38694.fb2 La Marcha De Los Vencidos Dunkerque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

La Marcha De Los Vencidos Dunkerque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Segunda Parte

Los buitres

«Cuando las cosas mueren y se corrompen, llegan ellos. No es necesario, no obstante, que la muerte los preceda; al menos a cierta clase de buitres.

Basta que se pudra algo, que huela a corrompido, que se desintegre esa cosa de la que los humanos están tan orgullosos: su alma.

Porque, en contra de lo que muchos piensan, no hay nada que huela tan mal como un alma podrida. Huele a leguas de distancia. Y lo contamina todo.

Es como una lepra interna que va consumiendo lo único que vale la pena en los humanos. Se les pudre la bondad, se les cancera el amor, se les corrompe la amistad, se les llenan de pus los sentimientos.

¡Y cómo huelen entonces!

En cuanto empiezan a oler, los buitres levantan su vuelo. Poco importa que sean pájaros de acero, porque quienes los pilotan están también podridos hasta el tuétano.

Y como buitres caen, desde la altura, buscando afanosamente su presa, atraídos por la corrupción y por ella movidos…

¡Por eso, cuando el purulento absceso de Dunkerque empezó a oler, llegaron ellos… “los buitres”.»

I

Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Luego miró a Tom Lister que, sentado sobre la plataforma giratoria del cañón, introducía los proyectiles de obús en los largos peines.

– ¿Todavía no ha vuelto el general? -inquirió Pat con un tono burlón en la voz.

Lister levantó la cabeza y sonrió a su amigo. Después hizo un vago gesto hacia la proa del barco.

– Sigue allí, hablando con ese oficial.

O’Hara miró hacia allá, distinguiendo en seguida la silueta de Edward, junto a la del marino. Ambos fumaban, apoyados en la barandilla del buque.

– A éste voy a tener que decirle dos palabras en serio…

Tom se encogió de hombros.

– ¿Para qué enfadarse? Después de todo, no le hemos dicho nada y hemos aceptado desde el principio, tácitamente, que fuera él quien mandase. Además, es el jefe de la pieza, el artillero…

– ¡Y también un hijo de su madre! Debió quedarse descansada, la pobre señora…

– No digas eso.

– ¿Y qué quieres que diga? Llevo dos horas subiendo proyectiles de obús y tengo los brazos dormidos. Tú también debes estar cansado, llenando los peines sin parar…

– Yo no me quejo, Pat…

– …porque eres un gilipuertas, Tom. Si le dejamos hacer, si no le paramos los pies, ¡estamos arreglados!

– Podemos decírselo, cuando venga, pero sin necesidad de armar camorra.

O’Hara escupió desdeñosamente en el suelo.

– Perderás el tiempo, chico… A ese tipo no se le puede hablar por las buenas… Hay que ir directamente al grano, y ponerle los puntos sobre las íes.

– Entonces, díselo tú…

Pat se sentó junto al otro.

– ¡Claro que se lo diré! No vayas a creer que le tengo miedo…

– Yo no he dicho nada.

– Lo sé. Con esa clase de niños yo me limpio lo que tú sabes. Ya lo verás…

Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y lo encendió, con una mano que temblaba. Estaba furioso, y hubiese dado cualquier cosa porque Edward llegase en aquel mismo momento.

Pero en la proa del HMS London, Waddell no tenía prisa alguna por regresar al cañón. Estaba encantado al haber encontrado a un auditor excepcional en la persona del oficial de máquinas H. S. Curter.

– Parece el argumento de una novela, amigo -le dijo Curter.

– ¿Verdad que sí?

– Desde luego. Esa joven debe tener una imaginación portentosa.

– ¡Es encantadora! Me gustaría que usted la conociera, señor. Yo sé -y bajó la mirada en un gesto de falsa modestia- que Clara me ha preferido siempre. ¡Lo que ha debido sufrir, la pobre, para no decírselo claramente a Nick!

– ¿Y dice usted que ese Nick está en las BEF?

– Sí. Debe estar por ahí, metido en el jaleo hasta la cabeza. Aunque, como me dijo Clara, parece que había encontrado lo que deseaba…

– ¿El qué?

– ¡Un enchufe! Es relojero, y estoy seguro que, desde que desembarcó en Francia, empezó a arreglar los relojes de los oficiales… es un tipo hábil en su oficio, eso hay que decirlo…

– Pero no comprendo. Si esa joven exigía del vencedor que consiguiese alguna medalla… no puedo creer que Nick pierda el tiempo, en vez de combatir para lograr una condecoración…

– Usted no le conoce, señor. Es un tímido, por no llamarle otra cosa…

– ¿Cobarde?

– Yo no lo he dicho. Pero si amase a Clara como afirma, ¿no cree usted que haría lo posible por regresar a Inglaterra como vencedor?

– ¡Desde luego!

– Yo debería alegrarme de que se pasase la guerra arreglando relojes, pero puede usted creerme: prefiero que haga algo, que luche, que defienda como hombre lo que dice desear tanto…

Curter echó una ojeada a su reloj de pulsera.

– Debo volver abajo -dijo, sonriente-. No he subido más que a tomar un poco el aire… ¡y llevamos una eternidad aquí!

– Perdone si le he dado la lata con mis cosas.

– No, muchacho, al contrario. Yo, como viejo solterón, me intereso siempre por esa lucha amorosa que precede al matrimonio… ¡Hasta luego!

– ¡A sus órdenes, señor!

Edward siguió con la mirada al oficial, que no tardó en desaparecer, al descender por una escotilla. Luego, el artillero volvió la mirada hacia el cañón, cuyo tubo asomaba por encima del blindaje de la torreta.

Allí estaba su destino.

De aquella pieza dependía su futuro. Y, sonriente, echó a andar, diciéndose que la suerte, que le había acompañado hasta entonces, no podía volverle la espalda.

Al llegar junto a la torreta, subió ágilmente por la escalerilla metálica, pero nada más entrar en la plataforma, sus ojos tropezaron con la mirada torva del pelirrojo.

Volvió el rostro hacia Lister, preguntando con voz neutra:

– ¿Habéis acabado, Tom?

– Sí. Creo que…

Pero Pat le cortó con un gesto. Se puso lentamente de pie, acercándose a Edward.

– Escucha, tú…, si crees que vamos a deslomarnos mientras tú te paseas por el barco, te has equivocado de número… ¿entendido?

Los músculos se dibujaron bajo la piel de la cara de Waddell.

– Soy el jefe de la pieza…

– ¡Y yo soy mariscal de campo! ¡No me hagas reír! ¿Dónde están tus galones?

– Pronto los tendré.

– De acuerdo. Cuando los tengas, eleva la voz… pero mientras seas un sorchi como nosotros, trabajarás y darás menos órdenes.

Edward se encogió de hombros.

– Veremos… ahora no quiero perder el tiempo hablando con nadie…

* * *

Alzando la cabeza, el coronel Von Sleiter paseó la mirada por los rostros de los hombres que rodeaban la larga mesa.

Luego señaló el mapa con un índice cuidadosamente manicurado.

– Señores… como ven, los ingleses utilizan tres caminos para llegar a Dunkerque. Los tres nacen en Douvres, al otro lado del Canal.

»Se trata, en primer lugar, de la Ruta Z, la más corta, puesto que no tiene más que 39 millas marinas. Sale directamente de Douvres, roza la boya Dyck y pasa ligeramente al lado del Banco de Mardyck.

»El segundo camino, la Ruta X, con 55 millas de larga, se aleja hacia el norte de Douvres, contornea los bancos de arena de Goodwin, tuerce hacia Francia, atraviesa Le Sandel y, pasando entre los campos de minas, llega a Dunkerque.

»En cuanto al tercer camino, la Ruta Y, la más utilizada por el enemigo, y la que nos proponemos atacar ahora, se separa del nacimiento de la Ruta X y con un recorrido de 87 millas, pasa lejos, por encima de la boya West Hinder, de la boya Kwinte, bajando luego, a lo largo de la costa francesa, bordeando las minas, hasta Dunkerque…

Levantó nuevamente la cabeza.

– Como les he dicho -dijo entonces-, vamos a lanzarnos preferentemente sobre la Ruta Y. Tres escuadrillas, la Tercera, Cuarta y Quinta, atacarán a cuantos barcos se muevan por esa ruta. Las otras dos, la Primera y la Segunda, seguirán machacando a las tropas que se retiran hacia Dunkerque.

Sonrió.

– ¡En marcha, amigos! ¡Y buena suerte!

Los hombres se apartaron precipitadamente de la mesa. Un «¡Gracias, señor!» brotó de todas sus bocas. Luego, una vez fuera del barracón, corrieron hacia los aparatos.

En las pistas secundarias, los Stukas esperaban, atendidos por el personal de tierra, lo que en la jerga de los aviadores se llaman rampants. [7]

Pronto giraron las hélices.

En los morros, pintados generalmente de amarillo, vibraba el poderoso motor Junkers Jumo 211J-1, con sus doce cilindros, capaces de desarrollar un esfuerzo de 1.400 caballos y girar a una velocidad de 2.600 revoluciones por minuto.

El armamento de los Junkers Ju 87 constaba de una pareja de ametralladoras MG 17, de 7,9 milímetros, una en cada ala, y de dos MG 81 aplicadas al fuselaje.

Pero era la carga de bombas, de diferente peso, que podían llevar, lo que constituía el armamento sui generis de los Stukas. Gracias a su picado, eran, en aquella época, los únicos aparatos de los que podía esperarse una precisión casi matemática.

Uno a uno, rodaron hacia la pista principal.

Luego, elevándose, fueron reuniéndose en el cielo, por escuadrillas, alejándose hacia el oeste, con las alas retorcidas, negros, impresionantes.

Como buitres.

* * *

Habían atravesado el pueblo.

Lo hicieron de día. Y fue un momento penoso para el padre Marcel, ya que se vio obligado a cerrar los ojos, cogiéndose al brazo de Nick, al que dijo, con una triste sonrisa a flor de labios:

– Perdone, me mareo un poco…

– ¡Cójase cuanto quiera, pater!

Pero la verdad estaba lejos del mareo; era, sencillamente, que Dumond no deseaba seguir viendo, junto a las puertas de las casas, los cuerpos de los perros que Blow había matado.

Dejaron el pueblo atrás.

La jornada era tórrida, quizás un poco húmeda, y los hombres andaban con lentitud, arrastrando los pies.

El sargento Ryder se había vendado el ojo por el que ya no veía. De todos los ingleses, era el más triste, el que más meditaba, pensando sobre todo en sus muchachos.

A los que no vería más.

Cerrando la marcha, iba Kirk, con su Long Rifle en la mano. Había dejado el mando de su mermada unidad a Aldous, quizá pensando que así podría distraerse y dejar de pensar en los hombres que había perdido.

Sin embargo, lo que Richard deseaba era estar solo.

No lo consiguió del todo, ya que John Wilkie se había dejado adelantar por los demás, y ahora marchaba al lado del sargento.

– Vuelvo a decirle, señor -suspiró John-, que eso de los curas en el ejército no me convence.

Kirk no dijo nada.

Estaba, no obstante, de acuerdo con el soldado. Nunca se había preocupado de esas cosas, viviendo, como él decía, su propia vida. Además, prefería no hablar de nada de aquello, puesto que no llegaba a comprender cómo… lo que fuese, había consentido la atroz muerte de su hermano.

Allí, al fondo del paisaje, delante de ellos, como un tétrico faro, se levantaba la columna de humo que nacía en Dunkerque.

Viendo que el sargento no le contestaba, John cambió de conversación.

– ¡Deben estar divirtiéndose allá abajo!

Esta vez, Richard hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Nos tratan como a ratas… -dijo, con voz sombría-. Y eso es lo que somos… ¡ratas!, ¡asquerosas ratas!

La amargura de la voz del suboficial hizo que John frunciese el ceño.

Y preguntó, con un hilo de voz:

– ¿Usted cree, señor?

– Sí. Somos tan cobardes como las ratas. ¿Qué hemos hecho desde que estamos en Francia? ¡Correr!

– Dicen que los franceses han dejado pasar a los alemanes hacia la costa… -dijo prudentemente el soldado.

– Todos somos cobardes… los franceses y nosotros… Hemos ido a la guerra como si fuese a acabar al disparar el primer tiro. Nunca nos molestamos en saber qué clase de enemigos íbamos a tener frente a nosotros.

– Eso es cierto -admitió John.

– Ellos son fuertes, muchacho… nada les detendrá… Porque la fuerza es la que hace subir la moral. Armas, potencia, decisión… ¡Cómo les envidio!

– Yo no, mi sargento. Creo que no tienen razón y que acabarán siendo vencidos.

Kirk se encogió de hombros.

– ¡Bah! Nunca les venceremos. Porque cuando hayan aplastado a Francia, pasarán el Canal y vendrán a sacarnos de nuestras madrigueras, en plena Inglaterra.

– Perdone, señor, pero no estoy de acuer…

El grito que procedía de la fila cortó la frase en los labios.

– ¡AVIONES!

El rugido de los motores se les echó encima.

– ¡Dispersaos! -gritó el teniente.

Echaron a correr, como liebres, en medio del potente ronquido de los motores de los aviones, acelerados al máximo.

No todos corrieron.

Levantando la cabeza, mirando hacia el cielo con su único ojo, el sargento Ryder se movió sin demasiada prisa.

«¡Bandidos! -se dijo-. ¡Habéis matado a mis chicos…!»

No pensaba en él, en su ojo, que iba seguramente a obligarle a abandonar el Magisterio. Sólo pensaba en ellos, en los muchachos, tendidos en la trinchera…

– ¡Ryder! -le gritó el oficial desde el hoyo en que se había cobijado, junto al padre Marcel.

Como buitres, los Ju-87 se lanzaron hacia el suelo, haciendo sonar sus escalofriantes sirenas.

Era como si el aire maullase. Pero, pronto, las sirenas cedieron su primacía sonora al silbido agonizante de las bombas. Como si un cuchillo gigantesco hiriese el viento, sajase el azul absceso del cielo, los cilindros negros bajaron hacia la tierra.

– ¡Ryder!

La bomba, al explotar, se convirtió en bola de fuego. Después, un abanico de tierra se abrió, como dos brazos que clamasen inútilmente…

– Mon Dieu! -suspiró el pater.

Otras bombas cayeron.

Fuera del camino, donde explotaron unas cuantas, algunas desgarraron los árboles, segaron los troncos como invisibles y formidables guadañas.

El silencio volvió.

Extraño, inmenso como el de un fin del mundo. Un silencio cósmico que se clavaba en el alma como un puñal emponzoñado.

George Foster se puso en pie.

– ¡El muy imbécil! -no pudo evitar decir.

Empezó a andar.

Le siguió el pater, luego los otros, que salieron de sus agujeros, con los uniformes llenos de tierra, las caras sucias, los ojos aún inmensamente abiertos por el terror.

Foster avanzó hasta el camino, deteniéndose al borde del cráter que había abierto la primera bomba.

– ¡Ni rastro! -murmuró entre dientes.

Pero Blow, que se había acercado hasta situarse en primera fila, extendió el brazo.

– Ahí, señor…

Todas las miradas siguieron el sitio que señalaba el soldado.

Un trozo de pierna, con el pie descalzo, asomaba entre la tierra removida y que olía a trilita.

– Le pauvre! -exclamó el pater, en francés.

El teniente rechinó los dientes.

– Fue su culpa… deseaba morir, eso es todo.

Fue en aquel momento cuando John, que se hallaba lejos del grupo, siendo uno de los que se había alejado más del camino, llegó corriendo, con el rostro descompuesto.

– ¡Mi teniente!

George se volvió hacia él.

– ¿Qué hay?

– ¡Todos muertos, señor! En aquel agujero… Todos… Ben, Andrew, Keith… todos… están destrozados. Les cayó una bomba encima.

Eran los hombres de Kirk.

Y él, Richard, se dirigió de inmediato hacia el lugar, seguido por todo el mundo, en medio de un silencio ominoso.

Una horrible mezcla de restos humanos yacía en el fondo del cráter que la bomba del Stuka había abierto en el suelo.

Foster estaba blanco como el papel.

– ¡Cavad una fosa común! -ordenó, alejándose de allí.

Y Kirk, con una mueca extraña en los labios, se acercó entonces al francés, mirándole a los ojos, con un brillo acerado en sus pupilas.

– No se le ocurra bendecirles, pater. No lo haga… si no quiere buscarse un disgusto.

Le volvió la espalda, yendo a coger una pala para ayudar a los que habían empezado a cavar la fosa.

Dumond se quedó helado.

No era la primera vez que tropezaba con alguien de aquella clase. Por desgracia, se dijo, abundaban los librepensadores en las filas de los franceses.

Pero no guardaba rencor alguno a Kirk, cuyo dolor intentaba sinceramente comprender.

Juntó las manos y, desde lejos, con los ojos entornados, pero vuelto hacia el agujero donde yacían confusamente mezclados los restos de los desdichados Tommies, musitó:

– Je te prie, Seigneur, de bien recevoir les âmes de ces hommes, et de leur donner la paix… Aie pitié d’eux et pardonne-les leurs fautes… Ainsi soit il! [8]

* * *

Carraspearon los altavoces mientras que los timbres de alarma sonaban por todas partes. Luego, bruscamente, los megáfonos gritaron, al unísono:

– Ten Huns, over us… 6.000… climbing! [9]

De un salto, Edward se incorporó a su asiento metálico, aferrando con sus manos los mandos automáticos del cañón. Obediente, el tubo se alzó, al tiempo que la torreta y la plataforma giraban.

– ¡Carga! -rugió.

Pat tendió el pesado peine de seis proyectiles de obús; lo cogió introduciéndolo en la culata. Se produjo un chasquido metálico.

En el visor telemétrico, Waddell buscó afanosamente las siluetas, en la cruz, de los aparatos enemigos. Estaba intensamente excitado y cuando los vio, los identificó en seguida.

– ¡Diez Stukas! ¡Subiendo para ganar altura!

La intención de los adversarios estaba clarísima. En cuanto hubieran logrado un «techo» conveniente, se lanzarían en picado sobre los barcos, de los que el HMS London era la presa más importante.

Habían navegado, uno tras otro y precedidos por el coloso London, los otros barcos, que no eran más que yates y remolques pesados, pero útiles para cargar con los hombres que esperaban en las amplias playas de Dunkerque.

Edward concentró toda su atención en los aparatos alemanes. No tenía miedo -si es que aquella sensación de hueco en su vientre era algo parecido al miedo-, de todos modos, la probabilidad de triunfar en la primera ocasión que se le presentaba, no le permitía detenerse a estudiar sus propias sensaciones.

Mucho antes de que él se decidiera a abrir fuego, las dos Oerlikons de popa empezaron a graznar, enviando balas trazadoras hacia los Stukas.

En el fondo, Waddell agradeció el fuego de las ametralladoras, ya que las balas trazadoras dibujaban una línea de puntos suspensivos que le iban a ayudar a afinar su puntería.

Detrás de él, la voz burlona de O’Hara se elevó, de repente:

– ¡Vamos a ver, general! No olvides el ascenso y la medalla que le prometiste a la chica del puerto…

Edward no contestó.

Sin embargo, las palabras de Pat le penetraron en el cerebro como si fuesen de plomo derretido. No quedó de ellas, por otra parte, más que lo que más le interesaba:

CLARA.

Le pareció, durante unos instantes, como si el rostro de la muchacha se dibujara en la cruceta del colimador, pero no fue más que una visión efímera, instantánea. Luego desapareció, y las siniestras siluetas de los buitres se dibujaron en la lente con una nitidez impresionante.

Se pasó la lengua por los labios.

– ¡Ya vienen! -exclamó entonces Tom.

No era necesario que le dijesen nada. Edward los veía, y ya estaba pendiente del primero, del que se había lanzado en picado, hiriendo el aire con un gemido quejumbroso.

No debía perder más tiempo.

La cruceta del colimador se posó unos tres centímetros delante del morro del Ju-87. Los músculos de su cuerpo se pusieron rígidos. Luego, haciendo una profunda inspiración, llenando de aire sus pulmones, apretó el doble gatillo del arma.

El cañón escupió los proyectiles, como con hipo, retrocediendo al lanzar cada uno de ellos, soltando los grandes casquillos que caían en chorro, ardiendo aún, al pie de la pieza.

¡Ploff! ¡Ploff! ¡Ploff! ¡Ploff!

Allá arriba, las nubes negras, como rosas extrañas se abrían junto al aparato.

Edward apretaba los dientes con tanta fuerza que se hacía daño en las mandíbulas, pero no lo sentía. Y continuaba disparando, como un autómata.

Mientras, Pat pasaba los cargadores a Tom que, a su vez, los introducía, sobre el anterior, en cadena, de forma que el arma no quedase vacía en ningún momento.

Ahora, Edward había aumentado el ritmo, pulsando el acelerador de disparos.

¡Ploff-ploff! ¡Ploff-ploff!

El avión había llegado al punto álgido. Los garfios metálicos que sujetaban la bomba se abrieron. Y el cilindro, brillante como un pájaro de muerte, descendió, hendiendo el aire con su punta, estabilizándose luego merced a sus aletas.

– ¡Derríbale, Ed! -gritó Pat, fuera de sí-. ¡Se nos echa encima!

La bomba silbó peligrosamente, rozando casi la borda de estribor. Y estalló bajo el agua, levantando literalmente al London, que cabeceó peligrosamente.

Sin dejar de pasar los proyectiles, Pat rugió:

– ¡Otro por la derecha, Ed! ¿Qué diablos haces?

Waddell tenía el cuerpo empapado en sudor. Oyó una explosión horrible, casi tan fuerte como la que había estallado cerca del casco del transporte.

– ¡Han partido por la mitad un dragaminas! -exclamó Tom, a su lado.

Pero Ed no tenía ojos y oídos más que para el Stuka.

Veía en el colimador las nubes negras producidas por las explosiones de los proyectiles de obús. Parecía mentira que el aparato, que bajaba en picado sobre el barco, como un buitre, pudiese escapar a los disparos del cañón.

El ritmo del fuego se había intensificado aún más.

¡Ploff-ploff-ploff!

El cañón estaba al rojo vivo. A Ed le ardían las manos y hasta le dolían los hombros, le dolía todo el cuerpo de tan tenso que estaba.

– ¡Este va a alcanzarnos! -dijo Tom.

«No -pensó Ed-. Debo hacerlo. Por Clara… debo hacerlo… debo hacerlo…»

Bruscamente, uno de los proyectiles de obús golpeó un ala del Stuka. La punta del plano voló en pedazos. Inmediatamente, el aparato, perdiendo estabilidad, giró sobre sí mismo.

– ¡Le has dado! -gritó Lister.

Sudando, sintiendo chorros de líquido pegajoso bajarle por la cara, Ed no se daba cuenta de nada. Veía al avión que empezaba a caer en barrena, pero seguía tirando…

Tom le cogió por el brazo.

– ¡Otro por popa, muchacho!

La plataforma giró, velozmente. Todo dio vueltas alrededor de Ed, quien, finalmente, «cogió» en la lente al Stuka que volaba bajo, sin intentar un picado, buscando sólo acercarse al London, aprovechándose del ángulo muerto.

Pero lo hacía mal.

El cañón descendió, enfocando al aparato.

Ed estaba seguro de no fallar. Por eso, respirando un poco, esperó unos segundos antes de apretar los gatillos.

¡Ploff-ploff-ploff!

Nubes negras rodearon al Stuka. El piloto viró, intentando escapar de aquella red mortífera que se le echaba encima.

No lo consiguió.

Esta vez, el Ju-87 recibió un impacto directo, en pleno morro. Se inflamó el carburante y el aparato, convertido en una antorcha voladora, explotó en mil pedazos antes de llegar al agua.

– ¡Lo has conseguido! -le gritó Tom abrazándole.

Ed separó el rostro del visor de goma, mirando hacia el cielo. El resto de aparatos se alejaba, convirtiéndose en puntos negros en el horizonte.

Luego miró al mar.

El dragaminas, en llamas, ardía sobre el agua. Las lanchas de salvamento se alejaban de él.

Con una sonrisa un poco forzada, Pat se acercó al artillero, tendiéndole la mano.

– Te felicito sinceramente, Ed…

– Gracias.

Un oficial acababa de llegar al pie de la escalerilla que conducía a la torreta.

Levantó la cabeza, llamando:

– ¡Eh, Waddell!

Ed se asomó por encima del blindaje.

– ¡Diga!

– El capitán quiere verte ahora mismo.

– Voy.

Bajó, saludando al oficial.

– ¡Bravo, muchacho! Vamos, el jefazo te espera en el puente de mando.

El corazón golpeaba intensamente las costillas de Edward. Atravesaron la cubierta, subiendo luego por la escalerilla que conducía al alerón derecho del puente.

Al entrar en el habitáculo, Ed se percató que todos le miraban, incluso el timonel, que tenía el timón en sus manos.

Y todos le sonreían.

Se cuadró ante el capitán del London.

– ¡A la orden, señor!

– Descanse, Ed… Ha hecho usted un magnífico trabajo… Ya lo hemos comunicado al Almirantazgo… Mucho me extrañaría que no recibiera una medalla. Por el momento, estoy autorizado a ascenderle. Es usted sargento con antigüedad de primeros de mayo.

– ¡Gracias, señor!

– Gracias a ti, artillero… Sigue así. No puedes imaginarte la alegría que me has proporcionado al ver caer a esos malditos buitres…


  1. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Literalmente «los que se arrastran», en oposición a los otros, los del personal de vuelo que, naturalmente, «vuelan».

  2. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Yo te ruego, Señor, que recibas bien a las almas de estos hombres y que les des la Paz… Ten piedad de ellos y perdónales sus pecados. ¡Amén!

  3. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Diez alemanes (Hunos) sobre nosotros, a seis mil pies… ¡Subiendo!