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Ven, señora esposa, siéntate a mi lado y que el mundo gire. Nunca seremos más jóvenes.
La fierecilla domada, Prólogo, II
El regreso, después de aquella ceremonia, que fue breve pero que a todos nos pareció inacabable como los sufrimientos terribles de los réprobos en el lóbrego infierno, resultó insoportablemente silencioso. Caminaba yo, con los ojos bajos, al lado de mi esposo, John Hall, pero, aun sin levantar la vista, sabía que las miradas de mi tía, de mi madre, de mi hermana se hallaban clavadas en mi espalda. Las conocía lo suficiente como para saber que me declaraban culpable del crimen que mi padre había perpetrado en su testamento al dejarlas prácticamente sin nada.
Se equivocaban, porque yo no estaba menos sorprendida que ellas por lo que acababa de suceder. A fin de cuentas, ¿qué relación había tenido yo con el difunto? Ninguna. Ninguna. Ninguna. Sí, por supuesto, yo era la primera hija que había tenido, pero también había sido la causa directa de que contrajera matrimonio con mi madre. A fin de cuentas, Anne, su primer amor, me llevaba desde hacía seis meses en su seno cuando llegó hasta el altar para casarse con mi padre. Sin embargo, si bien se miraba, esas circunstancias no eran las más dadas para explicar aquel inesperado gesto de generosidad incomprensible. Precisamente era yo la que lo había atado a mi madre, la que lo había convertido en un padre demasiado joven, la que había recortado su libertad cuando era casi un niño… Bien mirado, tampoco resultaba tan extraño que mi padre hubiera abandonado el hogar conyugal en cuanto que tuvo ocasión. Había entrado en él no guiado por el amor o por el ansia de fortuna sino porque su pasión juvenil había dado un fruto inesperado e indeseado. Yo. Y, sin embargo… Sin embargo, a pesar de que no habíamos cruzado en toda nuestra vida ni un centenar de palabras, mi padre había despojado a mi madre y a mi hermana y a mi tía y me había dejado todo. Lo mirara como lo mirara, no llegaba a comprenderlo.
Bien sabía Dios que todo eso resultaba extraño, pero casi parecía insignificante cuando reflexionaba en la inusitada generosidad que había dejado de manifiesto en relación con mi hija y, sobre todo, con mi marido. Ahí era donde mi confusión aumentaba hasta un grado intolerable. Nunca me había parecido que mi padre respaldara mi matrimonio con John. Como mucho, a lo sumo, le había resultado indiferente. Y ahora, ahora… yo recibía todo y mi marido se convertía en un caballero adinerado, en una especie de hombre de confianza del escritor más importante del reino, del bardo, del cisne de Stratford.
No me atreví a levantar ni una sola vez la mirada del suelo encharcado mientras regresábamos a casa. Incluso la despedida fue seca, desabrida, sin palabras. La amargura parecía haber arrancado la lengua a mi madre, siempre tan locuaz. Lo mismo sucedió con Joan y con mi hermana. Fue como si las tres estuvieran convencidas de que o John o yo o ambos de consuno habíamos perpetrado algún plan diabólico para quedarnos con la herencia y que ellas eran las grandes perjudicadas en el perverso envite. Que habían perdido no tenía vuelta de hoja, pero sabía yo tanto de las causas de aquella última voluntad como ellas.
Después de separarnos de ella, tampoco John o yo fuimos capaces de pronunciar una sola frase. Abrumados por la sorpresa, sumidos en la confusión, sumergidos en un océano de preguntas sin respuesta, reemprendimos el camino bajo una lluvia que se fue haciendo cada vez más cegadora e impetuosa, como si deseara empujarnos a casa o ahogarnos en el intento. Nos salió a recibir Maggie, la mujer que se ocupaba de atender nuestras necesidades más perentorias y a la que John trataba con un distanciamiento cortés.
– Vaya tiempecito de los demonios… -comenzó a decir antes de que John le lanzara una mirada que la obligó a callar. A mi marido nunca le ha gustado escuchar maldiciones y juramentos y Maggie lo sabía.
– Enseguida les preparo algo caliente para entonarles el cuerpo -dijo a la vez que desaparecía en dirección a la cocina.
John acercó una silla al hogar donde crepitaba un fuego negrirrojo, se despojó del pesado gabán y, empapado, se sentó envuelto en el mismo silencio espeso que lo había acompañado desde el inicio de la jornada. Se frotó con fuerza las manos, blancas y suaves, insufló su aliento sobre ellas y luego las estiró como si quisiera atrapar con los dedos extendidos el calorcillo reconfortante que despedía la chimenea.
No transcurrió mucho tiempo antes de que la silueta rechoncha de Maggie se recortara contra el marco oscuro de la pesada puerta. Llevaba una bandeja de madera con dos tazones anchos y grandes que despedían un humillo blanquecino y prometedor. Di unos pasos, le quité a Maggie su leve carga y me dirigí hacia mi marido y señor.
Sin levantar la mirada de las llamas puntiagudas que crepitaban en el hogar, John extendió la mano hacia la bandeja que había colocado ante él y asió el tazón. Por un instante, se complació en caldearse las palmas con aquel recipiente cálido y panzudo. Luego se lo llevó a los labios y paladeó el caldo.
Sólo cuando vi que John había sorbido por dos veces el brebaje, tomé yo asiento a mi vez y me dispuse a probarlo. No tardó mi marido en dar cuenta de su ración.
– Estaba soso -dijo más constatando una realidad que lamentándola-. Maggie está perdiendo la mano para cocinar. Es una pena.
– Se hace vieja… -me atreví a decir.
– Quizá tendríamos que buscar a alguien para que la sustituyera -comentó John.
Sentí una punzada de pesar al escuchar aquellas palabras. Es verdad que Maggie se estaba convirtiendo a ojos vista en una anciana, pero ¿ésa era razón suficiente para prescindir de ella?
– Podríamos contratar a una muchacha para que la ayudara -sugerí-. Ahora no nos va a faltar el dinero.
John apartó la vista de la lumbre y reposó sus ojos en mí. No había reproche en sus pupilas. Tan sólo un deseo que yo sabía interpretar sin dificultad. Dejé mi tazón en la bandeja y me acerqué al pulido estante que se dibujaba sobre la chimenea. Abrí la cajita de madera labrada donde guardaba el tabaco y con el índice y el pulgar atrapé un pellizco que convertí en una bolita. Luego eché mano de la pipa de yeso blanco y la cebé. John la tomó y se la llevó a la boca mientras esperaba que le acercara una ramita ardiendo. Chupó con fuerza hasta que una bocanada de humo gris y espeso brotó de la cazoleta ovalada en dirección al techo de la habitación. Le dejé saborear el tabaco durante unos instantes antes de abrir los labios.
– John, ¿tú sabes algo de…?
– ¿De por qué tu padre nos ha dejado todo? -interrumpió mi pregunta con otra suya.
Asentí en silencio.
– ¿Cómo iba a saberlo, Susanna? Siempre habéis pensado que vuestro padre no os quería…
Sí. El último extremo era cierto. De ello estaba segura, pero la contestación me resultó en exceso calmada y serena como para tranquilizarme. Claro que ésas eran características inseparables del comportamiento cotidiano de mi esposo. En ocasiones, pensaba que resultaba imposible que llegara a alterarse. Desde luego, bien pensado, John no me iba a ayudar a responder las preguntas que no sólo me formulaba yo sino -con toda seguridad- también mi madre, mi hermana y mi tía.
– ¿Quieres tomar algo más? -pregunté sin dejar de pensar en el testamento de mi padre.
– No… espera, sí, ¿queda algo del queso de oveja que comimos ayer?
– Creo que sí -respondí y me encaminé a la cocina en su busca.
No llegué a la habitación. Por el pasillo venía Maggie.
– He pensado que quizá el caballero querría comer algo más… -me dijo con tono de disculpa.
Sujetaba el queso y un cuchillo y, al tomarlos de sus manos, no pude dejar de experimentar un cierto sentimiento de culpa. Aquella mujer que envejecía a ojos vista se me había adelantado a la hora de adivinar los deseos de mi esposo.
John comenzó a consumir lo que restaba de la bola blanquecina tras cortarla en unas tiras tan finas que casi hubiera podido verse a través de ellas. Sabía que a mi marido le gustaba consumir así los alimentos. Quizá es que los saboreaba mejor o quizá se trataba únicamente del deseo de economizar. Además de muy trabajador y parco en palabras, siempre había sido muy ahorrativo. De todas formas, no le acompañé en la degustación de aquel insípido fruto de las ovejas. Algo extraño y pesado se había aposentado sobre mi estómago cerrándolo como cuando se propina un buen tirón de cordones a una bolsa.
– Si no deseas nada más… -comencé a decir.
Dio un respingo John como si lo hubiera despertado de un sueño.
– No, acuéstate si quieres -me dijo sin apartar la mirada de la escudilla de donde el pálido queso iba desapareciendo.
Subí las escaleras a oscuras, como si aquella penumbra espesa me proporcionara un refugio tranquilo contra la tempestad de desasosiego que apenas lograba contener en mi interior. Palpé la pared fría para poder localizar la puerta del dormitorio y, llegada hasta ella, la empujé. Se abrió con un chirrido cansino, como si la hubiera arrancado de un sueño perezoso y pesado. Tras dar unos pasos, no me costó encontrar la cama. Con las piernas pegadas contra ella, comencé a desnudarme. Apenas necesité unos instantes para despojarme de la ropa, dejarla doblada encima del armario bajo y colocarme una camisa de dormir. Luego abrí la cama y me metí en ella.
Estaban las sábanas heladas y no pude evitar que mis quijadas temblaran sometidas a una invencible tiritona. Moví las manos y las piernas para que el lecho recibiera una parte de mi calor y me lo devolviera permitiéndome dormir. Había conseguido ya que la tibieza se extendiera por la cama, cuando hasta mis oídos llegaron los pasos, pesados y seguros, de John.
Escuché cómo mi esposo se despojaba de sus vestiduras y, acto seguido, se sentaba en el lecho. Entró en él y estiró las piernas. Por la manera en que respiraba, comprendí que la intención que abrigaba en su interior no era la de dormir. No me equivoqué. Sus manos me buscaron bajo las sábanas y, cuando me hallaron, comenzaron a subir mi camisa hasta que mis muslos quedaron al descubierto. Se me escapó un leve gruñido de satisfacción. Hacía tiempo que había descubierto que en las situaciones de tensión pocas cosas me ocasionaban tanto sosiego y tranquilidad como descansar entre sus brazos. Y ahora era uno de esos momentos en que necesitaba experimentar esas sensaciones más que nunca.
Qué pobres son los que no tienen paciencia! ¿Acaso se ha curado alguna vez una herida salvo poco a poco?
Otelo, II, 3