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Delante de la iglesia, que albergaba un altar esculpido, traído de Alemania durante la guerra de los Treinta Años, había una hilera de seis palenques. De madera de abeto blanco, cortada y secada a un tiro de piedra de la encrucijada de la ciudad, no tenían adornos y ni siquiera estaban numerados. Sin embargo, su simplicidad y su aparente disponibilidad eran engañosas. En la mente de quienes iban en coche a la iglesia, y también de quienes iban andando, los palenques estaban numerados de derecha a izquierda y de uno a seis, y reservados para los seis hombres más importantes del vecindario. Un forastero que se imaginase que tenía derecho a atar allí a su caballo mientras disfrutaba del Brännvinsbord en el Centralhotellet, descubriría al salir que su animal vagaba suelto por el malecón, contemplando el lago.
La propiedad de cada palenque individual era un asunto de arbitrio personal, y se obtenía gracias a un obsequio, una última voluntad o un testamento. Pero mientras que en el interior de la iglesia había bancos reservados, de generación en generación, para determinadas familias, con independencia de su ejecutoria, fuera de ella regían consideraciones de mérito cívico. Un padre, por ejemplo, quería legar un palenque a su hijo primogénito, pero si el chico no manifestaba la suficiente seriedad, el regalo desacreditaba al padre. Cuando Halvar Berggren sucumbió al aquavit, la frivolidad y el ateísmo, y transfirió la propiedad del tercer palenque a un afilador de cuchillos itinerante, la censura no recayó sobre éste, sino sobre Berggren, y se procedió a una designación más idónea a cambio de unos pocos riksdalers.
No sorprendió a nadie que a Anders Bodén se le concediese el cuarto palenque. El director general del aserradero era conocido por su diligencia, su formalidad y su devoción a la familia. Aunque no demasiado piadoso, era caritativo. Un otoño en que la caza había sido buena, llenó de virutas uno de los pozos de la serrería, puso una rejilla de metal encima de la boca y asó un ciervo cuya carne repartió entre los operarios. Aunque no había nacido en la ciudad, se encargaba de enseñarla a los visitantes que, gracias a su insistencia, subían al klockstapel contiguo a la iglesia. Con un brazo apoyado en la campana, Anders señalaba la fábrica de ladrillos; más allá, el hospicio de sordomudos; y, justo fuera de la vista, la estatua erigida en el lugar donde Gustavus Vasa habló a los dalecarlianos en 1520. Fornido, barbudo y entusiasta, llegaba incluso a proponer una excursión hasta el Hökberg, para ver la lápida recientemente colocada allí en memoria del jurista Johannes Stiernbock. A lo lejos, un barco de vapor surcaba el lago; abajo, ufano en el palenque, aguardaba su caballo.
Las hablillas decían que Anders Bodén pasaba tanto tiempo con los forasteros que visitaban la ciudad porque así demoraba el regreso a casa; el rumor repetía que la primera vez que había pedido a Gertrud que se casara con él, ella se le había reído en las barbas, y que ella sólo empezó a ver las virtudes de su pretendiente después del desengaño amoroso que sufrió con el hijo de Markelius; los cotilleos conjeturaban que cuando el padre de Gertrud había ido a ver a Anders para pedirle que reanudase el cortejo de su hija, las negociaciones no habían sido fáciles. Antes, habían considerado impertinente que el director de la serrería abordase a una mujer tan talentosa y artística como Gertrud, quien, al fin y al cabo, había tocado dúos al piano con Sjögren. Pero el matrimonio había prosperado, hasta donde sabían los cotillas, a pesar de que era notorio que ella, alguna vez, le había llamado pelmazo en público. Tenían dos hijos, y el especialista que la ayudó a alumbrar al segundo había prevenido a la señora Bodén en contra de un nuevo embarazo.
Cuando el boticario Axel Lindwall y su mujer, Barbro, llegaron a la ciudad, Anders Bodén les subió al klockstapel y se brindó a llevarles andando hasta el Hökberg. Cuando volvió a casa, Gertrud le preguntó por qué no llevaba puesta la insignia del sindicato de turismo sueco.
– Porque no estoy afiliado.
– Deberían nombrarte miembro honorario -contestó ella.
Anders había aprendido a defenderse del sarcasmo de su mujer por medio de la pedantería, respondiendo a sus preguntas como si no tuvieran más sentido que el de las palabras que contenían. Esta táctica solía enfadarla aún más, pero para él era una protección necesaria.
– Parecen una pareja agradable -dijo, como si tal cosa.
– A ti te gusta todo el mundo.
– No, mi amor, creo que eso no es cierto.
Anders quería decir, por ejemplo, que en aquel mismo momento ella no le gustaba.
– Distingues mejor a los leños que a los miembros de la especie humana.
– Los leños, mi amor, son muy distintos unos de otros.
La llegada de los Lindwall a la ciudad no despertó un interés especial. Quienes solicitaron el consejo profesional de Axel Lindwall obtuvieron todo lo que cabía esperar de un boticario: alguien pausado y serio, que halagaba juzgando muy graves todas las dolencias, pero que al mismo tiempo las consideraba curables. Era un hombre bajo y muy rubio: los chismes auguraban que engordaría. En su mujer se fijaron menos, porque no era tan bonita como para representar una amenaza, ni tan fea que concitase el desprecio; no era chabacana ni tampoco peripuesta, no era prepotente ni tampoco retraída. Era una simple recién casada, y por consiguiente tenía que esperar su turno. Como corresponde a quienes acababan de llegar, los Lindwall llevaban una vida discreta, lo cual estaba bien, y asistían asiduamente a la iglesia, lo cual también estaba bien visto. Los chismosos decían que la primera vez que Axel ayudó a embarcar a Barbro en el bote de remos que habían comprado aquel verano, ella le había preguntado, inquieta: «¿Estás seguro de que no hay tiburones en el lago, Axel?» Pero los cotillas, con su seriedad, no podían saber con certeza si la señora Lindwall lo decía en broma.
Un martes, cada dos semanas, Anders Bodén tomaba el barco de vapor que remontaba el lago para inspeccionar las leñeras de secado. Estaba apoyado en la borda, junto al camarote de primera clase, cuando se percató de una presencia a su lado.
– Señora Lindwall -dijo. Mientras hablaba, las palabras de su mujer le pasaban por la mente: «Tiene menos barbilla que una ardilla.» Avergonzado, miró a la orilla de enfrente y dijo: -Aquello es la fábrica de ladrillos.
– Sí.
Un momento después:
– Y aquello el hospicio de sordomudos.
– Sí.
– Pues claro.
Comprendió que ya le había enseñado al matrimonio los dos edificios desde el klockstapel.
Ella llevaba un canotier con una cinta azul.
Dos semanas más tarde, ella viajaba de nuevo en el vapor. Tenía una hermana que vivía un poco más allá de Rättvik. Él procuró ser ameno. Le preguntó si ella y su marido habían visitado la bodega donde escondieron a Gustavus Vasa de sus perseguidores daneses. Le explicó cosas del bosque, que sus colores y texturas cambiaban con las estaciones, y que, incluso desde el barco, él sabía la manera en que lo estaban trabajando, allí donde cualquier otra persona sólo vería una masa de árboles. Ella miró con educación lo que el brazo de Anders señalaba; tal vez fuese cierto que, de perfil, ella tenía la barbilla un poquito hundida y la punta de la nariz extrañamente móvil. Cayó en la cuenta de que nunca había desarrollado una forma de hablar con las mujeres, y de que hasta entonces nunca le había importado.
– Perdone -dijo-. Mi mujer afirma que debería llevar la insignia del sindicato de turismo sueco.
– Me gusta que un hombre me hable de lo que sabe -contestó ella.
Esta respuesta le dejó confundido. ¿Era una crítica a Gertrud, se le estaba insinuando o simplemente hacía constar algo?
Esa noche, en la cena, su mujer dijo:
– ¿De qué hablas con la señora Lindwall?
No supo qué contestar o, mejor dicho, cómo contestar. Pero, como de costumbre, se refugió en el significado más simple de las palabras y fingió que no le sorprendía la pregunta.
– Del bosque. Le explico cosas del bosque.
– ¿Y ella se interesa? Por el bosque, digo.
– Se ha criado en la ciudad. No había visto tantos árboles hasta que vino a esta comarca.
– Pues en un bosque hay cantidades de árboles, ¿no, Anders?
El tuvo ganas de decirle: A ella le interesa más el bosque de lo que a ti te ha interesado en toda tu vida. De decirle: Te burlas de su físico. De decirle: ¿Quién me ha visto hablando con ella? No dijo nada de esto.
A lo largo de la siguiente quincena, se sorprendió pensando que Barbro era un nombre con una resonancia deliciosa, que sonaba más dulce que… otros nombres. Pensó también que una cinta azul alrededor de un sombrero de paja le alegraba el corazón.
La mañana del martes, cuando él se marchaba, Gertrud dijo:
– Saluda de mi parte a esa señora Lindwall.
El tuvo de pronto deseos de decir: «¿Y si me enamoro de ella?» Pero dijo otra cosa: «Lo haré si la veo.»
Ya en el vapor, a duras penas cumplió las lentas fórmulas de cortesía normales. Antes de zarpar, empezó a hablarle de lo que conocía. De la madera, de cómo se cultiva, se transporta, se talla. Le habló del aserrado en planchas y cuadrados. Le explicó las tres partes que forman el tronco: la médula, el cámbium y el córtex. En los árboles que han alcanzado la madurez, el cámbium ocupa la proporción más grande, y el córtex es firme y elástico.
– Un árbol es como un hombre -dijo-. Tarda setenta años en llegar a la madurez, y después de los cien años no sirve para nada.
Le contó que una vez, en Bergsforsen, donde había un puente de hierro tendido sobre los rápidos, había observado el trabajo de cuatrocientos hombres que atrapaban los leños cuando afloraban del río y los colocaban en la sorteringsbommar, de acuerdo con las marcas distintivas de sus dueños. Le explicó, como un hombre de mundo, los diferentes métodos de marcarlos. La madera sueca la pintan con letras rojas, y la de calidad inferior con azules. La madera noruega lleva marcas azules en ambos extremos, junto con las iniciales del exportador. La prusiana ostenta un garabato en los lados, cerca del medio. La rusa se reconoce por un marchamo en seco o una marca de martillo en los extremos. La canadiense está troquelada en negro y blanco. La norteamericana tiene los lados señalados con tiza roja.
– ¿Las ha visto todas? -preguntó ella.
El admitió que todavía no había examinado la madera americana; sólo había leído sobre ella.
– Entonces, ¿cada hombre conoce sus leños? -preguntó ella.
– Desde luego. De lo contrario podrían robárselos.
Anders no sabía si ella se estaba burlando de él; en realidad, de todo el universo masculino.
De repente llegó un destello desde la orilla. Ella lo miró, volvió a mirar a Anders y en su cara, vista de lleno, cobraron armonía los rasgos de su perfil: su pequeña barbilla realzó los labios, la punta de la nariz, los ojos abiertos y de un azul grisáceo…, fue algo indescriptible, algo que rebasaba incluso la admiración. Supo que adivinaba la pregunta latente en los ojos de ella.
– Es un mirador. Seguramente alguien con un catalejo. Nos están vigilando.
Pero perdió confianza al pronunciar la última palabra. Sonó como si la hubiera dicho otro hombre.
– ¿Por qué?
El no supo qué responder. Al mirar hacia la orilla, el mirador lanzó otro destello. Avergonzado, le contó la historia de Mats Israelson, pero se la contó al revés, y a toda velocidad, y a ella no pareció interesarle. Ni siquiera pareció percatarse de que era verídica.
– Perdone -dijo ella, como consciente de la decepción de Anders-. Tengo poca imaginación. Sólo me interesa lo que ocurre de verdad. Las leyendas me parecen… tontas. Tenemos demasiadas en nuestro país. Axel me regaña por esta opinión mía. Dice que no estoy honrando a mi país. Dice que la gente me tomará por una mujer moderna. Pero tampoco es eso. Es que tengo poca imaginación.
Esta parrafada súbita obró en Anders un efecto sedante. Era como si ella le estuviese guiando. Sin apartar la vista de la orilla, le habló de una visita que una vez había realizado a la mina de cobre de Falun. Le contó sólo las cosas que sucedían de verdad. Le dijo que era la mina de cobre más grande del mundo, después de las que había en el lago Superior; que había sido explotada desde el siglo XIII; que las entradas estaban cerca de un vasto hundimiento del terreno, conocido como Stöten, que se había producido a finales del siglo XVII; que el pozo más profundo se hallaba a casi cuatrocientos metros; que, en la actualidad, la producción anual era de unas cuatrocientas toneladas de cobre, sin contar pequeñas cantidades de plata y de oro; que cobraban dos riksdalers por entrar en la mina; que los disparos se pagaban aparte.
– ¿Que se pagan aparte?
– Sí.
– ¿Para qué son los disparos?
– Para producir ecos.
Le dijo que los visitantes solían telefonear a la mina desde Falun para anunciar su llegada; que les daban un atuendo de minero y que les acompañaba uno auténtico; que los escalones por donde se bajaba estaban iluminados con teas; que costaba dos ricksdalers. Esto ya se lo había dicho antes.
Advirtió que ella tenía las cejas muy perfiladas y más morenas que el pelo de la cabeza. La señora Lindwall dijo: -Me gustaría visitar Falun.
Esa noche, notó que Gertrud estaba furiosa. Por fin, ella dijo:
– Una mujer tiene derecho a que su marido sea discreto cuando concierta una cita con su amante.
Cada sustantivo sonaba como una campanada sorda del klockstapel.
Él se limitó a mirarla. Ella continuó:
– Por lo menos, debería agradecerte tu ingenuidad. Lo mínimo que harían otros hombres es esperar a que el barco estuviese fuera de la vista para empezar el besuqueo.
– Estás equivocada -dijo él.
– Si mi padre no fuera un empresario, te pegaría un tiro -contestó ella.
– En ese caso tu padre debería estar agradecido de que el marido de la señora Alfredsson, que tiene el konditori detrás de la iglesia de Rättvik, sea tan empresario como él.
Era una frase demasiado larga, pensó, pero dio resultado.
Aquella noche, Anders Bodén puso en fila todos los insultos que había proferido su mujer y los apiló en un orden estricto, como si fueran un montón de leña. Si ella es capaz de creer esto, pensó, pues esto es lo que es posible que suceda. Salvo que Anders Bodén no quería una amante, no quería una mujer en una pastelería a quien hacer regalos y de la que presumir en sitios donde los hombres fumaban puritos juntos. Pensó: Pues claro, ahora lo veo, lo cierto es que estoy enamorado de ella desde el día en que nos encontramos en el barco. Sin la ayuda de Gertrud, no habría llegado a darme cuenta tan pronto. Nunca creí que su sarcasmo sirviera para algo; pero esta vez así es.
Las dos semanas siguientes no se permitió soñar. No le hacía falta, porque todo era real y estaba ya claro y decidido. Desempeñó su trabajo y en los ratos de asueto pensaba en que ella no había prestado atención a la historia de Mats Israelson. La había tomado por una leyenda. Sabía que se la había contado sin gracia, y en consecuencia empezó a practicar, como un colegial que aprende una poesía. Volvería a contársela y esta vez ella sabría, nada más que por el modo de contarla, que era verídica. No era una historia muy larga. Pero era importante que aprendiese a narrarla del mismo modo que le había referido la visita a la mina.
En 1719, empezó, con cierto temor de que la fecha lejana la aburriese, pero asimismo persuadido de que daba autenticidad al relato. En 1719, empezó, de pie en el muelle, aguardando el vapor de regreso, fue descubierto un cadáver en la mina de cobre de Falun. Era, prosiguió, contemplando la orilla, el cuerpo de un joven, Mats Israelson, que había muerto en las minas cuarenta y nueve años antes. El cadáver, informó a las gaviotas que inspeccionaban el barco con chillidos estentóreos, estaba perfectamente conservado. La causa de este hecho, explicó con algún detalle al mirador, el hospicio de sordomudos y la fábrica de ladrillos, era que los efluvios del vitriolo de cobre habían impedido la descomposición. Se supo que era el cuerpo de Mats Israelson, murmuró al marinero que atrapaba en el malecón la soga arrojada, porque fue identificado por una vieja bruja que le había conocido en vida. Cuarenta y nueve años atrás, concluyó, ahora entre dientes, en un caluroso insomnio, mientras su mujer gruñía suavemente a su lado y el viento levantaba la cortina, cuarenta y nueve años antes, cuando Mats Israelson había desaparecido, aquella anciana, en aquel entonces tan joven como él, era su prometida.
Evocó cómo Barbro Landwill, mirándole de frente, con la mano en la borda, para que se viese el anillo de boda, le había dicho, con toda sencillez: «Me gustaría visitar Falun.» Se imaginó a otras mujeres diciéndole: «Me encantaría conocer Estocolmo.» O: «Por las noches sueño con Venecia.» Eran mujeres desafiantes, envueltas en pieles mundanas, y la sola reacción que querían suscitar era una admiración sobrecogida que te instaba a quitarte el sombrero. Pero ella había dicho: «Me gustaría visitar Falun», y a él esta simplicidad le había impedido responder. Practicó la respuesta, enunciada con la misma sencillez: «Yo la llevaré.»
Se convenció de que si le contaba como se debía la historia de Mats Israelson, ella volvería a decir: «Me gustaría visitar Falun.» Y él contestaría: «Yo la llevaré.» Y todo quedaría decidido. Así pues, trabajó el relato hasta que tuvo una forma que a ella le agradase: simple, recia, auténtica. Se lo contaría diez minutos después de haber zarpado, en el lugar que él ya consideraba el de ellos dos, junto a la borda frente al camarote de primera clase.
Repasó la historia una última vez en el camino hacia el embarcadero. Era el primer martes del mes de junio. Había que ser preciso en materia de fechas. Para empezar, 1719. Y para acabar: el primer martes de junio del año de gracia de 1898. El cielo brillaba, el lago estaba límpido, las gaviotas en silencio y el bosque en la ladera, detrás de la ciudad, lleno de árboles tan rectos y sinceros como un hombre. Ella no apareció.
Los bulos divulgaban que la señora Lindwall no había acudido a su cita con Anders Bodén. Los bulos insinuaban que habían reñido. Los bulos replicaron que habían optado por la clandestinidad. Los bulos se preguntaban si el director de un aserradero, que había tenido la gran suerte de haberse casado con una mujer que poseía un piano importado de Alemania, consentiría de veras que los ojos se le fueran detrás de la mujer común y corriente del boticario. Los bulos alegaron que Anders Bodén siempre había sido un zopenco con serrín en el pelo, y que no hacía nada más que buscar a una mujer de su misma condición, como hacen los zopencos. Los bulos añadían que las relaciones conyugales no se habían reanudado en el hogar de los Bodén desde el nacimiento del segundo hijo. Los bulos se preguntaban de pasada si no habrían los bulos inventado la historia completa, pero concluían que la peor interpretación de los sucesos solía ser la más verosímil y, al final, la más cierta.
Los bulos cesaron o, al menos, disminuyeron, cuando se descubrió que el motivo de que la señora Lindwall no hubiera ido a visitar a su hermana era que estaba embarazada de su primer hijo. Los bulos juzgaron que esta noticia era un salvamento fortuito de la reputación puesta en peligro de la dama.
Y eso fue todo, pensó Anders Bodén. Una puerta se abre y se cierra antes de que tengas tiempo de cruzarla. Un hombre posee tanto control sobre su destino como un leño marcado con letras rojas, que es devuelto al torrente por unos hombres armados con unos palos que tienen un pincho en la punta. Quizá él sólo fuese lo que decían: un zoquete que tenía la suerte de estar casado con una mujer que en otro tiempo había tocado dúos con Sjögren. Pero comprendió que de ser así, y si su vida, en lo sucesivo, no iba a cambiar nunca, él tampoco cambiaría. Permanecería congelado, detenido en aquel momento; no: en el momento que estuvo a punto de acontecer, que pudo haber sucedido la semana anterior. No había nada en el mundo, nada que su mujer, la iglesia o la sociedad hiciesen, que pudiera entorpecer la decisión de Anders: que su corazón no volvería a conmoverse jamás.
Barbro Lindwall no estuvo segura de sus sentimientos hacia Anders Bodén hasta que se percató de que en adelante pasaría el resto de su vida con su marido. Primero llegó el pequeño Ulf y después, al año siguiente, Karin. Axel adoraba a sus hijos, al igual que Barbro. Quizá bastaba con eso. Su hermana se trasladó al remoto norte, donde crecían los camemoros, y todas las estaciones enviaba tarros de mermelada amarilla. En verano, ella y Axel remaban en el lago. Él, como era previsible, ganó peso. Los niños crecían. Una primavera, un trabajador del aserradero que nadaba por delante del vapor fue arrastrado por el barco y el agua quedó teñida como si se lo hubiera llevado un tiburón. Un pasajero que viajaba en la cubierta de proa declaró que el hombre había nadado sin parar hasta el último instante. Los chismes aseguraban que a la mujer de la víctima la habían visto internarse en el bosque con un compañero de trabajo del marido. Los chismes agregaban que estaba borracho y que había hecho una apuesta de que cruzaría nadando por delante de la proa del barco. El forense llegó a la conclusión de que le ensordeció el agua que le había entrado en los oídos y emitió un veredicto de muerte accidental.
Sólo somos caballos en nuestro palenque, se decía a sí misma Barbro. Los palenques no están numerados, pero aun así conocemos el nuestro. No existe otra vida.
Pero ojalá que él hubiera sabido leer mi corazón antes que yo. Yo no hablaba con hombres de aquel modo, no los escuchaba, no los miraba así a la cara. ¿Por qué no se dio cuenta?
La primera vez que volvió a verlo, cada uno formaba parte de otra pareja que paseaba junto al lago después de la iglesia, y ella se alegró de estar embarazada, porque diez minutos más tarde sufrió un acceso de náusea cuya causa, de lo contrario, habría sido obvia. Lo único que acertó a pensar, mientras vomitaba en la hierba, era que los dedos que le sujetaban la cabeza pertenecían al hombre que no era.
Nunca veía a Anders Bodén a solas; se cuidaba de hacerlo. Un día, al divisarle embarcando en el barco de vapor delante de ella, Barbro volvió sobre sus pasos hacia el malecón. Algunas veces, en la iglesia, vislumbraba la nuca de Anders y se figuraba que oía su voz aislada de las otras. Cuando salía, se protegía con la presencia de Axel; en casa, mantenía a sus hijos cerca. Un día, Axel propuso que invitaran a los Bodén a tomar café; ella contestó que la señora Bodén sin duda esperaría que les sirvieran madeira y bizcocho, y que aunque se los dieran miraría por encima del hombro a un simple boticario y a su mujer, unos advenedizos. Axel no volvió a proponerlo.
Ella no sabía qué pensar de lo que había ocurrido. No tenía a nadie a quien preguntar; pensó en otros ejemplos, pero todos eran de dudosa reputación y no parecían guardar relación alguna con su caso. No estaba preparada para un dolor constante, silencioso, secreto. Un año, cuando llegó la mermelada de camemoro de su hermana, miró el tarro, el cristal, la tapa metálica, el círculo de muselina, la etiqueta escrita a mano, la confitura amarilla, y pensó: Esto es lo que he hecho con mi corazón. Y todos los años, cuando llegaban tarros desde el norte, pensaba lo mismo.
Al principio, Anders continuó contándole, en voz baja, todas las cosas que sabía. En ocasiones era guía turístico y en ocasiones director del aserradero. Podría haberle hablado, por ejemplo, de los defectos de la madera. «Temblor de copa» es una hendidura natural en el interior del árbol, entre dos anillos anuales. El «temblor de estrella» se produce cuando hay fisuras que irradian en varias direcciones. El «temblor de corazón» se observa a menudo en árboles viejos y se extiende desde la médula o núcleo del árbol hacia su circunferencia.
En años posteriores, cuando Gertrud le reprendía, cuando el aquavit hacía efecto, cuando miradas corteses le decían que, verdaderamente, se había convertido en un pelmazo, cuando el lago se congelaba por los bordes y la carrera de patines hasta Rättvik podía celebrarse, cuando su hija salió de la iglesia como una mujer casada y él vio en sus ojos más esperanza de la que sabía que existía, cuando empezaron las largas noches y su corazón parecía cerrarse para hibernar, cuando su caballo se detuvo en seco y empezó a temblar ante lo que presentía pero no veía, cuando el viejo barco de vapor entró en dique seco y lo pintaron con colores nuevos, cuando unos amigos de Trondheim le pidieron que les enseñase la mina de cobre de Falun y él accedió y luego, una hora antes de la partida, se vio a sí mismo en el cuarto de baño, metiéndose los dedos hasta la garganta para provocarse el vómito; cuando en el vapor pasó por delante del hospicio de sordomudos, cuando las cosas cambiaron en la ciudad, cuando las cosas en la ciudad siguieron sin cambios un año tras otro, cuando las gaviotas abandonaron sus puestos junto al malecón y empezaron a chillarle dentro de su cráneo, cuando tuvieron que amputarle el índice izquierdo a la altura del segundo artejo, después de haber tirado por inadvertencia de una pila de madera en uno de los cobertizos de secado: en estas ocasiones, y en muchas otras, pensaba en Mats Israelson. Y a medida que pasaban los años, Mats Israelson pasó de ser en su mente un conjunto de hechos claros, que podían obsequiarse como un regalo de enamorado, a transformarse en algo más difuso pero más poderoso. En una leyenda, quizá: en algo que a ella no le habría interesado.
Ella había dicho: «Me gustaría visitar Falun», y lo único que él debería haber respondido era: «La llevaré allí.» Tal vez si ella, en realidad, hubiese dicho, como una de aquellas mujeres imaginarias: «Me encantaría conocer Estocolmo», o: «Por las noches sueño con Venecia», él le habría entregado su vida, comprado billetes de tren a la mañana siguiente, causado un escándalo y, meses más tarde, habría vuelto a casa borracho y suplicante. Pero él no era de esa manera, porque ella tampoco era así. «Me gustaría visitar Falun» había sido una frase mucho más peligrosa que «Por las noches sueño con Venecia».
A medida que pasaban los años y que sus hijos crecían, a Barbro Lindwall la asaltaba a veces una aprensión terrible: que su hija se casaría con el hijo de los Bodén. Aquello sería, a su juicio, el peor castigo del mundo. Llegado el momento, sin embargo, Karin se encariñó de Bo Wicander y no hubo forma de disuadirla. Pronto, todos los hijos de los Bodén y los Lindwall estuvieron casados. Axel se convirtió en un hombre gordo que resollaba en la botica y que en secreto temía envenenar a alguien por error. Gertrud Bodén se volvió canosa y un ataque le paralizó una de las manos con que tocaba el piano. Barbro, por su parte, se arrancaba las canas cada vez con más frecuencia, y al final se las tiñó. Se le antojaba una burla que hubiese conservado su silueta con poca ayuda de la corsetería.
– Tienes una carta -le dijo Axel una tarde. Lo dijo con una voz neutra. Se la entregó. La letra no era conocida, el matasellos era de Falun.
«Querida señora Lindwall, estoy en el hospital de aquí. Hay un asunto del que me gustaría muchísimo hablar con usted. ¿Le sería posible visitarme un miércoles? Atentamente, Anders Bodén.»
Ella entregó la carta a su marido y observó cómo la leía.
– ¿Y bien? -dijo él.
– Me gustaría visitar Falun.
– Por supuesto.
Quería decir: Por supuesto que te gustaría, los rumores siempre han proclamado que eres su amante; nunca lo supe seguro, pero está claro que debería haber intuido lo que significaban tu súbita frialdad y todos estos años de expresión ausente; pues claro, pues claro. Pero ella sólo oyó: «Por supuesto, vete.»
– Gracias -dijo ella-. Iré en tren. Quizá tenga que pasar allí la noche.
– Por supuesto.
Postrado en la cama, Anders Bodén meditaba lo que iba a decir. Por fin, al cabo de todos aquellos años -veintitrés, para ser exactos- habían acabado viendo la escritura del otro. Este intercambio, esta nueva vislumbre mutua, era tan íntimo como un beso. La letra de ella era pequeña, pulcra, de colegiala: no revelaba signos de edad. Pensó por un instante en todas las cartas que habría podido recibir de ella.
Al principio se imaginó que simplemente podría volver a contarle la historia de Mats Israelson, en la versión que había perfeccionado. Así ella, al conocerla, la comprendería. ¿O no? Que él hubiese transportado la historia día tras día durante más de dos decenios no significaba necesariamente que ella se acordarse de algunos fragmentos. Podría pensar que era una treta o un juego, y las cosas quizá se torcieran.
Pero era importante no decirle que se estaba muriendo. Sería cargarla con un peso injusto. Peor aún, quizá la compasión modificara la respuesta de Barbro. Él también quería la verdad, no una leyenda. Dijo a las enfermeras que una prima muy querida iba a visitarle, pero como padecía una debilidad cardíaca, bajo ningún concepto debían informarla de su estado. Les pidió que le recortaran la barba y le peinaran el pelo. Cuando se marcharon, se frotó las encías con unos polvos dentales y deslizó debajo de la sábana su mano incompleta.
Al recibir la carta, a ella le había parecido franca; o, si no franca, al menos indiscutible. Por primera vez en veintitrés años, él le había pedido algo; por consiguiente, su marido, a quien siempre había sido fiel, tenía que concederle el permiso. Lo había hecho, pero a partir de entonces las cosas empezaron a perder claridad. ¿Qué debía ponerse para el viaje? No parecía haber ropa para una ocasión así, que no era una festividad ni un funeral. En la estación, el hombre de la taquilla había repetido «Falun», y el jefe de la estación había lanzado una ojeada a su maleta. Ella se sintió totalmente vulnerable; habría bastado con que alguien la hubiese incitado para que ella empezase a explicar su vida, sus propósitos, su virtud. «Voy a ver a un hombre que está moribundo», habría dicho. «Sin duda tiene un último mensaje para mí.» Tenía que ser eso, ¿no?: que se estaba muriendo. De lo contrario aquello no tenía sentido. De lo contrario, él habría establecido contacto cuando el último de los hijos se hubo marchado de casa, cuando ella y Axel volvieron a ser una simple pareja.
Se registró en el Stadshotellet, cerca del mercado. De nuevo notó que el recepcionista curioseaba su maleta, su estado civil, sus motivos.
– Vengo a visitar a una amiga en el hospital -dijo, aunque no le habían preguntado nada.
En la habitación, miró la cama con aros de hierro, el colchón, el ropero flamante. Nunca había estado sola en un hotel. Allí iban las mujeres, comprendió: cierta clase de mujeres. Sintió que las habladurías la veían sentada sola en una habitación con una cama. Le pareció asombroso que Axel la hubiese autorizado a hacer el viaje. Le pareció asombroso que Anders Bodén la hubiese convocado sin ninguna explicación.
Su estado vulnerable empezó a disfrazarse de irritación. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué la obligaba a hacer él? Pensó en libros que había leído y que Axel desaprobaba. En los libros, se aludía a escenas en habitaciones de hotel. En los libros había parejas que se fugaban…, pero no cuando uno de los dos estaba en el hospital. En los libros había reconfortantes ceremonias nupciales en el lecho de muerte…, pero no cuando los dos estaban aún casados. Entonces, ¿qué iba a ocurrir? «Hay un asunto del que me gustaría muchísimo hablar con usted.» ¿Hablar? Ella era una mujer de mediana edad que le llevaba un tarro de mermelada de camemoro a un hombre al que había conocido un poco veintitrés años atrás. Bueno, a él le correspondía dar un sentido a la cita. Él era el hombre, y ella, yendo a verle, había cumplido su parte. No por azar había sido una respetable mujer casada durante todos aquellos años.
– Ha adelgazado.
– Dicen que me favorece -contestó él, con una sonrisa. «Dicen»: era obvio que se refería a «mi mujer».
– ¿Dónde está su mujer?
– Me visita otros días. -Lo cual sería evidente para el personal hospitalario. Oh, su mujer le visita tales días y «ella» le visita a espaldas de su mujer.
– Pensé que estaría muy enfermo.
– No, no -respondió él, alegremente. Ella parecía muy nerviosa; sí, había que decirlo, un poco como una ardilla de ojos inquietos y saltones. Él, en fin, debía calmarla, sosegarla-. Estoy bien. Me pondré bien.
– Pensé… -Hizo una pausa. No, las cosas tenían que estar claras entre ellos-. Pensé que se estaba muriendo.
– Duraré tanto como cualquier abeto a la orilla del Hökberg.
Sonreía, sentado en la cama. Le acababan de recortar la barba, tenía el pelo peinado a la moda; en definitiva, no estaba agonizando, y su mujer estaba en otra ciudad. Ella aguardó.
– Eso es el tejado de la Kristina-Kyrka.
Ella se volvió, se encaminó a la ventana y miró la iglesia de enfrente. Cuando Ulf era pequeño, ella tenía que darse la vuelta antes de que él le contase un secreto. Quizá Anders Bodén necesitase lo mismo. Así que miró el tejado de cobre que resplandecía al sol y aguardó. Al fin y al cabo, él era el hombre.
El silencio de Barbro y el que le diera la espalda alarmaron a Anders. Aquello no era lo que había planeado. Ni siquiera había conseguido llamarla Barbro, de pasada, como hacía largo tiempo. ¿Qué le había dicho una vez ella? «Me gusta que un hombre me cuente lo que sabe.»
– La iglesia fue construida a mediados del siglo diecinueve -comenzó-. No sé la fecha exacta. -Ella no respondió-. El tejado es de cobre extraído de la mina local. -Tampoco hubo respuesta-, Pero no sé si el tejado fue construido al mismo tiempo que la iglesia o si fue un añadido posterior. Quiero averiguarlo -agregó, procurando parecer resuelto. Ella siguió sin responder. La única voz que él oía era la de Gertrud, susurrando: «La insignia del sindicato de turismo sueco.»
Ahora la ira también embargaba a Barbro. Por supuesto que nunca le había conocido, no había conocido cómo era en realidad. No había hecho más que consentirse una fantasía juvenil durante todos aquellos años.
– ¿No se está muriendo?
– Duraré tanto como cualquier abeto a la orilla del Hökberg.
– Entonces está en condiciones de venir a mi habitación del Stadshotellet.
Lo dijo con toda la aspereza que pudo, menospreciando a todo el universo masculino, con sus puros, sus queridas y su barba vanidosa y estúpida.
– Señora Lindwall…
Había perdido toda claridad mental. Quería decirle que la amaba, que siempre la había amado, que pensaba en ella la mayor parte…, no, todo el tiempo. «Pienso en usted la mayor parte…, no, todo el tiempo», había tenido intención de decir. Y después: «La he amado desde el momento en que la encontré en el barco. Ha sostenido mi vida desde entonces.»
Pero la irritación de Barbro le desanimó. Ella pensaba que era un simple seductor. Por tanto, las palabras que él había preparado parecerían las de un seductor. Y, después de todo, él no la conocía. Tampoco sabía cómo hablar a las mujeres. Le enfureció que hubiese por el mundo hombres de labia que sabían lo que había que decir. Oh, quítatelo de encima, pensó de repente, captando la irritación de Barbro. Pronto estarás muerto, sácate esta espina.
– Pensé -dijo, y su tono fue rudo, agresivo, como el de un hombre que regatea-. Pensé que me amaba, señora Lindwall.
Vio que los hombros de ella se ponían rígidos.
– Ah -contestó ella. La vanidad masculina. Qué imagen más falsa había conservado de él todos aquellos años, como la de una persona discreta, con tacto y una ineptitud casi censurable para expresarse. En verdad, era otro hombre más, que se comportaba como los hombres se comportan en los libros, y ella era sólo una mujer más, por creer otra cosa.
Ella le respondió sin mirarle, como si él fuese el pequeño Ulf con uno de sus secretos infantiles.
– Se equivoca -dijo, y se volvió hacia aquel galán abyecto y sonriente, aquel hombre que sin duda sabía cómo llegar a una habitación de hotel-. Pero gracias… -no estaba dotada para el sarcasmo, y buscó rápidamente un motivo-, gracias por enseñarme el hospicio de sordomudos.
Pensó en llevarse consigo el tarro de mermelada, pero lo juzgó indecoroso. Había un tren esa noche que aún tendría tiempo de coger. Le repugnaba la idea de pasar la noche en Falun.
Durante un largo rato, Anders Bodén no pensó. Observó cómo el tejado de cobre iba adquiriendo una tonalidad más oscura. Sacó la mano incompleta de debajo de la sábana y se desordenó el pelo con ella. Dio el tarro de mermelada a la primera enfermera que entró en la habitación.
Una de las cosas que había aprendido en la vida y en la que esperaba poder apoyarse, era que un dolor más grande disipa otro menor. Una tensión muscular desaparece ante un dolor de muelas, y un dolor de muelas ante un dedo aplastado. Confió -era su única esperanza ahora- en que el dolor del cáncer, el dolor de agonizar, disiparía los dolores del amor. No parecía probable.
Cuando el corazón se rompe, pensó, se parte como la madera, a lo largo de toda la longitud del tablón. En sus primeros días en el aserradero había visto a Gustaf Olsson coger una pieza de madera sólida, introducir una cuña e imprimirle un pequeño giro. La madera se partía de un extremo a otro, a lo largo de la veta. Era lo único que se necesitaba saber del corazón: dónde estaba la veta. Entonces, con un giro, con un gesto, con una palabra, podías destruirlo.
Caía la noche y a medida que el tren bordeaba el lago oscurecido en donde todo había empezado, a medida que se debilitaban la vergüenza y los reproches que se hacía a sí misma, procuró pensar con claridad. Era la única forma de mantener el dolor a raya: pensar claramente, interesarse sólo en lo que ocurre de verdad, en lo que sabes que es cierto. Y sabía lo siguiente: que el hombre por quien, en cualquier momento de los últimos veintitrés años, habría abandonado a su marido y a sus hijos, el hombre por quien habría perdido su reputación y su lugar en la sociedad, con quien se habría fugado Dios sabe adonde, no era, y nunca lo había sido, digno de su amor. Axel, a quien respetaba, que era un buen padre y les procuraba el sustento, valía mucho más que Anders. Y sin embargo no le amaba, no si lo que sentía por Anders Bodén era la medida de las cosas. Tal era, pues, la desolación de su vida, dividida entre no amar a un hombre que lo merecía y amar a otro que no lo merecía. Lo que había creído que era el pilar de su vida, la compañía continua de una posibilidad, tan fiel como una sombra o un reflejo en el agua, no era más que eso: una sombra, un reflejo. No era nada real. Aunque se preciaba de tener poca imaginación, y aunque no prestaba atención a las leyendas, se había permitido pasar la mitad de su vida en un sueño frívolo. Sólo cabía decir en su defensa que había conservado la virtud. ¿Y qué clase de defensa era ésa? Si la hubieran puesto a prueba, ella no habría resistido un segundo.
Cuando pensó sobre esto con claridad y verdad, su vergüenza y sus reproches retornaron, pero con mayor virulencia. Desató el botón de su manga izquierda y se soltó de la muñeca una tira de cinta azul, descolorida. La dejó caer al suelo del vagón.
Axel Lindwall arrojó el cigarrillo a la rejilla de la chimenea vacía cuando oyó que se acercaba el carruaje. Tomó la maleta de su mujer, la ayudó a apearse y pagó al cochero.
– Axel -dijo ella, con un tono de vivo afecto, en cuanto estuvieron dentro de la casa-, ¿por qué fumas siempre que no estoy aquí?
Él la miró. No supo qué decir ni qué hacer. No quería hacerle preguntas para no obligarla a responderle mentiras. O para no forzarla a decirle la verdad. Temía las dos cosas por igual. El silencio perduró. Bueno, pensó él, no podemos vivir juntos en silencio durante el resto de nuestra vida. En consecuencia, al final contestó:
– Porque me gusta fumar.
Ella se rió un poco. Estaban de pie delante de la chimenea apagada; él sostenía aún la maleta en la mano. Que él supiera, contenía todos los secretos, todas las verdades y mentiras que no quería escuchar.
– He vuelto antes de lo que pensaba.
– Sí.
– Decidí no pasar la noche en Falun.
– Sí.
– La ciudad huele a cobre.
– Sí.
– Pero el tejado de la Kristina-Kyrka resplandece al ponerse el sol.
– Eso me han dicho.
Era doloroso para él ver a su mujer en semejante estado. Simplemente era humano dejarla que le dijese las mentiras que había preparado. Se permitió, pues, una pregunta.
– ¿Cómo está… él?
– Oh, está muy bien. -No se dio cuenta de lo absurdo que sonaba hasta que lo dijo-. Es decir, está en el hospital. Está muy bien, pero supongo que no puede estarlo.
– Por lo general, la gente que está muy bien no ingresa en el hospital.
– No.
Lamentó su sarcasmo. Un profesor había dicho una vez a su clase que el sarcasmo era una debilidad moral. ¿Por qué lo recordaba ahora?
– ¿Y…?
Ella no se había percatado hasta entonces de que tendría que explicar su visita a Falun; no sus pormenores, sino su propósito. Cuando se marchó, se había imaginado que a su regreso todo habría cambiado, y que sólo haría falta explicar ese cambio, el cambio que fuese. Sucumbió al pánico cuando se prolongó el silencio.
– Quiere que te quedes con el palenque. El de la iglesia. Es el número cuatro.
– Sé que es el número cuatro. Ahora vete a la cama.
– Axel -dijo ella-. En el tren estaba pensando que nos haremos viejos. Cuanto antes mejor. Creo que las cosas son más fáciles cuando eres viejo. ¿Lo crees posible?
– Vete a la cama.
Solo, encendió otro cigarrillo. La mentira de Barbro era tan absurda que hasta habría podido ser cierta. Pero daba lo mismo. Si era una mentira, entonces la verdad era que había ido, más abiertamente que nunca hasta entonces, a visitar a su amante. ¿Su antiguo amante? Si era verdad, el regalo de Bodén era un pago sarcástico del amante burlón al marido injuriado. El tipo de obsequio que las habladurías adoraban y que nunca olvidan.
A la mañana siguiente daría comienzo lo que le quedaba de vida. Y lo cambiaría, lo cambiaría totalmente, saber que gran parte de su vida hasta entonces no había sido como él creía. ¿Habría recuerdos, una parte del pasado, que subsistirían incontaminados por lo que había sido confirmado aquella noche? Quizá ella tuviese razón y deberían intentar envejecer juntos, y contar, andando el tiempo, con que el corazón se endurece.
– ¿Qué era eso? -preguntó la enfermera. El enfermo empezaba a decir incoherencias. Sucedía a menudo en las fases terminales.
– Lo que se paga aparte.
– ¿Sí?
– El dinero para los disparos.
– ¿Disparos?
– Para producir ecos.
– ¿Sí?
Él forzó la voz al repetir la respuesta.
– Los disparos que producen ecos se pagan aparte.
– Perdone, señor Bodén, pero no sé de qué me está hablando.
– Entonces espero que no lo sepa nunca.
En el funeral de Anders Bodén, su ataúd, de madera de abeto cortada y secada a un tiro de piedra de la encrucijada de la ciudad, fue colocado delante del altar esculpido que habían traído de Alemania durante la guerra de los Treinta Años. El párroco ensalzó al director de la serrería diciendo que era un árbol alto que había sido talado por el hacha de Dios. No era la primera vez que la feligresía oía este símil. Fuera de la iglesia, el palenque número cuatro permanecía vacío en homenaje al difunto. No lo mencionaba en su testamento y su hijo se había trasladado a Estocolmo. Tras las consultas oportunas, se adjudicó el palenque al capitán del barco de vapor, un hombre notable por sus méritos cívicos.