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IX

Nunca leí, ni oí narrar en cuento o historia que el curso del amor verdadero haya discurrido en alguna ocasión con suavidad.

El sueño de una noche de verano, I,1

– Yo sólo tenía dos años… -dije quedamente.

– Sí, dos años apenas -reconoció el actor-. Y los gemelos eran bebés que lloraban durante todo el día y vuestra madre una esposa que sólo veía inconvenientes. Will hubiera deseado que lo ayudara, que lo apoyara, que lo respaldara como se supone que ha de hacer una buena esposa, pero la realidad era muy diferente. Lo miraba como a un niño malcriado e incapaz. A sus ojos, no era sino un jovenzuelo que la había decepcionado.

– ¿Pretendéis decirme que había decidido escapar de mi madre? -comenté airada.

– Señora, no podéis imaginar hasta qué punto la amaba -dijo apesadumbrado aquel hombre que, al parecer, había tenido acceso, un acceso que se me antojaba casi mágico, a los secretos de mi padre-. Mientras se revolvía en el lecho pensando en que la única salida que le quedaba consistía en marcharse de Stratford se decía que semejante conducta resultaría un medio para amarla más y que aún le pareciera más hermosa. La quería tanto que estaba convencido de que la fealdad misma le recordaría en Londres a la mujer que amaba y se decía que aunque le enseñaran a la más delicada de las hembras y toda su hermosura tan sólo le llevaría a recordar que su amada, Anne, aún era más bella. La verdad es que cuando Will partió para Londres era todo salvo feliz. Y además tampoco estuvo muy oportuno en el momento… ¡Fue el año en que la buena reina Isabel ordenó decapitar a la escocesa María Estuardo! Todo el mundo pensaba entonces que íbamos a entrar en guerra contra el Papa, contra España y contra Francia. Bueno, todos no. Vuestro padre tenía la cabeza y el corazón en otras cosas.

– Pero… pero si apenas la visitaba, si ni siquiera la escribía… si pasaban semanas, meses incluso sin enviarle noticias… -protesté.

– Ignoráis totalmente lo que es una ciudad como Londres -me dijo con un tono melancólico-. La gente piensa que allí encontrará trabajo, que pronto podrá reunir algo de dinero, que de manera casi inmediata regresará a su hogar, que la separación concluirá en breve… Nada más lejos de la verdad, señora. Los pobres llegaban por millares provistos de una camisa limpia y de deseos inmensos de trabajar y abrirse camino, pero no tardaban en descubrir que detrás de cada esquina se escondía un embustero y que detrás de cada embustero había un ladrón. Al cabo de unos días, su camisa ya no estaba tan limpia y las pocas monedas de que iban provistos -si es que las tenían- desaparecían. Antes de que pudieran darse cuenta, descubrían que lo único que podían adquirir era una jarra en una taberna y que vivir sin comer y sólo bebiendo era mucho más fácil de lo que nunca hubieran podido pensar.

– Pero eso no fue lo que sucedió con mi padre… -dije intentando disipar el malestar que se había apoderado de mí al escuchar aquellas palabras.

– Pero pudo sucederle, señora, pudo sucederle. Si su destino no fue el de tantos otros campesinos trasplantados a esa ciudad nebulosa y fría se debió en no escasa medida a que amaba a Anne con todas sus fuerzas. Se decía que donde ella respiraba allí estaba el cielo y además pensaba de todo corazón que el animal más vil que hubiera permanecido en Stratford y pudiera verla ya era más dichoso que él. Sentía envidia del gato, del pájaro y hasta del ratón, que para ponerse a salvo ha de esconderse, y se repetía que el paraíso se encontraba donde ella vivía y de donde le habían arrojado el hambre y la necesidad. En aquellos momentos de hambre, de soledad y de cierzo, se hubiera batido con quien le hubiera negado que la mosca que nace de la carne podrida era más afortunada que él tan sólo porque podía detenerse en la mano de su amada Anne.

– Puede que haya algo de verdad en lo que decís -concedí intentando distanciarme de lo que escuchaba- pero no debió durar mucho. Enseguida encontró a los actores y se puso a trabajar con ellos…

– ¡Señora! -me interrumpió mi interlocutor con voz escandalizada-. Pero ¿sabéis de qué estáis hablando? Al año siguiente de llegar vuestro padre a Londres, el rey de España, el gran Felipe, el hijo del emperador Carlos, mandó un ejército contra Inglaterra. Estuvimos en situación de zafarrancho durante meses y si no llega a ser por la tempestad que destrozó sus naves… Y, en cualquier caso, aunque los españoles ni siquiera se hubieran acercado a nuestra costas… ¿Tenéis la menor idea acaso de lo que es la vida de un cómico? No, ¿qué podéis saber vos que nunca habéis abandonado Stratford? ¡Ah! La suya es una existencia repleta de textos aprendidos deprisa y corriendo, de rivalidades con otros cómicos por los mejores papeles, de momentos fugaces de satisfacción cuando el público aplaude y de pedradas, salivazos o verduras podridas cuando no les gusta la representación a la que han asistido. Y a eso añadid la vanidad insoportable de los autores que nunca están satisfechos con vuestro trabajo, la avaricia desmedida de los empresarios, la necedad obtusa de las gentes, lo mismo si son duques que verduleras… No, señora, vos no sabéis nada. No os podéis siquiera imaginar lo que significó para un pobre chico de pueblo el llegar a Londres y entregarse a uno de los pocos trabajos que no iba a deslomarlo y que algunas noches, no todas, le permitiría irse a la cama con algo en las tripas.

El hombre del traje verde se puso en pie con lo que me pareció un leve crujido de huesos y dio un par de pasos por la habitación como si buscara desentumecerse.

– Ahora todos conocen a Will, todos lo admiran, todos lo ensalzan, pero entonces… Ah, señora, entonces los escenarios le estaban vedados salvo para representar esos papeles pequeños que se pagan con un mendrugo de pan y una jarra de cerveza. Muchos se quejan de que hay cómicos que son esclavos de la bebida, pero es lógico que así sea. Admirable me resulta que vuestro padre no se convirtiera en un borracho en aquellos días. En un borracho, en un envidioso, en un resentido o en un desesperado.

Volvió a tomar asiento y, por unos instantes, guardó silencio.

– Recuerdo aquellos tiempos con la misma claridad que si todo hubiera transcurrido ayer por la tarde… El amo de los escenarios era Christopher Marlowe. Su teatro era malo. Sí, os digan lo que os digan, Marlowe resultaba aburrido, pedante, grandilocuente, pero, eso sí, se las arreglaba para que nadie, o casi nadie, pudiera estrenar salvo él. Vuestro padre necesitó casi cinco años para poder conseguirlo. ¡Cinco años! ¿Sabéis lo que es pasar de simple comparsa que sólo lleva adarga a pronunciar un par de frases y de ahí a representar un papel mayor? ¿Sabéis lo que se siente cuando, tras interpretar una y otra vez textos ajenos, se escriben unos versos con la ilusión de que alguien los declame en escena? ¿Sabéis, a fin de cuentas, el hambre que se puede acumular en cinco años o los remiendos que en ese tiempo hay que ponerle a una camisa o lo que se desgasta un par de zapatos? No, por supuesto, no lo sabéis. Claro que, al final, estrenó. La suya fue una obra… ¿cómo diría yo?… casi tan mala como las de Marlowe. Trataba de Pericles, el príncipe de Tiro. Poco prometedor. Y entonces, ese mismo año, logró que se representara la primera parte del rey Enrique VI. Ah, señora, qué distinto resultó aquello. Por supuesto, no llegaba a ser ni una sombra de lo que serían sus obras posteriores. Recuerdo muy bien que incurría en recursos fáciles como el de cebarse con los papistas, pero, con todo, resultaba… ¿cómo diría yo? Sí, diferente.

– Pues en ese momento podía haberse acordado de nosotras…

El hombre del traje verde me lanzó una mirada acerada. Por un instante, llegué a pensar que de sus pupilas brotaría un fuego consumidor que me devoraría, semejante a aquel al que se refieren las Escrituras.

– Señora, al año siguiente del Enrique VI, la peste irrumpió en Londres con el ímpetu de un aguacero incontrolable. Durante aquellos meses, el pobre Will siguió representando como pudo… y, por añadidura, escribiendo, pero en el año de Nuestro Señor de 1593 los teatros se vieron obligados a cerrar por la plaga. Cuando llegaron las comedias, habían pasado dos años y vuestro padre había tenido que cambiar de compañía. Claro que lo que sucedió entonces… eso, señora, no podéis ni imaginarlo. Recuerdo el estreno de Trabajos de amor perdidos. La gente reía, lloraba, se emocionaba… Will era un genio, un verdadero genio, y, precisamente por eso, no tardó en provocar envidias.

– No le iría tan mal entonces -intervine-. No como a nosotros.

– A decir verdad, le fue peor -me interrumpió el actor-. Aún no estaba consagrado, pero ya lo envidiaban sañudamente. Un miserable llamado Robert Greene lo calificó de «cuervo altivo». ¡Cuervo altivo! ¿Habéis oído alguna vez hablar de Greene?

Negué con la cabeza.

– Lo suponía. Nadie lo conoce ahora, pero en aquel entonces… señora, en aquel entonces lo que decía Greene era sagrado. Verdadera palabra de Dios. Todo el mundo lo escuchaba. Todo el mundo lo creía. Todo el mundo lo repetía. Creo que sólo a Will no le importaba. Por lo que se refiere a los demás… Reconozco que temimos que tuviera razón, que aquel muchacho venido de Stratford careciera de talento, que sólo nos hubiera engañado con su labia… Y entonces…

El actor juntó las manos como si fuera a rezar, pero se limitó a inclinar el rostro sobre los pulgares sin apartar su vista de mí.

– ¿Habéis visto alguna vez El Rey Ricardo II? ¿Lo habéis leído acaso?

Sin despegar los labios, realicé nuevamente un gesto negativo.

– Pues yo, aunque naciera un millar de veces, jamás podría olvidar la noche en que se representó por primera vez. Will había logrado unir de manera prodigiosa el habla del vulgo, la misma que se escucha a cada instante por las calles de Londres, con el verso más delicado. Impresionaba contemplar cómo los personajes secundarios sonaban familiares, conocidos, como si fueran alguien de la familia, mientras que el rey se expresaba en delicadas estrofas como… como un ángel. Al principio, bueno, al principio la gente se quedó sorprendida. No estaba acostumbrada ni mucho menos a ese recurso literario. Pero, poco a poco, el drama comenzó a calar en aquellos endurecidos corazones de fregonas ignorantes y de carniceros altivos, pero también de pedantes letrados e incluso de nobles rezumantes de soberbia. Cuando, al final de la obra, el rey se acercaba a la muerte… señora, tendríais que haber visto aquellos rostros. Las mujeres moqueaban mientras los hombres contenían el aliento para evitar que saliera al exterior la emoción que se había apoderado de sus corazones. Fue…

– Os ruego que vayáis al grano -le interrumpí y, al hacerlo, sentí un placer especial, como si, por primera vez en toda la noche, pudiera molestarle, privarle de su diversión, arrancarle el timón de aquella nave cuyo rumbo verdadero desconocía.

– Sí, claro -dijo con serenidad, sin la menor acritud, como si reconociera lo atinado de mi observación-. Quizá penséis que, envuelto en aquellos primeros éxitos, vuestro padre tan sólo se ocupaba de sí mismo.

– Desde luego de nosotros no se acordaba… -musité con amargura.

– Erráis, señora -respondió con pesar el actor-. Will sólo pensaba en vuestra madre y en sus tres hijos. Cuando sus héroes se enamoraban, era él quien hablaba pronunciando palabras de amor que el recuerdo de vuestra madre le había inspirado; cuando sufrían por la distancia del ser amado, Will dirigía esas frases a Anne… ah, señora, qué poco conocéis a vuestro difunto padre.

– Señor -le interrumpí clavando en él los ojos-. Los sentimientos genuinos se demuestran con las acciones nobles. ¿No enseña acaso el Libro sagrado que no sirve de nada decir que se ama al prójimo si, al verlo hambriento o pasando frío, no se le proporciona comida y con qué cubrirse?

El hombre del traje verde no me devolvió la mirada. Por el contrario, pareció haber descubierto algo en el ala de su sombrero amarillo y comenzó a seguirlo con el dedo.

– Claro, vos estáis segura de que puesto que vuestro padre apenas os visitaba, tampoco enviaba dinero a vuestra madre -dijo sin apartar los ojos de su extravagante tocado- ni se preocupaba de vosotros, ni os tenía en cuenta a cada instante…

– Sí, efectivamente, así es -respondí firme, rotunda, pétrea.

El actor dejó escapar por la nariz el aire con una fuerza que parecía subrayar sus palabras.

– Pues una vez más erráis, mi señora.

– Os ciega la amistad que sentís hacia mi padre -intenté zanjar la cuestión.

– Aunque hubiera tenido el honor de ser su mejor amigo, señora, eso no sería suficiente para cambiar la realidad -respondió-. Además vos no os dais cuenta de hasta qué punto os ciegan el resentimiento y la mentira.

– ¡La mentira! -protesté-. ¿Qué mentira?

– Señora, vuestro padre enviaba todos los meses, sin faltar uno, dinero a vuestra madre.