38714.fb2 La noche de la tempestad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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VIII

Cómo? ¿Se ha ido sin pronunciar una sola palabra? Sí. Así es como debería actuar el amor que es veraz. No habla porque la verdad se ve más ensalzada por los hechos que por las palabras.

los dos hidalgos de verona, II, 2

– «Mi hija es muy joven», le dijo tu abuelo con voz severa cuando compareció ante él. «Apenas tiene catorce años y no conoce el mundo.»

– Era verdad -pensé en voz alta.

– Pero -prosiguió como si no me hubiera escuchado el hombre del traje verde- tu padre, el bueno de Will, no estaba dispuesto a ceder. Insistió, le habló de cómo trabajaría por ella, de cómo se esforzaría por ella, de cómo se dejaría el corazón, el alma y la vida por ella.

– Y con su labia convenció a mi abuelo… -dije con un cierto tono de reproche, no pudiendo evitar que me molestara el que hubiera conseguido su objetivo.

– La verdad es que nunca he estado seguro de ello. Lo más probable es que sólo lo persuadiera a medias -respondió el actor-. Desde luego, la idea de dejar marchar a su hija no le convencía. Escuchó, refunfuñó, dejó escapar alguna palabra de desacuerdo, pero al final, lo miró fijamente, le puso una mano en el hombro y le dijo: «Dejemos pasar un par de veranos, para que la flor salga del botón, se abra y muestre su lozanía. Entonces la niña ya será mujer y podremos pensar en su boda». ¿Qué os parece?

– No da la sensación de que fuera una respuesta alentadora -reconocí.

– Es que no lo fue -concedió-, y Will lo comprendió así, pero el amor que sentía por Anne era tan grande, le oprimía de tal manera el corazón, le quemaba con tanto ardor que siguió insistiendo. Tanto la quería que estaba dispuesto a esperar dos años para contraer matrimonio, pero, eso sí, deseaba tener la seguridad de que, durante ese tiempo, vuestro abuelo rechazaría comprometerla con otro galán.

– Y acabó convenciéndolo…

– Mucho más que eso. Logró que el hombre se sincerara con él. Nadie sabe cómo lo consiguió, pero terminó confesándole que vuestra madre era la última alegría de su casa, la luz de su hogar, su hija querida… Pero, al fin y a la postre, sin embargo, le otorgó permiso para cortejarla y conseguir su afecto.

– Tuvo éxito entonces…

– No del todo. Se trataba de una concesión sometida a condiciones.

– ¿Qué condiciones? -indagué.

– Vuestro abuelo le dijo: «Mi consentimiento depende de su elección. Sólo si os distingue y os acepta, os otorgaré su mano con el mayor placer». En otras palabras, vuestra madre sería la que tendría la última palabra. Y entonces, provisto con esa promesa, Will, el joven y enamorado Will, abandonó la casa de vuestro abuelo.

– No termino de ver qué tiene de particular todo esto… -comenté molesta.

Por primera vez desde que se había iniciado aquel relato singular del cortejo me pareció distinguir en la cara de mi interlocutor algo parecido a una sonrisa. Sin embargo, resultó tan fugaz que hubiera podido atribuirse al reflejo del jugueteo de las llamas en el hogar o a una simple mueca. Además, ¿por qué iba a sonreír?

– Las cosas no fueron como Will pensaba -prosiguió el actor-. Quería a Anne y, por supuesto, estaba más que dispuesto a esperar a la boda para desatar el nudo virginal, pero el tiempo se fue dilatando insoportablemente… A cada nuevo encuentro, en cada cita, se sentía más y más… ¿cómo lo diría yo? Abrasado. Sí, creo que ése es el término que utiliza el apóstol Pablo. No divaguemos y digamos las cosas como son. Antes de unirse ante Dios, Anne se entregó a Will.

– No estoy dispuesta… -traté de interrumpirle indignada.

– Mistress Hall -cortó con suavidad mi protesta-. Sabéis de sobra que vinisteis a este mundo cuando vuestros padres apenas llevaban casados medio año…

Respiró hondo y lanzó un suspiro. Se trató de un suspiro prolongado y profundo, como si de esa manera hubiera podido arrancar de su corazón un pesar que sólo él conocía.

– No sé cómo… -comencé a decir, pero no me dejó concluir la frase.

– ¿Me quieres? -dijo el hombre de traje verde e inmediatamente añadió-: Sé que vas a decir que sí y estoy dispuesta a cogerte la palabra… no jures, te lo suplico, porque un día podrías faltar a tu juramento y dicen que Dios castiga al que es perjuro en cuestión de amores. Si amas a otra, dímelo con sinceridad, y si piensas que entrego mi corazón con demasiada facilidad, dímelo también. Siento el mostrarte tanto amor porque quizá puedes pensar que mi conducta es demasiado ligera. Perdóname y no atribuyas mi amor a la ligereza de mi corazón.

Me quedé sin palabras al escuchar aquellas frases. ¿Qué quería decir aquel hombre extraño? Se acababa de expresar como si fuera una mujer, una hembra enamorada que se encuentra desgarrada entre el deseo de entregarse y el temor a las consecuencias terribles de esa acción. ¿Acaso… acaso era eso lo que mi madre le había dicho a mi padre antes de entregarse a él? ¿Habían sido esas sus palabras? ¿Se había manifestado tan amorosa y tímida? Ciertamente, no lo sabía pero cuanto más lo pensaba, más me parecía que aquellas palabras sonaban como la voz de una joven que ha decidido regalar su virginidad al muchacho que la atrae, pero que antes se siente abrumada por un fuego cruzado de temores, el de no pasar de ser una más, el de verse abandonada, el de convertirse en objeto de malas interpretaciones, de esas interpretaciones malignas que desgarran cruelmente la reputación de una mujer de manera más nefasta que su doncellez perdida.

– Imagino que esa parte de la historia la conocéis -dijo ahora el hombre con tranquilidad-. Vuestros padres contrajeron matrimonio en el mes de noviembre de 1582. A vuestra madre no se le notaba el embarazo, eso es cierto, pero, por lo que sé, tenía un aspecto deplorable. Estaba pálida y demacrada, y vomitaba a todas horas.

Me hallaba a punto de decirle que se ahorrara los detalles, pero no hubo necesidad. Como si a él también le desagradara referirme tan prosaicas circunstancias, cambió de tema inmediatamente.

– A vos os bautizaron en mayo. Como vuestro padre habíais nacido bajo el signo de Tauro. Los que entienden de estas cosas dicen que los Tauro son constantes, sensuales, laboriosos, atractivos, seductores… buen signo, sin duda.

– La astrología es un pecado -repuse más molesta, en realidad, por lo que acababa de señalar que por el hecho de que respaldara una ciencia oculta condenada por las Sagradas Escrituras.

– Sin duda, sin duda -concedió rápidamente el actor- y, seguramente, es además una estupidez. ¿Quién podría dudarlo? Y, sin embargo… sin embargo, vuestro padre, sin ir más lejos, reunía en su interior no pocas características de las que se atribuyen a los Tauro. Era extraordinariamente trabajador, constante, fuerte, muchos hubieran dicho que testarudo…

Deslizó la yema del índice sobre la pluma roja de su sombrero y luego elevó el dedo en el aire como si hubiera echado a volar.

– ¡Ah! ¡Qué arte más inquietante es la astrología! Bueno, dejemos el tema y sigamos con nuestra historia. A vuestro abuelo no le gustó perder a su hija. No le faltaban razones para sentirse mal. William tan sólo tenía dieciocho años, no contaba con medios para sustentar una familia y, lo más importante, quizá pensó que aquello iba a ser únicamente un devaneo pasajero. Pasajero, ¡ja! De momento, le había dejado preñada a la hija…

– Señor… -volví a protestar.

– Sí, sí, ya sé. -Levantó la diestra como si deseara parapetarse tras ella de mis protestas-. Bueno, el caso es que el pobre Will lo pasó muy mal en aquellos primeros días de matrimonio. Amaba a vuestra madre y, ciertamente, el fuego que se enciende al inicio de todas las relaciones ardía todavía muy vigoroso en sus huesos y sus venas, pero más de una noche tanto él como Anne tuvieron que irse a la cama con un pedazo de pan reseco como todo alimento. Creedme, señora, ¡qué difícil es mantener los rescoldos ocultos cuando sobre ellos sopla frío el viento cruel del hambre!

– Mi madre era muy buena administradora -repuse recordando la manera en que me había referido lo sucedido en aquella época-. De un solo pollo podía sacar tres, cuatro, cinco comidas, incluso más.

– Mi buena mistress Hall, disculpad que os lo diga, pero dudo mucho que durante toda vuestra gestación vuestros padres comieran pollo más de dos o tres veces. Porridge, avena aguada, algo de leche, sí, pero pollo… No, eso era un lujo que se escapaba de su alcance.

– Pero el abuelo no hubiera permitido…

– ¿Cómo? -dijo arqueando las cejas en un exagerado gesto de sorpresa-. ¿Acaso tenéis noticia de que vuestro abuelo los ayudara por aquel entonces? ¿Os ha contado vuestra madre que les diera dinero o que, por ejemplo, les sorprendiera en alguna ocasión con un regalo de comida, con un presente alimenticio, con una albricia nutritiva?

Por unos instantes me escarbé la memoria en busca de una respuesta mientras me sentía insoportablemente escrutada por el actor. Mi madre me había hablado muchas, muchísimas veces de los primeros días de mi vida, pero… era cierto, no, no podía dar con ninguna referencia a ese auxilio tan necesario.

– Entonces… ¿nunca os contó nada al respecto?

Me pareció percibir en su pregunta un tono burlón, pero era tan ligero, tan liviano, tan sutil que reconocí que podía tratarse de un mero fruto de mi imaginación.

– Mistress Hall, vos, gracias a Dios, nunca lo habéis experimentado, pero es muy duro tener una familia y no poder alimentarla -continuó el amigo de mi padre-. Cada vez que escuchas a los niños llorando de hambre se te parte el alma, pero si además la esposa no ayuda, si sus palabras son una cascada continua de quejas, si recuerda lo feliz que era con su padre…

– ¿Acaso mi madre era así? -le interrumpí.

– Vuestra madre volvió a quedarse encinta un año después de vuestro nacimiento y esta vez los niños fueron dos.

– Hamnet y Judith.

– Sí, Hamnet y Judith. Niño y niña. Una parejita. Dos bocas más. Dos bocas que, dicho sea de paso, había que llenar a diario. Por fin, Will se hartó. Pensaba siempre las cosas mucho, pero imagino que a esas alturas el peso de la vida pudo más que la sensatez. Un día alguien le habló de la posibilidad de convertirse en furtivo y cazar ciervos. En otra situación… con menos hambre… bueno, estoy seguro de que Will hubiera rechazado la menor posibilidad de atentar contra la propiedad ajena, pero en aquel entonces…

– ¿Estáis insinuando que mi padre se convirtió en un ladrón? -pregunté sorprendida.

– ¿Insinuando? No, no insinúo. Os lo estoy contando. Vuestro padre entró en la finca de sir Thomas Lucy, de Charlecote, cerca de Stratford, y se dedicó, con más voluntad que éxito, eso sí, a cazar sus ciervos.

Bajé la cabeza avergonzada. Por supuesto, no era la primera vez que oía hablar mal de mi padre, pero jamás, jamás, jamás, había llegado a mis oídos la especie terrible de que hubiera transgredido la ley.

– Le cogieron, por supuesto. No hay que extrañarse de ello porque era muy torpe. No os lo puedo ocultar -prosiguió el actor-. Podía haber dado con sus huesos en la cárcel, pero los siervos de sir Thomas consideraron que no merecía la pena tomarse el trabajo de arrastrarle ante la justicia. Prefirieron darle una paliza. Durante algunas semanas, vuestro padre no pudo abandonar el lecho a consecuencia de las heridas. Hay quien afirma que estuvo incluso suspendido entre la vida y la muerte…

Me llevé las manos a la boca para reprimir una inoportuna manifestación de dolor.

– Por supuesto, aquellos golpes no calmaron el hambre que teníais vos y vuestros hermanos y, con semejante panorama, Will decidió continuar por la senda del mal, sólo que ahora se dedicó a atrapar conejos. Pensaba ingenuamente que un robo así pasaría más desapercibido que el de un ciervo…

– ¿Y fue así?

– No, mistress Hall. No. ¡Qué va!

Por unos instantes nos mantuvimos en silencio. Las imágenes que conservaba de mi padre eran muy escasas, pero en aquellos momentos lo imaginé sobrecogida en manos de unos gañanes al servicio de un caballero encantados de azotarlo, de hundirle los puños en el cuerpo, de patearlo y de pisotearlo.

– Will hubiera podido quedarse en Stratford, mistress Hall -prosiguió el actor-, pero, como sin duda comprenderéis, perseveró en la idea de hallar una forma de mantener a su familia y… y decidió marcharse a Londres.