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Todo empezó cuando empujé al alemán. Bueno, quizá fuese austríaco -al fin y al cabo, era un concierto de Mozart- y en realidad quizá no empezó entonces, sino años antes. Aun así, es mejor decir una fecha concreta, ¿no creen?
Pues bien: un jueves de noviembre, en el Royal Festival Hall, a las 7.30 de la tarde, Mozart K595, con Andras Schiff, seguido por Shostakóvich 4. Recuerdo haber pensado, cuando me lancé, que Shostakóvich tenía algunos de los pasajes más altos de la historia de la música, y que desde luego era imposible producir un sonido aún más fuerte. Pero me estoy adelantando. Las 7.29: la sala estaba llena, el público era normal. Las últimas personas en entrar venían de beber algo abajo, antes del concierto, por invitación del patrocinador. Ya saben cómo son: Oh, parece que casi son y media, pero vamos a terminar esta copa, hacer un pis y luego subimos corriendo y pasamos por encima de media docena de espectadores hasta nuestros asientos. No hay prisa, tío: el jefe está soltando pasta y el maestro Haitink siempre puede esperar un ratito más en el camerino.
El austrogermano -para ser justo con él- había llegado, como muy tarde, a las 7.23. Era menudo y con una calvicie incipiente, gafas, cuello levantado y una pajarita roja. No vestía exactamente de etiqueta; quizá fuese un atuendo de calle típico de su país de origen. Y era bastante fatuo, pensé, no sólo porque le escoltaban dos mujeres, una a cada lado. Los tres andaban por la treintena, calculo: ya mayorcitos para saber comportarse. «Son buenos asientos», anunció, cuando encontraron sus butacas en la fila de delante. J 37, 38 y 39. Yo estaba en la K 37. Al instante la tomé con él. Dándose pisto ante sus acompañantes por las entradas que había comprado. Supongo que quizá las habría conseguido a través de una agencia, y que estaba aliviado; pero no fue eso lo que dijo, ¿y por qué concederle el beneficio de la duda?
Como digo, el público era normal. El ochenta por ciento, con permiso de día de los hospitales de la ciudad, cuyos pabellones de pulmón y departamentos de otorrinolaringología tenían prioridad para las entradas. Reserva ahora un asiento mejor si tienes una tos que supera los 95 decibelios. Al menos la gente no pedorrea en los conciertos. Yo nunca he oído a nadie echarse pedos, ¿y ustedes? Lo cual me da la razón en parte: si puedes reprimir un extremo, ¿por qué no el otro? Según mi experiencia, recibes más o menos el mismo número de advertencias. Pero la gente, en conjunto, no expele ventosidades estentóreas con Mozart. De lo cual deduzco que se conservan unos pocos vestigios de la fina costra de civilización que nos impide incurrir en una absoluta barbarie.
El allegro de obertura fue bastante bien: un par de estornudos, un caso grave de flema compacta en el centro del patio de butacas que exigía casi una intervención quirúrgica, un reloj digital y no poco manoseo de hojas del programa. A veces pienso que deberían poner instrucciones de uso en la portada de los programas. Por ejemplo: «Esto es un programa. Le informa de la música de esta velada. Puede que le apetezca echarle una ojeada antes de que empiece el concierto. Así sabrá lo que están tocando. Si se entretiene mucho leyéndolo, producirá una distracción visual y cierto grado de ruido ligero, se perderá parte de la música y quizá moleste a sus vecinos, sobre todo al hombre que ocupa la localidad K 37.» En ocasiones el programa contendrá un pequeño texto informativo, vagamente rayano en el consejo, sobre los móviles o el uso del pañuelo para sofocar las toses. Pero ¿alguien hace caso? Es como los fumadores que leen las advertencias sanitarias en un paquete de tabaco. Lo asimilan y no lo asimilan; en cierta medida, no creen que les concierna a ellos. Debe de ocurrir lo mismo con los que tosen. No es que yo quiera parecer demasiado comprensivo; eso sería estar dispuesto a perdonarlos. Y, a título informativo, ¿cuántas veces ves a alguien sacar un pañuelo para amortiguar el ruido? Yo estaba un día al fondo de la platea, en la T 21. El doble concierto de Bach. Mi vecino, en la T 20, de repente empezó a corcovar como si cabalgase a un potro salvaje. Con la pelvis proyectada hacia delante, hurgó frenéticamente en busca de un pañuelo y logró enganchar al mismo tiempo un gran manojo de llaves. Distraído por la caída de las llaves, soltó el pañuelo y el estornudo se disparó en distintas direcciones. Muchas gracias, T 20. Luego se pasó la mitad del movimiento lento mirando las llaves con inquietud. Al final resolvió el problema colocando encima el pie, con lo cual, satisfecho, volvió a centrar la mirada en los solistas. A intervalos, una débil remoción metálica, debajo de su zapato en movimiento, añadía unas notas armónicas a la partitura de Bach.
Concluyó el allegro y el maestro Haitink bajó despacio la cabeza, como autorizando a todos a utilizar la escupidera y hablar de las compras navideñas. J 39 -la vienesa rubia, una asidua consultora del programa y amante de arreglarse el pelo- encontró muchas cosas que decir al señor de cuello alto de la J 38. Él hacía gestos de asentimiento sobre el precio de los suéters o algo parecido. Quizá estaban comentando la finura digital de Schiff, pero preferiría dudarlo. Haitink levantó la cabeza para indicar que era el momento de que concluyera la emisión de cháchara, alzó la batuta para exigir que se acabaran las toses y a continuación se volvió ligeramente, ladeando la oreja para dar a entender que, por lo que a él respectaba, tenía intención de escuchar con suma atención la entrada del pianista. El larghetto, como seguramente saben, empieza con un solo de piano que anuncia lo que quienes se habían molestado en leer el programa habrían comprendido que era una «melodía simple y apacible». Es también el concierto en que Mozart decidió prescindir de trompetas, clarinetes y tambores: en otras palabras, se nos invita a prestar una atención aún mayor al piano. Y entonces, mientras Haitink ladeaba la cabeza y Schiff nos ofrecía los primeros compases serenos, J 39 se acordó de lo que no había terminado de decir sobre suéters.
Me incliné y pinché con el dedo al alemán. O austríaco. No tengo nada contra los extranjeros, a todo esto. Confieso que si hubiese sido un corpulento británico, alimentado con hamburguesas y vestido con una camiseta de la copa del mundo, me lo habría pensado dos veces. Y lo hice, en el caso del austrogermano. De la manera siguiente. Una: Has venido a escuchar música a mi país, así que no te comportes como si todavía estuvieras en el tuyo. Y dos: Teniendo en cuenta tu probable procedencia, es aún más imperdonable que te comportes así en un concierto de Mozart. Así que pinché a J 38 con un trípode compuesto de pulgar y los dos dedos siguientes. Fuerte. Él se volvió instintivamente y yo le clavé la mirada tocándome los labios con el dedo. J 39 dejó de parlotear. J 38 pareció satisfactoriamente avergonzado y J 37 un poquito asustada. K 37 -yo- volvió a sumirse en la música. Aunque no pude concentrarme del todo. Noté que el júbilo me ascendía por dentro como un estornudo. Por fin lo había hecho, al cabo de tantos años.
Cuando volví a casa, Andrew trató de aplicar su lógica habitual, en un intento de desinflarme. Quizá mi víctima pensara que estaba bien comportarse así, porque todo el mundo a su alrededor estaba haciendo lo mismo: no era un maleducado, sino que intentaba dar muestras de buena educación: wenn in London… Además, y como alternativa, Andrew quería saber si no era cierto que gran parte de la música de aquel tiempo fue compuesta para cortes reales o ducales, en cuyo caso, ¿no estarían aquellos mecenas y su séquito deambulando de un lado para otro mientras despachaban una cena, tiraban huesos de pollos al arpista, coqueteaban con las mujeres de sus vecinos y escuchaban a medias al humilde empleado que aporreaba la espineta? Yo objeté que la música no había sido compuesta pensando en malas conductas. ¿Cómo lo sabes?, contestó Andrew: Posiblemente los compositores sabían cómo iban a escuchar su música, y o bien escribían una tan sonora que sofocase el ruido del lanzamiento de huesos de pollo y los eructos generales o, lo que es más probable, procuraban escribir unas melodías de tan abrumadora belleza que hasta el baronet libidinoso de tierra adentro pararía un momento de manosear la piel al descubierto de la mujer del boticario. ¿No era esto el reto, la razón, de hecho, de que la música resultante hubiese perdurado tanto tiempo y tan bien? Además y por último, era muy posible que mi vecino inofensivo, con su cuello de frac, fuese un descendiente de aquel baronet del campo que se comportaba de la misma manera: había pagado la entrada y tenía derecho a escuchar lo mucho o poco que quisiera.
– En Viena -dije- hace veinte o treinta años, cuando ibas a la ópera, si soltabas la más leve tos, venía un lacayo con calzones y una peluca empolvada y te daba un caramelo para la tos.
– Eso debía de distraer aún más al público.
– Le enseñaba a no toser la próxima vez.
– De todos modos, no entiendo por qué sigues yendo a conciertos.
– Por el bien de mi salud, doctor.
– Parece que está causando el efecto contrario.
– Nadie va a impedirme que vaya a conciertos -dije-. Nadie.
– No hablamos de eso -contestó, mirando a otro lado.
– No hablaba de eso.
– Bueno.
Andrew cree que debería quedarme en casa con mi equipo de sonido, mi colección de compacts y nuestros vecinos tolerantes, a los que rara vez se les oye carraspear al otro lado de la pared medianera. ¿Por qué vas a conciertos, me pregunta, si sólo sirven para enfurecerte? Voy, le digo, porque cuando vas a una sala de conciertos, después de haber pagado y de haberte tomado la molestia de ir, escuchas con mayor atención. No, a juzgar por lo que dices, me responde. Al parecer, estás distraído casi todo el tiempo. Bueno, prestaría más atención si no me distrajeran. ¿Y a qué prestarías más atención, a modo de pregunta puramente teórica? (¿Ven lo provocativo que puede ser Andrew?) Lo pensé un rato y luego dije: A los pasajes altos y a los suaves, de hecho. A los altos porque, por más moderno que sea tu equipo, nada es comparable a la realidad de cien o más músicos tocando a todo trapo en tu presencia, atronando el aire. Y a los suaves, lo cual es más paradójico, porque uno cree que cualquier equipo de alta fidelidad puede reproducirlos bien. Pero no puede. Por ejemplo, esos compases inaugurales del larghetto, que flotan a lo largo de veinte, treinta, cincuenta metros, aunque flotar no es la palabra correcta, porque supone tiempo transcurrido viajando, y cuando la música avanza hacia ti, toda noción del tiempo queda abolida, así como el espacio y el lugar, por cierto.
– ¿Y qué tal Shostakóvich? ¿Lo bastante sonoro para acallar a los hijoputas?
– Bueno, ésa es una cuestión interesante -dije-. ¿Sabes cómo empieza, con esos apogeos enormes? Me ha hecho pensar en lo que entiendo por pasajes altos. Todo el mundo hacía el mayor ruido posible, los metales, los timbales, el tambor grande, ¿y sabes el instrumento que más se oía? El xilofón. La mujer que lo percutía lograba un sonido nítido como una campana. Si lo oyeras en un disco creerías que era un truco mecánico: un realce, o como lo llamen. En la sala sabías que era exactamente el efecto que Shostakóvich quería.
– ¿Te lo has pasado bien, entonces?
– Pero también me he dado cuenta de lo importante que es el tono. El flautín se impone del mismo modo. Así que no sólo es la tos o el estornudo y su volumen, sino la textura musical con la que rivalizan. Lo cual quiere decir, por supuesto, que ni siquiera puedes relajarte en los fragmentos más agudos.
– Que te den una pastilla para la tos y una peluca empolvada -dijo Andrew-. Si no, creo que te volverás loco de atar, en serio.
– Que lo digas tú… -contesté.
Él sabía a qué me refería. Permítanme que les hable de Andrew. Vivimos juntos desde hace veinte años o más; nos conocimos cuando los dos rondábamos los cuarenta. Trabaja en la sección de muebles de la V & A. Todos los días, llueva o luzca el sol, recorre Londres en bici de una punta a otra. En el camino hace dos cosas: escucha libros grabados en su walkman y mira a todas partes en busca de leña. Ya sé que parece increíble, pero casi todos los días consigue llenar su cesta con leña suficiente para encender un fuego por la noche. Así que pedalea desde un extremo al otro de esta ciudad civilizada escuchando la casete 325 de Daniel Deronda y siempre ojo avizor en busca de contenedores y ramas caídas.
Pero esto no es todo. Aunque conoce un montón de atajos por sitios donde hay leña, Andrew pasa gran parte del trayecto en el tráfico de la hora punta. Y ya saben cómo son los automovilistas: sólo están atentos a los otros conductores. También a los autobuses y camiones, por supuesto; a veces a los motociclistas; a los ciclistas, nunca. Y esto desquicia a Andrew. Verlos allí con el culo en el asiento, expulsando gases, un pasajero por coche, en un atasco de egoístas que contaminan el medio ambiente y que continuamente intentan colarse en un hueco de cuarenta y cinco centímetros sin comprobar antes si hay algún ciclista. Andrew les vocifera. Andrew, mi amigo civilizado, mi compañero y ex amante, que se ha pasado la mitad de la jornada encorvado sobre una pieza exquisita de marquetería con un restaurador; Andrew, con los oídos llenos de frases de la alta sociedad victoriana, grita, exasperado:
– ¡Cabronazo!
También grita: «¡Ojalá pilles un cáncer!» O: «¡Métete debajo de un puto camión, cara culo!»
Le pregunto qué les dice a las conductoras.
– Ah, a ellas no las llamo cabronas -responde-. «¡Puta puerca!» suele cubrir el expediente.
Y le da a los pedales, buscando leña y preocupado por Gwendolen Harleth. Daba golpes en el techo de un coche cuando un conductor le cerraba el paso. Pom, pom, pom, con un guante forrado de piel de oveja. Debía de sonar como una caja de truenos de Strauss o Henze. También les doblaba de un golpe los espejos retrovisores laterales: eso irritaba a los hijoputas. Pero ya no hace estas cosas; hará un año se llevó un susto con un Mondeo azul que se puso a su altura y le derribó de la bici mientras el chófer le hacía diversas sugerencias amenazadoras. Ahora sólo se desgañita llamándoles cabronazos. No protestan, porque es lo que son, y lo saben.
Empecé a llevar caramelos a los conciertos. Se los ofrecía, a manera de multa in situ, a los infractores que estaban a mi alcance, y a los alejados durante el entreacto. No tuve mucho éxito, como era de esperar. Si le das a alguien un caramelo envuelto en mitad de un concierto, luego tienes que escuchar el ruido que hace al quitarle el papel. Y si se lo das sin papel, es muy improbable que se lo meta en la boca, ¿no?
Algunos ni siquiera comprendían mi ánimo ofensivo ni se lo tomaban como una represalia; pensaban que era un gesto amistoso. Y una noche paré a aquel chico cerca del bar, le puse la mano en el codo, pero no tan fuerte como para que el gesto resultase inequívoco. Se volvió, con su suéter negro de cuello vuelto, chaqueta de cuero, pelo rubio pinchudo, cara ancha y virtuosa. Sueco, quizá; danés, tal vez finlandés. Miró lo que yo le tendía.
– Mi madre siempre me dice que no acepte caramelos de un caballero amable -dijo, con una sonrisa.
– Estabas tosiendo -respondí, débilmente incapaz de parecer enfadado.
– Gracias. -Cogió el caramelo por el extremo de papel y lo desprendió con suavidad de mis dedos-. ¿Te apetece beber algo?
No, no me apetecía. ¿Por qué no? Por la razón de la que no hablamos. Yo estaba en aquella escalera lateral que baja del nivel 2A. Andrew había ido a hacer pis y yo me puse a hablar con aquel chico. Creí que disponía de más tiempo. Estábamos intercambiando números cuando me volví y vi a Andrew observando. Difícilmente habría podido yo fingir que estaba comprando un coche de segunda mano. O que era la primera vez. O que…, cualquier cosa, en realidad. No nos quedamos a la segunda parte (Mahler 4) y el resto de la velada fue largo y penoso. Y fue la última vez que Andrew me acompañó a un concierto. También dejó de apetecerle dormir en mi cama. Dijo que todavía (probablemente) me quería, que (probablemente) seguiría viviendo conmigo, pero que ya no le apetecía volver a follar conmigo. Y más tarde dijo que tampoco volvería a tener ganas de hacer algo a mitad de camino de follar, muchísimas gracias. Quizá piensen que esto me impulsaría a decir sí, por favor, me apetece beber algo, a la cara sonriente y angelical del sueco, finlandés o lo que fuera. Pero se equivocan. No, no quería, gracias, no.
Es difícil acertar, ¿verdad? Y debe de ocurrirles lo mismo a los intérpretes. Si no hacen caso de los bastardos bronquíticos de ahí, se exponen a dar la impresión de que están tan enfrascados en la música que, oiga, tosa cuanto quiera, que ellos no se enteran. Pero si tratan de imponer su autoridad… He visto a Brendel levantar las manos del teclado en mitad de una sonata de Beethoven y dirigir una mirada fija en la dirección aproximada del infractor. Pero el cretino seguramente no se entera de que le están reprendiendo, mientras que los demás empezamos a inquietarnos por si a Brendel le han distraído o no.
Opté por otra táctica. La del caramelo era como un gesto ambiguo del ciclista al conductor: sí, muy agradecido por pasarte de un carril al otro, al fin y al cabo estaba pensando en frenar en seco y sufrir un ataque cardíaco. Nada de eso. Quizá fuese el momento de empezar a aporrearles un poco el techo.
Permítanme que les explique que poseo un físico razonablemente sólido: dos decenios en el gimnasio no me han hecho ningún daño; comparado con el raquítico espectador de conciertos yo podría ser un camionero. Además, llevaba un traje azul oscuro de una tela gruesa, una especie de sarga; camisa blanca, corbata azul oscuro sin estampados y en la solapa una insignia con un escudo heráldico. Elegí adrede este efecto. Un facineroso podría haberme confundido con un acomodador. Por último me trasladé de la platea a los palcos. Es el sector que flanquea el lado del auditorio: desde allí puedes seguir al director y vigilar la platea y la mitad delantera del patio de butacas. Este acomodador no repartía caramelos. Aguardaba al entreacto y luego seguía al infractor -con la mayor discreción posible- hasta el bar o una de esas zonas no diferenciadas, con vistas de pantalla grande al serpenteo del Támesis.
– Perdone, señor, pero ¿es usted consciente del nivel de decibelios de la tos no sofocada? -Me miraban bastante nerviosos, al procurar yo que mi voz tampoco sonase amortiguada-. Unos ochenta y cinco, se calcula -proseguía-. Un fortissimo de trompeta tiene más o menos los mismos. -Aprendí enseguida a no darles la oportunidad de explicar de dónde habían sacado aquella garganta repulsiva, y que no volverían a hacerlo, o lo que fuera-. Así que gracias, señor, le agradeceríamos…
Y cuando me iba, esa primera persona del plural obraba como una confirmación de mi rango cuasi oficial.
Con las mujeres no hacía lo mismo. Como puntualizó Andrew, hay una distinción necesaria entre «cabronazo» y «puta puerca». Y a menudo existía el problema del marido o acompañante masculino, en quienes podrían despertar reminiscencias de la época en que las cavernas estaban pintarrajeadas con bisontes rojizos de elegante factura.
– Comprendemos su tos, señora -le decía, en voz baja, casi médica-, pero al director y a la orquesta les resulta muy engorrosa.
Esto era incluso más ofensivo, si se paraban a pensarlo; era más como doblar de un golpe el espejo retrovisor que como aporrear el techo.
Pero yo también quería hacer esto último. Quería ser ofensivo. Me parecía justo. De modo que desarrollé diversas tácticas de insulto. Por ejemplo, identificaba al infractor, le seguía en el descanso (estadísticamente solía ser un tío) hasta donde estaba tomando un café o media pinta de cerveza, y le preguntaba, de ese modo que los terapeutas llaman no agresivo:
– Disculpe, pero ¿le gusta el arte? ¿Va a museos y galerías?
Por lo general, esta pregunta suscitaba una respuesta afirmativa, aunque teñida de suspicacia. ¿Tendría yo una tablilla y un cuestionario escondidos? Así que me apresuraba a formular la siguiente:
– ¿Y cuál diría que es su cuadro favorito? ¿O uno de sus predilectos?
A la gente le gusta que le pregunten esto, y puede que me recompensen con El carro de heno, La Venus del espejo, Los nenúfares de Monet o algo por el estilo.
– Pues imagínese esto -le decía, muy educado y alegre-. Usted está parado delante de La Venusdel espejo y yo estoy a su lado, y mientras usted contempla ese cuadro famosísimo que ama más que a nada en el mundo, yo empiezo a lanzar escupitajos que manchan de saliva fragmentos del lienzo. No sólo lo hago una vez, sino varias. ¿Qué le parecería a usted?
Mantengo mi tono de hombre razonable, sin tablilla alguna en la mano.
Las respuestas varían entre determinadas propuestas de acción y reflexión, como «Llamaría a los vigilantes» y «Pensaría que era usted un chalado».
– Exactamente -contesto, acercándome un poco-. Pues entonces no -y aquí les doy a veces un empujoncito con los dedos en el hombro o en el pecho, un empellón un poquito más fuerte de lo que se esperan-, no tosa en mitad de Mozart. Es como escupir a La Venusdel espejo.
La mayoría se acoquinan al llegar a este punto, y unos cuantos tienen la decencia de reaccionar como si les hubieran pillando robando en una tienda. Uno o dos dicen: «¿Quién se ha creído que es?» A lo cual respondo: «Simplemente alguien que ha pagado una butaca, como usted.»
Obsérvese que nunca afirmo que soy un empleado. Y añado: «Y le estaré vigilando.»
Algunos mienten. «Es la fiebre del heno», dicen, y yo replico: «Se ha traído el heno, ¿eh?» Uno con pinta de estudiante alegó que se había equivocado de tempo: «Pensé que conocía la pieza. Pensé que venía un crescendo súbito, no un diminuendo.»
Le miré iracundo, como pueden imaginar.
Pero no puedo decir que todos se mostrasen conciliadores o alicaídos. Los vejetes de raya diplomática, los hijoputas irascibles, los machos acompañados de mujeres vistosas pueden ser peliagudos. Puede que yo ejecute una de mis tácticas y ellos me digan: «¿Quién se ha creído que es?», o: «Váyase a tomar por el culo, ¿quiere?»; cosas así, que se salen del tema, y algunos me miran como si yo fuese el bicho raro y me dan la espalda. Como no me gusta esa conducta y me parece descortés, puede que le dé un pequeño codazo al brazo que sostiene la bebida, para que se vuelvan hacia mí, y si están solos me acerco y digo: «¿Sabes qué? Eres un cabronazo, y no voy a quitarte el ojo de encima.» No les suele gustar que les hablen así. Por supuesto, si hay una mujer presente modero mi lenguaje. «¿Qué se siente?», pregunto, y hago una pausa como si buscara la descripción exacta, «¿siendo una gilipollas absolutamente egoísta?.»
Uno llamó a un acomodador del Festival Hall. Como le vi la intención, fui y me senté con un modesto vaso de agua, me desprendí de mi insignia heráldica y me puse tremendamente razonable. «Cuánto me alegro de que le haya llamado. Estaba buscando a alguien para preguntárselo. ¿Cuál es la política exacta de esta sala respecto a los tosedores persistentes y ruidosos? Es de suponer que al llegar a cierto punto toman medidas para expulsarlos. Si me explicara cómo se cursan las quejas, estoy seguro de que muchos espectadores de esta noche apoyarían de buena gana mi propuesta de que en el futuro no permitan reservar localidades a este, ejem, caballero.»
Andrew sigue pensando soluciones prácticas. Dice que cambie de sala de conciertos y vaya al Wigmore Hall. Dice que me quede en casa a escuchar mis discos. Dice que dedico tanto tiempo a actuar de vigilante que no puedo concentrarme en la música. Le digo que no quiero ir al Wigmore Hall: reservo la música de cámara para más adelante. Quiero ir al Festival Hall, al Albert Hall y al Barbican, y nadie va a impedírmelo. Andrew dice que me compre una entrada de pie o que me siente en las butacas baratas o en el coro. Dice que la gente que ocupa las localidades caras es como la gente -de hecho, es probable que sea la misma- que conduce BMW, Range Rovers y Volvos grandes, puros cabronazos, ¿qué me esperaba?
Le digo que tengo dos propuestas para mejorar el comportamiento. La primera sería instalar focos en el techo, y si alguien hace un ruido que supera un nivel determinado -uno descrito en el programa pero también impreso en la entrada, para que los que no compren el programa estén asimismo advertidos del castigo-, se enciende la luz encima de su asiento y la persona que lo ocupa tendrá que permanecer así, como si estuviera en el cepo, hasta el final del concierto. Mi segunda sugerencia sería más discreta. Se trata de conectar un cable a cada butaca de patio y administrar una pequeña descarga eléctrica cuyo voltaje oscilaría según el volumen de la tos, el resoplido o el estornudo del infractor. Tal como han demostrado experimentos de laboratorio realizados con diferentes especies, este método contribuiría a impedir que los ruidosos reincidieran.
Andrew dijo que, aparte de consideraciones jurídicas, veía dos objeciones principales a mi plan. La primera era que si administras una descarga eléctrica a un ser humano, es muy posible que su reacción consista en producir más ruido del que había hecho antes, lo cual resultaría un tanto contraproducente. Y, en segundo lugar, por mucho que quisiera aplaudir mi método, no podía por menos de señalarme que el efecto práctico de electrocutar a los aficionados a conciertos podría muy bien ser que en lo sucesivo se abstuvieran de comprar entradas. Claro está que si la Filarmónica de Londres tocase ante una sala completamente vacía, no habría, sin duda, el menor ruido externo que pudiese perturbarme. En suma, sí conseguiría mi propósito, aunque, sin más traseros que el mío calentando el asiento, la orquesta quizá necesitase una subvención excepcionalmente elevada.
Andrew puede ser muy provocador, ¿no creen? Le pregunté si alguna vez había intentado escuchar la callada, triste música de la humanidad mientras alguien estaba hablando por un móvil.
– No sé con qué instrumento se tocaría eso -contestó-. Quizá con ninguno concreto. Lo que harías es atar con una cuerda a unos mil espectadores y aplicarles silenciosamente una corriente eléctrica al mismo tiempo que les adviertes que no hagan ruido si no quieren recibir otra descarga aún más fuerte. Oirías una serie de gruñidos y quejidos sordos y una variedad de chirridos mudos; y ésa es la música callada y triste de la humanidad.
– Qué cínico eres -dije-. La verdad es que no es mala idea.
– ¿Cuántos años tienes?
– Deberías saberlo. Te olvidaste de mi último cumpleaños.
– Eso sólo prueba lo viejo que soy yo. Vamos, dímelo.
– Tres años mayor que tú.
– Ergo?
– Sesenta y dos.
– Y corrígeme si me equivoco, pero tú no has sido siempre así.
– No, doctor.
– Cuando eras joven, ¿ibas a conciertos y eras feliz escuchando la música en tu asiento?
– Que yo recuerde sí, doctor.
– ¿Yla cuestión es que los demás se comportan peor ahora o que la edad te ha vuelto más sensible?
– La gente se comporta peor. Eso es lo que me vuelve más sensible.
– ¿Ycuándo notaste este cambio en la conducta de la gente?
– Cuando dejaste de venir conmigo.
– No hablamos de eso.
– No lo hacía. Me has preguntado. Fue entonces cuando empezaron a portarse peor. Cuando dejaste de venir conmigo.
Andrew pensó en esto un momento.
– Lo cual demuestra mi teoría. Sólo empezaste a notarlo cuando empezaste a ir solo. O sea que el problema eres tú, no ellos.
– Pues vuelve a venir conmigo y se resolverá.
– No, no hablamos de eso.
Un par de días después lancé a un hombre escaleras abajo. Había sido especialmente ofensivo. Llegó en el último minuto con una fulana en minifalda; se recostó con las piernas separadas y miró alrededor con innecesarios giros de cabeza; charló y se amarteló en las pausas entre movimientos (el concierto de Sibelius, nada menos); y, por supuesto, pasó todas las páginas del programa. Y después, en el último movimiento, ¿a que no saben lo que hizo? Se inclinó hacia su acompañante y le arrancó dos tonos de violín de la cara interior del muslo. Ella fingió que no se daba cuenta, luego le dio golpecitos en la mano con el programa y él se recostó en la butaca con una sonrisa satisfecha en su cara estúpida y fatua.
En el entreacto me fui derecho hacia ellos. Digamos que él no me dispensó una acogida cordial. Pasó de largo con un simple: «Que te jodan, capullo.» Así que les seguí, primero fuera y luego a la escalera lateral del nivel 2A. Era evidente que tenía prisa. Seguramente quería expectorar, escupir, toser, estornudar, fumar y beber y programar el despertador de su reloj digital para que le recordara que tenía que hacer una llamada por el móvil. Así que le calcé una zancadilla en el tobillo y rodó de bruces medio tramo de escalera. Era un hombre corpulento, y al parecer se hizo sangre. La mujer con la que estaba, que no había demostrado ser más educada, y que se había reído cuando él dijo: «Que te jodan, capullo», empezó a chillar. Sí, pensé, cuando me daba media vuelta, quizá en adelante aprendas a ser más respetuoso con el concierto para violín de Sibelius.
Lo esencial es el respeto, ¿no? Y si no lo tienes, hay que inculcártelo. La verdadera prueba, la única prueba, es si nos estamos haciendo más civilizados o no. ¿No están de acuerdo?