38714.fb2 La noche de la tempestad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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XVII

Lo característico de la clemencia es que no viene forzada. Cae como la lluvia suave del cielo sobre la llanura que se encuentra debajo de ella. Bendice por partida doble. Bendice al que la concede y al que la recibe. Es lo más poderoso de lo todopoderoso. Sienta mejor que la corona al rey que se sienta en su trono… tiene su trono en los corazones de los reyes. Es un atributo del mismo Dios, y cuando el poder terrenal se acerca más al poder de Dios es cuando la clemencia dulcifica la justicia.

El mercader de Venecia, IV, 3

– Se trataba de un edificio pequeño, redondo, con una torre chata a su lado.

– ¿Una torre? -dije sorprendida-. ¿Qué clase de construcción era ésa?

– ¿Quién hubiera podido saberlo? -respondió el hombre de verde-. Además, qué más nos daba con lo que estaba cayendo. Espoleamos los caballos con todas nuestras fuerzas y llegamos como pudimos. Cuando bajé de la silla, sentí la ropa como si fuera de plomo. No resulta extraño porque se hallaba totalmente empapada y el agua que llevaba encima debía pesar no menos que las vestiduras. Sujetamos los caballos a una pilastra que chorreaba agua como si fuera un manantial y nos refugiamos corriendo bajo el porche. A esas alturas la lluvia, una lluvia gris y concentrada, se había vuelto tan espesa que ya resultaba imposible ver. Por un momento, concebí la esperanza de que el mal tiempo se prolongara lo suficiente como para que no tuviéramos más remedio que regresar a Londres. Señora, recé, recé como nunca lo había hecho para que siguiera lloviendo y lloviendo y lloviendo y de esa manera vuestro padre no pudiera acabar con la vida de otros y, de paso, arruinar la suya. Llevábamos ya un rato protegiéndonos del aguacero cuando hasta nuestros oídos llegó un sonido raro…

– ¿A qué os referís?

– Resulta difícil de explicar. Se trataba de un murmullo, un murmullo extraño que procedía de varias voces a la vez y que sonaba como un canturreo.

– Lo que estáis diciendo parece muy extraño… incluso… bueno, ¿no os dio miedo?

– A decir verdad motivo sobraba para asustarse -reconoció el actor-. No se trataba de un canto normal, en eso tengo que insistir, sino de la suma de muchos susurros, de algunas voces ahogadas, de palabras apenas masculladas. Nuestro desconcierto aumentó cuando nos dimos cuenta de que, en realidad, no era una simple impresión sino que, de verdad, estaban cantando.

– ¿Cantando? -exclamé sorprendida-. Cantando ¿qué?

– ¿Cómo saberlo? La música era ininteligible y por lo que se refiere a la letra… ni una palabra lográbamos captar con claridad entre el fragor de la lluvia y la confusión de las voces. Por un momento… no os riáis, os lo ruego, ni tampoco me toméis por un papista, pero llegué a pensar que podían ser almas en pena…

– Oh, por Dios, ésa es una de las aberraciones de la Vieja religión -protesté-. El purgatorio no existe. Las Santas Escrituras no lo mencionan. Las almas van al cielo si cuentan con la justificación que sólo se recibe mediante la fe en el sacrificio de Cristo o se hunden en el infierno porque lo rechazaron.

– Sí, sin duda es así, porque así lo enseña la iglesia de Inglaterra de acuerdo con lo recogido en las Santas Escrituras, pero en aquellos momentos… y con aquellas voces… bueno, no creo que muchos de los que conocieron la Vieja religión pudieran evitar el preguntárselo…

– Bien. ¿Y de qué se trataba? -pregunté cada vez más incómoda.

– Vuestro padre, el viejo Will, sentía una enorme curiosidad por todo. Por todo. Lo mismo le atraían las viejas historias de duendes y trasgos que los anales de los reyes de Inglaterra o las Vidas de Plutarco. Estoy seguro de que cualquier otra persona, incluido quien ahora os habla, se hubiera subido al caballo, hubiera picado espuelas y hubiera puesto el mayor número de millas posibles entre él y aquel extraño lugar. Pero Will… como si fuera lo más normal y, sobre todo, lo más indicado, se acercó al sitio de donde procedía aquel extraño canto. No tardó en descubrir que se filtraba a través de las rendijas de una ventana cerrada con un postigo de madera basta. Buscó con las manos alguna grieta por diminuta que fuera y, cuando dio con ella, pegó el oído. Escuchó durante unos instantes y, de repente, por primera vez en las últimas semanas, percibí en su rostro algo diferente a la amargura.

– ¿Se puso contento? -indagué a medias sorprendida, a medias esperanzada.

– No, no era alegría lo que se reflejaba en su cara. Era… ¿cómo decirlo? Era sorpresa. Sí, sorpresa. Sorpresa y curiosidad. Como si lo que llegara hasta sus oídos resultara algo especialmente extraño e inesperado.

– Pero, por amor de Dios, ¿de qué se trataba? El actor alzó la mano derecha para imponerme silencio.

– Will siguió escuchando mientras fruncía las cejas como si ese movimiento le pudiera ayudar a comprender mejor lo que sucedía al otro lado de la pared. Al final, realizó un gesto con los dedos para que me acercara. Os confieso que dudé sobre la conveniencia de atender a su invitación. En aquellos momentos temblaba con toda mi alma y puedo aseguraros de que no se debía al frío. Oh, ¿por qué no nos íbamos de allí de una maldita vez? ¿Por qué seguíamos en aquel sitio? Pero Will volvió a insistir y este pobre actor, este miserable actor que no sabe dedicarse a otra cosa que a representar papeles sobre un escenario, obedeció.

Bajó la cabeza y, por unos instantes, no despegó los labios. No era la primera vez en el curso de aquella noche en que su espíritu parecía abandonar la habitación para divagar por sitios a los que no me era dado acceder. Sin embargo, algo muy especial parecía estar agitándose en las honduras de su corazón. Luego, inesperadamente, respiró hondo, como si el aire le permitiera realizar acopio de fuerzas, y prosiguió con su relato:

– Cuando apoyé el oído en aquella oscura hoja de madera tuve una sensación desagradable. Estaba fría, mojada, áspera… Era lo último a lo que hubiera arrimado la oreja, desde luego. Sin embargo, por la mirada que me echó Will me percaté de que debía escuchar. No fue fácil. Al principio, sólo me llegaban palabras sueltas, sonidos inconexos… ovejas, pecado, tú, ahora… Me esforzaba en comprender, pero resultaba inútil, completamente inútil. De buena gana me hubiera apartado, pero, como si adivinara mis pensamientos, Will gesticuló para que continuara escuchando y entonces, poco a poco, las palabras aisladas se fueron acoplando entre sí, adquiriendo una entrecortada coherencia, juntándose como si se tratara de los trozos rasgados de un papel despedazado…

El actor levantó las manos y, como si el cuello ya no pudiera sostenerlo, dejó caer el rostro en el cuenco que formaban. Permaneció así unos instantes en los que llegué a sospechar que hubiera perdido el conocimiento o que se había dormido, exhausto por aquella larga noche. Pero me equivocaba. Inesperadamente, alzó la cara, me sonrió de manera extraña y dijo:

– ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma?

– ¿Cómo decís? -pregunté embargada por la sensación de que aquellas palabras pronunciadas en aquel momento justo carecían de sentido.

– ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? -repitió el actor-. Esa fue la primera frase entera que escuché y pude comprender. Sí, eso es lo que decía una voz que sonaba, ronca pero firme, al otro lado del postigo. Por unos instantes, se produjo un silencio y pude captar que Will entornaba los ojos como si quisiera seguir escuchando en medio de aquella desagradable quietud. De nada, continuó la voz, de nada. En absoluto. En este mundo sólo estamos de paso. Se trata de un viaje ingrato, pero no puede acontecer de otra manera porque únicamente somos peregrinos y viajeros. Somos transeúntes hacia una patria diferente, una que se encuentra en los cielos. Nuestra ciudadanía está en los cielos donde se halla establecido un reino inconmovible. ¿Cuántos de vosotros, hermanos, habéis sufrido durante estos años? ¿Cuántos no tuvisteis que esconderos, primero de los ministros papistas, y luego de los agentes del rey que no deseaban una verdadera Reforma que devolviera su pureza a la iglesia y, finalmente, de los obispos actuales que pretenden que esa Reforma se quede a medias? Yo os lo diré. Casi todos. Sí, casi todos. Y los que no os contáis en ese número, sois hijos de los que sufrieron. Cuando uno recuerda esas situaciones, cuando suben desde el corazón aquellos días en que poseer un Evangelio escrito no en latín, sino en inglés, se pagaba con la hoguera; cuando uno piensa en que tenemos que reunirnos a escondidas, es difícil evitar que el resentimiento, el odio, el rencor se apoderen de todos nosotros. Nos vemos inocentes, puros, limpios y sentimos con especial dolor las crueles dentelladas que hemos recibido. Nos preguntamos acerca del por qué de nuestra zozobra, acerca de la razón de nuestros sufrimientos, acerca de la causa de nuestras desdichas, pero, por mucho que nos esforcemos, no hallamos respuesta y la raíz de la amargura de la que habló Santiago, el hermano del Señor, va hundiendo sus raíces cada vez más fuertes en nuestra alma y el árbol del odio va creciendo y, pronto, muy pronto, se apresta a dar frutos de maldad, de pecado, de iniquidad.

El hombre de verde realizó una pausa y, como si estuviera impulsado por un resorte invisible, se puso en pie y clavó su mirada en la ventana. Entonces, aquel caudal de palabras siguió brotando como si su narrador estuviera inmerso en un extraño trance.

– Pero ¿qué es lo que nos dice el Señor Jesús? ¿Qué nos enseña el Maestro divino y celestial? Dice que el Reino de los Cielos es como un rey que un día decidió ajustar cuentas con sus súbditos y cuando comenzaba a hacerlo se le presentó uno que le debía diez mil talentos. ¿Sabéis lo que son diez mil talentos? ¿No? Pues yo os lo diré. Casi quinientas mil libras de oro. ¡Quinientas mil libras de oro! Dudo que la misma reina de Inglaterra tenga ese dinero. Ni siquiera el rey de España posee ese caudal a pesar del oro que se hace traer en sus galeones desde las Indias occidentales. Pues bien, aquella era la deuda del súbdito y como no tenía con qué saldarla, el rey ordenó que fuera vendido y no sólo él sino también su mujer y sus hijos, y todas sus posesiones.

Le observé redoblando mi atención. Sus labios se habían cerrado y apenas los movía un temblor casi imperceptible.

– Sé que muchos de vosotros conocéis la angustia de atravesar por malos momentos en el campo. Un año, la cosecha no es buena; otro, el pedrisco destroza la que parecía prometedora; al siguiente, enferman los animales, o un hijo, o la mujer, o vosotros mismos no tenéis la fuerza suficiente no para empujar el arado sino ni siquiera para vestiros… y las deudas se acumulan. Al principio, pedís un préstamo y os consoláis pensando que podréis devolverlo, pero, poco a poco, vais comprobando que no está a vuestro alcance conseguirlo. Y cuando llegáis a esa conclusión, estáis tan sólo a un paso de que vuestras tierras sean subastadas y vuestros hijos y vuestra mujer no cuenten ni siquiera con un techo bajo el que resguardarse de la lluvia. Eso mismo le pasaba a aquel hombre, pero su situación era aún peor si cabe porque la deuda ascendía a una cantidad tan grande que ni siquiera resultaba posible pensar que alguien estuviera en condiciones de ayudarlo.

El actor tenía ahora las manos abiertas como si sus palmas, totalmente vacías, quisieran convertirse en un testimonio de la pobreza más absoluta.

– Y entonces aquel hombre, aquel desdichado que se hallaba obligado a pagar tan gran deuda, se arrojó a los pies del rey. No se inclinó sólo, o agachó la cabeza, o se puso de rodillas. No, mucho más. Se lanzó al suelo suplicando y gritó: «Ten piedad de mí, y te pagaré todo». Piedad, piedad, sí, hermanos, porque si hubiera pedido justicia, inmediatamente se habría visto vendido para saldar siquiera en parte sus deudas. ¿Y qué hizo el rey al ver a aquel guiñapo postrado ante él? Podía haberlo expulsado de su presencia, condenado y vendido porque, a fin de cuentas, la ley estaba de su parte, pero no fue así como se comportó. No, en absoluto. Jesús nos cuenta que tuvo compasión del hombre y, viendo que no podía pagarle, lo perdonó. Y así, aquel sujeto, el que sólo podía esperar desgracia, fue objeto de una gracia especial, la gracia del perdón. Regresaba contento a su casa cuando, de repente, se encontró con otro siervo que le debía una cantidad pequeña, unos peniques apenas, y ¿qué hizo entonces? ¿Qué hizo aquel hombre al que tanto se le había perdonado? ¿Perdonó a su vez? No. Ni mucho menos. Todo lo contrario. Echó las manos al cuello de su deudor y, ahogándolo, le dijo: «Págame lo que debes». Aquel siervo cayó al suelo y comenzó a pedirle, a suplicarle, a rogarle que no le presionara de esa manera. Le decía: «Ten paciencia, ten sólo un poco de paciencia conmigo y te lo pagaré todo». Sin embargo, aquel al que tanto se le había perdonado no quiso perdonar y apoderándose del hombre lo arrojó en la cárcel a fin de que le pagara hasta la última moneda.

Calló y miró a izquierda y derecha como si un desconocido auditorio estuviera atento a aquella predicación y deseara comprobar el efecto que sus palabras estaban causando.

– Pero ahí no terminó todo -dijo en un tono que me arrancó un escalofrío-. No, ahí no terminó todo. Algunos siervos contemplaron lo que había sucedido y acudieron a su señor para contárselo. Entonces, el rey ordenó que aquel hombre, el hombre al que tanto había perdonado, compareciera ante él. «¿Recuerdas todo el dinero que te perdoné porque me lo pediste?», le dijo. «¿Lo recuerdas? Yo te condoné aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿Acaso no deberías haber tenido también tú misericordia de tu compañero de la misma manera que yo la tuve de ti?» Y, tras formular aquellas preguntas que se respondían solas, enfurecido, lo entregó a los verdugos hasta que le pagara todo lo que debía. Pues bien, dice el Divino Maestro: «Así os hará también mi Padre que está en los cielos si de todo corazón no perdonáis cada uno a vuestro hermano sus ofensas».

Por un momento pensé que el actor había concluido aquella parte del relato. Me equivocaba. De repente, como obedeciendo a un extraño conjuro, su rostro cambió de expresión y quedó iluminado por una sonrisa.

– Hermanos, todos nosotros somos como el deudor que debía millares de libras de oro. Todos nosotros, en mayor o menor medida, hemos quebrantado la ley de Dios a lo largo de nuestra vida contrayendo una inmensa deuda con él. Pero mi deuda, diréis alguno de vosotros, no puede ser tan grande. Y yo debo responderos que sí lo es. A lo largo de los años, nuestras transgresiones se han ido acumulando. Comenzaron quizá con pequeñas desobediencias a nuestros padres, con mentiras que nos parecían ligeras, con hurtos, pero luego se fueron sumando faltas más graves. No pocos caen en la fornicación, o en pecados con la mujer del prójimo, o roban, o codician. Y, por encima de todas esas faltas, se halla la primera, la que provocó la caída de nuestros primeros padres, el orgullo espiritual que nos lleva a pensar que somos más sabios que Dios y que, por lo tanto, podemos desobedecer Sus mandamientos. Un día, el Espíritu Santo toca nuestros corazones, horada la dureza que aprisiona nuestra alma y disipa con Su luz nuestra negrura de espíritu. Y cuando eso sucede, comprendemos que somos pecadores, que nuestra deuda con Dios es inmensa y, sobre todo, que no podemos saldarla.

Una sensación de angustia difícil de describir se había ido apoderando de mí al escuchar las últimas frases. De buena gana, le hubiera interrumpido, le hubiera pedido que se callara o incluso hubiera intentado taparle la boca con las manos, pero una fuerza muy superior a mí me mantenía inmóvil en el taburete impidiéndome detener aquel relato.

– Es precisamente cuando llegamos a esa situación, cuando más conscientes somos de nuestra pésima situación espiritual, cuando Dios nos dice: «No temas. Mi Hijo Jesús ha pagado por ti. Lo ha hecho muriendo en la cruz. Acepta con fe ese sacrificio realizado en el Calvario y la pesada carga de pecados que llevas sobre los hombros desaparecerá». Y muchos de nosotros, efectivamente, así lo hicimos. Nos hincamos de rodillas ante el Rey del universo y aceptamos su perdón, un perdón inmenso, inmerecido e infinito. Y así comenzamos una nueva vida, pero… pero la existencia no es fácil. Un día, un hermano nos ofende; otro, una hermana habla injustamente de nosotros, o incluso somos víctimas de pecados peores. Y llega un momento en que nuestro corazón se ve colmado de rencor, y el rencor engendra el odio y el odio desea consumar la venganza. Creemos, estúpidos de nosotros, que podemos convertirnos en jueces y en verdugos, y, al actuar así, olvidamos que no somos sino pecadores perdonados y que, por eso mismo, deben a su vez perdonar. Queridos hermanos, os lo suplico, perdonémonos los unos a los otros. En este día del Señor, si alguno tiene algo contra su hermano, que le perdone ahora de todo corazón de la misma manera que Dios nos perdonó en su día ofensas mucho mayores.

Por un instante más, el actor se mantuvo en pie. En aquellos momentos, hubiera podido asegurar que su rostro relucía con un brillo extraño cuya naturaleza no me había sido dado contemplar ni conocer con anterioridad. Y entonces, inesperadamente, se sumió en un silencio tan profundo como el que se da cita en los cementerios.