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«Estaban esperando, pacientemente, sin prisa. Porque saben esperar. Su filosofía, porque la tienen, reside precisamente en eso: en saber esperar.
Saben que hay para todos. Y, sobre todo, que las Bestias que matan no destrozan demasiado sus presas. Cuando hay abundancia, cuando la carne sobra, las Bestias no toman más que un bocado y dejan el resto, despreciando lo que queda, por mucho que sea.
Porque saben que hay de sobras.
Entonces llegan ellas, despacio, con el hocico en alto, olfateando. Trotan alrededor de la carroña. Siempre sin prisas, como si deseasen prolongar aún más el infinito placer de la espera.
Después se lanzan, devoran, mastican, engullen, tragan. Y de vez en cuando, levantan la cabeza y ríen.
Porque las hienas ríen.
No importa que la víctima sea una muchacha a la que violan, ni una pobre vieja a la que asesinan, ni un confiado soldado al que su uniforme o su disfraz engaña…
¡Perdón! Ahora estaba hablando de otra clase de hienas.
Las peores.»
Desde lo alto de la colina donde se habían detenido, la llanura se extendía, hasta la playa, con la ciudad de Dunkerque en primer término, pero con Furnes delante, por donde pasaba el canal que venía de Dunkerque.
Mirar desde allí era casi como observar un mapa en relieve.
Cuando se podía.
Porque la humareda, una densa y espesa columna, ascendía hacia el cielo. Sentado junto al pater, el teniente Foster suspiró antes de decir:
– Creo que llegamos… ya falta menos.
El francés lanzó una nostálgica mirada hacia la lejana playa.
– Dios mío… ¿qué ocurrirá ahí?
– ¿En Dunkerque?
– Sí. Bajo esa columna de humo, ¿qué está pasando en realidad? ¿Qué hacen los hombres en ese infierno?
George meneó la cabeza.
– No lo sé, padre. Pero pronto saldremos de dudas… si es que llegamos hasta allí.
– No sea pesimista, teniente.
El oficial esbozó una triste sonrisa.
– ¡Pesimista! ¿No hay motivos para serlo? Mire los hombres que me quedan… somos siete, padre. He perdido dos pelotones y un sargento… en menos de cincuenta kilómetros.
– Ya lo sé.
Hizo una mueca de dolor. Apercibiéndose de ello, el teniente miró la mano del sacerdote que cubrían unas vendas sucias y llenas de manchas.
– ¿Cómo va esa mano? -inquirió.
– No me duele mucho.
– Hay que cambiar el vendaje.
– No hay más vendas, teniente.
– Le haremos ver por un médico en cuanto lleguemos allá abajo.
Sentados, un centenar de metros más allá, los hombres del pelotón del sargento Cuberland estaban devorando su última ración de carne en bote. Los dos suboficiales, Robert y Richard, se habían acomodado sobre el tronco de un árbol.
Todos miraban la humareda que subía desde Dunkerque.
WC lanzó un profundo y entristecido suspiro.
– ¿Os dais cuenta? ¡Bonito lugar al que nos mandan! De veras que preferiría quedarme aquí.
John se echó a reír.
– ¿Por qué no lo haces? -inquirió, mirando de reojo a Mathew.
Sabía que Blow iba a saltar como una pantera. Y así ocurrió. Poniéndose en pie, Blow avanzó hacia Winston, con un brillo peligroso en los ojos.
– ¡Que no se te ocurra, ni en broma! -rugió-. Tú tienes que venir allá abajo y cumplir tu promesa…
WC volvió a suspirar, mirando a sus compañeros, como si desease tomarles por testigos.
– ¡Este tío es terrible! -dijo-. ¿No le oís? ¡Pues cree que, una vez allá abajo, podremos dedicarnos a dar lecciones de baile!
– Te aseguro -repuso Blow, blandiendo ante el rostro del otro un formidable puño cerrado, velludo como el rabo de un asno-, que cumplirás tu promesa… aunque sea en el mismísimo infierno. Allá abajo hay casas… y mientras esperamos que nos embarquen, tal y como nos han dicho, tú y yo pasaremos unas horas juntos…
Muriéndose de risa, John se golpeó sonoramente en los muslos.
– ¡Lo que nos faltaba! -exclamó después, con los ojos arrasados de lágrimas-. ¡Ahora va a resultar que teníamos dos mariposas en el pelotón… y que no lo sabíamos!
Mathew giró sobre sus talones, como si le hubiera picado una avispa, encarándose con Wilkie.
– Ya empiezas a hincharme las narices con tus bromas, John. Pero te advierto que uno de estos días, cuando se me hinchen del todo, te voy a poner la cara… que ni tu propia madre te conocerá, si es que vuelves a Inglaterra.
John no quiso que los demás se percatasen que tenía un poco de miedo.
– ¿Dónde entierras? -inquirió, sonriente-. Si me matas, no olvides que me gustan las rosas…
El otro alzó amenazadoramente el puño.
– Voy a romperte los morros, pedazo de ca…
– ¡BLOW!
La voz del sargento Cuberland sonó como un trallazo. Se había puesto en pie, y antes de gritar dijo a Kirk, que tenía su arma entre las rodillas:
– Perdona, Richard… pero creo que esos cretinos van a liarse a tortazos…
Avanzó hacia los dos hombres.
– ¡Ya estoy hasta la coronilla de vuestras chulerías! -gritó-. Sois el par de cretinos más grande que he conocido en mi puñetera vida… pero esto voy a arreglarlo ahora mismo. Tú, Mathew, vas a cargar con el trípode y tú, Winston, con el cañón de la ametralladora… ¿Entendido?
– ¡A la orden! -gritaron ambos, al unísono.
Kirk se acercó entonces al otro suboficial.
– El teniente nos llama -dijo en voz baja.
– Bien, vamos.
Los dos hombres se dirigieron hacia el lugar en el que el oficial y el pater se encontraban.
– Señor… -dijo Robert.
– Vamos a ponernos en marcha -musitó el oficial, haciendo un gesto hacia el camino que bajaba al llano-. No creo que tengamos que defender nada por aquí. Desde la última escaramuza, con los tanques, no hemos vuelto a ver a los nazis.
Los dos hombres no dijeron una sola palabra.
– Espero -prosiguió George- que encontremos en Dunkerque algunos de nuestros jefes, probablemente al comandante Simmons, o al coronel… Vamos… ya hemos descansado suficiente.
– Celle-la est chouette, pas? [10]
Claude Lepuis asintió con la cabeza.
– J’ai vu la vioque tout à l’heure; elle doit être seulâbre… [11]
Claude se frotó las manos.
– On-y-va? [12]
Alain no contestó en seguida. Miró hacia un lado de la calle, luego hacia el otro. Se oían explosiones sordas del lado del puerto. Pero allí, lejos de las playas, todo estaba tranquilo.
Como convenía a los planes de los dos hombres.
Se habían puesto de acuerdo cuando, con otros soldados, restos de muchas unidades desperdigadas, eran empujados hacia la playa. Pero ni Alain Merchal ni Claude Lepuis tenían ganas de ir a Inglaterra. Nada se les había perdido allí.
– Lo mejor es volver a casa -dijo Claude-. Como ves, la guerra se acaba… y dentro de poco todo volverá a estar como antes.
Alain estaba de acuerdo con su amigo. Por eso, aprovechando las sombras de la noche, cuando llegaron a Dunkerque, abandonaron la fila de soldados, alejándose de la zona de las playas en las que se amontonaban cerca de doscientos mil tipos, aguantando en firme, bajo las bombas y las balas de los Stukas.
En principio -todo hay que decirlo-, ni Claude ni Alain tenían una idea concreta de lo que pensaban hacer.
Quizá no deseasen más que alejarse de allí, esconderse, esperar a que pasase todo, y largarse luego hacia su amada Toulouse, ya que los dos vivían en aquella ciudad.
Pero, justo cuando pasaban ante una relojería, cuya fachada había sido arrancada por la explosión de una bomba, Claude vio brillar algo entre los escombros. Se acercó, hurgó en la tierra y sacó una brillante y dorada serpiente.
– ¡Una pulsera! -exclamó, mostrándosela a su amigo.
– ¡Y de oro!
Excavaron, pero no hallaron nada más.
De todos modos, la misma idea latía ya en el corazón de aquellos dos hombres. Y así empezaron: de casa en casa, penetrando en domicilios abandonados, registrando las habitaciones, los muebles…
No les fue mal.
Al cabo de dos horas se vieron obligados a ocultar su creciente tesoro en un sótano, bajo un destartalado garaje, en una casucha de aspecto repelente, a la que nadie se acercaría con toda seguridad.
Ahora, habían descubierto una casita lujosa.
Por la ventana, en el triángulo sedoso que dibujaban los visillos, se veían muebles costosos, lujosos.
Alain se pasó la lengua por los labios.
– Cuando la vieja no se ha ido -dijo-, es porque no quiere abandonarla…
– ¿La casa?
– ¡No seas idiota! Lo que hay dentro… ya sabes: esas viejas puñeteras se pasan la vida almacenando cosas, joyas sobre todo. Y, ¿has visto la cara de ésta? Cuando aguanta aquí es que no quiere abandonar su tesoro…
– ¿Entramos?
– Cuando quieras.
– Vamos…
Se disponían a cruzar la calle cuando un ruido anormal les hizo retroceder vivamente. Se volvieron a ocultar en el garaje medio ruinoso desde donde habían estado observando la casa.
El ruido se hizo más intenso, creció, y pronto lo identificaron.
Los pasos de las botas resonaban lúgubremente en la calle desierta. De vez en cuando, una explosión llegaba desde las playas, pero en los intervalos de silencio, verdaderos paréntesis de quietud, los pasos que se acercaban eran la nota dominante.
Alain asomó un poco la cabeza.
– Ya llegan -dijo.
– ¿Quiénes son?
– Inglis… ¡Qué mierda! Estos tipos se creen que van a hacer algo…
– Cierra el pico. Lo importante es que no nos vean.
Momentos después, una sección de Tommies, al mando de un teniente, que iba a la cabeza, pasó ante el garaje en el que los dos franceses se ocultaban.
Claude escupió con rabia.
– ¡Míralos! -dijo en voz baja-. ¡Idiotas!
– Déjalos… si los boches los matan, peor para ellos…
– Lo que interesa es que se larguen cuanto antes de aquí. Ya tengo ganas de echar una ojeada al magot [13] de la vieja.
– ¡Ni que lo digas!
Los hombres pasaron ante ellos, cansados, con los uniformes en pésimo estado, los fusiles en la mano, arrastrando los pies.
Bruscamente, un alarido escalofriante brotó de detrás del chalé que los dos franceses esperaban «visitar». Los ingleses hicieron alto. El oficial volvió, corriendo, sobre sus pasos.
– ¡Lo que nos faltaba! -gruñó Claude, malhumorado.
– ¡Mira! La vieja sale a la puerta…
En efecto, la puerta del chalé se había abierto. Una mujer de edad, con una bata de flores y con la cabeza adornada de ridículos bigudíes, miró a los ingleses.
El teniente se acercó a ella.
– C’est chez-vous qu’on a crié, Madame? [14] -inquirió, expresándose en un correcto francés.
Ella negó con la cabeza.
– No. Ha sido en la casa de atrás…
Los ingleses dudaron.
Finalmente, el oficial saludó a la mujer y echó a andar. Sus hombres le imitaron.
Alain Merchal soltó un profundo suspiro.
– ¡Menos mal! Creí que esos idiotas de Inglis se iban a quedar aquí toda la mañana…
Los pasos se alejaron.
La mujer había permanecido unos instantes en el dintel de la puerta, siguiendo con la mirada la larga hilera de hombres armados. Luego entró en la casa y cerró la puerta.
Todavía esperaron los dos hombres una buena docena de minutos.
Después, Claude, el más impaciente de los dos, se puso en pie.
– Vamos…
Cruzaron la calle. Tenían prisa. Y tras convencerse, con un una inquisitiva mirada, de que los ingleses habían desaparecido definitivamente, se dirigieron tranquilamente a la puerta, a la que llamaron.
La anciana no tardó en abrir.
Con una sonrisa hipócrita en los labios, Claude inquirió:
– Perdone, señora… ¿podría dar un poco de agua a mi amigo? Le han herido… y no hemos encontrado ni una gota…
Ella también sonrió, haciéndose a un lado.
– Pasen… estoy sola, voy a preparar algo más sustancioso que agua… ¿un poco de café?
– Es usted muy buena, señora.
Claude cerró la puerta, justo en el momento en que su compañero, sacando del bolsillo una media de mujer, que había llenado de arena en la playa, golpeaba en la cabeza a la mujer, que se desplomó como fulminada por un rayo.
Entonces, otro grito llegó hasta ellos.
Se quedaron quietos, mirándose intensamente.
– Ha sido un grito de mujer…
– Sí… alguna histérica que estará muerta de miedo…
– Démonos prisa… Si alguien oye ese grito, pueden registrar las casas. Y ya sabes lo que nos esperaría si nos echasen la mano encima.
Claude no dijo nada, pero se estremeció.
Al ver a uno de los hombres -a los que había recibido poco antes con la sincera idea de ayudarles (uno de ellos llevaba un vendaje en la cabeza)- que se ponía en pie, avanzando hacia ella, Odette lanzó un grito de espanto.
Al acercarse a ella, la muchacha percibió el aliento cargado de alcohol del inglés.
El hombre, un verdadero gigante, extendió los brazos hacia ella; dos brazos terminados en dos enormes manos completamente cubiertas de vello rojizo.
– You are very nice… came… please… [15]
Ella, la muchacha, siguió retrocediendo, hasta que su espalda chocó con la pared. Sus labios temblaron, dejando escapar un torrente de palabras que, naturalmente, el hombre no comprendió:
– Je vous en prie… ne faites pas ça… si vous voulez, j’ai de l’argent… pas beaucoup, mais je peux vous le donner… [16]
El hombre estaba ya junto a ella, enorme, como un plantígrado.
– Ne faites pas ça… ne faites pas ça!
El grito, esta vez mucho más agudo que el anterior, se truncó, apenas nacido en la garganta que el pánico contraía espasmódicamente. Las velludas manos del hombre le rodeaban el cuello…
Los dos grupos se encontraron en las afueras de Dunkerque. Estuvieron a punto de chocar -y quizá violentamente- pero no ocurrió así.
Se vieron, desde un extremo al otro de la calle, y tuvieron tiempo de reconocerse, de identificarse, sobre todo al mirar mutuamente la forma de los aplanados cascos del ejército británico.
Los dos oficiales se estrecharon la mano.
– Nos han mandado -dijo el teniente que salía de Dunkerque- a cubrir esta zona por la que ustedes acaban de pasar. No es que exista un peligro inminente, ya que los nazis parecen haber detenido su ofensiva hacia esta parte…
– Es cierto -repuso Foster-. Fuimos atacados en una ocasión, pero no hemos sufrido, desde entonces, más que un bombardeo aéreo.
El otro sonrió.
– Es la moda… ya verá usted cuando se acerquen a la playa. Los Stukas y los Messers son el pan de cada día…
– ¿Cómo va la evacuación?
– Bastante bien; al menos eso es lo que he oído. Dentro de las dificultades, claro está…
– Entiendo.
– ¿Ha sufrido muchas bajas?
George asintió con la cabeza.
– Bastantes. No me queda más que un pelotón. ¿Y usted?
– Perdí la sección, pero ahora me han ayudado a recomponerla. Espero resistir en Furnes cuanto pueda. Ésa es la orden que me han dado.
– ¿Furnes?
– Sí. Ese pueblecito que ha dejado usted atrás.
Al recordar a los perros, el teniente no pudo evitar un estremecimiento.
– ¿A qué distancia estamos de las playas? -inquirió después.
– A unos doce kilómetros, aproximadamente. No tienen más que seguir la carretera que bordea el canal. No hay pérdida posible…
– Gracias.
Iba a dar el otro la orden de marcha cuando, bruscamente, cogió del brazo a George.
– Venga, por favor…
Se lo llevó lejos de la fila, al otro lado de la cuneta. Allí se detuvieron, y el oficial dijo, en voz baja:
– Quiero decirle algo, amigo: hace unas horas que hemos matado a dos monjas…
George se sintió horrorizado.
– Un desdichado error… ¿verdad?
El otro denegó enérgicamente con la cabeza.
– No. Las hemos fusilado.
– Pero…
La mano del oficial se posó sobre el hombro de Foster, al tiempo que una franca sonrisa se pintaba en su boca.
– No tema… eran dos alemanes, dos paracaidistas disfrazados de Hermanitas de la Caridad.
– ¡Parece imposible!
– Pues es cierto, amigo. Y no las hubiésemos descubierto si una de las hermanas no se hubiese estado afeitando… [17]
– ¡Condenados nazis!
– Sí. Son capaces de todo. Por eso, no se fíe. No se deje engañar por las apariencias y advierta a sus hombres para que no caigan ustedes en un cepo absurdo.
Sonrió, tendiendo una mano a George, quien la estrechó con fuerza.
– ¡Buena suerte! -le dijo este último.
– Gracias. E igualmente. No sé -añadió luego mientras su voz bajaba de tono- si conseguiré volver a Inglaterra, pero si los nazis nos echan la mano encima, no tarden ustedes demasiado en volver…
– ¡Prometido!
Las dos pequeñas unidades se separaron. Foster volvió la cabeza un par de veces para mirar a aquellos hombres a los que el deber alejaba de su única salvación: las playas de Dunkerque.
Llamando a los sargentos, les hizo marchar a su lado, explicándoles lo que el otro oficial le había dicho. Al oír la burda estratagema de los alemanes, Richard apretó con fuerza su Long Rifle.
Cuberland lanzó un juramento.
– ¡Son unos puercos! ¡No respetan nada!
Luego siguieron el camino hacia la enorme columna de humo que envolvía a Dunkerque.
A medida que se acercaban a la ciudad, y que atravesaban los barrios extremos, la violencia que reinaba allí se les apareció con una crudeza escalofriante.
Marchando tras los suboficiales, que iban en cabeza, acompañados por el padre Marcel, los hombres del primer pelotón miraban, no sin asombro, los montones de ruinas que bordeaban la calle, los chalés destrozados, los enormes cráteres que habían abierto las bombas de los Stukas…
John extendió el brazo, al tiempo que exclamaba:
– ¡Mirad eso!
Un chalé había sido cortado por una bomba como un queso por un enorme cuchillo.
El corte era limpio, y dejaba a la vista la interioridad de la casa, cuyos muebles habían quedado indemnes, en una quietud que daba escalofríos.
– Parece una casa de muñecas -dijo Blow-. Una de esas casas de muñecas que se abren para que se pueda ver todo…
John sonrió.
– ¡Fijaos en la habitación y esa cama de matrimonio!
El lecho era lo único que aparecía revuelto, como si sus ocupantes lo hubiesen abandonado precipitadamente.
Incapaz de no sacar punta a cuanto veía, Wilkie añadió, tras una corta pausa.
– Me imagino la cara que habrá puesto el pobre tipo que estaba acostado ahí con su media naranja… ¡No hay derecho! Hay cosas que la guerra debería respetar.
WC frunció el ceño.
– ¡Eres un cerdo, John! -gruñó-. En vez de sentir lástima por los habitantes de esa casa, ya estás pensando en cochinadas…
Wilkie se volvió hacia él, furibundo:
– ¡Cierra el pico, pedazo de hipócrita! Ya te conozco, granuja. Tú eres de esos santurrones que se ponen colorados cuando cuentan un chiste verde, pero que se te van los ojos detrás de unas buenas posaderas…
Se colocó el fusil en el otro hombro.
– No podéis imaginaros lo que me cabrean esta clase de tipos…
Nick esbozó una sonrisa.
– No seas exagerado, John -dijo-. Es cierto que siempre tienes que sacarle punta a las cosas…
Mathew le interrumpió en aquel momento.
– Me estoy acordando de lo de las monjas… ¡y os aseguro que me cuesta creerlo!
John se volvió hacia él, contento de que Blow hubiese cambiado el curso de la conversación. Por otra parte, la casa cortada como un queso se había quedado ya atrás.
– ¿Quieres decir que el teniente ese mintió?
– No.
– Esos nazis con capaces de cualquier cosa -intervino Winston-. Recordad lo que nos contaron en Bélgica. Los paracaidistas de Hitler bajaron sobre las ciudades holandesas disfrazados con uniformes de soldados de aquel país.
– ¡Eso debería estar prohibido! -protestó Nick.
John se echó a reír.
– ¡Oíd eso! -gritó-. Al relojero le molesta que se hagan cosas feas en la guerra: prohibido disfrazarse de monja, prohibido tirar a dar… ¿y qué más, Brandley?
– ¡Vete a la porra!
– Vete tú… pero yo te aseguro que si alguien, con una sotana, se acerca a mí, le meto la bayoneta en la barriga…
– ¿Y si se trata de un pater como el que va con nosotros?
– A ése se le ve en la cara…
Acababan de atravesar una plaza que, por un verdadero milagro, parecía no haber recibido daño alguno. Las dos calles que desembocaban en la plazuela estaban también indemnes, y sus edificios, coquetones chalés, ofrecían el pacífico aspecto para el que habían sido construidos.
Justo en el momento en que el teniente, seguido por los dos suboficiales, seguidos por el sacerdote, pasaban junto a la primera casa, la puerta se abrió.
Ninguno de ellos se dio cuenta de lo que ocurría hasta que la detonación sonó, seguida casi inmediatamente por el grito de dolor que escapó de los labios del sargento Cuberland.
Éste cayó de rodillas.
Al mismo tiempo, los hombres se volvieron, reaccionando lo más rápidamente que pudieron. Entonces, sacando su pistola, Foster vio, con asombro, al anciano que, desde el pórtico de su casa, blandía aún la escopeta de dos cañones con la que acababa de disparar.
– Bandits! Salauds! Vous êtes mille fois pire que les Allemands. [18]
Oyendo el ruido, tras él, de los cerrojos de los fusiles que sus hombres armaban, George, sin comprender aún nada, pero presa de una extraña intuición, gritó, levantando el brazo izquierdo:
– ¡NO DISPARAD!
Mientras, Kirk se había arrodillado junto al herido, al que también se acercó el sacerdote.
Foster corrió hacia el pórtico. El hombre, con la escopeta en la mano, los dos cañones humeando aún, seguía gritando como un energúmeno.
– Anglais assassins! Je vais vous tuer tous! [19]
George se dio cuenta de que el anciano estaba como enloquecido, y que todas aquellas palabras que brotaban de sus labios no eran, después de todo, más que el producto de una cólera que le cegaba.
No le costó nada quitarle la escopeta.
Luego le preguntó, en un correcto francés:
– Etes-vous fou? Vous avez blessé un de mes hommes! [20]
El viejo bajó la cabeza.
Parecía como si, bruscamente, la cólera hubiese desaparecido de su arrugado rostro. En vez de gritar, empezó súbitamente a llorar, como un niño.
– ¡Mi pobre Claire! La han asesinado vilmente, señor…
– ¿Quién?
– Dos soldados ingleses… Los vi desde arriba, pero tuve miedo… Soy un cobarde… ¡dejé que matasen a mi esposa y no tuve el valor de impedirlo!
– Pero, ¿por qué la mataron?
– Para robarnos. No teníamos mucho, señor. Esta casa se ha llevado todos mis ahorros… Soy un jubilado y, en verano, alquilábamos el piso de arriba… así íbamos tirando.
Levantó hacia el teniente un rostro descompuesto por el dolor. Las lágrimas habían trazado surcos húmedos, siguiendo el curso profundo de las arrugas, sobre la piel amarillenta.
– ¿Está usted seguro de que eran ingleses? -insistió George.
– Sí. Hablaban inglés… yo entiendo un poco esa lengua… Se pusieron furiosos al no encontrar más que algunas joyas, sin mucho valor. Entonces la golpearon, a culatazos… ¡Dios mío, mi pobre Claire!
Foster cerró los puños hasta hacerse daño.
El viejo, cansado de hablar, había dado media vuelta. Penetró en la casa, y antes de que cerrase la puerta, George pudo ver un cuerpo de mujer que yacía en el suelo, al fondo del vestíbulo.
– Señor…
Se volvió. Kirk estaba a su lado, con un peligroso brillo en sus ojos, el arma en la mano.
– ¿Sí? -inquirió el oficial con un hilo de voz.
Richard dudó unos instantes antes de decir:
– Ha muerto, señor…
– ¿Robert?… ¿El sargento Cuberland?
El otro asintió con la cabeza.
Desplazándose rápidamente, Foster fue hacia el lugar en el que yacía Cuberland. Los hombres que rodeaban el cuerpo se separaron para dejar paso al teniente.
No cabía la menor duda.
El doble disparo de la escopeta había dado de lleno en el pecho del desdichado suboficial. Las postas abrieron enormes agujeros en el tórax, y, por uno de ellos podía verse la masa rosada del pulmón.
Kirk había seguido al teniente.
– No ha sufrido mucho… -dijo el pater, que seguía al lado del muerto.
– ¿Qué vamos a hacer con ese viejo loco? -inquirió Kirk, mirando fijamente a Foster.
– No podemos hacer nada…
Y contó con detalle, lo que el viejo le acababa de decir.
El rostro de Kirk se empurpuró, al tiempo que la cólera daba a su voz un temblor incontenible:
– ¡Es un cerdo embustero, señor! Ningún inglés sería capaz de…
– Entonces, ¿quién cree usted que lo ha hecho? -inquirió George.
– Un francés, sin ninguna duda… sólo ellos son capaces de…
Sus ojos tropezaron con los del padre Marcel. Aquello hizo que dejara de hablar. Bajó la cabeza, molesto.
– Bueno… es un decir… -musitó.
– Sea quien sea -dijo entonces el sacerdote-: francés o inglés, no puede quedar sin castigo.
Iba a contestar Foster cuando un coche apareció en la esquina, marchando hacia ellos. Terminó frenando junto al grupo de hombres.
El coche, un descapotable del BEF, iba conducido por un cabo. Detrás, un comandante de Estado Mayor, delgado y con una gran nariz llena de venillas, hizo un gesto al teniente, que se cuadró ante él.
Foster se presentó, relatando lo que acababa de ocurrir. El otro asintió tristemente con la cabeza.
– No es el primer caso, desdichadamente -dijo. Luego se presentó-: Soy el comandante Norton y, al mismo tiempo, el jefe de las patrullas de vigilancia en el campo atrincherado de Dunkerque.
Suspiró.
– Todo esto se ha convertido en un infierno en el que intentamos poner un poco de orden. En realidad, la disciplina no reina más que en un sitio: en las playas. Allí están los que desean volver a Inglaterra o escapar de aquí para seguir peleando contra los germanos.
Hizo una pausa.
– Pero como en todas las grandes catástrofes militares -dijo después-, hay grupos incontrolados, gente sin escrúpulos que desea aprovecharse de la confusión para hacer su agosto…
Esbozó una sonrisa, tendiendo un cigarrillo al oficial.
Cuando lo hubieron encendido:
– Me quedan muy pocos hombres -dijo-. Si usted quisiera, teniente…
– Estoy a sus órdenes.
– Podría ayudarme un poco. Hay que limpiar de gentuza el camino que seguirán las fuerzas que faltan por llegar aquí. La retirada prosigue, y sólo quedarán en las posiciones, ante los alemanes, más que unos pocos grupos… que intentaremos embarcar en última instancia…
Hizo una nueva pausa.
– Ya sé que no puedo pedirle que se quede aquí hasta el último momento. Ustedes desean, y les comprendo perfectamente, llegar cuanto antes a las playas…
George denegó con la cabeza.
– Le ayudaremos, señor.
– Gracias. Por lo menos, si cazamos a esos asesinos, y debe haber de varias clases por aquí, evitaremos que gentes como ese pobre anciano disparen sobre las tropas que han de pasar aún por aquí.
– Entiendo.
– Mi puesto de mando está situado al final de esta calle. He dejado allí al teniente Crammer. Yo me paso de vez en cuando… Si necesita algo, allí encontrará lo necesario.
– Gracias.
Sonriendo, el comandante levantó entonces el subfusil que llevaba sobre las rodillas.
– Quisiera encontrar al hombre o a los hombres que nos causan tantos perjuicios -dijo, con un gesto hacia el arma.
– También procuraremos nosotros hacerlo, señor.
– Si lo consigue, y los coge con las manos en la masa, no pierda el tiempo, teniente. Nada de juicios: esa gentuza no merece la menor piedad: son como hienas…
Bajando de su vehículo blindado todoterreno, Guderian se dirigió hacia el grupo de oficiales de su Estado Mayor que se habían reunido junto a una batería de cañones de 88 mm.
Guderian regresaba de primera línea.
Había estado al lado de las puntas de lanza de sus tanques, que durante toda aquella jornada del 24 de mayo de 1940 habían proseguido su victorioso avance hacia el mar.
Estaba contento.
Sus blindados, tras haber ocupado Abbeville cuatro días antes, subieron, bordeando el océano, tomando Boulogne y cercando Calais.
Ahora, sus vanguardias habían alcanzado el Aa, a 35 kilómetros de Dunkerque. Y, bruscamente, la radio de su vehículo blindado, su puesto de mando volante, había recibido un mensaje escueto, lacónico:
Ruego regrese urgente al puesto de mando.
Ha llegado orden especial del Cuartel General del Führer.
Ahora, mientras andaba hacia sus oficiales, Guderian, el viejo maestro de los tanques, el creador de la ciencia de los blindados, se preguntaba qué clase de desagradable sorpresa le esperaba allí.
Porque «desagradable» era la palabra justa.
Guderian empezaba a conocer a Hitler. Ya en Polonia había asistido al cambio brusco del Führer que, en realidad, había empezado cuando el asunto de la remilitarización de Renania. Entonces, asustados, los generales temían una reacción violenta por parte de los franceses.
Cosa que hubiese sido fatal, ya que el joven ejército alemán no poseía fuerza suficiente para resistir a los galos. No obstante, Francia no reaccionó y Hitler se salió con la suya.
A partir de entonces, el Führer no confió nunca más en sus generales. Y, más y más, creyó en su maravillosa intuición, considerándose muy por encima de los hombres que mandaban sus ejércitos.
Su oficial de órdenes, después de los saludos convencionales, le hizo entrega del mensaje de Hitler.
Guderian lo leyó varias veces, como si no pudiese creer lo que había escrito.
– ¡Es imposible! -exclamó después-. Se nos ordena detener el avance, ahora que podemos aplastar lo poco que queda de fuerzas enemigas en Dunkerque.
– Así es -repuso el oficial de enlace.
– Pero… ¡eso es absurdo! Los ingleses están perdidos. El frente belga se ha hundido…, el rey de los belgas se ha rendido… los tenemos a nuestros pies…
Cerró los puños con rabia, arrugando el mensaje que tenía en la mano derecha.
– ¿Es que el Führer no se da cuenta de que los ingleses han empezado a evacuar sus fuerzas en Dunkerque? Va a permitir que lord Gort [21] se salga con la suya…
Era cierto.
Guderian se preguntó quién diablos podía haber aconsejado a Hitler una medida tan absurda.
– Si siguiésemos avanzando -dijo como si hablase consigo mismo-, conseguiríamos la mayor victoria alemana de todos los tiempos.
Miró con fijeza a su oficial de enlace.
– Pida que le confirmen esa orden. Solicítelo directamente del general von Pundstedt.
– ¡A la orden!
La respuesta llegó poco después.
Era la misma:
Orden del Führer: Detener el avance
de los Panzers a orillas del Aa.
Hermann Goering se frotó las manos.
Hitler estaba de espaldas, mirando el amplio mapa de Francia que ocupaba casi la totalidad de una pared.
– Esto se acaba, amigo mío -dijo el Führer sin volverse-. ¡Parece mentira! Pero los tenemos cogidos en el cepo…
Un oficial del Gran Cuartel General apareció entonces en la puerta.
– Los generales Halder y Kesselring desean ser recibidos, mein Führer.
Hitler se volvió sonriendo.
– Hágales pasar…
Pero Goering se adelantó un momento, haciendo un gesto al oficial, que permaneció rígido, en posición de firmes.
– Mi Führer…
– ¿Qué hay, Hermann?
– Mi Führer…, sólo deseaba decirle que ha llegado el momento de domar un poco a esos generales. No podemos permitirles que se atribuyan la totalidad de la victoria…, recuerde usted Polonia…
– Si dejamos que los Panzers prosigan su marcha hacia Dunkerque, ellos, los generales, dirán que el triunfo les pertenece. Se volverán más orgullosos que nunca…
– ¿Qué podemos hacer?
– ¡Que la Luftwaffe intervenga! Nuestra gloriosa aviación es capaz de aplastar a los ingleses en su bolsa de Dunkerque: hundiremos sus barcos, destruiremos sus cañones, diezmaremos su infantería… y tendrán que ponerse de rodillas para pedir la paz.
Hitler asintió con la cabeza.
– Es una magnífica idea.
– ¡Gracias, mi Führer!
– Ahora ya podemos hacer entrar a Halder y Kesselring… Mi decisión está tomada: pararé el avance de los blindados y dejaré que la Luftwaffe termine con nuestros enemigos.
Así fue cómo, sin saberlo, permitió Hitler que los ingleses llevasen a cabo lo que se iba a hacer famoso con el nombre de «Milagro de Dunkerque».
Después de haber fracasado parcialmente, Alain Merchal y Claude Lepuis regresaron al sótano donde habían escondido sus tesoros.
Estaban furiosos.
Sentándose sobre un montón de cajas, Alain encendió un cigarrillo.
– ¡Maldita vieja! -dijo después de echar una bocanada de humo hacia el techo.
– Ha sido una lástima.
– Tendremos que seguir buscando.
– ¿Aún?
– Claro. No seas idiota. Hay que aprovecharse antes de que lleguen los alemanes.
Claude se estremeció.
– Me da escalofríos pensarlo.
– Tampoco me agrada a mí, pero hay que seguir el plan que nos hemos propuesto.
– ¿Y qué haremos mientras los nazis estén aquí?
– Escondernos. Éste es un buen sitio…
– Lo registrarán todo.
– Lo sé.
– ¿Entonces?
– No creo que metan las narices en este lugar.
Y como el otro no dijo nada, agregó al cabo de unos instantes de silencio:
– Tenemos víveres y bebida para resistir un par de semanas.
– ¿Será bastante?
– Creo que sí.
El otro suspiró antes de decir:
– Algo importante nos falta.
– ¿A qué te refieres?
– A un buen par de trajes de paisano. Con estos uniformes, si nos encuentran, estamos perdidos. Además, incluso si no nos ven, para salir de aquí tendremos que quitarnos los uniformes.
– Es cierto.
– He visto una sastrería en una de las calles, junto a esa plaza en la que nace la avenida que va a la playa…
Alain se puso en pie.
– ¿Y a qué estamos esperando?
Se había puesto en pie.
El sótano no tenía más salida que un estrecho túnel, que ellos habían practicado, y que se abría entre los escombros de la casa que una bomba alemana había destrozado.
Alain se arrastró penosamente.
Ambos eran fuertes, de anchos hombros, y les costaba un imperio entrar y salir por aquel agujero que más parecía el de una conejera que otra cosa.
Se quedó helado, al asomar la cabeza. Junto a él, a pocos centímetros de sus ojos, vio, con espanto, el cañón, el agujero negro de un subfusil.
Intentó echarse hacia atrás, pero el cañón se movió, acercándose a su piel, que había cobrado un sucio tono cerúleo.
Levantó la mirada.
Un hombre delgado, con uniforme inglés, le miraba, con una mueca en las comisuras de los labios. Detrás de él había otro británico, pero el subfusil que empuñaba éste apuntaba mansamente hacia el suelo.
– Sors de là… -dijo el británico en un francés bastante aceptable.
Alain obedeció.
Claude salió detrás, sin saber exactamente lo que ocurría. Miró a su amigo, luego a los dos ingleses, y preguntó:
– Qu’est-ce qui se passe…?
Fue el inglés quien contestó:
– Os hemos seguido. Fuisteis muy listos al poneros un casco inglés para asaltar aquella casa de la vieja… a la que matasteis. ¡Muy listos!
Alain maldijo haber dejado los fusiles en el sótano. No llevaban, su amigo y él, más que sendas pistolas, colgadas del cinto.
– Nosotros estábamos en la casa de atrás… Luego llegaron un teniente y unos hombres… de los nuestros. Y un viejo loco disparó, diciendo que eran ingleses los que habían matado a su mujer.
Claude recordó entonces el grito que habían oído.
– Entonces… -dijo-, ¿vosotros hicisteis chillar a aquella mujer?
– Creo -añadió sonriendo- que trabajáis como nosotros… estamos del mismo lado de la barrera, por lo que veo.
– ¡No!
El grito había salido del otro, del más fuerte de los dos. Una especie de bestia primitiva.
A Claude le bastó mirarle con cierto detenimiento para comprender que aquellos dos hombres no robaban. Y se estremeció. Porque parecía como si el delito de violación estuviese escrito en la frente estrecha del segundo de los ingleses.
– ¿Qué queréis de nosotros? -preguntó con una voz débil e insegura.
– Mataros -dijo el de la frente estrecha.
Parecía un hombre del Paleolítico; un habitante de las cavernas; un ser bestial y primitivo…
Claude se pasó la lengua por los labios resecos.
– Es una tontería… nosotros hemos robado… bastante. Si quisierais…
Fue el primer inglés quien habló ahora:
– No nos interesa robar nada. Sólo queremos divertimos un poco antes de embarcar. Pero nos molesta que os hagáis pasar por ingleses.
– No pierdas el tiempo -dijo el otro-. Mátalos y en paz…
Claude volvió a estremecerse.
Le daba miedo aquel tipo.
Nunca había visto una cara en la que se pintase la degeneración con mayor claridad. Era como si aquel tipo llevase impreso en su rostro todo lo bajo, miserable y bestial que el hombre puede esconder en lo más íntimo de su instinto ancestral.
Alain no había dicho ni una sola palabra. Pero no perdió el tiempo.
Poniéndose a un lado, había conseguido bajar una mano. Y sus dedos nerviosos abrían ahora la funda de la pistola, moviéndose milímetro a milímetro.
– ¿Qué ganaríais matándonos? -inquirió Claude-. Si disparáis, llamaréis la atención de cualquier patrulla. Las hay por todas partes.
La bestia se echó a reír.
– Nadie va a disparar -dijo-. Vigílalos, Dan… yo me encargo de ellos.
Desenfundó el largo machete, acercándose a los franceses.
Fue entonces cuando Alain, rápido como una centella, sacó su pistola y disparó.
Lo hizo tan velozmente que aunque deseaba disparar sobre la bestia, mató al otro, metiéndole una bala en la cabeza, entre las cejas.
Antes de que pudiera apuntar al otro, la bestia había dado un salto y corría, como una liebre, calle abajo, en zigzag. Le disparó un par de veces más, pero sin hacer blanco.
Claude lanzó un suspiro.
– ¡De buena nos hemos librado!
– ¡Se me ha escapado!
– Es igual. Habrá que llevarse el cuerpo de éste un poco más abajo… Lo hemos pasado mal… Ese tipo me daba escalofríos, me ponía la carne de gallina.
– A mí también.
Arrastraron el cadáver hasta dejarlo junto a un montón de escombros.
– ¿Crees que habrán oído los disparos? -inquirió entonces Alain, frunciendo el ceño.
– Seguro. Alejémonos de aquí.
– ¿Dónde vamos?
– A esa sastrería. Descansaremos aquí hasta que se haga de noche. Luego daremos un par de golpes más… y nos meteremos en el agujero. Pondremos unas piedras a la entrada del túnel… y esperaremos.
– Me parece lo mejor.
– Entonces, vamos…
Habían recorrido toda la zona que el comandante les ordenó vigilar.
Sin resultado alguno.
Dos veces pasaron por el puesto de mando de Norton, pero en ninguna de las dos ocasiones hallaron al comandante. Su ayudante, el teniente Crammer, de la Policía Militar, un muchachote simpático, con el rostro lleno de pecas, recibió amablemente a Foster.
– Ya me ha comunicado el comandante que se ha brindado a ayudarnos, teniente.
– No hemos conseguido nada.
– No importa. Tarde o temprano, acabaremos con esas hienas. ¿No es triste que existan seres así?
– En efecto.
– Acaban de traerme un mensaje. Una de las patrullas ha descubierto a otra joven francesa… medio muerta.
– ¿Violada?
Crammer asintió tristemente con la cabeza.
– Sí. El comandante en jefe está desesperado. ¡Todo ha sido tan precipitado! Por desgracia, no podemos evacuar a la población civil. Y de eso se aprovechan esas sucias bestias…
– Parece imposible.
– Sí. Y de nada vale esa capa de civilización que nos han echado encima. Y no son los robos y lo demás lo que nos preocupa. Esos cerdos obran peor que los alemanes…
Aquellas palabras hicieron que Foster recordase las pronunciadas por el pobre viejo de la escopeta.
– …ya que hasta cortan los hilos telefónicos, de manera que nadie controle las zonas por las que se mueven y en las que cometen sus fechorías…
Ofreció una bebida al teniente visitante.
Luego dijo:
– Si quieren descansar, hay dos casas vacías junto a ésta. En realidad -añadió-, hay demasiadas casas vacías en Dunkerque. Aunque todas, absolutamente todas, deberían estarlo. Así evitaríamos las tristes cosas que están ocurriendo.
– Gracias. La verdad es que mis hombres no pueden más.
– Descansen esta noche. Es muy probable que mañana mismo tengamos que retirarnos hacia la playa… y embarcar para Inglaterra. Pero si antes podemos echar mano a esas bestias primitivas…
Foster abandonó el puesto de mando, saliendo a la calle, donde sus hombres, los pocos que le quedaban -y esta idea le hizo fruncir el ceño-, le esperaban.
Les explicó algunos detalles de lo que le había dicho el ayudante del comandante.
– Ahora -dijo-, vamos a descansar. Hay dos casas aquí al lado. Y el oficial con quien acabo de hablar me ha prometido que se nos distribuiría un rancho caliente…
John al oír aquello, dio un codazo a Mathew.
– ¿Has oído lo que yo, Blow?
– Sí.
– ¡Rancho caliente! Me va a parecer un sueño…
Intervino Kirk, con voz tonante:
– ¡Vamos! -ordenó-. Hay que preparar el lugar para pasar la noche.
Crammer cumplió lo prometido y los hombres de Foster recibieron un par de platos calientes, además de unas botellas de cerveza que constituyeron la mejor sorpresa de aquella noche.
El ayudante de Norton insistió para que el otro oficial comiera con él. George aceptó. Y cuando saboreaba una taza de café, un plantón entró en el comedor, acercándose a Foster.
– Alguien le llama, señor.
– ¿Quién?
– Un sargento…
Foster se puso en pie. Miró al otro oficial y sonrió.
– Perdone un momento, amigo. Debe ser el único suboficial que me queda…
Había relatado a Crammer todo lo acontecido desde que abandonaron las posiciones en territorio belga. Crammer asintió con la cabeza, sirviéndose otra taza de café.
Abandonando la estancia, Foster encontró a Richard en el pasillo, junto a la escalera.
– ¿Quería hablar conmigo, sargento? -inquirió, con un tono afectuoso en la voz.
– Sí, mi teniente.
– ¿Qué desea?
Kirk dudó unos instantes.
– Es respecto a esa gentuza que tenemos que cazar, señor -dijo luego-. Nos van a retrasar… y los muchachos desean llegar a la playa cuanto antes…
La sorpresa se pintó en el rostro del oficial.
– Creo que no le entiendo, Kirk -dijo tras una penosa duda-. No me explico cómo hace eco del egoísmo de los hombres. Hay población civil en Dunkerque. Gente que va a sufrir mucho cuando el enemigo llegue hasta aquí… ¿No cree usted que debemos, por lo menos, ayudarles mientras permanezcamos en esta ciudad?
– Sí, señor.
– ¿Entonces?
Verdaderamente, no entendía al sargento. Y esperó, con paciencia, a que Richard se explicase definitivamente.
– Lo único que yo deseaba -dijo Kirk, un tanto molesto, sobre todo contra sí mismo por no haber sabido explicarse con mayor claridad- es solicitar su permiso…
– ¿Para qué?
– Para que me permita salir esta noche… de caza. Con un poco de suerte podría ultimar o avanzar mucho, por lo menos, el trabajo que nos han confiado. Una vez eliminada esa pandilla de cerdos, podríamos ir a embarcarnos.
Foster sonrió.
– ¡Por fin le entiendo, sargento! Lo había comprendido todo al revés.
– ¿Tengo su permiso, señor?
– ¡Naturalmente! Y si desea que alguien le acompañe…
– Prefiero ir solo.
– Como usted quiera. Tenga cuidado, sin embargo. No olvide -y su voz se apagó un tanto- que es usted el único suboficial que me queda.
Ahora fue Richard quien esbozó una sonrisa.
– Tendré cuidado, mi teniente.
– ¡Suerte entonces!
– Gracias…
– ¡Venga, Winston!
WC levantó la cabeza, mirando a Mathew.
Se habían alojado en la sala de estar de un chalé. Deseando estar juntos, arramblaron con los colchones, que tendieron en el suelo. Luego, a pesar del cansancio Wilkie consiguió que se enzarzaran en una interminable partida de póquer.
Dos horas después, Winston abandonó los naipes, compungido por haber perdido casi una libra, tendiéndose en su colchón.
Justo en el momento en que Blow se había dirigido a él.
– ¿Qué quieres? -inquirió.
– Que empieces a cumplir tu promesa…
Los ojos de WC se abrieron como platos.
– ¿Ahora? -inquirió, no dando crédito a lo que acababa de oír-. ¿Te has vuelto loco?
– No. Ya te dije que si teníamos un poco de tiempo, al llegar a Dunkerque, tendrías que empezar a enseñarme a bailar…
– Pero no ahora… -la voz de Winston estaba cargada de lamentable súplica-. ¡Estoy rendido! Además, me duelen terriblemente los pies…
– Eso no me importa. Hicimos un trato y tienes que cumplirlo.
John, que había recogido las cartas y las ganancias -ninguno de aquellos idiotas sospechaba que tenía los naipes marcados-, se volvió hacia la pareja, sonriendo.
– ¡Di que sí, Mathew! Tú cumpliste tu parte… ahora le toca a él…
– No le hagas caso… -dijo WC, agarrándose como una lapa a la posibilidad de enternecer a Blow-. Mañana empezaremos, palabra… Y te aseguro que haré de ti un maestro de baile.
– Nada de mañana -repuso con voz agria-. ¡Empezaremos ahora mismo! Y no me hagas cabrear…
Winston se incorporó lentamente.
Lo que había visto brillar en los ojos de Blow no le gustó nada, ni un pelo. Sabía perfectamente de lo que era capaz aquel pedazo de animal.
– Como quieras -suspiró.
Divertido, Wilkie palmeó con las manos.
– Yo haré de músico. Sé silbar muy bien… ¿Qué vais a bailar?
– ¡Un tango! -exclamó Blow.
Winston le cogió por la cintura, suspirando de nuevo.
– Empezaré haciendo el hombre… -dijo.
– ¡Oye, tú! -protestó Mathew al sentir que el otro le cogía con fuerza-. No me resultarás un sarasa, ¿verdad?
– No digas tonterías. O te enseño… o me dejas dormir. ¿Preparado?
Blow asintió, volviendo la cabeza hacia John, que se partía de risa.
– ¡Empieza ya, John!
Los primeros compases de La Comparsita salieron de los labios de Wilkie. En un rincón, sobre su colchón, Nick se reía a sus anchas.
La grotesca pareja se movió pesada muí Ir.
– Si todas las mujeres fuesen como tú -protestó el profesor-, me hubiera dedicado a otra cosa…
– ¿Qué pasa? ¿Es que no lo hago bien?
– Déjate mandar, idiota… eres más pesado que un tanque…
Poco a poco Blow comprendió el ritmo. Luego, cambiando, Winston hizo de mujer.
Mathew sonreía, encantado.
Tenía el cuerpo empapado en sudor, pero no le importaba. En realidad, su espíritu estaba lejos de allí. Y se veía, con la imaginación, cogido a su esposa, trenzando sabrosos pasos de tango en la reluciente pista de un salón de baile londinense.
Al abrir los ojos, Fred Laster miró a su alrededor, no demasiado extrañado, ya que intuía, aunque de manera vaga que debía haberle pasado «aquello» una vez más.
El hombre, cuyo rostro veía sobre el suyo, se sonrió.
– Ya ha pasado todo, muchacho… no temas.
– He tenido un ataque, ¿verdad?
– Sí. ¿Es que no dijiste nada cuando pasaste la revisión médica, al incorporarte a filas?
– No.
– Hiciste mal. Debiste decir al médico que eras epiléptico…
– No lo creí necesario.
La sonrisa se amplió en los labios del hombre.
– Bien, no te preocupes. Soy el doctor Leemer. Estás cerca de la playa. Y serás evacuado muy pronto, quizás antes de que amanezca.
– Gracias.
El médico se volvió entonces.
– Traiga un poco de té frío, Helen…
Cuando el rostro de la muchacha apareció sobre él, con el fondo del techo detrás de la cabellera dorada, Laster tuvo que hacer un esfuerzo para disimular la emoción que sintió.
Nunca había visto un rostro tan hermoso.
Ella le pasó la mano bajo la nuca, ayudándole a incorporarse, y sujetando con la otra mano la taza de té.
El roce de la piel de la joven con su nuca le hizo estremecerse. Y una vez más, desde el fondo oculto de su cerebro surgió el «mandato», aquella orden contra la que nunca había sabido defenderse.
La voz del doctor le llegó como desde muy lejos.
– Voy a acercarme al embarcadero, Helen. Volveré dentro de un rato.
– Sí, doctor…
Ella poseía una voz musical que cosquilleó agradablemente los oídos de Fred. Todo en ella, por lo visto, era encantador. Y cuando la enfermera, al inclinarse un poco más, para ayudarle a beber el fondo de la taza, le rozó el rostro con el turgente seno, Laster tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar.
Ella le reclinó entonces sobre el lecho.
– Descanse -le dijo-. Y si me necesita, llámeme…
– Gracias.
Un agradable calor le recorría el cuerpo; pero, como siempre, mientras su mente hilaba las posibilidades más fantásticas, los recuerdos volvieron a hacer su aparición, como seres dotados de vida, dispuestos, una vez más, a hacerle daño.
Mucho daño…
¿Cómo quería aquel doctor que confesase, al ingresar en el ejército, que era un enfermo?
Nadie en el mundo sabía cuánto había padecido por aquel maldito mal. Desde muy niño, fue la mofa de los demás, cuando los ataques le sorprendían en la calle, en el colegio… sin prevenirle.
Más tarde, cuando sus compañeros triunfaban con las chicas del barrio, cuando todos ellos encontraban abiertas, de par en par, las puertas a una luminosa pubertad, él, Fred Laster, se veía rechazado por las muchachas, que le miraban con horror.
Ellas le habían visto revolcándose en el suelo, contrayéndose como una serpiente, con la boca retorcida y un hilo de baba escapándosele de ella, rodando por el mentón…
Nadie, absolutamente nadie, podía saber qué desdichado había sido.
Ya hombre, la misteriosa enfermedad que le aquejaba le enseñó una cosa: supo predecir, con una cierta anticipación, el momento en que sus ataques iban a desencadenarse.
Los médicos llamaban «aura» a aquel curioso aviso que para él tomaba el aspecto de un cambio de color en lo que le rodeaba. Era como si un súbito atardecer cayese sobre las cosas.
Un color rojo intenso las bañaba. Entonces, mientras la fantástica visión tenía efecto, él se percataba de la proximidad del ataque. Y huía, escondiéndose en el lugar más apartado deseoso de ocultar la grotesca visión que ofrecía cuando se desplomaba en el suelo.
Hasta aquella noche…
Lo recordaba como si hubiese ocurrido ayer. Y, sin embargo, aconteció cuando había cumplido sus dieciocho años.
Por aquel entonces, su instinto sexual, frenado por la imposibilidad física y, sobre todo, por el temor al ridículo, había tomado la dimensión de una compulsión intolerable, irrefrenable.
Una angustiosa obsesión le dominaba.
Por las noches, dejando atrás su barrio popular en el que todo el mundo le conocía… y le despreciaba, Fred se dirigía hacia las luminosas calles del centro, siguiendo invariablemente ese camino que va desde Corner Hyde Park hasta Leicester Square.
Allí, pero sobre todo en muchas de las callejas que desembocaban en las amplias e iluminadas calles estaban Ellas.
Laster había pensado infinidad de veces en aquellas criaturas fáciles, ante las cuales no sería más que uno de tantos. Con ellas, nada de formulismos, sino la sencillez de un mercado en el que no había necesidad de más gastos que los que se hacen para comprar un paquete de cigarrillos.
Tenía dinero, pero jamás se atrevió a detenerse junto a una de aquellas mujeres.
Incluso, en algunas ocasiones, cuando fueron ellas quienes le abordaron profesionalmente, cogiéndole incluso del brazo, huyó horrorizado, echando a correr, perseguido por palabras de burla o soeces insultos.
Aquella noche, ya muy tarde, Fred se paseaba por una de las calles más solitarias.
Había estado como tantas y tantas veces, contemplando a las mujeres pintarrajeadas y a los hombres que iban en su busca. Y, como siempre, su corazón sangraba de impaciencia…
Nunca supo exactamente cómo pudo decidirse, ni cómo arremetió contra aquella mujer, la única que a aquellas horas quedaba en la calle. Temblando de miedo, la golpeó, con todas sus fuerzas, como si aquélla fuese la única manera posible de llevar a cabo lo que se proponía.
Luego, el grito de la pareja que surgió de la oscuridad, la huida precipitada, los silbatos de la policía…
Todavía temblaba al recordar aquellos espantosos momentos.
Pero aquí, en Francia su suerte había cambiado. Cuando junto al sargento Better abandonaron su unidad, en medio de un combate, en el momento en que la compañía estaba deshaciéndose en pedazos ante el ataque de los tanques germanos… cambió su suerte.
Dan Better era un hombre como él. No es que fuese epiléptico, pero algo oscuro, bestial, le empujaba por caminos similares a los que seguía el soldado.
Intimaron en seguida, como si se conociesen desde hacía años. Y cuando iniciaron la «caza», entre las ruinas de Dunkerque, trabajaron al unísono, con todo cuidado, escogiendo con precaución a sus víctimas.
La última había fallado.
Pero ahora, sin ni siquiera recordar a su compañero muerto, Fred estaba dispuesto a jugar de nuevo otra baza. Esta vez, se aseguró a sí mismo, no fallaría. La suerte le había favorecido, y el hecho de que la enfermera se hubiese quedado sola iba a facilitar sus planes.
Saltó del lecho.
Como después de cada ataque, se encontraba un tanto cansado, como si hubiese realizado un ejercicio violento. No obstante, se sabía un hombre fuerte, capaz, por lo tanto, de llevar a cabo lo que se había propuesto.
No le fue difícil sorprender a la muchacha.
Un suave golpe, con el canto de la mano, en el cuello, dejó sin sentido a la joven a la que tuvo que coger en sus brazos para que no se desplomase en el suelo.
Se la echó a la espalda.
Asomándose a la puerta del chalé donde se había ubicado el Puesto de Socorro, salió a la calle, sumida en una completa oscuridad. Y sin dudarlo un segundo más, echó a andar, con su carga, desapareciendo al doblar la primera esquina.
Fue entonces cuando el primer proyectil de obús explotó sobre Dunkerque.
Después del rotundo fracaso de la Luftwaffe, que fue incapaz de detener el movimiento de las tropas aliadas hacia las playas, y su embarque en los navíos movilizados por la llamada Operación Dynamo [22], la Wehrmacht recibió la orden, tan ansiada, de reemprender su avance hacia Dunkerque.
No obstante, las fuerzas germanas tropezaron en seguida con una resistencia formidable por parte de los defensores del «campo atrincherado de Dunkerque».
De ahí que el Alto Mando del ejército nazi se decidiese por utilizar la vieja táctica de la guerra de posiciones, haciendo intervenir antes de lanzarse al asalto una imponente masa de artillería.
Cientos de proyectiles de obús empezaron a caer sobre Dunkerque…
Si alguien hubiese visto desplazarse, en la oscuridad de la noche, al sargento Richard Kirk, hubiera tenido la clara impresión de hallarse ante un cazador nato.
Con el Long Rifle en la mano, Kirk avanzó hacia la ciudad, partiendo de los arrabales en los que había dejado a sus compañeros.
Al partir del chalé donde el comandante Norton había establecido su puesto de mando, Richard se dijo que era muy poco probable que las hienas se encontrasen en los alrededores. Después de cometidas sus fechorías, era más que probable que se hubieran retirado a su guarida.
Pero ¿dónde podría encontrarse la guarida de las hienas?
Kirk estaba seguro de que se trataba de varios grupos. Era muy raro, por no decir imposible, que ladrones y violadores se reuniesen en una misma banda, ya que sus intereses eran completamente distintos.
Antes de que su pelotón, su nuevo pelotón, se alojase en el chalé, donde les había dejado enzarzados en una partida de cartas, habían entregado al «convoy de los muertos» -un viejo carro de la intendencia francesa que recogía todos los cadáveres abandonados en las calles y casas de la pequeña ciudad- los cuerpos de la mujer vieja, asesinada por los ladrones, y la joven, su vecina de la casa de atrás.
Viendo a la muchacha, Kirk se había estremecido de pies a cabeza. Luego, en voz baja, lanzó una retahíla de juramentos, prometiéndose contribuir, como fuese, a la caza de aquellos salvajes.
Y así nació la idea de pedir permiso al teniente para echar una ojeada por Dunkerque.
Tropezó, en una de las calles principales, con una larga columna de hombres que se dirigían hacia las playas. Era un grupo, uno de los últimos, que iban a ser embarcados.
Pensó, mientras caminaba, ahora solo, en medio del silencio que se hizo cuando la columna se perdió a lo lejos, en los que deberían quedarse, en aquellos valientes, franceses e ingleses, a los que había sido confiada la defensa de la ciudad.
– Ésos no tendrán tiempo de ponerse a salvo -musitó, en voz baja.
Atravesaba una plaza cuando, movido por un instinto puramente militar, aprendido en la guerra, se tiró al suelo.
Un silbido prolongado cruzó el espacio.
El proyectil de obús fue a estallar tras una hilera de casas, abriendo un abanico de fuego en la negrura de la noche. Otro más, y luego otro, hendieron el aire con un maullido escalofriante, estallando al azar, destripando los edificios…
«Esto se pone serio…», pensó el suboficial.
La acción de la artillería era la prueba más evidente de que los alemanes estaban preparando el asalto a la ciudad. Tras los proyectiles, los tanques entrarían en danza…
Y luego la infantería.
El problema más grave estribaba en un probable, o seguro, retroceso de las líneas aliadas. Eso significaría que los cañones podrían adelantar sus posiciones de batería y que, muy pronto, los proyectiles de obús estallarían en las playas, incluso sobre los muelles y hasta en los buques.
Sí, la cosa se estaba poniendo fea…
Kirk optó por avanzar pegado a las fachadas de su izquierda, ya que allí gozaba, por lo menos, de un ángulo muerto que le daba una cierta seguridad.
Siguió andando.
Una extraña intuición le guiaba.
Había escogido, quizá sin saberlo, las calles más apartadas; y no solamente eso, sino que deambulaba por los barrios en que el destrozo ocasionado por la Luftwaffe había sido mayor.
Muchas de las calles estaban cortadas por enormes montañas de escombros. Y un olor, dulzón, penetrante, flotaba sobre las ruinas: el olor a la muerte.
Kirk se preguntó cuántos desdichados yacían aún bajo los cascotes, indudablemente muertos ya, pero que habían debido padecer como condenados, aplastados por las vigas, cegados por la tierra y el yeso, antes de exhalar el último suspiro.
Fue de una manera repentina, sin saber exactamente por qué, que intuyó una presencia humana a su alrededor, como si, guiado por un olfato que no poseía, hubiese percibido un olor a ser humano vivo, casi increíble en aquel país de muertos. Volvió la cabeza.
A su derecha, iluminado por las explosiones de los proyectiles alemanes que seguían cayendo, por fortuna bastante lejos de allí, vio un hermoso chalé, de dos plantas, que parecía milagrosamente haber escapado a las bombas nazis.
Fue justo en el momento en que miraba hacia allá cuando vio un reflejo luminoso en una de las ventanas del piso.
Al principio, creyó que se trataba de un reflejo de una de las explosiones que, como cárdenos relámpagos, iluminaban crudamente las fachadas de las casas.
Pero pronto se convenció de que no era así. ¡Alguien estaba paseándose por las habitaciones del piso superior de aquel chalé!
Apretó el Long Rifle en sus manos.
Se decidió a cruzar la calle, y lo hizo velozmente, casi de un par de saltos, pegándose a la puerta de la casa, contra la que apoyó su espalda, comprobando que la habían dejado abierta.
Empujó el paño con toda clase de precauciones, sin que los goznes chirriasen lo más mínimo. Una vez dentro, volvió a cerrar la puerta y avanzó, orientándose gracias a las claridades relampagueantes que entraban, de vez en cuando, por los amplios ventanales.
Así pudo descubrir la escalera.
Una espesa alfombra cubría los peldaños. Era indudable que aquella lujosa mansión debía haber pertenecido a gente muy rica. Mientras subía la escalera, con un paso que la moqueta acolchaba, vio, gracias siempre al relampagueo de las explosiones, los rostros serios de hombres de otras épocas que le miraban desde la pared.
También había muchos cuadros en el pasillo al que llegó tras subir la escalera.
Con los músculos en tensión, reteniendo incluyo la respiración, empezó a andar por el pasillo, descubriendo, poco después, la claridad de la linterna eléctrica, cuyo reflejo salía por la última puerta de la derecha.
Había recorrido apenas cinco metros cuando, bruscamente, un quejido humano le dejó tieso. Casi en seguida, una voz de mujer, una lastimera y suplicante voz, llegó hasta él.
– Usted está enfermo, amigo mío… muy enfermo…
Un ronco gruñido precedió la respuesta del hombre.
– ¡Calla, puerca!
Y la mujer, insistente:
– No debe hacerme daño… nosotros le recogimos anoche, cuando le dio el ataque…
– ¡No hables de eso!
Kirk pudo comprender, sin dificultad, que había conseguido llegar hasta uno de los hombres que buscaba. Y no le cupo la menor duda de que éste pertenecía a la sucia clase de los que habían violentado y asesinado luego a la pobre muchacha cuyo cuerpo entregaron al «carro de los muertos».
Una furia salvaje se apoderó de él.
Pero era demasiado cazador para precipitarse tontamente. Por el contrario, estando ya cerca de su presa, se serenó en un abrir y cerrar de ojos.
– Lo que intenta hacer usted es una locura -dijo aún la mujer-. No se lo perdonarán nunca, soldado…
El hombre lanzó una carcajada.
– ¡Nunca me cogerán! -dijo-. Soy demasiado listo… y te guardaré aquí… conmigo… serás mía… sólo mía…
Ella exhaló un gemido.
Richard, empuñando su terrible arma, prosiguió su cauteloso avance hacia la puerta que aquel demente había dejado abierta. Cuando llegó, se movió con infinitas precauciones.
Asomó un lado de la cabeza.
El hombre que estaba de espaldas y llevaba uniforme inglés, había colocado la linterna sobre una mesa, apuntando al techo, de forma que la claridad reflejada por ésta iluminase toda la estancia.
La muchacha, cuya cofia de enfermera yacía en el suelo, estaba tendida en el lecho, atada de pies y manos.
Kirk comprendió que el hombre hacía durar el placer de saberse dueño absoluto de aquella mujer. Era como si al convertirse en realidad el sueño que había alimentado sus ilusiones durante toda su vida, no diese crédito a lo que estaba viendo.
Sin darse cuenta, de una manera paulatina, Richard sintió pena por aquel desdichado.
Se sentía satisfecho y hasta contento de que el autor de tales desmanes no fuese un hombre normal, sino un enfermo, empujado por un cerebro profundamente alterado.
Pero, casi en seguida con aquella frialdad que le caracterizaba, Kirk barrió de su mente aquellas ideas disponiéndose a cumplir con su cometido.
Enfermo o no, tenía que matarle.
Clara se preguntó, no sin una cierta angustia, si podía creer en la sinceridad de las palabras que acababa de pronunciar Edward.
El rostro del artillero mostraba, sin embargo, una expresión seria, condolida, y no había en sus labios aquella sonrisa irónica que tanto daño hacía a la muchacha.
Mirándola con intensidad, al tiempo que la cogía por los brazos, él dijo:
– De todos modos, querida, no debemos perder las esperanzas.
Clara suspiró.
Había venido a Douvres, dejando su trabajo, ya que obtuvo un permiso de un par de semanas. En realidad, no podía permanecer en la oficina, sabiendo que los dos hombres a los que estimaba corrían un peligro tras otro.
El regreso de Edward le había llenado el corazón de gozo. Pero faltaba Nick.
– ¿Es cierto que el London va a volver a Dunkerque? -inquirió con ansiedad.
Waddell asintió con la cabeza.
– Sí, Clara. Estamos preparándonos. Todavía debemos hacer un último viaje…
– Un último viaje… -repitió ella como un eco.
– Sí, quedan aún algunas tropas por evacuar.
– ¿Las has visto tú?
– Sí.
– ¿Has bajado a tierra?
– Desde luego. Lo hice, Clara, y con la sola idea de buscarle.
– Y no le viste.
– No.
Ella suspiró.
– ¡Dios mío! La verdad es que preferiría saberle prisionero, antes de que le hubiese ocurrido lo peor.
– No le habrá pasado nada malo, Clara. Seguro que le encontraré esta vez.
De nuevo Clara se preguntó si Edward hablaba con sinceridad.
Una pareja de marinos del London pasó entonces junto a ellos, camino del barco. Uno de ellos saludó a Waddell con la mano.
– ¡Enhorabuena por lo de la medalla, Edward!
– ¡Gracias!
Edward no pudo retener esta vez una sonrisa. Lo cierto era que deseaba que Nick volviese. Ahora ya no le importaba la aparición de su rival, puesto que había conseguido lo que se proponía.
La condecoración le convertía en el triunfador de aquella curiosa justa cuyos términos había establecido precisamente la muchacha.
Aumentó la presión que sus manos ejercían en los brazos de ella.
– Lo traeré, Clara. Aunque tenga que buscarlo por todo Dunkerque.
Ella se convenció esta vez de que el muchacho expresaba sinceramente lo que sentía. Aquello la alivió.
– Eres muy bueno, Ed…
La sirena del London gimió dulcemente.
– Debo irme, Clara…
– Sí…
– ¿Me das un beso?
Ella le ofreció sus labios. Una vez más, Waddell experimentó aquel placer inestimable, aquel perfume que le quedaba en la boca cada vez que besaba a la joven.
– Hasta la vuelta, cariño -le dijo, soltándole los brazos.
– Ten mucho cuidado, Ed… y procura encontrarle.
– Haré lo que pueda.
– Yo os esperaré aquí.
Edward subió por la rampa, dirigiéndose directamente a la torreta. Los marinos le saludaban, y comprobó que se había convertido en el héroe del HMS London.
– Sólo deseo -masculló mientras trepaba por la escalerilla metálica de la torreta- que se me ponga a tiro otro avión nazi…
Desde lo alto de la torreta, después de saludar a los dos ayudantes, Edward miró hacia el muelle, comprobando que Clara se había ido. Los soldados del Cuerpo Expedicionario que habían desembarcado del London estaban, en su mayoría, allí.
A pesar de haber realizado el viaje tres veces, Ed no se había acostumbrado a las escenas delirantes que provocaba la llegada de nuevos evacuados.
Detrás de él, apoyado en la barandilla, Pat dijo a su compañero, que estaba a su lado:
– Fíjate en esa mujer, Tom… ¡la pobre! La he visto aquí cada vez que hemos venido.
– Va de un grupo a otro…
Ed miró a la pobre vieja. En efecto, la mujer iba de un lado para otro, preguntando seguramente por el hijo que no había regresado aún y que probablemente no volvería jamás.
Pero no perdía la esperanza.
Otras, por el contrario, lloraban o gritaban, mesándose los cabellos, cayendo de rodillas sobre el adoquinado muelle, a veces acompañadas por niños de corta edad, o llevando uno de pecho en sus brazos.
– La guerra es una mierda -dijo O’Hara-. Una asquerosidad que nunca soluciona nada.
– Nosotros no la hemos querido -dijo Lister.
– ¡Bah! Eso habría que discutirlo, y no tengo ganas de perder el tiempo. Además, ¿qué puede importar que la hayamos querido o no? Mira esa pobre mujer vieja… Incluso si ganásemos esta guerra, cosa de la que dudo bastante, a ella le importaría un comino.
– Peor sería si la perdiésemos.
– ¿Para ella? ¡No sabes lo que dices! Pregúntaselo, anda… Dile si prefiere que ganemos la guerra y su hijo no vuelva, o que regrese perdiendo la guerra.
– Hombre… si llevas las cosas a ese límite…
– Las llevo a lo que son. Para esa mujer, su hijo es lo que cuenta. Como para todas las madres. Y si fuesen ellas las que mandasen, ¡seguro que no habría nunca más guerras!
La sirena maulló de nuevo.
Se retiró la escala y cayeron las amarras al agua. Rechinaron los eslabones de la cadena del ancla y, bajo la cubierta, vibraron los poderosos motores del London.
En la lujosa casa señorial belga, al fondo del inmenso jardín, las ventanas iluminadas parecían una contradicción, una paradoja en aquellos tiempos de guerra. Todas las luces del inmenso salón de la planta baja estaban encendidas, y los cristales lacrimosos que pendían de las lámparas brillaban como gemas.
En la larga mesa, sobre la que los platos, las copas y las botellas ocupaban casi la totalidad del espacio, dejando pequeños islotes de mantel blanco, los hombres alineados a ambos lados miraban hacia la cabecera, en un completo silencio.
Von Rukeller, después de colocarse el monóculo, leía el mensaje que un comandante acababa de entregarle. El mensajero, tras un gesto del coronel de la Luftwaffe, se había retirado, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.
El silencio tenía algo de enfermizo, y pesaba sobre los pechos como una losa de mármol.
Durante la cena, la opípara cena, apenas dijeron nada, hablando de cosas intrascendentes, procurando, con sumo tiento, no rozar siquiera los asuntos militares, sobre todo los que tenían relación con el IV Grupo aéreo.
Al que pertenecían todos ellos.
Estaban allí, además del coronel, jefe del grupo, su ayudante, el comandante Strasser, y los seis jefes de escuadrilla: tres de bombarderos en picado Ju-87 y tres del tipo Ju-88.
Von Rukeller leyó y releyó el mensaje sin que la expresión de su rostro se modificase lo más mínimo.
Sus hombres seguían mirándole en silencio, esperando que su jefe se dignase a decir algo.
Finalmente, quitándose el monóculo, después de dejar el papel sobre la mesa, el coronel sacó un pañuelo y limpió, con meticuloso cuidado, el cristal sujeto a una finísima cadena de platino.
– Es una orden general, caballeros -dijo sin levantar los ojos del monóculo-. Atañe a todos los grupos y, por ende, al nuestro.
Volvió a colocarse el monóculo; tras el cristal, su ojo izquierdo, intensamente azul pareció mucho más grande que el derecho, lo que daba a su fisonomía un aire asimétrico nada agradable, por cierto.
– Nos quitan Dunkerque -dijo luego-. La iniciativa pasa, de nuevo, a la Wehrmacht.
Strasser, que estaba sentado a su derecha no pudo contenerse.
– ¡Pero eso es inicuo, señor! Sólo la Luftwaffe conseguiría un triunfo rotundo, empleada en masa… cuando la infantería y los tanques lleguen a las playas, los ingleses habrán evacuado a casi todos sus hombres.
– Lo sé, mi querido Strasser. Lo sabemos todos… pero la orden procede del Cuartel General del Führer.
– Alguien hay allí que no nos quiere bien, mi coronel.
Von Rukeller esbozó una sonrisa.
– No nos descubre usted nada nuevo, mi querido Strasser. Yo lo he visto, con mis propios ojos, en Berlín, antes de que la campaña del Oeste empezase.
»De no haber sido por nuestro mariscal, hubiesen limitado aún más el papel de la aviación del Tercer Reich. Lo que ocurre es que esos señores de la Wehrmacht no han podido olvidar que la victoria de Polonia se debió a nuestro esfuerzo.
– ¡Quieren minimizar nuestro papel!
– Así es, amigo mío. Afirman, con esa estúpida osadía que poseen los hombres del ejército de tierra, que sus cañones evitarán el embarque de los ingleses.
– ¿Y vamos a quedarnos con los brazos cruzados?
Von Rukeller se pasó la mano por el mentón afeitado; sus dedos buscaron, sin encontrarlo, el resto de una barba que brillaba por su ausencia.
– A pesar de la drástica medida que se nos ha echado encima -dijo lentamente-, se nos permite, en principio, la realización de algunas misiones de hostigamiento… mientras que la gloriosa Wehrmacht cumple sus objetivos.
»Esta pequeña y reducida posibilidad es la que ha hecho nacer la idea, en mi mente, de una acción que podría devolver, permítame la frase, el brillo a nuestras alas.
»Debido a la fuerte acción de la Flak [23] inglesa, y me refiero naturalmente a la de los barcos, puesto que la de tierra no existe, no vamos a emplear, en esta fase de las operaciones, nuestros queridos Stukas…
Los pilotos -jefes de escuadrilla- de los Ju-87 sentados al lado derecho de la mesa, fruncieron el ceño al unísono, pero ninguno de ellos despegó los labios.
– Esta vez -prosiguió diciendo el coronel- vamos a emplear exclusivamente nuestros queridos Ju-88.
Sonrisa velada del lado izquierdo de la mesa.
– Claro -dijo aún Von Rukeller- que nos serviremos de un método sui generis en esta ocasión. Bombardearemos a gran altura los barcos exclusivamente, pero utilizando bombas retardadas.
Uno de los jefes de escuadrilla del lado izquierdo de la mesa, naturalmente, intervino entonces:
– ¿Puedo hacer una pregunta, mi coronel?
– Sí.
– ¿Tenemos bombas pequeñas de esa clase?
– No. Las que poseemos son sólo de trescientos kilos, pero es precisamente lo que nos conviene.
– Entiendo.
– A gran altura, podrán ustedes precisar sus blancos con mayor cuidado. Y cuando alcancen el objetivo, es muy probable que esos estúpidos ingleses crean, como suelen decir, que se trata de bombas que no han explotado por sabotaje en nuestras fábricas.
Algunos de los presentes se permitieron una risita breve.
– Con las bombas en sus barcos regresarán, camino de Inglaterra, convencidos de no llevar en las entrañas de su navío más que un artefacto inútil, boicoteado por los alemanes que no quieren a Hitler.
Hizo una pausa.
– Por eso nos interesa utilizar un retardo de una hora, tiempo más que suficiente para que no se percaten de nuestro artilugio.
Hizo un gesto con la mano, sonriendo luego.
– Pueden ustedes prepararlo todo, caballeros. Y esperemos que esta vez los señores de la Wehrmacht tengan que inclinarse ante la efectividad indudable de la Luftwaffe. [24]
No hubo nada morboso en el gesto de Kirk. Su disparo, limpio, deshizo la cabeza del británico. Había hecho fuego casi a quemarropa, pensando en que la muerte de aquel desdichado fuese lo más rápida posible.
Todo ocurrió tan velozmente que la enfermera lanzó un grito, sólo ya cuando el enorme cuerpo del epiléptico se desplomó en el suelo.
Dejando el arma en la mesita central, junto a la linterna, Richard se acercó a la joven.
– No tema nada, señorita.
Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de Helen.
– ¿Era… necesario? -inquirió entre sollozos.
– Sí -repuso Kirk, que la estaba desatando-. Detenerlo hubiera sido prolongar su sufrimiento.
Ella se sentó en la cama, frotándose enérgicamente las muñecas.
– Era un pobre enfermo…
– Lo sé. No podía tratarse de un hombre en su juicio. Por eso es mejor que haya ocurrido así, señorita. Ahora, si me lo permite, la acompañaré hasta donde desee.
– Gracias.
Tuvieron que avanzar por la ciudad con todo cuidado, ya que los proyectiles de obús alemanes caían ahora en profusión, estallando por doquier.
– No sabía que había mujeres inglesas en Dunkerque -dijo él mientras corrían para atravesar una plaza.
– Soy la única -repuso la joven.
– Debería haber embarcado ya.
– Lo haré cuando me toque el turno. Hay muchos heridos, sargento. Y si podemos hacer algo por ellos, no debemos pensar exclusivamente en nosotros.
Ella tropezó en aquel momento y Kirk la cogió por la cintura. A la cárdena luz de las explosiones, sus miradas se cruzaron, y el sargento experimentó una rara sensación, como nunca le había ocurrido hasta entonces.
Satisfecho, con el rostro enrojecido por el ejercicio, Mathew se dejó caer en su colchón, después de liberar a WC, que se tiró materialmente de cabeza al suyo.
– No hay duda alguna -dijo Blow-. ¡Es todo un maestro!
A su lado, John se echó a reír.
– ¡Vaya sorpresa que se va a llevar tu media naranja! -exclamó jovialmente-. Aunque va a preguntarse si los hombres van a la guerra para aprender a bailar el tango…
– ¡Ríete, cretino! Para mí es algo muy importante.
Nick, que fumaba, echado en un jergón, preguntó entonces:
– ¿Dónde demonios habrá ido el sargento Kirk?
Wilkie se encogió de hombros.
– ¿Qué nos importa? Después de todo, aunque ahora nos mande, no es nuestro jefe de pelotón.
– Me parece que no le tienes gran simpatía -dijo Blow.
– ¡Ni pizca!
– ¿Puedo saber por qué?
John bajó la voz mirando hacia la puerta de la estancia, como si temiera que Richard apareciese en cualquier momento.
– No me gusta ese tipo -confesó en voz baja-. Y voy a deciros el motivo, aunque vosotros lo sabéis tan bien como yo: Kirk es un asesino.
– ¡Eso no es cierto!
– Lo es… un tío que se pasa la vida limpiando esa arma suya, un arma prohibida, entre paréntesis, y que no piensa más que en cargarse a todo quisqui para vengar la muerte de su hermano, no es un hombre normal.
– ¡A su hermano le torturaron los nazis!
– ¿Y qué? ¿Debemos imitarles y hacer barbaridades como ésa?
– Kirk no ha torturado a nadie.
– Pero goza matando. Y lo hace de una manera poco noble. Desde lejos, como si cazase fieras en África.
Mathew lanzó un suspiro.
– Digas lo que digas, es un excelente suboficial.
– ¿No lo era Robert?
– Yo no he dicho eso, pero de los tres sargentos de la sección, Kirk es el tío que tiene más redaños. Ninguno de vosotros se atreverá a negármelo.
Una explosión más cercana que las que habían estado oyendo hasta entonces, hizo vibrar el edificio.
Pálido, Winston, al que todos creían dormido, se sentó en la colchoneta.
– Se están acercando… -dijo con un hilo de voz.
– A éste le entra el canguelo muy aprisa -rió John-. Será muy buen profesor de baile, pero como soldado…
Blow soltó un taco.
– Déjale en paz, Wilkie.
– ¿Cómo? ¿Lo has tomado bajo tu protección?
– Sí, ¿pasa algo?
– Nada, chico, nada… no te pongas así. Por mí, como si quieres acostarte con él…
Winston se había incorporado, justo cuando una nueva explosión hizo tintinear los pocos cristales que quedaban en la casa. Luego, apretándose el vientre, se dirigió hacia la puerta.
Wilkie no pudo controlar una sonrisa.
– ¡Cuidado, amigo! -le gritó-. Tira los calzoncillos lo más lejos posible… ¡he perdido mi máscara antigás!
Mathew gruñó de nuevo.
– ¡Déjale tranquilo de una vez, idiota! Si no te metes con nadie, no estás contento…
Una nueva explosión sacudió el edificio.
– Esos puercos la han tomado ahora con este barrio… -dijo John.
– También es mala suerte la nuestra -rezongó Blow-. Si no hubiésemos tropezado con ese comandante, estaríamos ya, seguramente, en la playa… o hasta en el barco, rumbo a casa.
– Todavía no hemos llegado -repuso John.
Blow escupió en el suelo.
– Da gusto estar contigo, Wilkie. Eres un optimista excepcional… ¿nadie te ha dicho nunca que tienes jeta de gafe?
– Mira tu cara, pánfilo… y deja la de los demás.
– Parece mentira que tengas tanta suerte en el juego -añadió atascado Mathew-; aunque, después de todo, se comprende. Ya conoces el dicho: «afortunado en el juego…»
– Te equivocas. A mí, las mujeres se me dan de miedo. La prueba es que no he tenido que casarme para tener una a mi lado.
– ¿Qué les das?
– Algo de lo que tú no tienes.
– Uno de estos días voy a romperte la cara…
– ¿Lo ves? El que se pica, ajos come… Yo no he necesitado atarme a una hembra para acostarme con ella. Me basta mi cara bonita.
– Si yo fuese mujer, me moriría antes de acercarme a un tipejo como tú…
– Si tú fueses mujer, yo me haría sarasa…
Nick, que intentaba dormir, aunque en realidad estaba pensando en Clara, lanzó un bufido.
– ¿Es que no podéis hacer el puñetero favor de cerrar el pico?
Fue en aquel momento cuando la explosión, precedida de un silbido que no les dio tiempo a nada, sacudió la casa como si un puño gigante intentara aplastarla.
Grandes trozos de yeso cayeron del techo, en una lluvia fina.
– Ése ha pegado en la puerta -dijo John.
Pálido, Blow se puso en pie, con el uniforme pintado de blanco y el rostro enyesado.
– ¡Madre mía! -exclamó-. Espero que no le haya ocurrido nada a Winston.
Y se encaminó hacia la puerta.
Volviéndose hacia Nick, Wilkie, sonriente, dijo:
– ¿Te das cuenta, muchacho? ¡Fíjate en el egoísmo de la gente! Hasta ahora, nada le importaba a Blow de lo que le ocurriese a WC, pero desde que se ha convertido en su profesor de baile, lo cuida como si el otro fuese de mermelada…
¡BLOUM!
Otra explosión sacudió la casa en un largo estremecimiento. Las paredes se abrieron en serpenteantes rajas. Los dos hombres se pusieron en pie.
– Creo que hay que largarse -dijo John.
– Sí.
– Ayúdame a coger las cosas de esos dos. Buscaremos un sótano hasta que haya pasado la tormenta.
Cogieron los fusiles y los macutos de sus compañeros. Cargados como mulas, atravesaron la estancia, saliendo al pasillo, en el que nacía la escalera que conducía a los bajos.
Apenas habían bajado un par de escalones cuando, de repente, Winston apareció abajo, con el rostro descompuesto, aún con las manos en los pantalones y el cinturón colgándole del cuello.
– ¡Auxilio! -gritaba-. ¡Socorro!
Se apresuraron a bajar.
– ¿Qué pasa? -inquirió John, que iba el primero.
– ¡Han matado a Blow!
– ¿Eh?
Dejó las cosas en el suelo, imitado por Nick, que se había puesto mortalmente pálido, saliendo de la casa.
Un edificio, en la acera de enfrente, ardía como una antorcha, iluminando, con reflejos rojos, la calle llena de cascotes.
Winston, que había salido tras ellos, señaló con el brazo extendido.
– ¡Allí está!
Se acercaron al cuerpo de Mathew. John se inclinó, lanzando en seguida un taco.
– ¡Pero si está vivo! ¡Ayúdame, Nick! Le llevaremos dentro…
Wilkie le cogió por las axilas y Brandley por las piernas. Fue entonces, al intentarlo, que sintió que sus manos se empapaban de un líquido pegajoso y caliente.
Se estremeció.
– ¡Se está desangrando, John!
– ¡Vamos, puñeta! ¡Aprisa!
Nuevas explosiones sacudían el suelo, pero parecía que el tiro artillero se había alargado bastante y que los proyectiles caían más lejos.
Una vez en la casa, John se volvió hacia Winston.
– Trae un colchón… date prisa… y enciende la linterna.
Tendieron a Blow, que gemía dulcemente, sobre la colchoneta. La linterna, en las manos de WC, temblaba sin cesar.
– ¡Trae eso aquí! -gruñó John, arrancándosela de las manos.
Enfocó las piernas de Mathew; una de ellas, la derecha, había sido cercenada por encima de la rodilla.
– ¡Dios mío! -exclamó Winston, temblando de pies a cabeza.
– ¡Hay que avisar al teniente! -rugió John-. Mathew necesita un médico…
– Yo voy a avisarle -dijo Nick, echando a correr.
En aquel momento, Blow recuperó el sentido y la lucidez. Se incorporó un poco, mirando hacia sus miembros ensangrentados.
– ¡Mi pierna! -exclamó.
– No te preocupes -le dijo John-. Con una pierna menos vivirás, muchacho, y saldrás para Inglaterra antes que nosotros. Te evacuarán en seguida…
Blow hizo un esfuerzo violento, y su compañero se vio obligado a sujetarle con fuerza, aplastándole contra el colchón.
– ¡No! ¡No quiero que me corten la pierna! ¡No les dejes, Winston!
– ¡Quieto!
Entonces, Blow se percató de que no había nada que hacer.
Miró con fijeza a John, diciendo luego, en voz baja:
– Wilkie, por favor…
– ¿Qué quieres?
– Ella no me querrá nunca así… ya no podré ir a bailar…
– ¡No pienses ahora en eso!
– Tú no la conoces… ahora puedo decirte la verdad, iba a bailar con mis amigos mientras yo trabajaba… es una zorra, John…
– ¡Peor para ella!
– No, yo la quiero, siempre la he querido… y no puedo consentir que me vea así… ¡Hazme un favor, amigo!
– ¿Qué quieres que haga?
Blow bajó la voz hasta que no fue más que un murmullo.
– Dile a Winston que se aleje… y… ¡pégame un tiro!
Los proyectiles de obús caían, uno tras otro, haciendo estremecer las entrañas de la tierra.
El intenso fuego de artillería se había ido acercando, lentamente, como esas tormentas que empiezan a oírse de lejos, pero que uno mira, sonriente, casi seguro de que un buen viento las alejará de nosotros.
A medida que los proyectiles caían más y más cerca, los dos hombres, en el sótano, a la luz de un petromax que colgaba del techo, dejaron de mirar con la atención que lo habían hecho hasta entonces a las cosas que estaban inventariando.
Habían extendido una manta en el suelo. Y mientras Claude anotaba en un cuaderno los objetos que sacaba de las cajas, Alain los clasificaba, tomándolos amorosamente, con dedos que temblaban un poco y un brillo de codicia en las pupilas.
Nunca habían gozado tanto.
Se sorprendieron ellos mismos de la importancia de su botín. La verdad es que habían ido escondiéndolo allí, saliendo para ir por más, sin molestarse en recordar lo que ya habían acumulado en el sótano.
Ahora podían percatarse de que habían trabajado bien.
– Aquí hay una fortuna… -suspiró Alain. Levantando la mirada del cuaderno donde hacía sus anotaciones, Claude sonrió.
– Sí, amigo mío. Una verdadera fortuna. Sólo en objetos de oro, creo que tenemos más de tres kilos.
– ¿Es posible?
– Sí, y no cuento los relojes que se amontonaban de oro.
La variedad de los objetos que se amontonaban sobre la manta daba al lugar el curioso aspecto de la trastienda de una tienda de antigüedades.
Había de todo: cuadros valiosos, relojes de todos los tamaños, cubiertos de plata, joyas, costosos bibelots…
– Nosotros sí que hemos entendido la guerra -dijo Claude.
– Es cierto. Ya lo dice el refrán: «a río revuelto, ganancia de pescadores».
– Si tuviéramos un poco de suerte…
– ¿Es que nos ha faltado hasta ahora? Salvo el encuentro con esos dos imbéciles de ingleses, todo ha ido sobre ruedas.
– Me refiero a lo que pasará luego… cuando «ellos» lleguen.
– No te preocupes. Lo importante es que podamos resistir aquí un poco de tiempo… seis o siete días. Va a ser aburrido, lo sé, pero todo esto bien merece un pequeño sacrificio.
Las explosiones de los proyectiles de obús iban acercándose. El sótano temblaba por momentos, como si la tierra vacilase bajo los cimientos de la casa.
Claude se pasó una mano nerviosa por la frente.
– Estaría bueno que ahora, que somos ricos, nos ocurriera una desgracia…
El otro le fulminó con la mirada.
– ¡No seas gafe!
– No quiero serlo, Alain. No sabes lo que daría porque esta maldita guerra se acabara ahora mismo. Aunque tuviésemos que estar encerrados en este sótano todo un mes.
– También firmaría yo…
Un proyectil estalló cerca, muy cerca. En el techo, el petromax se puso a danzar locamente, al tiempo que un polvillo de yeso caía sobre los dos hombres.
Se miraron, en silencio.
La misma angustia se pintaba en sus caras. Pero sus miradas iban con frecuencia a las cosas amontonadas sobre la manta.
Otras explosiones hicieron vibrar el suelo.
– Si nos ciegan la entrada -dijo Claude, como si hablase consigo mismo-, nunca podremos salir de aquí.
– Es que hemos hecho muy mal las cosas.
– ¿Qué quieres decir?
– Que debimos poner todo esto en varios sitios diferentes en unos escondites bien separados los unos de los otros.
– Creo que tienes razón.
– ¡Naturalmente! Si lo hubiéramos hecho así, podríamos habernos alejado de aquí para regresar luego. Incluso si nos hubiesen hecho prisioneros, nos liberarían pronto, ya que esta guerra está irremisiblemente perdida.
»Y una vez libres, hubiésemos vuelto a Dunkerque, sacando las cosas de los escondrijos.
Claude tenía la frente empapada en sudor.
– ¿No podríamos hacerlo ahora?
Una explosión fortísima impidió al otro que contestase. Lo hizo cuando el eco de la deflagración se perdió en la lejanía.
– Creo que sí. Por lo menos, podríamos llevarnos una parte del oro a otro sitio.
– ¿Y a qué estamos esperando?
– Eso es lo que vamos a hacer -dijo Alain, poniéndose en pie-. Y cuando esos malditos cañones dejen de disparar, iremos a la sastrería y nos cambiaremos de ropa.
Hicieron dos paquetes, cortando una manta por la mitad, y cargando en ellos la mayor cantidad posible de objetos del precioso metal.
Los proyectiles de obús seguían cayendo cerca, pero el número de explosiones parecía haber disminuido notablemente.
Se arrastraron por el orificio, asomando cuidadosamente la cabeza. La noche parecía más oscura a sus ojos, después de la luz intensa del petromax.
– ¡Vamos!
Alain salió del túnel, seguido por Claude. Un nuevo proyectil les obligó a tirarse precipitadamente al suelo.
Alain soltó una maldición.
Tras él, con el corazón golpeándole alocadamente las costillas, Claude dejó escapar un lamento.
– También tendría gracia que nos matasen ahora…
– ¡Calla, imbécil! -rugió el otro, incorporándose.
Se dispusieron a cruzar la calle.
Sin sentir el enorme peso que llevaban a la espalda, echaron a correr, con la vista y la esperanza fijas en el quicio de un portal, en una casita situada al otro lado de la calle.
– ¡Vamos! -gritó Alain.
Entonces, el silbido pareció desgarrar el aire de la noche. Era como si un tren expreso viniese por los aires, en medio de un estrépito infernal…
Los mecánicos daban el último repaso a los delicados motores de los aviones. Habían cargado ya, en el interior de los negros vientres, las bombas retardadas, con un mecanismo que no entraba en acción hasta dos horas después de haber sido lanzadas.
Como siniestros pájaros de muerte, los Ju-88 se alineaban a un lado de la pista.
Todos ellos pertenecían a la serie de los Ju-88 A 4/R: Dotados de dos motores Jumo 211J-1, de doce cilindros, capaces de desarrollar cada uno una fuerza de 1.400 caballos, y girando a una velocidad de 2.600 revoluciones por minuto, los potentes bombarderos podían cargar hasta cerca de dos mil kilos de bombas, o una serie de cuatro bombas de 550 libras, además de un torpedo como los que sus congéneres utilizaban en la ya iniciada guerra del Atlántico.
Los pilotos y sus tripulaciones esperaban en el dispersar [25], tomando café, fumando, charlando o jugando a las cartas.
Pronto, muy pronto, en cuanto amaneciese, se dirigirían a sus respectivos bimotores para iniciar la misión que Von Rukeller les había encomendado:
¡Bombardear cuantos buques pudieran junto a las playas sangrientas de Dunkerque!
– No sé cómo podré pagarle lo que ha hecho conmigo…
Kirk sonrió.
Por primera vez en su vida, se sentía confuso, intimidado por aquella muchacha que le había tratado con una familiaridad rayana en el compañerismo.
Le había tomado del brazo mientras él la acompañaba al Centro de Socorro del que el desdichado epiléptico la raptó.
– No tiene importancia…
Ella se echó a reír.
– Para mí, sargento, la tiene… y mucha. Se trata de mi vida. Porque ese enfermo no se hubiera limitado a…
– Por favor. No lo diga.
– Me habría matado luego. De eso estoy completamente segura.
– No piense más en eso.
Ella le miró con una curiosidad creciente. Su profesión de enfermera le había permitido adquirir un profundo sentido psicológico que, apoyado en su intuición femenina, le dieron esa rara y valiosa cualidad de conocer a las personas en seguida.
Y le habían bastado algunos minutos al lado de aquel hombre para adivinar que una profunda tragedia se ocultaba en su fondo y que, a pesar de la aparente rudeza de sus modales, Richard Kirk era, sin ninguna duda, un hombre bueno.
Incluso en sus actos más duros era bueno. Hasta cuando voló la cabeza del epiléptico, ahorrándole una muerte lenta e impidiendo las terribles consecuencias que para aquel desdichado hubiese tenido un consejo militar.
No se atrevió no obstante a hacerle preguntas indiscretas.
Pero melosa, mientras estrechaba la mano del sargento, dijo:
– Es muy probable que volvamos a vernos, en Inglaterra.
– Todo eso puede suceder -repuso él evasivo.
– Si alguna vez viene a Londres -insistió ella-, recuerde que suelo ir todas las tardes a tomar el té en el Garrick.
Él sonrió.
– ¿Lo conoce? -inquirió Helen.
– Sí. Si mal no recuerdo, está detrás de la National Gallery, ¿no es cierto?
– Sí. Se encuentra exactamente, en el número once de Irving Street. ¿Irá a verme alguna vez?
Era toda una promesa. Y él se sintió conmovido. Una oleada de agradable calor le inundó el rostro.
– Iré… -dijo.
– Me alegraré de volverle a ver, Richard… y gracias por todo.
Penetró en el chalé sobre cuya puerta ondeaba la bandera de la Cruz Roja. Kirk se quedó unos instantes junto al umbral, todavía afectado por el hecho de que ella le hubiese llamado sencillamente por su nombre.
Echó luego a andar, alejándose de allí, con el espíritu asaltado por ideas contradictorias, pero repleto de una sensación de esperanza que no había experimentado desde hacía mucho tiempo.
El médico, al que previno el teniente Crammer, operó a Mathew Blow en una habitación del piso bajo del chalé donde el comandante Norton había establecido su puesto de mando.
Mientras intervenían al soldado, sus compañeros se habían agolpado en la estancia vecina, fumando cigarrillo tras cigarrillo, lanzando frecuentes miradas a la puerta del quirófano de emergencia.
WC parecía ser el más afectado.
– Ha sido por mi culpa -no cesaba de decir-. Vino a buscarme… y yo le llamé. Entonces, al atravesar la calle…
John se volvió hacia él, fulminándole con la mirada.
– ¡Cierra el pico de una vez! Ya nos sabemos tu historia de memoria.
Lleno de compasión, Nick intervino entonces, acercándose a Winston, al que cogió amistosamente por el brazo.
– No te hagas mala sangre muchacho. Cuando algo así tiene que ocurrir, nadie puede evitarlo.
– No debió haber salido en mi busca.
– Pero lo hizo.
– Si no hubiera sido por la cagalera que te dio -terció Wilkie con tono acerbo-, todavía estaría entero. ¡Pero tu miedo tuvo la culpa de todo!
– No le trates así -le riñó Brandley-. En realidad, nadie ha tenido la culpa.
– Deberíamos estar ya en la playa -siguió rezongando John-. Hemos tenido mala pata desde que salimos de Bélgica.
Un olor dulzón a cloroformo llegaba hasta ellos, pasando por debajo de la puerta en la que estaban operando a Blow.
Volvieron la mirada hacia ella.
– ¿Crees que tendrán que cortarle la pierna? -inquirió Winston, tímidamente, dirigiéndose a Nick.
Se adelantó John, quien dijo:
– ¡Cortarle la pierna! Pero si ya la tenía cortada cuando le recogimos… ¿no es cierto, Brandley?
Nick asintió tristemente con la cabeza.
– Sí -murmuró luego.
– ¡Pobrecillo! -suspiró nuevamente Winston.
La puerta del quirófano se abrió entonces. El teniente Foster, intensamente pálido, apareció en el umbral. Los hombres se volvieron hacia él, mirándole en silencio. Fue John quien, más decidido, se acercó a él antes que los demás.
– ¿Cómo está Mat, señor?
– Bien… -dejó escapar el oficial con un suspiro.
– Pero… -insistió Wilkie; luego, dudando, sin atreverse a formular directamente la pregunta, inquirió-: ¿Se lo han hecho?
Foster hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Sí.
Detrás de John, WC lanzó un profundo suspiro.
– ¡Pobrecillo! ¡Maldita sea esta asquerosa guerra!
Nick, que se había quedado un poco atrás y no había oído lo que respondió el teniente, preguntó a John, en voz baja:
– ¿Qué ha dicho?
– Le han cortado la pierna.
– ¡Arrea!
– ¿Qué esperabas? Ya lo viste cuando lo encontramos; tenía la pierna hecha cisco.
– Es verdad…
Mientras, en la habitación que había servido de quirófano, entre tanto el doctor se lavaba las manos, ayudado por un enfermero, el padre Marcel estaba sentado junto a la mesa que había servido para operar, teniendo la mano de Blow entre las suyas mientras que sus labios se movían de manera apenas perceptible.
Mathew se estaba despabilando y movía la cabeza, en una agitación creciente; estaba escapando a la anestesia que se le había aplicado; sus labios se movían y muy pronto, dejando escapar sonidos inarticulados, empezó a decir palabras, aunque las primeras no tenían ilación alguna.
El padre Marcel apretó con mayor fuerza la mano del soldado. Y fue el bondadoso rostro del sacerdote lo primero que vio Mathew, no lejos del suyo.
– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió, articulando las palabras con bastante corrección.
El sacerdote le sonrió.
– Nada. Te han operado, muchacho…
Blow se puso bruscamente serio, muy serio. Era como si estuviese esforzándose por digerir las palabras que su interlocutor acababa de pronunciar.
Finalmente dándose cuenta exacta de lo que había oído hizo un esfuerzo, que Dumond no pudo evitar, sentándose en la cama, al tiempo que soltaba la mano que el sacerdote le había cogido, alargando ambas hacia el bulto que formaban sus piernas.
Lanzó un ronco grito.
– ¡Me han cortado la pierna! -y volviéndose hacia Dumond, preguntó ansiosamente, con las lágrimas en los ojos-: ¿Por qué lo ha permitido, padre?
– Era necesario, Mat…
– ¡No, usted no lo comprende! ¡A usted le importa un bledo lo que me ocurra al llegar a casa! ¡Son ustedes todos iguales! ¿Para qué le sirve esa cruz que lleva en la manga?
– Cálmate, por favor…
– ¡Déjeme en paz! Usted no sabe nada. Pero en cuanto llegue a casa, voy a convertirme en un trasto inútil. ¿Y sabe lo que pensará ella? Yo sí lo sé… Hasta ahora se escondía para engañarme con otros hombres. Ahora, que me he convertido en un inútil se reirá de mí, no me hará caso, y ni siquiera se ocultará para irse con los demás…
Se dejó caer sobre la almohada, cerrando los ojos de los que seguían brotando lágrimas.
– Y yo quiero a esa puerca, padre…
Dumond estaba profunda y sinceramente conmovido. Pensó, con tristeza, que un soldado que va a la guerra, y ya tiene bastante desgracia por eso mismo, debía estar desligado de los otros dolores que aquejan a los hombres.
«Estás desvariando -se dijo-. Un soldado no es ese personaje de cartón que pintan las novelas, ese héroe que lucha y que no piensa más que en el resultado del combate. Un soldado es, ante todo, un hombre, con toda su carga de preocupaciones, de sinsabores, de problemas…»
La voz del mutilado le llegó como desde muy lejos:
– ¿Por qué no ha dejado que uno de mis amigos me matase, padre?
– ¿Te has vuelto loco?
– ¡Ojalá hundan el barco en el que me lleven! Que no pase nada a nadie… sólo a mí.
Decidido, el padre Marcel se levantó, yendo hacia el médico.
– Doctor…
– ¿Qué desea, pater?
– Debe dar un calmante a ese hombre. Si me lo permiten, iré con él. Dejarle solo sería peligroso.
Una sonrisa de benevolencia se pintó en los labios del médico.
– A todos suele pasarles lo mismo, pater. Cuando se les deja sin un miembro, se desesperan… pero todo eso pasará. En cuanto llegue a su casa y encuentre el cariño de los suyos…
– No hay tal cariño doctor. Quiero ir con él; pero, por el momento, le ruego que le ponga un calmante.
– Voy hacerlo.
No era bruma lo que flotaba sobre el suelo ensuciando la claridad del alba. Era humo. Humo que se desprendía de las vigas ennegrecidas de las casas que habían ardido durante la noche: humo que brotaba de los cráteres abiertos por los proyectiles de la artillería germana; humo blancuzco, serpenteante, que naciendo en mil puntos distintos se reunía, sobre los edificios, en un largo y sinuoso brazo que ascendía hacia el cielo.
Kirk avanzaba por las calles, con el arma en la mano, todavía profundamente conmovido, con un estado de ánimo que no había conocido desde hacía muchísimo tiempo.
Se preguntó, no sin un cierto temor, si no se había dejado arrastrar por un entusiasmo que no estaba de acuerdo con su manera de ser. Desde la muerte de su hermano Harold, las cosas -esa clase de cosas que son para los demás la salsa y la pimienta de la vida- habían dejado de interesarle.
Respecto a las mujeres…
Había conocido muchas, de muchas razas, de muchas clases, pero siempre pertenecientes a ese grupo inmenso de las que se venden al mejor postor.
Nunca había poseído para él una significación mayor que la de un instrumento necesario, de vez en cuando, como un sencillo estimulante que el organismo necesitaba. De ahí que jamás se plantease ninguna especie de problema sentimental.
Pero ahora, sintiendo en su mano el contacto de la mano de la enfermera, notaba el nacimiento, en su espíritu, de ideas contradictorias, de sentimientos incomprensibles que le proporcionaban, al mismo tiempo, una confusión mental divertida y una sensación placentera que estaba lejos de parecerle desagradable.
– ¡Estaría bueno que te hubieses enamorado como un colegial! -dijo sonriendo.
Haciendo un esfuerzo, apagó un tanto aquel extraño fuego que se había encendido en su alma, y concentró su atención en el camino que seguía, procurando orientarse para llegar, cuanto antes, al lugar en el que había dejado a sus hombres.
Notó, desde que empezó a andar, que Dunkerque, como casi todas las poblaciones costeras que conocía, se extendía a lo largo del mar, alcanzando una longitud notable.
Se dio cuenta, también, de que el Puesto de Socorro en el que había dejado a Helen estaba situado al lado sur de la población, y que por eso mismo tenía que atravesar la ciudad, ya que el teniente y los muchachos se hallaban en el otro extremo, del lado norte.
Acababa de desembocar en una plaza, siguiendo un camino bordeado de casas destruidas, de montones de escombros, de profundos cráteres, cuando, al penetrar en una calle, vio los cuerpos destrozados de dos hombres que yacían en medio de la calzada.
No fueron exactamente los cuerpos lo que llamó poderosamente su atención. Había algo, alrededor de ellos, que brillaba de manera insólita, al recibir la luz del sol que, justamente, atravesaba en aquel lugar la densa humareda que flotaba sobre Dunkerque.
Se acercó, movido por una curiosidad incontenible.
Luego se detuvo, sorprendido y asombrado al mismo tiempo, mirando, con los ojos muy abiertos, los objetos que proporcionaban aquel brillo y que, desperdigados alrededor de los muertos, daban a la tierra ennegrecida un sorprendente tono dorado.
Se agachó, apoderándose de uno de aquellos objetos.
Era una sortija de oro.
Todo lo demás pertenecía a joyas diversas, valiosas, no sólo porque eran de oro, sino porque muchas de ellas, una gran parte, estaban ornadas con límpidas piedras preciosas.
Había multitud de relojes, y otros objetos, todos ellos de gran valor, esparcidos en un área de casi tres metros desde el centro del cráter que había abierto el proyectil de obús.
Los restos de los dos hombres eran prácticamente inidentificables, pero un detalle, el de las botas, permitió a Richard reconocer a dos soldados franceses.
– Deben ser los salteadores -dijo-. Seguramente los que andábamos buscando, los que asesinaron a la pobre anciana…
Se puso a recoger las joyas, metiéndolas en su macuto, mientras no dejaba de hablar, como si los dos muertos pudieran oírle.
– ¡Pandilla de cerdos! Me hubiese gustado encontrarlos vivos… pero, por lo visto, los nazis me han ahorrado el trabajo de volaros la cabeza… ¡Parece mentira que existan tipos como vosotros! Sois incluso peores que ese desdichado al que he tenido que matar…
»Él, por lo menos, tenía la justificación de su enfermedad… ¡pero vosotros! Todo esto representaba, para las familias a las que robasteis, el esfuerzo de muchos años de trabajo… y estas joyas fueron ofrecidas, sin duda, en momentos llenos de ternura…
»Pero nada de esto os pasó por la cabeza, marranos, cuando os decidisteis a robar… ¡Maldita sea la madre que os parió!
Terminó de recogerlo todo, echando después sobre los restos de los hombres una mirada cargada de desprecio.
– ¡Puercos!
Luego se alejó, apretando el paso, pensando satisfecho que había aprovechado la noche, y que muy pronto, los pocos hombres que quedaban podrían dirigirse definitivamente hacia las playas.
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> ¿No es estupenda esa?
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> He visto a la vieja antes; debe estar sola…
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> ¿Vamos?
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Tesoro, botín, ahorros.
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> ¿Han gritado en su casa, señora?
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Eres muy linda… ven… por favor.
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> No hagan eso, se lo ruego. Si quieren… tengo dinero. No mucho, pero puedo dárselo…
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> Rigurosamente histórico. La escena fue reproducida en el film Fin de semana en Dunkerque y en el magnífico libro que dio origen al guión de la película The sands of Dunkirk, de Richard Collier.
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> ¡Bandidos! ¡Cerdos! ¡Sois mil veces peores que los alemanes!
<a l:href="#_ftnref19">[19]</a> ¡Ingleses asesinos! ¡Voy a mataros a todos!
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> ¿Está usted loco? ¡Ha herido a uno de mis hombres!
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> Comandante jefe del Cuerpo Expedicionario británico.
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Nombre en clave dado a la evacuación de Dunkerque.
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> Artillería Antiaérea (DCA).
<a l:href="#_ftnref24">[24]</a> El antagonismo entre la Wehrmacht y la Luftwaffe ilustra la historia del Tercer Reich. Nunca marcharon unidas las dos armas, a pesar de que su colaboración, en un principio, proporcionó a Hitler sus mejores y más resonantes victorias. Pero la fatuidad, el estúpido egocentrismo de Hermann Goering fue el culpable exclusivo del abismo que se creó entre la aviación y las otras armas. Nunca cumplió sus promesas, y la verdadera crisis de la Luftwaffe, antes de que fuera barrida del cielo de Europa, aconteció en los tristes días de Stalingrado. Porque es muy probable que Hitler, de haber dejado de creer en Goering, quien le había prometido que nada faltaría al Sexto Ejército de Von Paulus situado en la ciudad del Volga, hubiese permitido un repliegue, salvando así a aquellos hombres que cayeron en poder de los rusos. Pero el mayor fanfarrón del Tercer Reich no podía permitir que nadie dudase en el poder omnímodo del arma que él había creado.
<a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Sala de reuniones de las tripulaciones dispuestas para una salida. La palabra es de origen inglés, pero se internacionalizó durante la Segunda Guerra Mundial.