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Epílogo

Hanse quedado muchos, particularmente donde hay bandos y son favorecidos…

El conde de Salazar al duque

de Lerma, septiembre de 1612

Campotéjar, 1612

Habían transcurrido cerca de dos años desde aquella conversación y, efectivamente, no habían tenido ningún problema para establecerse en una apartada alquería del señorío de los Granada Venegas, bajo la protección de don Pedro, como antiguos criados suyos. Su forma de vida cambió. Hernando ya no poseía libros en los que refugiarse, ni siquiera papel o tinta con la que escribir. Tampoco caballos. El escaso dinero del que disponían no lo podía destinar a tales menesteres pero, de haberlos tenido, tampoco hubiera podido dedicarse a la caligrafía; la convivencia entre las familias que habitaban aquel lugar perdido en los campos era tan íntima y cerrada que sus vecinos se habrían dado cuenta y habrían desconfiado. Las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y las mujeres rezaban rosarios en un constante murmullo que llegó a convertirse en una cantinela propia del lugar. En alguna ocasión, no obstante, solos en los campos, con alguna ramita en la mano, casi inconscientemente, trazaba letras árabes sobre la tierra, que Rafaela o sus hijos borraban rápidamente con los pies. Sólo Muqla, que cada vez más tenía que atender al nombre de Lázaro, ya con siete años, fijaba sus ojos azules en aquellos grafismos, como tratando de retenerlos. Era al único de sus hijos al que Hernando continuaba enseñando la doctrina musulmana, siempre con el recuerdo del Corán que había escondido en el mihrab de la mezquita de Córdoba para que algún día él lo recuperase.

Salvo la excepción que hacía con Muqla, evitaba hablar de religión; ni siquiera enseñaba a los demás niños por miedo a que los descubriesen. Las gentes estaban revueltas y las denuncias contra los moriscos que habían logrado burlar la expulsión y esconderse eran constantes. Muerte, esclavitud, galeras o trabajo en las minas de Almadén, tales eran las penas que se imponían a los moriscos capturados. ¡No podía arriesgar la vida de sus hijos! Pero Muqla era diferente. Mostraba el mismo color de sus ojos, el legado del cristiano que violentó a su madre, el símbolo de la misma injusticia que impelió a los alpujarreños a alzarse en armas.

Hernando resopló, apoyó la larga vara en el suelo y se detuvo. Inconscientemente, fue a llevarse una mano a sus doloridos riñones, pero se dio cuenta a tiempo de que Rafaela le observaba y se reprimió.

– Descansa un rato -le aconsejó su esposa por enésima vez, sin dejar de doblar la espalda para recoger las aceitunas del suelo e introducirlas en un gran cesto.

Hernando apretó los labios y negó con la cabeza, pero se permitió observar a sus hijos durante unos instantes: Amin, que para el pueblo volvía a ser Juan, saltaba de una rama a otra del olivo. Reptaba por los troncos torcidos de los árboles para alcanzar aquellas aceitunas que se resistían a los golpes de la vara, igual que de niño hacía él con el viejo olivo que resistía al frío en uno de los bancales de Juviles; los otros cuatro ayudaban a su madre recogiendo la aceituna ya madura caída, o la que caía como resultado del vareo. Su hijo mayor tenía ya quince años y manejaba el largo palo con habilidad, pero si era Amin quien vareaba el árbol para que se desprendieran las aceitunas tardías, ¿qué le quedaba a él? No podía subirse al árbol con casi sesenta años.

Volvió a alzar la vara para golpear las ramas del olivo. Rafaela lo vio y negó con la cabeza.

– ¡Terco! -gritó.

Hernando sonrió para sí tras dar un nuevo golpe. ¡Lo era! Pero debían recoger la aceituna. Igual que a muchas otras familias de aquellas tierras, les esperaban decenas de árboles alineados en lo que se les presentaba como una extensión interminable, y cuanto antes se llevase la aceituna a la almazara, mejor aceite se obtendría y mayores jornales ganarían ellos.

Al atardecer, agotados, se dirigieron a su hogar, un ruinoso y minúsculo edificio de dos plantas, que junto a otros cinco igual de destartalados, componían la pequeña alquería alejada del pueblo de Campotéjar.

Allí vivían desde que se habían trasladado, y trabajaban los campos por míseros jornales que les daban para alimentar a sus cinco hijos a duras penas. A menudo pasaban hambre, como todos los que se dedicaban a la tierra, pero estaban juntos, y eso les daba fuerzas.

Los domingos y fiestas de guardar acudían a misa en Campotéjar, donde se mostraban más piadosos que cualquiera de los vecinos. Desde 1610, el arzobispo de Castro, exacerbado defensor de los plomos del Sacromonte, había dejado la sede granadina para ocupar la hispalense. Desde Sevilla, a costa de su enorme patrimonio personal, continuaba con su labor de traducción de láminas y plomos y con la construcción de la colegiata sobre las cuevas, pero también se convirtió en el mayor impulsor del concepcionismo, haciendo de la pureza de la Virgen María la bandera de su episcopado. Las doctrinas acerca de la Inmaculada Concepción se transmitieron por toda España llegando a los rincones más recónditos y a las parroquias más pequeñas, como la de Campotéjar. Hernando y Rafaela escuchaban las apasionadas homilías sobre María, la misma Maryam a la que el Profeta había señalado como la mujer más importante en los cielos y a la que el Corán y la Suna reconocían idénticas virtudes que las que ahora se ensalzaban en las iglesias cristianas. Hernando y Rafaela, cada cual desde su propia fe, se unían alrededor de ella, él con respeto, ella con devoción.

A menudo, en aquellas ocasiones, se buscaban con la mirada, hombres y mujeres separados en el interior de la iglesia, y cuando lograban encontrarse se hablaban en silencio. La Virgen María se alzaba como el punto de unión en sus respectivas creencias, tal y como sugerían aquellos plomos que tan pobres resultados habían dado. ¿Cómo, si no fue por su intercesión -había llegado a comentar ella en la intimidad de las noches-, podían haber escapado un morisco y una cristiana de Sevilla? ¿Cómo, si no era gracias a la intercesión de María ante Dios, podía Él permitir la felicidad de un matrimonio entre un seguidor del Profeta y una devota cristiana?

Porque en esos días de asueto en el pueblo, cuando Hernando veía algún caballo, por rucio que pudiera ser, Rafaela se estremecía al comprobar que entornaba los párpados con nostalgia. Entonces la mujer se preguntaba si habría hecho bien en tomar la decisión de huir con él, si no le habría condenado a una vida estéril y simple, alejada de sus estudios y proyectos, aburrida y miserable.

Sin embargo, indefectiblemente, en aquellos días de fiesta obligada, su esposo le demostraba que no había errado en su decisión. Jugaba con los pequeños Musa y Salma, los abrazaba y los besaba con ternura. A escondidas, en el campo, trataba de enseñarles los números y la aritmética y todo cuanto se podía sin papel o tablillas. Pero ellos se cansaban pronto de unas lecciones que de nada podían servirles y le exigían sentarse para escuchar alguna historia de boca de Miguel. Luego, por la noche, en casa, los dos esposos charlaban de sus hijos, del futuro de Amin y Laila, que ya eran casi adultos, de los campos, de la vida y de mil cosas más, antes de entrar en el pequeño cuarto que compartían donde, con ternura y cariño, hacían el amor.

En una de las jornadas de duro trabajo se levantaron al alba para continuar con la recogida de la aceituna. Hernando tuvo que zarandear a sus hijos, que dormían juntos y encogidos en uno de los jergones, para que despertasen. Después de un desayuno frugal, partieron al campo, en brumas, a la espera de que el calor del sol las levantase. Trabajaron en silencio. Rafaela estaba preocupada: a pesar de sus deseos, su cuerpo le indicaba que había vuelto a quedar encinta. ¿Cómo iba a traer a otro hijo a aquel mundo de pobreza y sufrimiento?

A media mañana hicieron un alto para almorzar. Fue entonces cuando Román, un anciano impedido que siempre quedaba en la alquería, apareció en la distancia, andando lentamente con la ayuda de su tosco bastón. Desde allí, con el bastón, señaló a Hernando y su familia a dos caballeros que le seguían.

– Don Pedro -anunció Miguel, sorprendido, con la mirada puesta en los caballeros.

– ¿Quién le acompaña? -preguntó Rafaela con la inquietud en el rostro.

– Tranquilízate, don Pedro no nos jugaría una mala pasada -dijo su esposo, pero en su voz había una nota de temor.

Los dos caballeros se dirigían hacia ellos a medio galope.

Hernando se levantó y, por si acaso, se adelantó unos pasos para recibirlos. La sonrisa que vislumbró en los labios del noble le tranquilizó; entonces hizo un gesto a Rafaela para que también se acercase.

– Buen día -saludó don Pedro saltando del caballo.

– La paz -contestó Hernando observando al acompañante del noble, de mediana edad, bien vestido aunque no al uso español, de barba cuidadosamente recortada y mirada penetrante-. ¿Vienes a vigilar tus tierras? -Sonrió alargando la mano hacia don Pedro de Granada.

– No -contestó éste aceptando el saludo y apretando con fuerza. La sonrisa con la que había llegado se amplió. Rafaela se arrimó a su esposo mientras Miguel trataba de mantener a los niños alejados-. Traigo buenas noticias.

Don Pedro rebuscó entre sus ropas y extrajo un documento que le entregó con solemnidad.

– ¿No lo abres? -inquirió al comprobar que su amigo permanecía con él en la mano.

Hernando miró el documento. Estaba lacrado. Examinó el sello. Se trataba del escudo real. Dudó. Tembló. ¿De qué se trataría?

– ¡Ábrelo! -le instó Rafaela.

Miguel no pudo resistir la curiosidad y se desplazó hasta él con dificultad; las muletas se hundían en la tierra. Los niños le siguieron.

– Abridlo, padre. -Hernando se volvió hacia su hijo mayor, asintió y rompió el sello.

Luego empezó a leer el documento en voz alta:

– «Don Felipe, por la gracia de Dios rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca… -inconscientemente, fue bajando la voz hasta convertirla en un murmullo, mientras enumeraba los títulos de Felipe III-… archiduque de Austria… duque de Borgoña…» -Al fin continuó leyendo en silencio.

Nadie se atrevió a interrumpirle. Rafaela, con las manos fuertemente entrelazadas, intentaba adivinar el contenido a través del casi inapreciable movimiento de los labios de su esposo.

– El rey… -anunció emocionado al poner fin a la lectura-, el rey, personalmente, nos excluye del bando de expulsión, a nosotros, Hernando Ruiz de Juviles y sus hijos. Nos reconoce como cristianos viejos y nos devuelve todas las propiedades que nos fueron requisadas.

Rafaela sollozó en una mezcla irrefrenable de risa y llanto.

– ¿Y Gil? ¿Y el duque? -acertó a decir.

Hernando volvió a leer, esta vez en voz alta, con energía:

– «Así lo ordenamos por el rey nuestro señor a los grandes, prelados, titulados, barones, caballeros, justicias, jurados, de las ciudades, villas y otros lugares, bailes, gobernadores y otros cualesquiera ministros de Su Majestad, ciudadanos y vecinos particulares de nuestros reinos.»

Le enseñó la carta. Rafaela no podía contener el llanto. Hernando abrió los brazos y la mujer se refugió en ellos.

– Tu nuevo hijo nacerá en Córdoba -sollozó entonces Rafaela al oído de su esposo.

– ¿Cómo se ha conseguido esto? -había preguntado Hernando.

Don Pedro le indicó que se separasen y mientras los tres paseaban entre los olivares le presentó a su acompañante: André de Ronsard, miembro de la embajada francesa en la corte española.

– El caballero De Ronsard trae otra carta.

Los tres hombres se detuvieron a la sombra de un viejo olivo de troncos retorcidos. El francés rebuscó entre sus ropas y le entregó un segundo escrito.

– Es de Ahmed I, sultán de Constantinopla -anunció. Hernando le interrogó con la mirada y el francés se explicó-: Como ya debes saber, a raíz de la expulsión de vuestro pueblo, fueron muchos los musulmanes que pasaron a Francia. Desgraciadamente, nuestras gentes les robaron, les maltrataron y hasta dieron muerte a muchos de ellos. Todos esos desmanes llegaron a oídos del sultán Ahmed, que de inmediato remitió un embajador especial a la corte francesa para que intercediese ante el rey a favor de los deportados. Agí Ibrahim, que así se llama el embajador, consiguió sus propósitos, pero estando en nuestro país también recibió otro encargo que nos hizo llegar a la embajada francesa en España: conseguir vuestro perdón y el de vuestra familia… costara el dinero que costase. Y ha costado mucho, os lo puedo asegurar. -Hernando esperó más explicaciones-. No sé más -se excusó Ronsard-, simplemente me ordenaron que cuando consiguiéramos nuestro objetivo buscásemos a don Pedro de Granada Venegas; que probablemente él sabría de vos por el asunto de los plomos. Sólo me encargaron que le acompañase para entregaros la carta del sultán.

Hernando abrió la carta. La grafía árabe, pulcra y coloreada, estilizada, escrita por mano experta, le produjo un escalofrío. Luego empezó a leer en silencio. Fátima había viajado a Constantinopla, como se proponía, y allí había hecho entrega del evangelio al propio sultán. Ahmed I le felicitaba por la defensa del islam y le agradecía el haberle enviado el evangelio de Bernabé pero, sobre todo, le mostraba su gratitud por haber mantenido vivo el espíritu del islam en la mezquita de Córdoba, rezando ante su mihrab. ¿Quién a lo largo del mundo musulmán no había oído hablar de ella?

El sultán, rezaba la carta, estaba construyendo en Constantinopla la mayor de las mezquitas en honor de Alá y de su Profeta. Tendría seis altos minaretes y una inmensa cúpula, y estaría revestida por un mosaico compuesto por millares de piezas azules y verdes, pero aun así, reconocía, por más preciosa que pudiera ser, nunca llegaría a la altura del símbolo de la victoria sobre los reinos cristianos de poniente.

Es mi deseo y el de todos los musulmanes -proseguía el sultán- que continúes ensalzando y alabando al «Creador sin par» entre los muros de la que fue la mayor mezquita de Occidente; que, aunque sea en susurros, sigan escuchándose de tu boca las plegarias al único Dios, y que cuando faltes tú, lo hagan tus hijos y los hijos de tus hijos. Que vuestras oraciones se confundan con el eco de los murmullos de los miles de nuestros hermanos que lo hicieron en ella, para que el día que Dios disponga, a través de ti y de tu familia, se una el pasado y ese presente que con ayuda del Todopoderoso, sin duda llegará.

Los doctores en la religión consideran imprescindible encontrar el original del evangelio que el copista dice haber escondido en tiempos de al-Mansur. Ojalá pudiéramos hallarlo. Daríamos cualquier cosa por obtenerlo, ya que los cristianos nunca admitirán una copia.

Tu esposa te desea todos los parabienes y te anima a que continúes con la lucha que iniciasteis juntos. Nosotros cuidaremos de ella hasta que la muerte os una de nuevo.

¡Fátima! ¡Le había perdonado!

Las risas de sus hijos, algo más allá, le distrajeron. Los miró: corrían y jugaban entre los olivos, animados por los gritos de Miguel, bajo la mirada sonriente de su esposa. Sí, su familia era su gran logro…, suspiró Hernando. ¿Por qué no había sido posible esa convivencia entre ambos pueblos? Entonces vio a Muqla, que permanecía algo apartado: quieto, serio, atento a él. Todos eran sus hijos, pero aquél era el heredero del espíritu labrado a lo largo de ocho siglos de historia musulmana en aquellas tierras, aquél sería quien continuaría con su obra.

De repente, Rafaela se dio cuenta de la afinidad entre padre e hijo y, como si supiera lo que pasaba por la cabeza de su esposo, se acercó a Muqla, se situó a sus espaldas y apoyó las manos sobre sus hombros. El pequeño buscó el contacto con su madre y entrelazó sus dedos con los de ella.

Hernando contempló con cariño a su familia y luego elevó la mirada por encima de las copas de los olivos. El sol estaba en lo alto, y por un instante, sobre el nítido cielo, las nubes dibujaron para él una blanca e inmensa mano de Fátima que parecía protegerlos a todos.