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Apetito

Tiene sus días buenos. Claro que también los tiene malos, pero de momento no pensemos en ellos.

Los días buenos le leo en voz alta. Le leo de alguno de sus preferidos: El placer de cocinar, El recetario de Constance Spry, Cocina de Margaret Costa para las cuatro estaciones. No siempre dan resultado, pero son los más fiables, y he aprendido a saber lo que le agrada y lo que debo evitar. Ni hablar de Elizabeth David, por ejemplo, y odia a los famosos chefs modernos. «Sarasas», grita. «¡Sarasas con tupé!» Tampoco le gustan los cocineros de la tele. «Mira: payasos de tres al cuarto», dice, aunque yo le esté leyendo justo en ese momento.

Una vez probé con él Londres para sibaritas, 1954,y fue un error. Los médicos me advirtieron que no le convenía sobreexcitarse. Se habrán quedado calvos de tanto pensar, ¿no? Toda la ciencia que me han inculcado en los últimos años se resume en esto: en realidad desconocemos la causa, no sabemos cuál es el mejor tratamiento, tendrá días buenos y días malos, no le sobreexcite. Ah, sí, y por supuesto es incurable.

Está sentado en su silla, en pijama y con bata, tan bien afeitado como puedo afeitarle y con los pies completamente embutidos en sus zapatillas. No es de esos hombres que se pisan los talones de las zapatillas y las convierten en babuchas. Siempre ha sido muy correcto. Así que se sienta con los pies juntos, los talones dentro de las zapatillas, y aguarda a que yo abra el libro. Antes lo abría al azar, pero creaba problemas. Por otra parte, no quiere que vaya derecha a lo que le gusta. Tengo que fingir que lo encuentro por azar.

En fin, pongamos que abro El placer de cocinar por la página 422 y le leo «Cordero a la cazuela o Falso venado». Sólo el título, no la receta. No levanto la mirada esperando una respuesta, pero permanezco atenta. A continuación, «Pata de cordero estofada»; después, «Manos de cordero estofadas»; luego, «Estofado de cordero o Navarin Printanier». No reacciona; pero tampoco espero que lo haga. Digo «Estofado irlandés», y noto que alza ligeramente la cabeza. «De cuatro a seis cubiertos», leo. «Este famoso estofado no se dora. Cortar en dados de cuatro centímetros: libra y media de cordero o de añojo.»

– Hoy no se encuentran añojos -dice él.

Y por un momento me siento feliz. Sólo un momento, pero es mejor que nada, ¿no?

Y continúo. Cebollas, patatas, pelar y cortar en rodajas, una cazuela de fondo grueso, sal y pimienta, hoja de laurel, perejil bien picado, agua o caldo.

– Caldo -dice él.

– Caldo -repito yo. Poner a hervir. Tapar bien. Dos horas y media, agitar la olla cada cierto tiempo. Que toda la humedad se absorba.

– Eso es -dice él-. Que toda la humedad se absorba.

Lo dice con tal lentitud que suena como un aforismo filosófico.

Siempre ha sido correcto, como he dicho. Alguna gente nos señalaba con el dedo cuando nos conocimos; chistes sobre médicos y enfermeras. Pero no era eso. Además, ocho horas yendo y viniendo a la recepción, mezclando amalgama y sujetando el drenaje de saliva quizá ponga cachonda a alguna gente, pero a mí me deslomaba. Y creo que él no parecía interesado. Y creo que yo tampoco.

Lomo de cerdo con champiñones y aceitunas. Chuletas de cerdo asadas en nata agria. Chuletas de cerdo a la criolla. Estofado picante de chuletas de cerdo. Chuletas de cerdo estofadas con fruta.

– Con fruta -repetirá, arrugando la cara con un gruñido cómico, y estirando el labio inferior-. ¡Bazofia extranjera!

No lo dice en serio, desde luego. O no lo decía. O no lo habría dicho en serio. Lo que sea más correcto. Recuerdo que mi hermana Faith, cuando fui a trabajar con él, me preguntó cómo era, y le dije: «Bueno, supongo que es un señor cosmopolita.» Ella se rió y yo añadí: «No quiero decir que sea judío.» Sólo me refería a que viajaba, iba a conferencias y tenía ideas nuevas como poner música o colgar cuadros bonitos en la pared, y tener periódicos del día en la sala de espera, en vez de los de la víspera. También solía tomar notas en cuanto el paciente se marchaba: no sólo acerca del tratamiento, sino sobre lo que habían hablado, para que la vez siguiente pudiesen continuar la conversación. Todo el mundo hace esto hoy en día, pero él fue uno de los primeros. O sea que no habla en serio cuando crispa la cara y dice «bazofia extranjera».

Como él ya estaba casado y trabajábamos juntos, la gente hizo conjeturas. Pero no se vayan a pensar. Se sentía terriblemente culpable por la ruptura del matrimonio. Y contrariamente a lo que Ella decía y el mundo creía, no nos liamos. Yo era la impaciente, no me importa admitirlo. Incluso pensaba que él estaba un poco reprimido. Pero un día me dijo: «Viv, quiero tener una larga aventura contigo. Después de que nos casemos.» ¿No es romántico? ¿No es lo más romántico que se ha dicho nunca? Y a él, llegado el caso, no le pasaba nada raro, por si se lo preguntan.

Cuando empecé a leerle no era como ahora, que sólo repite una o dos palabras o hace un comentario. Para que él arrancara, bastaba con que yo topase con el nombre adecuado, como croquetas de huevo o lengua estofada o curry de pescado o champiñones a la griega. No se sabía cuánto duraría. Y qué cosas evocaría. Una vez, se disparó apenas empecé a leerle algo sobre la coliflor toscana («Prepare la coliflor a la francesa y blanquee durante 7 minutos»). Recordó el color del mantel, el modo en que habían enganchado la cubitera a la mesa, el ceceo del camarero, el fritto misto de verduras, la vendedora de rosas y los cilindros de papel con azúcar que acompañaban al café. Recordó que estaban engalanando la iglesia al otro lado de la piazza para una boda elegante, que el primer ministro italiano estaba intentando formar su cuarto gobierno en un período de dieciséis meses, y que yo me había descalzado y recorría con los dedos del pie su pantorrilla desnuda. Se acordó de todo esto y yo también, gracias a él, al menos durante un rato. Más tarde aquello se borró, o yo no estaba ya segura de si había sucedido o ya no me lo creía. Es lo malo que tiene esto.

No, no hubo tejemanejes en la consulta, desde luego que no. Él siempre fue, como he dicho, correcto. Incluso después de saber yo que yo le interesaba. Y después de saber él que él me interesaba. Siempre insistió en que separásemos las cosas. En la consulta, en la sala de espera, éramos colegas y sólo hablábamos del trabajo. Poco antes yo había hecho un comentario sobre la cena de la noche anterior o algo parecido. No había ningún paciente delante, pero él me fulminó con la mirada. Me pidió unos rayos X que yo sabía que no necesitaba. Así transcurrió la jornada, hasta que él la dio por concluida. En fin, quería separar las cosas.

Por supuesto, todo esto fue hace mucho tiempo. Lleva ya diez años jubilado y los siete últimos hemos dormido en camas separadas. Lo cual fue voluntad suya más que mía.

Dijo que yo daba patadas dormida, y que al despertar a él le gustaba escuchar el noticiario internacional. Supongo que a mí no me importó demasiado, porque para entonces sólo nos hacíamos mutua compañía, ya me entienden.

Así que pueden imaginarse la sorpresa cuando una noche en que yo le estaba arropando -fue poco después de haber empezado a leerle- dijo, sin más:

– Acuéstate conmigo.

– Eres un encanto -dije, pero sin darme por enterada.

– Acuéstate conmigo -repitió-. Por favor.

Y me lanzó una mirada…, una de sus miradas de años antes.

– No estoy… preparada -dije. No me refería a lo mismo que en los viejos tiempos, sino a que no estaba preparada en otros sentidos. En muchos sentidos. ¿Quién lo estaría, después de todo aquello?

– Vamos, apaga la luz y desnúdate.

Bueno, es fácil imaginar lo que pensé. Supuse que debía de ser un efecto de los fármacos. Pero luego pensé que quizá no, que quizá fuera por algo que le había leído y porque el pasado estaba retornando, y tal vez aquel momento, aquella hora, aquel día eran para él de pronto como en aquel entonces. Y esta idea me derritió. No me encontraba en un estado propicio -no le deseaba-, la cosa no funciona así, pero no pude negarme. Apagué la luz y empecé a desvestirme en la oscuridad, y entretanto le oía escuchar, ya entienden lo que quiero decir. Y eso fue excitante, aquel silencio de escucha, y por último respiré, retiré las mantas y me acosté a su lado.

Dijo, y lo recordaré hasta el día en que me muera; dijo, con aquella voz cortante, como si yo hubiese empezado a hablar de la vida privada en la consulta, dijo: «No, tú no.»

Creí que había oído mal, y él repitió: «No, tú no, puerca.»

Esto fue hace un año o dos, y ha habido cosas peores, pero aquello fue lo peor, no sé si me entienden. Me levanté y corrí a mi habitación, y dejé mi ropa amontonada al lado de su cama. Que investigara él por la mañana, si quería. Pero no lo hizo, ni se acordó. La vergüenza ya no pinta aquí nada.

– Ensalada de repollo, zanahoria y cebolla -leo-. Ensalada de alubias germinadas. Ensalada de endivias y remolacha. Ensalada de verduras. Ensalada verde mixta. Ensalada occidental. Ensalada César. -Levanta la cabeza un poco. Yo prosigo-: Cuatro cubiertos. Para esta famosa receta de California, dejar un diente de ajo, pelado y cortado, en tres cuartos de una taza de aceite de oliva: nada más.

– Taza -repite él. Con lo cual manifiesta que no le gusta que los americanos den medidas en tazas, cualquier idiota sabe que hay muchos tamaños de tazas. Él siempre fue tan preciso. Si estaba cocinando y una receta decía: «Añada dos o tres cucharadas de algo», se sulfuraba porque quería saber si eran dos o eran tres, una cosa u otra, ¿verdad, Viv?, tiene que haber una mejor que la otra, como es lógico.

Saltear el pan. Dos cogollos de lechuga romana, sal, mostaza de Dijon, abundante pimienta molida.

– Abundante -repite, refiriéndose a lo mismo que antes.

Cinco filetes de anchoa, tres cucharadas soperas de vinagre de vino.

– Menos.

Un huevo, de dos a tres cucharadas soperas de queso parmesano.

– ¿De dos a tres?

– El zumo de un limón.

– Me gusta tu silueta -dice-. Me gustan mucho las tetas.

No me doy por enterada.

La primera vez que le hice una ensalada César, obró maravillas.

– Tú volaste con la Pan Am, yo había estado en un congreso de Oral B en Michigan, nos reunimos y viajamos en coche desde ningún sitio a ninguna parte, adrede.

Era una de sus bromas. En fin, siempre quería saber lo que hacíamos, y cuándo, por qué y dónde. Hoy dirían que era un maniático del control, pero casi todo el mundo lo era en aquella época. Una vez le dije que por qué no éramos más espontáneos y nos largábamos, para variar. Y él me lanzó aquella sonrisita y dijo: «Muy bien, Viv, si es lo que quieres iremos de ningún sitio a ninguna parte, adrede.»

Se acordó del Dino’s Diner, justo a la salida de la carretera nacional, en dirección al sur. Paramos a comer allí. Se acordaba del camarero, Emilio, que dijo que le había enseñado a hacer la ensalada César el hombre que la había inventado. Después describió a Emilio preparándola delante de nosotros, aplanando las anchoas con el envés de una cuchara, tirando el huevo desde una gran altura y manejando el rallador de parmesano como si fuera un instrumento musical. El rociado de picatostes en el último minuto. Se acordaba de todo, y yo lo recordé con él. Hasta se acordaba de cuánto subía la cuenta.

Cuando está en esta vena, cuenta las cosas con más nitidez que una foto, las hace más vividas que un recuerdo normal. Es casi como un relato que él se inventa, sentado enfrente de mí en pijama y en bata. Lo inventa, pero yo sé que es verdad, porque ahora lo recuerdo. El letrero de hojalata, la torre de perforación que agacha la cabeza para beber, el buitre en el cielo, el pañuelo con que me recojo el pelo, la lluvia torrencial y el arco iris después del aguacero.

Siempre le gustó la comida. Interrogaba a sus pacientes sobre sus hábitos dietéticos y luego tomaba notas. Y una Navidad, por simple diversión, analizó si los pacientes a los que les gustaba la comida cuidaban más sus dientes que los otros. Hizo un gráfico al respecto. No quiso decirme qué estaba tramando hasta que hubo acabado. Y la respuesta, me dijo, era que no había una relación estadística significativa entre disfrutar de la comida y el cuidado posterior de los dientes. Lo cual, en cierto modo, fue decepcionante, pues uno espera que exista alguna relación, ¿no?

No, a él siempre le gustó comer. Por eso Londres para sibaritas, 1954 me pareció tan buena idea en aquel momento. Estaba entre unos libros viejos que él había guardado de cuando, ya establecido, empezaba a ejercer y aprendía a divertirse, antes de casarse con Ella. Lo encontré en el cuarto de invitados y pensé que quizá le trajese recuerdos. Las páginas olían a viejo y contenían frases como: «El Club Emperatriz es Tommy Gale y Tommy es el Club Emperatriz.» Y como: «Si nunca has usado una vaina de vainilla para revolver el café, en lugar de una cucharilla, te has perdido uno de los millones de los pequeños placeres de la mesa.» Está claro por qué pensé que quizá le despertara recuerdos.

Como él había marcado algunas de las páginas, supuse que habría estado en el Chelsea Pensioner y la Antelope Tavern y en un sitio de Leicester Square llamado Bellometti, regentado por un individuo al que llamaban «Granjero» Bellometti. La reseña sobre este local empezaba así: «“Granjero” Bellometti es tan elegante que debe de avergonzar a su ganado y abochornar a los campos descuidados.» ¿No suena como si lo hubieran escrito hace una eternidad? Probé unos cuantos nombres y lugares. La Belle Meunière, Brief Encounter, Hungaria Tavern, Monseigneur Grill, Ox on the Roof, Vaglio’s Maison Suisse. Él dijo:

– Chúpame la polla.

Yo dije:

– ¿Perdona?

Puso un acento horrible y dijo:

– Sabes chupar una polla, ¿no? No tienes más que abrir la boca, como si fuera el coño…, y chupar.

Y luego me miró como diciendo: «Ahora ya sabes dónde estás, ya sabes con quién estás tratando.»

Lo atribuí a un día malo o a las medicinas. Y tampoco pensé que tuviera algo que ver conmigo, conque a la tarde siguiente lo intenté otra vez.

– ¿Fuiste alguna vez a un sitio llamado Peter’s?

– Knightsbridge -contestó-. Acababa de hacer una complicada reparación de corona a una actriz de teatro. Norteamericana. Dijo que le había salvado la vida. Me preguntó si me gustaba comer. Me dio cinco de los grandes y me dijo que me llevara al Peter’s a mi chica predilecta. Tuvo la amabilidad de telefonear antes para decirles que me esperasen. No he estado nunca en un sitio tan lujoso. Había un pianista holandés que se llamaba Eddie. Tomé la parrillada de la casa: filete, salchicha de Frankfurt, hígado, huevo frito, tomate a la parrilla y dos lonchas de jamón. No he olvidado aquel banquete. Salí de allí gordo como un tonel.

Yo quería saber quién había sido su chica predilecta, pero dije, en cambio:

– ¿Qué tomaste de postre?

Frunció el ceño, como si consultara un menú lejano.

– Llénate el coño de miel y déjame que te la sorba entera, eso es para mí un postre.

Lo dicho: no me lo tomé como algo personal. Pensé que quizá tuviese algo que ver con la chica a la que había llevado al Peter’s hace tantos años. Más tarde, en la cama, comprobé la reseña dedicada al restaurante. Él lo recordaba con absoluta exactitud. Y había un pianista llamado Eddie. Tocaba todas las noches de la semana, de lunes a sábado. La razón de que no tocase los domingos, leí, «no era renuencia por parte de Eddie, ni malas pulgas por parte del señor Steinler, sino la ñoñería de nuestros compatriotas, que extirpan la alegría como si fuese una uña del pie que crece hacia dentro». ¿Es cierto eso? ¿Extirpamos la alegría? Supongo que Steinler debía de ser el propietario.

Solía decirme, cuando nos conocimos: «La vida no es más que una reacción prematura a la muerte.» Le dije que no fuera morboso, que teníamos los mejores años por delante.

No quiero dar la impresión de que la comida es lo único que le ha interesado en la vida. Seguía las noticias, y tenía sus opiniones al respecto. Sus convicciones. Le gustaban las carreras de caballos, aunque nunca apostaba: tenía suficiente con dos veces al año, el Derby y el National; ni siquiera pude animarle a probar suerte en Oaks o el St Leger. Muy controlado, ya ven: meticuloso. Y había leído biografías, sobre todo de gente del mundo del espectáculo, y viajábamos, y le gustaba bailar. Pero todo eso queda lejos ya. Y ya no le gusta la comida; no le gusta comer, en cualquier caso. Le hago purés en la licuadora. No compro conservas. No puede tomar alcohol, por supuesto, eso le sobreexcitaría. Le gusta el cacao y la leche caliente. No demasiado, sin llegar a hervir, sólo calentada a la temperatura corporal.

Cuando todo empezó, pensé que bueno, es mejor que algunas otras cosas que habría podido tener. Peor que otras, mejor que algunas. Y aunque se olvide de cosas, siempre será el mismo por dentro, exactamente el mismo. Puede ser una segunda infancia, pero será su infancia, ¿no? Era lo que yo pensaba. Aunque su estado empeore y no me reconozca, yo siempre le reconoceré, y ya es bastante.

Cuando pensé que le costaba trabajo recordar a la gente, saqué el álbum de fotos. Dejé de rellenarlo hace unos años. No me gustaba lo que salía de la química, si quieren que les diga la verdad. Él empezó por la última página. No sé por qué, pero me pareció una buena idea, recorrer tu vida hacia atrás en lugar de hacia delante. Hacia atrás, juntos, conmigo a su lado. Las últimas fotos que yo había pegado eran del crucero, y no muy buenas. Mejor dicho, no muy halagüeñas. Una mesa de pensionistas de cara colorada, con sombreros de papel y los ojos todos rojos por el flash. Pero examinó cada foto como si las reconociera, y luego repasó despacio todo el álbum: jubilación, bodas de plata, viaje a Canadá, fines de semana esporádicos en Cotswold Hills, Skipper justo antes de que lo sacrificásemos, el apartamento después y antes de haberlo remozado, Skipper el día en que llegó y todo lo demás, rebobinando hasta que llegó a las vacaciones que pasamos al año de casados en España, en la playa, cuando yo llevaba un traje que en la tienda me había ocasionado muchas dudas hasta que comprendí que era improbable que tropezásemos con alguno de sus colegas. La primera vez que me lo puse no me podía creer lo que mostraba. Aun así decidí atreverme y…, bueno, basta con decir que no tuve quejas del efecto que causó en las relaciones conyugales.

Ahora se detuvo ante la foto, la contempló un largo rato y después me miró:

– Me follaría muy a gusto sus tetas -dijo.

Piensen lo que quieran, pero no soy una gazmoña. Lo que me chocó no fue «tetas». Y en cuanto lo hube superado, tampoco fue «sus». Fue «follaría». Eso fue lo que me escandalizó.

Es afable con otras personas. Quiero decir que es correcto con ellas. Les dirige una media sonrisa y asiente, como un viejo profesor que reconoce a un antiguo alumno pero no logra recordar del todo su nombre o en qué curso lo tuvo. Las mira, se hace pis en silencio en sus pañales y dice: «Eres un tío muy majo, él es un hombre muy majo, sois unos tíos muy majos», en respuesta a cualquier cosa que le digan, y ellos se marchan pensando: sí, casi seguro que se acuerda de mí, sigue empantanado, es de lo más triste, desde luego, triste para él y también para ella, pero espero que le haya alegrado mi visita, he cumplido con mi deber. Cuando cierro la puerta tras ellos y vuelvo a su lado, él está tirando las cosas del té al suelo, rompiendo otra taza. Le digo:

– No, no hagas eso, déjalas en la bandeja.

Y él dice:

– Voy a meterte la polla en ese culo gordo y a perforarte el agujero hasta arriba y a correrme dentro hasta la última gota.

Luego cacarea de risa, como si se hubiese salido con la suya con el té, como si me hubiera engañado. Como si siempre me hubiera engañado, durante todos estos años.

Lo gracioso del caso es que tuvo siempre mejor memoria que yo. Yo pensaba que podría confiar en él, en sus recuerdos; en el futuro, me refiero. Ahora miro las fotos de algún fin de semana en Cotswold Hills, hace veinte años, y pienso dónde nos alojamos, qué es esta iglesia o abadía, por qué fotografié este seto de forsitia, quién conducía el coche y ¿tuvimos relaciones conyugales? No, esto último no me lo pregunto, aunque bien podría.

Él dice: «Chúpame las pelotas, vamos, métete las dos juntas en la boca y hazles cosquillas con la lengua.» No lo dice con un tono cariñoso. Dice: «Empápate las tetas de loción de bebé y apriétalas con las manos y déjame follarte entre las dos y correrme en tu cuello.» Dice: «Déjame que te cague en la boca, siempre has querido que lo hiciera, ¿verdad?, puerca borracha, sólo déjame que te haga esto, jodida, para variar.» Dice: «Te pagaré por hacer lo que me apetezca, pero tú no puedes chistar, tendrás que hacer todo lo que te pida. Te pagaré, tengo un montón de pasta de la pensión, no pienso dejárselo a ella.» Con ella no se refiere a Ella. Se refiere a mí.

Esto no me preocupa. Tengo un poder notarial. Sólo que cuando empeore tendré que contratar a una enfermera. Y según el tiempo que viva, quizá me lo gaste todo. No pienso dejárselo a ella, en efecto. Supongo que acabaré haciendo cuentas. Por ejemplo: hace veinte o treinta años se pasó dos o tres días trabajando con toda su pericia y su concentración para ganar dinero que yo ahora gastaré en una hora o dos pagando a una enfermera para que le limpie el culo y aguante el parloteo de un niño revoltoso de cinco años. No, no digo bien. Un revoltoso de setenta y cinco.

Dijo, hace todo aquel tiempo: «Viv, quiero tener una larga aventura contigo. Después de que nos casemos.» La noche de bodas me desenvolvió como si yo fuera un regalo. Era un hombre tierno. Yo sonreía ante sus precauciones, y decía: «Tranquilo, no necesito anestesia para esto.» Pero desistí de hacerle bromas en la cama, porque no le gustaban. Creo que al final se lo tomaba más en serio que yo. Es decir, tampoco tengo ninguna tara en este capítulo. Sólo que pienso que hay que dejarle a alguien que se ría si lo necesita.

Lo que ocurre ahora, si quieren que les diga la verdad, es que me cuesta recordar cómo éramos en la cama. Parece como si fueran cosas que hizo otra gente. Gente que llevaba ropa que les parecía elegante pero que ahora les parece idiota. Gente que iba al Peter’s y oía tocar a Eddie, el pianista holandés, todas las noches menos los domingos. Gente que removía el café con una vaina de vainilla. Gente tan rara, tan remota.

Por supuesto, sigue teniendo sus días buenos y sus días malos. Vamos de ningún sitio a ninguna parte, adrede. Los días buenos no se sobreexcita, disfruta de su leche caliente y le leo en voz alta. Durante un rato, las cosas vuelven a ser como eran. No como eran antes, sino como eran hace un rato.

Nunca le llamo por su nombre para que me preste atención, porque cree que hablo de otra persona y eso le produce pánico. Digo, en cambio: «Gulash de buey.» No me mira, pero sé que lo ha oído. «Gulash de cordero o de cerdo», continúo. «Gulash de ternera y cerdo. Estofado de buey belga o carbonada flamenca.»

– Bazofia extranjera -murmura, con un cuarto de sonrisa.

– Estofado de rabo de buey -prosigo, y levanta ligeramente la cabeza, aunque sé que no es el momento oportuno. He aprendido lo que le gusta; he aprendido la gradación. «Rollos de buey, roulades o paupiettes. Empanada de carne y riñones.»

Y él levanta los ojos, expectante.

– Para cuatro cubiertos. Calentar previamente el horno a trescientos cincuenta grados. Las recetas clásicas de este plato suelen recomendar riñones de buey. -El mueve la cabeza, con mansa discrepancia-. Si están sucios, hay que blanquearlos. Cortar en trozos pequeños, de un centímetro de grueso: una libra y media de redondo o de otra carne de vacuno.

– O de otra -repite él, desaprobándolo.

– Tres cuartos de libra de riñones de ternera o cordero.

– O.

– Tres cucharadas soperas de mantequilla o manteca.

– O -dice, más alto.

– Harina sazonada. Dos tazas de caldo de carne.

– Tazas.

– Una taza de vino tinto seco o de cerveza.

– Taza -repite-. O -repite. Y entonces sonríe.

Y por un momento me siento feliz.