerraba por dentro. En la calle, un alguacil y varios soldados rodeaban a un hombre cercano a la treintena, lujosamente ataviado. Tras ellos asomaba la cabeza de un sonriente Gil Ulloa y por detrás de todos, un enjambre de curiosos. Hernando se adelantó a Rafaela, que mantenía la mirada en su hermano. Él, por su parte, trataba de reconocer al noble; sus facciones…
– Abrid al cabildo municipal -volvió a gritar el alguacil pese a que Hernando ya se hallaba en la calle-, y a su veinticuatro don Carlos de Córdoba, duque de Monterreal.
¡El hijo de don Alfonso! Los rasgos de su padre aparecían mezclados con los de doña Lucía. ¡La duquesa! Al solo recuerdo de la mujer, del odio que le profesaba, Hernando notó cómo le flaqueaban las rodillas. Aquella visita no podía augurar nada bueno.
– ¿Eres tú Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles? -le preguntó don Carlos con aquella voz segura y autoritaria con la que los nobles se dirigían a cuantos les rodeaban.
– Sí. Soy yo. -Hernando esbozó una triste sonrisa-. Bien lo sabe vuestra excelencia.
Don Carlos hizo caso omiso a la observación.
– Por orden del presidente de la Real Chancillería de Granada, te hago entrega de la resolución recaída en el pleito de hidalguía que tan temerariamente has incoado. -Un escribano se adelantó y le entregó un pliego-. ¿Sabes leer? -inquirió el duque.
El papel quemaba en la mano de Hernando. ¿Por qué el propio duque se había molestado en desplazarse hasta su casa para entregársela cuando podía haberle citado en el cabildo? La curiosidad de las gentes, cada vez más numerosas, le ofreció la contestación: quería que fuera un acto público. Por el rabillo del ojo percibió cómo Rafaela se tambaleaba; ¡le había asegurado que aquel proceso podía durar años!
– Si no sabes leer -insistió don Carlos-, el escribano procederá a la lectura pública…
– Leí libros cristianos al padre de vuestra excelencia -mintió Hernando, elevando la voz-, mientras agonizaba cautivo en la tienda de un arráez corsario, poco antes de arriesgar mi vida para liberarle.
Un murmullo brotó del grupo de curiosos. Don Carlos de Córdoba, sin embargo, no mudó el semblante.
– Guarda tu soberbia para cuando te halles en tierras de moros -replicó el duque.
Hernando logró sujetar a Rafaela en el momento en que ésta se desplomaba tras escuchar las palabras del noble. El pliego de hojas se arrugó al contacto con el cuerpo de su esposa.
«Así lo ordena don Ponce de Hervás, oidor de la Real Chancillería de Granada, alcalde de su Sala de Hidalgos.» Hernando acomodó a Rafaela en una silla de la galería, humedeció su rostro y le dio un vaso de agua, pero no pudo esperar a que se recuperase totalmente de su vahído para leer el documento. ¡Don Ponce! ¡El esposo de Isabel! El oidor rechazaba su petición de hidalguía ad limine, sin tan siquiera entrar a considerarla, sin darle trámite alguno. «Cristiano nuevo público y notorio -decía en su resolución-, como él mismo se ha declarado en reiterados escritos ante el arzobispado de esta ciudad de Granada. Su taimada defensa de las matanzas de piadosos cristianos, mártires de las Alpujarras, en el lugar de Juviles, acredita su adhesión a la secta de Mahoma.» Recordó aquel primer escrito que había hecho llegar al arzobispado de Granada y en el que efectivamente intentaba excusar las carnicerías cometidas por monfíes y moriscos en las Alpujarras. ¿Tenían que aparecer justo ahora todos aquellos que podían llamarse sus enemigos? Don Ponce, Gil Ulloa y el heredero del duque de Monterreal criado por una mujer que le odiaba. ¿Quién más faltaba? «La relación de hechos y circunstancias en las que el suplicante pretende fundamentar su hidalguía ante esta Sala no es más que una burda y torpe falsificación de la realidad que no merece la más mínima atención por parte de este tribunal.» Le vinieron a la mente las promesas de don Pedro, Luna y Castillo. «¡Todo se puede falsificar!», le habían dicho. ¿De qué le había servido a él? ¡Don Ponce de Hervás había obtenido su venganza! Estrujó el documento entre sus manos.
– ¡Cornudo hijo de puta! -exclamó.
Luego se encorvó en la silla, derrotado. Los años parecieron caer sobre él de repente. Rafaela, a su lado, alargó el brazo y descansó una mano sobre su pierna. El contacto le acongojó. Miró los dedos de su esposa, largos y delgados, la piel castigada por años de trabajo en la casa. Luego se volvió hacia ella. Estaba pálida. Él siguió inmóvil, paralizado. Rafaela se arrodilló a sus pies y apoyó la cabeza en su regazo. Permanecieron un rato así: quietos, con los ojos cerrados, como si se negaran a abrirse ante aquella realidad que los superaba.
La sombra de la expulsión se cernió sobre la casa. Desde ese día, Hernando estaba más atento a los pasos de Rafaela, a las conversaciones que ésta mantenía con los niños; la oía llorar a solas. Una noche, al tomarla entre sus brazos, ella lo rechazó.
– Déjame, te lo ruego -le pidió ella ante la primera caricia.
– Ahora debemos estar más unidos que nunca, Rafaela.
– ¡No, por Dios! -sollozó ella.
– Pero…
– ¿Y si me quedo embarazada? ¿No lo has pensado? ¿Para qué queremos otro hijo? -murmuró ella con amargura-. ¿Para que dentro de unos meses te expulsen y me tengas que abandonar preñada?
Poco después Hernando, con el semblante triste y envejecido, decidió que agotaría su última posibilidad: iría a Granada, a hablar con don Pedro y los demás, con el arzobispo si fuera necesario.
A la mañana siguiente se lo comunicó a Miguel, que se había instalado en la casa de Córdoba tan pronto como había conocido que la Chancillería rechazaba el pleito de hidalguía. Sin embargo, Hernando no le había oído contar ninguna historia, ni siquiera a los niños, que presentían que alguna desgracia se avecinaba y se mostraban tristes y callados. El tullido le abrió los portones para que saliera montado en un potro veloz y resistente. Hernando estaba dispuesto a galopar hasta Granada, a reventar al caballo si fuese necesario. Pero no pasó del callejón.
– ¿Adónde crees que vas? -le detuvo uno de los soldados de Gil.
– A Granada -contestó desde encima del potro, reteniéndolo-. A ver al arzobispo.
– ¿Con qué autorización?
Hernando le entregó la cédula. El hombre la ojeó con displicencia. «¡No sabes leer!», estuvo tentado de gritarle. En su lugar, intentó explicarle de qué se trataba.
– Es una autorización del arzobispado de…
– No sirve -le interrumpió el soldado al tiempo que rompía la cédula por la mitad.
– ¿Qué haces? -¡Era su última opción! Hernando sintió que le hervía la sangre-. ¡Perro!
Instintivamente, Hernando azuzó al potro sobre el soldado y saltó de él para recoger los pedazos, pero antes de que hubiera tocado tierra, su compañero le amenazaba ya con la espada.
– ¡Atrévete! -le desafió el soldado.
Hernando titubeó. El primero ya se había repuesto de la embestida del caballo y hacía costado al otro, también con la espada desenvainada. El potro tiraba de las bridas, excitado. Comprendió que todo era en vano.
– Sólo…, sólo pretendo recoger los pedazos…
– Ya te he dicho que no sirve para nada. No puedes abandonar Córdoba.
El soldado pisoteó los pedazos.
– Vuelve a tu casa -le instó el segundo moviendo la espada en dirección al callejón.
Hernando regresó andando con el caballo de la mano. En los portones, todavía abiertos, le esperaba Miguel, que había presenciado la escena.
Intentó comunicarse por carta con Granada pero no encontró el medio para hacerlo. Los arrieros, la mayoría de ellos valencianos, habían sido expulsados, así como los de Castilla, la Mancha y Extremadura; los de los demás reinos tenían prohibido hacer los caminos.
– Me cachean cada vez que salgo de la casa -le confesó Miguel, indignado y compungido-. A Rafaela la siguen de cerca en todo momento. Es imposible…
– ¿Por qué no son ellos los que se ponen en contacto conmigo? -se quejó Hernando en voz alta. En su voz se advertía una nota de desesperación-. Deben saber que el pleito ha sido rechazado.
– Nadie puede acercarse a esta casa sin pasar antes por el control de los hombres del jurado -le contestó Miguel, intentando calmarlo-. Si lo han intentado, habrán desistido.
Por otra parte, Hernando era consciente de que ni don Pedro ni ninguno de los traductores se arriesgaría a acudir personalmente. Le constaba que el año anterior se había publicado un libro, Antigüedad y excelencias de Granada, que ensalzaba a la estirpe de los Granada Venegas, sosteniendo que sus miembros encontraban sus raíces cristianas en los godos. ¡Una de las más importantes familias de la nobleza musulmana! ¡Irónico! En el libro, que había logrado superar la censura real, venía a asegurarse que tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, al predecesor de don Pedro, Cidiyaya, se le reveló el mismo Jesucristo en forma de una milagrosa cruz en el aire que le llamó a abrazar la religión de sus antepasados godos. Los Granada Venegas renegaron del «Lagaleblila», wa la galib ilallah, nazarí, «No hay vencedor sino Dios», que había constituido hasta entonces su divisa nobiliaria, y la trocaron por un cristianísimo «Servire Deo regnare est». ¿Quién iba a poner en duda la limpieza de sangre de una familia que, como san Pablo, había llegado a ser señalada por mano divina?
– Ellos ya se han procurado su salvación -susurró-. ¿Qué les puede importar un simple morisco como yo?
El dinero se acabó, y también las provisiones que mantenían en la despensa; los arrendatarios nada les traían y Rafaela tenía problemas para comprar comida. Nadie le fiaba: ni los cristianos ni los moriscos. Pero las dificultades del día a día, y el hambre de sus hijos, parecían haberle proporcionado la fuerza que iba menguando en su esposo.
– Vende los caballos. ¡A cualquier precio! -ordenó Hernando un día a Miguel, después de oír llorar a Muqla diciendo que tenía hambre.
– Ya lo he intentado -le sorprendió el tullido-. Nadie los comprará. Un tratante de confianza me ha asegurado que no lograría venderlos ni por un mísero puñado de maravedíes. El duque de Monterreal lo ha prohibido. Nadie quiere problemas con un veinticuatro y grande de España.
Hernando negó con la cabeza.
– Quizá recuperen su valor cuando todo esto haya terminado -trató de consolarse-, y Rafaela pueda venderlos a buen precio.
– No creo -negó el tullido. Hernando abrió las manos en gesto de impotencia. ¿Qué más desdichas podían acaecerles?-. Señor -continuó Miguel-, hace ya tiempo que no pagamos la paja, ni la cebada, ni al herrador o al guarnicionero, ni los jornales de mozos y jinetes. El día que faltes, si no antes, los acreedores se nos echarán encima y una mujer sola… ¿No lo imaginabas? -añadió.
Hernando no contestó. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iban a salir adelante?
Miguel escondió la mirada. ¿Cómo pensaba que mantenía el cortijillo y los caballos si no era endeudándose? Había sido el mismo Hernando quien había ordenado que los caballos que estaban en las cuadras de la casa fueran mandados al cortijillo puesto que allí no podían alimentarlos.
Intentaron malvender los muebles de la casa y los libros de Hernando en una Córdoba convertida en un inmenso zoco. Miles de familias moriscas subastaban sus enseres en las calles, rodeados por cristianos viejos que se divertían regateando entre ellos a la baja, burlándose de unos hombres y mujeres que esperaban con ira contenida que alguien entre la multitud adquiriese aquel mueble que con tanta ilusión y esfuerzo habían logrado comprar hacía algunos años, o los lechos donde habían dormido y fantaseado con una vida mejor. Los artesanos y los comerciantes, zapateros, buñoleros o panaderos, suplicaban a sus competidores cristianos que les comprasen sus herramientas y sus máquinas. Sin embargo, ningún cristiano se acercó a los libros y muebles que Hernando sacó de su casa y que Rafaela y los niños vigilaban para que, cuando menos, no se los robasen.
Una noche, preso de la desesperación, Hernando fue en busca de Pablo Coca; quizá pudiese ganar algo de dinero con el juego, pero el coimero había fallecido. Entonces, y pese a carecer de licencia, Miguel se lanzó a las calles a pedir limosna. Los soldados que vigilaban los alrededores se reían y se burlaban al verle volver cada anochecer, saltando sobre sus muletas, con algún manojo de verduras podridas en un zurrón a su espalda. Mientras, durante el día, Hernando intentaba conseguir audiencia con el obispo, con el deán o con cualquiera de los prebendados del cabildo catedralicio de Córdoba. El obispo podía salvarle si certificaba su cristiandad, y ¿acaso no había trabajado para la catedral?
Esperó días enteros, en pie, en el mismo patio de acceso del gran edificio, igual que otros muchos moriscos que pretendían lo mismo, todos arracimados.
– No lograréis que nadie os reciba -les espetaban los porteros jornada tras jornada.
Hernando sabía que iba a ser así, que ninguno de aquellos sacerdotes les prestaría la menor atención, tal y como sucedía cuando pasaban por su lado. Algunos los miraban, otros recorrían el patio presurosos intentando evitarles. Pero ¿qué podía hacer sino esperar de esa misericordia que tanto pregonaban los cristianos? No se le ocurría ninguna otra solución. ¡No existía! Los rumores sobre la fecha de expulsión de los moriscos andaluces aumentaban día a día y, salvo que obtuviese la certificación de la Iglesia, Hernando estaba condenado a abandonar España junto a Amin y Laila.
¿Qué sería del resto de su familia?, se preguntaba cada noche al regresar cabizbajo a su casa y amontonar en el zaguán los mismos muebles y los mismos libros que con la ayuda de Rafaela habían sacado por la mañana.
Los niños le esperaban como si su sola presencia pudiera llegar a arreglar todos aquellos problemas vividos durante el largo y tedioso día de infructuoso mercado. Y Hernando se obligaba a sonreír y a permitir que saltaran a sus brazos, tratando de convertir los impulsos de estallar en llanto en palabras de ánimo y de cariño, escuchando sus apremiantes conversaciones, inocentes y atropelladas. Los mayores debían saberlo, pensaba entre el griterío; los mayores no podían ser ajenos a la tensión y nerviosismo que vivía la ciudad entera, pero eran incapaces de imaginar las consecuencias de aquella expulsión para una familia como la suya. Luego esperaban los desechos que traería Miguel para cenar y, con los niños ya dormidos y el tullido discreta y voluntariamente retirado, Hernando y Rafaela se hablaban en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a plantear la situación con crudeza.
– Mañana lo conseguiré -afirmaba Hernando.
– Seguro que lo harás -le contestaba Rafaela buscando el contacto de su mano.
Amanecía y volvían a sacar a la calle los muebles y los libros. Los niños, arremolinados en derredor de su madre, les contemplaban marchar: Miguel a mendigar, Hernando al palacio del obispo.
– ¡Por los clavos de Jesucristo, ayudadme!
Hernando saltó del grupo de moriscos y se hincó de rodillas en el patio al paso del deán catedralicio. El prebendado se detuvo y le miró. Las ropas de Hernando delataban de quién se trataba; sus problemas con el cabildo municipal le precedían.
– Tú eres el que excusó las matanzas de los mártires de las Alpujarras e hijo de una hereje, ¿no? -le espetó el deán.
Hernando trató de acercarse al hombre, arrastrándose sobre las rodillas, con los brazos extendidos. El preboste reculó. Los porteros corrieron hacia él.
– Yo… -llegó a balbucear antes de que los porteros le agarraran de las axilas y lo devolviesen al grupo.
– ¿Por qué no buscas ayuda en tu falso profeta? -escuchó que gritaba a sus espaldas el deán-. ¿Por qué no lo hacéis todos? -chilló hacia los demás moriscos-. ¡Herejes!
El domingo 17 de enero de 1610, festividad de San Antón, se publicó y pregonó en la ciudad de Córdoba el bando de expulsión de los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Andalucía y la villa de Hornachos. El rey prohibió que los cristianos nuevos extrajesen de sus reinos cualquier tipo de moneda, oro, plata, joyas o letras de cambio, excluyendo los dineros necesarios para su manutención durante el viaje al puerto de Sevilla -en el caso de los cordobeses-, y el precio del pasaje del barco, que deberían costearse ellos mismos, atendiendo los más ricos al costo de los humildes. Después de malbaratar sus enseres y herramientas de trabajo, los moriscos se lanzaron a la compra, en esta ocasión a precios superiores a los de mercado, de mercancías ligeras que pudieran transportar: paños, sedas o especias.
Reunidos en el comedor, alrededor de mendrugos de pan ácimo a los que Rafaela trataba de rascar el verdín del moho, Hernando se dispuso a explicar a sus hijos qué era lo que sucedería con su familia a partir del pregón que todos habían escuchado.
– Hijos…
La voz se le quebró. Los miró uno a uno: Amin, Laila, Muqla, Musa y Salma. Intentó hablar, pero le venció la tensión acumulada durante meses, se llevó las manos al rostro y estalló en llanto. Durante un rato nadie se movió, los niños asustados con los ojos clavados en su padre. Laila y la pequeña Salma empezaron a llorar también. Entonces Miguel se levantó con torpeza e hizo ademán de llevarse a los dos más pequeños.
– No -se opuso Rafaela. Su semblante denotaba una inmensa fatiga, pero su voz conservaba la calma-. Sentaos todos. Debéis saber -continuó una vez que Miguel volvió a dejarse caer en la silla- que dentro de poco vuestro padre, Amin y Laila partirán de Córdoba. Los demás os quedaréis aquí, conmigo.
Rafaela sacó fuerzas de su interior para esbozar un amago de sonrisa. Salma, incapaz de entender lo que sucedía, sonrió también.
– ¿Cuándo volverán? -preguntó el pequeño Musa.
Hernando alzó por fin el rostro y cruzó la mirada con Rafaela.
– Pues será un viaje muy largo -contestó ésta-. Irán a un lugar muy, muy lejano…
– Madre. -La voz del mayor rompió el silencio que siguió a las palabras de Rafaela. Él sí había escuchado atentamente el pregón y entendía su significado; sabía que los expulsaban de España, que no se trataba de un viaje del que pudieran regresar, «so pena», había gritado el pregonero, «que si no lo hicieren y cumplieren así, y fueren hallados en los dichos mis reinos y señoríos, de cualquier manera que sea, pasado el dicho término, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus bienes, en las cuales penas les doy por condenados por el simple hecho, sin otro proceso, sentencia, ni declaración». ¡Los matarían si volvían! Lo había entendido perfectamente: cualquier cristiano podía matarlos si volvían, sin juicio, sin tener que dar explicación alguna-. ¿Por qué no podéis venir con nosotros, vos, el tío Miguel y los demás?
– ¡Eso! Nos vamos todos -apuntó Musa.
Rafaela suspiró. La inocencia de su hijo pequeño la enternecía. ¿Cómo iba a explicarles esto? Buscó ayuda en su marido, pero Hernando seguía en silencio, con la mirada perdida, como si no estuviera allí.
– Dios así lo ha dispuesto -contestó a Amin.
– ¡Ha sido el rey! -la contradijo Laila.
– No. -Todos se volvieron hacia Hernando-. Ha sido Dios, como bien dice vuestra madre.
Rafaela lo miró, agradecida.
– Hijos -continuó él, recuperando la entereza-, Dios ha dispuesto que debemos separarnos. Vosotros, los pequeños, os quedaréis aquí, en Córdoba, con vuestra madre y el tío Miguel. Los mayores vendréis conmigo a Berbería. Recemos todos -Hernando fijó entonces su mirada en Rafaela-, hagámoslo al Dios de Abraham, al Dios que nos une, para que algún día, en su bondad y misericordia, nos permita reencontrarnos. Rezad también a la Virgen María; encomendaos siempre a ella en vuestras oraciones.
Al terminar de hablar se encontró con los ojos azules de Muqla clavados en él. Sólo tenía cinco años, pero parecía comprender.
Al anochecer, Hernando se sentó junto a Rafaela en el centro del patio, junto a la fuente, bajo un frío cielo estrellado, y llamó a los dos mayores para explicarles el porqué de la separación:
– Los cristianos no permiten que tu madre, cristiana vieja, o que tus hermanos, los menores de seis años que han sido bautizados, vayan a Berbería. Consideran que los mayores de esa edad son irrecuperables para el cristianismo y por eso los expulsan junto a sus padres. De ahí la separación.
– ¡Huyamos todos! -insistió Amin con lágrimas en los ojos-. Venid con nosotros, madre -suplicó.
– El hermano de tu madre, el jurado, nunca lo permitirá -alegó Hernando.
– ¿Por qué?
– Hijo, hay cosas que no puedes entender.
Amin no dijo nada más. Intentó retener una lágrima, era el mayor de los hermanos, pero se acercó a su madre y buscó su cariño. Laila se había sentado a los pies de Rafaela. Hernando los miró: Rafaela tomó la mano de su hijo mayor al tiempo que acariciaba el cabello de Laila. Ese momento no volvería a repetirse. ¿Cuántos momentos como aquéllos se habría perdido a lo largo de los años, siempre encerrado en la biblioteca, estudiando, escribiendo y luchando por la ansiada convivencia religiosa? Entonces recordó las canciones de cuna que canturreaba su madre en las escasas ocasiones en las que podía demostrarle su amor y entonó las primeras notas. Amin y Laila se volvieron hacia él, sorprendidos; Rafaela procuró controlar el temblor de sus labios. Hernando sonrió a sus hijos, levantó la mirada al cielo y volvió a canturrear aquellas canciones de cuna entre el constante rumor del agua que brotaba de la fuente.
Luego, cuando consiguieron que los niños se fueran a acostar, ambos permanecieron quietos, tratando de escuchar la respiración del otro.
– Te haré llegar suficiente dinero -prometió Hernando tras un largo rato de silencio. Rafaela fue a decir algo, pero él se lo impidió con un gesto-. Las tierras y esta casa quedarán para la hacienda real, ya has oído las palabras del pregonero. Los caballos serán embargados para saldar deudas. No tenemos nada más, y tú quedarás aquí con tres criaturas a las que alimentar. -El hecho de decirlo en voz alta lo hizo más real, más tangible, más tremendo.
Rafaela suspiró. No podía permitir que él se viniera abajo en esos momentos.
– Yo me las arreglaré -susurró, apretándose contra él-. ¿Cómo vas a mandarme dinero? Bastante tendrás con salir adelante tú y los dos mayores. ¿Qué vas a hacer? ¿Domar caballos? ¿A tu edad?
– ¿Acaso dudas de que pudiera hacerlo? -Hernando tensó los músculos e intentó imprimir cierta ligereza a sus palabras; Rafaela le contestó con una sonrisa forzada-. No. No creo que me dedique a los caballos. Esos pequeños caballos árabes… quizá sean excelentes para el desierto, pero no se parecen en nada a los pura raza españoles. Conozco el árabe culto y sé escribir, Rafaela. Creo que lo hago muy bien, sobre todo si de ello depende la vida de mis hijos… y la tuya. Dios me guiará el cálamo, estoy seguro. El trabajo de escriba está muy valorado entre los musulmanes.
Ella no pudo más. Llevaba todo el día fingiendo delante de los niños, sofocando sus miedos. Entonces, en la penumbra de la noche, dio rienda suelta a su desesperación.
– ¡Matan a todos los que llegan a Berbería! Y a los que no asesinan, los explotan en los campos. ¿Cómo puedes pensar…?
Hernando volvió a rogarle silencio.
– Eso es en las ciudades corsarias o en tierras berberiscas. Sé que en Marruecos los moriscos están siendo bien recibidos. Se trata de un reino inculto y su monarca ha entendido que puede beneficiarse de los conocimientos de los andalusíes. Puedo encontrar trabajo en la corte, y quizá algún día tú…
Rafaela se removió, inquieta. Él fue consciente de lo que pensaba: pocas veces habían hablado de sus creencias, de sus distintas religiones. Pero la posibilidad de verse obligada a vivir en un territorio musulmán la aterraba.
– No sigas -le interrumpió Rafaela-. Hernando, yo nunca he intervenido en tus creencias, ni siquiera cuando hacías partícipe de ellas a nuestros hijos. No me pidas que renuncie yo a las mías. Ya sabes que el día que faltes, tus hijos serán educados en la fe cristiana.
– Lo único que te pido -prosiguió Hernando- es que el día en que Muqla tenga suficiente uso de razón, le entregues el Corán que he escrito. Lo esconderé en algún lugar seguro hasta entonces.
– Para entonces será cristiano, Hernando -murmuró su esposa.
– Seguirá siendo Muqla, el niño de ojos azules. Él sabrá qué hacer. Prométemelo.
Rafaela se quedó pensativa.
– Prométemelo -insistió Hernando.
Ella asintió con un beso.
Desde que ambos esposos aceptaron que la situación era irreversible, que nada podían hacer ya por variarla, los días se sucedieron en una inquietante armonía. Hernando tampoco dejó de acudir a la mezquita a rezar en secreto, como siempre. Sin embargo, algo había cambiado: ya no trataba de encontrar aquella extraña simbiosis con Fátima; sus plegarias invocaban la ayuda de Dios para Rafaela y aquellos de sus hijos que iban a quedarse en Córdoba. Había pensado en acudir a Tetuán con Amin y Laila, reencontrarse con Fátima y solicitar su ayuda; incluso estuvo a punto de mandar recado a Efraín, pero las palabras del judío resonaron en sus oídos: «Te matarán». ¿Y si mataban también a sus hijos? Tetuán no había recibido bien a los moriscos; Shamir y Francisco estarían vigilantes ante la llegada masiva de los andaluces. Se le encogió el estómago al solo pensamiento de sus pequeños alanceados por los corsarios.
Paseó por la mezquita. Allí, en el templo entre cuyo mágico bosque de columnas jamás dejaría de resonar el eco de las oraciones de los verdaderos creyentes, decidió esconder su preciado Corán para que un día el pequeño Muqla lo recuperara; era el lugar indicado y estaba seguro de que Muqla lo conseguiría. ¡Tenía que ser así!
Pero ¿dónde hacerlo?
– ¿Te has vuelto loco? -exclamó Miguel tras escuchar su plan.
– No es locura -contestó Hernando con tal determinación que el tullido no pudo tener la menor duda acerca de la seriedad de la propuesta-. Será la mejor historia que hayas contado nunca. Os necesito, a ti… y a Amin.
– Pero inmiscuir al niño…
– Es su obligación.
– ¿Eres consciente de que si nos descubren, la Inquisición nos quemará vivos? -murmuró Miguel.
Hernando asintió.
Esa misma mañana, los tres accedieron a la mezquita. Hernando provisto de una fuerte palanca de hierro y un mazo escondidos bajo sus ropas; Amin, con las hojas todavía no encuadernadas del ejemplar del Corán, también escondidas, apretadas contra su pecho, y Miguel con sus muletas, andando a saltitos. Padre e hijo se apostaron reverentemente frente a la capilla de San Pedro, el profanado mihrab, y simularon rezar mientras el tullido lo hacía un poco más allá, a sus espaldas, entre la Capilla Real y la de Villaviciosa. El tiempo transcurrió con Hernando notando cómo el sudor empapaba la mano con la que sostenía las herramientas y con la mirada fija en aquella capilla ante la que tanto había rezado. Su frontal aparecía cerrado mediante una pared de mampostería y sillarejos en gran parte del espacio que existía entre los intercolumnios de la mezquita; en el extremo de la pared, justo frente al mihrab, la capilla se cerraba con dos rejas que llegaban hasta los capiteles. Tras la pared y en la reja se hallaba el sarcófago de don Alonso Fernández de Montemayor, adelantado mayor de la frontera. Se trataba de un grande pero sencillo sepulcro de mármol blanco, sin inscripciones, dibujos o adornos añadidos; tan sólo una banda adragantada que cruzaba su tapa. La mitad del sarcófago era visible tras la reja; la otra mitad se hallaba oculta a la vista tras la pared. En varias ocasiones, Hernando se volvió hacia Amin; el muchacho no mostraba nerviosismo alguno; permanecía quieto a su lado, erguido, sobrio y orgulloso, murmurando padrenuestros y avemarías. Multitud de feligreses y sacerdotes deambulaban a sus lados. ¿Sería cierto que era una locura?, pensó entonces. Tanta gente…
No tuvo oportunidad de continuar preguntándoselo. Como era su costumbre, el beneficiado de la capilla de San Pedro se dirigió a abrir el cerrojo de las rejas para preparar la misa. Hernando dudó. Miró a sus espaldas y Miguel le sonrió, animándole a decidirse, apoyándole; Amin le dio un suave golpe con el hombro para indicarle que el sacerdote acababa de abrir la reja. Entonces hizo un gesto de asentimiento hacia el tullido.
– ¡Dios! -resonó en la mezquita. La gente se volvió hacia donde un tullido bailaba excitado sobre sus muletas-. ¡Estaba ahí! ¡Lo he visto!
Algunos fieles se arremolinaron en torno a Miguel. Sus gritos continuaron. Hernando mantenía la mirada entre el tullido y la reja de San Pedro; el sacerdote ya había salido alarmado y observaba parado junto a las rejas.
– ¡Su bondadoso rostro se hallaba detrás de una paloma blanca…! -seguía chillando Miguel.
Hernando no pudo evitar una sonrisa. La credulidad de la gente siempre le sorprendía. Una anciana cayó de rodillas santiguándose.
– ¡Sí! ¡Lo veo! ¡Yo también lo veo!
Muchos otros gritaron apagando la voz de Miguel. La gente se arrodillaba y señalaba hacia la cúpula del altar mayor, a espaldas de la capilla de San Pedro, allí donde Miguel seguía sosteniendo que había visto una paloma blanca. El sacerdote corrió hacia el grupo, al que ya se dirigían gran número de religiosos con sus trajes talares revoloteando.
– Ahora -indicó Hernando a su hijo.
En pocos pasos se plantaron en el interior de la capilla. Hernando se dirigió a la cabecera del sarcófago del adelantado, escondida a la vista por la pared. El sarcófago no estaba sellado, como había creído ver el día anterior, pero cuando extrajo la palanca y apoyó su filo bajo la gran tapa, le pareció imposible alzarla. Envolvió el extremo de la herramienta con sus ropas para amortiguar el ruido y golpeó con la maza. La cubierta se descascarilló, pero al final el filo se introdujo lo suficiente como para hacer palanca. Pesaba demasiado. No podría. El griterío continuaba y él se dio cuenta entonces de la edad que tenía: cincuenta y seis años. No era más que un viejo pretendiendo levantar la enorme y pesada tapa de un sarcófago. Amin esperaba a su lado, quieto, con los papeles en la mano. Hernando creyó que no podría alzarla jamás.
– Alá es grande -masculló.
Empujó cuanto pudo, pero la tapa ni siquiera se movió. Amin contemplaba el esfuerzo de su padre.
– Alá es grande -susurró también.
Entonces el muchacho volcó su cuerpo sobre el hierro.
– Tú que otorgas poder -invocó Hernando-, el Fuerte y el Firme, ¡ayúdanos!
La tapa se alzó la escasa anchura de un dedo.
– ¡Mételos! -instó a su hijo con los dientes apretados y la cara congestionada.
Tal y como estaba, sobre la palanca, Amin empezó a introducir pequeños paquetes de folios; por la estrecha ranura no cabía todo el legajo a la vez.
– ¡Continúa! -le animaba Hernando-. ¡Rápido!
Faltaban pocas hojas y ahora ya sólo resonaban los gritos de Miguel en un alarde de imaginación.
– ¡Padre! -se oyó casi junto a las rejas.
Hernando estuvo a punto de dejar caer la tapa. Amin se quedó a mitad de introducir unas páginas. ¡Era la voz de Rafaela!
– ¡Padre! -volvió a escucharse casi en la entrada de la capilla. Rafaela se hincó de rodillas delante del sacerdote que retornaba y se agarró a los bajos de su sotana para detenerlo-. ¡Salvad a mi esposo y a mis hijos de la deportación! -gritó. Hernando apremió a Amin. Sólo restaban unas hojas. Las manos del muchacho temblaron y no acertó a introducirlas-. ¡Son buenos cristianos! -suplicaba Rafaela.
– ¿De qué me hablas, mujer?
El religioso hizo ademán de continuar pero Rafaela se lanzó a sus pies y los besó.
– ¡Por Dios! -sollozaba-. ¡Salvadlos!
La mujer pugnó por impedir que el sacerdote continuara su camino hasta que éste logró zafarse violentamente y entró en la capilla seguido de una Rafaela que saltó tras él y que cerró los ojos nada más superar las rejas.
– ¿Qué hacéis aquí?
Con el estómago encogido, Rafaela abrió los ojos: Hernando y Amin estaban arrodillados, rezando frente al altar y al retablo que descansaba sobre él, en la cabecera del sarcófago. De espaldas al cura, Hernando aferraba las herramientas entre sus ropas, mientras con la otra mano trataba de esconder bajo el sarcófago los pequeños cascajos de la tapa que habían caído al suelo. Amin se dio cuenta de lo que pretendía y le imitó.
– ¿Qué significa esto? -insistió el sacerdote.
– Son buenos cristianos -repitió Rafaela tras él.
Hernando se levantó.
– Padre -arguyó, empujando el último de los cascajos con el pie-, rezábamos pidiendo la intercesión del Señor. No merecemos la expulsión. Nosotros, mi hijo y yo…
– No es mi problema -le contestó secamente el sacerdote, al tiempo que comprobaba que no faltara nada del altar-. Fuera de aquí -les ordenó cuando se dio por satisfecho.
Salieron los tres. A unos pasos de la capilla, Hernando se dio cuenta de que temblaba. Cerró los ojos con fuerza, respiró hondo y trató de controlarse. Al abrirlos se topó con los de su esposa.
– Gracias -le susurró-. ¿Cómo sabías lo que me proponía?
– Miguel creyó que no sería suficiente con su ayuda y me aconsejó que estuviera por aquí.
En la capilla de San Pedro, el cura pisó el polvillo que restaba sobre el suelo y renegó de aquellos sucios moriscos. Fuera, rodeado de sacerdotes y un corro cada vez mayor de feligreses, algunos arrodillados, otros rezando y santiguándose sin cesar, Miguel continuaba con su inacabable historia, gesticulando con la cabeza a falta de manos con las que señalar dónde había visto la imponente espada de fuego con la que Cristo celebraba la expulsión de los herejes de tierras cristianas. En cuanto el tullido vislumbró a Hernando, a Rafaela y a Amin, se dejó caer al suelo como si le hubiera dado un vahído. En tierra, aovillado, continuó con su pantomima y se convulsionó violentamente.
Cruzaron la mezquita hacia el Patio de los Naranjos. Quizá los cristianos lograran expulsarles de España, de las tierras que habían sido suyas durante más de ocho siglos, pero en la mezquita de Córdoba, frente a su mihrab, todavía obraba la palabra revelada en honor del único Dios.
Nada más superar la puerta del Perdón, entre la gente, Rafaela se detuvo e hizo ademán de dirigirse a él.
– Ya sabes dónde está escondido -se le adelantó su esposo.
– ¿Cómo va a conseguir Muqla extraer ese libro?
– Dios dispondrá -la interrumpió antes de tomarla cariñosamente del antebrazo y encaminarse hacia su casa-. Ahora, la Palabra está donde tiene que permanecer hasta que nuestro hijo se haga cargo de mi labor.
A media tarde, Miguel regresó.
– Al despertar en la sacristía -explicó con un guiño simpático-, les he dicho que no recordaba nada.
– ¿Y? -inquirió Hernando.
– Han enloquecido. Me han repetido todo cuanto expliqué. ¡Qué poca imaginación tienen estos sacerdotes! Ni siquiera habiendo escuchado la historia son capaces de reproducirla. ¡Una espada de oro!, sostenían. He estado a punto de corregirles, decirles que era de fuego y descubrirme. ¡Sólo piensan en el oro! Pero me han dado buen vino para reanimarme y ver si recordaba algo.
– Gracias, Miguel. -Hernando fue a decirle que la próxima vez no se lo contase a Rafaela, pero se detuvo. ¿Qué otra vez?, se lamentó para sí-. Gracias -repitió.
Como si Dios hubiera querido premiar aquella obra, una noche Miguel apareció en la casa con medio cabrito, verduras frescas, aceite, unos pellizcos de especias, hierbas, sal, pimienta y pan blanco.
– ¿Qué…? ¿De dónde has sacado todo esto? -inquirió Hernando curioseando en el zurrón que cargaba a su espalda el tullido.
Rafaela y los niños lo rodearon también.
– Parece que algo de esa suerte esquiva ha decidido sonreímos -contestó Miguel.
Los deportados necesitaban medios de transporte para las mercancías que podían llevar y para sus mujeres, hijos o ancianos en lo que se les presentaba como un largo viaje. Pocos quedaban ya de los cerca de cuatro mil arrieros moriscos que recorrían los caminos por España; la mayoría de ellos habían sido expulsados, y los que aún seguían por allí permanecían en sus casas a la espera de la expulsión o incluso habían vendido aquellas mulas o asnos que no podían llevarse.
– Se están pagando barbaridades por una simple mula -explicó con la mirada puesta en Rafaela y los niños, que ya corrían con las viandas en dirección a la cocina.
Mientras mendigaba, Miguel había presenciado cómo pujaban varios hombres por contratar el porte de una simple mula. ¡Ellos disponían de dieciséis buenos caballos!, pensó entonces. Eran animales grandes y fuertes, capaces de transportar mucho más peso que un asno o una mula.
– Nunca han servido como bestias de carga -dudó Hernando.
– Lo harán, ¡por Dios que lo harán!
– Se encabritarán -objetó Hernando.
– No les daré de comer. Los mantendré unos días sólo a base de agua y si se encabritan…
– No sé. -Hernando imaginó a sus magníficos ejemplares cargados de fardos, con dos o tres personas a sus lomos entre una riada de gente mucho mayor que la que vino desde Granada tras la guerra de las Alpujarras-. No sé -repitió.
– Pues yo sí que lo sé. Ya he cerrado los tratos. Hay quien llega a pagar hasta sesenta reales por cada jornada de camino, incluidas las de vuelta. Son muchos los ducados que obtendremos. -Hernando, serio, mantenía la mirada fija en el tullido-. Ya he pagado la deuda que teníamos con los proveedores y he contratado personal para el camino. Cuando vuelvan de Sevilla, los caballos estarán libres de deudas y Rafaela podrá venderlos… si el duque lo permite. También dispondrá de dinero mientras ello sucede, y tú tendrás para el viaje y lo que te permitan sacar de España.
Hernando pensó en las palabras de Miguel, cedió y le palmeó la espalda.
– Últimamente te estoy dando demasiadas veces las gracias.
– ¿Te acuerdas de cuando me encontraste a los pies de Volador, en la posada del Potro? -Hernando asintió-. Desde ese día no es necesario que me agradezcas nada… ¡pero me gusta escuchar cómo lo dices! -añadió sonriendo ante el semblante emocionado de su señor y amigo.
Transcurrió menos de un mes desde que se dictó el bando de expulsión de los moriscos andaluces hasta que los cordobeses fueron obligados a abandonar la antigua ciudad de los califas. En ese escaso margen de tiempo, pocas gestiones pudieron efectuarse frente al rey para que suavizase la medida. Es más, el cabildo municipal acordó no acudir a Su Majestad en demanda de indulgencia para los cristianos nuevos: la orden debía cumplirse sin excepciones.
La fortaleza de ánimo que había acompañado a Rafaela durante la espera desapareció el día anterior al señalado por las autoridades para la expulsión. Entonces la mujer se sumió en llanto y desesperación. Los niños, de los que ya no intentaba esconderse, terminaron acompañándola en su dolor. Al contrario de lo que había hecho unos días antes, Hernando mintió a los pequeños: volverían, les aseguró, sólo se trataba de un corto viaje. Pero luego se escondía, para que no vieran sus ojos a punto de derramar las mismas lágrimas que llenaban los de su madre. Entre juegos forzados e historias de las que contaba Miguel, entregó al pequeño Muqla el librillo encerado para que escribiese. A sus cinco años, el niño trazó con el palillo un delicado alif como los que había visto escribir a su hermano. ¿Por qué, Dios?, preguntó Hernando antes de borrarlo con tristeza.
Por último, mientras preparaba un hatillo donde llevaría las pertenencias que les autorizaban a portar consigo, Hernando extrajo de su escondrijo tras la pared falsa la mano de Fátima y el ejemplar del evangelio de Bernabé que había hallado en el viejo alminar del palacio del duque. Guardó el evangelio en la bolsa -pensaba esconderlo bajo la montura de alguno de los caballos, igual que hacían con los papeles que les llegaban de Xátiva- e iba a hacer lo mismo con la joya prohibida, pero antes se la llevó a los labios y la besó. Lo había hecho muchas veces, pero en esta ocasión la apretó con fuerza entre sus manos, como si se resistiese a soltarla.
Por la noche, los dos tendidos en el lecho, Rafaela ya con los ojos secos, dejaron transcurrir las horas en silencio, como si pretendieran saturarse de recuerdos: de olores; de los crujidos nocturnos de la madera; del salpicar del agua, abajo, en el patio; de los esporádicos gritos nocturnos que desde las calles venían a romper la quietud de la noche cordobesa o del acompasado respirar de sus hijos que ambos creían escuchar aun en la distancia.
Ella se apretó contra el cuerpo de su marido. No quería pensar que ésa sería la última noche en que compartirían esa cama, que a partir de entonces ella dormiría sola. La palabra surgió de sus labios sin casi pensarla.
– Tómame -le pidió de repente.
– Pero… -Hernando le acarició el cabello.
– Una última vez -susurró ella.
Hernando se volvió hacia su esposa, que se había incorporado. Para su sorpresa Rafaela se quitó la camisa de dormir y le mostró sus pechos. Luego se tumbó, desnuda, desprovista ya de toda timidez.
– Aquí estoy. Ningún hombre me verá nunca como me ves tú ahora.
Hernando besó sus labios, primero con dulzura, luego llevado por una pasión que hacía tiempo que no sentía. Rafaela le atrajo hacia sí, como si quisiera retenerle para siempre.
Después de hacer el amor permanecieron abrazados hasta la madrugada. Ninguno de los dos logró conciliar el sueño.
Los gritos desde la calle y los golpes en la puerta les hicieron enmudecer. Acababan de desayunar y estaban todos reunidos en la cocina, los bultos de los que marchaban amontonados en una de las esquinas. Poco era lo que Hernando había dispuesto para tan largo viaje, pensó Rafaela una vez más, al dirigir la mirada hacia un pequeño baúl y varios hatillos. No quería echarse a llorar de nuevo. Pero antes de que volviera la atención hacia su familia, Amin y Laila se abalanzaron sobre ella y la abrazaron, aferrándose a su cintura, dispuestos a que nadie los separase.
Las palabras, entrecortadas, se mezclaron con los sollozos. Los golpes en la puerta resonaron de nuevo.
– ¡Abrid al rey!
Únicamente el pequeño Muqla mantenía una extraña serenidad; sus ojos azules estaban fijos en los de su padre; los dos pequeños se sumaron entonces a los llantos. Rafaela se rindió por fin, y lloró abrazada a sus hijos.
– Debemos marcharnos -dijo Hernando después de carraspear, sin poder resistir la intensa mirada de Muqla. Nadie le hizo caso-. Vamos -insistió, al tiempo que trataba de separar a los mayores de su madre.
Sólo lo consiguió cuando Rafaela se sumó a su empeño. Hernando cargó a sus espaldas el pequeño baúl y uno de los hatillos, Amin y Laila cogieron los que restaban. La estrecha callejuela a la que daba la casa les presentó un espectáculo desolador: las milicias cordobesas se habían repartido por parroquias al mando de los jurados de cada una de ellas y recorrían las calles de vivienda en vivienda en busca de los moriscos censados. Más allá de Gil Ulloa y los soldados que esperaban frente a la puerta, una larga fila de deportados cargados con sus pertenencias se arracimaba en la calle, todos esperando a que Hernando y sus hijos se sumasen a la columna antes de acudir a la siguiente vivienda de la lista.
– Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, y sus hijos Juan y Rosa, mayores de seis años.
Las palabras surgieron de boca de un escribano que, provisto del censo de la parroquia, acompañaba a Gil y sus soldados. A su lado se hallaba el párroco de Santa María.
Hernando asintió mientras comprobaba que sus hijos no volvieran a abalanzarse sobre su madre, que se había quedado parada bajo el quicio de la puerta, pero Amin y Laila no podían desviar la mirada de la columna de deportados que permanecían en silencio, sometidos y humillados, tras los soldados.
– ¡Id con los demás moros! -les ordenó Gil.
Hernando se volvió hacia Rafaela. Ya no les quedaba nada que decirse, después de aquella última noche. Abrazó a los tres pequeños que quedaban con ella. «¡Mis niños!», pensó con el corazón oprimido mientras los llenaba de besos.
– ¡Id! -insistió el jurado.
Con los ojos enrojecidos, Hernando apretó los labios; no existían palabras con las que despedirse de una familia. Iba a obedecer la orden cuando Rafaela saltó hacia él, le echó las manos alrededor del cuello y le besó en la boca. El baúl y el hatillo que portaba su esposo cayeron al suelo al acoger su abrazo. Fue un beso apasionado que enfureció a su hermano Gil. Los soldados que iban con él observaban la escena. Algunos negaron con la cabeza, compadeciendo a su capitán: su hermana, cristiana vieja, besando ávidamente a un moro. ¡Y en público!
Gil Ulloa se acercó a la pareja y trató de separarlos con violencia, pero nada consiguió. Al instante, varios soldados acudieron en ayuda de su capitán y empezaron a golpear a Hernando. Éste hizo ademán de revolverse, pero los golpes le llovieron con más fuerza. Rafaela cayó al suelo con un gemido; Amin acudió en defensa de su padre y pateó a uno de los soldados.
El último puñetazo lo propinó Gil Ulloa a un Hernando que, vencido y sangrando por la nariz, fue puesto ante él, inmovilizado por sus hombres. Amin también sangraba por el labio.
– ¡Perro moro! -masculló Gil después de golpearle con furia en el rostro.
Rafaela, ya en pie, se acercó en defensa de su esposo, pero Gil la apartó de un manotazo.
– ¡Requisad esta casa en nombre del rey! -ordenó entonces al escribano.
Hernando, aturdido, quiso protestar, pero los soldados le golpearon de nuevo y lo arrastraron hacia el grupo de moriscos que presenciaba la reyerta. Amin y Laila fueron empujados tras su padre. Gil dio orden de continuar y los deportados se pusieron en movimiento. Hernando y sus hijos recogieron sus pertenencias mientras la columna de moriscos, franqueada por soldados, desfilaba por delante de la casa.
– ¡Dios! ¡No! -gritó Rafaela al paso de su esposo-. ¡Te quiero, Hernando!
Mezclado entre sus hermanos en la fe, Hernando quiso contestar, pero el empujón de quienes le seguían se lo impidió. Intentó volverse: le fue imposible. Padre e hijos se vieron arrastrados por la muchedumbre.
Al final de la mañana, cerca de diez mil moriscos cordobeses habían sido reunidos a las afueras de la ciudad, en el campo de la Verdad, al otro extremo del puente romano. Las milicias cordobesas los cercaban y vigilaban. Miguel también se encontraba allí, con su mula y los caballos completamente cargados con fardos, para controlar el alquiler que había pactado con los moriscos; sería él quien tendría que volver de Sevilla con animales y dineros.
«¿Por qué no?» Fátima se permitió lanzar la pregunta al aire, en voz alta, sola en el salón. «¿Por qué no?», repitió sintiendo un dulce escalofrío. Hacía ya bastante rato que Efraín había abandonado el palacio tras comunicarle las últimas noticias relativas a Córdoba. Ella misma le había apremiado a enterarse de qué le iba a suceder a Ibn Hamid cuando los primeros moriscos valencianos empezaron a llegar a Berbería, y el judío se movió con rapidez y eficacia entre las redes comerciales que no entendían de religiones.
Efraín había regresado hacía poco con las noticias que había ido a buscar: se había dictado la orden de expulsión y Hernando no tardaría en ser deportado a través del puerto de Sevilla. Nada podría hacer el morisco por evitarlo. Según había averiguado el judío, Hernando Ruiz se había granjeado muchos enemigos entre los dirigentes de la ciudad e incluso entre los de Granada, donde su pleito de hidalguía no había llegado a prosperar. Su esposa cristiana quedaría en España con los hijos menores de seis años.
En cuanto Efraín salió de la sala, la idea acudió a la mente de Fátima. Recorrió la amplia estancia con la mirada. Los muebles taraceados, los cojines y almohadones, las columnas, el suelo de mármol y las alfombras que lo cubrían, las lámparas… todo cobró un nuevo sentido, que le invitaba a tomar la decisión. Hacía ya tiempo que se ahogaba en aquel lujoso entorno: Abdul y Shamir habían sido capturados por una flota de barcos españoles que les tendió una encerrona cuando trataban de abordar una nave mercante que actuaba como señuelo. ¿Cómo pudieron caer en semejante engaño? Quizá debido a un exceso de confianza… Los marineros de una fusta que logró escapar trajeron noticias confusas y contradictorias: unos decían que habían muerto, otros que habían sido capturados y hubo hasta quien sostuvo que los había visto lanzarse al mar. Luego, alguien trajo la noticia de que habían sido condenados a galeras, pero nadie pudo comprobarlo con seguridad. Fátima lloró por la suerte de su hijo, aunque en su fuero interno era consciente de que su relación con él se había visto enturbiada desde lo acontecido en Toga entre los corsarios e Ibn Hamid.
De inmediato, la viuda y los hijos de Shamir se echaron encima del gran patrimonio que éste dejaba y los jueces, sin dudarlo, les dieron la razón.
La relación de Fátima con la familia de Shamir era muy lejana: no era más que la esposa de su hermanastro cristiano y los suegros de Shamir le dieron plazo para desalojar el palacio. ¿Qué podía hacer a partir de entonces? ¿Vivir de la caridad de la esposa de Abdul o con alguna de sus otras hijas?
Pero existía una posibilidad. Lo había hablado con Efraín; el propio judío se lo había propuesto nada más enterarse de la situación. Sin la ayuda de Efraín, era imposible que la familia de Shamir llegase a conocer las inversiones que en interés del corsario se mantenían a lo largo y ancho del Mediterráneo, de lo que se podía aprovechar Fátima en su propio beneficio. El judío tampoco deseaba perder la dirección y los beneficios de todos aquellos negocios que con seguridad los familiares de Shamir no continuarían confiándole. Fátima podía continuar siendo rica, pero no en Tetuán, un lugar en el que nunca podría acreditar de dónde obtenía aquellos dineros.
Paseó por el salón rozando distraídamente los muebles con las yemas de sus dedos. Sin Abdul y Shamir estaba sola, pero por fin era totalmente libre. Ya nada la retenía en Tetuán. ¿Por qué no marcharse de aquí para siempre? Y ahora Ibn Hamid iba a ser expulsado de España y su insulsa esposa cristiana se vería obligada a quedarse atrás. ¿Quién sino el propio Dios podía mandarle un mensaje tan claro?
Llegó hasta el patio y contempló el correr del agua de una fuente, pensando que pronto dejaría de verla. ¡Constantinopla! Allí podría vivir. En esos momentos Fátima se permitió pensar en Ibn Hamid, algo que en los últimos años había intentado evitar: debería de rondar ahora los cincuenta y seis años, uno más que ella. ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo le habría tratado el paso del tiempo? Sus dudas se disiparon de repente. ¡Sí! ¡Tenía que verlo! El destino, que los había separado con crueldad, le deparaba ahora la oportunidad del reencuentro. Y ese reencuentro era algo que ella, Fátima, la mujer que había sufrido y matado, amado y odiado, no pensaba dejar escapar.
– ¡Llamad a Efraín! -se decidió por fin, dirigiéndose a sus esclavos.
El judío le había dicho que serían expulsados por el puerto de Sevilla. Necesitaba acudir allí antes de que lo desembarcaran en algún lugar en el que pudiera caer en manos de los berberiscos. Conocía las matanzas de los deportados del reino de Valencia; en Tetuán tampoco fueron bien recibidos aquellos que lograron llegar a la ciudad corsaria, muchos los consideraron cristianos que sólo acudían a Berbería a la fuerza y los mataron. ¡Tenía que llegar a Sevilla antes de que embarcase! Necesitaba una nave capaz de ir luego a Constantinopla. Necesitaba cédulas que le permitiesen moverse por la ciudad española para encontrarlo. Pero antes debía arreglar sus asuntos. Tendría que comprar muchas voluntades. Efraín se ocuparía de todo. Siempre lo hacía. Siempre conseguía cuanto deseaba… por más oro que costase.
– ¿Dónde está Efraín? -aulló.
Les permitieron quedarse en la casa hasta que el jurado Gil Ulloa regresase de Sevilla y dispusiese de ella. Durante todo el día, Rafaela presenció cómo un escribano y un alguacil hacían detallado inventario de todos los objetos y enseres que quedaban en la vivienda.
– El bando… -titubeó Rafaela en el momento en el que el escribano revolvía en el baúl donde guardaba sus ropas-, el bando establece que sólo los bienes raíces quedarán en poder real. Los demás son míos.
– El bando -le contestó ásperamente el hombre, mientras el alguacil, con lascivia, alzaba a contraluz una enagua blanca bordada- otorgaba a los moros la posibilidad de llevarse sus pertenencias. Si tu esposo no lo ha hecho así…
– ¡Esas ropas son mías! -protestó ella.
– Tengo entendido que acudiste al matrimonio sin dote, ¿no es así? -replicó el escribano sin volverse hacia Rafaela, anotando la enagua en sus papeles al tiempo que el alguacil, tras lanzarla sobre el lecho, se disponía a coger la siguiente prenda-. Careces de bienes -añadió-. La propiedad de todo esto la tendrá que decidir el consejo o un juez.
– Son mías -insistió Rafaela con voz cada vez más débil. Se sentía agotada, desbordada por todo aquello.
En ese momento el alguacil ya sostenía entre sus manos un delicado corpiño, con los brazos abiertos, en esta ocasión en dirección a Rafaela, como si, desde la distancia, se lo estuviese probando directamente sobre sus pechos.
La mujer escapó corriendo del dormitorio. Las risotadas del alguacil la persiguieron escaleras abajo, hasta el patio donde estaban los niños.
¿Cómo podía Nuestro Señor permitir todo aquello?, pensó Rafaela durante la noche, tumbada con los ojos abiertos clavados en el techo y los tres niños durmiendo amontonados sobre su madre. Ninguno de ellos había querido dormir en su cama. Rafaela tampoco deseaba hacerlo sola. Transcurrieron las horas mientras les acariciaba la espalda y las cabezas, enredando los dedos entre sus cabellos. Durante la tarde, había escuchado de un soldado que se presentó en la casa para hablar con el alguacil, que la columna de deportados ya marchaba en dirección a Sevilla, despedida entre los insultos y el griterío de los cordobeses. Imaginó a Hernando, a Amin y Laila entre ellos, caminando cargados. Quizá sus hijos pudieran hacer el camino montados en la mula, con Miguel; todos los caballos estaban arrendados a otros moriscos. ¡Sus hijos! ¡Su esposo! ¿Qué sería de ellos? Todavía sentía en sus labios la pasión del último beso que le había dado a Hernando. Ajena a su hermano, a los soldados y a las decenas de moriscos que observaban, Rafaela se había estremecido como si de una jovencita se tratara, toda ella tembló de un doloroso amor antes de que Gil interviniese para separarles. ¿Qué misericordia era aquella que tanto llenaba la boca de sacerdotes y piadosos cristianos? ¿Dónde estaban el perdón y la compasión que predicaban a todas horas?
La pequeña Salma, tumbada de través sobre sus piernas, se agitó en sueños y estuvo a punto de caer al suelo. Como pudo, Rafaela se incorporó, la acercó hasta su vientre y la acomodó entre sus hermanos.
¿Qué futuro se le presentaba a aquella criatura?, pensó Rafaela. ¿El convento, que ella misma había evitado? ¿Servir a alguna familia acomodada? ¿La mancebía? ¿Y Muqla y Musa? Recordó la mirada de lascivia del alguacil toqueteando sus ropas; ése era el trato que podía esperar de las gentes. No era más que la esposa abandonada de un morisco, y sus hijos, los hijos de un hereje. ¡Toda Córdoba lo sabía!
Pero ella, Rafaela Ulloa, pese a todo, había decidido permanecer en tierras cristianas, celosa de su fe y de sus creencias. Sin embargo, ni siquiera había transcurrido un día y su mundo se desmoronaba. ¿Dónde estaba el resto de su familia? Le quitarían los caballos igual que pretendían hacer con sus ropas y muebles. ¿De qué vivirían entonces? No podía esperar ayuda de sus hermanos; había mancillado el honor de la familia. ¿Podía esperarla de algún cristiano?
Sollozó y abrazó con fuerza a los pequeños. Muqla abrió sus ojos azules y, aún somnoliento, la miró con ternura.
– Duerme, mi niño -le susurró al tiempo que aflojaba la presión y empezaba a mecerlo con suavidad.
El niño volvió a acompasar la respiración y Rafaela, como era su costumbre, trató de encontrar consuelo en la oración, pero las plegarias no surgieron. Rezad a la Virgen, recordó. Hernando creía en María. Le había oído hablar a los niños de la Virgen y contarles con entusiasmo que María era el punto de unión entre aquellas dos religiones enfrentadas a muerte. Su inmaculada concepción permanecía incólume desde hacía siglos, tanto para cristianos como para musulmanes.
– María -musitó Rafaela en la noche-. Dios te salve…
Entonces, mientras ella murmuraba la plegaria, su corazón le marcó el camino: fue una decisión súbita, pero irrevocable. Y, por primera vez desde hacía días, sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos cedieron a la presión del sueño.
Al amanecer del día siguiente, Rafaela, con Salma en sus brazos y Musa y Muqla andando a su lado, cruzaba el puente romano entre la gente que acudía a trabajar los campos: su único equipaje era una cesta con comida y los dineros que le había entregado Miguel y que había logrado esconder al avaricioso escribano.
– Madre, ¿adónde vamos? -inquirió Muqla cuando ya llevaban un buen rato andando.
– A buscar a tu padre -contestó ella con la vista al frente, el largo camino abriéndose por delante de ellos.
María volvería a unir a su familia, igual que pretendía Hernando con las dos religiones, decidió Rafaela.
El Arenal de Sevilla era un gran espacio de terreno situado entre el río Guadalquivir y las magníficas murallas que encerraban la ciudad y que por uno de sus extremos llegaban hasta la Torre del Oro, en la ribera. En aquella zona se desarrollaban todos los trabajos necesarios para el mantenimiento del importante puerto fluvial hispalense, destino obligado de las flotas de Indias, que transportaban al reino de Castilla las riquezas obtenidas por los conquistadores de las Indias. Calafates, carpinteros de ribera, estibadores, barqueros, soldados…, centenares de hombres acostumbraban a trabajar atendiendo al tráfico portuario y a la reparación y mantenimiento de las naves, pero en febrero de 1610, el Arenal de Sevilla, fuertemente vigilado por soldados en aquel de sus extremos que no estaba cerrado y en las puertas que daban acceso a la ciudad, se convirtió en cárcel de miles de familias moriscas cargadas con sus enseres a la espera de ser deportadas a Berbería. Las había ricas, puesto que ni Córdoba ni Sevilla hicieron excepciones a la hora de cumplir el bando real, familias cuyos miembros vestían con lujo y que buscaban un lugar donde apartarse de aquellos otros miles de moriscos humildes. Centenares de niños menores de seis años habían quedado atrás, en manos de una Iglesia obcecada en conseguir con ellos lo que no habían logrado con sus padres: evangelizarlos. Entre la muchedumbre, hacinada y sometida, entregada a su suerte, alguaciles y soldados buscaban el oro y las monedas que se decía escondían los deportados. Cacheaban a hombres, mujeres y niños, ancianos o enfermos; rebuscaban entre sus ropas y propiedades y hasta deshacían las cuerdas que portaban por si bajo sus hilos habían ocultado collares o joyas.
Galeras, carabelas, galeones, carracas y todo tipo de naves de menor calado permanecían atracadas en el río para embarcar a los cerca de veinte mil moriscos que debían salir por Sevilla; algunas formaban parte de la armada real, pero la mayoría de ellas eran naves expresamente fletadas para aquel viaje sin retorno. A diferencia de lo sucedido con los moriscos valencianos, los andaluces debían pagar el coste de sus pasajes, y los armadores olieron el negocio de un macabro transporte por el que cobraban más del doble de lo habitual.
En una de aquellas naves, una carabela redonda catalana atracada a cierta distancia de la ribera del río, apoyada en la borda, Fátima observaba el gentío reunido en el Arenal. ¿Cómo encontrar a Hernando entre todos ellos? Tenía noticia de que las gentes de Córdoba ya habían llegado y se habían mezclado con las de Sevilla; la noche anterior vio cómo la inacabable columna rodeaba las murallas para llegar al Arenal. Desde el amanecer, las barcazas transportaban gente, mercaderías y equipajes desde la ribera hasta los barcos. Fátima escrutaba los rostros demudados de los moriscos que viajaban en ellas; algunos de aquellos rostros aparecían llorosos. Mujeres a las que les habían robado sus hijos; hombres que dejaban atrás ilusiones y años de esfuerzos por sacar adelante hogares y familias; ancianos enfermos a los que había que ayudar a subir a la barca e izar hasta la nave. Sin embargo otros se percibían felices, como si estuvieran alcanzando la liberación. No reconoció a su esposo en ninguna de las barcazas, aunque, de todas formas, era demasiado pronto para que los cordobeses embarcasen. Durante el viaje, ella había dado rienda suelta a sus más peregrinos sueños. Imaginaba a Ibn Hamid corriendo a sus brazos, asegurándole que no la había olvidado nunca, jurándole amor eterno. Luego se reprendía a sí misma. Habían pasado más de treinta años… Ella ya no era joven, aunque sabía que seguía siendo hermosa. ¿Acaso no tenía derecho a la felicidad? Fátima se dejó mecer por una imagen que la llenaba de ilusión: ella e Ibn Hamid, juntos en Constantinopla, hasta el fin de sus días… ¿Era una locura? Tal vez, pero nunca la locura le había parecido tan maravillosa. Ahora que había llegado a su destino, el nerviosismo se apoderó de ella. Tenía que encontrarlo entre aquella multitud de desesperados, hombres y mujeres perdidos que se enfrentaban a un destino incierto.
– Avisa al piloto para que disponga lo necesario para que una barcaza me lleve a tierra -ordenó Fátima a uno de los tres nubios que decidió comprar a través de Efraín. Si los anteriores, puestos para vigilarla por Shamir, habían cumplido bien su función, éstos harían lo mismo para protegerla, ahora bajo sus órdenes-. ¡Ve! -le gritó ante la mirada de duda del esclavo-. Vosotros me acompañaréis. No -se corrigió al pensar en la expectación que podían originar los tres grandes negros-, dile al piloto que disponga de cuatro marineros armados para que vengan conmigo.
Tenía que desembarcar. Sólo si buscaba entre la gente lo encontraría. Disponía de cédulas y autorizaciones suficientes. Efraín había cumplido con su encargo, como siempre, sonrió. La señora tetuaní figuraba como armadora de la carabela con autorización para una ruta con destino final en Berbería. Nadie la molestaría en el Arenal, se dijo Fátima, pero por si acaso…, palpó la bolsa repleta de monedas de oro que escondía entre sus ropas, podía sobornar a todos los soldados cristianos que corrían por la zona.
Descendió ágilmente hasta la barcaza y al cabo estuvo sentada junto a una sirvienta y a cuatro marineros catalanes que el piloto dispuso a sus órdenes.
Con los marineros abriéndole paso entre la muchedumbre, Fátima empezó a recorrer el Arenal manteniendo sus grandes ojos negros en todos cuantos la miraban con curiosidad. ¿Cuál sería el aspecto de su esposo?
Rafaela se sentó, exhausta y derrotada, sobre un tocón a la vera del camino y soltó a Salma y a Musa, que continuaron llorando pese a que la última parte del camino la habían hecho en brazos de su madre. Solo Muqla, a sus cinco años, había resistido en silencio, andando junto a ella, como si fuera verdaderamente consciente de la trascendencia del viaje. Pero la mujer no podía continuar. Llevaban varias jornadas de marcha en pos de los deportados cordobeses que sólo les adelantaban media jornada, pero no lograba darles alcance. ¡Media jornada! Los dos pequeños eran incapaces de andar ni siquiera un cuarto de legua más y su lento caminar la exasperaba, aunque también intuía que la marcha de los cordobeses era tan lenta como la suya. Había tirado la cesta con la comida, los había cogido a los dos, uno en cada brazo y había apresurado el paso. Pero ahora ya no aguantaba más. Le dolían las piernas y los brazos, tenía los pies llagados y los músculos de su espalda parecían a punto de reventar entre agudos y constantes pinchazos. ¡Y los pequeños continuaban lloriqueando!
Transcurrió el tiempo entre el silencio de los campos desiertos y los sollozos de los niños. Rafaela mantuvo la vista en el horizonte, allí donde debía estar Sevilla.
– Vamos, madre. Levantaos -la instó Muqla justo cuando vio que se llevaba las manos al rostro.
Ella negó con el rostro ya escondido. ¡No podía!
– Levantaos -insistió el pequeño, tironeando de uno de sus antebrazos.
Rafaela lo intentó, pero en cuanto apoyó el peso sobre sus piernas, éstas le fallaron y tuvo que sentarse de nuevo.
– Descansemos un rato, hijo -trató de tranquilizarle-, pronto continuaremos.
Entonces lo observó: sólo sus ojos azules brillaban límpidos, expectantes; el resto de él, sus cabellos, sus ropas, sus zapatos ya rotos, ofrecían un aspecto tan desastrado como el de cualquiera de los chiquillos que recorrían las calles de Córdoba mendigando una limosna. Sin embargo aquellos ojos… ¿sería fundada la confianza que Hernando depositaba en esa criatura?
– Ya hemos descansado muchas veces -se quejó Muqla.
– Lo sé. -Rafaela abrió los brazos para que su hijo se refugiase en ellos-. Lo sé, mi vida -sollozó a su oído cuando consiguió abrazarle.
Sin embargo, el descanso no hizo que se recuperase. El frío del invierno se coló en su cuerpo y sus músculos, en lugar de relajarse, se contrajeron en dolorosos aguijonazos hasta llegar a agarrotarse. Los pequeños jugueteaban distraídos entre las hierbas del campo. Muqla los vigilaba con un ojo siempre puesto en la espalda de su madre, presto a reemprender la marcha tan pronto la viera levantarse del tocón en el que continuaba sentada.
No lo conseguirían, sollozó Rafaela. Sólo las lágrimas parecían estar dispuestas a romper la quietud de su cuerpo y se deslizaban libres por sus mejillas. Hernando y los niños embarcarían en alguna nave rumbo a Berbería y los perdería para siempre.
La angustia fue superior al dolor físico y los sollozos se convirtieron en convulsiones. ¿Qué sería de ellos? Empezaba a sentir un tremendo mareo cuando un sordo alboroto se escuchó en la distancia. Muqla apareció a su lado, como salido de la nada, con la mirada puesta en el camino.
– Nos ayudarán, madre -la animó el pequeño buscando el contacto de su mano.
Una larga columna de personas y caballerías apareció a lo lejos. Se trataba de los moriscos de Castro del Río, Villafranca, Cañete y otros muchos pueblos que también se dirigían a Sevilla. Rafaela se enjugó las lágrimas, venció el dolor de su cuerpo y se levantó. Se escondió con sus hijos a unos pasos del camino, y cuando la columna pasó por delante de ellos y comprobó que ningún soldado le observaba, agarró a los pequeños y se confundió con las gentes. Algunos moriscos los miraron con extrañeza, pero ninguno de ellos les concedió importancia; todos ellos se dirigían al destierro, ¿qué más daba que alguien se sumase a la columna? Ella no se lo pensó dos veces: extrajo la bolsa con los dineros y pagó con generosidad a uno de los arrieros para que permitiese a Salma y a Musa encaramarse sobre un montón de fardos que transportaba una de las mulas. ¡Podían llegar a Sevilla a tiempo! La sola idea le proporcionó fuerzas para mover las piernas. Muqla caminó sonriente junto a ella, los dos cogidos de la mano.
Fátima tuvo que sobreponerse al hedor de miles de personas reunidas en las peores condiciones. Los gritos, el humo de las hogueras y de las frituras, el chapotear en el barro, los correteos de los niños que se colaban entre sus piernas, los llantos en algunos grupos o las zambras en otros, los empujones que llegó a recibir pese a la protección de los marineros, y el caminar de un lado al otro, a menudo pasando por el mismo lugar por el que ya lo habían hecho, la convenció de que aquélla no era la manera de conseguirlo. Llevaba mucho tiempo recluida en su lujoso palacio, aislada entre sus muros dorados, y notó que empezaba a sudar. Intentó controlar su nerviosismo: no quería presentarse ante Ibn Hamid sucia y desastrada después de tanto tiempo.
Preguntó por Hernando a unos soldados que la miraron como a una idiota antes de estallar en carcajadas.
– No tienen nombre. ¡Todos estos perros son iguales! -espetó uno de ellos.
Junto a la muralla, encontró un poyo en el que sentarse.
– Vosotros -ordenó dirigiéndose a tres de los marineros-, buscad a un hombre llamado Hernando Ruiz, de Juviles, un lugar de las Alpujarras. Ha venido con las gentes de Córdoba. Tiene cincuenta y seis años y ojos azules -«unos maravillosos ojos azules», añadió para sí-. Le acompañan un niño y una niña. Yo esperaré aquí. Os recompensaré generosamente si lo encontráis, a todos -agregó para tranquilidad del que obligaba a permanecer con ella.
Los hombres se apresuraron a dividirse en varias direcciones.
Mientras en el puerto de Sevilla aquellos marineros catalanes se mezclaban entre los moriscos, escrutaban en su derredor y preguntaban a gritos entre las gentes, zarandeando a quienes no les prestaban atención, Rafaela, en el camino, trataba de acompasar su ritmo al lento caminar de la columna de deportados. Los dolores habían cedido ante la esperanza, pero sólo ella parecía tener prisa. Las gentes caminaban despacio, cabizbajas, en silencio. «¡Ánimo! -le hubiera gustado gritar-. ¡Corred!» El pequeño Muqla, cogido de su mano, alzó el rostro hacia ella, como si leyera sus pensamientos. Rafaela apretó la mano de su hijo al tiempo que con la otra acariciaba a los dos pequeños que dormitaban agarrados a los fardos que transportaba la mula.
– El hombre que buscáis está allí, señora -anunció uno de los marineros, a la vez que señalaba en dirección a la Torre del Oro-, junto a unos caballos.
Fátima se levantó del poyo en el que había permanecido sentada.
– ¿Estás seguro?
– Sí. He hablado con él. Hernando Ruiz, de Juviles, me ha dicho que se llama.
La mujer notó cómo un escalofrío recorría su cuerpo.
– ¿Le has dicho…? -La voz le temblaba-. ¿Le has dicho que le están buscando?
El marinero dudó. Alguien de Córdoba le había señalado a un hombre que estaba de espaldas con los caballos, y el marinero se había limitado a agarrar al morisco del hombro y girarlo con brusquedad. Luego le había preguntado su nombre y, al oír su respuesta, había vuelto enseguida en busca del premio prometido.
– No -contestó.
– Llévame hasta él -ordenó Fátima.
El marinero se lo señaló: era aquel hombre que, de espaldas a ella, charlaba con un tullido apoyado en unas muletas. Entre ellos se interponía un constante ir y venir de gente cargada con fardos. Tembló y se detuvo un instante. Esperó a que se diera la vuelta: no se atrevía a dar un paso más. El marinero se paró a su lado. ¿Qué le pasaba ahora a la señora? Gesticuló y volvió a señalar al morisco. Miguel, que estaba de frente a ellos, reconoció al hombre que acababa de hablar a Hernando y llamó la atención de éste con un movimiento de cabeza.
– Me parece que alguien te busca, señor.
Hernando se volvió. Lo hizo despacio, como si presintiese algo inesperado. Entre la gente vio al marinero, en pie a pocos pasos de él. Le acompañaba una mujer… No consiguió verle la cara porque en ese momento alguien se interpuso entre ellos. Lo siguiente que vio fueron unos ojos negros clavados en él. Le faltó el aliento… ¡Fátima! Sus miradas se cruzaron y quedaron fijas la una en la otra. Un incontrolable torbellino de sensaciones le atenazó y le impidió reaccionar: ¡Fátima!
Fue el pequeño Muqla quien tuvo que detener a su madre, tirando de su mano, cuando ésta aligeró el paso a la vista de las murallas de Sevilla. ¡Los moriscos habían aminorado su ya lento caminar! Los suspiros se oían por todas partes. El pavoroso sollozo de una mujer se alzó por encima del sonido de los cascos de las caballerías y del arrastrar de miles de pies. Un anciano que andaba junto a ellos negó con la cabeza y chasqueó la lengua, sólo una vez, como si fuera incapaz de mostrar mayor dolor que el que se desprendía de aquella insignificante queja.
– ¡Caminad! -gritó uno de los soldados.
– ¡Andad! -se escuchó de boca de otro.
– ¡Arre, malas bestias! -los humilló un tercero.
Entre las carcajadas que surgieron de boca de los soldados tras la burla, Rafaela miró a su hijo. «¡Continúa igual que ellos! -Pareció indicarle el niño en silencio-; no nos descubramos ahora. ¡Llegaremos!», le auguró con una sonrisa que borró de inmediato de sus labios. Pero Rafaela no quería entregarse a la desesperación que se respiraba entre las filas de moriscos. Se soltó de la mano de Muqla y zarandeó con cariño a Musa.
– Vamos, pequeño, despierta -le dijo antes de darse cuenta de la mirada de sorpresa que le dirigía el arriero.
Rafaela vaciló, pero luego hizo lo mismo con Salma.
– ¡Ya llegamos! -susurró al oído de la niña, ocultando su ansiedad al arriero.
La pequeña balbuceó unas palabras, abrió los ojos pero los volvió a cerrar, rendida por el cansancio. Rafaela la desmontó de la mula, la tomó en brazos y la apretó contra sí.
– ¡Tu padre nos espera! -volvió a susurrar, esta vez escondiendo sus labios en el enmarañado cabello de la niña.
Fue Fátima quien rompió el hechizo: cerró los ojos al tiempo que apretaba los labios. «¡Por fin!», pareció decirle a Hernando con aquel gesto. Luego se encaminó hacia él, muy despacio, con los ojos negros llenos de lágrimas.
Hernando no pudo apartar la mirada de Fátima. Treinta años no habían sido suficientes para marchitar su belleza. Una sucesión de recuerdos pugnó por aflorar y le hizo temblar como una criatura justo en el momento en que ella llegó a su altura.
– ¡Fátima! -susurró.
Ella le miró durante unos instantes, acarició con la mirada aquel rostro, tan distinto del que recordaba. Los años no habían pasado en balde, se dijo, pero el azul de aquellos ojos seguía siendo el mismo que la enamoró en las Alpujarras.
No se atrevía a tocarlo. Tuvo que agarrarse las manos para no lanzarle los brazos al cuello y llenar aquel rostro de besos. Alguien que pasaba la empujó sin querer y él la agarró para que no se cayera. Notó la mano en su piel y se estremeció.
– Ha pasado mucho tiempo -musitó él por fin. Seguía cogido de su mano, aquella mano que tantas noches le había acariciado.
Con un suspiro, Fátima dio un paso hacia él y ambos se fundieron en un estrecho abrazo. Por unos instantes, entre el tumulto que había a su alrededor, los dos permanecieron inmóviles, sintiendo sus respiraciones, invadidos por mil y un recuerdos. Él aspiró el aroma de sus cabellos, apretándola con fuerza, como si quisiese retenerla para siempre.
– ¡Cuánto tiempo he soñado…! -empezó a decirle al oído, pero Fátima no le permitió seguir hablando. Echó la cabeza hacia atrás y le besó en la boca; fue un beso ardiente y triste, que él avivó deslizando las manos hasta su nuca.
Miguel y los niños, que habían salido de entre los caballos, observaban atónitos la escena.
La columna de deportados de Castro del Río rodeó las murallas de la ciudad y dejó atrás el cuerpo de guardia que vigilaba los accesos al Arenal de Sevilla. Los moriscos se desperdigaron entre la muchedumbre y Rafaela se detuvo para hacerse una idea del lugar. Sabía qué buscar. Dieciséis caballos juntos tenían que ser fácilmente reconocibles incluso entre la multitud; con ellos estarían Hernando y los niños.
– Estate atento a tus hermanos y permaneced junto a mí. No vayáis a extraviaros -advirtió a Muqla al tiempo que se encaminaba hacia una carreta que se hallaba a pocos pasos.
Sin pedir permiso, se encaramó al pescante nada más llegar a ella.
– ¡Eh! -gritó un hombre que trató de impedírselo. Pero Rafaela ya tenía prevista aquella posibilidad y se zafó de él con determinación-. ¿Qué haces? -insistió el carretero tirando de la saya de la mujer.
Sólo necesitaba unos instantes. Aguantó los tirones, se puso de puntillas sobre el pescante y recorrió el amplio lugar con la mirada. Dieciséis caballos. «No puede ser difícil», musitó Rafaela. El hombre hizo ademán de subir también, pero Muqla reaccionó y se abalanzó sobre él para aferrarse a sus piernas. Un corrillo de curiosos se formó en el lugar mientras el carretero trataba de librarse a patadas del mocoso. «¡Dieciséis caballos!», seguía diciéndose Rafaela. Escuchaba los gritos del hombre y los esfuerzos de su pequeño por detenerle.
– ¡Allí! -se sorprendió gritando.
Los caballos aparecieron nítidos al pie de una torre resplandeciente que se alzaba en la ribera del río, al otro extremo de donde se hallaban.
Saltó del pescante como si fuera una muchacha. Ni siquiera sintió el dolor de sus pies al golpear sobre la tierra.
– Gracias, buen hombre -le dijo al carretero-. Deja tranquilo a este caballero, Muqla. -El niño liberó su presa y salió corriendo por si se escapaba otra patada-. ¡Vamos, niños!
Se abrió paso entre los curiosos y se encaminó airosa hacia la torre, con una sonrisa en los labios, sorteando a hombres y mujeres o apartándolos a empujones si era menester.
– Lo hemos conseguido, niños -repetía.
Volvía a llevar a los pequeños en brazos. Muqla se esforzaba por seguir su paso.
– No quiero volver a separarme de ti -había exclamado Fátima tras aquel largo beso.
Seguían muy cerca uno del otro, recorriéndose con la mirada, posando los ojos en cada arruga de sus rostros, intentando borrarlas; por unos momentos volvieron a ser el joven arriero de las Alpujarras y la muchacha que le esperaba. El tiempo transcurrido parecía desvanecerse. Ahí estaban, los dos, juntos; el pasado se perdía llevado por la emoción del reencuentro.
– Ven conmigo a Constantinopla. -dijo Fátima-. Tú y tus hijos. No nos faltará de nada. Tengo dinero, Ibn Hamid, mucho dinero. Ya nada ni nadie me impide entregarme a ti. Ninguno de los dos correremos peligro. Empezaremos de nuevo.
Hernando escuchó aquellas palabras y en su semblante apareció una sombra de duda.
– Haremos llegar dinero al resto de tu familia -se apresuró a decir ella-. Efraín se ocupará. A ellos tampoco les faltará de nada, te lo juro. -Fátima no le dio tiempo a pensar y continuó hablando precipitadamente, con pasión. Amin y Laila se miraban el uno al otro, boquiabiertos, buscando inconscientemente el contacto de Miguel mientras escuchaban a aquella desconocida que había besado a su padre-. Tengo un barco. Tengo los permisos necesarios para transportar a nuestros hermanos hasta Berbería. Después, nosotros continuaremos navegando hacia Oriente. En poco tiempo estaremos instalados en una gran casa… ¡No! ¡En un palacio! ¡Lo merecemos! Tendremos cuanto deseemos. Y podremos ser felices, como antes, como si nada hubiera sucedido a lo largo de estos años, reencontrándonos cada día…
Hernando se agitaba en un sinfín de sensaciones y sentimientos encontrados. ¡Fátima! Los recuerdos acudían impetuosos a su mente, atropellándose los unos a los otros. La comunión en la distancia que durante los últimos tiempos había mantenido con Fátima, como si se tratase de un fanal etéreo que alumbrara su camino, se había trocado ahora en una realidad tangible y al tiempo maravillosa. Era…, era como si su cuerpo y su espíritu al tiempo hubieran despertado a la vida, permitiendo aflorar unos sentimientos que, de forma consciente y voluntaria, había reprimido. ¡Cuánto se habían amado a lo largo de los años! Fátima estaba allí, delante de él, hablándole sin cesar, ilusionada, apasionada. ¿Cómo había sido capaz de pensar que todo aquel amor podía desaparecer?
– Nadie podrá separarnos de nuevo, jamás -repetía ella, una vez más, cuando Hernando desvió la mirada hacia sus hijos.
¿Y ellos? ¿Y Rafaela? ¿Y los pequeños que habían quedado en Córdoba? Una casi imperceptible sacudida de repulsa vino a turbar el hechizo del momento. ¿Los estaba traicionando? Amin y Laila mantenían la mirada clavada en él, haciéndole mil preguntas silenciosas al tiempo que mil reproches. Hernando sintió sus censuras como finas agujas que se clavaban en su carne. ¿Quién es esa mujer que te besa y a la que has acogido con tanta pasión?, parecía echarle en cara su hija. ¿Qué vida es esa que tienes que reemprender lejos de mi madre?, le recriminaba Amin. Miguel…, Miguel se mantenía cabizbajo, sus piernas más encogidas que nunca, como si toda su vida, todos sus esfuerzos y renuncias, se concentrasen en el barro sobre el que se apoyaban sus muletas.
Fátima había callado. El alboroto, los lamentos de los miles de moriscos reunidos en el Arenal se hicieran sonoros de repente. La realidad se imponía. Los cristianos los habían echado de Córdoba. Le aguardaba el destierro, un futuro incierto, tanto a él como a sus hijos. ¡Tal vez Dios hubiera puesto ahora a Fátima en su camino! ¡No podía ser otro sino Él quien había llevado hasta allí a su primera esposa!
Iba a responderle cuando la voz de su hija Laila le sorprendió.
– ¡Madre! -exclamó la niña de repente, echando a correr.
– ¡Lai…! -empezó a decir Hernando. ¿Madre? ¿Había dicho madre? Vio entonces a Amin, que salía en pos de su hermana.
No pudo decir más. Se quedó paralizado. A varios pasos de donde se encontraba, Rafaela abrazaba a Amin y Laila y les besaba rostros y cabezas. Alrededor se encontraban los tres pequeños, quietos, mirándole expectantes.
Con ternura, Rafaela apartó de sí a los niños y se irguió frente a su esposo. Entonces le sonrió apretando los labios en un gesto decidido, triunfal. «¡Lo he conseguido! ¡Aquí estás!», le decían. Hernando fue incapaz de reaccionar. La mujer se extrañó e inconscientemente examinó sus ropas. ¿Sería por su aspecto? Se vio harapienta y sucia. Avergonzada, trató de alisarse la saya con las manos.
– ¿Tu esposa cristiana?
La voz de Fátima resonó en los oídos de Hernando a modo de pregunta y de reproche, de lamento incluso.
Él asintió con la cabeza, sin volverse.
Rafaela se percató de la presencia de la hermosa y lujosamente ataviada mujer que se hallaba al lado de su esposo y avanzó hacia él, pero con la mirada fija en la desconocida.
– ¿Quién es esta mujer? -inquirió Rafaela, acercándose a Fátima.
– ¿No le has hablado de mí, Hamid ibn Hamid? -preguntó Fátima, aunque sus ojos estaban puestos en aquella figura desastrada y sucia que se acercaba a ellos.
Hernando fue a contestar pero Rafaela se le adelantó con la misma resolución con la que un día, cuando la peste, había echado a su madre de la casa de Córdoba.
– Yo soy su esposa. ¿Con qué derecho te atreves a interrogarnos?
– Con el que me concede el ser su primera y única esposa-afirmó Fátima haciendo un gesto con el mentón hacia Hernando.
El desconcierto se mostró en el rostro de Rafaela. La primera esposa de Hernando había muerto. Todavía recordaba el triste relato de Miguel. Negó con la cabeza, con los ojos cerrados, como si quisiera alejar de sí aquella afirmación.
– ¿Cómo? -dijo con un hilo de voz-. Hernando, dime que no es cierto.
– Sí, díselo, Hamid. -La voz de Fátima sonó desafiante.
– Cuando me casé contigo, creía que había muerto -acertó a contestar Hernando.
Rafaela sacudió la cabeza con violencia.
– ¡Cuando te casaste conmigo! -gritó-. ¿Y después? ¿Lo has sabido después? ¡Virgen santísima! -terminó exclamando.
Lo había dejado todo por Hernando. Había recorrido leguas para encontrarse con él. Estaba harapienta y sucia, con los zapatos destrozados. ¡Todavía le sangraban los pies! ¿De dónde salía aquella mujer? ¿Qué quería de Hernando? A su alrededor había miles de moriscos derrotados, todos entregados a su maldita suerte. ¿Qué hacía ella allí? Notó que le flaqueaban las fuerzas, que la determinación con la que había iniciado aquella empresa desaparecía confundiéndose en los llantos y lamentos de las gentes.
– Ha sido una marcha interminable -sollozó como si renunciase-. Los niños… ¡no hacían más que llorar! Sólo Muqla aguantaba. Pensaba que no llegaríamos a tiempo, ¿y para qué? -En ese momento separó ligeramente uno de sus brazos del cuerpo y como si hubiera sido una señal, Laila acudió a abrazarla-. Nos lo han quitado todo: la casa, los muebles, mis ropas…
Hernando se acercó a Rafaela con las manos abiertas y algo extendidas, tratando de explicarse a través de ellas; su mirada, sin embargo, era furtiva.
– Rafaela, yo… -empezó a decir.
– Podría arreglarlo para que también pudiera venir ella -le interrumpió entonces Fátima, alzando la voz. ¿Qué hacía allí la cristiana? No estaba dispuesta a renunciar a sus sueños aunque eso significase… Ya lo arreglaría.
Hernando se volvió hacia Fátima y Rafaela percibió la duda en su esposo. ¿Por qué dudaba? ¿De qué hablaba aquella mujer? ¿Ir adónde? ¿Y con ella?
– ¿Qué es esta locura? -preguntó entonces.
– Que si lo deseas -contestó Fátima-, tú y tus hijos podréis venir con nosotros a Constantinopla.
– Hernando -Rafaela se dirigió a su esposo con dureza-. Te he entregado mi vida. Estoy…, estoy dispuesta a renunciar a los dogmas de mi Iglesia y a compartir contigo la fe en María y el destino que te aguarda, pero jamás, ¿me escuchas? -Masculló-, jamás te compartiré con otra mujer.
Finalizó sus palabras señalando a Fátima con el índice.
– ¿Y qué otra alternativa tienes, cristiana? -le dijo ésta-. ¿Crees que te dejarán embarcar con él hacia Berbería? No te lo permitirán. ¡Y te quitarán a los niños! Lo sabéis ambos. Lo he visto mientras esperaba: los arrancan sin la menor compasión de los brazos de sus madres… -Fátima dejó que las palabras flotaran en el aire y entrecerró los ojos al comprobar que Rafaela mudaba el semblante ante la posibilidad de perder a sus pequeños. La comprendió, entendió su dolor al pensar en su propio hijo, muerto por culpa de esos cristianos, pero al mismo tiempo el recuerdo la enfureció. Era una cristiana, no merecía su compasión-. ¡Lo he visto! -Insistió Fátima con terquedad-. En cuanto comprueben que ella no tiene papeles moriscos, que es una cristiana, la detendrán, la acusarán de apostasía y os quitarán a los niños.
Rafaela se llevó las manos al rostro.
– Hay cientos de soldados vigilando -prosiguió Fátima.
Rafaela sollozó. El mundo parecía desdibujarse a su alrededor. El cansancio, la emoción, la tremenda sorpresa. Todo pareció unirse en un instante. Sintió que le fallaban las piernas, que le faltaba el aire. Sólo oía las palabras de aquella mujer, cada vez más difusas, cada vez más lejos…
– No tenéis escapatoria. No hay forma de salir del Arenal… Sólo yo puedo ayudaros…
Entonces Rafaela, ahogando un gemido, se desmayó.
Los niños corrieron a su lado, pero fue Hernando quien, apartándolos, se arrodilló junto a ella.
– ¡Rafaela! -Dijo, palmeándole las mejillas-. ¡Rafaela!
Desesperado, miró a su alrededor. Sus ojos se cruzaron, sólo un instante, con los de Fátima, pero ese fugaz contacto sirvió para que ésta comprendiese, antes que él incluso, que lo había perdido.
– No me abandones -suplicaba Rafaela, medio aturdida-. No nos dejes, Hernando.
Miguel, los niños y Fátima observaban a la pareja algo alejada de ellos, junto a la ribera del río, adonde Hernando había llevado a su esposa. Rafaela aún tenía el semblante pálido, su voz seguía siendo trémula; no se atrevía ni a mirarle.
Hernando todavía sentía el aroma de Fátima en su piel. No hacía mucho rato se había entregado a ella, deseándola; hasta había soñado fugazmente, unos meros instantes, en la felicidad que le proponía. Pero ahora… Observó a Rafaela: las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con el polvo del camino que llevaba pegado en su rostro. Vio temblar el mentón de Rafaela, que trataba de reprimir sus sollozos como si quisiera presentarse ante él como una mujer dura, decidida. Hernando apretó los labios. No lo era: era la muchacha a la que había librado del convento, aquella que poco a poco, con su dulzura, había ganado su corazón. Era su esposa.
– No te dejaré nunca -se oyó decir a sí mismo.
La tomó de las manos, dulcemente, y la besó. Luego la abrazó.
– ¿Qué haremos? -escuchó que le preguntaba ella.
– No te preocupes -musitó tratando de parecer convincente.
Los niños no tardaron en rodearles.
– Ahora hay algo que debo hacer… -empezó a decir Hernando.
Miguel se separó cuando vio acercarse a Hernando donde todavía estaba Fátima.
– He venido a buscarte, Hamid ibn Hamid -le recibió ella con seriedad-. Creía que Dios…
– Dios dispondrá.
– No te equivoques. Dios ya ha dispuesto esto -añadió señalando la muchedumbre que se apretujaba en el Arenal.
– Mi sitio está con Rafaela y mis hijos -dijo él. La firmeza de su tono no admitía réplica.
Ella tembló. Su rostro se había convertido en una máscara bella y dura. Fátima hizo ademán de marchar, pero antes de dar un solo paso volvió sus ojos hacia él:
– Yo sé que todavía me amas.
Tras estas palabras, Fátima dio media vuelta y empezó a alejarse.
– Espera un momento -le rogó Hernando. Corrió hacia donde estaban los caballos y volvió enseguida, con un paquete en sus manos; rebuscaba en su interior al llegar a su lado-. Esto es tuyo -dijo entregándole la vieja mano de oro. Fátima la cogió con mano temblorosa-. Y esto… -Hernando le acercó la copia árabe del evangelio de Bernabé de la época de Almanzor-, estos escritos son muy valiosos, muy antiguos y pertenecen a nuestro pueblo. Yo debía intentar hacerlos llegar a manos del sultán. -Fátima no cogió los pliegos-. Sé que te sientes defraudada -reconoció Hernando-. Como bien has dicho antes, es difícil que escape de aquí, pero lo intentaré y si lo consigo, continuaré luchando en España por el único Dios y por la paz entre nuestros pueblos. Entiéndeme, puedo arriesgar mi vida, puedo arriesgar la de mi esposa y hasta la de mis hijos, puedo incluso renunciar a ti…, pero no puedo arriesgar el legado de nuestro pueblo. No puedo hacerme cargo de esto, Fátima. Los cristianos no deben hacerse con él. Guárdalo tú en homenaje a nuestra lucha por conservar las leyes musulmanas y haz con él lo que consideres más oportuno. Cógelo, por Alá, por el Profeta, por todos nuestros hermanos.
Ella extendió una mano hacia el legajo.
– Piensa que te amé -aseguró entonces Hernando-, y que seguiré haciéndolo hasta mi… -Carraspeó y permaneció callado un instante-. Muerte es esperanza larga -susurró.
Pero Fátima había dado media vuelta antes de que él pudiera terminar la frase.
Sólo después de ver cómo Fátima desaparecía entre la muchedumbre, Hernando llegó a comprender la verdad de las palabras que ella había pronunciado. Sintió cómo se le encogía el estómago al recorrer el Arenal con la mirada. Miles de moriscos encarcelados en aquella superficie; soldados y escribanos dando órdenes sin cesar; gente embarcando; mercaderes y buhoneros tratando de aprovecharse de la última blanca de aquellas gentes arruinadas; sacerdotes pendientes de que nadie escapase con niños menores…
– ¿Qué hacemos, Hernando? -inquirió Rafaela, aliviada al ver alejarse a aquella mujer. De nuevo estaban juntos, eran una familia. Los niños los rodeaban y esperaban, expectantes, ya todos junto a él.
– No lo sé. -No podía apartar la mirada de Rafaela y los niños. Había estado a punto de perderlos…-. Aun suponiendo que, de una forma u otra, tú pudieras embarcar como morisca, nunca dejarían hacerlo a los niños. Nos los robarían. Tenemos que escapar de este agujero. No hay tiempo que perder.
Bajo el resplandor que el atardecer arrancaba de los azulejos de la Torre del Oro, Hernando observó las murallas de la ciudad. Rafaela le imitó; Miguel también lo hizo. A sus espaldas no había salida: la propia muralla y el alcázar cerraban el paso. Algo más allá se hallaba la puerta de Jerez que daba acceso a la ciudad, pero estaba vigilada por una compañía de soldados, igual que la del Arenal y la de Triana. Sólo podía salirse de allí por el río Guadalquivir. Rafaela y Miguel vieron que Hernando negaba con la cabeza. ¡Eso era imposible! Bajo concepto alguno debían acercarse a los barcos, con los escribanos y sacerdotes vigilando la ribera. La única salida era la misma por la que habían accedido al Arenal, en el otro extremo, extramuros, aunque también se trataba de un lugar fuertemente vigilado por soldados. ¿Cómo podrían hacerlo?
– Esperadme aquí -les ordenó.
Cruzó el Arenal. Efectivamente, en la entrada se apostaba un cuerpo de guardia, provisto de armas, en unos chamizos precariamente construidos para recibir las columnas de moriscos. Hernando observó, sin embargo, que los soldados perdían el tiempo charlando o jugando a los naipes. Ya nadie entraba y ningún morisco se atrevía a intentar salir. Los cristianos que se hallaban en el Arenal lo abandonaban por las puertas de acceso a la ciudad, no por una zona que continuaba rodeando las murallas. Sin embargo… ¡Tenían que salir!
Regresó a la Torre del Oro cuando empezaba a anochecer; la hora de la oración. Hernando miró al cielo e imploró la ayuda divina. Luego reunió a Rafaela y Miguel, también a Amin y Laila. Era arriesgado, muy arriesgado.
– ¿Dónde están los hombres que has traído con los caballos?-le preguntó a Miguel.
– En la ciudad. Queda uno de guardia.
– Dile que vaya con sus compañeros. Dile…, dile que me gustaría pasar la última noche con mis caballos, a solas. ¿Lo creerá?
– Le importará muy poco el porqué. Saldrá a divertirse. Les he pagado. Tienen dinero caliente y la ciudad bulle.
Esperaron a que Miguel volviese.
– Hecho -confirmó el tullido.
– Bien. Tú, como cristiano, puedes salir de aquí… -Miguel fue a quejarse pero Hernando le interrumpió-. Haz lo que te digo, Miguel. Sólo tendremos una oportunidad. Abandona el Arenal por cualquiera de las puertas, cruza la ciudad y sal por otra de ellas. Espéranos más allá de las murallas.
– ¿Y ella? -intervino el tullido señalando a Rafaela-. También es cristiana. Podría salir conmigo…
– ¿Con los niños? -preguntó Hernando-. No superaría el cuerpo de guardia. Creerían que ha entrado para robarlos y los perderíamos. ¿Qué excusa podría proporcionar una mujer cristiana para hallarse en el Arenal con sus hijos pequeños? La detendrían. Seguro.
– Pero…
– Ve, Miguel.
Hernando abrazó a su amigo y luego ayudó a Miguel a encaramarse a su mula. Quizá aquélla fuera la última vez que lo viera.
– La paz, Miguel -le dijo al pasar junto a ellos. El tullido murmuró una despedida-. No llores, Rafaela -añadió al volverse hacia su esposa y encontrársela con lágrimas en los ojos-. Lo conseguiremos… con la ayuda de Dios lo conseguiremos. Niños, tenemos mucho trabajo y poco tiempo -apremió a Amin y Laila.
Se acercó a los caballos, que descansaban rendidos por el viaje. Miguel, como había advertido en su día, les había reducido la comida para que perdieran fuerzas y soportasen sumisos la carga de bultos, mujeres y ancianos. Casi todos ellos presentaban rozaduras y mataduras por la carga que habían transportado. Hernando cogió ronzales y cuerdas.
– Atadlos a todos entre sí, de una cabezada a la otra, bien fuerte -explicó a sus hijos entregándoles varios ronzales y reservándose unas cuerdas largas-. No -rectificó sopesando la dificultad de controlar dieciséis caballos atados-; atad… diez como mucho. Quiero que vayas con los tres pequeños hasta el otro extremo -dijo entonces, dirigiéndose a Rafaela-. Tú tardarás más que nosotros. Allí deberás apostarte lo más cerca del cuerpo de guardia que te sea posible, pero sin que te vean o sospechen de ti. Lanzaré los caballos contra ellos… -Rafaela se sobresaltó-. Es lo único que se me ocurre, amor mío. Cuando eso suceda, cruza rápidamente con los niños y escóndete entre las matas de la ribera, allí no hay barcos, pero no te quedes quieta, vete, aléjate cuanto puedas. Continúa por la ribera rodeando la muralla hasta que dejes atrás la ciudad y te encuentres con Miguel.
– ¿Y vosotros? -preguntó ella, consternada.
– Llegaremos. Confía en ello -le aseguró Hernando, pero el temblor de su voz contradecía su firmeza.
Hernando le dio un dulce beso y la urgió a cruzar el Arenal. Rafaela titubeó.
– Lo conseguiremos. Todos -le insistió Hernando-. Confía en Dios. Ve. Corre.
Fue el pequeño Muqla quien tiró de la mano de su madre para encaminarla hacia el otro extremo del Arenal. Hernando perdió unos instantes observando cómo parte de su familia se perdía entre la muchedumbre; luego se volvió con resolución para ayudar a sus hijos.
– ¿Habéis oído lo que le he dicho a vuestra madre? -preguntó a los dos mayores. Ambos asintieron-. De acuerdo entonces. Cada uno de vosotros irá a un lado de la manada; yo los dirigiré. Nos costará pasar entre tanta gente, pero tenemos que conseguirlo. Por suerte la mayoría de los soldados están de fiesta en la ciudad y ya no deambulan entre nosotros; no nos detendrán. -Hablaba con energía mientras ataba los caballos, sin dar oportunidad a que sus hijos se plantearan lo que iban a hacer-. Arreadlos por detrás y por los costados para que caminen -les ordenó-, hacedlo con brío, sin que os importe lo que nadie pueda deciros. Nuestro objetivo es cruzar esta explanada, como sea. ¿Me habéis entendido? -Amín y Laila asintieron de nuevo-. Cuando estemos cerca de la salida, quedaos detrás de ellos, luego escapad y corred igual que vuestra madre. ¿De acuerdo?
No esperó confirmación. Los diez caballos ya estaban atados. Entonces Hernando cogió las cuerdas largas y, por encima de las cruces, las ató a las manos de dos de los animales que irían en cabeza, luego agarró del ronzal a otro que pretendía llevar libre.
– ¿De acuerdo? -repitió. Amin y Laila asintieron con la cabeza. Su padre los animó con una sonrisa-. ¡Nos espera vuestra madre! ¡No podemos dejarlos solos! ¡En marcha! -ordenó sin permitirse un respiro. Amin sólo tenía once años; su hermana uno menos. ¿Serían capaces?
Hernando tiró de los tres caballos de cabeza, los siete restantes por detrás, atados entre ellos, agrupados, abriéndose por los flancos.
– ¡Arre! ¡Vamos, preciosos!
Le costó ponerlos en movimiento; no estaban acostumbrados a moverse atados unos a otros. Los de detrás cocearon, se encabritaron y se mordieron, negándose a adelantar. ¿Y él?, se preguntó entonces, ¿sería capaz a su edad? Pateó con fuerza la barriga de uno de los caballos.
– ¡Moveos!
– ¡Arre! -escuchó entonces desde detrás.
Entre los animales vio que Amin había cogido una cuerda y azotaba las grupas de los traseros. Al instante se sumó la voz de Laila, primero titubeante, después firme como la de su hermano.
¡Serían capaces!, sonrió con los gritos de sus pequeños en los oídos.
Cuando todos los caballos se pusieron en movimiento lo hicieron como un ejército imparable; Hernando creyó que no podría controlarlos, pero sus hijos iban y venían corriendo desde atrás a los flancos, para azuzarlos y mantenerlos agrupados.
– ¡Cuidado! ¡Apartaos! -gritaba él sin cesar.
Los niños también gritaban. Y la gente, que se quejaba y los insultaba.
Los moriscos saltaban a su paso para apartarse. Pisotearon enseres y arrollaron tiendas. Cuando pasaron por encima de una pequeña hoguera, Hernando llegó a comprender lo ciegos que estaban los animales entre el gentío: jamás habrían hecho tal cosa en otras condiciones; nunca habrían pasado por encima de un fuego.
– ¡Cuidado!
Tuvo que tironear con violencia de los caballos de cabeza para dar tiempo a que una anciana escapase y no fuera arrollada, aunque más de algún morisco salió despedido al chocar con los animales que iban por los costados.
Por extenso que fuera el Arenal, el tiempo voló y Hernando distinguió el cuerpo de guardia por delante, los soldados extrañados ante el escándalo.
– ¡Ahora, niños! ¡Huid! ¡Al galope! -gritó.
No fue necesario que se esforzara. El espacio libre que se abría entre donde se asentaban los últimos moriscos y la guardia animó a los animales a lanzarse a un frenético galope. Hernando corrió un par de trancos al lado del caballo libre y se agarró a su crin para montar aprovechando la inercia. Le costó hacerlo; sus músculos chasquearon ante el esfuerzo. Falló en su primer intento y se quedó con la pierna derecha a medio camino de la grupa, pero tal y como volvió a tocar el suelo, sin llegar a dar un paso, se izó con fuerza y lo consiguió. El resto, sin Amin y Laila azuzándoles, se abrió en abanico. Los soldados observaron aterrados cómo se les venían encima once caballos al galope: una manada de animales desenfrenados, locos.
– Allahu Akbar!
No había terminado de invocar a su Dios cuando tiró de las dos cuerdas largas que había atado a las manos de los otros dos caballos de cabeza. Los animales tropezaron, cayeron de bruces y dieron una vuelta de campana. A la luz de las antorchas, Hernando llegó a vislumbrar el pánico en los rostros de los soldados cuando todos los animales tropezaron entre sí y se abalanzaron sobre hombres y chamizos. Él, en el caballo libre, galopó fuera del Arenal dejando atrás un cuerpo de guardia destrozado.
Saltó a tierra igual que había montado y corrió hacia las matas de la ribera. Los relinchos de los caballos y el griterío resonaban en la noche.
– ¿Rafaela? ¿Amin?
Tardó unos interminables momentos en escuchar contestación.
– Aquí.
En la más absoluta oscuridad, reconoció la voz de su hijo mayor.
– ¿Y tu madre?
– Aquí -respondió Rafaela algo más lejos.
Le dio un vuelco el corazón al oír su voz. ¡Lo habían logrado!
Escaparon a Granada sabiendo que, en caso de que fueran detenidos, les aguardaba la muerte o la esclavitud. Los capitanes de las milicias cordobesas debían saber que había sido él: era el dueño de los caballos y su nombre y los de sus hijos no aparecerían en los censos de embarque. A las Alpujarras, decidió. Allí había pueblos enteros abandonados. Miguel, con su mula, no tuvo problemas para salir del Arenal y se encontró con ellos más allá de las murallas de la ciudad; atrás quedaban los dieciséis magníficos caballos. Pero ¿qué importaban ya?
Después de un largo viaje desde Sevilla a las Alpujarras, evitando los caminos, escondiéndose de las gentes, robando la poca comida de los campos en invierno o esperando ocultos fuera de los pueblos a que Miguel consiguiese alguna limosna, encontraron refugio cerca de Juviles, en Viñas, un lugar desierto desde la expulsión de sus vecinos después de la rebelión.
El frío todavía era intenso y las cumbres de Sierra Nevada estaban cubiertas de nieve. Hernando las miró y luego posó los ojos en sus hijos; allí había transcurrido su infancia. Prohibió encender fuego; sólo lo harían por las noches. Se acomodaron en una vivienda desvencijada que Rafaela y los niños pugnaron por limpiar, sin medios y con escaso éxito. Hernando y Miguel los observaron: parecían pordioseros.
Los dos hombres salieron fuera de la casa, a una callejuela sinuosa limitada por casas derruidas. Rafaela los vio, ordenó a los niños que continuaran y los siguió.
¿Y ahora?, pregunto con la mirada nada mas acercarse a ellos. ¿Iban a vivir allí? ¿Escondidos toda la vida?
– Tengo que pedirte otro favor Miguel -se apresuró a decir Hernando sin volverse hacia el tullido, sosteniendo la mirada de su esposa y alargando una mano hacia ella.
– ¿Qué es lo que quieres?
Hernando acompañó a Miguel lo más cerca que pudo de Granada y después volvió a las Alpujarras con la mula; un mendigo no debía poseer un animal como aquél. El tullido cruzó la puerta del Rastro después de pelearse con los guardias, que cedieron, vencidos por su incontinente verborrea y, desde allí, directamente, se encaminó a la casa de los Tiros.
Durante los días que Miguel estuvo fuera, Hernando entretuvo a sus hijos y trató de enseñarles a cazar pajarillos. Encontró parte de una soga reseca, desunió los hilos y bajo la atenta mirada de sus hijos empezó a hacer diversos tipos de lazadas que luego colocaron en las ramas de los árboles. No cazaron ninguno, pero los críos pasaron mucho tiempo distraídos. Tampoco les faltó de comer, Hernando conocía bien esas tierras y salvo carne, encontró cuanto era necesario para mantenerse. Transcurrió una semana y nadie se había acercado a Viñas, entonces anunció a Rafaela que partía por unos días con Amin y Muqla.
– ¿Adónde vais?
– Debo enseñarles una cosa. -El temor apareció en el semblante de su esposa-. No te preocupes -la tranquilizó-. Nadie vendrá por aquí. Estate atenta y si vieses algo extraño, refúgiate con los niños en las cuevas cerca de las que intentamos cazar los pajarillos. Laila sabe dónde están.
El castillo de Lanjarón se alzaba, imponente, tal y como Hernando lo recordaba. Esperaron al pie del cerro a que anocheciese antes de iniciar el ascenso. Hernando había procurado que el viaje coincidiera con la luna llena, que brillaba inmensa en un cielo estrellado y sin nubes. Seguido de sus hijos, se dirigió hacia el bastión del lado sur de la fortaleza.
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios -susurró en la noche.
Luego se acuclilló y empezó a excavar. Cuando dio con la espada de Mahoma, la extrajo con cuidado y la presentó a sus hijos, destapando reverentemente las telas en las que la había envuelto en su día.
– Esta -les dijo- es una de las espadas que perteneció al Profeta.
Hubiera deseado que la vaina de oro y sus colgantes brillara a la luz de la luna del mismo modo que relucía años atrás, cuando él la contempló por primera vez en la cabaña de Hamid. En su lugar, encontró ese deseado refulgir en los ojos desmesuradamente abiertos de sus hijos. Desenvainó el alfanje. La hoja rechinó al salir y Hernando se estremeció al comprobar que entre la herrumbre del filo todavía se apreciaban manchas de sangre seca, la del cuello de Barrax. ¡El arráez corsario! Su mente se perdió en los recuerdos, y una vez más, pese a todo, los ojos negros de Fátima se le aparecieron como estrellas en la noche.
Unas tosecillas le devolvieron a la realidad. Miró a Amin y luego se quedó prendado en Muqla; incluso a la luz de la luna, sus ojos refulgían.
– Durante años -afirmó entonces con vehemencia-, esta espada ha sido custodiada por musulmanes. Primero, cuando reinábamos en estas tierras, fue exhibida con orgullo y utilizada con valor; luego, cuando llegó el momento del sometimiento de nuestro pueblo, fue escondida a la espera de una nueva victoria que algún día llegará. Nunca dudéis de ello. Hoy estamos más derrotados que nunca; nuestros hermanos son expulsados de España. Si lo que tengo previsto sale bien, deberemos seguir comportándonos como cristianos, más si cabe puesto que ya pocos musulmanes quedarán en España; deberemos hablar como ellos, comer como ellos y rezar como ellos, pero no desesperéis, hijos. Probablemente yo no lo vea, quizá tampoco vosotros, pero algún día, algún creyente volverá aquí para hacerse con esta espada y… -Por un instante vaciló al recordar las palabras de Hamid, tantos años atrás. ¿Qué iba a decirles? ¿Que la espada se alzaría para vengar la injusticia? A pesar de la rabia que sentía, no quería que sus hijos crecieran con una idea de odio en sus mentes-. Y la sacará a la luz, como símbolo de que nuestro pueblo ha recuperado la libertad.
»Acordaos siempre de dónde está esperándonos y, si no es en vida vuestra, transmitid este mensaje a vuestros hijos para que ellos lo hagan con los suyos. Nunca desfallezcáis en la lucha por el único Dios. ¡Juradlo por Alá!
– Lo juro -contestó Amin con seriedad.
– Lo juro -le imitó Muqla.
Durante el camino de vuelta a Viñas, Hernando pensó en lo que acababa de hacer jurar a sus hijos. Había trabajado para acercar a las dos religiones, para lograr que los cristianos aceptasen su presencia, para que les permitiesen hablar en árabe…, y sin embargo había atizado a sus hijos contra ellos, en busca ¿de qué? Estaba confundido. Con las imágenes de miles de moriscos sometidos, amontonados y tratados como animales en el Arenal de Sevilla, recordó el día en que Hamid le entregó el alfanje; entonces luchaban por su supervivencia, dispuestos a entregar la vida por sus leyes y sus costumbres. ¡Qué diferencia con esta humillante expulsión de España! Sólo quedaban ellos y probablemente algunos moriscos más escondidos en los campos y las ciudades. ¿Dónde estaba el entendimiento por el que había apostado? En la noche, andando hacia las sierras, pasó los brazos por encima de los hombros de sus hijos y los atrajo hacia sí. Ellos mantendrían encendida la llama de la esperanza para un pueblo maltratado; un débil fuego, ciertamente, pero ¿no empezaban los grandes incendios por la más nimia de las chispas?
Miguel volvió a las Alpujarras al cabo de casi veinte días, montado en una nueva mula y acompañado por don Pedro de Granada Venegas, a caballo, solo, sin la compañía de criado alguno. Podían refugiarse, les ofreció el noble, en las tierras que señoreaba en Campotéjar, en el límite de las provincias de Granada y Jaén, pero debían hacerlo como cristianos trasladados desde la capital granadina. Don Pedro consiguió que le falsificaran documentos que los acreditaban como ciudadanos granadinos, supuestamente cristianos viejos. Hernando se llamaba ahora Santiago Pastor; Rafaela, Consolación Almenar. Nadie se extrañaría de su traslado. La expulsión de los moriscos había dejado los campos vacíos, sin manos que los trabajaran, principalmente los del reino de Valencia, pero también los de otros lugares, y el señorío de los Granada Venegas no era una excepción. También le entregó dos cartas: una dirigida al criado que se ocupaba de los asuntos de su señorío y otra de presentación para el párroco de Campotéjar, amigo suyo, en la que encomiaba la religiosidad de quienes presentaba como sus más leales servidores y a los que garantizaba como personas temerosas de Dios. Miguel aparecía en los papeles como un familiar más. Si no cometían errores, nadie les molestaría, les aseguró don Pedro.
– ¿Qué se sabe de los plúmbeos? -le preguntó Hernando en un aparte, antes de que el noble montase en su caballo para volver a la ciudad.
– El arzobispo continúa reteniendo los libros e interviniendo personalmente en su traducción. No permite la más mínima referencia a doctrinas musulmanas. Se está construyendo una colegiata en el Sacromonte en la que se veneran las reliquias, y un colegio para impartir estudios religiosos y de derecho. Hemos fracasado.
– Quizá algún día… -dijo Hernando, con la voz teñida de esperanza.
Don Pedro lo miró y negó con la cabeza.
– Aunque lo consiguiéramos, aunque el sultán o cualquier otro rey árabe diera a conocer el evangelio de Bernabé, ya no quedan musulmanes en España. Carecería de importancia.
Hernando fue a replicar, pero se contuvo. ¿Acaso don Pedro no otorgaba importancia al hecho de que saliera a la luz la verdad, con independencia de los moriscos españoles? Los nobles conversos habían logrado salvarse de la expulsión. Don Pedro había encontrado sus raíces cristianas a través de la aparición de Jesucristo que alguien había contado en un libro para su mayor grandeza. Los ayudaba, sí, pero ¿seguía creyendo en el único Dios?
– Os deseo una larga vida -añadió el noble al tiempo que echaba un pie al estribo de la montura-. Si tenéis algún problema, hacédmelo saber.
Luego partió al galope.