38694.fb2 La Marcha De Los Vencidos Dunkerque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Primera Parte

Los perros

«Estaban ahí, en la noche, con las fauces abiertas, un brillo de estrella en la punta afilada de sus colmillos. Esperaban su hora. Porque también los perros, en el devenir de la Historia, tienen su momento estelar. Les habían llamado, hasta entonces, “el amigo del hombre”, pero fue el hombre, su amigo, el primero que les abandonó, volviéndoles la espalda.

Fue, quizá, porque ya no les necesitaba. Cuando las cosas se salen de su sitio, cuando se desorbitan, se deshacen, saltan en pedazos o se desintegran, el hombre retorna a su unidad primitiva.

Algunos dicen, no sin un cierto énfasis, que “la bestia que dormita en el interior del hombre se abre paso y sale al exterior”.

Nada más inexacto.

Lo que ocurre, simple y sencillamente, es que el hombre deja de ser hombre…

…y se vuelve perro.»

I

El grito, desgarrador como el lamento de una pobre bestia herida, rompió el silencio estático de la noche. Desde su fuente de origen, una garganta contraída por un dolor inmenso, un grito brincó a la calle, rebotando sobre las fachadas de las casas abandonadas, deshaciéndose en el filo de las esquinas, salpicando el arroyo en mil pedazos que eran, en eco repetido hasta el infinito, como mil gritos tan desgarradores como el primero.

Los hombres, que se habían sentado al pie de la fuente sin agua de la plaza, se irguieron; sus manos fueron, en un gesto automático, en busca de las armas que habían dejado a su lado.

En el fondo de sus pechos, donde el cansancio se había alojado como una bestia inmunda, el corazón se puso a latir asustado, como un pájaro, golpeando con sus alas la jaula del tórax.

De todos ellos, de los hombres que soñaban momentos antes, de los que dormían sin soñar, de los que estaban despiertos y soñaban con los ojos abiertos, sólo uno echó a andar unos cuantos pasos, su fusil en la mano, intentando perforar las tinieblas de aquella noche sin luna.

Conteniendo la respiración, el sargento Cuberland se detuvo, la mirada fija en la negrura, inspeccionando hacia el lugar de donde procedía el lamento.

Le parecía imposible que el enemigo hubiera llegado hasta allí. Aquella misma tarde, cuando el sol se teñía de rojo en el oeste, habían abandonado la posición los tres pelotones de la sección, por orden expresa del teniente Foster.

Su unidad, el segundo pelotón, había sido la primera en marcharse. Pero Cuberland sabía que los otros dos: el primero, mandado por Aldous Ryder, y el tercero, bajo las órdenes de Richard Kirk, debían haberle seguido, con un pequeño intervalo de tiempo, dirigiéndose, tal y como se les había ordenado, a este pequeño pueblo belga cuyo nombre desconocían por completo.

Detrás de Robert Cuberland, los hombres se animaron.

El primero en moverse fue Winston Williams, al que sus compañeros llamaban, en broma, WC, ya que su nombre completo era Winston Charles Williams.

A WC le dolían tremendamente los pies. Se había cambiado de calcetines aquella misma mañana. El último par que poseía. Pero tenía la planta irritada y los dedos hechos un desastre.

Las asquerosas botas del ejército no estaban hechas para él que -se le saltaban las lágrimas al recordarlo- se hacía los zapatos a medida, utilizando siempre el más fino y suave charol, el único material que le servía para el desempeño de su artística profesión.

Era profesor de baile.

Sus pies le preocupaban. Porque como todos aquellos hombres que habían llegado de Inglaterra, formando el llamado BEF (Cuerpo Expedicionario Británico), Winston no pensaba morir.

Una guerra -se decía- es indudablemente una porquería en la que uno se juega el pellejo, pero cuando se posee la intuición de volver, es natural que uno se preocupe por lo que hará cuando todo termine.

Detrás de él, Blow, Brandley y Wilkie, se acercaron también al sargento.

Y fue Wilkie quien preguntó en voz baja:

– ¿Qué ha sido ese grito, señor?

Robert no despegó los labios. ¿Para qué? Él era el primero en haber deseado poder contestar la pregunta que acababan de formularle. Pero Mathew Blow, que estaba junto a Wilkie, se volvió, sonriendo, para decirle:

– No te preocupes, John. Debe ser una mujer belga que está pariendo.

Brandley -Nick para los amigos-, el cuarto miembro del pelotón, se echó a reír.

– No me extrañaría que fuese cierto -intervino-. He oído decir que nacen muchos más niños durante la guerra que en tiempo de paz.

Sin volverse, el sargento gruñó:

– ¿Queréis dejar de decir idioteces?

Al mismo tiempo, Robert se dijo que era necesario hacer algo. Quedarse allí no iba a resolver absolutamente nada. Aunque, en el fondo, malditas eran las ganas que tenía de exponer la vida de sus hombres de manera tan estúpida.

No tardó, no obstante, en decidirse.

– Dos por cada acera -dijo en voz baja-. Yo iré por el medio de la calle.

Los hombres quitaron el seguro a su fusil, aplicaron el índice al gatillo y empezaron a andar.

El pueblo entero -no debía ser muy grande, aunque ignoraran sus verdaderas proporciones, ya que habían llegado a él de noche- parecía sumido en un silencio ominoso, casi cósmico.

Era como si aquel pedazo de mundo se hubiese separado, bruscamente, del resto del planeta, y flotara, solo, en el espacio, fuera de las leyes comunes, en un paréntesis de quietud increíble.

Los hombres del pelotón de Cuberland se esforzaban por hacer el menor ruido posible. Esto para WC era casi un prodigio. Porque a cada paso que daba, sentía sus pies como hundidos en un líquido viscoso, ardiente…

¡Sus pobres pies!

Si las cosas seguían así -y no habían hecho más que andar desde hacía casi tres semanas-, sus «instrumentos de trabajo» terminarían por echarse a perder definitivamente.

Suspiró.

Había dejado su hermoso local, un sótano cuya instalación le había costado un ojo de la cara, a su socio, el afortunado Delley, un antiguo minero de Gales, que había tenido la suerte, siendo muy joven, de perder un brazo en una explosión de grisú.

¡El brazo izquierdo, naturalmente!

¡Maldita sea!

Un brazo. Porque, ¿para qué sirve un brazo, cuando se tienen dos? Delley se había hecho fabricar uno falso y le bastaba para ceñir a su pareja que, ¡palabra de honor!, no solía darse cuenta de que el miembro que se cerraba alrededor de su cintura era falso.

Claro que un brazo servía. Su socio lo había mostrado, no sin cierto orgullo, el día que le llamaron para que se presentase en el cuartel de Sunder Street.

Y el muy cínico, con cara compungida, paseando el brazo ortopédico por delante de la nariz del sargento que les había recibido, juraba que daría cualquier cosa por poder ir a la guerra al lado de su amigo y socio, Winston Charles Williams.

Sumido en tales pensamientos, el soldado chocó con John Wilkie.

– ¿Qué puñetas haces? -protestó John con viveza-. ¿Es que no miras por dónde vas?

– Perdona…

Williams se preguntó si había golpeado al otro, sin malicia, en el trasero. Quizá le había dado con la rodilla. Y pensó, con verdadero horror, en las espantosas almorranas que padecía el hombre con el que había chocado.

Pero Wilkie no protestó más. Alargando el brazo, dijo:

– Mira, ahí está…

Winston abrió los ojos, mirando hacia donde el otro le indicaba. Casi en seguida vio una masa, caída en el centro de la calle, inmóvil, demasiado quieta para su gusto…

– Debe estar muerto… -musitó, conmovido.

Luego se volvió, viendo al sargento que avanzaba, por el centro de la calle. Robert se detuvo junto al cuerpo, inclinándose un poco. Después empuñó la linterna eléctrica y la encendió.

El casco fue lo primero que hizo que los hombres comprendiesen que se trataba de un británico. Se acercaron al suboficial.

Éste confió la linterna a Brandley, que fue el primero en llegar a su lado; luego se arrodilló, volviendo el cuerpo del hombre, que yacía boca abajo.

Retiró precipitadamente una de las manos. En el cono luminoso, sus dedos aparecieron manchados de sangre.

Fue entonces cuando Nick exclamó con voz ahogada:

– ¡Pero si es Thomas!

Sin dejar de examinar al soldado, Robert inquirió:

– ¿Qué Thomas? ¿Le conoces?

– Sí, señor. Es Thomas Carew, del tercer pelotón. Era paisano mío, de un pueblecito cerca de Cambridge.

El era puso un poco de frío en la espalda de Winston. La muerte le daba escalofríos.

Pero, en aquel momento, Thomas abrió los ojos -unos ojos azules e infinitamente tristes-. Sus labios temblaron antes de que unas palabras, apenas audibles, llegasen a los oídos de los presentes:

– …a boy… a little boy…

Cuberland frunció el ceño.

– ¿Qué está diciendo? -inquirió Blow a su espalda.

– ¡Silencio! -ordenó el sargento.

Luego, levantando la cabeza del herido, preguntó, con voz dulce:

– ¿Qué dices, amigo? No temas… vamos a curarte…

Los labios de Thomas volvieron a temblar.

– …un niño… le pregunté si era éste el pueblo… si había visto otros soldados ingleses…

Respiró con fuerza, entornando los ojos. A la luz amarillenta de la linterna, su rostro parecía de cera, con una piel casi traslúcida.

– ¿Un niño? -insistió Robert.

– …sí… un niño… no entendí lo que dijo… le volví la espalda… entonces me atacó… me clavó un cuchillo… ¡estoy muy mal! ¡Voy… a morir!

– No digas tonterías -se apresuró a decir el sargento-. Tu herida no es grave… ¡Vosotros, ayudadme! Vamos a quitarle la ropa…

John y Mathew se inclinaron. Cuberland levantó el cuerpo mientras los otros tiraban de las mangas de la guerrera. Después de quitársela, John, nervioso, desgarró la camisa, al tiempo que Robert volvía al herido, poniéndolo boca abajo.

De la herida, situada en el lado derecho y a la altura de las últimas costillas, brotaba una sangre espumosa, casi rosada, con burbujas que daban al líquido un raro aspecto de grosella.

Cuberland meneó dubitativamente la cabeza.

– Le han atravesado el pulmón -dijo, con voz sorda.

John había desgarrado la funda de su paquete sanitario y empezó a colocar pedazos de gasa sobre la herida, pero la sangre los empapaba a toda velocidad.

Se volvió, a medias, hacia Blow:

– ¡Pásame tus vendas, Mathew!

Entonces, bruscamente, Robert dejó caer el cuerpo.

– No es necesario -dijo lúgubremente-. Acaba de morir.

Se quedaron inmóviles, como estatuas. En pie, Winston olvidó momentáneamente su dolor de pies. Le pareció como si una mano helada le recorriese la espalda.

Cuberland se incorporó, imitado por los otros dos.

Fue entonces cuando oyeron el rumor de unos pasos que se acercaban. Con un gesto inquieto, Bradley, que seguía empuñando la linterna del sargento, dirigió el cono luminoso hacia el extremo de la calle.

El haz amarillento tropezó con un rostro.

Todos le reconocieron.

Era Richard Kirk, el jefe del tercer pelotón, seguido por sus hombres. Menos por Thomas, que yacía muerto en el suelo.

– ¡Bajen esa luz! -gruñó Kirk-. ¡Me están deslumbrando!

Nick obedeció rápidamente, y el cono luminoso apuntó al suelo, dejando ver la figura inmóvil del muerto.

Sin decir una sola palabra, Richard se acercó entonces, mirando a la forma que yacía sobre el adoquinado de la calle. El muerto tenía el rostro medio vuelto, mostrando un perfil acusado que la muerte hacía anguloso, como la esfinge de una medalla.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Richard, levantando la cabeza para mirar al otro suboficial.

– Oímos un grito -repuso Cuberland-. Estábamos en la fuente, descansando… Todavía vivía cuando lo hallamos. Dijo que lo había atacado un niño.

– ¿Un niño? ¿Bromeas, Cuberland?

– No bromeo, Kirk. Eso es lo que dijo el pobre, antes de morir. Nos explicó que, al llegar aquí, preguntó a un zagal si había visto a otros soldados ingleses. El joven le contestó, pero Thomas no entendió lo que decía. Entonces le volvió la espalda y el muchacho lo atacó.

– Un niño… -repitió sordamente Kirk-. Es extraño…

Hubo un silencio.

Los hombres del pelotón de Robert miraban con curiosidad al jefe del tercer pelotón. Y más que a su persona, al arma que empuñaba.

Richard Kirk no era ya un muchacho. Debía tener los treinta y cinco años. Militar profesional, había pasado diez largos años en la India. De ahí su rostro curtido, plisado por miles de pequeñas arrugas que daban a su piel un no sé qué de apergaminado: una faz momificada en la que era imposible descubrir la menor expresión.

Kirk llevaba un Long Rifle, un fusil extraordinario, con una lente telemétrica. Cuidaba su arma con un cariño que parecía exagerado a los demás.

Por otra parte, todo el mundo había oído hablar de las dificultades que Richard tuvo para que le permitiesen llevar el arma a Francia. Las ordenanzas prescribían taxativamente un mismo armamento para las tropas. Y era natural, ya que las municiones debían ser uniformes para todos los soldados, suboficiales y oficiales.

No obstante, Kirk se había salido con la suya.

Se hablaba mucho de aquel hombre en todo el regimiento. El botón negro que llevaba en la solapa no era ninguna decoración extraña, sino luto por un hermano que había muerto durante los largos meses de la drôle de guerre, en una patrulla, no lejos de la Línea Maginot.

Se decía que Harold, el hermano de Kirk, había sido salvajemente mutilado antes de morir.

Richard había sido autorizado a asistir al sepelio de los restos de Harold, pero nadie le había oído volver a hablar de aquel triste asunto.

Ni una sola palabra.

Intentando romper el pesado silencio que se había hecho, Cuberland inquirió:

– ¿Y el pelotón de Aldous?

– Viene detrás -repuso Kirk-, con el teniente. Han tenido que esperar al jefe de la sección. Foster fue llamado al puesto de mando del comandante Simmons.

Robert hizo un vago gesto hacia el cuerpo caído a sus pies.

– ¿Quieres que lo llevemos hasta la fuente? Podríamos esperar allí la llegada de los otros.

Richard asintió con la cabeza.

Después, sin volverse, dijo:

– ¡Ben! ¡Andrew!

Los dos hombres dieron un paso al frente, luego un taconazo doble resonó con fuerza.

– Dad vuestros fusiles a Keith y coged a Thomas.

– ¡A la orden!

Mientras regresaban hacia la fuente, Cuberland se admiró, sotto voce, de aquella férrea disciplina que reinaba en la unidad de Kirk. Un poco excesiva para su gusto, demasiado rígida…

Y no era que él no la impusiese en su pelotón. Pero era distinto. Sus relaciones con sus hombres, dentro del respeto que éstos le debían, se desarrollaban dentro de un esquema normal, humano.

De todos modos, prefería a Kirk que a Ryder, el blanducho jefe del primer pelotón, el papa-gateau como le llamaban, siempre dispuesto a arriesgar un paquete con tal de salvar de un arresto a uno de sus muchachos.

Claro que de los tres jefes de pelotón que formaban la sección del teniente Foster, sólo Aldous no era profesional. Había estado en el ejército, pero se hallaba en la reserva cuando le llamaron.

¿Qué podía esperarse de un maestro de escuela?

Era cierto aquello de que «quien con niños se acuesta… mojado se levanta». Indudablemente, Aldous Ryder, habituado a vivir entre niños, había tomado a sus hombres como alumnos… y poco le faltaba para que les cambiase los pañales.

Al acercarse a la fuente, Kirk se dirigió directamente al grifo.

– No te molestes -le dijo Robert que caminaba junto a él-: no hay agua.

Kirk no dijo nada.

Se volvió, ordenando a sus hombres que dejasen el cuerpo de Thomas Carew junto al borde de la acera.

– Echadle una manta encima -dijo después.

Se sentó sobre el borde del pilón que rodeaba a la fuente, sacando un paquete de cigarrillos. No invitó a nadie, extrayendo uno solo, que encendió parsimoniosamente.

Paseó luego su fría mirada por las fachadas silenciosas de las casas.

– Han debido huir todos… -dijo.

– Sí -repuso Robert.

– Incluso el niño.

Cuberland suspiró.

– Sigo sin poder creer que una criatura haya sido capaz de clavar un cuchillo en la espalda de un soldado. Quizás había un hombre cuando el pobre Thomas se volvió.

– Me extrañaría. Carew no solía mentir.

– Yo no he dicho que mintiese, pero el hombre podía estar oculto mientras Thomas hablaba con el niño.

– De todos modos, ¿quién le ha matado? Un alemán, desde luego, no…

– No.

– ¿Entonces?

Robert se encogió ligeramente de hombros.

– ¡No comprendo nada! Esta guerra es para volverse loco. Fíjate en lo que ha pasado en primera línea. ¿Qué hemos hecho? ¡Nada! No hemos disparado ni un solo tiro. Y cuando creíamos que íbamos a entrar en combate… ¡zas!, llega la orden de retirada.

Richard no le escuchaba; continuaba paseando su helada mirada sobre las fachadas que, ahora, cuando el alba se acercaba, iban cubriéndose de un gris sucio…

Las ventanas estaban tan herméticamente cerradas como las puertas. Y Kirk se preguntaba, fríamente, sin dejarse llevar por ninguna clase de cólera, detrás de qué ventana, al otro lado de qué puerta latía el corazón del asesino de Thomas Carew.

No había, en la mente ordenada del sargento, ninguna precipitación, sólo la fría decisión, siempre que fuera posible, de vengar la muerte del soldado que había caído de una manera estúpida, cruel… aunque mucho menos que su hermano Harold.

Tampoco se produjo ninguna descarga emotiva en su mente cuando recordó a Harold. Le había visto, mutilado, en su féretro, sin ojos, con las orejas cortadas y el bajo vientre manchado de sangre.

Sus manos, distraídas, ausentes del control de su cerebro, como seres independientes a él, acariciaron el Long Rifle. No había disparado ni un solo tiro desde que llegó a Francia.

Tenía mucho tiempo, mucho tiempo delante de él.

II

El sol salpicaba de rojo los tejados de las casas. Marchando a la cabeza de los hombres, teniendo a la derecha al sargento Ryder, el teniente George Foster suspiró, contento de que la noche hubiera terminado. Y, con ella, aquel ir y venir incesante, la larga estancia en el puesto de mando del comandante Simmons, en medio de una atmósfera tan cargada de humo de cigarrillos que hubiera podido ser cortada con un cuchillo.

– Éste es el pueblo, sargento -dijo con la mirada fija en los chorros de oro que el sol ponía sobre el borde de los aleros.

– ¿Vamos a quedarnos mucho en él, mi teniente?

Le agradaba la voz del suboficial. Era dulce, queda, susurrante como el frufrú de las faldas de una mujer; clara, con una perfecta fonética en cada letra, en cada sílaba.

«Una voz de maestro», pensó, sonriendo.

Luego, en voz alta:

– No, no nos quedaremos mucho, sargento. Partiremos enseguida. La posición que se nos ha asignado está a quince kilómetros al otro lado de este lugar.

Bajaban la cuesta que conducía al poblado. Cargados como mulos, los hombres iban inclinados hacia adelante, con las espaldas encorvadas, como una cohorte de curiosos jorobados. Tenían que clavar los tacones de las botas en la tierra para llevar un paso rápido y no correr cuesta abajo.

Los Tommies penetraron en la calle principal. El rascar de las suelas claveteadas de las botas se convirtió en el ruido recio de los pasos, que se hicieron rítmicos. Las mudas fachadas de las casas devolvían el eco de los pasos…

– ¡Otro pueblo vacío! -suspiró Aldous.

Era un hombre de cerca de cuarenta años, aunque su rostro sonrosado estaba impregnado de un aire juvenil; más que eso, aniñado casi. Los cabellos, que ahora no se veían bajo el casco, tenían un color pajizo, como el de las cejas, hirsutas y revueltas como dos manojos de estropajo.

Pero debajo de ellas, vivos como peces, los ojos, de un azul purísimo, no se estaban jamás quietos. Y eran ellos, más que cualquier otro detalle de aquel rostro, los que inundaban de juvenil brillo la fisonomía del suboficial Ryder.

No habían atravesado más que una minúscula aldea, en las colinas. Pero la generalización que acababa de manifestar Aldous era, para el teniente, que sabía la verdad, un axioma.

– Así será de aquí en adelante, señor Ryder -le dijo.

Aldous sonrió.

Volvía a comprobar, no sin cierto regocijo, que el oficial le llamaba señor, cuando no sargento. Era el único de los tres jefes de pelotón al que trataba de aquella deferente manera.

Ryder lo encontraba natural… y divertido, al mismo tiempo.

¡Era tan joven! ¿Qué edad podría tener el teniente? ¿Veintidós? ¿Veinticinco?

Y parecía instruido. Lo fuera o no, era un joven educado, sencillo, un buen oficial al que su cargo -tenía que ser naturalmente serio- había empezado a pintar algunas arrugas en las comisuras de los labios.

– Ahí están los otros -dijo Foster cuando desembocaban en la plazuela.

Pero entonces, al abarcar con la mirada el grupo de hombres que se estaban incorporando junto a la fuente, dispuestos a formar correctamente a la llegada del oficial, Aldous, con un tono de voz conmovido, musitó:

– Hay una baja, señor… mire allí, hay un cuerpo tendido junto a la acera.

Los dos sargentos se adelantaron hacia los recién llegados. Ambos, Robert y Richard, saludaron rígidamente.

Pero el primero fue quien anunció, con voz neutra, completamente impersonal.

– Hemos sufrido una baja, mi teniente. El soldado Carew fue agredido y asesinado anoche por un desconocido. Yo lo había destacado para que anunciase al sargento Cuberland nuestra llegada.

Después de una pausa, y contestando a una pregunta del oficial, tomando la palabra, Robert fue más explícito. Como testigo casi directo de lo acontecido, dio toda clase de detalles al teniente Foster.

– ¿No hay nadie en el pueblo? -inquirió éste luego.

– No lo sabemos -repuso Robert-. No nos hemos movido de aquí, señor.

– Bien. El camión con las ametralladoras y los morteros llegará dentro de poco. Disponemos de algunos minutos… ¡Es intolerable! -agregó volviendo bruscamente la mirada hacia el cuerpo del muerto-. Yo no creía que reaccionasen así…

Después miró a los suboficiales.

– Ayer -anunció-, el rey de los belgas capituló. Ordenó el alto el fuego a sus tropas. Se ha rendido a los alemanes. En cierto modo, aunque no nos consideran como enemigos… todavía somos unos intrusos para los habitantes de este país.

– Enemigos es la palabra justa, mi teniente -dijo Kirk-; de otro modo, no podríamos justificar la muerte de Thomas.

– Desde luego… eche una ojeada a las casas, sargento Kirk. Si halla usted a alguien, condúzcalo hasta mí. Aunque es más que probable que el culpable haya huido.

– ¡A sus órdenes!

No pidió ayuda alguna. Con el Long Rifle en la mano, empezó a andar. Se dirigió directamente a la alcaldía, la única casa cerca de la plaza cuyo portalón estaba entreabierto.

Lo empujó y entró.

Había una especie de patio pequeño, cubierto con un techo de cristal de colores. Una amplia escalera nacía al fondo. Fue hacia ella, subiendo los escalones de uno en uno.

En el piso superior, el único que había sobre la planta baja, desembocó en un rellano del que partían, a derecha e izquierda, sendos pasillos. Vio en las paredes de los dos corredores infinidad de cuadros, pero la negrura de la pátina no le permitió más que adivinar, más que ver, la claridad difusa de algunos rostros.

Entonces oyó un vago rumor de conversación, al fondo del pasillo que se dirigía hacia la derecha.

Procurando hacer el menor ruido posible -la espesa alfombra que cubría el suelo amortiguaba completamente sus pasos-, avanzó por el pasillo hasta llegar junto a una puerta, igualmente a su derecha, de donde procedían las voces musitadas de dos personas.

Kirk, junto a Ryder, el maestro, eran los únicos hombres de la sección que hablaban francés; Aldous porque lo había estudiado en Londres y Richard porque lo aprendió durante su estancia en las colonias, cuando visitó Indochina en varias ocasiones, y, especialmente, cuando contrajo una grave enfermedad tropical, la amebiasis, que le obligó a permanecer todo un año en el sur de Francia.

No entendía sin embargo lo que estaban hablando en la habitación, ya que quien fuese, se estaba expresando en lengua flamenca, pero sabía que los belgas, en general, conocían perfectamente el francés.

Entró en la estancia.

Era una sala de juntas. En primer término, medio centenar de sillas tapizadas de rojo; al fondo, una estrada, con una amplia mesa directoral, en la que estaban sentados un hombre y un niño que no debía tener más de quince años.

Sobre ellos, imponente, el retrato del rey Leopoldo.

Debieron darse cuenta, al mismo tiempo, de la presencia del intruso, ya que volvieron la cabeza hacia la puerta, al unísono. El hombre se puso lentamente en pie, pero el muchacho permaneció sentado, y el inglés pudo percatarse que, al cerrar los puños, el joven intentaba disimular el temblor de sus manos.

En un correcto francés, Kirk se anunció, manifestando al mismo tiempo el motivo de su visita.

– Je suis le sergent Kirk. Un de mes hommes e été tué cette nuit d’un coup de coteau dans le dos. Avant de mourir, il a dit qu’il avait parlé avec un enfant… [1]

Y sus ojos se posaron, con fría firmeza, interrogativos, sobre el pálido rostro del muchacho.

El hombre, con una aureola de cabellos blancos, aunque aún era joven, clavó en los ojos del inglés una mirada orgullosa.

– Je suis le Maire, et je ne sais absolument rien de cela dont vous me parlez… [2]

Richard tuvo una sonrisa triste, que apenas entreabrió sus delgados labios. Su boca, en realidad, parecía una herida abierta en la parte inferior de su rostro.

– Deben ustedes acompañarme. El teniente Foster, mi jefe de sección, desea hablarles.

El hombre se volvió hacia el joven.

– Vamos, Erich.

Siguieron al sargento.

No pronunciaron ni una sola palabra mientras se acercaban a la plazuela. El sargento presentó al hombre, retrocediendo luego un par de pasos, pero deteniéndose para seguir, con toda atención, la conversación.

Foster se encaró con el alcalde.

– Es muy lamentable lo ocurrido, señor…

– Me llamo Albert Dremberg.

– Decía que es muy triste lo ocurrido, señor Dremberg. Se trata de un vil asesinato perpetrado en la persona de uno de mis hombres.

– Créame que también lo siento yo.

– ¿Quién queda en el pueblo?

– Nosotros dos: mi hijo y yo.

– ¿Y no tiene usted idea de quién puede ser el culpable?

– En absoluto.

Hubo una pausa; después, Foster atacó directamente.

– ¿Por qué se ha quedado usted aquí? Sabe muy bien que los alemanes no tardarán en llegar…

El orgullo encendió una luz peligrosa en las pupilas del belga.

– Yo no soy un cobarde. Y mi cargo me obliga a quedarme aquí. No quiero que los hombres de este pueblo, cuando regresen, y regresarán, puedan decir que abandoné la localidad… como ellos.

Foster asintió con la cabeza.

– Eso dice mucho en su favor, señor Dremberg.

– Gracias.

El teniente británico miró al hijo del alcalde. El mismo brillo peligroso lucía en las pupilas del joven. Había algo desagradable en aquellas dos personas, algo indefinible que Foster no podía precisar, ni darle un nombre concreto.

– Le agradezco mucho su colaboración, señor alcalde.

Habían hablado en inglés, lengua que, por lo visto, también conocía Dremberg, pero que no utilizó cuando el sargento Kirk se dirigió a él.

– Mi hijo y yo estamos a su entera disposición, señor teniente.

– Gracias… ¡ah, una cosa! No tenemos agua… ¿es que las cañerías están rotas?

– No. Corté el agua para evitar inundaciones. Usted sabe que las mujeres, con las prisas de la huida, son muy capaces de dejarse abiertos todos los grifos de la casa…

Rieron.

Todos, incluso los soldados que, respetuosamente, escuchaban la conversación.

Todos menos Kirk.

El sargento no movió un solo músculo de la cara. Su mirada seguía clavada en el rostro del hijo del alcalde, y cuando Erich miró hacia él, el joven belga volvió rápidamente la cabeza hacia otro lado.

Dremberg hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Voy a abrir inmediatamente el paso del agua. Si necesita alguna cosa más…

– Muchas gracias.

Se alejaron los dos belgas.

Diez minutos más tarde, tras una sonora salida de aire, el grifo soltó un potente chorro de agua. Los soldados primero, luego los dos suboficiales y el teniente se apresuraron a llenar sus cantimploras, lavándose después los rostros ennegrecidos por el polvo.

Kirk no se acercó a la fuente. Tenía sed, tanto como los demás y ganas de refrescar su piel quemada por el sol, mancillada por el polvo. Pero no dio ni un paso hacia la fuente. Y cuando, solícito, sonriente, uno de sus soldados, Ben Otway, se acercó a él ofreciéndole su cantimplora, el sargento movió negativamente la cabeza.

– No, gracias, no tengo sed.

Fue después junto al cuerpo de Thomas. Foster se reunió con él. Al ver al teniente, Richard dijo:

– Podríamos darle sepultura en las afueras del pueblo, ¿no le parece, señor?

– Perfectamente.

– Mi pelotón lo hará, mi teniente, si no ve usted inconveniente.

– De acuerdo.

Andrew y Abraham llevaron el cuerpo hasta las afueras del poblado. El sargento halló un sitio adecuado y, con su pala de combate, contribuyó, lo mismo que sus hombres, a dar sepultura a Thomas.

* * *

– Hemos de ponernos en marcha…

Los hombres ya estaban dispuestos, con las armas en bandolera, los cascos sobre la cabeza. Winston se había lavado y vendado los pies y se hallaba preparado para la nueva marcha.

Richard se acercó al oficial, cuadrándose ante él.

– Si me lo permite, mi teniente -dijo-, desearía formar la retaguardia…

– Me parece bien.

Foster se volvió hacia los otros jefes de pelotón, alzando la mano:

– Adelante… paso maniobra… ¡MARCH!

Los hombres esperaron hasta que el oficial pasó delante, luego se pusieron a andar, arrastrando los pies, más por costumbre que por otra cosa.

Kirk, junto a sus muchachos, esperó, sin moverse, junto a la fuente. Cuando los otros dos pelotones hubieron desaparecido detrás de las últimas casas, volvió el rostro hacia los Tommies y gritó, con voz ronca.

– ¡Fusil al hombro! ¡Paso de maniobra! ¡En marcha!

Dejó que los tres hombres le precedieran. Y con el Long Rifle en la mano, se quedó el último.

No se detuvo hasta que hubieron doblado la última esquina; entonces, con voz silbante, pero no muy alta, ordenó:

– ¡Alto!

Los hombres se detuvieron, volviéndose, mirándole con una luz de extrañeza en las pupilas.

Pero él no dio explicación alguna. Se limitó a decir:

– Esperadme aquí. Vuelvo en seguida.

* * *

Erich se separó de la ventana; una sonrisa de triunfo flotaba en sus labios.

– Ya se han ido, padre…

– ¡Los muy cerdos! -exclamó Dremberg-. ¡Ojalá hubiera podido envenenar el agua y hacer que reventasen todos!

– Uno, por lo menos, se ha quedado aquí… -dijo Erich.

La expresión colérica desapareció como por ensalmo del rostro del alcalde. Puso una mano sobre el hombro de su hijo.

– Diré que fuiste tú, Erich…

– Debiste dejarme el cuchillo.

– No. Otra vez… quise hacerlo yo mismo. Esos puercos no saben que todos nuestros antepasados fueron germanos. Hace sólo cien años que nuestra familia vive en Bélgica. Pero ahora, volverán los hermosos tiempos. Y todos aquellos que han hablado mal de los alemanes, lo pagarán.

– Sobre todo el señor Molinard…

Era el maestro del pueblo. Un francófilo de corazón, un patriota cien por cien.

Dremberg cerró los puños.

– ¡Deja que regrese ese granuja! -dijo con rabia-. ¡No se escapará! ¡Lo prometo!

– ¿Y la bandera, papá? -inquirió entonces el joven.

– Vamos a ponerla ahora mismo. No creo que haya más ingleses en las colinas. Estos son los últimos que han pasado. Tráela, por favor…

Erich se encaminó a un enorme armario que había en la sala de reuniones, abrió las pesadas puertas, hurgó en el interior y extrajo, con cuidado, una bandera con la cruz garuada. Su padre la cogió en sus manos con verdadera veneración.

– Voy a colgarla ahora mismo.

Fue hacia el balcón, abriéndolo de par en par, salió al exterior y colocó la anilla superior en el mosquetón de la cuerda, que cerró con fuerza.

Detrás de él, Erich se puso firmes y levantó el brazo derecho en alto.

El alcalde empezó a tirar del cabo. La seda comenzó a desplegarse, subiendo lentamente hacia lo alto del mástil.

* * *

En la cuadrícula del dispositivo telemétrico se dibujó con una claridad notable, la silueta del alcalde en el balcón.

Una mueca, más que una sonrisa, entreabrió ligeramente los finos labios del sargento Kirk.

Apuntó con cuidado.

En sus manos, el Long Rifle se movió con una lentitud desesperante, pero sin vacilación ni temblor alguno. El hombre y el arma formaban un solo cuerpo.

Sólo cuando vio, en parte, la esvástica, entre los pliegues sedosos de la bandera, Richard tuvo como un sobresalto. Los músculos de su cuerpo se pusieron rígidos y, escapando entre sus dientes apretados, el aire silbó como al salir de una válvula.

Un calor intenso, como un brusco ataque de fiebre, le quemó las sienes. El odio le hacía daño, como si una bestia extraña le mordiera en el pecho.

Pero aquella súbita reacción no duró mucho. Casi en seguida, su espíritu de cazador se sobrepuso y una gran paz se extendió por su cuerpo. Volvió a convertirse en la rígida estatua de siempre, y en el visor telemétrico, la silueta de Dremberg se reflejó sin que la lente se moviera una décima de milímetro.

Contuvo la respiración.

La cruceta estaba ahora sobre la redonda y germánica cabeza del alcalde. El punto central se había detenido sobre la boca. Porque Kirk sabía que la trayectoria sería ascendente y que la bala había de estallar en el cerebro de aquel canalla.

Una bala dum-dum, que había preparado cuidadosamente, como las otras que guardaba, escondidas, preparadas desde que vio el cuerpo mutilado de Harold, antes de que la tierra de Francia lo cubriera para siempre.

Apretó el gatillo.

III

Como una cuña de acero, las fuerzas blindadas alemanas avanzaban hacia el Oeste, hacia el mar, empezando a dibujar sobre los mapas de los estados mayores la gigantesca tenaza que iba a cerrarse a la espalda de las fuerzas francobritánicas que seguían en Bélgica.

Dejando tras ellos el profundo carril de sus orugas, los tanques del Grupo de Ejércitos A, mandado por Von Rundstedt, habían roto el frente aliado en Las Ardenas, atravesando luego el Mosa para, realizando entonces lo que se llamó «movimiento de bisagra», lanzarse, no hacia París (como prevenían los viejos planes de invasión), sino hacia el Atlántico.

De nada sirvieron los esfuerzos desesperados de los franceses.

Como en Polonia, las divisiones de caballería del Segundo Ejército de Huntziger fueron barridas por los Panzer. Y tampoco consiguieron nada las divisiones motorizadas del Noveno Ejército de Corap, su masa de infantes, sus cañones del 75…

Guderian, Reinhardt, Hoth, y dentro de las panzerdivisionen de este último, el joven general Rommel (el futuro Zorro del Desierto), perforaron las defensas enemigas, pasaron sobre los ríos, dislocando la resistencia gala, lanzándose, en una carrera alocada, hacia los pueblos de la costa, hacia Abbeville, Boulogne, Calais…

La gigantesca tenaza se cerraba.

Dos ejércitos franceses: el Séptimo, mandado por Giraud y el Primero, bajo las órdenes de Blanchard, estaban encerrados ahora, en territorio belga, junto a la totalidad del Cuerpo Expedicionario Británico, que mandaba Lord Gort.

Cientos de miles de hombres que retrocedían, cansados, hacia un lugar que la Historia pintaba de esperanza:

DUNKERQUE.

* * *

Habían ocupado una corta línea de trincheras, sobre un altozano. Después de descargar la ametralladora y los dos morteros, así como municiones para ambos, el camión se alejó, rumbo al sur, seguido por la mirada lánguida de WC.

– ¿Por qué no me habrán pegado un balazo en un brazo? -suspiró, mirando la polvareda que el pesado vehículo dejaba a su paso.

Mathew Blow, que estaba sentado a su lado, liando un cigarrillo francés de los llamados troupe, se echó a reír.

– ¿Y por qué no en un pie, bailarín?

– ¡No digas eso! ¡Ni en broma!

Después de encender su cigarrillo, el soldado miró detenidamente los pies de su compañero.

– ¿Los tienes asegurados? -inquirió con sorna.

– No, pero debí hacerlo antes de salir de Inglaterra. Por desgracia, esos cochinos de las Compañías de Seguros no hacen pólizas en caso de guerra.

– ¡Qué lástima! -se mofó Blow-. Debían prever algo así para tipos tan importantes como tú. También debió Nick asegurar sus manos.

– ¡Bah!

– ¿Es que no las consideras importantes? ¡Fíjate en él!

Winston volvió el rostro.

Nick Brandley estaba sentado junto al tronco de un árbol, con una lente en forma de embudo incrustada en el ojo derecho. Había colocado su macuto sobre las rodillas y, con una minúscula pinza, desmontaba un reloj de pulsera.

– ¿Qué hace? -inquirió WC.

– Ya lo ves. Arreglando un reloj.

– ¿De quién es?

– Del teniente. Se le metió polvo dentro.

– ¡Bah! Un vulgar relojero… ¡y quieres comparar sus manos con mis pies!

– Es un tipo estupendo. El teniente lo ha dicho: un verdadero mecánico de la precisión.

– Hay muchos más relojeros que profesores de danza.

Blow posó sobre el rostro de su amigo una mirada llena de malicia y curiosidad.

– Oye, Williams… tú también enseñabas a bailar a las muchachas… ¿no es cierto?

– ¡Pues claro!

– ¿Qué clase de baile?

– De todo. Moderno y clásico.

– ¿Quieres decir que se ponían delante de ti como esas chicas de los ballets?

– Sí.

– ¡Vaya suerte la tuya! Menuda ración de vista que has debido darte, granuja. Porque esas tipejas tienen unos muslos que dan miedo… ¡y no hablemos de lo demás!

El otro frunció el ceño.

– ¡Eres un sucio puerco, Blow! Un profesor no se fija en esas cosas. Nosotros, los danzarines, somos como los médicos. Para un doctor, una mujer, por hermosa que sea, no es más que una enferma…

– ¡No me cuentes cuentos! El médico de mi pueblo, un joven que llegó hace unos tres años, no era como tú dices. Cuando una chica bien hecha iba a visitarle, ¡le sobraba tiempo! ¡Menudo sobo que debía meterle! Recuerdo que, una vez, tuve que esperar tres cuartos de hora en la sala… había entrado una mujer de miedo…

– En todo hay excepciones, merluzo. Ese médico era tan cerdo como tú…

Mathew se llevó el dedo al mentón.

– ¿No será que eres del sindicato de los maricas?

– ¡Vete al infierno, por no mandarte a otro sitio que huela peor!

– Ya estoy en él, WC.

Enfadado, Winston echó mano a la bayoneta, que había dejado a su lado.

– ¡Voy a…! -amenazó, levantando el arma.

– ¡Cuidado, el sargento! -le advirtió el otro.

En efecto, Cuberland avanzaba hacia ellos. Se detuvo, con el ceño fruncido. Luego sonrió débilmente.

– Algún día voy a enseñaros a los dos a estaros tranquilos… ¡Vamos! Hay que emplazar el mortero.

Se pusieron en pie.

– ¿El mortero? -inquirió Blow.

– Sí. El teniente ha ordenado que dejásemos la ametralladora al tercer pelotón. Al sargento Kirk no le quedan más que tres hombres.

Una sombra pasó por el rostro de los tres hombres al recordar la muerte de Carew. Echaron a andar hacia el tramo de trinchera que les pertenecía y que formaba el flanco derecho de la pequeña posición.

Foster estaba allí, mirando al horizonte con los gemelos. Se volvió, al oírles llegar, bajando el aparato óptico, que dejó colgando alrededor de su cuello, golpeándole el pecho.

– Hay que batir aquella vaguada -dijo, señalando con el brazo extendido.

Blow y Winston llevaron el mortero hasta el emplazamiento. John Wilkie había allanado la tierra con una pala. Cuando la plancha entró en contacto con el suelo, John la calzó con algunas cuñas de madera.

– Durante el día -dijo entonces el oficial, dirigiéndose al sargento Cuberland-, no montaremos más que una guardia sencilla: un solo hombre bastará para vigilar. Por la noche, por desgracia, deberemos estar todos alerta.

– Bien, señor.

George Foster se alejó, andando despacio. Se detuvo aún para encender un cigarrillo, pero miró, a través del humo, la silueta recogida sobre sí mismo de Brandley, que continuaba su trabajo.

Se acercó a él, sin que el soldado se diera cuenta.

– ¿Estaba muy estropeado, Nick? -inquirió.

Sobresaltado, Brandley estuvo a punto de soltar la rueda dentada que sujetaba en la pinza. Levantó la cabeza, sonriendo.

– Un poco sucio, mi teniente, pero he aprovechado para desmontarlo. Tenía el espiral flojo… ¿no se atrasaba últimamente?

– Sí, es cierto…

El ruido estrepitoso de la motocicleta les hizo volver la cabeza. Envuelto en una densa polvareda, el vehículo frenó a pocos pasos del árbol. Prevenido, Nick se apresuró a extender un pañuelo sobre el reloj en piezas.

El motorista, con casco de cuero y el fusil a la espalda, abandonó el vehículo, acercándose al oficial, ante el que se cuadró militarmente.

– Un mensaje del comandante Simmons, mi teniente.

– Démelo.

El sobre estaba arrugado y sucio. Foster lo desgarró por un extremo, sirviéndose después del dedo índice como corta papeles. Sacó el pliego, que desdobló cuidadosamente, leyéndolo luego con atención.

– Enterado -dijo después.

– ¿Necesita algo más? -inquirió el motorista.

– No, gracias. Puede usted disponer.

– ¡A la orden!

Momentos después, en medio de un estrépito intenso, la motocicleta se alejaba. Foster la siguió pensativamente con la vista; luego, bajando los ojos, volvió a leer el mensaje:

British Expeditionary Forces,

Duc Wellington Regiment.

III Bataillon.

Puesto de mando 239/65.

Le informamos que el flanco izquierdo, a resultas de la defección belga, no ha podido ser cubierto por fuerzas aliadas. Se ha observado por ese sector un intenso movimiento de blindados. Estando su unidad en situación de cobertura y en el extremo del flanco izquierdo, se le ordena resistir al enemigo hasta por lo menos las 13 horas del día 29 de los corrientes. Sólo entonces podrá replegarse, como ordenado, hacia el recinto fortificado de Dunkerque.

Foster suspiró.

No esperaba, sinceramente, que la situación se hubiera agravado tanto en las últimas horas. Levantó la cabeza y miró hacia el lugar por el que, momentos antes, había desaparecido el motorista.

Por primera vez, en la lejanía del horizonte, vio alzarse una alta y densa columna de humo negro, que parecía reptar perezosamente hacia el cielo.

Y no le cupo la menor duda de que allí estaba el final del viaje, si es que alguna vez llegaban hasta allí.

Volvió lentamente hacia la trinchera.

* * *

Su lápiz de labios le dejó un gustillo dulzón en la boca; se pasó la lengua por los suyos, mirando a la muchacha. Una vez más recomo con la mirada la curva línea de las caderas, y de nuevo, se detuvo en los senos, quizás un poco voluminosos para la armonía general del cuerpo femenino que tenía ante él.

«Sin embargo -pensó-, es una muchacha espléndida, llena de vida. Y ha de ser formidable en la intimidad…»

El último pensamiento le produjo un ligero e imperceptible estremecimiento de placer; algo así como un escalofrío ultrarrápido, un temblor que dejó una sensación placentera a lo largo de su columna vertebral.

– Debíamos habernos casado, Clara -dijo, como si intentase hacerle comprender lo que acababa de experimentar.

Ella le sonrió, mientras que Edward se preguntaba si la muchacha se había percatado de su turbación, de aquella oleada de deseo que le había recorrido como un huracán tumultuoso.

– ¿Has olvidado a Nick?

Aquella pregunta le irritó. Debía haberla esperado, sin embargo. Y se extrañó, desde que ella llegó al puerto, que no hubiese nombrado ni una sola vez a Brandley.

Por desdicha, había elegido el peor momento para acordarse de él.

– Puede que ya esté muerto.

– ¡Imbécil!

Había gritado la palabra, pero lo hizo con más temor que malicia, asustada por lo que acababa de decir Edward.

– Perdona -suplicó el soldado-. No lo dije por nada, se me escapó.

Pero se dio cuenta, al ver el brusco cambio que había sufrido el rostro de Clara, que el encanto se había roto, y hasta pensó si ella no se arrepentía de haber venido a despedirle.

Ella pareció leer sus pensamientos.

– Cuando vine aquí, hace meses, para despedir a Nick, él no me dijo nada malo sobre ti; por el contrario, deseó sinceramente que tuvieses mucha suerte en el mar, ya que había leído algo sobre el ataque de los submarinos alemanes a los barcos de la Home Fleet.

Él huyó de la mirada de Clara. Volvió un poco la cabeza, paseando su mirada por las altas grúas, por el bosque de mástiles que sembraban de puntas y cordajes los muelles del puerto de Portsmouth.

– Vuelvo a rogar que me perdones…

– Ya está olvidado. Pero no olvides una cosa. Os quiero a los dos, de la misma forma… al menos por ahora. Y ya sabes lo que os dije en Londres cuando nos reunimos el día que os movilizaron: «será mi preferido el que haya demostrado ser más hombre, más valiente, en esta guerra…»

Un esbozo de sonrisa elevó las comisuras de los labios de Edward.

– Como en la Edad Media -comentó, jocoso-. En aquellos tiempos, las damas se casaban con los vencedores de los torneos. Y el preferido era siempre el que más cintas de triunfo llevaba a la dama de sus sueños…

– Puedes reírte, pero así lo he decidido…

Un oficial de marina se acercó a ellos. Como Edward, llevaba en la manga las insignias de artillero de la DCA (Defensa Antiaérea).

– Vamos, muchacho -dijo, sonriente-. Despídete y sube a bordo.

Waddell esbozó un saludo.

– ¡A la orden, señor!

El oficial sonrió a la muchacha, antes de alejarse.

– Voy a dedicarte el primer avión nazi que derribe, Clara.

– Te lo agradezco.

– Y derribaré muchos. Si quieres un triunfador, yo lo seré. Y aquí -añadió con vehemencia golpeándose el lado izquierdo del pecho-, cuando regrese, verás una medalla, quizá la Victoria Cross.

– Será mi mayor alegría. Ed, cuídate mucho.

– ¡Hasta pronto, Clara!

– ¡Hasta pronto!

Subió, con paso ágil, por la pasarela. Cuando se volvió, vio, frunciendo el ceño, que la joven había desaparecido.

– ¡Maldita hipócrita! -gruñó, en voz baja, mientras se encaramaba a la plataforma del cañón antiaéreo.

Sus dos ayudantes, los artilleros de segunda clase Tom Lister y Pat O’Hara, le sonrieron, y él comprendió que sus dos amigotes debían haberle vigilado desde la torreta de la pieza.

– ¡Qué pedazo de mujer! -exclamó Pat, el pelirrojo-. ¡Y vaya beso que le has pegao!

Apoyado en la barandilla, desde aquella altura, Edward miró una vez más al muelle, intentando encontrar a Clara entre el tumulto de gente que se agolpaba, como inquietas hormigas, bajo los esqueletos gigantescos de las grúas.

– No la busques -le dijo Tom-. Se ha largado. La he visto abrirse paso entre la gente. ¡Vaya pechos los suyos, camarada! Dan ganas de volverse bebé…

Volviéndose, Waddell le fulminó con la mirada.

– ¡Basta de bromas idiotas, Lister! Esa chica es mi novia. Haced el favor de cerrar el pico los dos…

– No te enfades -le replicó amablemente O’Hara-. Ya sabemos que es tu verdadero amor, Ed. Pero tú nos has contado que la chica no se había decidido y que había un relojero que aspiraba también a convertirla en su media naranja.

Waddell torció el gesto.

– ¡Ese relojero no tiene nada que hacer! Lo más seguro es que haya estirado la pata…

– ¿Está en Europa?

– Sí. Salió con el BEF.

– Entonces, el pobre debe estar pasándolas negras -intervino Tom-. ¡Fijaos en todos esos barcos! Y no es nada. Hay otro buen montón en Dover y en Plymouth, y dicen que han sido movilizados hasta los barcos más raros: remolcadores, minadores, lanchas y hasta yates…

– Todo será necesario para sacar de Francia a esos pobres chicos -suspiró Pat-. ¡Si me lo hubieran dicho! ¡Cochina guerra! Jamás hubiera imaginado que nos iban a castigar así esos asquerosos nazis…

El barco levaba amarras.

Separándose del muelle, el HMS London, un carguero convertido a toda prisa, como otros muchos, en transporte artillado, viró pesadamente a media máquina. Luego, proa ya a la bocana, sus hélices gemelas batieron con fuerza creciente el agua sucia de grasa, en tanto que el espolón abría el abanico de espuma al ganar velocidad.

Ed acarició suavemente el largo cañón de la pieza de DCA.

– He prometido -dijo en voz baja- dedicar a Clara el primer avión enemigo que derribaremos.

Pat miró a Tom, guiñándole el ojo. Pero ni uno ni otro despegaron los labios, si no fue para esbozar una sonrisa burlona.

* * *

La noche se les había echado encima mucho más pronto de lo que ellos esperaban. Negros nubarrones, empujados por la brisa del norte, cubrieron el cielo, apagando la luz de un sol que empezaba a recostarse, vestido de granate, en el Oeste.

En menos de veinte minutos, las tinieblas les envolvieron y la pequeña posición quedó sumida en una oscuridad casi total. Sólo tras ellos, al sudoeste, un reflejo rojizo parpadeaba en la negrura de la noche:

Dunkerque.

Foster echó una rápida ojeada al reloj que Nick le había arreglado: las siete y media de la tarde y ya de noche cerrada. Suspiró. Tenía la esperanza de que los alemanes no atacasen hasta la mañana siguiente, pero aquello tampoco iba a solucionar nada.

¿Cómo iban a defenderse contra los tanques germanos?

¿Los morteros?

Utilizados con habilidad y destreza -y con mucha suerte-, bien podrían inutilizar alguna oruga de un blindado. Pero no era suficiente. Y después, ¿qué?

Terminó sentándose en el suelo, encendiendo un pitillo. El tabaco pareció serenarle un poco. Luego pensó en Deborah, su mujer. Y en el pequeño Bob, que iba a cumplir dos años.

No tenía derecho a torturarse.

Cerró los ojos, recostándose contra el tronco del árbol. Y procuró pensar en otras cosas, en cosas intrascendentes, estúpidas. Veamos: ¿cuál es la probabilidad de que un proyectil de mortero perfore el blindaje de un tanque? Las cifras danzaron en su mente, alineadas como los soldados de un regimiento…

Y se quedó dormido.

En el ala derecha de la trinchera, Winston suspiraba, mirando con envidia los objetos que Wilkie sacaba de su macuto. El objeto que le había hecho abrir los ojos como platos era un magnífico par de calcetines.

Con una colilla en la boca, Blow sonreía, sin decir nada.

John extrajo unos paquetes de cigarrillos, un paquete de cartas, atado con una cinta azul, pero la mirada de WC no se separaba de los calcetines.

Mathew no pudo contenerse más.

– Puedes sacar dos libras, John; quizá tres…

Wilkie levantó la cabeza, sorprendido por las palabras de su compañero, pero sin saber lo que había querido decir.

– ¿Libras? -inquirió.

– Sí. Puedes ganar hasta tres… que es un precio razonable. El que podías pedir a WC por ese par de calcetines.

John se echó a reír.

– No tengo más que ese par, Blow. No lo vendería por nada del mundo.

La expresión se entristeció en el rostro de Williams. No había pensado en comprar el par de calcetines, pero las entrometidas palabras de Mat le abrían una insólita posibilidad.

– ¿Cuánto quieres por ellos? -se atrevió a inquirir.

John denegó con la cabeza.

– No hay nada que hacer, WC. Pierdes el tiempo.

– ¡Piensa en mis pies!

– Primero he de pensar en los míos…

Justo en aquel momento, Nick, que permanecía en silencio junto al mortero, se puso bruscamente en pie.

– ¡Callaos! -advirtió.

Los otros le miraron; es decir, John y Mat. En cuanto a Winston, no separaba sus ojos de los calcetines.

– ¿Qué ocurre? -inquirió John.

– ¿No oís?

Prestaron oído. En el silencio de la noche, oyeron un rumor apagado, algo así como el rodar martilleante de un viejo molino de café.

– Tanques… -musitó Blow.

– Sí -repuso Brandley-, pero los oigo venir por detrás.

Se miraron en silencio, comprobando en seguida que Nick tenía toda la razón del mundo. Y fue Nick quien dijo, haciéndose dueño de la situación:

– Voy a avisar al sargento.

Siguió el curso ondulante de la trinchera. Robert estaba junto a Richard, que con sus hombres, habían llenado unos sacos terreros para formar un parapeto sólido delante de la ametralladora.

– Sargento…

Cuberland se volvió, sonriente, como de costumbre.

– ¿Qué hay, muchacho?

– Tanques, señor. Acabamos de oírlos. Y parece que vienen por detrás.

Antes de que Robert pudiera decir algo, Kirk se dirigió a sus hombres, que golpeaban con la pala la fila superior de los sacos para alisar su rugosa superficie.

– ¡Quietos! -ordenó con voz tonante.

Se inmovilizaron.

Entonces, hecho el silencio, el ruido de las orugas se tornó claro, perceptible. Todos los hombres, con un gesto unánime, volvieron la cabeza hacia el sur.

– Es cierto… -musitó Cuberland-. Habrá que avisar al teniente. ¿Alguno de vosotros lo ha visto?

– Yo fui a preguntarle, hace un rato -repuso Nick-, si el reloj que le arreglé marchaba bien. Estaba ahí atrás, junto a los árboles…

Robert saltó sobre el borde posterior de la trinchera. Incorporándose, avanzó luego hacia la silueta sentada del oficial, al que vio recostado en un árbol. El ruido de los tanques aumentaba…

– ¡Maldita sea! -juró Cuberland en voz baja-. ¡Esos cerdos nos han debido rodear! ¡Menudo plan!

Se inclinó ligeramente, sacudiendo el hombro del oficial.

– ¡Señor…!

Estremeciéndose, Foster abrió los ojos. Luego se incorporó, secándose con los dedos un hilo de baba que le caía por el mentón.

– He debido quedarme traspuesto… -dijo con tono de excusa.

– Vienen tanques, mi teniente. ¿Los oye usted?

George prestó oído, entornando ligeramente los ojos. Orientándose, volvió la cabeza hacia el sur, frunciendo entonces el entrecejo.

– El ruido llega por detrás -constató.

– Así es, señor.

Todavía con jirones de sueño en la mente, el oficial hizo un poderoso esfuerzo por despabilarse. Se pasó la mano por el mentón, con energía, frotando la barba que brotaba ya, punzante como la superficie de un papel de lija.

– No lo entiendo… -confesó, al cabo de un instante.

– No van a darnos tiempo de cambiar los emplazamientos de los morteros, mi teniente -dijo Cuberland, intentando ayudar a la lenta marcha del cerebro adormilado del oficial-. Y tampoco tenemos granadas antitanque.

Foster asintió con la cabeza.

– Espere…

Algo se puso a brillar en sus pupilas; era una especie de luz que brincaba rápidamente, como si un mecanismo eléctrico se hubiera encendido en sus ojos.

De repente, dando una palmada en el hombro del suboficial, se echó a reír.

– ¡Son Matildas, amigo mío!

– ¿Cómo? -se asombró sinceramente el sargento-. ¿Tanques nuestros? ¿A estas alturas?

La verdad es que no habían visto ni uno solo desde que penetraron en territorio belga. Y ahora, cuando corrían como conejos, con la sola idea de llegar a Dunkerque cuanto antes…

– ¡Esto es un cachondeo! -exclamó Robert, sin poderse contener-. Y que el teniente perdone.

Foster seguía sonriendo.

– Le comprendo, Cuberland, y entiendo lo que siente. Pero en el mensaje que recibí ayer se me decía que los alemanes iban a atacar con blindados por el flanco izquierdo… y nosotros somos ese flanco. Desde aquí -y extendió el brazo hacia el Oeste- hasta el mar, no hay un solo inglés… ni francés, naturalmente.

Cuberland sintió un agradable calorcillo que le recorría el cuerpo.

– Voy a avisar a los muchachos… ¿puedo, señor?

– Sí. Envía dos hombres… por si acaso. No me gustaría comprobar que esos Matildas han sido capturados y van tripulados por nazis.

– ¡A la orden!

En cuanto el sargento se alejó, Foster se echó los gemelos a los ojos; poseían cristales de visión nocturna, pero la oscuridad era demasiado intensa para que, en la lejanía, pudiese ver algo.

– Mi teniente…

Se volvió. Eran los dos hombres que le enviaba Cuberland: Nick y John. Los dos empuñaban sus fusiles.

– Vamos a acercarnos, muchachos. Daremos un rodeo… Esos tanques -agregó para tranquilizarles- no pueden ser más que nuestros.

Se pusieron a andar, en silencio.

Les guiaba el ruido de los blindados, cada vez más preciso e intenso. En la noche, era fácil pensar en dos colosos de acero que se movían pesadamente, aplastando todo lo que se interponía en su marcha.

Nick, que poseía una vista aguda, fue el primero en percibirlos.

– Mi teniente… -musitó acercándose al oficial.

– ¿Qué?

– Mire, a la derecha… son dos… y vienen hacia aquí.

Foster los distinguió entonces, con su clásico aspecto, pequeños, mucho más bajos que los blindados germanos, bastante rápidos, pero dotados de un blindaje no demasiado espeso.

Echando mano a la linterna, Foster se dispuso a enviarles una señal. Era un momento delicado, ya que el enemigo debía haber capturado no pocos Matildas, y estos dos podían muy bien ir tripulados por germanos que realizasen una patrulla de inspección, valiéndose de su disfraz para adentrarse en territorio enemigo.

Suspiró.

No tenía, no obstante, más remedio que decidirse.

Encendió la linterna, apagándola y encendiéndola tres veces consecutivas.

Los tanques se detuvieron.

Las torretas giraron lentamente hacia el lugar donde habían surgido los reflejos de la linterna. La negra boca de los cañones miró, apuntando, hacia los tres Tommies.

Una voz áspera llegó hasta ellos.

– ¡Acérquense con los brazos en alto! ¡Vamos a encender el reflector!

Enarbolando una sonrisa, Foster levantó los brazos. Los otros le imitaron. Sin miedo. Porque la voz se había expresado en el galés más cerrado que habían oído jamás.

El brazo luminoso de un reflector cayó bruscamente sobre ellos.

Luego se oyó una risa, y la misma voz:

– Perdón, teniente. Pueden bajar los brazos.

Un hombre alto, con casco de cuero, saltó al suelo desde la torreta del primer Matilda. Se cuadró ante el oficial.

– Sargento McGuire, señor. Usted debe ser el teniente Foster, ¿no?

– Sí.

– Me dieron su nombre en el puesto de mando del Batallón. Nos han enviado para ayudarles.

– ¡Excelente!

– ¿Y el enemigo?

– Todavía no le hemos visto -sonrió el oficial-. Es curioso y ridículo decirlo, pero no hemos visto alemanes desde que llegamos a Bélgica.

– Ya lo sé -la voz de McGuire bajó de tono-. Sin embargo, señor, las cosas van muy mal por ahí abajo, en Francia. Ya han llegado a Calais…

– ¡Demonios! Un poco más y nos cerrarán el paso.

– Eso es lo que todos tememos. Las mejores divisiones blindadas de Hitler se dirigen hacia Dunkerque, desde el Este. Hay un grupo británico que sigue luchando en las cercanías de Arras. ¡Menuda paliza, mi teniente!

– Es triste.

– Puede usted subir al tanque, con sus hombres. ¿Están lejos las posiciones que ocupan?

– No. Mandaré a uno de los muchachos para que avisen… ¡Wilkie!

– ¡Señor!

– Corre y prevé a los sargentos. Di que vamos para allá.

– ¡A la orden!

Foster y Nick se encaramaron sobre el primer Matilda. Los dos tanques se pusieron lentamente en marcha.

Momentos después se detenían junto a la trinchera.

Foster, contento de aquel refuerzo, saltó con agilidad desde el tanque, viendo que Kirk se acercaba a él.

– Mi teniente. Hemos oído tanques frente a nosotros. Mucho ruido. Seguro que se preparan a atacar en cuanto se haga de día.

– Bien.

El tanquista McGuire, que había oído las palabras de Richard, miró al sargento, luego al oficial.

– Haremos lo que podamos, señor.

Foster asintió con la cabeza.

– Gracias. Esperemos que haya un poquito de suerte.

Los tanquistas salieron de sus cacharros. Pronto estaban mezclados con sus compañeros, los Tommies.

Y la noche siguió su lento camino, vestida de negrura y de silencio.

IV

Los hombres se estremecieron. No hacía mucho frío, sin embargo.

Estaban apoyados en la trinchera, con las armas en la mano, la mirada fija frente a ellos. Junto a los morteros, los servidores de las piezas estaban también inmóviles, rígidos como estatuas.

Por la derecha, la larga lengua gris del alba lamía ya las pendientes de las suaves colinas, extendiéndose hacia las partes bajas, hacia las vaguadas que formaban la «tierra de nadie».

Con la pistola en la mano, el teniente Foster podía percibir con claridad los acompasados latidos de su corazón. Tenía el pecho apoyado en el borde de la trinchera, y era como si la tierra latiese y no él, como si aquel rítmico toc-toc le llegase de fuera.

Al lado de Ben, que estaba arrodillado tras la ametralladora, el sargento Kirk, con su Long Rifle puesto sobre el parapeto de sacos terreros, esperaba.

De todos los hombres alojados en la serpenteante trinchera, sólo él estaba tranquilo, sereno, y su corazón era, sin discusión, el único que latía acompasadamente.

La luz del nuevo día barría ya todas las partes inferiores del terreno; algunos jirones de sombra quedaban aún. A la izquierda, iluminados ya, con su feo y sucio color gris, con sus letras y cifras negras pintadas en sus flancos, los dos Matilda esperaban también.

El silencio, como una losa, pesaba sobre los pechos de los hombres, haciendo que su respiración fuese dificultosa, casi silbante. Era el «asma del miedo», una de las manifestaciones que mejor conocen los soldados.

Pero el miedo no se agarra sólo al pecho, no sólo oprime los pulmones, contracta la garganta y deja la boca seca. También retuerce las tripas.

Sintiendo las suyas «meterse en danza», Blow se echó bruscamente a reír.

A Winston, que le dolían los pies, no le hizo gracia aquella risita de conejo.

– ¿De qué te ríes, memo? -inquirió, volviendo la cabeza hacia Mathew.

– De mis tripas.

Ahora fue WC quien sonrió.

– Tienes cagalera, ¿eh?

– Sí. Me rilo patas abajo… Y es curioso. Cada vez que un soldado espera jaleo, siente unas ganas terribles de evacuar.

– Eso es el canguelo.

– No. Una vez, antes de salir de Inglaterra, un tipo que había estudiado medicina me dijo que eso de ir de vientre y mear antes de un peligro era una reacción normal. El cuerpo piensa en una herida en el vientre… y ya sabes que si lo tienes vacío, puedes salvarte.

– ¡No me digas! Ese tipo que te contó esa historia debía tener el premio Nobel. ¡El cuerpo! ¡Me haces gracia! ¿Qué sabe el cuerpo? ¿De qué le servirá vaciar la vejiga y el intestino si luego recibes un balazo en plena azotea…?

– Eso lo tienes tú previsto desde que naciste con la cabeza vacía. Nada malo te pasará si te meten un poco de plomo en el coco: un poco de aserrín en el suelo…

– ¡Muy gracioso! Procura que no te peguen donde estoy pensando. Porque si regresas a Inglaterra sin tus partes, te vas a enredar los cuernos con las ramas de los árboles.

Blow no se inmutó.

– Tienes razón -dijo, muy serio-. Tendré cuidado, aunque me gustaría ser como tú, que no tienes nada entre las piernas…

Iba Williams a contestar una barbaridad cuando la voz del sargento resonó como un trallazo.

– Si seguís diciendo gilipolladas -les amenazó-, no va a hacer falta que los nazis os corten nada… Lo haré yo, ¡palabra!

El silencio volvió a caer sobre ellos, más opresivo y ominoso que nunca. El aire se hacía irrespirable.

Entonces, el grito de Kirk, que no perdía de vista el no man’s land, les previno, haciéndoles estremecerse.

– ¡Ahí los tenemos, amigos!

Cuatro pesados tanques acababan de surgir de detrás de un bosquecillo. Su vista imponía un respeto tremendo. Eran como cuatro criaturas de pesadilla, colosos de otros tiempos en un mundo alocado.

Detrás de los tanques, algunas fugaces siluetas de color verde-gris empezaron a moverse cautelosamente.

Richard acercó el rostro a la culata de su rifle, pegando el ojo al visor telemétrico. Enfocó con cuidado, no tardando en tener en la cruceta el rostro de un enemigo.

Una involuntaria exclamación se escapó de sus labios.

– ¡Diablo, y qué joven es!

El germano tenía cara de niño. Gracias al aumento poderoso de la lente, Richard pudo ver el rostro con todo detalle: la boca pequeña, bien formada, casi femenina, la nariz recta, el mentón sin el esbozo de un solo pelo.

El casco le ocultaba los ojos. Suspiró, pero sus pensamientos tomaron otro rumbo, volviendo al centro de su memoria, donde guardaba, empapados en odio, los recuerdos de su hermano.

«También Harold era muy joven, casi un niño -pensó-. Acababa de cumplir veintiún años. Y mamá pensaba que sería un pintor famoso. Ya de niño dibujaba que daba gusto. Pero nunca, en ninguna parte del mundo, habrá una exposición que muestre los trabajos firmados por H. Kirk.»

Apuntó a la garganta.

El silencio era aún completo, salvo el monótono y quejumbroso rugir de los tanques, pero aún no habían abierto el fuego.

El estampido brutal del Long Rifle sobresaltó a todos los ingleses. Ninguno de ellos esperaba que el primer disparo partiese de su propia trinchera.

Allá abajo, el joven alemán salió disparado hacia atrás, como empujado por una fuerza invisible.

Entonces los Panzers abrieron fuego.

Los primeros proyectiles de obús levantaron surtidores de tierra parda junto a los Matilda. Sabiendo lo peligroso que era permanecer inmóviles, los dos tanques británicos se pusieron en movimiento, avanzando valientemente hacia sus enemigos, dibujando amplios zigzags.

Uno de los tanques alemanes, el que estaba más a la derecha, visto desde la posición inglesa, despreció a los Matilda y concentró su fuego sobre la trinchera.

El primer proyectil pasó muy alto, silbando con la violencia de un tren expreso; al mismo tiempo, más certeramente, su ametralladora barrió el borde anterior del parapeto, lanzando una lluvia de tierra sobre el rostro de los británicos.

– ¡Morteros! ¡Fuego! -gritó Foster.

Como el bufido de un gato rabioso, los morteros lanzaron sus proyectiles, que empezaron a explotar junto a los tanques. Algunas siluetas de las que seguían a los blindados se desplomaron, barridas por los mortíferos abanicos de metralla que se abrían ante ellos.

Un proyectil de obús explotó rabiosamente en el extremo izquierdo de la trinchera. En cuanto se acabó la sacudida del eco de la deflagración, gritos de dolor se elevaron de aquella parte de la posición.

Con la pistola en la mano, agachándose, Foster corrió hacia allá.

El mortero había desaparecido. Con el rostro lleno de sangre, el sargento Ryder se volvió hacia el oficial, luego le mostró con un gesto lo que quedaba tras él.

Tres cadáveres destrozados, horriblemente mutilados, yacían formando un montón de carne sanguinolenta. Detrás, el cuarto soldado, Fred Addison, sentado, con la espalda apoyada en el parapeto, las piernas abiertas, sujetaba con sus manos la masa intestinal que le había salido del vientre.

Foster se estremeció.

Nunca había visto nada igual. Y con los ojos fijos en los intestinos del desdichado Tommy, se dijo que parecía como si el soldado, semejante a uno de esos faquires de la India, jugase con una brazada de serpientes…

No se podía hacer nada por aquel pobre muchacho, cuyas quejas iban disminuyendo de intensidad.

– Lo mío no es nada, señor -dijo Aldous, secándose la sangre de la cara con un pañuelo-, pero los boys…

Se mordía los labios de rabia, de impotencia. Porque quería a sus muchachos, y nunca hubiese podido imaginar que los perdería, a todos, de un solo golpe.

Un grito de cólera, pero también de triunfo, que se levantó a la espalda del oficial, obligó a éste a volverse. Y vio a Kirk que señalaba al frente con el brazo extendido.

George miró hacia la zona de combate.

Los Matilda, los pequeños y valientes Matilda, jugándose el todo por el todo, se habían lanzado contra los Panzers, casi el doble que ellos.

Uno de los tanques alemanes ardía por los cuatro costados; otro había perdido las cadenas del lado derecho. Pero Foster, realista ante todo, tuvo que pensar en que aquello no podía durar mucho tiempo.

Así ocurrió, en efecto.

Muy pronto, uno de los Matilda explotó como un barril de pólvora. Largas lenguas de fuego, multicolores, surgieron de su interior como en unos fantásticos fuegos artificiales.

El otro, justamente el que mandaba McGuire, retrocedió, intentando escapar.

No lo consiguió.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, dos tanques alemanes, los dos que quedaban indemnes, le embistieron, al mismo tiempo, cada uno por un lado.

El choque fue horroroso.

Cogido entre las dos poderosas masas, el Matilda, después de una serie de escalofriantes crujidos, se plegó, como un acordeón, haciéndose alto, gigantesco, como esos montones de chatarra que son aplastados por una monumental prensa.

Foster cerró los ojos un momento.

«¡Qué muerte más horrible!», pensó.

Imaginaba el final de McGuire y sus muchachos, bestialmente aplastados entre las planchas de su propio tanque, reventando sus cuerpos, deshaciéndolos, con las vísceras saliéndoles a borbotones por la piel desgarrada.

Al abrir los ojos, vio que los dos tanques alemanes se habían separado. Y una especie de lámina gruesa de metal retorcido se mantenía en pie, como un símbolo, como la muestra siniestra de una arquitectura de locura.

Reflexionó rápidamente.

Echando una ojeada a su reloj de pulsera, comprobó que no eran más que las nueve y cuarto de la mañana. Resistir, como se lo habían ordenado, hasta más de la una, era imposible.

Incluso si se quedaba allí, si sacrificaba hasta el último de los hombres, no conseguiría detener a los germanos más de quince minutos, quizá menos…

Ya se volvían los dos tanques hacia la posición inglesa, disparando sobre ella. Los proyectiles de obús explotaron delante y detrás. Y aprovechando aquel castigo artillero, la infantería, numerosa, empezó a avanzar, escaqueada, por saltos, aproximándose a la posición británica.

No lo dudó más.

Volviéndose hacia Ryder, dijo:

– Vamos a replegarnos, sargento…

Aldous palideció.

– ¿Y qué hacemos con Fred, señor?

– Veamos…

Se acercaron a Addison. No tuvieron necesidad de tocarle, ni de tomarle el pulso. Estaba muerto. Sus manos, no obstante, ahora rígidas, seguían sujetando la masa intestinal libre que, como un repugnante delantal, le caía sobre las piernas.

Algunas moscas se habían posado ya en las tripas.

– ¡Vamos!

Abandonaron el trozo de trinchera destrozado. La ametralladora seguía tirando sin interrupción. Pegado al parapeto, Kirk disparaba poco, pero cada una de sus balas daba en el blanco.

Foster se acercó a él.

– Nos retiramos, sargento. ¡Que desmonten la ametralladora!

Volviéndose, Kirk miró fijamente al oficial, luego al rostro ensangrentado de Ryder.

– He perdido a todos mis hombres -dijo Aldous en voz apenas audible.

– Ryder puede encargarse de mi pelotón, señor -dijo Kirk-. Yo puedo quedarme aquí para entretenerlos mientras ustedes se alejan. Les alcanzaré en cuanto pueda.

George frunció el ceño.

No le agradaba la idea de dejar allí a nadie, pero tuvo que convenir que Richard tenía razón, ya que había que cubrir, aunque fuese de manera ridícula, la precipitada retirada.

Tardó poco en decidirse:

– De acuerdo… hágase cargo del pelotón de Kirk, Ryder.

– ¡A la orden!

Foster pasó al otro extremo de la trinchera, tropezando casi con el sargento Cuberland.

– Abandonamos el mortero -le dijo-, pero destrúyalo antes. Y empiece a replegar sus hombres.

– Bien, señor.

Momentos después, bajo el fuego denso de los cañones de los tanques, los Tommies empezaron a deslizarse hiera de la trinchera, reptando hacia los árboles. Una vez allí, ya reunidos, se incorporaron, echando a correr tras el oficial que les mostraba el camino.

Una vez solo, Kirk sonrió.

No iba a permanecer allí, con todo aquel fuego concentrado sobre la trinchera. Los alemanes, junto a los blindados, protegiéndose tras ellos, avanzaban ya decididamente hacia la trinchera.

Richard vio las puntas de las bayonetas que brillaban al sol.

Siguió el camino que habían tomado sus compañeros, pero se refugió en el bosque, eligiendo un lugar idóneo: un monte de rocas, cubierto de musgo, que constituía un perfecto parapeto.

Cargó el arma y esperó.

Le había sido francamente simpático aquel galés. Durante parte de la noche, junto al Matilda, había hablado con McGuire. Un hombre de verdad, aquel gigantesco tipo, con rostro aniñado.

Campesino, había dejado a su mujer al cargo de las tierras que, con sudores que se prolongaron largo tiempo, consiguió adquirir.

Ahora estaba muerto.

Lo habían aplastado dentro del tanque. Ya no volvería a manejar su tractor, del que había hablado con orgullo. Ni vería verdear los surcos, ni volvería a abrazar a sus dos hijos, de los que también había hablado, e incluso mostrado algunas fotos, a Kirk.

Los alemanes llegaron a la trinchera.

Hubo disparos, ráfagas, pero pronto se percataron de que allí no habían quedado más que los muertos.

Sirviéndose de su visor telemétrico, Richard los vio reír, alborozados, dueños de la posición. Pero no disparó. Moviendo el arma, enfocó a uno de los tanques.

Un hombre alto, rubio, se había quitado el casco de cuero, con el uniforme negro de los blindados, y bajaba en aquel momento de la torreta de su Panzer. Llevaba los galones de sargento.

Se pasó la mano por la frente y luego echó a andar.

La lente telemétrica le siguió con exactitud matemática.

Enfocándole a él solo, Kirk le vio detenerse, cuadrarse y levantar el brazo derecho en un impecable saludo nazi.

Entonces, Richard movió el arma para ver al hombre al que el sargento de tanques saludaba. Se quedó sin habla.

¡Un coronel de tanques! Alto, casi como el otro, pero no tan joven, aunque no debía haber cumplido los treinta y cinco años. Mirada fiera, porte orgulloso, rezumando importancia por todos los poros de su piel.

– ¡Asqueroso cerdo! -silbó Kirk entre dientes. Y se dispuso a disparar.

Sabía que no fallaría, y que era como si aquel coronel nazi estuviese ya muerto; pero, bruscamente, pensó en McGuire. En realidad, no había dejado de pensar en el simpático galés.

¿Matar?

No, sería demasiado hermoso para aquel puerco. A McGuire no le habían dado la libertad de morir, como lo desea todo soldado, limpia y rápidamente.

Había muerto lenta y cruelmente. Poco importaba que la muerte le llegase en pocos segundos. El tiempo, en esos trascendentales momentos, debía alargarse, y cada décima de segundo debía tener la angustiosa longitud de un siglo.

La cruceta se colocó sobre el mentón, casi en su punta.

La bala iba a arrancarle, con toda seguridad, la parte inferior de la cara. Quedaría desfigurado para siempre, y ya no presumiría, como lo hacía ahora, de guapo.

¿No era algo peor que mil muertes?

Apuntó con cuidado, como si estuviese haciendo un trabajo de precisión, como lo había hecho en la India, cuando el general hacía que le acompañase, como el mejor tirador del regimiento, a la caza del tigre.

«Ese nazi es peor que un tigre -se dijo mientras su dedo hacía pasar al gatillo el margen de seguridad-; el tigre mata brutalmente, deshace la nuca de su víctima de un justo y rápido zarpazo. Este tigre, Kirk, mata despacio, con maldad, haciendo sufrir a sus víctimas.»

Disparó.

El germano no cayó. Se llevó las manos a la cara, unas manos que se tiñeron rápidamente de rojo.

Un grupo de germanos corrió hacia el bosquecillo.

Poniendo una bala en la recámara, Kirk, satisfecho, abandonó las rocas y echó a correr hacia las colinas cubiertas de árboles.

«Espero que estés contento, McGuire», se dijo mentalmente.

* * *

La noche de nuevo…

Tras ellos, muy cerca, se veía la silueta maciza de un pueblo. Pero no habían penetrado en él. La actitud de los belgas, y lo ocurrido a Thomas Carew, hicieron que el teniente obrase con cuidadosa prudencia.

Kirk les había alcanzado hacia media tarde, cuando hacían un alto junto a un manantial, pero no había dicho una sola palabra de lo ocurrido al coronel de tanques, limitándose a decir que había disparado muy poco, echando luego a correr.

Las heridas del sargento Ryder habían resultado más importantes de lo que se pensaba en un principio. Una esquirla del proyectil de obús que había matado a sus hombres penetró en el ojo derecho, y pocas horas después de la retirada, Aldous dejó de ver con él.

No parecía afectarle mucho el haberse quedado tuerto. Recordando a sus muchachos, y sobre todo a Addison, sentado en el parapeto, con las tripas en las manos, se consideraba dichoso de haber escapado a tan bajo precio.

Foster estaba hablando con Cuberland de la conveniencia de atravesar el pueblo en plena noche.

– Puede ser peligroso, señor.

– Lo sé, pero no crea usted que los alemanes con los que hemos peleado esta mañana van a tardar en llegar aquí.

– Oiremos sus tanques.

– Es cierto.

A medio centenar de pasos de los dos hombres, los soldados del pelotón de Robert terminaban de rebañar el bote de singe [3] que habían abierto para cenar.

Mathew dejó la suya al lado, limpiando la cuchara sobre la muslera de su pantalón; luego eructó complacido.

– Sólo me falta una copita y un cigarro puro -suspiró-. Lo mismo que tomaba en casa, después de la cena.

Winston entornó los ojos.

– Yo solía tomar champán. No hay nada como el champán para alegrar el corazón…

Fue entonces cuando se levantó, en medio de la noche, el primer ladrido, seguido después de otros muchos más.

– ¿Qué diablos es eso? -inquirió John, volviendo la cabeza hacia la masa sombría del pueblo.

– Perros -repuso Williams-. ¿Qué quieres que sea? Han debido olfatear a alguien. Por eso ladran.

Pero los ladridos estaban cambiando de tono, y pronto se convirtieron en largos, prolongados, insufribles, escalofriantes aullidos.

WC se movió inquieto, dejando su bote de carne entre sus rodillas.

– ¡Malditos animales! -gruñó.

– Ya no ladran -dijo Wilkie-. Por lo menos, no lo hacen como antes. Ahora aúllan…

Williams se estremeció, pero no dijo nada.

– Según dicen -prosiguió John-, los perros sólo aúllan cuando huelen la muerte.

Winston le fulminó con la mirada.

– ¡Idioteces! También aúllan cuando les pegas. Todo eso no son más que puñeterías de viejas brujas…

El coro de aullidos dominaba ahora la noche, y parecían acordarse como si una misteriosa batuta los dirigiese.

– ¿Qué mierda hacen los dueños de esos animales? -protestó Winston, sin poderse contener-. ¿Es que no tienen corazón? Podrían soltarlos, por lo menos. Porque estoy seguro que están atados y se llaman los unos a los otros…

Mathew se echó a reír.

– Pareces un especialista en perros, WC; claro que es muy posible que hayas enseñado también a los perros a bailar…

– ¡Vete a hacer gárgaras!

– Lo que te ocurre -prosiguió Blow imperturbable- es que estás tiritando de miedo. ¿Temes acaso perder tu hermosa piel? ¿Eres diferente a los demás? ¿Acaso eres distinto a los chicos del pelotón de Ryder? Que yo sepa, a ellos los parieron como a ti… y, sin embargo, están muertos…

Intervino Nick, que había guardado silencio hasta el momento:

– Deja tranquilos a los muertos, Mat.

Blow se volvió hacia él, sonriendo siempre:

– ¿También tienes tú canguelo, relojero de mis entretelas? Y ahora que lo pienso, ¿no sería formidable, muchachos, que el cuerpo de los hombres fuera como un reloj? ¿Que se estropea una pieza? Pues nada… Un tipo como Nick lo coge, lo abre, cambia la pieza rota… ¡y se acabó! ¡Así daría gusto hacer la guerra!

Los aullidos subían de tono, lamentables, quejumbrosos…

– Esos hijos de perra no nos van a dejar dormir… -dijo Winston.

– ¡Nunca has dicho algo tan gracioso! -rió Blow, sujetándose el vientre y con los ojos llenos de lágrimas-. ¡Esos hijos de perra!

La silueta del sargento Cuberland se dibujó entonces delante de ellos. Levantaron la cabeza, mirándole.

– ¡Nick! ¡Winston!

Los dos interpelados se pusieron en pie.

– Id a ver lo que pasa en el pueblo -dijo el suboficial-. Orden del teniente…

Williams torció el gesto.

– ¿Y por qué nosotros, sargento? ¡Siempre nos toca bailar con la más fea!

Robert le miró con fijeza, directamente a los ojos.

– ¿Tienes miedo?

– No, no es eso, pero esos malditos perros me ponen nervioso.

– Eso es lo que ha dicho el teniente. A todos nos ponen nerviosos. Andad… no debe haber nadie en el pueblo. Sólo los perros.

– ¿Y qué tenemos que hacer?

– Lo que sea. Esos pobres animales, a los que sus dueños han abandonado, olvidando soltarles, deben morir de sed y de hambre -su voz bajó de tono, se hizo ronca-. Matadlos.

Se volvió, alejándose.

Winston y Brandley se miraron. Sentado tras ellos, junto a John, Blow sonrió.

– Tres paquetes de cigarrillos y voy en tu lugar, WC.

– No tengo más que uno.

– Demasiado poco. Aunque podríamos arreglarlo de otra manera…

Los ojos de Winston brillaron de esperanza.

– ¿Cómo? -inquirió con un hilo de voz.

– Sencillo -repuso Blow poniéndose en pie-. Si llegamos a Dunkerque y tenemos que esperar unos días, hasta que nos embarquen, quiero que me enseñes a bailar el tango.

– ¿Eh?

– Lo que oyes. Mi parienta es una bailona de miedo. Desde que nos casamos, no hemos ido más que una vez a bailar… me llevó ella, a rastras… pero no hubo nada que hacer. Yo soy un patoso y le aplasté los pies de una manera lamentable… Ella, la pobre, no me dijo nada. ¿Te imaginas la sorpresa que le daría si la llevase a bailar cuando regrese a casa?

John soltó una risotada.

– ¡He aquí a un tipo optimista! ¿Es que piensas volver a casa, Blow? Yo creo que Winston debería empezar a enseñarte la «danza macabra»…

– ¡Tú, cierra el pico! ¿Qué dices, Williams?

El profesor de baile hubiese aceptado cualquier cosa con tal de no tener que matar a los perros. Nunca había matado nada, ni una mosca. Ni siquiera disparaba, cuando podía. Y cuando lo hacía, porque el sargento estaba a su espalda, cerraba los ojos al apretar el gatillo.

– ¡Hecho!

Blow avanzó hacia Nick.

– ¿Vamos, relojero?

Se pusieron a andar.

A medida que se acercaban al pueblo, los aullidos aumentaron de intensidad.

– Deben olfatearnos -dijo Blow.

– Sí -se limitó a contestar Brandley, como un eco.

Pero Mathew pensaba en otra cosa. Y se veía, cogido a su mujer, en una sala del pueblo en el que vivían, despertando la envidia en los presentes que, llenos de admiración, habían dejado sola a aquella pareja que bordaba tan majestuosamente los pasos de un tango argentino.

Sonrió.

La fuerza de sus pensamientos le hizo olvidarse de todo. Incluso dejó de oír el concierto formidable de los perros. Y caminando detrás de Nick, penetró en el pueblo.

V

– «Dios te salve María, llena eres de gracia…»

No rezaba por miedo, ni por el deprimente efecto que le estaban causando los lastimeros aullidos de los perros. Rezaba, sencillamente, porque era su manera de pensar, porque necesitaba estar en comunicación constante con Él…

Todavía no podía explicarse cómo se habían olvidado de él, cómo le habían dejado junto al arroyo. Pero no les guardaba el menor rencor. Cuando los aviones alemanes se lanzaron, como buitres, sobre el convoy, se produjo una confusión tremenda.

¡Y no era para menos!

Apenas si tuvieron tiempo de tirarse materialmente de cabeza de los camiones, corriendo como liebres hacia el campo descubierto, en medio del estrépito de los motores de los Stukas, de las malditas sirenas que tocaban en su picado y del silbido escalofriante de las bombas.

¡Un verdadero infierno!

Se sonrió, perdonándose aquella tremenda comparación que su débil espíritu humano acababa de establecer.

«No -pensó-, ya sé que el verdadero infierno es mil veces peor que esto… aquí sólo la materia sufre, sólo la carne peligra, pero es horrible, Señor, y comprendo Tu dolor ante semejante locura homicida…»

Al quedarse solo, comprendiendo que los otros se habían ido, sin ni siquiera enterrar a los muertos, Marcel Dumond, cura castrense del 237 Batallón de Infantería, se ocupó, antes de nada, de dar sepultura a los dieciocho compatriotas que habían caído en aquel espantoso bombardeo.

Había trabajado todo el día, sin concederse más descanso que el necesario para rezar ante cada tumba que acababa de cubrir.

Luego, hacia las últimas horas de la tarde, los perros empezaron a ladrar. El padre Dumond estaba casi dispuesto a seguir su camino, a la buena de Dios, encaminándose hacia el sur, pensando que, tarde o temprano, si la Providencia le ayudaba, encontraría un convoy al que unirse, rumbo a Dunkerque.

Pero entonces surgió lo de los perros.

Los ladridos dominaron pronto la totalidad de los otros sonidos y al convertirse en aullidos pusieron una nota lúgubre en el paisaje, algo así como si en un mundo extraño, vacío de humanos, no quedasen más que perros llamando a sus desaparecidos amos.

¿No era eso, exactamente, lo que ocurría?

Al caer la noche -el padre Dumond había descansado poco después de su agotadora jornada de sepulturero-, no pudo resistir más. Los aullidos se habían convertido en una especie de obsesión y los oídos le pitaban como si se hallase junto a la válvula de escape de una locomotora.

Le entró una pena infinita.

Comprendía perfectamente lo ocurrido: la población belga había abandonado sus hogares, enloquecida por los bombardeos, no pensando en desatar a aquellos pobres animales que debían estar enloqueciendo de hambre y, sobre todo, de sed. [4]

Marcel estaba muy cansado, y hubiera deseado ardientemente reposar un poco, incluso dormirse en aquel campo, esperando la llegada del nuevo día.

Pero los lamentos ininterrumpidos de los perros hubiesen hecho inútiles todos sus esfuerzos para cerrar los ojos.

Suspiró.

No podía dejar así a aquellos desdichados animales. Y con la idea de liberarlos -sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaban así-, echó a andar, hacia el norte, hacia el poblado que había atravesado poco antes del salvaje ataque de los Stukas.

Con una sincera sonrisa en los labios, recordó al dulce santo de Asís y su enorme amor hacia los animales.

– ¡Cuánto sufriría si estuviese aquí! -se dijo, en voz baja, sin dejar de caminar-. Porque es cierto que no hay nada tan inocente como los animales… Estos perros, por ejemplo, ¿qué culpa tienen de la locura de los hombres?

También recordó a los caballos y mulos que había visto muertos durante estos meses de guerra. Y se sintió infinitamente triste.

Movido por aquellas ideas, apretó el paso, hendiendo la oscuridad de la noche, que parecía más densa entre las fachadas de las casas.

De vez en cuando, como si los perros se pusieran misteriosamente de acuerdo, un corto silencio se instalaba. Y era como si el mundo se hundiera, de repente, en una quietud extraña, casi intolerable…

Luego, los aullidos ascendían hacia el cielo como agudas y lastimeras flechas.

El padre Marcel se acercó a una casa.

Un raro instinto le había llevado hasta allí, justamente en el lugar donde los ladridos eran más fuertes, más plañideros. Se detuvo junto a la verja, apoyando ambas manos en el frío metal.

Allá al fondo, en medio de la negrura, dos puntos fosforescentes brillaban: dos ojos inmensamente abiertos; dos ojos en los que el sacerdote pareció leer una tristeza animal que, incluso siendo así, era tremendamente afectiva, sincera…

Empujó la puerta de la verja.

El chirrido del metal sobre los goznes secos hizo callar al animal. El perro, aún no visible a los pobres ojos del hombre, se quedó quieto, inmóvil. Dumond oyó jadear al perro.

Con la sonrisa en los labios, fue acercándose, contento de que el animal, que parecía haber comprendido que iban a liberarle, le esperase ansiosamente.

– Mon pauvre petit! [5] -dijo el padre, acercándose más.

Sonrió, momentos más tarde. Sus ojos acababan de acostumbrarse a la densa oscuridad del fondo del jardín. Y al ver al perro, un gran danés, la sonrisa se acentuó en sus labios.

– Pardon! -dijo-. Je t’avais appelé petit, mais je ne t’avais encore aperçu! [6]

El animal era enorme. Un macho de músculos potentes a cuyo collar estaba unida una cadena de un dedo de grueso. El gran danés tenía las fauces abiertas, mientras jadeaba. Un hilillo de baba espesa le pendía de la boca.

Dumond hubiese debido ver aquella baba, así como el estado de la cadena, uno de cuyos eslabones estaba casi completamente limado, ya que el poderoso animal lo había frotado contra la barra de hierro que sostenía el porche de la entrada.

Indudablemente, el padre pudo ver aquello, pero su único afán era, en aquellos instantes, liberar al pobre animal, que, como pensó, debía estar medio muerto de sed y hambre.

El coro de los aullidos había cesado.

Era como si todos los perros del pueblo siguiesen al gran danés, y fuera éste quien dirigiera el concierto.

Pero no era así.

Lo que ocurría era mucho más sencillo. Los canes habían olfateado al hombre. Y sin necesidad de ver -no podían hacerlo debido a la oscuridad y a la distancia que les separaba del gran danés-, «sabían» que el hombre se estaba acercando a sus compañeros.

Y preveían lo que iba a ocurrir.

Es indudable que los perros aman; son, entre todos los animales, los que pueden demostrar cariño con mayor potencia. Pero también son capaces de odiar.

Y ¿qué sentimientos podían albergar aquellos animales hacia los hombres que, dejándolos atados, los habían olvidado por completo desde hacía cuatro días?

Además… no, no estaban rabiosos. Al menos por el momento. Ninguno de ellos tenía hidrofobia. Pero, no obstante, la sed los había enloquecido. Y ya no eran los mismos…

Todo aquello lo ignoraba el buen padre Marcel. Sólo una idea le movía ahora: liberar a este perrazo, y seguir luego con los otros, hasta que el lastimero coro de aullidos se acallase.

Extendió la mano, aunque no estaba aún muy cerca del perro. Y no intentaba, en aquel primer movimiento, soltar la cadena, sino acariciar al animal, tranquilizarlo.

El perro dio un tirón.

Puso en ello toda la rabia acumulada en aquellos largos días de desesperante tormento.

¡Cloc!

La cadena cedió. Impulsado por la fuerza del tirón, el gran danés salvó, en un santiamén, la distancia que le separaba del hombre, sobre el que cayó con la potencia de un bólido.

Sus fauces se abrieron.

Dumond no tuvo tiempo de retirar la mano. Y los agudos colmillos se hincaron en su carne, como afilados cuchillos, traspasando los tejidos, rasgando los músculos como si fuesen de papel.

Un grito de dolor brotó de la garganta del sacerdote.

* * *

– Va a ser estupendo…

Los perros se habían callado súbitamente. Y Nick oyó perfectamente lo que su compañero había dicho.

Se volvió hacia él, frunciendo el ceño.

– ¿Qué es lo que va a ser estupendo?

Blow esbozó una sonrisa.

– Cuando aprenda a bailar…

– ¡Estás como un cencerro!

– ¡Tú qué sabes!

– ¿Qué quieres decir?

– No estás casado. Y si te haces ilusiones, peor para ti.

– No te comprendo.

– Escucha, muchacho, ahora que esos malditos perros han dejado de aullar… cuando te cases con una mujer, no creas que la conocerás a fondo. Hay en ella, como en ti, una parte de historia vivida que tú ignoras. Ella, naturalmente, se adapta a tu manera de ser y de vivir… cede, en una palabra…

Hizo una pausa. Sus ojos, en la oscuridad, habían adquirido un súbito brillo metálico.

– Hay algunas cosas que, por ejemplo, le gustaron mucho. No importa de lo que se trate. Es posible que estuviese acostumbrada a vestir bien, a salir con sus amigas, o sencillamente a teñirse los cabellos un par de veces al año.

»Llegas tú y le impones, muchas veces sin saberlo, sin maldad alguna, tus propias opiniones. Ella, generalmente, las acepta y las adopta… pero, en el fondo, amigo mío, sigue pensando… y todo lo que tú le impides hacer va creando un foso entre vosotros dos.

»La mujer calla, pero no olvida…

– ¿Y eso qué tiene que ver con el baile?

– En mi caso, mucho. Yo sé que a mi mujer le gustaba bailar una barbaridad. Lo hacía, naturalmente, sin malicia… ¡Y se casa con un pisaúvas! ¿Lo entiendes?

– Un poco.

– A veces, hemos ido a una fiesta en la que se bailaba. Y yo, que no soy tonto, he visto que se le iban los ojos detrás de las parejas y que, sin darse cuenta, seguía el ritmo con los pies…

– ¡Podía haber bailado con un amigo!

– Se lo propuse… pero no quiso.

– ¿Por qué?

– Tú no entiendes nada de mujeres. Toda esposa intenta autoconvencerse de que su marido es el mejor y más completo de los hombres; por eso huye de las comparaciones como de la peste.

– ¡Pero eso es absurdo!

– No lo creas, muchacho. Si mi mujer hubiera bailado con otro, y hubiera dado con un buen bailarín, hubiese tenido que hacer comparaciones, muy a pesar suyo, entiéndelo bien…

– ¿Y qué?

– En el caso de una mujer que no ame el baile, nada… pero si es una aficionada a la danza… entonces se produce una duda en ella, y se pregunta, inconscientemente, si el marido perfecto lo es enteramente… o no.

»De ahí al adulterio no hay más que un corto camino…

– ¡Eres un exagerado!

Mathew se encogió de hombros.

– ¡Como quieras! Alguna vez te darás cuenta…

El grito de dolor, esta vez indudablemente humano, cortó la frase de Mathew Los dos hombres se miraron; luego, al unísono, como si se hubiesen puesto de acuerdo, echaron a correr hacia el lugar de donde había salido el grito.

Lo primero que vieron fue la silueta de un hombre que huía, saliendo del jardín de una casa. Tras él, pisándole materialmente los talones, un perro enorme, que corría a grandes zancadas.

Brandley no dudó un solo instante.

Su fusil ladró, desgarrando el silencio que se había hecho súbitamente.

El gran danés dio un brinco formidable, pareciendo como si desease precipitarse sobre su víctima, pero su trayectoria se truncó bruscamente y el gigantesco animal se desplomó, produciendo un mido seco cuando su cuerpo golpeó el suelo.

El hombre se había parado, volviéndose para mirar el cuerpo inmóvil del perro.

Los dos ingleses se acercaron a él.

– ¡Por todos los infiernos! -gruñó Blow-. No irás a decirme que intentabas desatar a esa bestia, ¿verdad?

Nick le dio un codazo, pero el otro no le hizo caso alguno.

– Así es… -respondió el hombre.

– Entonces -rugió Mathew-, ¡eres más animal que ese perro!

Nuevo codazo de Nick, pero esta vez mucho más fuerte. Porque había visto la cruz que el hombre llevaba bordada en la manga de su uniforme francés.

– ¡Déjame en paz! -protestó Mathew-. ¿Es que quieres molerme las costillas a codazos?

– Es un pater, amigo…

Mathew se quedó de piedra.

Miró al hombre y vio entonces la cruz. De buena gana se hubiese tragado la lengua.

Dumond sonrió.

– No tiene importancia…

– Perdone, padre -se apresuró a excusarse Mathew-. Yo no quise decir nada malo…

– No te preocupes. ¿Estáis solos?

– No -repuso Mathew-. El teniente Foster está ahí detrás, con los sargentos y los muchachos.

– ¿Una sección entonces?

– Eso es…

– ¿Y qué hacíais en el pueblo?

– El teniente nos mandó a hacer callar a esos pobres animales…

– ¿Soltándolos?

Blow bajó la cabeza.

– ¿Dándoles agua y comida?

La cabeza de Blow continuó baja. Y fue Nick quien se decidió a decir la verdad:

– Hemos venido a matarlos, padre.

Marcel Dumond no dijo nada. Iba a pasarse -como era su costumbre- la mano por el mentón, donde le picaba una barba que punteaba ya, cuando su rostro se contrajo y una exclamación ahogada de dolor escapó de sus labios.

Brandley, que no había bajado la mirada como su compañero, vio entonces el destrozo horrible que el perro había hecho en aquella mano.

– ¡Pero si está usted herido! -exclamó.

El otro soldado levantó la cabeza y no pudo contener un sordo juramento.

– ¡Maldita la perra que te parió, maldito perro! ¡Pero si le ha destrozado la mano…!

Luego, dándose cuenta de que había metido la pata hasta el fondo, se llevó la mano a los labios, volviéndose precipitadamente hacia su compañero.

– ¡Lleva en seguida al padre para que lo curen!

– Sí, creo que es lo mejor…

– Yo me quedaré aquí. Di al teniente que volveré pronto.

– Bien. Vamos, padre…

Marcel echó a andar tras Nick.

Mathew les siguió con la mirada, todavía impresionado por la mano del sacerdote. Cuando las dos siluetas se fundieron en la negrura de la noche, el soldado se volvió, dando una formidable patada al cuerpo del gran danés.

– ¡Bestia! -gruñó.

Echó a andar, justo en el momento en que los ladridos volvían a brotar por doquier.

Y empezó la matanza.

Durante horas, en el silencio de la llanura belga no se oyó más que el estampido del fusil de Blow.

Y junto a los otros ingleses, echado en el suelo, con la mano vendada, un francés, con los ojos abiertos, rezaba. No podía evitarlo, y se estremecía cada vez que, a lo lejos, sonaban los disparos de Mathew.

Al otro extremo del pequeño campamento, Nick contaba, por enésima vez, lo que había ocurrido en el pueblo.

– Os aseguro que no se quejó ni un solo momento. Y cuando vi su mano, me quedé helado de espanto…

WC le escuchaba, sin cansarse nunca.

Echado en el suelo, con la cabeza apoyada en su macuto, John Wilkie fumaba un cigarrillo.

Bruscamente, se incorporó a medias y dijo:

– ¡Yo no sé para qué diablos envían curas al frente!

Winston le fulminó con la mirada.

– ¡No seas animal! Si algo malo me ocurriese y tuviera que morir, me gustaría tener a alguien como el pater a mi lado.

Wilkie se echó a reír.

– Yo preferiría un buen médico… ¡Han pasado ya los tiempos de los magos!

– ¡Lo que ocurre es que eres un incrédulo! -afirmó Winston.

– ¡Y tú un idiota! Esos franceses, a mi juicio, deberían haber peleado con más redaños, en vez de llevarse los curitas al frente. ¡Creedme, amigos! Si estamos con la mierda hasta el cuello es por culpa de los franchutes.

Nick no pudo contenerse más.

– ¡No dirás que nosotros hemos peleado mucho!

– Por su culpa… Ni siquiera nos han dejado luchar.

De vez en cuando, el estampido de los disparos llegaba hasta ellos.

– ¡Pobres animales! -suspiró Williams.

– Lo que hace Blow -repuso John, sonriente- es, más humano que otra cosa… esos bichos estaban sufriendo. Nadie podía atenderlos. ¿No es mejor matarles?

– ¡Es una bestialidad!

– ¡Ta, ta, ta! Ahora va a resultar que vosotros, los morales, dais más importancia a la vida de un animal que a la de un ser humano…

Volvió a echarse cuan largo era.

– ¡Lo que hay que oír en este puñetero mundo! -gruñó-. Gente que expone la vida por un bicho cualquiera, otros que se lamentan porque están matando unos cuantos perros… Me recordáis a una vieja hipócrita que vivía cerca de mi casa…

Hizo una pausa. Y, sin dejar de sonreír, agregó:

– La muy puerca me echó una bronca, cuando fui de permiso, por pegar una patada a un perro que estaba meando en el portal de mi casa… Y no pensaba, la muy… que yo iba a luchar para que ella siguiese viva… Bueno, voy a intentar dormir un poco. Porque, aunque os parezca un chiste, ésta es una verdadera noche de perros…


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Soy el sargento Kirk. Uno de mis hombres ha sido asesinado esta noche de una cuchillada en la espalda. Antes de morir dijo que había hablado con un niño…

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Yo soy el alcalde, y no sé absolutamente nada de lo que usted me dice…

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Carne en lata.

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Rigurosamente histórico.

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> ¡Mi pobre pequeño!

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> ¡Perdón! Te he llamado pequeño, pero todavía no te había visto bien.