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XXI

Qué extraordinaria coraza la que posee un corazón inocente! Está armado por partida triple aquel cuya causa es justa y, por el contrario, se encuentra desnudo, aunque lo cubra el acero, aquel cuya conciencia se halla corrompida por la injusticia.

Segunda parte de Enrique VI, III, 2

Me introduje entre las sábanas blancas y frescas sin que John se percatara de nada. Como tantas veces antes, dormía de manera plácida y tranquila, de esa forma sosegada que sólo nace de una buena conciencia. También yo intenté sumirme en el sueño, pero confieso que no lo conseguí. Me revolví agitada en el lecho en medio de imágenes de mi madre en brazos de un hombre alto y cabello canoso; de mi padre joven y harapiento en las calles de Londres; de la sonrisa y la mirada del actor del traje verde… Y también desfilaron ante mi Otelo y Miranda, Desdémona y Julieta, Romeo y Próspero, y aunque eran seres contemplados por primera vez, descubrí en todos ellos algo indefinidamente familiar.

Emergí de aquel torbellino de imágenes y sensaciones con un sobresalto. Abrí los ojos mientras boqueaba y contemplé a John que, de pie al lado del lecho, se vestía. Apenas reparó en mí, inclinó la cabeza y me besó la mejilla.

– Has pasado una noche agitada -me dijo subrayando sus palabras con una sonrisa leve.

– Me encuentro mal… No sé… Quizá comí algo.

John me puso la diestra en la frente. -No parece que tengas fiebre… -observó. -Quizá fiebre, no -acepté-, pero sí muchas náuseas.

– A lo mejor, sería preferible que descansaras un poco más -señaló mi marido-. Si quieres, puedo decirle a Maggie que venga…

Asentí con la cabeza. John me deslizó la mano por la cara trazando una de aquellas caricias tan habituales en él, me sonrió y salió de la habitación.

Indiqué a Maggie que me encontraba muy mal cuando entró en la alcoba al cabo de unos instantes. «Cosas de mujeres -le dije-, tendré que quedarme en la cama. Prepárame un caldo.» Me miró con los ojos dilatados por la sorpresa, casi me atrevería a decir que estaba sobrecogida. No era para menos. Era la primera vez en años que me veía permitirme una licencia semejante.

Esperé en el lecho a que me trajera el brebaje, fingí tomarlo invadida por el malestar, le di las gracias, puse cara de enferma, dejé que me remetiera la ropa de cama y esperé tranquilamente a que el sonido de sus pasos se perdiera. Entonces, cuando estuve razonablemente convencida de que no existía peligro de ser descubierta, pasé la primera página de La tempestad.

Dediqué el resto del día a sumergirme en aquella comedia, la última que había escrito mi padre y la primera a la que yo me acercaba. No estaba yo acostumbrada a leer y, al principio, me costaba ir formando las palabras partiendo de aquellas sílabas que, no pocas veces, se me antojaban juguetonas e incluso rebeldes. En varias ocasiones, tuve que repetir una frase, vez tras vez, hasta llegar a comprender su significado. Pero, cuando, finalmente, lo conseguía, se apoderaba de mí una sensación extraña y, a la vez, gratificante. Era como pasear por un prado sombrío en el que, de repente, aparecía la luz del sol o como beber un tazón de agua en medio de una agobiante jornada de calor y trabajo.

A medida que recorría aquellas páginas, no me costó comprender el entusiasmo que, desde hacía años, había provocado mi padre en las gentes. La cólera, la risa, el temor, la inquietud, la venganza, el resentimiento, el amor se entrelazaban en las palabras pronunciadas por sus personajes provocándome las más diversas sensaciones. ¡Ah, cómo odié al miserable Antonio que había traicionado a su hermano! ¡Cómo deseé el castigo del ingrato Calibán! ¡Cómo me reí con las salidas de Ariel, el duendecillo dominado por Próspero! Y, sin embargo, a pesar de todo el genio derramado en aquellas líneas, el conjunto resultaba secundario… Lo más relevante, a fin de cuentas, era que el actor no me había engañado. No, con seguridad no podía haberlo hecho. En el Próspero dolido, genial y amoroso, no me costó descubrir a mi padre, al Cisne de Stratford como le llamaba el público. Y, sobre todo, derramé lágrimas sin cuento al ver cómo me había retratado en el personaje de Miranda. Aunque, a decir verdad, debo ser sincera, Miranda no era yo. En realidad, era alguien mucho mejor que mi pobre persona. La joven hija de Próspero era brillante, buena, cariñosa, dulce… Si yo tenía esas virtudes -y no estaba, en absoluto, segura de poseerlas- desde luego no las había demostrado para con mi difunto padre. El viejo Will, como lo había llamado una y otra vez el actor, no tenía nada que envidiar al duque de Milán. Como él, había sido un hombre ligado a los libros y había poseído un poder especial y había sido traicionado por la gente más cercana y había tenido una hija, una sola y única hija, a la que había amado con todo su corazón. No podía yo decir lo mismo y, sin embargo, a esas alturas, no me cabía la menor duda de que cualquier falta que yo hubiera cometido en mi ignorancia atrevida e injusta me la había perdonado y lo único que me dolía, y me dolía intensamente, era no haber comprendido todo con anterioridad. Reflexionaba sobre todo aquello cuando, poco a poco, comencé a preguntarme por Fernando, el amado de Miranda. Por supuesto, el personaje era un fruto sazonado que había brotado de la fértil imaginación de mi padre. De eso no me cabía duda, pero aquel hombre que llegaba a la isla, que se sentía atraído por Miranda, que llamaba la atención de Próspero, que recibía su ayuda…

Me levanté del lecho y me acerqué a la ventana. Abrí la hoja y contemplé el paisaje exterior. No quedaba el menor vestigio de que hubiera llovido tanto durante las horas anteriores. Tan sólo, quizá, que la hierba tenía un color más brillante. ¿Quién hubiera creído que, durante toda la noche, la tempestad había estado descargando su violencia sobre aquellos campos? Respiré hondo hasta que el aire fresco invadió todo mi cuerpo.

Fernando… Fernando… Fernando… John había llegado a Stratford algunos años después de la muerte del pobre Hamnet. Al principio, no me había llamado la atención. Era un joven más en el pueblo, pero… debió acercarse a mí… sí, cuando yo era ya una vieja de veinticuatro o veinticinco años que tenía muy cuesta arriba la posibilidad de casarse. ¡Dios santo, cuánto había sufrido en aquella época! Imaginaba el futuro que me esperaba y me veía soltera y amargada para siempre. Como mi madre, pero sin hijos. Ocupándome de la descendencia de mi hermana Judith y escuchando, pero fingiendo que no llegaban hasta mis oídos, las burlas y las risitas de las mujeres que habían tenido la suerte de contraer matrimonio. Al principio, no había podido creerlo. Tan apuesto, tan educado, tan cortés y acudiendo a mi lado. Claro que John tenía sus rarezas. Como todos los hombres, supongo. En ocasiones, sobre todo los domingos, desaparecía durante unas horas. No muchas. Tan sólo unas pocas y luego volvía a aparecer. Pensé más de una vez que quizá se dirigía, como tantos hombres, a alguna taberna o incluso a algún burdel, pero no, John no olía ni a cerveza ni al perfume asqueroso y dulzón de las rameras.

Quizá el deseo de no perderlo o esa confianza o ambas circunstancias a la vez fue lo que hizo que pasaran varios años de cortejo antes de que un día insistiera en que deseaba acompañarlo en su escapada de los domingos. John palideció -sí, no me cabía la menor duda de que se le había puesto el rostro del color de la leche recién ordeñada- cuando escuchó mis palabras. Se negó, se resistió, intentó zafarse de mis pretensiones, pero, al final, acabó aceptando cuando le amenacé con romper nuestra relación. ¿Hubiera llevado hasta el final mis amenazas? Por supuesto que no. Fingía. Pero mi tenacidad fue tal -nacida bajo el signo de Tauro hubiera dicho el actor- que John acabó cediendo.

Nunca había podido olvidar aquella mañana de domingo. John estaba tenso, nervioso, como si se viera obligado -¿acaso no era así?- a llevar a cabo algo que no deseaba. Y, sin embargo, ¿qué fue lo que hicimos en todo el día? Nada. Absolutamente nada. Pasear por los campos e intentar entablar una conversación que quedaba en nada porque estaba ausente, distraído y mirando continuamente a un lado y a otro como si temiera que alguien pudiera sorprendernos. «¿Esto es lo que haces los domingos cuando no estás conmigo?», le acabé preguntando entre sorprendida y airada. «Pues claro -me respondió-, ¿qué esperabas?»

Mi testarudez tuvo sus consecuencias. Se dio la infeliz casualidad de que aquel domingo, precisamente aquel domingo, fue el que señalaba anualmente la iglesia de Inglaterra para que todos los fieles comulgaran. Entretenidos en nuestro paseo, no acudimos a la obligada cita con la Cena del Señor. Nos procesaron, pero el magistrado fue benévolo. No es que fuéramos muy jóvenes, pero nunca habíamos dado mal ejemplo ni habíamos sido motivo de escándalo y, al fin y a la postre, mi padre -el padre al que nunca veía- era estimado por la cabeza de nuestra iglesia, por la corona. ¿Cómo íbamos a ser nosotros papistas ocultos o, lo que hubiera sido peor, puritanos? No. Únicamente formábamos una pareja de enamorados que se había distraído en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas. Al final, nos escapamos con una simple amonestación en la que se nos insistió para que no nos dejáramos desviar de los caminos del Señor. No teníamos, desde luego, intención de que así fuera.

Nos casamos en junio del año siguiente. Fue una ceremonia tristona, con mis padres presentes y con caras largas. No, en realidad, sólo mi madre tenía mal aspecto. Ahora que lo pienso creo que mi padre estaba contento. Contenido en su alegría, sí, pero feliz. Tanto que no pude evitar preguntarme la causa de su gozo y me contesté que era por librarse de una hija a la que ya imaginaba solterona.

No son pocos los matrimonios que mezclan la miel de los primeros tiempos con el acíbar de la estrechez económica. Pero a nosotros se nos dio el vernos libres de esa angustia. John demostró una habilidad especial -que yo nunca hubiera sospechado, lo reconozco- para realizar negocios. Por supuesto, mi marido era trabajador y procuraba ahorrar, pero ¿cuántos esposos no tienen esas mismas cualidades y aun así su mujer se va a la cama con hambre? Pensándolo ahora, no podía evitar sospechar que John, mi marido, mi… Fernando había contado con la ayuda de Próspero.

– ¿Estás bien, Susanna?

Con un respingo me aparté de la ventana. Mi esposo acababa de entrar en la alcoba.