38694.fb2 La Marcha De Los Vencidos Dunkerque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

La Marcha De Los Vencidos Dunkerque - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

Cuarta Parte

Los hombres

«Finalmente, quedaron ellos. Todavía vagaban por la Tierra las Bestias. Triunfadoras, sabían que su reino empezaba…

Pero ellos seguían viviendo. Estaban asustados, temerosos, como si se percatasen de la horrible máquina que habían puesto en marcha, un mecanismo mortífero que es fácil hacer funcionar; pero que sólo se para cuando Dios lo quiere.

Eran seres pequeños, cargados de miedo, acuciados por mil angustias distintas, atados a una vida breve cuya esencia no podían comprender.

Desdichados, débiles, frágiles, tenían, no obstante, el ardiente deseo de forjar un futuro limpio para sus hijos, para los hijos del mundo entero. A veces, dejándose llevar por una vana ilusión, pronunciaban grandes palabras, emborrachándose con ellas, tan satisfechos de sí mismos como el pintor que, ante el lienzo virgen, ve ya la obra concluida.

Hablaban de Libertad, de Democracia, de Un Mundo Mejor. Como si tales cosas fueran posibles. Sin embargo, se les podía perdonar, en cierto modo, aquella estúpida manera de decir disparates: porque eran hombres.»

I

La mutilación sufrida por Blow sumió a Kirk, a su llegada al puesto de mando del comandante Norton, en una tristeza sincera.

Mientras se dirigía al despacho del teniente Crammer, donde se encontraba también el teniente Foster, su jefe de sección, Richard juró por lo bajo, caminando al lado de John, a quien se había encontrado en la calle.

– Estaba tan desesperado que quería que lo matásemos… -dijo Wilkie.

– Y no es para menos. ¡Vaya mala suerte! Cuando casi estábamos en la playa.

John torció el gesto.

– Todavía no la he visto con mis ojos, esa puñetera playa. ¡Desde que estamos dirigiéndonos a ella!

– Ahora va de verdad, John. Nada hacemos aquí, ya que he tenido la suerte, como te he contado, de solucionar lo que nos detenía aquí.

– Me hubiese gustado estar contigo cuando descubriste a ese hijo de perra. Y la enfermera… ¿qué tal estaba?

Richard no pudo contener una sonrisa.

– Eres tremendo, John. En cuanto hablan de una mujer, ya estás poniéndote negro.

– No me has dicho si era guapa…

A Kirk no le molestó que el soldado le tutease. Después de todo, habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo para no dejar que los hombres se sintiesen más unidos al único suboficial vivo que quedaba.

Pero lo que le mosqueó fue la insistencia del Tommy.

– Deja en paz a esa muchacha, Wilkie. Y espérame aquí. Voy a hablar con el teniente…

John se encogió de hombros, siguiendo con la mirada a Kirk. Una sonrisa se pintó en sus labios.

«A ése ya le han cazado -se dijo-. Y no le ha sentado mal del todo. ¡Hasta me ha permitido que le llame de tú! ¡Ay! -suspiró luego-. Yo no sé lo que tienen las mujeres para cambiar a un tipo y darle la vuelta como un guante…»

Mientras, después de haberse presentado a los oficiales, Richard les hizo una detallada exposición de su aventura nocturna. Los dos hombres le escucharon, sin interrumpirle una sola vez, en silencio.

Crammer, cuando el suboficial hubo terminado su relato, suspiró:

– ¡Ha hecho usted un magnífico trabajo, sargento!

– Gracias, mi teniente.

– Me habría gustado tenerle aquí, desde el principio. Se necesitaban hombres como usted para esa clase de trabajo que es, digámoslo, un tanto policíaco.

Y volviéndose hacia George, añadió:

– Ya pueden dirigirse a la playa, amigo mío. Voy a darles el pase y la orden de embarque. Deje que consulte los libros…

Abrió uno de ellos, tomando algunas notas. Luego escribió en un papel que tendió a Foster.

– Ahí está. Se dirigirán al norte del Malo-les-Bains, pero sin llegar a la antigua batería de Zuy-coote. Es fácil. Verán, desde lejos, el edificio del Sanatorio, ahora destruido…

– ¿A quién tenemos que presentarnos?

– Al mayor Leemon. Él es el encargado del embarque en aquella zona.

Tendió la mano a George, que la estrechó con calor.

– Gracias por todo, amigo Foster. Me ha sido usted de mucha utilidad. ¡Lástima lo que le ha ocurrido a su hombre!

– Son cosas de la guerra. ¡Hasta la vista!

Crammer sonrió tristemente.

– Hasta la vista… si nos vemos.

Momentos después, Foster reunía a sus hombres en la calle. Por fortuna, la artillería alemana, aunque seguía disparando, lo hacía ahora sobre el sector del puerto, en el extremo opuesto al que los ingleses estaban.

Al ver al padre Marcel, con su mano vendada, Foster se acercó a él.

– ¿No se ha ido usted con Blow? -le preguntó.

– No. Lo pensé mejor. A él se lo han llevado en una ambulancia. Y prefiero quedarme con ustedes.

Foster miró tristemente a lo que quedaba de su sección.

En primer término, serio como siempre, el sargento Richard Kirk. Tras él, los tres hombres que quedaban con vida… o enteros: WC, con una cara inmensamente larga, Nick Brandley, el relojero, sonriendo con simpatía, y John Wilkie, el bromista de siempre, lleno de vida soportando, sin quejarse, aquellas tremendas almorranas que tanto le hacían sufrir.

Suspiró antes de decir:

– Ha llegado el momento de ir a la playa. Atravesaremos la ciudad. Quiero que lleven las armas dispuestas. Después de lo que hemos pasado, creo que debemos olvidar la confianza y estar prevenidos para cualquier cosa. Puede ordenar la marcha, sargento. Usted, padre, venga conmigo…

Detrás de ellos, la voz estentórea del suboficial se dejó oír, como si ordenase en el patio de un cuartel.

– ¡Atención! ¡Armas en la mano! ¡Paso de maniobra! ¡De frenteeee… MARCH!

* * *

Apuntando hacia el cielo límpido, el cañón de la DCA, en su torreta pintada de gris, giraba suavemente, como un largo dedo que apuntaba al azul terso del firmamento.

En su sillín metálico, el ojo derecho en el visor, Edward Waddell examinaba el círculo sobre el que se pintaban las cifras del sistema telemétrico.

Ni un solo avión enemigo les había molestado desde que abandonaron Douvres.

Utilizaban la Ruta Y, la más larga de las tres, y la más segura, con sus 87 millas marinas de camino. Durante la primera parte del trayecto, no habían encontrado ningún otro navío; pero ahora, después de haber virado casi en redondo, para hacer la ciaboga de la boya Kwinte, antes de poner rumbo sudoeste, empezaron a ver los buques que venían atiborrados de tropas, desde Dunkerque.

No eran navíos grandes, y el HMS London parecía, junto a ellos, un verdadero coloso. Se trataba de yates de recreo, de remolcadores y hasta de lanchas y gabarras que habían sido movilizadas para llevar a cabo la famosa Operación Dynamo.

Desde la torreta, los artilleros del London miraban a aquellas embarcaciones en cuyas cubiertas se amontonaban hombres con uniformes destrozados, con rostros sombríos bajo los cascos planos.

No sólo había ingleses. Algunos barcos iban llenos de soldados franceses, con sus viejos cascos característicos. Y su alegría. De una de las embarcaciones llegó hasta el London el quejumbroso lamento de un acordeón.

Pat O’Hara y Tom Lister estaban en sus puestos, junto al cañón, dispuestos a entrar en acción en cuanto fuera necesario. Pero, hasta el momento, no habían avistado un solo aparato nazi.

– Si tenemos un poco de suerte -dijo Tom-, haremos este último viaje y volveremos tranquilamente a casa.

Pat torció el rostro en una mueca.

– ¡Eres un sucio egoísta, Lister!

– ¿Por qué dices eso?

– Porque no piensas más que en tu asquerosa piel. Ni siquiera utilizas tu cabeza normalmente.

– No te entiendo…

– Porque no tienes cabeza. ¿Crees que después de este viaje se habrá terminado todo?

– Han dicho que era el último.

– Sí, ya lo sé. Los grandes estrategas, esos que no separan el culo de sus asientos, allí en Londres, juzgan que con este viaje habrá terminado la evacuación…

Escupió, con un gesto de asco.

– …pero, ¿qué ocurrirá con los pobres tipos que luchan contra los nazis para evitar que entren en Dunkerque?

– No lo sé, no es asunto mío.

– ¡Muy bonito! Y luego presumirás, en alguna tabernucha, de ser un gran patriota. ¡Marranada de guerra! Escucha bien, pedazo de memo, ya verás cómo más adelante se habla de Dunkerque como un triunfo británico. Una serie de tipejos se liarán a escribir páginas para que los niños no olviden nunca lo que se hizo aquí.

»Pero ninguno de esos puercos dirá una sola palabra de los que se quedaron en tierra, de los que murieron en las trincheras para permitir que los barcos sacasen a gran parte del BEF…

»A esos se les olvidará con toda facilidad. Los que no mueran caerán en las garras de los germanos y se pasarán media vida en un campo de prisioneros…

– ¿Es que crees que la guerra va a durar tanto tiempo?

– ¡Naturalmente! Si un día vencemos a Hitler, cosa que dudo mucho, tendremos que volver por este mismo camino para desembarcar en Francia. ¿Y crees que los «cabeza cuadrada» nos dejarán hacerlo tranquilamente?

»Pasarán años antes de que tengamos la fuerza suficiente para llevar a cabo una cosa así. Y eso sin contar que si Adolf lo quiere, va a hacernos una visita a casa dentro de poco.

Se echó a reír, aunque su risa sonaba a falso.

– Ya veo a los de las SS paseándose por Trafalgar Square.

– ¡No digas idioteces! Nadie venció nunca a Inglaterra.

– Pues esto que estamos recibiendo ahora, mi querido británico, se llama, llana y simplemente, una buena zurra…

Ed separó la cara del visor, bajando la mirada hacia los dos hombres.

– Cuando os hayáis cansado de decir idioteces, lo decís -gruñó.

La risa de O’Hara sonó ahora más normalmente.

– ¡Te comprendo, Ed! No te gustaría que los alemanes interrumpiesen tu luna de miel, ¿verdad? Porque después de la medalla que van a darte, esa gachí del puerto va a convertirse en tu mujer…

– ¡Déjala en paz!

– Pero si yo no le hago nada… aunque, pensándolo bien, ¿qué ocurriría si ese tipo, ese relojero, apareciese en la playa con media docena de condecoraciones… ¡sería la monda!

Tom lanzó un penetrante silbido.

– ¡Vaya cochinadas que se te ocurren, Pat! -exclamó, riéndose-. No amargues la vida a nuestro superior…

– ¡Id los dos al infierno! -gruñó sordamente Ed, volviéndose hacia su aparato.

Ahora, mirando hacia proa, podía ver, allá lejos, la densa columna de humo que, como un tétrico faro, señalaba la situación geográfica de Dunkerque.

* * *

A medida que se acercaban a la playa, dejando a su espalda los últimos edificios, los chalés cuyas terrazas destruidas miraban en otros tiempos hacia el mar, los hombres de la sección del teniente Foster entraron en contacto con una tragedia que sólo habían podido adivinar.

Una increíble cantidad de material de toda clase yacía sobre las dunas de arena.

Había allí de todo; armas de todas las especies, tanques, camiones, piezas de artillería, ambulancias, montones de cajas de munición, montañas de latas de conserva, cordilleras de jerrycans de gasolina.

– ¡Por Dios! -exclamó John, boquiabierto-. ¡Aquí hay dinero para comprar toda un ciudad!

– Ni que lo digas… -suspiró Nick, que caminaba a su lado-. Un buen obsequio para los alemanes.

– ¡Somos idiotas! ¿Por qué no se destruye todo esto antes de que caiga en las sucias manos de los nazis?

– Quizá porque deseamos ayudarles un poco…

Pasaron entre aquel maremágnum de cosas dispares. De vez en cuando, veían el cuerpo de un soldado, tirado a un lado, con un fusil que había sido clavado en el suelo, para señalar a los enterradores el lugar en que había un muerto.

– ¡Sí que hay fiambres por aquí! -comentó John.

– ¡Pobres tipos! -dijo Brandley-. Morir cuando estaban ya cerca del mar… ¡también es mala pata!

Pasaron entonces por un claro, viendo un gran grupo de heridos que yacían en el suelo, algunos sentados, otros echados. Las vendas estaban sucias y mostraban manchas de sangre negra, coagulada hacía muchísimas horas.

– Son franceses… -dijo Nick.

Al paso de los británicos, los galos se incorporaron, aquellos que podían hacerlo, levantando amenazadores puños hacia los que pasaban.

– Vise-moi ça! -exclamó uno de ellos que tenía la cabeza vendada, cubriéndole además todo el lado derecho del rostro-. On s’occupe pas de nous, mais ces petits Anglais on les embarque sans plus! [26]

– Nous sommes ici depuis trois jours! [27] -protestó otro.

Amablemente, John se acercó a ellos, sacando un paquete de cigarrillos.

– Pronto vendrán por vosotros -les dijo, tendiéndoles el paquete.

– ¡Métete los pitillos en el culo! -gruñó el de la cabeza vendada-. ¡Anda, id al barquito… por algo sois ingleses… A nosotros, a los franceses, ¡que nos parta un rayo! Pero os aseguro que si los boches me admiten, voy a irme con ellos para desembarcar en Inglaterra y pasar el resto de mi vida cortando cabezas a hijos de Gran… Bretaña…

– ¡Vamos, John! -gritó el sargento Kirk, que se había detenido.

Wilkie guardó el paquete y fue a reunirse con el resto del pelotón.

Entonces, los franceses, a coro, empezaron a cantar:

Fous le camp, cochon de Britannique!

et ne reviens plus dans le pays;

nous te connaissons, sale cynique;

lâche porc d’Anglais, va-t-en d’ici![28]

Los ingleses apretaron el paso. Poco después, al oír los silbidos de una salva de proyectiles de artillería, se tiraron al suelo. La tierra tembló bajo ellos; una lluvia de arena y de pedazos de metal mosconeó largo tiempo sobre sus cabezas.

Se pusieron lentamente en pie.

Mirando hacia atrás, John comprobó que algunos proyectiles habían caído sobre los heridos franceses. Gritos desgarradores llegaron hasta él.

A la cabeza de la fila, el padre Marcel, pálido como un muerto, miró al teniente.

– Vamos a ayudarles… -musitó con los labios que temblaban.

– No podemos hacer nada por ellos, padre. La Sanidad se ocupará de esos desdichados.

– Espero que no habrá hecho caso de la canción. Compréndalo, llevan tres días ahí, abandonados, desesperados…

Foster sonrió tristemente.

– Lo comprendo, pater. Lo de la canción, en el fondo, me ha hecho gracia… y creo que yo hubiese cantado con ellos de haberme encontrado en su situación.

Se volvió hacia los hombres.

– ¡Adelante!

* * *

Habían trasladado el Puesto de Socorro a la playa, muy cerca de la orilla, donde se utilizaba un viejo muelle de madera para acostar las pequeñas embarcaciones o los botes que conducían los heridos a los barcos que iban llegando.

Helen terminó de vendar un pie, dirigiéndose luego hacia el lugar en que el doctor Leemer hablaba con un oficial de la Marina.

Los heridos yacían en el suelo, en largas hileras, sólo algunos disfrutando de camillas, el resto yaciendo sobre la arena, con una manta bajo el cuerpo. A la luz difusa del día, que no conseguía atravesar la densa humareda que flotaba sobre Dunkerque, todo aquello ofrecía un aspecto dantesco.

Mirando hacia el mar, mientras caminaba sobre la arena, Helen vio las siluetas de los buques que habían sido alcanzados por la Luftwaffe, y que asomaban parte de su obra muerta por encima de la línea verdosa del mar.

El médico se volvió hacia ella al oír los pasos de la muchacha.

– ¿Y bien, Helen? -inquirió.

– Todo en orden, doctor. Acabo de vendar a uno de ellos. Se enganchó el vendaje en un hierro… ¿no hay ningún barco aún?

Fue el oficial de Marina quien contestó:

– Estamos esperando al London, señorita. No creo que tarde mucho tiempo en llegar.

Levantando la cabeza, el doctor Leemer miró al cielo.

– Si al menos los buitres no volviesen.

– Llevan cerca de diez horas sin aparecer -repuso el otro-. Exactamente desde que empezó el ataque por tierra.

– ¿Tiene noticias de los defensores?

– Llegan algunas. Combatieron ayer, sin retroceder un solo palmo… ¡Son sencillamente formidables! Lástima que no podamos llevárnoslos con nosotros.

– Eso quiere decir que la evacuación va a ser dada por terminada.

El marino asintió con la cabeza.

– Sí. En la jornada de hoy, cuando hayamos embarcado a sus heridos y a unos cientos de hombres que esperan ahí atrás, terminará el embarque en este sector de playa.

– ¿Y en los otros?

– No lo sé. Quizá lleguen algunos barcos más, pero no creo que esto dure mucho. La artillería enemiga alcanza ya las playas… y así no puede hacerse nada.

Leemer sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al marino. No hizo ningún gesto similar hacia la muchacha porque sabía que Helen no fumaba.

A doscientos metros de aquel lugar, en el extremo de una de las hileras de heridos, Mathew Blow, echado sobre un lado, miraba, con los ojos muy abiertos, aunque no se fijaba en nada concreto.

Hacía unos treinta minutos que había salido de la acción del sedante que, en la noche, le había administrado el doctor que le operó. No se dio cuenta de que había sido trasladado al Centro de Socorro y, después, a esta parte de la playa, donde estaba rodeado de heridos por todas partes.

Alguno que otro, de vez en cuando, gemía. Otros pedían agua y, otros, sencillamente, se callaban. Como él, que estaba hundido en los mismos angustiosos pensamientos que cuando se percató de que le habían amputado la pierna.

No se sentía triste, sino temeroso del regreso a Inglaterra. Durante mucho tiempo, tanto como pudo, ocultó a sus compañeros de pelotón la realidad de su matrimonio. Quizá lo hizo por simple pudor, o hasta, también era posible, para engañarse a sí mismo.

¡Es tan sencillo forjarse una ilusión, disfrazar la realidad, hacerse a la idea de que las cosas no son tan horribles como parecen ser!

Desde que embarcó para Francia, se había agarrado espasmódicamente a la idea de que Peggy no podía ser como era. Movido por tal deseo, llegó a analizar detenidamente su comportamiento con ella, pensando que si su mujer le había engañado era, sencillamente, culpa suya.

No había sido un buen marido -se dijo-. Siempre trabajando, sin darle la menor alegría, sin sacarla apenas de casa. Claro que las cosas no habían ido muy bien, y tuvo que apretar los codos para adquirir primero la casa que compraron y proveerse después del coche tan necesario para su trabajo.

También era cierto que su vida de viajante le había mantenido alejado de su esposa por largos lapsos de tiempo. Pero nunca le faltó al respeto. La quería y consideraba como una estupidez el pasar unas horas con una mujer desconocida que, por mucho que lo simulase, se acostaba con él sólo por el dinero o el regalo que recibía a cambio.

– Es malo dejar a la mujer sola… -murmuró, mirando al camión de municiones que estaba tumbado no lejos de él, medio enterrado en la arena.

Sí, se había echado toda la culpa encima, sin hipocresía, pensando sólo en rehacer su vida en cuanto regresase a Inglaterra. Iba a dejar de ser viajante y, cuando le desmovilizaran, cambiaría de profesión y buscaría un empleo fijo, en Londres, lo más cerca posible de su casa.

También sacaría a Peggy. La llevaría de paseo; harían excursiones, ya que pensaba conservar el coche. Y hasta la llevaría a bailar. Por eso se había empeñado en que WC le enseñase.

Sonrió.

¿Qué harían sus compañeros ahora?

Se acordaba de todos ellos, pero frunció el ceño al recordar a los que habían muerto. Esos no regresarían jamás, y habría madres, esposas y novias que les esperarían vanamente…

¿Durante cuánto tiempo?

¡Bah! Si tienen una Peggy por mujer, nada habrá que pueda llenar de pena a las que no les esperarán mucho. Sus ideas se concentraron. Estaba seguro de que su mujer le había engañado a mansalva desde que partió para Francia.

Y ahora…

Sin una pierna, ella le despreciaría. Ya no podría encontrar un empleo adecuado. Nadie quiere a un cojo. Y con la poca pensión que percibiría…

Se mordió los labios hasta hacerse sangre.

Tenía la mirada fija en el camión, pero no se había fijado en el objeto negro y brillante hasta aquel preciso momento. En realidad, hasta entonces, había mirado sin ver, hundido profundamente en sus pensamientos.

Ahora se fijó. Era como si aquel objeto, de superficie cubierta de cuadritos, ejerciese sobre él una atracción cada vez mayor. Allí estaba, a su alcance, la solución de todos los problemas.

– ¡Que se divierta todo lo que quiera, esa…! -gruñó.

Empezó a arrastrarse.

Nadie advirtió sus movimientos. Bastante tenía cada uno con su propia tragedia, con sus dolores, con su sufrimiento…

Cuando cogió la granada, la cerró con fuerza en su mano. Luego se volvió, miró hacia los heridos y juzgó que ninguno de ellos recibiría ningún mal cuando la bomba de mano explotase.

Estaba lejos de la última hilera.

Los demás movimientos los llevó a cabo de una manera automática, forzándose a no pensar. Quitó la anilla y apretó la palanca en su mano que no temblaba, pero sintió que tenía el cuerpo cubierto por un pegajoso sudor helado.

– Así es mejor… -musitó.

Durante un segundo, y sin que pudiese explicarse el motivo, la imagen del pater francés se le apareció, con una mueca cargada de reproche.

– ¡Bah! -exclamó, soltando la palanca.

Una terrible llamarada rojiza le envolvió.

II

La patrulla, dos soldados de la Marina precedidos por un joven sargento de infantería, les detuvo.

Después de presentarse, Foster tendió al suboficial el papel que le había dado el teniente Crammer.

– De acuerdo -dijo el sargento devolviendo el pase a George-. Pero tendrán que esperar aquí. El London llegará pronto. De todos modos, antes de que lo hagan ustedes, tendremos que embarcar a gran número de heridos que esperan en la playa.

– Bien.

– Todos los grupos de infantería, unos seiscientos hombres y doscientos cincuenta franceses, que quedan aquí cerca, embarcarán con ustedes.

– Comprendo… pero… hemos visto unos heridos franceses… más arriba.

– Sí, ya sé. Recibieron algunos proyectiles de obús cuando íbamos a buscarlos. Se han salvado muy pocos…

– ¿Han quedado allí? Dijeron que llevaban tres días esperando.

El suboficial sonrió.

– No haga caso, señor. Llegaron ayer por la tarde. Les atendimos en lo que pudimos. Los que se han salvado del bombardeo de la artillería, están ya en la playa, junto a los heridos británicos.

– Me alegro mucho. Me entristecí al ver a esos desdichados…

La sonrisa se amplió en los labios del suboficial.

– Seguro que le cantaron la cancioncita, ¿verdad, señor?

– Sí.

– ¡Ya me lo imaginaba! Ese teniente Ferral era un diablo…

– ¿Ferral?

– Sí. El autor de la letra… y de la música. Era periodista antes de la guerra.

– Era…

El rostro del joven se ensombreció bruscamente.

– Sí. Ha sido uno de los que resultó muerto cuando cayeron los proyectiles de obús sobre ellos.

Se llevó la mano al casco.

– Elija cualquier sitio para esperar, junto a sus hombres, teniente. Pero no se aleje demasiado. Seré yo el encargado de venir a buscarlos para llevarles a bordo del London.

– Gracias.

Se acomodaron, sobre la arena, entre dos grandes camiones abandonados. Winston sacó una lata de carne y empezó a comer, no sin haberse quitado las botas y los calcetines, o lo que de ellos le quedaba, frotándose amorosamente los dedos de los pies.

John, que había encendido un cigarrillo, protestó:

– ¡Eres un cerdo, Winston! ¡Un marrano de los peores! Estás comiendo y tocándote los pies… ¡si al menos los llevases limpios!

– ¡Están mucho más limpios que tu culo, guarro! Yo, por lo menos, no tengo almorranas…

Wilkie se puso en pie, echando fuego por la boca.

– Si no estuviesen el teniente y el sargento tan cerca -dijo con un tono amenazador en la voz-, te iba a partir los morros…

Se alejó, penetrando por el espacio que había entre los dos vehículos.

Quería fumar tranquilo y, sobre todo, no ver ni oler aquellos pies que tanto significaban para Winston.

– ¡Qué tipo más gorrino! -gruñó.

Detrás de los camiones había más vehículos y toda clase de material de guerra. Daba pena ver el abandono de todo aquello que, calculó mentalmente el Tommy, debía valer una millonada.

Siguió andando, pensando en lo que haría si pudiera tener todo el dinero que valían aquellas maravillas ahora tiradas sobre la arena.

De repente, con todos los músculos del cuerpo contraídos, se detuvo. Rígido, miró hacia delante, sintiendo que un escalofrío le recorría la espalda.

Junto a una vieja ambulancia, a la que faltaban los neumáticos traseros, un hombre se estaba afeitando. Un hombre vestido de negro, de pies a cabeza, y que mostraba, por encima de la nuca, una mancha clara, perfectamente redonda.

Era un cura, pero John no pronunció aquella palabra, sino que dejó escapar entre sus labios:

– ¡Un paracaidista alemán disfrazado!

Volaron a su mente lo que el teniente les había dicho respecto a las falsas monjas. Aquel tipo estaba afeitándose, como ellas. Maldijo el haber dejado el fusil y, retrocediendo, con cuidado, sin separar la mirada del hombre, corrió luego hacia donde había dejado a sus amigos.

– ¡Sargento! -gritó, después de haber cogido el fusil.

– ¿Qué hay? -inquirió Kirk incorporándose.

– ¡Un espía alemán, señor! Va vestido de cura. Le he visto ahí detrás, estaba afeitándose… como aquellas monjas de las que nos hablaron.

Richard esbozó una sonrisa.

– Los curas se afeitan muchacho…

– ¡No es un cura! ¡Es un espía!

Foster, que le había oído, se puso en pie, haciendo algunas preguntas al soldado. Luego, asintiendo con la cabeza, se volvió hacia Richard.

– Acompáñele usted, sargento.

– Bien, señor… ¿y si es un espía?

– Ya sabe lo que tiene que hacer.

– ¡A la orden!

Foster volvió a sentarse junto al pater que, echado sobre la arena, se había quedado dormido. Justamente, en aquel instante, Dumond se despertó, sentándose.

– Creo que me he quedado traspuesto -dijo, sonriente.

– No importa. Usted está junto a nosotros, y ya lo conocemos. Pero no creo que ese otro pater lo pase bien cuando Kirk le ponga la mano encima.

– ¿De qué está usted hablando? -preguntó el sacerdote frunciendo el ceño.

Foster le explicó lo ocurrido.

– Pero, ¿y si fuese un sacerdote de verdad?

– Nada le ocurrirá.

– ¿Usted cree? Kirk es incapaz de conocer la verdad. ¡Dios mío! ¡Vamos, teniente! ¡Y Dios quiera que no lleguemos demasiado tarde…

Corrieron, pasando entre los dos camiones. Apenas habían recorrido una docena de metros cuando oyeron un grito de dolor.

El padre Marcel se puso intensamente pálido.

– ¡Aprisa! -balbuceó.

Pronto llegaron junto a la ambulancia. Los dos ingleses estaban en pie. Y, frente a ellos, el hombre vestido con sotana. De la boca temblorosa brotaba un hilillo de sangre.

Al oír los pasos tras él, Kirk se volvió.

– ¡Es un espía, mi teniente! Ni siquiera lleva documentación…

El hombre de negro suspiró; luego, expresándose en un francés que temblaba y dirigiéndose a Marcel, dijo:

– Je suis le curé de Berges, Monsieur! Je suis ici, avec quelques enfants que j’ai caché dans cette ambulance… [29]

– ¡No le haga caso, pater! -explotó Kirk en francés-. Váyanse de aquí un par de minutos y yo le haré cantar.

El padre Marcel miraba fijamente al hombre de sotana.

Bruscamente, sonrió. Frunciendo el ceño, hizo un gesto con la mano, como para evitar que el suboficial atacase de nuevo al desconocido.

Y dijo, en inglés, en voz baja:

– Deje, amigo mío. Hay una manera de comprobar en seguida si este hombre miente.

Se acercó al otro.

– Licet-ne per te, Domine, sacrum facere? [30]

El otro sonrió. Y sin dudarlo, al tiempo que asentía con la cabeza, repuso:

– Aliquam moram facias, et indicabo tibi… [31]

Siempre sonriente, Marcel se volvió hacia los británicos.

– Es un sacerdote verdadero…

Kirk hubiese querido que se le tragase la tierra. Confuso, se acercó al sacerdote.

– Perdone, pater… ¿le he hecho mucho daño?

– No, no ha sido nada.

Señaló la ambulancia.

– Aquí tengo a cuatro niños cuyos padres han desaparecido. Si pudiesen hacer algo por ellos…

Marcel sonrió de nuevo.

– No se preocupe, padre. Venga con nosotros y traiga a los niños. Es peligroso que siga usted solo…

– Ya lo he visto -repuso el sacerdote pasándose los dedos por los labios que empezaban a hincharse.

Los pequeños fueron obsequiados por los Tommies con todo lo que pudieron ofrecerles. Kirk tuvo que hacer de intérprete, ya que Winston, Nick y John no se cansaban de charlar con los niños.

Mientras, sentados junto al oficial, los dos sacerdotes hablaban animadamente.

Los pequeños acabaron por dormirse.

Con el estómago lleno de todas las golosinas que los soldados les habían dado, los cuatro francesitos se tendieron junto al camión, juntos, encogidos en sí mismos, en esa deliciosa actitud fetal que adoptan los niños cuando duermen tranquilos.

* * *

Anochecía.

Desde la torreta del cañón de la DCA, Edward miraba cómo el brasero inmenso de Dunkerque parecía acercarse.

Acabada la vigilancia diurna, Tom y Pat dormían, bajo la torrera, sobre las colchonetas, duras como la piedra, que les servían de lecho. Él, en cambio, no podía conciliar el sueño.

Una rara intuición se había apoderado de él, como si hubiera sido capaz de decir lo que precisamente iba a ocurrir.

Mirando el reflejo rojizo que parecía flotar por encima de la zona de Dunkerque, se preguntaba, con cierta angustia, si Nick Brandley estaba «verdaderamente» allí.

Muchas cosas podían haber ocurrido (¿o debió decir debían haber ocurrido?). Un hombre en aquel infierno que había sido la estancia del Cuerpo Expedicionario Británico en Francia y Bélgica, tenía, lógicamente, muchas, muchísimas probabilidades de…

Le costó soltar la palabra.

«…de morir -se dijo por fin-. No es que yo lo quiera -se apresuró a agregar rápidamente, movido por un sentimiento que él sabía que era hipócrita-, pero ahora todo marcha perfectamente entre Clara y yo. Ella sabe que me he portado bien, que soy el mejor… ¿por qué diablos tendría que aparecer ahora Nick?»

Pero, ¿por qué pensaba de aquella manera? ¿Tenía acaso temor de su oponente, de su rival? Se mordió los labios.

– No -dejó escapar entre los dientes, con voz sorda-. No le temo. A quien temo es a Clara. Si este imbécil aparece ahora, a lo mejor herido, aunque sea poco, Clara es muy capaz de dejarse llevar por ese instinto maternal que le domina…

¡Estaría bueno que le ocurriera una cosa así!

Por eso miraba con tanto temor aquel reflejo rojizo que, como un trágico faro, mostraba en el horizonte la situación de Dunkerque. Allí, en una de aquellas playas podía encontrarse el obstáculo a su felicidad.

¿Y si Nick hubiera sido evacuado ya, en otro buque, y se encontrase camino de Inglaterra? No quería pensarlo.

Temía siempre lo mismo: la actitud maternal de Clara de la que el relojero podría muy bien aprovecharse. Y aquello constituía una especie de idea obsesiva que le estaba haciendo un daño enorme.

Volviendo de nuevo el rostro hacia Dunkerque -estaba empezando a amanecer- vio surgir llamaradas en muchos puntos de la playa. Comprendió que se trataba de la explosión de proyectiles de obús con que los artilleros alemanes regaban las dunas de la ciudad.

Y bruscamente, sin remordimiento alguno, dejó escapar, como un silbido, entre sus labios apretados:

– Si estás allí, en la playa, sería mejor que un proyectil te hiciera pedazos.

La noche le había pasado sin que se diese cuenta. Y ahora, que el alba se desgarraba, en un cúmulo de rosas, tras las tierras de Francia, se consideró, a pesar de sus triunfos, y sin saber el motivo de su brusca depresión anímica, en inferioridad ante su rival.

¡Nunca había odiado tanto a Nick Brandley!

* * *

Winston gimió en voz baja.

Acercándose a él, Nick le dio un empujoncito en el hombro, convencido de que su compañero estaba sufriendo una pesadilla.

Sobresaltado, WC abrió los ojos.

– ¿Qué ocurre? -inquirió, sentándose sobre la arena.

– No grites -le dijo Brandley-. Los niños están durmiendo aún. Te he despertado porque te quejabas en voz baja… ¿alguna pesadilla?

Williams sacudió la cabeza como si desease deshacerse de los restos del sueño horrible que le había hecho pasar un mal rato.

Luego dijo:

– ¡Ha sido espantosa!

– ¿La pesadilla?

– Sí. He pasado un miedo terrible: soñaba que me cortaban los pies… como a Blow.

Nick sonrió tristemente.

– No pienses más en ello.

– Es algo que no puedo olvidar -dijo Winston secándose con la mano el sudor frío que perlaba su frente-. Pienso en él a cada momento, despierto o dormido… ¡No hay derecho! Cosas así no deberían ocurrir nunca.

– Olvídalo. Mira hacia el mar…

Williams obedeció. Hacia el norte, sobre el fondo aún oscuro del océano, donde la luz del alba no había llegado todavía, se recortaba la majestuosa silueta de un barco.

– ¿Es el nuestro? -inquirió Winston con una voz que temblaba de emoción.

– Sí, creo que sí. Como ves, todo llega en esta vida.

– Nunca creí que llegase esto. Jamás pensé que conseguiría verlo.

– ¿Por qué?

– ¿Y aún me lo preguntas? ¿Cuántos hemos llegado hasta aquí? ¿Quieres que te nombre a todos los que se han quedado atrás?

– No hace falta; me lo sé de memoria.

– Hace pocos días éramos una sección completa. Tres pelotones que, y eso es lo ridículo, no habían combatido ni una sola vez. Sin haber disparado un solo tiro, nos ordenaron retirarnos…

Hizo una pausa.

– Nos dijeron: «en el mar hacia Dunkerque. Allí seréis embarcados y se os devolverá a Inglaterra». Y nos pusimos en marcha. Entonces, cuando ya no estábamos en el frente, cuando podíamos pensar con cierta seguridad en el futuro, empezó todo.

»Primero fue Thomas. ¿Te acuerdas de él? Deseaba volver, como todos nosotros. Estaba lleno de vida y se quedó en aquel maldito pueblo, con un cuchillo clavado en la espalda.

»Y luego los otros, muertos, destrozados. El sargento Ryder dejándose matar, después de quedarse tuerto, desesperado por haber perdido a sus muchachos. Y nuestro jefe, asesinado por un pobre viejo medio loco. Por último, Mat…

– Ahora todo ha terminado -le dijo Nick, poniendo una mano sobre el hombro de su compañero-. Eran cosas que debían suceder. Estaba escrito.

El primer proyectil de obús explotó lejos, hacia el sur de la playa, pero los dos hombres, de un movimiento unísono, se tiraron al suelo…

– Todavía no ha terminado -dijo Winston.

Vieron al teniente y a los dos sacerdotes que corrían hacia el lugar donde los niños acababan de despertarse. Las explosiones se iban extendiendo ahora por toda la playa.

Mirando hacia el mar, Brandley vio que el buque se había detenido, a unos cuatrocientos metros de la playa, y le pareció percibir cómo se echaban los botes al agua.

Vio entonces al subofical de marina que hacía de jefe de playa, seguido por los dos hombres de costumbre, acercándose a ellos.

Nick se irguió, alzando la voz para prevenir a su jefe.

– ¡Mi teniente! ¡Le buscan!

Foster se puso en marcha, yendo al encuentro de los recién llegados.

– Ahí tenemos al London, teniente -sonrió el suboficial-. Estén preparados. En cuanto se hayan embarcado a los heridos, les haré una señal y llevará a sus hombres al embarcadero.

– Gracias… pero quería decirle algo.

– Le escucho…

– Hemos encontrado a un sacerdote francés y cuatro niños, huérfanos seguramente. El pobre ha huido hacia la playa… ¿es que no sería posible?

El sargento sonrió.

– Todo es posible. Haremos un poco de hueco.

– ¡Gracias!

– No se alejen de aquí. Les avisaré en seguida.

– Bien.

En cuanto la patrulla se alejó, Foster fue al lado de los dos sacerdotes, comunicándoles la buena nueva.

– ¡Alabado sea el Señor! -exclamó el padre Germain, cuyos labios seguían muy hinchados.

La artillería proseguía su castigo sobre la playa; pero, por el momento, el fuego de los cañones parecía concentrarse en la parte sur de las dunas.

Otros dos barcos, más pequeños que el London se habían acercado a aquel lugar. Y desde el sitio donde se encontraban, Foster y los dos sacerdotes podían ver el ir y venir de los botes que no cesaban de moverse desde los muelles de madera a los navíos.

También el London estaba recibiendo su carga humana. Primero fueron los lanchones repletos de heridos; luego, tropas franco-británicas, que llevaban esperando casi una semana, se dirigieron en largas filas hacia el embarcadero.

Winston suspiró.

– No estaré tranquilo hasta que me encuentre a bordo -dijo.

– No seas impaciente.

– ¡Volver! ¿Es que no te das cuenta, Nick, de lo que eso representa? Es como escapar de un infierno… Volver a estar en Inglaterra, no temblar a cada momento… hablar con los amigos… sentirse entre gente conocida…

– ¡Eres un sibarita! ¿Crees acaso que van a dejarnos en Inglaterra para siempre? La guerra no ha hecho más que empezar…

– No importa. Aunque no pasase más que unas horas en Londres, sería suficiente. ¡Dios mío!

– ¿Qué te ocurre ahora?

– Estoy pensando si nos ocurriera algo malo antes de embarcar. ¡Sería espantoso!

– Deja de torturarte, por favor…

En aquel momento, John, que se había acercado a ellos, señaló el cielo con el brazo extendido.

– Fijaos en ese hijo de perra…

Alzaron la mirada y vieron como una cruz plateada, muy alta. Era la silueta de un avión alemán.

– Es el «chivato» -dijo Nick-. Un simple aparato de reconocimiento y observación. Viene a ver lo que pasa por aquí.

– …y luego llamará a los otros -repuso sordamente Wilkie.

Winston se había puesto mortalmente pálido.

– Hacía días, según me han dicho, que no bombardeaban las playas y los barcos.

– No temas nada -le consoló Nick-. Llegarás a tu querido Londres, amigo mío…

Pero WC meneó dubitativamente la cabeza.

– No -dijo-. Estoy seguro de que no volveré nunca más. Tengo la intuición de que algo malo me va pasar.

Los otros dos le miraron, en silencio.

Fue como si, invisible, imperceptible, una bocanada de aire gélido les hubiese rozado el rostro.

* * *

Von Rukeller se quitó el monóculo, limpiándolo cuidadosamente con el pañuelo que acababa de extraer del bolsillo de su impecable guerrera.

– Ahora ya lo tenemos, caballeros. Hemos fallado dos veces consecutivas, pero ahora no hay error posible.

Volviéndose hacia su ayudante, hizo un ademán con la mano.

– Léales el informe, Strasser.

El otro obedeció, engolando un poco la voz:

– Cuando la evacuación de las playas de Dunkerque parece tocar a su fin -dijo-, nuestro aparato de reconocimiento ha descubierto la llegada de tres buques, dos de pequeño tonelaje y uno, mucho más importante, el HMS London…

Uno de los jefes de escuadrilla de Stukas, que asistía a la reunión, cerró los puños con fuerza.

– ¡Ése fue el perro que derribó a dos de mis aparatos, mi coronel! -no pudo evitar exclamar.

Von Rukeller asintió, sin por eso dejar de limpiar su brillante círculo de cristal.

– Lo sé, comandante Dreiker. Y por eso estoy contento…

– Si me dejase ir… -dijo Dreiker con un tono suplicante en la voz.

– No. Seguiremos el mismo plan y no emplearemos Stukas esta vez. No se preocupe, mi querido Dreiker -añadió después, levantando la mirada que brillaba extrañamente-, sus compañeros solucionarán este asunto… sin necesidad de que perdamos más aparatos.

Se colocó el monóculo con una precisión matemática.

– Berlín -dijo con voz súbitamente sorda- no nos perdonaría nunca una nueva lista de bajas. Proporcionémosle, por el contrario, un resonante triunfo… y así permitiremos que el mariscal de campo pueda seguir estando orgulloso de su Luftwaffe.

Se puso en pie.

– ¡En marcha, caballeros! Y no ataquen hasta que el London no se haya alejado de Dunkerque. Ya conocen el plan. Lanzadas las bombas y comprobado su blanco, regresen, sin preocuparse de más… luego sucederá, cuando los ingleses menos se lo piensen, lo que debe acontecer…

Levantó el brazo, imitado por los demás. Y el grito brotó, al mismo tiempo, de todas las gargantas:

– HEIL HITLER!

III

El bote se mecía blandamente sobre un mar tranquilo. Los niños parecían disfrutar de lo lindo. Y los hombres, quizá sin atreverse a exteriorizar su contento, miraban, con los ojos entornados, la silueta del buque al que se acercaban.

Nick volvió la cabeza, un instante, hacia atrás.

Las dunas de Dunkerque formaban ahora una larga línea amarillenta, manchada por la enorme cantidad de material que se había abandonado sobre ellas.

Detrás, las casas eran como una masa grisácea de la que continuaba saliendo un perezoso humo que ascendía hacia el cielo.

Winston estaba sentado junto a John. Éste fumaba tranquilamente, mirando a los niños con una sonrisa complacida en los labios. En cuanto a Williams, su rostro seguía tan ensombrecido como siempre, ya que seguía pensando en la inutilidad de todo aquello.

Pronto abordaron el London, subiendo por la escalerilla. Foster, los sacerdotes y Kirk ayudaron a trepar a los niños, que gritaban llenos de entusiasmo, como si todo aquello no fuese más que una fiesta inesperada para ellos.

El buque estaba abarrotado, aunque, naturalmente, todas las literas y cabinas disponibles se habían destinado a los heridos. El simpático jefe de playa, consiguió, no obstante, que se reservase una cabina, en popa, para los dos sacerdotes y los cuatro niños franceses.

Guiados por un oficial del London, Foster y sus hombres fueron conducidos hacia la popa, único lugar en el que había un poco de sitio.

Marchaban, entre los hombres sentados en cubierta, cuando, al pasar junto a la torreta del cañón de la DCA, un grito hizo que Brandley levantase la cabeza:

– ¡NICK!

– ¡Ed!

Le parecía imposible, pero allí estaba él, sonriéndole.

Brandley se abrió paso y consiguió subir hasta la torreta. Sin rencor de ninguna clase, estrechó con fuerza la mano que le tendía el artillero.

– ¡Nunca hubiese creído encontrarte aquí, Ed!

– Ni yo verte. Y he hecho unos cuantos viajes a Dunkerque.

Se sentía emocionado, porque había conseguido domeñar su intranquilidad y ahora, al ver que ni una medalla ornaba el pecho del Tommy, se sabía indudablemente vencedor.

– He visto a Clara un par de veces… -dijo.

– ¿Está bien?

– Perfectamente. Me preguntó por ti, justamente el día en que me concedieron la medalla. Aún no me la han dado; pero, como ves, me han ascendido.

– Te doy mi enhorabuena.

– Puedes quedarte aquí. Hay sitio. Y, a lo mejor, con un poco de suerte, me ves derribar a un avión nazi. ¡Se me da de miedo!

– He de estar junto a los otros…

– Como quieras.

Nick volvió al lado de sus compañeros. Intentaba percatarse de si estaba triste, pero no consiguió hallar en su mente motivos para estarlo.

El London levó anclas.

La costa fue alejándose. Algunos hombres, movidos por un sentimiento emotivo, empezaron a entonar algunas viejas canciones inglesas. Era como la expresión sentida del deseo que ardía en sus corazones, cargados ahora de esperanza, después de los sufrimientos pasados.

La canción era como una maravillosa válvula de escape.

Nick miraba, de vez en cuando, a la torreta del cañón. Ed estaba de espaldas, y ni una sola vez se volvió, aunque no hubiese nada que llamara su atención en el cielo.

Alejándose de la costa, a medida que se acercaba a la boya Kwinte, allí donde su ruta iba a cambiar de rumbo bruscamente, el London navegaba a buena velocidad. Su espolón cortaba bravamente el agua y, bajo su popa, las hélices levantaban remolinos de espuma, dejando sobre el mar el amplio trazo de un abanico espumoso.

– ¡Alegra esa cara, Winston! -dijo Nick, dando un codazo a su amigo.

– No estoy triste.

– Pues lo disimulas muy bien. ¿Sigues creyendo aún que algo malo puede ocurrimos?

– Sí.

John, que acababa de tirar su colilla, aplastándola con la bota, se echó a reír:

– ¡No le hagas caso, Nick! ¡Es un gafe!

En aquel momento, los altavoces del barco desgarraron el silencio:

– ¡Atención! ¡Alarma aérea! ¡Que nadie se mueva de su sitio!

Cientos de rostros se elevaron, al mismo tiempo, escrutando la límpida superficie del cielo. No vieron nada.

Pero, poco a poco, en medio del silencio que se había hecho, y por encima del rumor apagado de las máquinas del navío, aquellos que poseían un oído agudo percibieron, con nitidez, un ruido lejano, que iba creciendo y que no podía confundirse con el que runruneaba bajo cubierta.

Alguien gritó entonces, señalando con el brazo extendido:

– ¡Allí están!

Los rostros siguieron, obedientes, la dirección del brazo. En el cielo, completamente limpio momentos antes, se veían ahora siete minúsculos puntos, allá arriba, como un grupo de mosquitos sobre la superficie de un cristal.

Las ametralladoras antiaéreas, así como el cañón de la DCA giraban lentamente, pero ninguno de ellos había abierto fuego.

– Van muy altos -comentó John-. Es muy posible que ni siquiera nos hayan visto.

– No lo creas -replicó Nick-. ¿Has olvidado a aquel maldito chivato que nos visitó esta mañana? Seguro que les fue con el cuento. Y esos hijos de perra vienen a por nosotros.

Winston tragó saliva con visible dificultad.

Sin que nadie se diese cuenta, se incorporó, alejándose del grupo, movido por un pánico que le retorcía dolorosamente las tripas.

«Tengo que ocultarme» -dijo, angustiado.

Sobre todo, lo que deseaba era desaparecer de allí, de cubierta, esconderse en cualquier lugar en el que no viera ni oyera a aquellos siniestros pájaros de muerte.

Se metió por la primera escotilla que encontró.

En cuanto volvió la espalda a la cubierta y al cielo, sobre todo a éste, respiró aliviado. Pero el pánico seguía haciéndole daño. Y prosiguió el descenso, por las escalerillas que conducían a las entrañas del buque.

Mucho más abajo, muy cerca de la escalerilla que conducía a máquinas, encontró un rincón donde le pareció que estaba fuera de peligro. Se acurrucó allí, cerrando los ojos, pensando en su regreso a Londres, en su sala de baile…

* * *

El comandante Reimer echó una nueva ojeada a la tersa superficie del mar, seis mil metros más abajo, en el que la mancha negra del buque inglés parecía prolongarse en el surco que dejaba atrás.

Acercó el micrófono a sus labios.

– ¡Atención! Lo tenemos ahí abajo… habrá que descender un poco más, no mucho… unos seiscientos metros…

Reflexionó unos instantes.

– Voy a empezar -dijo luego-. Lancen cuando yo lo haga todas las bombas de golpe. Así, en extensión, alguna de ellas dará en el blanco.

Les habían ordenado no exponerse.

Reimer, mientras maniobraba su Ju-88, recordó lo que le había dicho su compañero Dreiker, el jefe de escuadrilla de Stukas, antes de que los poderosos bimotores despegasen:

«No lo dejes escapar, Reimer; te lo ruego. Recuerda que perdí dos aparatos y cuatro hombres por culpa de ese mal nacido…»

No, no iba a escapar.

Una de las bombas retardadas, si no eran varias, penetrarían en el buque que, satisfecho de que no hubiesen explotado, seguiría su rumbo. Después, dos horas más tarde…

Sonrió.

El avión, seguido por el resto de la escuadrilla, descendió suavemente, en vuelo casi planeado… como un grupo de buitres.

* * *

Nervioso, Ed no había despegado el rostro del visor. Las cifras del telémetro danzaban hacia sus ojos, pero consideró, con rabia, que los aviones estaban demasiado lejos para hacer blanco.

Sólo sonrió cuando vio al aparato del jefe de grupo que empezaba a descender.

Movió los tornillos del colimador, hasta que la cruceta se posó sobre la silueta del avión; leyó las cifras y supo entonces que podía empezar a disparar.

Los proyectiles salieron del cañón con un sonido ronco. Casi en seguida las dos Oerlinkon abrieron igualmente fuego, y sus preciosas trazadoras fueron para Ed una precisión más para orientarse.

Sabía que cientos de hombres estaban pendientes de él. Pero sólo le importaba uno:

NICK.

Iba a demostrar a aquel pobre relojero que estaba irremisiblemente perdido en lo que a Clara se refería. No tenía nada que hacer ya que, con un poco de suerte, como la que había tenido hasta entonces, conseguiría un triunfo más.

– ¡Que reviente! -dijo, sonriendo.

Los proyectiles de obús explotaban delante de los aviones, pero Ed sabía que los aparatos seguían volando demasiado alto y que sus proyectiles no les causaban el menor temor.

– ¡Bajad, perros! -rugió, fuera de sí.

Fue entonces cuando vio bajar las bombas.

Todos los Junkers habían soltado su mortífera carga al mismo tiempo. El cielo se cubrió de minúsculos puntos negros que, en seguida, empezaron a crecer de tamaño.

Ed se estremeció.

Era completamente imposible que una de aquellas bombas, o varias, no cayesen en el London. Sintió miedo.

Un cúmulo de escalofriantes silbidos dominó todos los demás ruidos. En cubierta, helados de espanto, centenares de hombres vieron acercarse las mortíferas bombas, sin poder hacer nada por evitarlas.

Algunos, aquellos que estaban junto a los costados, enloquecidos por el pánico, se tiraron por la borda, prefiriendo estar fuera del barco cuando las bombas estallaran sobre él.

Había quien gritaba, quien lloraba, quien rezaba. Pero todos, sin excepción, sentían en sus entrañas la garra fría del miedo.

El cañón y las ametralladoras estaban al rojo.

Bruscamente, las bombas cayeron. Muchas de ellas lo hicieron junto al barco, levantando enormes surtidores de agua que barrieron las cubiertas. Sólo una, con un estremecedor silbido, cayó sobre el London.

Precipitándose junto a la base de una de las chimeneas, perforó la cubierta, adentrándose, en medio de un estrépito formidable, en las entrañas del carguero.

Luego llegó el silencio.

Los hombres retuvieron el aliento, esperando que la espantosa explosión se produjese. Pero nada ocurrió, y cuando vieron que los aparatos enemigos se alejaron, un suspiro de alivio escapó de cientos de gargantas que el pánico había contraído.

En el puente de mando, el capitán del London, W. Simpler, se precipitó al teléfono.

– ¡Resumen de daños! -gritó-. ¿Dónde ha caído esa bomba?

– Junto al cuarto de máquinas, señor -le dijo la voz de uno de los contramaestres-. Al final de la escalerilla de popa.

– ¿Daños?

– Un agujero, una cañería rota… que vamos a taponar en seguida… y un hombre muerto, aplastado por la bomba.

– ¿Uno de los nuestros?

– No. Se trata de un Tommy, un pobre tipo que debió ocultarse allí. Espere, señor…, tenemos su documentación… sí, aquí está. Se llamaba Winston Charles Williams.

– Bien, retiren el cuerpo. ¿Ha examinado la bomba?

– Sí. Y temo, señor… que se trate de una retardada.

– ¡Hay que echarla por la borda!

– Imposible. Está completamente encastrada en la pared metálica. Por debajo, eso sí, desde la sala de máquinas, se le ve el hocico. Si la tocamos, sin saber lo que hacemos, puede explotar de un momento a otro.

– ¡Y si no la tocamos también!

– Así es, señor.

– Y sin un artificiero a bordo… ¡Espere!

Colgó el teléfono, apoderándose del micrófono que estaba conectado con todos los altavoces del buque.

– ¡Atención! -gritó-. Quiero que me escuchen atentamente. Hemos recibido una bomba que sospechamos no ha explotado por llevar un mecanismo retardado. Es imposible extraerla del lugar en el que se halla empotrada…

Hizo una pausa.

– Esa bomba -prosiguió luego- puede explotar de un momento a otro. Sólo hay una manera de que tal cosa no ocurra: desmontar su mecanismo de explosión. Por desgracia, no llevo a bordo ningún artificiero… Si entre ustedes hay un especialista, alguien que se crea capaz de resolver esta papeleta…

Guardó unos segundos de silencio.

– Si la bomba explota -dijo luego-, tendremos que evacuar el barco… sin contar que las calderas podrían explotar al mismo tiempo…

Había pensado en utilizar los seis botes de salvamento, pero no podría, con todos ellos, librar del peligro más que a una pequeñísima parte de los hombres que se abarrotaban en el buque.

Fue John quien, súbitamente iluminado, se acercó al teniente.

– ¿Y si Nick lo hiciera, señor? Es un mecánico estupendo…

Foster se volvió hacia Brandley que, habiendo oído a su compañero se apresuró a protestar, con voz quejumbrosa, dirigiéndose al teniente:

– No puede ser, señor… yo no soy más que un relojero.

– No hay nadie más, muchacho; ya ves que nadie ha contestado. Hay que intentarlo, antes de que sea demasiado tarde.

Mansamente, Nick se dejó conducir hasta el puente de mando.

* * *

La voz corrió por todo el buque. El capitán había pedido auxilio y dos destructores, salidos de Douvres a toda máquina, se dirigían hacia el London.

Pero los soldados, los heridos y los sanos, sabían que un hombre, uno de los suyos, trabajaba, en las entrañas del buque, luchando con un mecanismo que no conocía y que veía por primera vez.

Un silencio ominoso reinaba en el carguero.

John había obtenido permiso para ayudar a su compañero. Cuando llegó abajo, sonrió a Nick que, encaramado sobre una mesa, intentaba destornillar la punta brillante de la bomba que asomaba por el techo.

– Si ocurre algo, quiero estar a tu lado.

Brandley sudaba por todos los poros de su piel.

Estaba impresionado aún por haber visto, cuando descendía hacia la sala de máquinas, el cuerpo de Winston, al que no habían tapado aún.

También lo vio Wilkie, pero no dijo nada.

Minuto tras minuto, Nick fue desenroscando la ojiva de la bomba. Al conseguirlo, retiró la parte metálica, descubriendo en el interior un complicado mecanismo que, no obstante, le hizo sonreír.

– ¿Te ríes ahora? -le preguntó John.

– Estoy contento.

– ¿Por qué?

– Porque esto es, sencillamente, un mecanismo de relojería…

– ¡Menos mal! ¿Podrás desmontarlo?

– Creo que sí.

– ¡Adelante entonces, muchacho!

Mientras atacaba la parte más delicada, una silueta apareció en la escalerilla.

Era el padre Marcel, sonriente, quien se acercó a ellos.

– ¿Cómo va eso, muchachos? -inquirió jovialmente.

Sin volver la cabeza, Nick repuso:

– Rece todo lo que pueda, padre…

– Hace tiempo que lo hago.

Nick sacó su lente y la colocó en su ojo derecho, descubriendo así la intimidad del mortífero mecanismo de retardo.

Fue desmontándolo, pieza por pieza.

Estaba tan empapado en sudor como si acabase de salir de un baño. Pero cuando extrajo, con unas pinzas, el corto tubo del detonante, lanzó una exclamación de gozo.

– ¡Lo he conseguido, John! ¡Lo he conseguido!

Una voz sonó tras ellos.

– ¡Alabado sea el Señor!


  1. <a l:href="#_ftnref26">[26]</a> ¡Mira eso! No se preocupan de nosotros, pero no hay problema para embarcar a esos inglesitos.

  2. <a l:href="#_ftnref27">[27]</a> ¡Estamos aquí desde hace tres días!

  3. <a l:href="#_ftnref28">[28]</a> ¡Lárgate, cerdo británico! / Y no vuelvas más al país; / te conocemos, sucio cínico; / puerco cobarde de inglés, ¡vete de aquí!

  4. <a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Soy el cura de Berges (localidad situada cerca de Dunkerque), señor. Estoy aquí con algunos niños que he escondido en esta ambulancia…

  5. <a l:href="#_ftnref30">[30]</a> ¿Me podría indicar dónde puedo celebrar Misa?

  6. <a l:href="#_ftnref31">[31]</a> Espera un momento, te lo indicaré.