38698.fb2 La mesa lim?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

La mesa lim?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Corteza

El día del cumpleaños de Jean-Étienne Delacour, siguiendo las instrucciones de su nuera, Madame Amélie, se prepararon los siguientes platos: caldo de carne, la ternera con la que lo habían hecho, una liebre a la parrilla, pichón a la cazuela, verduras, queso y jaleas de frutas. Con un espíritu de civilidad desganada, Delacour consintió que le sirvieran un plato de caldo; incluso, en honor a la festividad, levantó hasta los labios una cucharada ceremonial, sopló con elegancia y volvió a bajarla, intacta. Cuando sirvieron la carne, hizo una señal a la criada, que le colocó delante, en dos platos distintos, una sola pera y un tajo de corteza arrancada de un árbol unos veinte minutos antes. Ninguno de los presentes -Charles, el hijo de Delacour; la nuera, el nieto, el sobrino, la mujer del sobrino, el cura, un granjero del vecindario y el viejo amigo de Delacour André Lagrange- hizo comentario alguno. Delacour, por su parte, dio muestras de urbanidad comiendo al mismo ritmo que los demás comensales: un cuarto de la pera mientras ellos daban cuenta de la carne, otro cuarto mientras despachaban la liebre, y así sucesivamente. Cuando sirvieron el queso, sacó una navaja, cortó en varios trozos la corteza de árbol y masticó cada trozo despacio, hasta deglutirlo. Más tarde, para propiciar el sueño, tomó una taza de leche, un poco de lechuga estofada y una manzana reineta. Su dormitorio estaba bien oreado y su almohada rellena de crines de caballo. Se cercioró de que las mantas no le pesaran sobre el pecho y de que sus pies se mantuvieran calientes. Al calzarse sobre las sienes el gorro de dormir de lino, Jean-Étienne meditó complacido sobre la insensatez de sus allegados.

Tenía sesenta y un años. En otro tiempo había sido glotón y jugador, una combinación que con frecuencia amenazaba con llevar la penuria a su casa. Allí donde se lanzasen dados o destapasen naipes, allí donde a uno o dos animales se los azuzara para que compitiesen en una carrera, para regocijo de los espectadores, allí estaba Delacour. Había ganado y perdido al faraón y al monte, al backgammon y al dominó, a la ruleta y al rojo y negro. Jugaba al tejo con un niño, se apostaba el caballo en una pelea de gallos, hacía solitarios de dos barajas con Madame V…, y con una sola cuando no encontraba rival o compañero.

Se decía que su gula había puesto fin a sus apuestas. Desde luego, en un hombre como él no había sitio para que las dos pasiones se expresaran plenamente. El momento de crisis se había producido cuando perdió en un santiamén, en una mano de piquet, un ganso cebado hasta días antes de matarlo, un ganso al que había alimentado con su propia mano y saboreado de antemano hasta los últimos menudillos. Pasó un tiempo dudando entre sus dos tentaciones, como el asno del refrán entre dos balas de heno; pero en lugar de morir de inanición, como el jumento indeciso, actuó como un auténtico jugador y dejó que una moneda al aire zanjara el asunto.

A partir de entonces se le infló tanto el estómago como la faltriquera, al mismo tiempo que se le sosegaban los nervios. Se daba banquetes de cardenal, como dicen los italianos. Disertaba acerca de las propiedades comestibles de cada alimento, desde las alcaparras hasta la becada; explicaba que el chalote había sido introducido en Francia por los cruzados al regresar de sus campañas, y el queso de Parma por Monsieur le Prince de Talleyrand. Cuando le servían una perdiz, le arrancaba las patas, daba a cada una un mordisco reflexivo, no crítico, y anunciaba sobre cuál de ellas la perdiz había tenido por costumbre apoyar su peso cuando dormía. También le daba a la botella. Si le ofrecían uvas de postre, las rechazaba con las siguientes palabras: «No suelo tomar el vino en forma de pastillas.»

La mujer de Delacour había aprobado la elección de su vicio, pues la glotonería tiene más posibilidades que el juego de retener a un hombre en casa. Pasaron los años y su silueta empezó a emular la de su marido. Vivieron una vida oronda y desahogada hasta que un día, reponiendo fuerzas a media tarde, en ausencia de su esposo, Madame Delacour murió asfixiada por un hueso de pollo. Jean-Etienne se maldijo a sí mismo por haber dejado a su mujer sin compañía; maldijo su propia gula, pues la de su mujer, cómplice de la suya, le había acarreado la muerte; y maldijo al destino, al azar, a lo que sea que gobierne nuestros días, por haber alojado el hueso de pollo en un ángulo tan homicida dentro de su garganta.

Cuando empezó a remitir su congoja inicial, aceptó hospedarse en la casa de Charles y Madame Amélie. Emprendió el estudio de las leyes, y a menudo se le veía absorto en los nueve códigos del reino. Se sabía de memoria el código rural y le consolaban sus certezas. Podía citar la legislación referente a los enjambres de abejas y la fabricación de abonos; conocía las penas por tocar las campanas de una iglesia durante una tormenta y por vender leche que hubiese estado en contacto con cazuelas de cobre; palabra por palabra, recitaba ordenanzas sobre la conducta de las amas de leche, el pasto de las cabras en los bosques y el entierro de animales encontrados muertos en la vía pública.

Por un tiempo persistió en su gula, como si al no hacerlo fuese desleal con el recuerdo de su cónyuge, pero aunque aún ponía el estómago en ello, no así su corazón. Lo que le indujo a abandonar su antigua pasión fue un bando municipal en el otoño de 18…: que, en aras de la higiene y el bienestar general, había que construir una casa de baños. Que un asunto de agua y jabón hubiese reducido a la moderación y la templanza a un hombre que había acogido la invención de un plato nuevo con las mismas alabanzas con que un astrónomo celebraría el descubrimiento de una nueva estrella inspiró burlas a unos y moralismos a otros. Pero Delacour nunca había hecho mucho caso de la opinión ajena.

La muerte de su mujer le reportó un legado pequeño. Madame Amélie propuso que quizá fuera un gesto prudente y cívico que su suegro invirtiera en la construcción de los baños. Con el fin de suscitar el interés, el municipio había concebido un proyecto basado en una idea italiana. La suma que debía reunirse se dividió en cuarenta partes iguales; todos los suscriptores tenían que ser mayores de cuarenta años. Se pagaría un interés anual del dos y medio por ciento, y a la muerte de un suscriptor el interés acumulado de su capital se dividiría entre los restantes. La simple aritmética propiciaba una sencilla tentación: el último inversor superviviente percibiría, a la muerte del titular número treinta y nueve, un interés anual equivalente a la suma de su aportación inicial. Los préstamos expirarían al fallecimiento del último suscriptor, y el capital sería devuelto a los herederos nombrados por los cuarenta inversores.

La primera vez que Madame Amélie mencionó el proyecto a su marido, él se mostró dubitativo:

– ¿No crees, querida, que podría despertar la antigua pasión de mi padre?

– Difícilmente se le puede llamar apuesta a algo en que no existe la posibilidad de perder.

– Eso es lo que afirman siempre todos los que apuestan.

Delacour aprobó la sugerencia de su nuera y siguió atentamente el curso de las suscripciones. A medida que aparecían nuevos inversores, apuntaba su nombre en una libreta y añadía su fecha de nacimiento y observaciones generales sobre su salud, aspecto y genealogía. Cuando un terrateniente quince años mayor que él se sumó al proyecto, Delacour se puso más contento que nunca desde la muerte de su mujer. Al cabo de unas semanas la lista quedó completa y él escribió a los otros treinta y nueve suscriptores diciéndoles que ya que todos se habían enrolado, por así decirlo, en el mismo regimiento, estaría bien que se reconociesen mediante un distintivo indumentario, como por ejemplo una cinta en la chaqueta. Propuso asimismo que todos los suscriptores -a punto estuvo de escribir «supervivientes»- celebraran una cena anual.

Pocos dispensaron una acogida favorable a las dos propuestas; algunos ni siquiera contestaron, pero Delacour siguió considerando compañeros de armas a sus colegas suscriptores. Si se encontraba con alguno en la calle le saludaba efusivamente, se interesaba por su salud e intercambiaba algunos comentarios generales, quizá sobre el cólera. Con su amigo Lagrange, que también se había suscrito, pasaba largas horas en el Café Anglais, jugando como actuarios con la vida de los otros treinta y ocho.

Los baños municipales aún no habían sido inaugurados cuando murió el primer inversor. Jean-Étienne, durante la cena con su familia, propuso un brindis por el septuagenario excesivamente optimista y ahora llorado. Más tarde, sacó la libreta, apuntó en ella la fecha del óbito y trazó debajo una larga línea negra.

Madame Amélie comentó con su marido el excelente ánimo de su suegro, que ella consideraba fuera de lugar.

– La muerte en general es su amiga -contestó Charles-. Sólo la suya propia debe considerarse su enemiga.

Madame Amélie se preguntó brevemente si se trataba de una verdad filosófica o de una perogrullada vacua. Tenía un carácter afable y se preocupaba poco por las opiniones de su marido. Le inquietaba más la manera en que las expresaba, que cada vez se parecía más a la de su padre.

Junto con un gran certificado grabado de la suscripción, los inversores recibían el derecho de utilizar gratis los baños «durante todo el período de la inversión». Era de esperar que pocos lo hicieran, pues si eran lo bastante ricos para suscribirse al proyecto, lo serían sin duda para poseer una bañera. Pero Delacour se habituó a hacer uso de este derecho una vez por semana, al principio, y después todos los días. Algunos consideraban que esto constituía un abuso de la benevolencia del municipio, pero Delacour se mantuvo en sus trece. Sus jornadas se ajustaban ahora a una pauta fija. Se levantaba temprano, comía una pieza de fruta, bebía dos vasos de agua y caminaba durante tres horas. Luego visitaba los baños, donde no tardó en ser conocido por los empleados; en su calidad de suscriptor, le reservaban una toalla especial. Después se encaminaba al Café Anglais, donde hablaba de los temas del día con su amigo Lagrange. Los temas del día para Delacour rara vez eran más de dos: cualquier baja previsible en la lista de inversores y la laxa aplicación de las diversas ordenanzas municipales. Así por ejemplo, a su entender no se había anunciado suficientemente la escala de recompensas por la exterminación de lobos: 25 francos por una loba con carnada, 18 por una loba sin crías, 12 por un lobo y 6 por un lobezno, pagaderos una semana después de comprobar la veracidad de la prueba.

Lagrange, cuya mente era más contemplativa que teórica, caviló sobre esta queja.

– Y sin embargo no conozco a nadie que haya visto a un lobo en los últimos dieciocho meses -dijo, con suavidad.

– Razón de más para que al populacho se le incite a vigilar.

Delacour denunció a continuación la escasa frecuencia y el poco rigor con que se verificaba si el vino había sido adulterado. En virtud del artículo 38 de la ley de 19 de julio de 1791, todavía aplicable, podía imponerse una multa de hasta 100 francos, y una pena de prisión de hasta un período de un año, a quienes mezclaran monóxido de plomo, cola de pescado, extracto de madera de Campeche u otras sustancias nocivas con el vino que vendían.

– Tú sólo bebes agua -puntualizó Lagrange. Alzó su propio vaso y examinó el vino que contenía-. Además, si nuestro hostelero se permitiera estas prácticas, puede que muy felizmente se redujera la lista de suscriptores.

– No pretendo ganar de esa manera.

A Lagrange le molestó la aspereza en el tono de su amigo.

– Ganar -repitió-. Sólo puedes ganar, si lo quieres llamar así, si yo me muero.

– Lo lamentaré -dijo Delacour, a todas luces incapaz de concebir un desenlace distinto.

Después del Café Anglais, Delacour volvía a casa y leía obras sobre fisiología y dieta. Veinte minutos antes de cenar se cortaba un trozo fresco de corteza de árbol. Mientras los demás comían guisos que acortaban la vida, él se explayaba sobre las amenazas para la salud en general y sobre los deplorables impedimentos a la inmortalidad humana.

Estos mismos impedimentos disminuían poco a poco la lista original de cuarenta suscriptores. Cada muerte acrecentaba el júbilo de Delacour y tornaba más estricto su régimen. Una obra de fisiología indicaba, con frases veladas y una súbita andanada de latinajos, que un signo fidedigno de salud en el varón humano era la frecuencia con que tenía trato sexual. Tanto la abstinencia total como la fornicación excesiva eran, en potencia, perniciosas, aunque no tanto como determinadas prácticas asociadas con la castidad. Pero una moderada frecuencia -por ejemplo, exactamente una vez por semana- se consideraba saludable.

Delacour, convencido de esta necesidad práctica, presentó sus excusas a su difunta esposa y concertó un arreglo con una criada de los baños a la que visitaba una vez a la semana. Ella le agradecía el dinero que le daba, y él, una vez que hubo desalentado las muestras de afecto, aguardaba con ilusión el día del encuentro. Decidió que cuando muriese el suscriptor número treinta y nueve, le daría a su amante cien francos o quizá un poco menos, en reconocimiento a los servicios que le prolongaban la vida.

Murieron más inversores; Delacour anotó en su libreta sus fechas de defunción y ofició un brindis risueño por su fallecimiento. Cuando se hubieron retirado de una de estas veladas, Madame Amélie le dijo a su marido:

– ¿Qué sentido tiene vivir sólo para sobrevivir a otros?

– Cada cual debe encontrar su motivo -contestó Charles-. Ése es el suyo.

– Pero ¿no te parece extraño que lo que más alegría le produce ahora sea la muerte de sus conciudadanos? No disfruta de las cosas normales de la vida. Planea sus jornadas como obedeciendo al deber más estricto, pero ¿qué deber, para con quién?

– La suscripción fue una propuesta tuya, querida.

– Cuando la hice no preví el efecto que tendría sobre su carácter.

– El carácter de mi padre no ha cambiado -repuso Charles, con un tono severo-. Ahora es un anciano viudo. Es natural que sus placeres hayan disminuido y que sus intereses hayan variado un poco. Pero aplica el mismo vigor mental y la misma lógica a lo que ahora le interesa que a lo que le interesaba antes. Su carácter no ha cambiado -repitió, como si a su padre le hubieran acusado de senilidad.

Si a André Lagrange le hubieran consultado, habría coincidido con Madame Amélie. Antaño sibarita, Delacour se había vuelto ascético; antaño defensor de la tolerancia, había desarrollado una actitud crítica hacia sus semejantes. Sentado en el Café Anglais, Lagrange escuchó una perorata relativa al incumplimiento de los dieciocho artículos que regulaban el cultivo de tabaco. Después hubo un silencio, Delacour bebió un sorbo de agua y prosiguió:

– Todos los hombres deberían tener tres vidas. Ésta es mi tercera.

Soltería, matrimonio, viudez, supuso Lagrange. O quizá juego, gula, la tontina. Pero Lagrange había sido contemplativo el tiempo suficiente para advertir que a los hombres les movía con frecuencia a formular un juicio universal algún suceso cotidiano cuya trascendencia se exageraba.

– ¿Y cómo se llama ella? -preguntó Lagrange.

– Es extraño que, a medida que transcurre la vida, los sentimientos dominantes puedan cambiar. Cuando era joven yo respetaba a los curas, honraba a mi familia, estaba lleno de ambición. Respecto a las pasiones del corazón, cuando conocí a la mujer que sería mi esposa descubrí que un largo prólogo de amor desemboca finalmente, con el refrendo y la aprobación de la sociedad, en esos deleites carnales que tanto apreciamos. Ahora que he envejecido estoy menos seguro de que los curas nos muestren el mejor camino hacia Dios; mi familia me exaspera muchas veces y ya no tengo ambiciones.

– Eso es porque has adquirido alguna riqueza y alguna filosofía.

– No, se debe a que juzgo la mente y el carácter, más que el rango social. El cura es un compañero agradable, pero un teólogo insensato; mi hijo es honesto, pero aburrido. Fíjate en que no afirmo que este cambio de talante sea meritorio. Es simplemente algo que me ha ocurrido.

– ¿Y el deleite carnal?

Delacour suspiró y movió la cabeza.

– Cuando era un muchacho, en mis años del ejército, antes de conocer a mi difunta esposa, me conformaba de un modo natural con la clase de mujeres que se muestran accesibles. Nada en aquellas experiencias de mi juventud me enseñó la posibilidad de que el deleite carnal pudiese generar sentimientos de amor. Me imaginaba…, no, estaba seguro de que siempre era al revés.

– ¿Y cómo se llama ella?

– El enjambre de abejas -contestó Delacour-. Como sabes, la ley es clara. Siempre que el dueño siga a sus abejas cuando se enjambran, tiene el derecho de reclamarlas y recuperar su posesión. Pero si no las ha seguido, el propietario del terreno en que se han posado tiene el título legal de propiedad. O bien, mira el caso de los conejos. Los que se trasladan de una madriguera a otra pasan a ser propiedad del hombre en cuyas tierras está situada la segunda madriguera, a menos que los haya conducido hacia allí por medios fraudulentos o artificios. En el caso de los pichones y las palomas, si vuelan a una tierra comunal, pertenecen a quien los mate. Si vuelan a otro palomar, pertenecen al dueño del mismo, siempre que no los haya atraído mediante fraude o artificio.

– Me he perdido totalmente -dijo Lagrange, mirándole con benevolencia, habituado a estas divagaciones de su amigo.

– Quiero decir que adoptamos todas las certezas que podemos. Pero ¿quién puede prever cuándo van a enjambrarse las abejas? ¿Quién puede prever adónde volará la paloma o cuándo se cansará el conejo de sumadriguera?

– ¿Y cómo se llama ella?

– Jeanne. Es una criada de los baños.

– Jeanne, la criada de los baños?

Todo el mundo tenía a Lagrange por un hombre apacible. Ahora se levantó rápidamente, empujando la silla hacia atrás. El ruido recordó a Delacour su época en el ejército, de desafíos súbitos y muebles rotos.

– ¿La conoces?

– ¿A Jeanne, la criada de los baños? Sí. Y tienes que renunciar a ella.

Delacour no comprendió. Es decir, entendió las palabras, pero no su motivo ni su propósito.

– ¿Quién puede prever adónde volará la paloma? -repitió, complacido con esta formulación.

Lagrange, inclinado sobre él, con los nudillos en la mesa, casi parecía temblar. Delacour nunca había visto a su amigo tan serio ni tan furioso.

– En nombre de nuestra amistad tienes que renunciar a ella -repitió.

– No me has estado escuchando. -Delacour se recostó en su silla y se colocó a distancia de la cara de su amigo-. Al principio fue una simple cuestión de higiene. Yo insistía en que la chica fuese dócil. No quería caricias a cambio; las rechazaba. No le hacía mucho caso. Y sin embargo, y a pesar de todo esto, he llegado a amarla. ¿Quién puede prever…?

– Te he estado escuchando, y, en el nombre de nuestra amistad, insisto.

Delacour meditó la petición. No era una petición, sino una exigencia. Había vuelto de repente a la mesa de juego y afrontaba a un adversario que, sin ninguna razón evidente, había subido diez veces su apuesta. En momentos así, evaluando el abanico inexpresivo en las manos de su contrincante, Delacour confiaba siempre en su instinto, no en el cálculo.

– No -contestó, como si se marcara un farol.

Lagrange se marchó.

Delacour dio un sorbo de su vaso de agua y repasó con calma los envites. Los redujo a dos: desaprobación o celos. Descartó el primero: Lagrange siempre había sido un observador de la conducta humana, no un moralista que condenase sus extravagancias. Así que debían de ser celos. ¿De la propia chica o de lo que ella representaba y exhibía: salud, longevidad, victoria? Ciertamente, la suscripción generaba un comportamiento extraño de los inversores. Lagrange se había sobreexcitado y se había ido como un enjambre de abejas. Bueno, Delacour no lo seguiría. Que aterrizase donde le viniera en gana.

Continuó con su rutina cotidiana. No mencionó a nadie la deserción de Lagrange, y en todo momento esperaba su reaparición en el café. Echaba de menos las conversaciones que mantenían, o por lo menos la compañía atenta de su amigo; pero poco a poco se resignó a su pérdida. Empezó a visitar a Jeanne con más frecuencia. Ella no se opuso, y le escuchaba cuando le hablaba de cuestiones jurídicas que ella rara vez entendía. Advertida previamente de que las expresiones de afecto eran impertinentes, siguió siendo callada y manejable, aunque no pudo por menos de notar que las caricias de Delacour eran más tiernas. Un día le informó de que estaba embarazada.

– Veinticinco francos -contestó él, automáticamente. Ella declaró que no le estaba pidiendo dinero. Él se disculpó -tenía el pensamiento en otra parte- y le preguntó si el hijo era de él. Al oír la respuesta afirmativa -o, más exactamente, el tono en que la dijo, en el cual no había rastro de la vehemencia con que se dice una mentira- se ofreció a entregar el hijo a una nodriza y a fijarle una asignación. Se guardó para sus adentros el amor sorprendente que había empezado a sentir por Jeanne. A su modo de ver, en realidad no era asunto de ella; le concernía a él, no a ella, y también pensaba que si tuviera que expresar lo que sentía quizá lo perdiera o lo complicase de una forma indeseada. Le dio a entender a Jeanne que podía confiar en él; con eso bastaba. Por lo demás, Delacour disfrutaba de su amor como si fuera una cuestión privada.

Había sido un error confesárselo a Lagrange; sin duda también lo sería decírselo a cualquier otra persona.

Unos meses después, Lagrange se convirtió en el miembro fallecido número treinta y seis de la tontina. Como Delacour no le había hablado a nadie de su disputa con él, se sintió obligado a asistir al entierro. Cuando bajaban el féretro, le comentó a Madame Amélie: «No se cuidó todo lo que hubiera debido.» Al levantar los ojos vio a Jeanne de pie, con el vestido abultado, al fondo de un grupo de dolientes, al otro lado de la sepultura.

La ley relativa a las nodrizas era, en opinión de Delacour, ineficaz. La declaración del 29 de enero de 1715 era muy clara: se prohibía a las amas de leche amamantar a dos lactantes al mismo tiempo, so pena de cárcel para la mujer y una multa de 50 francos para su marido; estaban obligadas a declarar el embarazo en cuanto llegaba al segundo mes; se les prohibía asimismo devolver a bebés a la casa de los padres, incluso en casos de impago, y tenían la obligación de seguir prestando el servicio y de ser reembolsadas más tarde por el tribunal de la policía. Pero todo el mundo sabía que aquellas mujeres no eran siempre de fiar. Pactaban acuerdos sobre otros bebés; mentían sobre el progreso de su embarazo, y si había un conflicto acerca del pago entre los padres y la nodriza, el niño muchas veces no sobrevivía una semana. Quizá debiera consentir que Jeanne amamantara al bebé, porque al fin y al cabo era lo que ella quería.

En su encuentro siguiente, Delacour expresó su sorpresa por la presencia de Jeanne en el entierro. Que él supiera, Lagrange jamás había ejercido su derecho a utilizar los baños municipales.

– Era mi padre -contestó ella.

De paternidad y filiación, pensó él. Decreto de 23 de marzo de 1803, promulgado el 2 de abril. Capítulos uno, dos y tres.

– ¿Cómo? -fue lo único que acertó a decir.

– ¿Cómo? -repitió ella.

– Sí, ¿cómo?

– De la manera normal, estoy segura -contestó la chica.

– Sí.

– Visitaba a mi madre como…

– Como te visito yo.

– Sí. Me tenía mucho cariño. Quería reconocerme, hacerme…

– ¿Legítima?

– Sí. Mi madre no quería. Riñeron. Ella temió que intentase secuestrarme. Me custodiaba. A veces él nos espiaba. Cuando se estaba muriendo, mi madre me hizo prometerle que nunca le recibiría ni tendría contacto con él. Se lo prometí. Pensé que… el entierro no representaba un contacto.

Jean-Étienne Delacour se sentó en la cama estrecha de la chica. Algo se le escapaba de la mente. El mundo tenía menos sentido del que debiera. Aquel niño, si sobrevivía a los albures del parto, sería el nieto de Lagrange. Cosa que él prefirió no decirme, cosa que la madre de Jeanne ocultó a Lagrange y que yo, a mi vez, no le he dicho a Jeanne. Hacemos leyes pero las abejas se enjambran de todos modos, los conejos buscan madrigueras distintas y las palomas vuelan a un palomar ajeno.

– Cuando apostaba -dijo por fin-, la gente me censuraba. Lo consideraban un vicio. Para mí no lo era. A mí me parecía la aplicación al comportamiento humano de un estudio lógico. Cuando era un glotón, la gente lo consideraba un abandono. Para mí no lo era. A mí me parecía una actitud racional ante el placer humano.

Miró a la chica. Ella no parecía entender de qué le estaba hablando. Bueno, la culpa era de él.

– Jeanne -dijo, cogiéndole la mano-, no temas por tu hijo. No sientas el temor que sintió tu madre. No es necesario.

– Sí, señor.

En la cena escuchó la cháchara de su hijo adulto y se abstuvo de corregirle numerosas idioteces. Masticó un trozo de corteza de árbol, pero sin apetito. Más tarde, la taza de leche le supo como si hubiese salido de una cazuela de cobre, la lechuga estofada apestaba a boñiga y la manzana reineta tenía la textura de una almohada de crines de caballo. A la mañana siguiente, cuando le encontraron, su mano rígida aferraba el gorro de dormir de lino, aunque nadie supo si había estado a punto de ponérselo o si por alguna razón acababa de decidir quitárselo.