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XX

El cielo actúa con nosotros de la misma manera que nosotros con las antorchas. No las encendemos en beneficio suyo, porque si nuestras virtudes no salieran de nuestro interior hacia fuera sería igual que si no las tuviéramos. Los espíritus no reciben hermosos dones salvo con la finalidad de encaminarlos hacia hermosos fines.

Medida por medida, 1,1

– ¿También a mí me quiso cambiar como pretendió con esa Des… Desde…?

– Desdémona -respondió el hombre de verde-. Y no. A vos no quiso representaros como hubiera querido que fuerais. Eso quedó para Anne que tanto daño le había causado, pero a vos… a vos os retrató como, realmente, os vio siempre.

– ¿Como me vio siempre? -pregunté sorprendida-. Pero ¿cómo? Si no me visitaba, si no conocía a nadie que estuviera cerca de mí, si…

– El tiempo apremia -me interrumpió-. Quizá podamos luego entrar en esos detalles, pero antes debo referiros un relato.

– Si andamos tan mal…

– Resulta indispensable -volvió a cortar mis palabras-. Veréis. En otro tiempo, existió un duque de Milán llamado Próspero. Era un hombre sabio y bueno, justo y ecuánime. Sin embargo, no se hallaba exento de defectos. El suyo era la pasión por los libros y, en especial, por aquellos que tenían alguna relación con las ciencias ocultas. Día a día, se fue entregando más a ellos y, en paralelo, desentendiéndose de las tareas propias de la administración del estado. Esa circunstancia fue aprovechada por su hermano, un malvado llamado Antonio, para apoderarse del reino. Al cabo de un tiempo, el hermano traidor dio un golpe de estado y usurpó el trono de Milán y…

– No entiendo qué tiene que ver nada de esto con mi padre -le interrumpí impaciente, pero poseída por la sensación de que me podía esperar alguna sorpresa desagradable.

– Aquel duque traicionado -prosiguió el actor como si no me hubiera escuchado- tenía una hija. Era su hija única y la amaba mucho. Más que a nada en el mundo. Se llamaba Miranda, un nombre latino que significa la que ha de ser admirada. Próspero no tenía ninguna duda sobre la paternidad de Miranda porque su madre, que era un modelo de virtud, así se lo había dicho.

– Oh, no… -acerté a protestar.

– Cuando Antonio derribó a Próspero no se atrevió a mancharse las manos de sangre. Por el contrario, lo arrojó al mar con su hija en la esperanza de que las olas dieran buena cuenta de ambos. Sin embargo, la magia de Próspero logró que pudieran llegar a una isla. Allí, durante años, Próspero logró sobrevivir al lado de Miranda. A decir verdad, llegó a domar todo lo que los rodeaba sirviéndose de su conocimiento de las artes ocultas.

– ¿Y cómo se sentía Miranda? -pregunté con un interés no del todo sano.

– Miranda era feliz porque no conocía nada diferente, pero ignoraba quién había sido en el pasado y quién era ahora en realidad. Pero, al final, su padre se lo reveló.

– ¿Qué le dijo? ¿Que era hija de una madre honrada y fiel? -pregunté conteniendo a duras penas las lágrimas.

– Le dijo que todo lo que había llevado a cabo lo había acometido por ella, por su querida hija, por una hija que, en realidad, se desconocía a sí misma, que ignoraba lo que

había sido su padre, que sólo había visto en él a Próspero, el dueño de una pobre cueva, de la misma manera que vos no habéis visto en Will al hombre verdadero, al que realmente fue, al que siempre respiró amor, sino únicamente al que os ha dicho vuestra madre.

– Señor… señor… -protesté-. Las obras que escribía mi padre eran eso, obras, comedias, dramas… la vida real… es algo muy diferente…

– Os equivocáis, señora mía -dijo con dulzura el hombre de verde-. Vos, como yo, como vuestro padre, como Próspero y Miranda, estáis creada de la misma sustancia sutil con que se tejen los sueños. No somos más que eso, aunque tampoco, todo hay que decirlo, menos. Miranda era la hija que Will veía en vos.

– No creo que eso… -empecé a decir, pero comprobé que el actor no me escuchaba. Por el contrario, se había puesto en pie, se había calado el sombrero amarillo con una pluma roja y con la diestra extendida, mientras la mano izquierda reposaba sobre su pecho, recitó:

– «¡Admirable Miranda! ¡Digna de la admiración más elevada y de lo más precioso que contiene el mundo! Vos, perfecta y sin igual, fuisteis creada con lo mejor que cada criatura posee».

Terminó de pronunciar las palabras, se quitó el tocado, tomó asiento y, mirándome a los ojos, dijo:

– Donde escribió Miranda, quiso decir Susanna. Donde dijo Próspero, pensaba en él mismo.

Sentí cómo el corazón se me encogía oprimido por la congoja al escuchar aquellas palabras.

– Creedme, os lo ruego. Esa Miranda erais vos -dijo con dulzura-. Will ansiaba libraros de todos los males que pudieran acecharos. Deseaba comunicaros la desgracia que puede recaer sobre una mujer que se entrega a un hombre antes de contraer matrimonio y en la comedia os insistió para que no desatarais el nudo virginal antes de llegar al altar. Quería protegeros del impacto que os produciría el saber alguna vez que vuestra madre había sido infiel y la presentó como una mujer honrada y sin tacha. Y, por encima de todo, anheló con todas sus fuerzas que supierais que os amaba y os amaba tanto que, en realidad, erais lo único que le importaba en esta vida.

– Pero… pero… -balbucí.

– Aunque os cueste entenderlo Will no pudo ser más justo a la hora de escribir su testamento -prosiguió el actor con un tono de voz súbitamente apresurado-. A vuestra madre, le dejó su segunda mejor cama porque, a fin de cuentas, también él había sido durante años su segundo hombre y, al final, ni siquiera eso. A vuestra hermana, que, no lo olvidéis, no era su hija, le habría dejado mucho si le hubiera amado, pero vos sabéis mejor que yo que cualquier cariño que hubiera podido florecer en su pecho, lo desarraigó vuestra madre. Visto así, incluso la copa de plata fue una donación generosa y, desde luego, inmerecida. Por lo que a vos se refiere… bueno, lo sabéis de sobra. Os ha dejado todo porque lo fuisteis todo para él. Erais la hija no sólo preferida sino única; la mujer a la que dirigir un amor que vuestra madre no supo conservar; la esperanza para aquel momento en que abandonara este mundo. Creo que no es ninguna casualidad que la última obra que salió de sus manos, de sus entrañas, de su corazón, hablara con tanta claridad de vos. ¿Acaso no lo veis?

Hubiera deseado responder, pero no pude. Las lágrimas que, durante años habían estado congeladas en mi pecho, se derritieron ahora y, calientes, afluyeron como un torrente a mis ojos.

– Quizá tenéis muchas heridas que perdonar -continuó-. No lo dudo. Todos, en algún momento u otro, somos objeto de ofensas. Perdonad, señora. Perdonad como él. Perdonad como hizo en la cruz Aquel que nos dio ejemplo de vida. Perdonad y volved así a vivir.

Hubiera deseado responder, redargüir, argumentar, al menos, hablar. Sin embargo, los sollozos, unos sollozos que sacudían todo mi cuerpo, ahogaban cada palabra que hubiera querido arrojar desde mi corazón.

– Parecéis conmovida -dijo sonriendo el hombre de verde-. Se diría incluso que hay algo que os espanta. Tranquilizaos. Se acerca el alba y ya están a punto de terminar estas distracciones. Llegará un día en que, igual que sucede con este lugar en que nos encontramos, las torres que se ven coronadas por las nubes y los palacios lujosos y los sagrados templos, hasta el orbe en que vivís con todo lo que tiene en su interior, se disolverán y de todo no quedará ni la huella más débil. Nuestra existencia, a fin de cuentas, no es más que un sueño. Yo, por mi parte, he desempeñado mi papel, espero que a la perfección, y no he olvidado ninguna de las instrucciones que recibí.

– No… no… ahora… -balbucí suplicante-. Ahora… no.

El actor acentuó su sonrisa que parecía alegre, abierta, casi me hubiera atrevido a decir que satisfecha. Tuve la sensación de que se veía libre de una gran carga y de que incluso podía, de un momento a otro, comenzar a dar los pasos de una danza gozosa y risueña. Con gesto grácil, estiró la mano hacia la penumbra y, de repente, de en medio de las sombras, volvió a sacarla agarrando el sombrero amarillo con una pluma roja, el mismo que tanto me había llamado la atención durante la lectura del testamento y que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Trazó con él una reverencia que, seguramente, había repetido millares de veces sobre el escenario y cantó con una voz que me pareció hermosamente varonil:

Puro es el cielo y blanda, la arena;la bella playa venid a pisar,venid formando suave cadena;los vientos guardan silencio cerca del mar.¡Danzad! ¡Abrazaos sin penalPuro es el cielo y blanda, la arena.¿Escucháis al fondo una voz lejana?Ésa es del can la voz sonora.Ya cantó el gallo esta mañana;así se anuncia siempre la aurora.¡Danzad! ¡Abrazaos sin pena!Puro es el cielo… y blanda, la arena.

De repente, los postigos se abrieron de par en par como si un viento impetuoso e irresistible los hubiera empujado. Un chorro de luz blanca, que parecía nacido de mil soles, entró por la estancia inundándola con una claridad cegadora. Hubiera deseado apartar mis ojos de la ventana, pero no lo conseguí. El aire fresco y brioso me había rodeado y, por un instante, me pareció que ejercía sobre mí un benéfico efecto de profunda limpieza, que arrancaba del todo la inmundicia pegajosa de decenios y que disolvía toda la miseria dolorosa que durante años se había acumulado en lo más profundo de mi corazón. ¿Qué pudo durar todo aquello? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que concluyera? ¿Se trató de unos instantes o de horas? No lo sé, y por mucho que he reflexionado en ello desde entonces no he logrado responder a estas preguntas. Sólo me consta que cuando desaparecieron la luz y el viento, me limpié las lágrimas y busqué al actor. Pero ya no estaba.

Recorrí la habitación con la mirada, pero se encontraba vacía. Quizá el hombre de verde había desaparecido aprovechando mi desconcierto. De hecho, ante mis ojos tan sólo aparecían los dos taburetes pequeños y la mesa oscura. Mientras miraba las paredes con la esperanza de ver su silueta recortada contra ellas, recorrí el pedazo de madera basta con las yemas de los dedos y entonces mis dedos chocaron con un objeto. Bajé la vista y descubrí que se trataba de un libro.

– La tempestad -leí en voz alta-. Por William Shakespeare.

Me aferré al volumen con las dos manos, me lo coloqué bajo el brazo y abandoné la estancia con paso apresurado.