38719.fb2
El polvo y las flores
se confunden
en nuestras llagas abiertas,
en la coartada del tiempo.
Djamel Amrani
Lino se recupera de su fracaso amoroso como lo haría una campesina recién violada sobre la paja; o sea, azorado, mancillado, humillado.
Ya restablecido, se atrinchera en su despacho, enfurruñado e inasequible, resentido con la humanidad entera, como si todos fuésemos responsables de su infelicidad. Viene a la Central más para buscar camorra con los ordenanzas que para hacer acto de presencia y está empezando a amargarnos la existencia.
He intentado cien veces hacerle entrar en razón y cien veces su dedo me ha conminado a quedarme en mi sitio, amenazando con atravesarme de parte a parte. Le he propuesto que se vaya a su casa e intente superar su desengaño, y me ha lanzado a la cara un paquete de folios, refugiándose en el aseo hasta bien avanzada la noche.
He ido a ver a un amigo psicólogo. Al enterarse, Lino me ha montado un pollo de mucho cuidado delante del personal de la Central y me ha jurado que, como siga metiéndome en su vida, puede que me abandone mi buena estrella.
Su manera de ponerse en evidencia me tiene consternado.
Va a la deriva, no hay manera de hacerle entrar en razón. Cada vez que se cruza con un cochazo de ricachón se lía a patadas con él. Cuando el conductor protesta, Lino se abalanza sobre él con la intención manifiesta de comérselo vivo. Está claro que esto va a acabar mal. ¿Cómo evitar lo peor?
Serdj me saca de la cama para avisarme de que el teniente está montando un número en un local encopetado. Al llegar allí, debo pedir refuerzos para que el ambiente se relaje un poco. Entre los agredidos, unos pijillos y unas putillas de postín. Casi debo ponerme de rodillas para suplicarles que no denuncien ni llamen a sus padres.
Me lo llevo a rastras hasta el paseo marítimo para que espabile. Está borracho como una cuba. Mientras intento sermonearle, se cachondea de mí señalándome con el dedo y llamándome cateto patético, lameculos y pobre idiota. Mi compañero de equipo tiene los plomos tan fundidos que lo apropiado sería encerrarlo en un manicomio. No puedo soportar verlo en ese estado, riendo a carcajadas para incordiar a la ciudadanía, asomándose peligrosamente por la baranda para vomitar su bilis. Al mismo tiempo siento un gran resentimiento contra Hach Thobane, sus putas incendiarias y ese desfase social que hace que en este país ningún infeliz pueda rozar con las yemas de los dedos un simulacro de felicidad sin electrocutarse.
Lino se queda sin aliento. Lo siento en un banco, frente al puerto, para que se vaya recuperando. Echa la cabeza hacia atrás y frunce el ceño al descubrir tantos millones de estrellas en el cielo. Quizá esté buscando la suya, pues una sonrisa tonta le estira la comisura de los labios. Su nuca cede y la barbilla se le hunde blandamente en el hueco del cuello. Le respinga un hombro una vez, luego otra, y suelta un sollozo desgarrador que me atraviesa el corazón como un proyectil.
Evito tocarlo. Lo que de verdad necesita es llorar hasta hartarse sin que lo molesten.
Se desahoga durante unos minutos, se limpia los mocos con la manga y, de sopetón, abre el absceso.
– Me ha estado utilizando… Te das cuenta, me llevaba como un vulgar paquete a cualquier parte donde la conocieran. Lo único que pretendía era fastidiar a su amante, ponerlo celoso como un jabalí. Y yo, gilipollas de mí, entraba en su juego dándomelas de duro.
Me mira con los ojos enrojecidos.
– ¿Cómo se le puede tomar el pelo así a la gente, Brahim?
– Nadie lo sabe mejor que tú.
– Me han dado por culo de lo lindo, ¿no es así?
– Cualquiera en tu lugar habría picado de la misma manera.
Asiente con la cabeza y, sorbiéndose los mocos, mira hacia las luces del puerto.
– No puedes hacerte idea de lo que la quería, Brahim. No, nadie puede imaginarlo. Habría dado mi vida por ella.
– Habría sido una pésima idea, Lino. El sacrificio no consiste en morir por alguien o por una causa. Te diré incluso que es, sin duda, la iniciativa menos razonable. El auténtico sacrificio consiste en seguir amando la vida, a pesar de los pesares.
Lino no está de acuerdo.
Se vuelve a pasar la muñeca por la nariz y dice:
– Estos ricachones de mierda no nos han dejado nada de nada, ni las migajas, ni siquiera las ilusiones. Nos han robado nuestra historia, nuestras oportunidades, nuestras aspiraciones, nuestros sueños y hasta nuestra ingenuidad. Ni siquiera tenemos derecho a fracasar con dignidad, Brahim. Se han quedado con todo, hasta con nuestra desgracia.
– No es cierto, Lino. La vida es así, hay ricos y pobres, y cada comunidad existe en función de la otra.
– Esos asquerosos ricos son los responsables de nuestra desgracia.
– Otros opinan que es culpa de la fatalidad.
– ¿Y en qué leches consiste la fatalidad?
Me siento a su lado en el banco. No me rechaza, tampoco se aparta. Lo noto cansado y estoico. Sin duda, su pena y su ira siguen librando una lucha titánica, pero es como si las contemplara a distancia, con cierta perplejidad. Su respiración ahogada lo mantiene en una suerte de expectativa. Está claro que no sabe cómo aplacar sus sufrimientos, y por tanto espera.
Un benéfico silencio nos acerca.
Contemplamos un barco que manda señales desde la bahía.
El mar está negro como el malhumor.
– Odio a esos ricachones de mierda -gruñe apretando los dientes.
– Razón de más para ignorarlos.
– No quiero ignorarlos.
– Eso es lo que crees. En realidad, te equivocas de blanco. Lo que odias es tu infortunio, no su dinero. Hay que aprender a controlar la envidia.
Vuelve a cabrearse. Pega un bote y se me planta delante, con el dedo más agresivo que una pistola:
– Me paso por el forro tus peroratas. No trago a esos burgueses de los cojones, y no va a atenuar mi aversión por ellos tu sabiduría de vejestorio capado. Se han forrado a costa del contribuyente mientras nosotros cantábamos Qassaman desfilando con los exploradores. Hoy se creen muy listos y con todos los derechos. Yo soy poli y tampoco me voy a quedar atrás. Al primer ricachón que caiga en mis manos le expido su certificado de defunción antes de leerme su declaración.
– Esa gente ignora para qué sirve un poli. Para ellos es alguien que regula el tráfico, un monigote que espanta a los golfos. Ni se te ocurra pisarles los callos porque pasarán sobre tu cadáver sin apenas fijarse. Y no te lo cuento para sacarte de tus casillas. No pertenecemos al mismo mundo, y punto. Si no he triunfado en mi oficio, no es por no haberlo intentado. Sólo puedo culparme a mí mismo. Llegamos a este mundo pobres y en pelotas. Luego cada cual se las apaña como puede. Se puede abrir los ojos en una choza y cerrarlos para siempre en un palacio. Nacer rodeado de escudos nobiliarios no exime de acabar estirando la pata en un vertedero. Cada cual tiene su destino. Por tradición, el orgullo es una actitud legítima. Lo justo es que también lo sea la humildad. El error, el peor de los errores, consiste en culpar a los demás de nuestras desdichas.
El dedo de Lino vibra. Con la cara arrasada por una concatenación de espasmos, acaba escupiendo de lado para poner fin al debate. Al verle alejarse tambaleándose comprendo que no merece la pena correr tras él.
Bliss oculta con su presencia el chorro de luz que invade mi despacho. Su hechura de retaco resulta ridícula en el marco de la puerta, pero es suficiente para espantar la claridad del día. Con las manos en los bolsillos, apoya un hombro contra la pared y se queda un rato mirándome.
– ¿Seguro que estás bien, Brahim?
– ¿Acaso me estoy quejando?
– Te he visto aparcar hace un rato. Tu maniobra dejaba mucho que desear.
– Pensaba en otra cosa -reconozco.
Se estira para ponerse derecho y, sin sacar las manos de los bolsillos, aventura un paso dentro de mi guarida. Curiosamente, parece preocupado.
– He echado una ojeada al correo esta mañana. Soy miembro de la comisión disciplinaria que lleva el caso de tu teniente.
– Ya tienes lo que querías.
– Déjate de gilipolleces. Estoy muy preocupado. Lino está deprimido. No podrá afrontar esta prueba adicional. Es como dejar a un gato jugar con una granada.
– ¿Para cuándo lo habéis convocado?
– Para principios de la semana que viene.
– Efectivamente, de aquí a entonces no se habrá recuperado.
Bliss está ahora al alcance de mi escupitajo. Finge interesarse por el retrato del rais colgado de la pared. Como quien no quiere la cosa, se deja caer sobre una silla y cruza las piernas.
– He dicho al jefe que no era el momento de atosigar a Lino. Está de acuerdo, pero no ve cómo aplazar la reunión del consejo disciplinario. He propuesto que le renueve la baja por convalecencia, para ir soltando lastre. Ha prometido que se lo pensará. No va a ser fácil, ya que el denunciante no es un cualquiera. Mira que te lo advertí. Tu protegido se estaba metiendo con un rinoceronte y, claro, éste lo ha pisado como si fuera una caca.
– A lo hecho, pecho.
– El problema es que lo más gordo está todavía por llegar.
– ¿Adónde quieres ir a parar?
– Yo, a ninguna parte. Me preocupo por Lino, eso es todo.
– Déjalo ya, que me estás partiendo el corazón.
Bliss se saca las manos de los bolsillos y las sube hasta los hombros.
– Veo que eres tan corto de luces como él.
Se levanta.
– ¿Jamás se te ocurre ser cortés?
– Jamás con las mentes retorcidas.
Hace una mueca, sacude la cabeza y se va.
Voy tras él y cierro la puerta.
En la cantina, observo que nadie se sienta a mi lado. Deduzco que la cara que traigo indispondría a mi propia madre. Ni siquiera toco mi bandeja y decido cambiar de ambiente.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Son más o menos las diez de la noche cuando me llaman de la Central. Media hora después, aparco a la altura del número 7 del Camino de las Lilas. La calle está en parte sumida en la oscuridad. Una ambulancia, dos furgones y no menos de siete coches policiales atestan el lugar. Los fisgones, algunos en bata, se agolpan en las aceras y observan en silencio el barullo. A ambos lados de la calzada se han desplegado cordones de seguridad. Varios policías de paisano se mueven en busca de indicios. Por el suelo, cuatro círculos de tiza señalan los casquillos. De rodillas al pie de una farola apagada, con un trozo de rama en la mano, Bliss remueve concienzudamente una mata de hierba. Hace señas a un fotógrafo para que se acerque y le pide que saque unas fotos de una huella de zapato.
Serdj me ve. Guarda en el bolsillo de la chaqueta su cuadernillo y se acerca a mí. Me señala con el pulgar el coche de lujo detenido delante del portalón del palacio, con el parabrisas reventado.
– Acaban de cargarse al chófer de Hach Thobane. Tres balazos en la cara, y dos en la nuca y el hombro. El agresor se ocultaba detrás del arbusto. Probablemente fue quien destrozó las dos farolas para aprovechar la oscuridad.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Hace unos tres cuartos de hora. El señor Thobane llegaba de su despacho.
– ¿Hay testigos?
– Por ahora no.
– ¿Habéis interrogado a los vecinos?
– Es que acabamos de llegar. Si alguien ha visto algo, seguro que lo contará.
– No siempre, Serdj, no siempre. A menudo no hay más remedio que ir en su busca. Quiero que se interrogue a todo el vecindario, sin excepción.
– Así se hará, comisario.
Echo una ojeada en el interior del Mercedes. El fulano está en el asiento del copiloto, con el busto caído sobre la palanca de cambio. Tiene gran parte del cráneo destrozada y media cadera, así como el brazo derecho, cubiertos de sangre. Con la boca y los ojos muy abiertos, parece no entender lo que le ha ocurrido.
– ¿Dónde está el señor Thobane?
– En su chalé, con nuestro director y algunas autoridades locales. La noticia ha corrido como la pólvora. Está a punto de llegar el ministro del Interior.
Bliss se une a nosotros, con un casquillo de bala en una bolsita transparente.
– Beretta 9 mm -comenta.
Dejo que mis hombres recopilen toda la información posible para la investigación y entro en el chalé. El señor Thobane está derrumbado en su trono, más blanco que un sudario. Conmocionado, su mano temblorosa aferra un vaso de whisky. El dire, de pie a su lado, también está lívido. Con los brazos cruzados sobre el pecho, me espera a pie firme. Algo apartado, el jefe de la Oficina de Investigación, Hocine El-Uahch, conversa con su secretario, Ghali Saad. No se aclaran.
– ¡Ah, por fin apareces! -me recrimina el dire-. Llevo una eternidad intentando localizarte.
Él es así. Cada vez que se ve desbordado la paga con un subalterno. Conservo la calma y le pido explicaciones.
– Han disparado contra el chófer del señor Thobane.
¡Será idiota!
– A quien buscaban era al señor Thobane -precisa Ghali Saad.
Hach Thobane se sobresalta, como si la observación del secretario le hubiese espabilado. No se percata de que se ha volcado sobre el traje la mitad de su vaso de whisky.
Ghali Saad se aparta de su patrón y pone una mano solidaria sobre el hombro del superviviente.
– ¿Se puede saber lo que le permite suponerlo, señor Saad?
– No es una suposición, comisario. Es más que evidente.
– Exacto -confirma el nabab-. Ahora que lo pienso, soy yo el que debería estar en la camilla ahora. No suelo conducir yo. En el sótano de mis oficinas nos encontramos con una rueda pinchada. El pobre Larbi se fastidió la muñeca al cambiarla, por lo que me puse yo al volante. El asesino quería matarme. Disparó contra mi chófer por error.
– ¿Cómo era?
– El señor Thobane aún no se ha recuperado -me increpa el dire.
– Estoy perfectamente lúcido -se rebela el nabab-. No voy a perder los papeles por culpa de un vulgar cabrón.
– No quise decir eso, señor Thobane.
– Entonces, cierre el pico. Parece olvidar que acabo de ser objeto de un atentado. Alguien quiere mi pellejo. ¿Se da usted cuenta?
– Por supuesto, señor.
– Eso es lo que usted se cree.
Hach Thobane estira los labios y hace una mueca voraz, como si fuera a comerse crudo al dire. Éste hunde el cuello, no sabiendo dónde meterse. Frente a él, Hocine la Esfinge le ordena con la mano que no se meta.
El nabab descubre con horror la mano de Ghali Saad sobre su hombro.
– Y tú, quítame la pata de encima. Porque un desgraciado de mierda se haya atrevido a agredirme no se me va a tratar como un trapo.
Ghali recupera su mano y regresa junto a su patrón.
– De todos modos, desgraciado o no, se le ha caído el pelo -gruñe el nabab-. Ya puede esconderse en el infierno que daré con él. ¿Dónde se ha metido ese maricón de ministro? -aúlla lanzando su vaso contra la pared-. ¿Es que su madre no ha acabado de parirlo, o qué?
– Está en camino -farfulla Ghali Saad, conciliador-. No tardará en llegar.
– Quiero que toda la policía le pise los talones a ese cerdo. Quiero su pellejo antes del amanecer.
– Yo me encargo personalmente, señor Thobane -le garantiza la Esfinge-. Su agresor será detenido en las próximas horas, puede contar conmigo.
Se abre una puerta en el primer piso. Nedjma, la amiguita del multimillonario, aparece en el rellano. Viste un traje de seda de color rojo sanguíneo que destaca con fuerza las curvas perfectas de su cuerpo de sirena. Su mirada apenas nos roza. Es tal la impresión que da de estar flotando que parece hallarse sobre una nube.
– ¿Estaba con usted? -pregunto.
Hach Thobane no se da cuenta del espectáculo que nos ofrece su nena. La mira fijamente a los ojos; ella remolonea ostensiblemente antes de retirarse a su habitación.
– Estaba solo con mi chófer. Cuando me disponía a cruzar el portón de mi casa, un energúmeno surgió de detrás del arbusto y vació su cargador sobre Larbi. Lo primero que vi fue el parabrisas saltando en pedazos. Al principio, pensé que había chocado contra algo o que había atropellado a un borracho. Todo estaba oscuro. Han debido sabotear la farola. Mi calle está siempre alumbrada y jamás hay cortes de electricidad por aquí. Me encargo personalmente de ello. Sólo cuando la cabeza de Larbi cayó sobre mi hombro me di cuenta de que nos acababan de tirotear. Al levantarlo, vi que ya no podía hacer nada por él. Ese hijo de puta no le dio la menor oportunidad.
– ¿Puede usted describirnos al agresor?
– ¡Todo ocurrió tan rápidamente! Soy incapaz de decirle si era alto o bajo. Apenas entreví una sombra entre los destellos del tiroteo. Intenté ver su cara. Se dio la vuelta para huir y no pude distinguir su perfil. Su cabeza era redonda y lisa como si llevara una media o un pasamontañas. Quizá fuera una falsa impresión, la verdad es que no estoy muy seguro, pero eso fue lo que me pareció durante unos segundos.
Gira de una pieza hacia la Esfinge, con los ojos desorbitados.
– ¿En qué país vivimos, señor Hocine?
– Estamos en Argelia, señor Thobane.
– ¿Y desde cuándo, en esta tierra, hay armas al alcance de cualquiera? Que yo sepa, aparte del caso Bulfred, que dio que hablar lo suyo en los años sesenta, jamás han pillado por aquí a un golfo con un arma. No irá usted a decirme que nos han invadido los colombianos.
– Seguro que hay una explicación para esto, señor Thobane.
– Más vale que me la dé.
– La tendrá usted, señor.
En ese momento llega el ministro del Interior, tan desconcertado que tropieza con la alfombra y está a punto de medir el suelo.
– Acabo de enterarme del tremendo desastre -empieza diciendo con voz despavorida-. Espero que no esté usted herido. ¡Dios mío! No es posible. ¿Quién se habrá atrevido a atentar contra Hach Thobane?
– Eso es usted quien tiene que decírmelo, Reda. Usted y nadie más. Si no, le prometo que jamás se volverá a oír hablar de usted.
El ministro se queda como fulminado, como si el cielo se le hubiera caído encima. Se pone rojo, y luego gris, antes de verse invadido por una enorme tristeza. Tras varias pasadas raspándole el gaznate, la nuez se le detiene justo en mitad del cuello. Durante un momento, viéndole titubear, me parece que se va a caer redondo.
Asqueado por el servilismo de unos y la inconsistencia de otros, me apresuro a reunirme con mis hombres en la calle.
Cuando regreso a casa, ya muy avanzada la noche, Mina me está esperando en el salón, con los ojos entumecidos. La falta de sueño junto con las tareas domésticas acabarán derrengándola. Pero percibo su alivio al verme llegar sano y salvo.
– ¿Es verdad que han disparado contra un ministro?
– ¿Sabes qué hora es? ¿Por qué no estás en la cama?
– Han estado hablando del atentado en la radio. Hasta el locutor estaba temblando. ¿De qué va esta historia? Desde Khemisti, aquí nunca se ha disparado contra un ministro.
– Es mucho más que un ministro. Se trata casi de una deidad. No ha muerto. Se han cargado a su chófer.
Mina se golpea el pecho, espantada.
– ¡Dios mío! Si, además de todas las desgracias que se nos vienen encima, empiezan a tirotear a la gente…
– Esto no es el fin del mundo, Mina. Ahora te metes en la cama y te callas. Tengo la cabeza a punto de estallar.
Mina comprende que no estoy para bromas. Se levanta tambaleándose.
– Te voy a calentar la cena.
– No es necesario. Lo que sí me apetece es tomar un baño.
– Esta noche tampoco ha llegado agua al barrio.
– ¡Otra vez!
Mina abre los brazos.
Cuelgo mi chaqueta en el perchero para mantener la calma. Una vez en la cama, dejo de pensar para recapitular mentalmente lo que ha ocurrido esta noche. Al cabo de unas cuantas piezas, el puzle empieza a resultarme pesado. Demasiado agotado por las horas extra, pongo las manos bajo la nuca y cierro los ojos. Mina se mueve a mi lado y nuestra vieja piltra gime ahogadamente. Sé que no se dormirá antes que yo.
A las seis de la mañana ya estoy de pie, no del todo repuesto de mis insomnios pero decidido a sacarle el mayor partido posible al día. Tras un desayuno con mucho azúcar, empiezo por el número 7 del Camino de las Lilas. Quiero volver a inspeccionar el lugar del atentado ahora que estoy más descansado, por si la luz del día me revela lo que la negrura de la noche me ocultó. La víspera me fijé en dos vecinos, un joven y una anciana, que no dejaban de intercambiar miradas de fastidio cada vez que un polizonte los rondaba. Creo que debieron de ver algo.
El día se presenta espléndido. Ni una dichosa nube fastidia la pureza del cielo. Detrás de la colina, el sol promete superarse. Hoy es viernes y las calles, en este fin de semana musulmán, están desiertas. El traqueteo de mi Zastava rebota pomposamente contra los edificios, otorgando al silencio matutino una especie de gallardía que no estoy dispuesto a asumir. Atravieso varios barrios sin ver un solo bicho viviente. Hasta los semáforos están en intermitente. Llego a Hydra en menos de veinte minutos, sin mirar siquiera las villas señoriales que expiden un sentimiento de beatitud extrema. Aquí la gente no folla sino que se dan placer. Representan lo que la burguesía argelina ha conseguido con mayor éxito, a la sombra de las mimosas y de la impunidad. Para un buen creyente como yo, cruzar estos espacios es hacerse una idea del edén que le espera a uno post mortem. Me sorprendo prometiéndome seguir siendo honrado, cumplir con mis cinco oraciones diarias a rajatabla, jamás despotricar del prójimo, etc.
Cuando llego al Camino de las Lilas, mis ensueños se esfuman, huyen despavoridos. No podré inspeccionar el lugar estando más descansado. Hay un montón de gente a la altura del número 7, pisoteando el escenario del crimen y comprometiendo mis posibilidades de toparme con un indicio intacto. Los dos furgones de la víspera siguen ahí. Otros coches han llegado después; algunos, grandes como paquebotes, están cruzados en las aceras. Un policía de paisano me ordena que dé media vuelta. Me presento, pero no hay nada que hacer, no queda un puñetero sitio para aparcar mi cacharro. Decido abandonar mi Zastava de cualquier manera y seguir a pie.
Quien me intercepta es el comisario Dine, del Observatorio de los Servicios de Seguridad, el equivalente del FBI en Estados Unidos. Se estaba tomando tranquilamente un vaso de café en su coche cuando me vio. Abre la puerta y me pide que me acerque. Observo que ha echado tripa y que su traje tiene un toque más sofisticado de lo habitual. Deduzco que está empezando a sacar partido de sus nuevos galones.
– ¿Qué andas buscando por aquí? -me pregunta saliendo de su asiento.
– Anoche se me extravió la moral por aquí. He venido a ver si quedan algunas migajas.
Suelta su carcajada de cachondo mental y me sepulta entre sus brazos.
– Siempre me alegra mucho verte, Brahim. Me he topado antes con tu inspector Serdj y le he preguntado por ti. Me dijo que te fuiste cinco minutos antes de que yo llegara.
– ¿Estás aquí desde las cuatro de la mañana?
– Todo el mundo está aquí desde la noche de los tiempos. Han atentado contra Thobane, amigo mío. Tratándose de gerifaltes de esta envergadura, hay que proclamar el estado de alarma general en el país. El ministro acaba de largarse. Ha organizado personalmente todo el dispositivo. Todos los servicios están en pie de guerra y las patrullas están registrando a fondo la ciudad. Esto, ya entre nosotros, me parece un excelente ejercicio. Después de tanto tiempo tocándonos las narices, nada como un buen susto para espabilarnos. ¿A ti cómo te va?
– Tal como van las cosas.
Me agarra por el codo y me aparta de oídos indiscretos.
– ¿Qué pasa aquí, Brahim?
– Ni idea.
– Es la primera vez que se agrede de este modo a una deidad nacional.
– Hay una primera vez para todo. Ya que se ha recurrido al OBS, entiendo que la investigación ya no compete a la Central.
– ¿Tú crees que Hach Thobane va a confiar este asunto a la morralla? No se ha movilizado exclusivamente al OBS; además, para que se sepa lo que es bueno, el patrón de Investigación está dentro del chalé, haciéndole la pelota al zaím. Hace una hora salió para echar una bronca a sus hombres. Ni te cuento. Está pasando el peor rato de toda su jodida carrera.
– Supongo que, en vista de la que se ha montado, algo se sabe ya.
– Aún no se ha confirmado, pero al parecer están a punto de detener a un sospechoso. Los muchachos de Investigación han encontrado una media de mujer no muy lejos de aquí. Se supone que es la máscara que el asesino llevaba cuando la agresión. Los casquillos que se han recuperado provienen de una Beretta 9 mm, idéntica a la que usa la policía.
– ¿Mis hombres siguen ahí?
– Les han dicho que se vayan. Esto es un asunto de Estado. Todavía no nos han dado instrucciones claras, pero, con toda seguridad, va a intervenir el OBS con los medios técnicos del Servicio de Investigación.
– Supongo que ya no pinto nada por aquí.
– Ya nada te obliga.
– ¡Menuda suerte! -digo, chasqueado-. Esta tarde podré ir a la mezquita a rezar.
– También podrás dormir como un lirón, si te apetece.
El ambiente que reina en la Central está en las antípodas de la tremenda agitación del Camino de las Lilas. El edificio está como aplastado por un enojoso silencio. En la entrada, el policía de guardia opta por atarse los zapatos cuando paso en vez de saludarme. No hay el menor jaleo por el pasillo. Cierto que es viernes, pero tampoco es para tanto. El ruido de mis pasos resuena por los pasillos como disparos lejanos. Me pregunto si habrán evacuado el local por una alarma de contaminación.
Empujo la última puerta con que me topo. Ahí siguen los subalternos, fingiendo trabajar tras sus máquinas de escribir.
– ¿Todo va bien?
– ¿Y por qué no iba a ir bien, comisario? -me replican.
¡Pues bueno! Cierro la puerta y me dirijo hacia mis cuarteles, algo menos estresado.
Baya está de vacaciones, la sustituye un joven en prácticas. Como es muy ambicioso, trabaja con tesón en los crucigramas de su periódico. Al verme aparecer ante él, pega un bote como si fuera un muelle y por poco echa abajo las estanterías que tiene a sus espaldas.
– Con cuidado, muchacho, que apenas acabas de llegar y el presupuesto ya no da ni para el café de la mañana.
– Lo siento, comisario.
Observo que está a punto de desfallecer. Le sonrío para que se recupere del susto y cambio de tema:
– ¿Ha llamado alguien?
– Nadie, señor… El inspector del tercero vino a preguntar por usted.
Lo dejo ahí plantado y me meto en mi despacho.
Apenas me da tiempo de abrir mis cajones y ya me está llamando el director. No reconozco su voz. «Sube rápido», jadea. Por tres veces intenta colgar.
Me lo encuentro ante su mesa de operaciones, en mangas de camisa, la corbata aflojada y la cabeza entre las manos. Muchas veces ha pasado noches en blanco en su despacho sin descomponerse. Esta mañana parece totalmente perdido. Se revuelve y se agarra el pelo nerviosamente, como si se lo quisiera arrancar. En la otra punta de la sala, de pie contra el ventanal, con los dedos enlazados a su espalda, Bliss observa la ciudad. Su rigidez me eriza la nuca.
– Señor director -digo.
El jefe parece estar oyendo voces. Levanta la cabeza, mira a su alrededor, alelado, y luego me ve como entre la niebla. Tarda en reconocerme, se mueve con torpeza.
Los brazos se le desploman y, tras ellos, la barbilla sobre el teléfono.
– ¿Se encuentra usted indispuesto, señor director?
– ¡Y tanto! -masculla Bliss sin darse la vuelta.
– ¿Por qué no me ponéis al loro?
– Ponte tú solo, Brahim Llob. Esto es un siniestro total, que se puede llevar por delante todo lo que hemos ahorrado en estos años, y también nuestros proyectos.
El director consigue serenarse. Se limpia el sudor con la corbata, respira hondo y me pide que me siente.
– Ha ocurrido algo terrible, Brahim -me anuncia con la voz entrecortada-. Terrible, terrible, terrible. Y lo peor es que me va a caer encima a mí. ¿Qué le he hecho yo al Todopoderoso para merecerme esto, a mi edad, con una hoja de servicios ejemplar?
Bliss comprende que el jefe no está en condiciones de soltar prenda. Gira sobre su eje y se acerca a mí.
– Acaban de detener a un sospechoso. Resulta que es un oficial de la Central.
– ¡No! -suelto despavorido.
– Sí… los muchachos de Investigación lo han enchironado hace una hora.
– No es posible, seguro que es un error. Lino jamás haría algo así.
– ¿Ves? -gime el director-. A ti también se te ha escapado. Ha bastado con que hable de un oficial de la policía para que le pongas un nombre. Llevo un rato intentando convencerme de que se trata de un error, de que jamás uno de mis hombres se atrevería a arrastrar así, por el fango, a la institución… Y sin embargo, señor comisario, a quien acaban de encerrar es efectivamente al teniente Lino, de la sección criminal. Es sospechoso de haber atentado contra la vida de Hach Thobane y asesinado a su chófer.
Ya apenas oigo los gemidos del director, tampoco consigo contener las convulsiones que me asaltan las manos, las mejillas, las entrañas, la espalda. De repente, la noche se apodera de la sala antes de anclarse en mi interior. Con la garganta reseca y las sienes zumbándome, me voy quedando sin respiración.
Bliss me mira con desprecio.
Tengo la impresión de haber encogido a la altura de sus pies.
Al día siguiente pido ver a Hocine la Esfinge. El servicio de guardia de Investigación me comunica que tiene una cita fuera. Acudo a su secretario, Ghali Saad. Éste se lo piensa un momento antes de citarme en su despacho a una hora que a mí me viene bien. Más o menos a mediodía. Necesito estar seguro de que todo el personal está en la cantina para poder hablar con Ghali sin que nos molesten.
A las doce y diez no queda un pelmazo por los pasillos ni un rezagado por los despachos. Llego hasta la puerta de la secretaría y la golpeo. No hay respuesta. Espero treinta segundos y repito. Nada. Sin embargo, los chicos de la recepción me han asegurado que el señor Saad no ha salido del edificio. Además, cuando el señor Hocine El-Uahch está fuera, su secretario particular tiene prohibido hasta darse un garbeo por los pasillos. Si no viene a mí, iré yo a él. Abro la puerta y echo una ojeada a la sala. Nadie. Cuando estoy a punto de retirarme, oigo un chillido agudo detrás de una puerta oculta, que empujo lentamente. Primero veo por el suelo una falda y unas bragas de encaje, luego una chica medio en pelotas tumbada boca abajo sobre una mesa, con las nalgas generosamente abiertas mientras Ghali Saad, con el pito a modo de termómetro, le toma la temperatura.
Abrumado por el espectáculo que acaba de echar a perder mis abluciones, me apresuro a regresar al pasillo en espera de que me silben.
Al cabo de cinco minutos, la chica sale del despacho y se pierde por el pasillo. Me parece oportuno esperar otros cinco antes de anunciarme.
En plena forma tras su sesión de gimnasia, Ghali me recibe con cierta condescendencia.
– Lo siento por la Central -dice-. Este asunto va a afectar a su reputación durante un tiempo. Seguro que van a rodar cabezas, y esto es sólo el principio… Me he enterado de que no paran de hacerle perfusiones a vuestro director desde que han detenido al teniente. Me da pena. Es un buen chico y no se merece esto.
– Se trata de un lamentable malentendido.
– Ésa no es la opinión general.
– Eso es un disparate.
– Ten cuidado, Brahim, que están llevando el caso nuestros mejores sabuesos.
– No tiene sentido.
Ghali me pide que conserve la calma y se sienta en el pico de su mesa. Echa los labios hacia atrás, balancea un momento la barbilla para reflexionar y dice:
– No te oculto que se sospechó de él desde el principio.
– ¡No me digas!
– Todas las pistas conducen a él. Tu teniente es mal perdedor. No ha superado su fracaso amoroso con Nedjma, la amiguita de Thobane. Todos los testimonios coinciden, convergen sobre él y lo acusan. Sacó su arma en el Sultanato Azul y amenazó al personal del restaurante, así como a la clientela. Tras este escandaloso incidente, se perdió por ahí para pillarla, hasta que acabó en el hospital. Está claro que la cura de desintoxicación no ha dado resultado. Apenas recuperado, se volvió a perder por los tugurios. Cuando no se lía a hostias, hay que recogerlo por las alcantarillas como si fuera un vagabundo. Todos los informes que nos han llegado lo tachan de depresivo e imprevisible.
– No era más que cabreo, una decepción mal asimilada. Lo conozco, es un bocazas, pero no pasa de ahí. Grita mucho porque no sabe llegar hasta donde alcanzan sus gritos. Además, no es un golfo…
– En cualquier caso, poco le falta. En mi opinión, se la tenía jurada a Thobane. No paraba de darle vueltas al asunto, y sus borracheras explican sus intenciones. Estaba claro que acabaría metiendo la pata.
– Haz el favor de no enterrarlo tan pronto. Quien te oiga pensará que ni siquiera hace falta un juicio para pasarlo por las armas.
Se levanta para darme a entender que ya me ha concedido bastante tiempo. Me niego a dar mi brazo a torcer:
– Tengo que hablar con él. ¿Dónde está? ¿Dónde lo han encerrado?
– Me temo que eso es imposible, Brahim. El teniente está siendo interrogado por la cúpula de la jerarquía.
– No permitiré que se lo carguen. Esto es un malentendido. Es verdad que el asunto, tal como se presenta, no lo favorece nada, pero Hach Thobane tiene otros enemigos.
– Totalmente de acuerdo, salvo que ninguno ha ido dejando sus huellas por ahí. Tu teniente, sí.
Frunzo el ceño.
– ¿Es decir?
Ghali me agarra por el hombro y me empuja con amabilidad hacia la puerta.
– De los cinco casquillos recuperados allí mismo, tres no servían para la investigación, por distintos motivos, pero los otros dos estaban intactos. Llevaban las huellas del teniente Lino.
Otra vez, en el espacio de veinticuatro horas, siento como si el cielo -el cielo entero, con sus tormentas, sus oraciones, sus cometas y sus sondas espaciales- se me cayera encima.
Aparco mi trasto en una esquina y me cuelo, entre el gentío, en la plaza de los Tres Relojes. Hace una temperatura agradable y los cafés están atestados. A menudo me he preguntado qué sería de nuestro país si, por una cabezonada, una fatwa o un decreto presidencial, mandaran cerrar todos los cafés. En otros tiempos, uno se topaba con algunos cines, algún que otro teatro, y corros alrededor de un charlatán o de un saltimbanqui. No es que fuera para morirse de gusto, pero tampoco estaba mal. Una gracia por aquí, un rato de diversión por allá, y al menos, cuando se regresaba al cuchitril, no se tenía la impresión de hacerlo con las manos vacías. Hoy, aparte del café, donde la gente se mira con hostilidad, ya que no es capaz de hacerlo de frente, por todas partes se topa uno con el mismo sentimiento de nulidad. Por mucho que uno rectifique sus muecas ante los escaparates, por mucho que intente creerse que ya no son las mismas caras las que tiene ante sí, no hay manera de que se le pase el disgusto. Uno se pasea por la ciudad y ésta se zafa y lo aísla; lo deja más solo en medio de la muchedumbre que una mosca muerta en un hormiguero.
Incapaz de superar el desasosiego que me invade, me sorprendo conduciendo a tumba abierta por la Moutonnière. No recuerdo cómo he conseguido huir del barullo de Bab El Ued ni cómo he sido capaz de sortear la frenética circulación en hora punta. En Argel las nueve de la mañana son ya hora punta. Por el permanente estruendo de cláxones y refriegas entre conductores, cualquiera diría que la gente trabaja en su coche.
Por la ventanilla bajada me llegan a la cara ráfagas de viento que poco a poco me van reanimando. Para empezar, intento ubicarme. Vengo por el este, como si regresara del aeropuerto. ¿Dónde me había metido? No tengo ni zorra idea. El mar está en calma y, repantigada en su bahía, Argel le hace ascos a sus miserias. Aprovecho que la velocidad se va moderando para echarme a un lado y aparcar donde puedo; bajo para desperezarme al sol y, con los zapatos en la mano, camino por la arena húmeda de la playa cuidando de no cortarme las plantas de los pies con un casco roto de botella. Algunos jóvenes desocupados pululan por grupos, unos volubles y otros meditabundos. Como el relente de los bulevares les vicia el alma, vienen acá para aplacar su amargura. A la sombra de un barco encallado, dos diminutos chavales se meten por la nariz alguna porquería para aguantar el tirón. Ya desahuciados con doce años, no esperan nada de su infancia ni de la vida. Como por aquí no se aventura la pasma, se dedican a esnifar pegamento y a envenenarse con brebajes impensables con la esperanza de acelerar el desgaste de las últimas amarras, antes de alcanzar por fin el nirvana.
Me siento sobre una duna, enciendo un pitillo y contemplo el mar. A lo lejos, unos barcos esperan con paciencia que algún pez gordo confunda su ancla con un anzuelo. Las gaviotas revolotean, como un enjambre de muecas, sobre las olas. Me apoyo sobre un codo y me dejo arrastrar por la desolación.
El dire sigue igual de destrozado. Hasta un sauce llorón le aventajaría en brío. Derrumbado tras su mesa de despacho, con unos medicamentos al alcance de la mano, se le nota que ya no da para más. Ha vuelto a fumar. Antes, y sólo alguna que otra vez, para relajarse tras un buen almuerzo, como mucho se fumaba un buen puro, preferentemente habano para cumplir con su condición de rentista de la república. Esta noche chupetea unos pitillos negros proletarios, probablemente para ir acostumbrando al cuerpo a los duros tiempos que se avecinan. Ya se ve destituido, sin un céntimo y con las tarjetas de crédito confiscadas. No resulta fácil volver a pisar la tierra cuando se ha vivido sacando pecho a lomos de una nube. Casi me da pena.
En Argelia, cuando te desplomas desde tu pequeño imperio por una de esas trampillas, hasta el más negro abismo se te hace pequeño. El dire lo sabe de sobra. Ha visto a compañeros suyos caer rodando desde su Olimpo de privilegios y convertirse en guiñapos cacoquímicos. Ahora se imagina a su vez caído en desgracia, sin protector ni amigos -pues los amigos tienen esa enojosa manía de esfumarse cuando se presagia un descenso a los infiernos-. No para de darle vueltas al tema, con las tripas encogidas y la náusea a flor de boca. Ya no soporta la mirada de los demás, ni su silencio; ya no se soporta.
Se ha quitado la camisa y está en camiseta, empapada de sudor frío. Tiene erizado el vello canoso de sus hombros, los ojos hinchados y la boca arrugada. Su cara parece una máscara mortuoria.
Está con otros cargos superiores, que han venido para acompañarle en su desdicha. Bachir, de la célula científica, una eminencia gris que se pasa la vida en el sótano de la Central bregando como un mulo. Es la primera vez que lo veo en el tercer piso. Ni él mismo parece saber lo que está pintando en esas alturas del edificio. Desterrado, se encoge en su sillón e intenta pasar desapercibido. A su lado, el teniente Chater, jefe de la sección de intervención especial, contempla un cuadro firmado por Denis Martínez. Se limita a hacerme una pequeña señal con la mano y vuelve a replegarse tras su bigote. Frente a él, visiblemente a disgusto, el informático Ghauti tiene puestos sus interrogantes en remojo. Un poco más allá, Bliss se examina las uñas.
– ¿Cuánto va a durar el velatorio? -pregunto con cara de asco.
El dire aplasta su colilla en el cenicero. No parece haberme oído.
– ¿Me ha conseguido el permiso para ver a Lino?
– Siéntate, Brahim.
– ¿Me lo ha conseguido o no?
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con él. Es el único que puede aclararnos este asunto.
Bliss esboza un meneo de pestañas.
El dire agarra un nuevo pitillo, le da varias vueltas entre los dedos, como ausente, y luego se lo lleva a los labios. Ghauti se levanta y le tiende su mechero. El dire pega una interminable chupada, suelta el humo por la nariz y su mirada se derrumba sobre mí.
– Pierdes el tiempo, Brahim. A nuestro teniente Lino le ha caído tal cantidad de mierda encima que nos va a salpicar a todos. Una vez verificados los datos, queda confirmado: las huellas de los casquillos son efectivamente las suyas.
– ¿Qué dice balística?
Bliss se levanta de un bote. Con las manos en los bolsillos, pasa por detrás de mí y se planta junto al director. Dice:
– Balística espera que aparezca el arma para pronunciarse. Ahora bien, nuestro teniente declara que ha extraviado su pipa. No recuerda dónde la ha perdido o dejado olvidada. Se ha registrado su casa, y nada.
Aprovecha mi turbación para darme la estocada.
– Llob, el exceso de coincidencias va minando el terreno de la casualidad. Lino no nos deja ningún margen de maniobra para que le saquemos del atolladero en que se ha metido. Ya sólo le queda confesar, para que así podamos volver a casa. Ni siquiera tiene coartada. Fíjate qué mala pata. La noche del atentado nuestro teniente estaba colocado. Dice que estaba por ahí empinando el codo. ¿Dónde? ¿En casa de quién? No lo recuerda. Dice que ha perdido su pipa. ¿Dónde? ¿Cuándo? Se rinde, ni siquiera lo sabe. He ido personalmente a Bab El Ued con la esperanza de dar con uno de esos insomnes, por si lo hubiesen visto la noche del atentado. No le ha visto ni un gato. Este asunto es demasiado turbio como para que Lino quede limpio de las sospechas que recaen sobre él. Con el expediente que tiene, a ver quién le salva el pescuezo.
Voy con Serdj al barrio de Sustara para ver a Sid Alí, un poli retirado que ahora tiene un figón. A veces se juntan allí algunos compañeros para tomarse tranquilamente unas copas en su trastienda, lejos de los chivatos. Como Lino conoce el lugar, pienso que hay que empezar por allí. Quizá le consigamos una coartada.
Sid Alí separa sus aletas de cachalote al vernos llegar. Me suelta un par de besos con sus gruesos labios salivosos.
– ¿Qué le pasa a un poli cuando ve un pedazo de madero? -me suelta.
– No lo sé.
– Que se le hace la boca agua.
Al comprobar que su acertijo me deja impávido, recoge sus pestañas en gesto de consternación.
– Brahim, si has perdido tu sentido del humor, es que la cosa va mal.
– Si quieres que te diga la verdad, estoy fuera de órbita -le confieso-. ¿Has visto a Lino estos días atrás?
Sid Alí se aprieta las sienes con el pulgar y el índice para intentar recordar. Durante cinco segundos, su bigote de escobilla palpita bajo su abultada napia. Me agarro a sus labios, cual náufrago a su tabla de salvación, y rezo para que se le ilumine el rostro. Muy a mi pesar, niega con la cabeza, hundiéndome un poco más en la desesperanza.
– Es muy importante -le animo.
– Hace semanas que no lo veo. ¿Qué ocurre? ¿Ha desaparecido del mapa?
– Está de mierda hasta el cuello, y tengo que saber con exactitud dónde se ha metido estos últimos días, con quién estuvo y, sobre todo, qué hizo la noche del jueves al viernes.
– No me gusta nada el tono de tus palabras, Brahim. Espero que sólo se trate de una escapada.
– Es algo más que una deserción, pero ahora no estoy para contártelo. Tengo que saber dónde se ha metido estas noches pasadas. ¿No se te ocurre nada? A veces venía por aquí para echar unas copas.
– Sólo cuando estaba tieso. Ya no le queda crédito aquí. Desde que he empezado a darle la bulla por la pasta que me debe, ni aparece. Pero sé de un tugurio donde recala de cuando en cuando. Allí el vino está menos adulterado que el mío, y las fulanas son legales, no como aquí.
Serdj saca su cuadernillo para tomar nota.
– ¿Está lejos?
– A una decena de calles de aquí, frente a la antigua fábrica de gaseosa. Primero cogéis por la izquierda y, a la salida de la rotonda, seguís por la antigua avenida. Cuando lleguéis delante de la fábrica, tomad a la derecha. La calle se llama Hermanos Murad.
El callejón sin salida Hermanos Murad se parece a su historia, una auténtica pocilga. Tiene una calzada ancha, cubierta con adoquines seculares, unas aceras altas y las fachadas agrietadas. Sus casuchas datan de la era otomana, achaparradas y sombrías bajo unos tejados ruinosos. El bar se encuentra en un ángulo cerrado, escudado tras un cartel desvaído donde, con algún esfuerzo, se puede descifrar El gato negro. En tiempos del reinado del dey, era un hammam * donde los dignatarios turcos iban a soltar grasa. Tras la invasión de julio de 1830, los soldados franceses, envalentonados por su conquista, lo convirtieron en burdel de campaña. Tuvo una larga carrera como casa de citas, con sus grandes orgías, crímenes pasionales y buenos sifilazos antes de que el FLN lo cerrara a tiro limpio, durante la batalla de Argel. Así se mantuvo hasta el final de los años sesenta, cuando lo arrendó una vieja prostituta. Tras una serie de asesinatos, lo volvieron a cerrar. Hoy en día es un tugurio clandestino, tan siniestro como la pinta de su clientela, con un mostrador que más parece una trinchera y tenebrosos rincones.
Como cierra de día, espero la noche para darme una vuelta por allí. Serdj viene conmigo, por motivos de seguridad. Porque eso de meterse solo de noche en un callejón sin salida no puede sino dar a los borrachos contumaces un montón de ideas escabrosas.
El cachas que custodia la entrada tiene una cara de cabreo permanente. Al menor lapsus, seguro que se le dispara el puño. Mi placa de madero no le impresiona lo más mínimo. Se aparta con desgana para dejarnos pasar.
Serdj no puede disimular su malestar. El lugar le repugna profundamente. Una decena de individuos andan desperdigados por la sala, algunos en compañía de fulanas y otros dándole palique a sus propias alucinaciones. Un anciano vestido con mono de trabajo se ríe mientras juguetea con sus manos. Al vernos entrar, abre su boca desdentada y nos señala con el dedo. En la barra, un negro gigantesco inclinado sobre su vaso, con unos hombros como murallas.
El barman pasa el trapo a su alrededor, con un palote de regaliz entre los dientes.
– Aquí no se fía -dice al ver mi placa.
– Me viene bien, lo que quiero es enmendarme.
Serdj interviene para evitar que se arme antes de tiempo:
– Un colega nuestro, el teniente Lino, suele venir por aquí. Queremos saber si ha venido a copear estos últimos días.
El barman cuelga por ahí su trapo y, como si no existiésemos, se va a charlar con un cliente a la otra punta del mostrador. Serdj le sigue, tranquilo y cortés:
– Es grande, moreno, más bien guapo, y viste muy a la moda.
El barman sigue charlando con su cliente. Su descaro me subleva. Cuando regresa en busca de una botella, lo agarro por el cuello y lo atraigo hacia mí.
– Estamos hablando contigo, maricón.
Mi embestida no le inmuta; me mira fijamente con desprecio y dice:
– Tío, que apenas quedan planchas en el país.
– ¿Y qué?
– Que tus sucias manazas están arrugando el cuello de mi mejor camisa.
Comprendo por su mirada que no podré sacarle nada. Le empujo hacia sus estanterías. En ese momento, el negro gigantón menea su carcasa y se me enfrenta peligrosamente.
– ¿Tú de qué vas, idiota?
– Déjalo, Musa -le dice el barman-. Es un polizonte de mierda.
Pero Musa, cada vez más encima:
– ¿Un polizonte de mierda? ¿Pero dónde coño estoy, en comisaría?
– Estás en tu casa -le señala el viejo mellado-, en El gato negro. Es el polizonte de mierda el que no lo está.
Musa me domina desde sus hechuras de ogro. Su nauseabundo aliento se me viene encima hasta casi asfixiarme.
– ¡Aquí no pintas nada, tú, asqueroso madero! ¿Acaso estamos haciendo pintadas sobre nuestra hartura en los muros de la república? ¿Acaso nos estamos manifestando por las calles, o haciendo una huelga de hambre, o despotricando contra el sistema corrupto que nos gobierna?
– Sólo estamos tomándonos una copa -añade el viejo-. No molestamos a nadie.
– ¿Entonces por qué viene a darnos por culo este polizonte de mierda? ¿Por qué no nos deja tomar una copa en paz?
– Déjalo, Musa -dice el barman sin insistir demasiado.
Musa se tambalea. Tiende el brazo hacia la puerta:
– ¡Aire!
Me agarra con el otro brazo por el cuello de la chaqueta y se dispone a catapultarme por la sala. Entonces giro en seco, desequilibrándolo un poco, doy un paso atrás y le meto con todas mis ganas una patada en la entrepierna. Mi técnica pilla de sorpresa al coloso de ébano, cuyos ojos saltones se le desencajan al tiempo que se cubre las partes con las manos y cae de rodillas, con un dolor que le desfigura la cara:
– Este hijoputa me ha reventado los huevos -gime.
– Lo siento -contesto-, creí que los tenías de bronce.
Seguimos buscando por varios bares sin conseguir nada. Hacia la medianoche, Serdj se rinde.
– No damos pie con bola, comisario. Será mejor que busquemos por otra parte. Sin Lino no vamos a parar de dar vueltas en vano.
– ¿Qué propones?
– Tiene usted a alguien en el Observatorio. Podría echarnos una mano.
– ¿Te refieres al comisario Dine?
– ¿Por qué no?
El comisario Dine se ha quitado de en medio. Aún no ha regresado, me repite su secretaria con voz monocorde. Está en el trabajo, me dice su esposa. O sea, que intenta escaquearse. Pero yo no soy de los que sueltan la presa así como así. Conozco a mi hombre, tiene sus costumbres y por ahí es por donde lo pienso pillar. Dine le da a la botella. Por las noches, antes de volver a casa, se mete en el Lotus y se toma dos o tres cervezas. Le pillo en la barra lamiendo la espuma de su brebaje. No le hace gracia descubrirme detrás de su hombro.
– ¿Te persigue el diablo o qué?
– Así es el trabajo, Brahim. Mi secretaria me ha pasado tus mensajes.
– Podías haberme llamado.
– No me he atrevido.
Recoge su vaso y me lleva a un rincón discreto del fondo de la sala.
– ¿Por qué no te has atrevido?
– No nos andemos por las ramas. En estos momentos, nadie está localizable. Nadie quiere saber nada. Si quieres mi opinión, deja que las cosas sigan su curso. Sé hasta qué punto te importa Lino, pero en este caso no da la talla. Tampoco la dan los que pretenden demostrar lo contrario. Éste es un asunto muy chungo. El hecho de que no haya por donde cogerlo da a entender que, de una manera o de otra, se encontrará uno con un nido de víboras. Metes el dedo y pierdes el brazo. Somos viejos amigos, las hemos pasado moradas, hemos tocado fondo juntos y nos hemos llevado algunas satisfacciones. Esta vez no es lo mismo. Se trata de Hach Thobane, y eso no es moco de pavo.
– No es Dios.
– Dios es clemente y misericordioso, Brahim. Hach Thobane jamás perdona una.
Le miro directamente a los ojos.
Rehúye mi mirada e intenta ahogarse en su vaso de lo mal que lo está pasando.
– Para mí, no es más que un cabrón con mucho morro.
– Lamento no ser tan inconsciente como tú. Yo me cago encima con sólo pensarlo. Eso, por si te interesa mi opinión.
– La mía me basta.
Dine deja de manosear su vaso y me mira de frente.
– ¿Qué quieres, Brahim?
– Recuperar a mi teniente.
– ¿Cómo?
– Se lo han llevado a los locales del OBS.
Se le sobresalta un pómulo, que casi le cierra el ojo.
– ¿Quieres que me maten?
– Quiero hablar con mi compañero de equipo. Apáñatelas para que lo pueda ver. Te prometo que no tardaré.
Traga saliva, mira a su alrededor para asegurarse de que nadie nos ha oído y añade con un temblor en la nariz:
– Lo que me estás pidiendo es pura locura. Primero, Lino no está en nuestros locales; luego, aunque estuviera, no te llevaría hasta él. Eso no es bueno ni para ti ni para mí. Te recuerdo que tu teniente se ha metido con…
– Es inocente -le interrumpo.
– Hach Thobane está convencido de que ha atrapado a su «hijoputa».
– Me cago en él.
– Pues eres el único.
– Te digo que no es más que un cabrón con mucho morro. En este país hay leyes. Y también procedimientos judiciales.
Dine alucina conmigo.
Respira hondo para recuperarse un poco, se inclina hacia mí y me grita:
– ¿De qué leyes me estás hablando, y de qué procedimientos?
Su grito se estrella contra las paredes y deja un inmenso vacío en la sala. Todas las caras se vuelven como una sola hacia nosotros.
Dine se reajusta la corbata, se pasa una mano trémula por la cabellera y espera que regrese la confusión de voces para confiarme:
– No vas a decir a un verdugo cómo tiene que ponerse la capucha, Brahim; a ti no te voy a dar lecciones. Sabes muy bien cómo funciona el país. Nuestras estupendas carreras se pueden ir al carajo con un simple chasquido de dedos. Más que de un hilo, aquí la vida pende de una llamada telefónica. ¿Qué me estás contando a mí? Aquí no hay Carta Magna ni Constitución que valgan, ni ley ni equidad. Si nuestra justicia lleva una venda en los ojos, es porque le da vergüenza mirarse a la cara. No servimos a un país, sino a hombres. Dependemos del humor que tengan y nos atenemos a su santa voluntad. Siento el mismo pánico que tú, estoy muy preocupado por Lino. ¡Pero joder, ni siquiera se defiende! He conocido a tipos más duros que no han encajado los reproches de los gerifaltes. No habían matado, ni siquiera habían intentado cargarse a una mosca; lo único que pretendían era cumplir correctamente con su deber. Y como tanto celo resultó ofensivo para la jerarquía, se los follaron por delante y por detrás. Por lo que respecta a Lino, ha cometido un sacrilegio. Se enamora de la putita de una deidad, luego se pone en plan pistolero del oeste en el feudo de los capitostes y se niega a colaborar. O sea, que se condena a sí mismo. En cuanto a ti, Brahim, no es hinchándote como un globo como vas a conseguir medirte con Hach Thobane. Es un zaím, te guste o no, y hace y deshace a su antojo. Que nos cuente esas patrañas sobre su pasado de Gran Revolucionario, sosteniéndonos la mirada, no lo convierte en cabrón con mucho morro; eso sólo significa que muchos de nosotros no tenemos gran cosa que envidiarle en cuanto a moralidad.
Dine tiene razón. Quizá a Hach Thobane le dé algún día un derrame cerebral o se atragante con un hueso, y un montón de gente voceará sobre su tumba que la Historia no puede menospreciar a sus héroes. Los veremos convertirse en biógrafos oficiales, o en embalsamadores de momias, aun a riesgo de que los encierren vivos en el mismo sarcófago que a nuestra entidad faraónica. Y allí, una vez cerrada la tapa, por fin comprenderemos por qué a una patria tan prestigiosa como Argelia le queda todavía un buen trecho para salir del atolladero.
Intento detectar en la mirada de Dine un reflejo de esperanza. Mira hacia otra parte. Entiendo que mi presencia a su lado le tiene muy incómodo y, consecuentemente, que no puedo contar con él.
El pelirrojo cuenta que el sospechoso sacó su pistola y se lanzó sobre Thobane. Salvo que no se trataba de Thobane, sino de un suboficial del OBS disfrazado. No había caminado el sospechoso diez metros cuando se vio deslumbrado por unos proyectores. «¡Policía! -le gritaron por altavoz-. Estás rodeado. Suelta el arma y túmbate boca abajo.» Sorprendido, el sospechoso disparó primero hacia un proyector antes de que el falso Thobane lo alcanzara en una pierna. Cuando intentaba zafarse, se dio de bruces con el pelirrojo. «Era él o yo -dice el pelirrojo-. Cuando vi que me apuntaba, disparé.»
Cuando llegué al lugar, los sabuesos del OBS seguían dándose palmadas en el hombro, muy orgullosos de su éxito. Me llamó la atención. Había tardado entre diez y quince minutos en llegar. Creía ser el primer mirón, aparte de la gente que estaba en el restaurante y que ahora, asustada por el tiroteo, se agita en los escalones a distancia prudente. Una ojeada al teatro de operaciones me basta para convencerme de la inconsistencia de la puesta en escena: esto apesta a encerrona hecha con los pies, del tipo «puro formalismo»; además, la ambulancia está ahí, lo que demuestra que ya lo estaba antes.
Me acerco al cadáver. En efecto, tiene la cabeza reventada y empuña una Beretta 9 mm.
Es más de medianoche y me pregunto qué están esperando para acordonar el aparcamiento y proceder a las primeras investigaciones. El equipo no parece tener prisa en ponerse a trabajar en serio; en cuanto a los camilleros, están tranquilamente fumando dentro de su ambulancia, con las puertas muy abiertas.
Sigo de pie delante del fiambre, con las manos en los bolsillos. Una segunda ojeada me confirma que nuestro sospechoso eligió el peor lugar para montar su show. El panel tras el cual se agazapó apenas puede ocultar a un niño. En cuanto a los proyectores, dispuestos en torno al aparcamiento, hasta un miope se habría fijado en ellos. No sé por qué esta historia no me pone nada cachondo. Reconozco que siempre he tenido celos de los éxitos clamorosos del OBS, pero esta vez estoy seguro de que no tiene nada que ver.
– ¿Qué tal, Llob? -me susurra en la nuca el capitán Yusef.
– Buena caza -le digo.
– Así es. ¿Estabas en el restaurante?
– Andaba por aquí.
– ¿Y has venido a felicitarnos?
– Habéis hecho un buen trabajo. Casi como en las prácticas.
El capitán Yusef arquea una ceja, al acecho de alguna indirecta. Es un tío eficaz, cuando no temible. Trabajó para el Servicio de Investigación durante los años fríos con Marruecos antes de meter la pata en Francia cargándose a un oponente. Su nombre se publicó en un periódico parisino y hubo que quitarle de en medio durante una temporada, por Oriente. Cuando las aguas volvieron a su cauce, regresó a sus sótanos del OBS. Lleva los asuntos delicados que, de cuando en cuando, preocupan a las altas esferas.
Nos conocemos desde el asunto de los tres espías franceses que intentaron poner una bomba en el periódico del partido, allá por los años setenta. Por entonces yo era todavía inspector y él un joven oficial de mirada avispada y mente retorcida, a imagen de sus golpes. Yo estaba investigando la muerte de la dueña de un hostal. Los tres espías, dos argelinos y un pied-noir <emphasis>*</emphasis>, se habían alojado allí. De modo que, en un momento dado de la investigación, tuve que entregar el caso al oficial, pues ya no incumbía a la Criminal al haberse convertido descaradamente en una crisis diplomática. Yusef consiguió atrapar a los enemigos de la revolución. Como en este país no se reparten medallas, como premio lo mandaron a Europa. Tras ser expulsado de Alemania por coquetear con un grupo terrorista occidental, aterrizó en París dos años después. Allí un oponente le estaba tocando las narices al régimen a base de apariciones en la tele y visitas a las redacciones de los periódicos franceses para remover la mierda de la nomenclatura del FLN. Como no paraba de berrear y no dejaba que nuestros zaím se follaran a sus putas en paz, se pidió a Yusef que le cerrara la boca. Pero éste metió la pata al encargar ese trabajo sucio a un golfo de barrio: el matón no supo cerrar el pico, se lo contó a su amiguita, que no le vio la gracia y lo mandó a paseo tras un asunto de cuernos y de celos con una rival. Desde entonces, Yusef no ha vuelto a poner los pies en su antigua madre patria.
– ¿Se puede saber quién es el fulano que se está echando una siesta sobre el asfalto?
– No eres bienvenido, Llob. Ni tenemos nada que declarar ni, además, es asunto tuyo. Aquí sólo tienen derecho a estar los muchachos del OBS y los del Servicio de Información. Así que te vuelves a meter en tu cacharro y te largas sin mirar por el retrovisor. La Esfinge está a punto de llegar. Se mostró encantado cuando le dieron la noticia. Como te vea por aquí, le vas a aguar la fiesta y, por tu culpa, nos vamos a quedar sin caramelos.
Me contoneo in situ para calentarme.
– ¿Has visto su pipa? -le pregunto-. ¿No es una Beretta 9 mm?
– No se te puede ocultar nada.
– Lleva un chándal y un K-Way sin bolsillos.
– ¿Y qué?
– No resulta práctico para cargar con una pistola.
– Quizá la tuviera escondida por aquí.
– Quizá… Tampoco veo su linterna. El pelirrojo dice que vio cómo apuntaba hacia el Mercedes con la linterna.
– No hemos acabado el trabajo.
– Ya decía yo. Por lo que se ve, ibais tras él. Parece como si la trampa estuviese estudiada al milímetro.
– Lo cual demuestra que en la Central deberíais reciclaros.
– Soy demasiado viejo para volver al parvulario.
– Deberías jubilarte, Llob. Las cosas ya no funcionan como antes. Ya no vivimos en los árboles ni en cuevas.
Le sonrío para que observe hasta qué punto me gusta jugar limpio y, como si nada, vuelvo a la carga:
– ¿De verdad no quieres decirme quién es?
Creo que lo he ablandado, pues deja caer su labio superior y me confía:
– Aún no lo sabemos. Desde hace cinco días nos venían señalando con regularidad que un tipo raro andaba rondando al señor Thobane. Pero el dispositivo de seguridad que articulamos en torno a nuestro protegido mantenía al predador fuera de nuestro alcance. Cada vez que nos acercábamos, se volatilizaba. Así que se nos ocurrió un pequeño montaje para que picara. El sargento Kader se prestó a disfrazarse de señor Thobane. Fuimos tres veces al restaurante Marhaba para ver qué pasaba, reduciendo sensiblemente la vigilancia. Esta noche el pez ha mordido el anzuelo. Ahora que tenemos el cuerpo, no tardaremos en ponerle un nombre. Después, será coser y cantar.
– ¡Qué apasionante! Apuesto que un golpe tan magistral debe valer, tirando por lo bajo, un montón de caramelos. ¿Opinas que esto tiene algo que ver con el atentado del jueves? Porque, mira tú por donde, tengo a un oficial que ya tiene que estar apestando en vuestros calabozos y me muero por comprobar que no tiene nada que ver.
Yusef cruza los brazos sobre su pecho, como un cerrajero que no entiende cómo ninguna de sus llaves le abre la puerta. Sus labios articulan una mueca de aflicción.
– Llob, eres desesperante, como todos los gilipollas que se niegan a admitir que lo son. Recoge tus trastos y lárgate antes de que llegue la Esfinge. Se ha tirado una semana vomitando de pavor y, como se tope con la jeta que traes, seguro que devuelve hasta la primera papilla.
Levanto los brazos en señal de rendición y regreso hasta mi coche.
A una manzana de la Central hay un café donde, a veces, me refugio para evadirme un poco. La clientela está formada por una serie de abuelos en las últimas, y el camarero es tan lento que empieza a recordar los pedidos de la mañana a última hora de la tarde. Es un lugar deprimente, con un mobiliario putrefacto y el váter atascado, pero su terraza permite formarse una idea muy interesante de la regresión que afecta a nuestras capas sociales más desfavorecidas. Hace un par de décadas era una calle animada, todos los negocios funcionaban, las carnicerías estaban llenas y las amas de casa cargaban con espuertas repletas. Hoy, salvo una tienda de comestibles desvencijada y una lechería insalubre, reconocible por los tentáculos cremosos que se ramifican por la calle, el comercio está de capa caída y los monederos vacíos. Los escasos transeúntes que deambulan por allí tienen los ojos más grandes que la tripa; su mundo se empobrece con mayor rapidez que sus expectativas, y sus esperanzas se han largado a hacerse un lifting. Yo anduve mucho por la zona cuando inicié mi carrera. Por entonces sólo tenían derecho a café el director y sus invitados. A la morralla no se nos daba ni un vaso de agua. En la cantina se comía una auténtica bazofia, y a menudo nos preguntábamos si vivíamos en un penal, por lo que, cuando el jefe de guardia se daba la vuelta, nos largábamos al figón de la esquina. No me gustaban esos lugares, pensaba que me merecía algo mejor. Con el culo bien enfundado en mi vaquero, mi camisa vaquera abierta sobre mi vello rubio, me saltaba la comida y venía a vacilar por aquí, a ver si me ligaba a alguna mocita. La gente notaba que me pasaba un poco, pero no me lo tenía en cuenta. En aquellos tiempos, la exuberancia ya era de por sí una fiesta; todos, jóvenes y mayores, disfrutaban de ella. Pero yo sabía hasta dónde podía llegar. Cuando me percataba de que mi estilo rozaba el exhibicionismo primario, me metía en la primera cafetería y me pedía un café bien cargado que jamás pagaba. Cada vez que me llevaba la mano al bolsillo, el cafetero se negaba con un gesto, explicando que alguien ya había pagado. ¡Ah, querido barrio de Dzair, cuánto has cambiado! Éramos una auténtica tribu, y no era necesario pactar alianzas para sentirnos unidos. La gente se respetaba, hasta se tenía afecto, y a menudo su generosidad iba por delante de su pensamiento. Todo era tan…
– Comisario.
El inspector Serdj está de pie delante de mí, hurtándome mi rayo de sol y echando a perder mi rato de asueto. No me gusta la cara que trae.
– ¿Qué pasa ahora?
– Hay novedades.
– Te escucho.
– Aquí no, comisario. Vayamos a estirar las piernas, si le parece bien.
Dejo un par de monedas sobre la mesa y lo sigo. Caminamos en silencio hasta la avenida y, una vez allí, me anuncia:
– Los chicos del OBS se cargaron ayer a un sospechoso.
– Estoy al tanto.
Casi se le borran las cejas.
– Andaba por la zona cuando sonaron los disparos -le explico-. Fui hacia allá sin hacerme demasiadas preguntas.
– ¿Le dijeron quién era el fiambre?
– Espero que me lo digas tú.
Serdj se rasca la sien antes de fulminarme.
– SNP.
– ¿Qué?
– Lo han identificado esta mañana.
De repente, sin saber bien lo que hago, dejo ahí plantado al inspector y salgo corriendo como un descosido hacia mi coche.
– El señor El-Uahch no puede recibir a nadie en este momento -me dice Ghali Saad, irritado al verme aterrizar en su reino sin visado de entrada-. Está con Hach Thobane. No están para bromas. Anoche, nuestros chicos se cargaron a un sospechoso. Figúrate que se trata de un condenado a perpetuidad que se acababa de beneficiar del indulto presidencial hace menos de un mes. La que hay liada en el despacho de al lado es de órdago. Thobane ha venido para exigir explicaciones al patrón, ya que éste encabezó la comisión nacional encargada de la amnistía.
Miro hacia la puerta acolchada como si quisiera traspasarla. Entre mis sienes redoblan una decena de tambores.
Ghali Saad observa mi cólera sin turbarse lo más mínimo. Está sentado tras su mesa, con los dedos cruzados sobre un cartapacio y un gran control de sí mismo. Sus ojos azules sostienen mi mirada con desenvoltura.
– Sin duda, esto se está poniendo cada vez más feo -me reconoce-. Pero tampoco es como para pegarse un tiro. Al contrario, hay que mantener la cabeza fría si no queremos que nos la corten. Te aseguro que este asunto no me deja dormir. Anoche me sacaron de la cama a las dos y me he tirado toda la noche aquí, haciendo el tonto. Estoy reventado. Y esta mañana, cuando identificaron al fulano, al Servicio de Investigación se le vino el mundo encima. Primero, el ministro. Llegó antes que el ordenanza. Con eso te lo digo todo. Luego el jefe, que se arrancaba los pelos. Cuando llegó Thobane, creí que esto se acababa. Si me aceptas un consejo, Llob, regresa a tu puesto y reza con todo el fervor del que dispongas. Porque no van a tardar en darte un repaso a ti también. Según un informe, instalaste un dispositivo de vigilancia en torno a ese individuo nada más salir del talego. Sin ni siquiera consultarlo con la jerarquía. ¿Por qué? Supongo que tendrás una justificación de peso para esa iniciativa estúpida. Como no sea así, me temo que te van a alojar junto a tu teniente: en el banquillo de los acusados. Y nadie pasará a verte por el locutorio. Ni tus hijos ni tus amigos. Con la actual esquizofrenia ambiental, cualquier protesta será considerada insubordinación declarada, y la espada de Damocles caerá para atajar el debate. En resumen, comisario, la mierda te llega al cuello.
Por mi espalda corre un sudor helado. Ni por un momento, ni siquiera una fracción de segundo, me había planteado esa posibilidad. Desvariando como estaba por el calvario que debía de estar pasando Lino, no se me ocurrió para nada que se pudiesen invertir los papeles de tal modo. Un principio de pánico me retuerce las tripas. Mi mano se aferra sola al sillón.
– ¿Qué leches está pasando aquí? -me oigo farfullar.
– Esto va a peor, Llob. La Beretta que pillaron al asesino era efectivamente la de tu teniente. Ahora te voy a poner exactamente al loro de cómo se presenta el asunto: Lino no superó su fracaso amoroso con Nedjma y quería lavar su afrenta con la sangre de Thobane. Necesitaba a un matón. Tenía uno a mano: SNP, un asesino psicópata. Debió de conocerle mientras le seguía los pasos, con tu bendición, y proponerle un trato. Eso era lo que necesitaba SNP para volver a las andadas. Lino le prestó su arma para que hiciera el trabajo sucio. Las cosas salieron mal, y el resultado es el tinglado que tenemos ahora.
Esta vez, la mano no basta para sostenerme. Me desplomo en el sillón y busco febrilmente en mis bolsillos el paquete de tabaco. Ghali se digna incorporarse para darme fuego.
Me confía:
– En cuanto al tema de ese estúpido dispositivo en torno a la vivienda del sospechoso, el jefe aún no lo sabe, ni tampoco Thobane ni el ministro. El informe sigue en mi cajón.
Lo miro con cara de perro apaleado:
– No te entiendo.
– Te aprecio mucho, Brahim. Sé que no tienes nada que ver con esta basura. Deja que tu teniente se las apañe solo.
– Qué quieres decirme con que «el informe sigue en mi cajón».
– Que no quiero entregárselo al jefe, al menos de inmediato. No haría sino envenenar una situación ya de por sí explosiva. He decidido contemporizar, darte un margen de maniobra y un respiro.
– ¿Harías eso por mí?
– ¿Por quién me tomas?
Tengo la garganta seca y el sabor infecto de mi pitillo me arrasa el paladar.
– Ésta te la debo.
– No creo que tengas mucho que ofrecerme, comisario. Confórmate con rentabilizar la prórroga que te concedo. Si quieres que te sea sincero, no lo hago por tu cara bonita. Actúo así para poner a salvo la honorabilidad de tu director. Me he enterado de que esta mañana tuvieron que ingresarle en el hospital. Los últimos acontecimientos han podido con él. Si me arriesgo a escamotear el informe, es sobre todo por él. Ahora, lárgate de aquí. Nuestros dos ogros no van a tardar en despedirse. Como te pillen en este sillón, te van a comer crudo, y a mí también.
Asiento con la cabeza y me levanto.
A pesar del cable que me está echando Ghali, me cuesta serenarme.
– Ghali -le digo-, si quieres que rentabilice la prórroga que me has concedido, tienes que hacerme otro favor.
– ¿Cuál?
– Que me consigas una entrevista con mi teniente.
Mueve imperceptiblemente la barbilla, sin descruzar los dedos.
– No me pienso meter para nada en tus asuntos, Brahim.
– No más de cinco minutos.
– Quiero conservar mis privilegios.
– Sin su versión no puedo hacer nada.
– No insistas.
Hacia la una de la madrugada, Mina me sacude para señalarme que el teléfono está a punto de despertar a todo el vecindario. Antes de dar con el aparato, mi mano va tirando lo que encuentra sobre la mesilla de noche.
– ¿Diga?
– Soy Ghali, ¿te molesto?
– Depende de lo que me vayas a contar.
Silencio al otro lado de la línea, luego la voz del secretario se anima:
– No sé adónde me va a llevar esto, pero veré lo que puedo hacer para tu entrevista con el teniente.
Me despejo del todo.
Ghali cuelga antes de que me dé tiempo a darle las gracias.
Alguien me ha quitado el sitio en el aparcamiento de la Central. Pienso primero bloquearlo aparcando detrás, pero como se trata de un cochazo, prefiero no meterme en más líos con otro capitoste. Doy vueltas en vano en busca de una plaza vacía y, furioso, acabo bloqueando el cochazo, dispuesto a vérmelas con el mismísimo Azrael *. En pleno centro del aparcamiento, uno de nuestros coches se ha quedado embarrado en un hoyo. El conductor, con la guerrera abierta sobre su panza de tragaldabas, se lía a patadas con la rueda atascada, visiblemente falto de iniciativa. Algunos colegas lo observan pero ninguno se digna echarle una mano, lo cual no hace sino cabrearlo más. Está sudando la gota gorda y suelta espumarajos por la comisura de los labios. Al verlo tan hecho polvo me dan ganas de arrojar la toalla.
Me apresuro a llegar a mi sector.
Una extraña calma reina en el vestíbulo de la comisaría, en vez del tradicional frenesí. Los agentes se callan a mi paso.
Voy primero a ver a Serdj para interesarme por la salud del dire. Serdj me anuncia que éste ha sufrido un ataque de ansiedad y que está en observación en el hospital militar de Aín Naadja. Le sugiero que le lleve unas flores y una caja de bombones de importación. Menos da una piedra.
Baya, mi secretaria, suelta ruidosamente el teléfono al oírme llegar. Tras alisarse la falda, esboza una sonrisa bastante indefinible.
– El comisario Dine ha llamado tres veces.
– ¿Te ha dicho para qué?
– No, pero ha dicho que volverá a llamar.
– Pónmelo por la 2.
– Ahora mismo, señor.
Justo cuando estoy colocando mi chaqueta sobre el respaldo de mi silla resuenan los balidos del teléfono. Dine se acalora al oír mi voz. Empieza preguntándome dónde me he metido, como si acabara de perder la oportunidad de mi vida. Luego se tranquiliza y me pide que vaya a verlo al número 66 de la calle de los Sóviets. Yo solo, insiste.
Efectivamente, me está esperando en el lugar señalado, sentado sobre el capó de su coche y con los brazos cruzados. Él también está solo. Por su cara de alegría adivino que, por una puñetera vez, las noticias van a ser buenas.
– Deja aquí tu trasto -me dice-. Yo conduciré.
Me abre la puerta, me ayuda a sentarme con una delicadeza exagerada, se sienta al volante y arranca.
– ¿Adónde vamos?
– He conseguido ablandar a una autoridad jerárquica. Me ha costado pero me he salido con la mía: tenemos permiso para ver a nuestro amigo Lino.
¡Mentiroso!
Dine es un tipo cojonudo, pero lo suyo no es meterse en berenjenales por los demás. Me cuesta creer que haya ablandado a nadie. Se está limitando a obedecer órdenes. Ghali Saad ha cumplido con su palabra. Cómo lo ha conseguido es asunto suyo. Me da igual que Dine intente sacar partido del asunto. Finjo estar agradecido, pues lo importante es poder por fin ver a mi teniente.
– Sabía que podía contar contigo.
– Estos son tiempos muy jodidos y hay que echarse una mano.
– Por supuesto que sí.
Atravesamos media ciudad, cortando por callejuelas cada vez más tortuosas. Por un momento, tengo la impresión de que mi guía está intentando despistarme. Ya puesto, podría ponerme una venda en los ojos. No pasa nada. Estoy tan excitado ante la idea de volver a ver a Lino que no quiero aguarme la fiesta. Media hora después, nos adentramos en un barrio arbolado, con enormes empalizadas, algunas rematadas con alambre de espino. Ni un solo caminante por los senderos, y un silencio aplastante y lleno de interrogantes. Dine toma una calle sombreada y sigue hacia un portalón que se desliza a medida que nos acercamos. Nos recibe un coro de gorjeos en un amplio patio. Algo muy parecido a un calvero edénico, si no fuera por el forzudo que nos está esperando junto a una fuente en ruinas, con los brazos caídos y la jeta atrincherada tras unas gafas opacas. Parece un verdugo esperando a pie firme su presa.
– Final de trayecto -me avisa Dine-. Todo el mundo fuera.
El forzudo no viene hacia nosotros. Ni siquiera se inmuta, aunque siento que su mirada me está radiografiando de arriba abajo, quedándose con mis segundas intenciones y mis obsesiones. Lleva un traje negro de estreno, hecho a medida, pero su rictus de predador, sostenido por unos colmillos salivosos, hace pensar en un moloso atado que se desvive por acometer.
Me siento mareado; saco un pañuelo y me seco la frente.
El guardián del templo se limita a abrir la puerta que está detrás de él. Sin zalemas ni gruñidos. Nos hace pasar, cierra tras él y se nos adelanta por un pasillo siniestro. A ambos lados, celdas bajas y oscuras. No se ven inquilinos, sólo espeluznantes ratoneras enrejadas. Más adelante, unas escaleras sórdidas se hunden hacia un sótano terrorífico donde enmohecen más celdas bajo espesas capas de salitre. Un hedor agresivo me irrita los ojos y la garganta. No hay tragaluz ni ventilación, sólo muros de piedra que rezuman secreciones mohosas, y esa impresión de estar errando por entre la bruma maléfica del purgatorio sin la menor posibilidad de salir indemne de allí.
Se me sigue helando la espalda y mi viejo reúma arrecia.
El forzudo toquetea la cerradura de una especie de cuarto trastero, abre dos cerrojos y enciende una lámpara de techo. Algo se mueve en el fondo del cuartucho, una forma humana encogida en el suelo. Es mi Lino. O lo que queda de él. Tiene la cara totalmente desfigurada, los labios reventados y sus ojos son dos enormes hinchazones violáceas. Un horror.
– Nos lo trajeron así -dice el gorila-. Aquí nadie se ha acercado a él desde que llegó.
Me invade la ira, pero conservo la calma. No puedo ni montar un follón ni desvelar mis intenciones. Estoy en territorio enemigo.
Me arrodillo junto a mi compañero de equipo, retiro lentamente la ligera y mugrienta manta con la que se cubre para hacer acopio de algo de calor. Le han quitado la camisa y el jersey, y lleva un pantalón de recluso del que salen unos pies sucios y tristes hasta agrietársele a uno el alma. Su cuerpo famélico está veteado de listados pardos producidos por garrotazos o fustazos con, en algunas partes, anchas desolladuras purulentas. Parece como si se lo hubiera tragado una trituradora y luego lo hubiese arrojado fuera.
Lino no me reconoce. Intenta sin éxito abrir los ojos. Tiene las narices taponadas por grumos de sangre. Levanta una mano laminada que no consigue llegar hasta mí. La agarro y la aprieto contra mi pecho.
– Soy yo. ¿Ves?, he conseguido dar contigo.
Siento una onda de choque que sacude al teniente de los pies a la cabeza. Intenta moverse algo más, pero se ahoga y se abandona a su sufrimiento. Intenta sonreírme para que sepa lo contento que está de volver a verme, pero las llagas de su boca sangran de inmediato.
– Estás demasiado magullado, chaval. Reserva tus energías.
Dine está patidifuso. Sin duda, esperaba algo así, pero esto lo supera todo.
Le pido con la cabeza que me deje solo con mi oficial.
– Estoy al final del pasillo -farfulla alejándose.
El forzudo no se mueve.
– No os lo voy a robar -le digo.
Medita durante tres segundos, acentúa su rictus y, sin duda animado por Dine, consiente en quitarse de en medio.
– Me han puesto guapo, ¿verdad, comi? -lloriquea Lino.
– Se han despachado a gusto.
De nada le sirvieron sus galones de oficial. En Argelia, ya se puede ser ministro o mozo de cuerda, eminencia gris o eminencia oscura, al que cae en manos de las fuerzas parapoliciales le hacen picadillo. Se le confisca la dignidad para prepararlo mejor para lo peor y se le arrastra por el fango hasta la muerte. Si, por algún milagro, consigue sobrevivir, es sólo para que se lo piensen quienes se sientan tentados de pasarse de listos con el régimen.
– ¿Qué día es? -pregunta con voz temblorosa.
– Se acerca el día del Señor.
Se mueve para incorporarse, se cansa y vuelve a caer sobre su jergón. Le paso mi brazo por la cintura y lo levanto con cuidado; su aliento lucha por abrirse camino entre sus gemidos y sus muecas de atormentado añaden a sus deformidades faciales una fealdad bíblica.
– Debí reventar entre sus manos como un forúnculo.
– Cálmate.
Sus heridas se estremecen de rabia. Hunde el cuello entre los hombros y se pone a sollozar. Si en ese mismo momento el macaco hubiese entrado a echar una ojeada, le habría sacado los ojos con un palillo de dientes. Pero nadie entra a molestarnos.
– Te sacaré de aquí, Lino.
– No podré aguantar mucho más.
– Sí, no puedes decepcionarme.
Un ataque de tos lo sacude violentamente.
Su mano me busca para aferrarse a mi muñeca.
– Estoy metido en un follón -le confieso-. Tienes que ayudarme. Quiero saber lo que te ocurrió aquella noche. ¿Dónde te metiste, qué hiciste y cómo perdiste tu arma? Algún detalle recordarás, por insignificante que parezca, algo que nos pueda llevar a alguna parte. ¿Estuviste de verdad en un bar la noche del jueves al viernes? Estabas hasta las patas cuando te detuvieron.
– ¿Es cierto que se han cargado al sospechoso?
– Es cierto.
– ¿No será un farol?
– Yo estaba allí y lo vi, le dispararon a quemarropa. No lo reconocí en el momento porque se había cortado el pelo y afeitado la barba, pero su identificación es definitiva. Se trata de SNP.
– Jamás vi a ese individuo. Cada vez que me tocaba turno de vigilancia, me ponía de acuerdo con mi compañero y salía corriendo a ver a Nedjma.
– El arma que le encontraron es la tuya, la misma que sirvió para el atentado contra Thobane y que mató a su chófer. Tienes que recordar cómo la perdiste.
Sus dedos ascienden por mi brazo y buscan un punto de apoyo. Quiere tomarse su tiempo, pero no se lo permito.
– Lino, no me van a permitir volver a verte. Así que no tendremos oportunidad de recordar tranquilamente lo que te ocurrió aquella noche. Éste es el momento de refrescar la memoria, pues no habrá otro.
Lino asiente con la cabeza. Un hilo de sangre sale de un absceso reventado en la sien y corre por su mejilla.
– No he parado de pensar en aquel día, Brahim. No pienso en otra cosa desde que me encerraron. Sé que una chispa bastaría para aclarar todo este asunto.
Sacude la barbilla desesperadamente:
– Lo siento, es como un agujero negro.
Regresa el macaco, con el ojo puesto ostensiblemente en su reloj. Me levanto. Lino comprende que la visita ha acabado. Se agarra a mi brazo. Lo que leo en su mirada me traspasa como un puñal. Su boca se estremece en medio de sus resquebrajaduras, intenta decirme algo pero, consciente de mi enorme desazón, cambia de opinión y se tumba en su rincón con los ojos mirando al suelo.
– Pienso que lo drogaron -dice Serdj dándole una calada a su colilla-. ¿Cómo quieres que recuerde algo después de lo que le han hecho? Estaba grogui cuando lo entregaron a sus torturadores. Estoy seguro de que ni siquiera le dieron tiempo para comprender lo que le estaba ocurriendo. Con los golpes que le han dado en la cabeza y las humillaciones por las que ha pasado no me extraña que no recuerde nada.
Miro mi taza sin abrir la boca.
Nos encontramos en la terraza de un café de Belcourt, lejos de mis colegas y de mi gente, dándole vueltas y más vueltas al hipotético balance de nuestras investigaciones en torno a un imbebible café de puchero.
Serdj aplasta su colilla en el cenicero.
Está agotado.
Llevamos seis días correteando, cada cual por su lado, tras un testigo providencial que pueda aportar alguna esperanza a nuestras pesquisas. Nada de nada. Serdj se ha metido en un centenar de tugurios con la foto de Lino por delante. Ni un barman, ni un borracho, ni una prostituta han arqueado la ceja. Yo, por mi parte, he vuelto a la casilla de salida para reconstituir la cronología de los hechos. Dos vecinos de Hach Thobane, una anciana y un joven cantante melódico, me han asegurado que el tipo que acechaba el regreso del zaím a su casa, emboscado muy cerca del número 7 del Camino de las Lilas, usaba un walkie-talkie. Cinco minutos antes de que llegara la víctima, oyeron el chisporroteo del aparato y algunos fragmentos de instrucciones incomprensibles, por lo que se supone que el matón tenía al menos un cómplice. Esa posibilidad, en vez de animarme, me fastidia. Hasta ahora, mi afecto por Lino y el temor de no poder sacarlo del atolladero en que se había metido no me sirvieron de mucho. Mis sentimientos se imponían a mi imparcialidad y no me permitían ver las cosas con claridad. Luego, una noche, decidí adoptar otra actitud. Si quería avanzar, tenía que aparcar mis cuitas y plantearme las cosas con mayor rigor. Soy poli, y un poli se mueve por lógica: ¿y si Lino estuviese metido en este asunto? ¿Y si realmente se hubiese dejado llevar por su odio y sus celos? ¿Al fin y al cabo, por qué no? No colabora, se escuda en una amnesia discutible, sabía quién era SNP, su arma es el cuerpo del delito, tenía móvil y ninguna coartada… Es triste plantearse ese tipo de hipótesis pero, desde un punto de vista profesional, el puzle resulta menos caótico. Lino no estaba sereno en aquel momento. Quizá acabara tomándose en serio sus amenazas. Desde ese punto de vista, el asunto se desenmaraña algo y no se presta a tanta confusión. Si se descarta este aspecto, nos mantenemos en la indefinición y no sabemos por dónde tirar. Lo que no veo nada claro es la chapucera puesta en escena del aparcamiento del Marhaba. ¿Por qué liquidaron a SNP? Acorralado como estaba, le podían haber esposado. Quizá fuera para poner término a un escándalo molesto para todo el mundo, especialmente para Hach Thobane, que, según las últimas noticias, ha puesto una denuncia a todos los periódicos que se hicieron eco del caso. Esta manera de funcionar es muy propia de nuestra tierra. Cualquier cotilleo susceptible de perjudicar el avance de la revolución se yugula de inmediato. Dentro del desafuero político ambiental, el rumor no tarda en convertirse en cataclismo. Así, el régimen sólo debe su longevidad al letargo en que mantiene al pueblo llano…
He vuelto dos veces a ver al profesor Aluch. Necesitaba conocer mejor a SNP. El profesor Aluch me ha puesto otras grabaciones, que tampoco me han permitido conocer mejor al personaje. Su identidad se va desgranando al compás de sus delirios. Su expediente es tan pobre como el examen de un pésimo alumno. Sin filiación ni pasado, sigue siendo un enigma.
– ¿Va a tomar otra cosa? -me pregunta un camarero con la bandeja en la mano.
Consulto a Serdj:
– Yo nada -me dice.
– Yo tampoco.
El camarero no se mueve, como molesto.
– ¿Y bien? -le pregunto.
– Pues que llevan ustedes aquí varias horas y sólo han consumido una vez.
– ¿Y qué?
– Que si todos los clientes hicieran lo mismo, acabaríamos cerrando.
Serdj echa atrás su silla.
– Tienes razón, nos largamos.
Me levanto a mi vez y pago. Antes, este tipo de descortesía me sacaba de quicio. Está claro que estoy de capa caída, pues ya no me lo tomo tan en serio.
Serdj propone dejarme en casa. Como mi reloj marca las tres y treinta y ocho, y no pinto nada a esta hora en casa, le pido que me lleve a la oficina.
Me encuentro con Baya espolvoreándose el morrito tras una pila de asuntos pendientes. Pone mala cara porque pretendía largarse en seguida. Suelta su bolso y pospone sus proyectos de fin de jornada. A veces, la obligo a quedarse conmigo hasta muy tarde. Antes esto le fastidiaba sus proyectos orgiásticos y el disgusto le duraba varios días. Pero desde que Lino está consumiéndose en las mazmorras del SI y del OBS, es capaz de renunciar a la cita de su vida con tal de sentirse útil.
– Si quieres, puedes irte.
– No tengo prisa.
– ¿No fue al albino al que vi la otra noche?
No cabe en su propia timidez:
– No es albino, es pelirrojo.
– Qué suerte tienes. Dicen que los pelirrojos son unos sementales de cuidado. Por eso les arde hasta la cara.
Se le diluye la sonrisa en el fuego de sus pómulos, y clava su mirada en el suelo:
– Apenas acabamos de conocernos, comisario. No sabemos nada el uno del otro. Por favor, yo no me embarco en una aventura así porque sí. Ya no me chupo el dedo.
– Hay algo más que el dedo.
Baya se me pone carmesí. Aunque finja indignación por mis palabras, sé que le encanta que hablemos así de cuando en cuando. A ella y a sus propios fantasmas.
– ¿Hay algo nuevo?
Me dice sin levantar la cabeza que el profesor Aluch quiere hablar conmigo.
– Ponme con él y luego lárgate. Esta tarde no te necesito.
Asiente con la cabeza.
El profesor está sobreexcitado.
Casi se me sale del auricular.
– Ojo -me previene-, que esto no es un festín, sólo un aperitivo.
– Se me hace la boca agua. ¿Cuál es el menú?
– No por teléfono, Brahim. ¿Puedes pasar por mi casa hacia las seis de la tarde? Conozco a alguien que te podría interesar.
– ¿Por qué no ahora mismo?
– Ahora mismo está ocupado.
– De acuerdo. ¿Podemos vernos en un lugar menos siniestro? En tu jaula de grillos no me puedo concentrar.
– Te garantizo que estaremos mejor que en cualquier otra parte. Es muy, muy importante.
Llego al manicomio al anochecer. Por encima de los alojamientos, hay nubarrones con ganas de bronca. Las alamedas están desiertas y el aparcamiento vacío. El viento se envalentona intermitentemente, da un serio meneo a los arbustos y, sin previo aviso, se desvanece en la oscuridad. Las escasas habitaciones ocupadas pueden localizarse por su luz amarillenta y triste como la abstinencia. Más allá se oye un grito desgarrado, pronto acallado por una retahíla de intimidaciones obscenas. En seguida vuelve a reinar la calma.
El profesor Aluch no está solo en su despacho. Hay una señora harta de esperar, sentada sobre una silla con una carpeta de cartón pegada al pecho. Es una morena con ojos inmensos, bonita y coqueta, labios carnosos y un precioso lunar en una mejilla. Sus treinta y cinco o cuarenta años añaden a su evidente clase una madurez que induce más a la salivación que a la reflexión.
– Bueno -dice el profe-, te presento a Soria Karadach. Da clases de historia en la Universidad de Ben Aknún y colabora en varias revistas especializadas de aquí y del extranjero.
Me tiende una mano firme, que contrasta con la dulzura de su sonrisa:
– Encantada de conocerle, comisario Llob. He oído hablar mucho de usted.
El profesor me adelanta un asiento.
– Conozco a Soria desde hace varias semanas -me señala-. Ya te hablé de una periodista que estaba interesada en el caso SNP, la primera vez que nos vimos para el asunto de indulto presidencial. Es ella. Vino a verme cuando empecé a acudir a las autoridades y a la prensa para avisar del peligro que suponía mi paciente. Luego desapareció y pensé que se había rajado. Pero estaba equivocado. La señora Karadach es tenaz. Ha seguido investigando. Creo que tiene revelaciones importantes que hacernos.
– Más que novedades -prosigue la señora-, se trata de una serie de detalles en mi opinión bastante pertinentes. En realidad, llevo años interesándome por los personajes carismáticos de nuestra revolución. Les he dedicado la mayor parte de mis estudios, y actualmente estoy preparando un documento sobre sus actividades militares, que pienso publicar. Me topé por casualidad con el caso SNP. Estaba trabajando en el periodo posterior a 1962 cuando me dejó descolocada el caso del asesino en serie. La prensa le dio por entonces el pomposo mote de Dermatólogo, y por supuesto lo condenó sin juicio previo. El procedimiento judicial fue de lo más expeditivo, así que se cerró el caso antes de abrirse. Cuando el profesor Aluch escribió a nuestra redacción para protestar contra la excarcelación de un recluso potencialmente peligroso, me puse de inmediato en contacto con él. Yo ya sabía algo del tema. Me pareció que era una buena oportunidad para recabar más datos de los que ya tenía, pero no fue así. Al margen del aspecto psicoanalítico del individuo, no había novedad. Luego ocurrió lo del atentado contra el señor Thobane y la posterior implicación de SNP. Eso ya era otra cosa.
– ¿Qué otra cosa, señora? -le pregunto encendiendo un pitillo.
– Creo que hay una relación. Ínfima, sin duda, pero real.
– ¿Sabe usted que mi colaborador principal está implicado en este asunto, señora?
– Por supuesto.
– ¿Y cómo es que lo sabe? No se ha permitido a la prensa mencionar el caso.
La mujer se queda desconcertada ante la brutalidad de mi pregunta. Mira un par de segundos al profesor antes de serenarse. Sus ojos lanzan destellos y me pone sobre aviso:
– Señor Brahim Llob, soy historiadora y me dedico al periodismo de investigación. Tengo todo tipo de amigos en el Gran Argel. Mis fuentes son más creíbles que las reseñas de prensa amañadas para la propaganda oficial por la censura y la cerrazón mental. Estoy aquí para hacer un trato con usted, no para delatar ni para perder el tiempo. Podría proseguir a solas con mis investigaciones. Desgraciadamente, en nuestra sociedad, el hecho de ser mujer te descalifica de antemano. Antes de que prosigamos, quiero aclararle algo: yo me he metido en este asunto. O me admite usted en su equipo o me vuelvo a casa, y si te he visto no me acuerdo.
– Yo quiero ver primero.
Esgrime su carpeta de cartón:
– Aquí tengo una lista de nombres que podrían rematar su trabajo y el mío. En mis fichas, SNP tiene nombre, apellido y lugar de nacimiento. Resulta que el señor Thobane nació en el mismo pueblo. Tengo testigos que están dispuestos a cooperar. Si está usted de acuerdo, decidamos de inmediato cuáles son nuestros papeles y compromisos recíprocos para seguir adelante en esto, juntos y sin trampas. Si no…
El profesor está petrificado.
Supongo que yo tampoco sé disimular mis emociones.
– ¿Ha conseguido usted identificar a SNP? -pregunta el profesor, casi sin aliento.
– Puede ser. Ahora nos toca confirmar o desestimar. Sé que lo conseguiré, pero yo sola puedo tardar meses, si no años, y claro, el tema perdería su actualidad e interés. Con el señor Brahim Llob y su experiencia, podemos trabajar en caliente. Él tiene que rehabilitar a su teniente y yo rectificar un suceso histórico.
Contemplo la enorme brasa de mi cigarrillo.
– Nacer en el mismo lugar no obliga a compartir un destino -le señalo.
– Es que hay más, comisario.
El profesor me considera intensamente, escandalizado por mis tergiversaciones.
– El que la sigue la consigue -me señala.
Finjo reflexionar. En realidad, no sé qué decisión tomar. La señora parece estar muy segura. Su manera de agarrar su carpeta denota una convicción implacable. Quizá sea esto lo que más me desconcierta; me siento como retraído frente a su seguridad, con una guerra de retraso y demasiado achacoso para ponerme a su altura. También tengo la impresión de haberme esforzado inútilmente en demasiados frentes y tras unas pistas que finalmente no eran tales. Mis fracasos me producen una sensación de ineptitud y se me hace muy cuesta arriba volver a empezar.
La señora está acechando mi reacción. No la ve llegar, pero tampoco renuncia. Intuye que no me queda otra alternativa y que mi enfermiza curiosidad se saldrá con la suya.
Aplasto mi pitillo con el zapato, mucho después de que agonizara el último rescoldo, y le digo:
– Hasta aquí, sólo he oído lo que usted quería que oyera.
– Tengo dos testigos que están dispuestos a hablar con nosotros. Un ex recluso que ha compartido celda con SNP en los años setenta y un cabo que recuerda a ese chico que se presentó para entregarse por haber cometido una serie de asesinatos que nadie verificó.
De entrada, el primer testigo de Soria Karadach me da muy mala espina. Apergaminado, con unos brazos demasiados largos y las orejas muy peludas, cara de truhán y mirada torva, es de los que pisarían el cuerpo de su madre con tal de alcanzar el tarro de mermelada.
Se llama Ramdane Cheij y tiene una tienda de comestibles en uno de los barrios más insalubres de Blida. En muy poca estima hay que tenerse para irse a vivir a un lugar como ése.
El fulano está dormitando tras un mostrador surrealista, con sus estanterías atestadas de latas de conserva, de paquetes de lentejas, de bayetas, bidones de aceite, detergentes, galletas, zapatillas, bombonas de gas polvorientas, de matarratas, de barras de pan y demás marranadas, sin fecha de caducidad ni instrucciones de uso, compradas de rebajas a vendedores ambulantes y que, a falta de otra cosa, se confunden peligrosamente sin que a los parroquianos les preocupe demasiado, y menos aún a los servicios municipales de sanidad pública.
– ¡Vaya, aquí tenemos otra vez a la señora! -ríe desperezándose.
Soria me presenta:
– Éste es el amigo del que le he hablado.
El tendero me mira de frente. Al entreabrirse, su belfo descubre una boca de alcantarilla que asfixiaría hasta a un buzo.
– Tu amigo tiene cara de madero, señora.
– Exacto -reconozco-. ¿Pasa algo?
Se encoge de hombros.
– No pasa nada. A mí me da igual un polizonte que un repartidor de pizzas. ¿En qué puedo servirles, señora y señor?
Clavo mis ojos en los suyos.
– La señora dice que conoce a SNP.
– Así es. Me tiré siete años en el trullo, tres con ese porculero.
– ¿Se puede saber por qué lo condenaron?
Las cejas se le juntan de indignación.
– ¿Y qué más? Si le parece, también le cuento cómo me casé. La hice y la pagué, lo demás no es asunto suyo. ¿Viene a preguntar por mí o por otro?
– Por SNP.
Tiende la mano a Soria.
– Misma tarifa, señora.
– Ya he pagado.
– No se puede volver a ver la misma película con una sola entrada.
– Hay cines de sesión continua -le señalo.
Pone mala cara. No esperaba tanta pertinencia por mi parte.
– Pero en ésos no echan mi película -me replica.
– No es prudente extorsionar a un poli.
Se le desorbitan sus ojos de batracio, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
– Escúchame bien, madero. Yo me paso por el forro a los polizontes, a los chivatos y las leyes de la república. Cuando no tengo donde caerme muerto, al cerdo del alcalde le importa un pito. Y cuando no tengo para pagar el alquiler, no hay un puto cabrón que me eche una mano. Cada cual lleva sus asuntos a su manera y se las apaña como puede. A mí no me vaciles. Si quieres que hablemos, suelta la pasta; y esto es lo que hay, que no estoy para bromas. Para serte sincero, si la señora llega a decirme que eres un pasma, no habría aceptado verte. No por miedo o cosas así, sino por principio: no trago a los maderos. Cada vez que veo a uno, me dan mareos durante varios días.
Mira a Soria:
– La pasta, señora.
Saca dos billetes de su bolso.
– El madero también. Aquí no hay favoritismos.
Me dan ganas de machacarle la jeta, pero temo fastidiarme la muñeca por lo dura que la tiene.
Soria obedece.
El fulano examina los billetes frente al sol para comprobar su autenticidad, los dobla y guarda en un bolsillo. Se le ensancha la sonrisa y sus ojos manifiestan un insano regocijo.
– ¿Qué quieren saber?
– Lo que sepas de SNP. Te aviso que, como no me quede contento, voy a recuperar nuestro dinero.
Hace una mueca, me enseña su dentadura podrida y desembucha.
– Como ya le dije a la señora, conocí a SNP en la cárcel. Por entonces, le habían echado la perpetua. Tenía entre veinte y veintidós tacos. Más o menos. Sabíamos por qué lo habían enchironado. Los guardias nos informaban de lo que contaba la prensa. Como se le consideraba muy peligroso, se le aisló. El tiempo justo para comprobar cómo se comportaba. Como no lo hizo mal, acabaron metiéndolo en mi celda. El director me tenía manía. Quizá intentaba que se me liquidara al más puro estilo carcelario. Durante las primeras noches me mantuve alerta. Ya me dirá, con la fama que tenía. Cuando se levantaba para mear, yo me ponía de espaldas a la pared. Con el tiempo, como no se pasaba conmigo, me fui confiando. A los dos meses, ya sabía que mi compañero de celda no era ningún peligro. Por supuesto, no me interesaba que se supiera. Todos estaban cagados de miedo, y yo tan tranquilo. Hasta contribuí a consolidar su leyenda contando por ahí que el fulano era totalmente imprevisible: pobre del que le tocara el día en que se le cruzaran los cables. Mientras tanto, SNP no salía de su mutismo. No decía esta boca es mía. Ni hola ni adiós. No hay duda de que estaba completamente grillado. Rumiaba sus intenciones y se las guardaba para él. Una vez, en las duchas, le pasé mi pastilla de jabón. No esperaba que la aceptara. No me dio las gracias, pero me quité un gran peso de encima. Una noche, sin que me lo esperara y sin motivo, me dijo cómo se llamaba, de dónde venía, y me habló vagamente de una matanza a la que había asistido. No me lo podía creer. Al día siguiente, mientras comíamos en el refectorio, vino por detrás y me clavó un trozo de cristal de diez centímetros en el costado. Nunca entendí por qué. Me ingresaron en la enfermería en estado de coma. Cuando salí, SNP ya no estaba allí. Lo aislaron durante una temporada y luego lo trasladaron a un asilo para deficientes mentales.
Soria abre su cuadernillo de apuntes y lee:
– Se llamaba Belkacem Talbi, ¿no es así?
– Así es. También sé que nació en Sidi Ba y que perdió a toda su familia en una matanza.
– ¿Cómo puede ser que recuerdes su nombre después de tantos años? -le pregunto atropelladamente.
– La única vez que he estado a punto de irme para el otro barrio ha sido por el pinchazo que me dio. Si hay una cara que no puedo olvidar, es la suya.
– ¿Te obligó a que no desvelaras su secreto?
– A mí no me obliga nadie. Si me hubiese vuelto a encontrar con ese hijoputa al regresar a mi celda, me lo habría cargado de inmediato. Esto jamás se lo perdonaré… Si hasta ahora me he callado, es porque no veía motivos para hablar. Sólo cuando vino a verme la señora a remover mi pasado, vi que algo le podía sacar.
– ¿Y de la matanza?
– Ocurrió de noche. Unos energúmenos armados irrumpieron en su casa. Les dijeron que venían para protegerles, a él y a toda su familia. Se los llevaron a un bosque y allí los degollaron uno tras otro. SNP aprovechó la confusión para huir. Lo persiguieron dos hombres sin conseguir darle alcance.
– ¿Contó el motivo de la matanza?
– No, era como si delirara. No creo que se dirigiera a mí en particular. Hablaba, eso es todo.
– ¿No dio nombres, hizo alusión a algo, a algún acontecimiento que justificara tal matanza?
El tendero reflexiona.
– ¿Quiénes eran esas gentes armadas? -le pregunta Soria.
– No se lo pregunté. En mi opinión, eso ocurrió durante la guerra de liberación. Sólo entonces la gente iba armada hasta los dientes.
– ¿Recibía visitas?
– ¿Él? Ni una sola vez. Era un extraterrestre.
Soria me mira para saber si tengo más preguntas. Ya no me quedan, pero el individuo me ha entonado. Le digo que volveré.
– Ya conoces la tarifa, madero. Si quieres un abono, hasta puede que te haga un precio especial.
El segundo testigo se llama Habib Gad y vive en Muzaia, una minúscula localidad colonial, al oeste de Blida, donde dirige una empresa de subcontratación de obras.
No le hace la menor gracia ver cómo invadimos su ámbito chanchullero.
Se trata de un anciano bastante bien conservado, alto y fino como un mástil, con cara afilada y mirada de gavilán. Nos invita -mucho más para librarse de indiscreciones que por caridad musulmana- a que lo sigamos a una especie de cajón de madera contrachapada que llama su despacho.
Con un gesto de la cabeza, manda a paseo a una secretaria, que sale corriendo como si fuera un ratón, y luego, tras respirar hondo para contenerse, cierra la puerta y se apoya contra ella.
– ¿Estamos locos o qué, señora? Le hago una vez un favor y vuelve usted al día siguiente para amargarme la vida.
Soria, pillada de sorpresa, se muestra desconcertada por la actitud del cabo. Intenta comprender en qué ha metido la pata.
El anciano se quita los mocos con la muñeca, nervioso. Aspira por la nariz y menea la cabeza.
– Como esto siga así, señora, pronto se me vendrá encima un regimiento de chupatintas, y, ya puestos, ¿por qué no la radio y la tele? -protesta-. Creía que estaba trabajando en un libro.
– Es la verdad -le contesta ella.
Su brazo traza un arco fulgurante que se detiene en mí.
– ¿Entonces, qué hace este tipo aquí? Lo conozco, es un poli de Argel.
– ¿No es usted cabo? -le señalo.
– Ex…, ex cabo, si no le importa. Me jubilé hace diez años. Ahora trabajo por mi cuenta y no quiero problemas.
– ¿Qué pasa? -le pregunta Soria-. La última vez estuvo usted muy amable y dispuesto a colaborar.
– La última vez pensaba que estaba ayudando a una historiadora. Pero me ha mentido -se abalanza sobre un archivero metálico, agarra un periódico y lo suelta con fuerza sobre la mesa-. Usted no está preparando un libro, señora, lo que busca es un pelotazo televisivo -su dedo barre un titular de primera plana: Hach Thobane, víctima de un atentado-. Apuesto que es suyo.
– Le aseguro que no.
– Me da igual. Jamás se me habría ocurrido que SNP pudiese tener algo que ver con este atentado. Si lo llego a saber, ni le dirijo la palabra. Bastantes preocupaciones tengo con los impuestos, el municipio, los clientes, los acreedores y mis propios hijos.
Está fuera de sí.
Sólo mi presencia le impide agarrar a Soria de los pelos y arrastrarla por el suelo. La mira con rencor, y contiene sus fauces para no morder.
Soria intenta apaciguarlo, pero él la detiene con un gesto perentorio.
– ¡Lárguense de aquí ahora mismo! Y por las buenas. No quiero volver a verlos, ¿está claro?
– ¿Le han amenazado?
Mi pregunta le irrita ferozmente y desencadena una larga serie de tics en la barbilla.
– ¿Amenazas…, dónde estamos? Le digo que no quiero que se me mezcle en esta historia. Hasta el último gato sabe quién es Hach Thobane. Eso no le conviene a mi negocio.
– Nadie le está pidiendo que se las vea con él.
– Dios me libre. A mí me trae al fresco este atentado. ¿Acaso es mi problema que se lo cargue un antiguo presidiario o un conductor borracho? Me niego a que mi nombre se relacione por cualquier motivo con el de Hach Thobane en titulares. Trae mala suerte. Ese fulano tiene mal fario. No quiero que mi nombre figure junto al suyo ni para una fiesta de gala, ni para una circuncisión, ni para recibir honores, ni para la galería. Así de sencillo. He trabajado como un burro para montar a trancas y barrancas esta empresa, y no voy a mandar todo a paseo ahora que estoy a punto de consolidarla. Lárguense de aquí de inmediato. En cuanto a usted, señora, en mi puta vida la he visto.
– Le prometemos que…
Abre la puerta con gesto huraño y gruñe:
– ¡Váyanse, se lo ruego!
No insistimos y regresamos al patio, donde un camión está descargando cemento de contrabando. Soria se mete en su coche, me abre desde el interior y arranca. Su manera de tratar las válvulas me da idea del cabreo que lleva encima. Saca sus gafas de sol de la guantera y se las pega a la cara.
Echo una ojeada hacia atrás y sorprendo al cabo vigilándonos desde su cabina, con los brazos cruzados y mirada de odio.
– Le aseguro que su cambio de comportamiento me tiene estupefacta, comisario -me reconoce, una vez el coche en marcha-. La primera vez que nos vimos estuvo de una corrección y deferencia ejemplares.
– ¿Eso cuándo fue?
– Hace unos ocho días.
– No estaba al corriente.
– Por lo que se ve, no. Estaba totalmente dispuesto a ayudarme y me dejó dos números de teléfono para que pudiese localizarle en cualquier momento. Se sentía muy halagado porque le prometí citarlo en mi libro. ¿Cree que lo han amenazado?
– Lo dije por decir algo… A propósito, ¿cómo dio con él?
Adelanta primero a una furgoneta y luego contesta:
– Elemental. SNP fue juzgado y condenado, ¿no? Pues para eso están los archivos. Busqué la fecha y lugar de su detención, lo demás vino solo. El cabo Gad fue agente, entre 1969 y 1973, en El Afrún. Fue el primero en interrogar a SNP Aquella noche estaba de guardia. Al principio, pensó que era un chiflado. Pero SNP se negó a salir de la comisaría e insistió en que lo encerraran. El cabo tuvo que dar parte a su jefe.
– ¿Qué le contó que valga la pena?
– Que no se creía esa historia de asesino en serie. Desde luego, por aquella época una serie de crímenes enlutaron la comarca. Según Gad, se trataba de ajustes de cuenta entre familias rivales. Hubo cierta psicosis y las autoridades locales, más irritadas que preocupadas, fueron conminadas por Argel a poner término a esa sangría que perjudicaba la buena marcha de la revolución. La prensa se hizo eco del tema, y se montó un culebrón rocambolesco para entretener a unos lectores embrutecidos por discursos oficialistas y demagógicos. No se tardó en hacer del Dermatólogo el coco del triángulo Tipaza-El Afrún-Cherchel. El jefe de Gad se convirtió en el cazador oficial de la Bestia y, de ahí, en el niño mimado del culebrón. Cuando SNP se presentó en comisaría para entregarse, fue como un regalo del cielo. El comisario vio la oportunidad de su vida y no reparó en medios para ir quemando etapas. Según Gad, fue él quien obligó a SNP a confesar una serie de asesinatos, algunos de los cuales jamás fueron comprobados, y ni siquiera se produjeron en la zona. Gad está convencido de que SNP habría confesado cualquier cosa con tal de que lo encerraran. Le aterraba la idea de que lo soltaran. Se ocultaba cada vez que alguien entraba en la comisaría, como si se sintiera perseguido. Al comisario esa actitud no le preocupaba; por el contrario, condujo la investigación por los cauces que a él le convenían. Argel, encantada de acallar unos rumores que iban adquiriendo proporciones desmesuradas, dio por buenas las declaraciones del policía y el caso quedó cerrado tras una llamada telefónica.
– ¿No le parece que se trata de una versión demasiado simplista?
– No estoy de acuerdo, comisario. En este país todo se decide por una cabezonada o una llamada, tanto los grandes proyectos como las purgas. Yo misma he tenido acceso a unos expedientes tan inverosímiles que resultan hilarantes. Y eso que eran tan oficiales como mi documento de identidad. Algo me dice que SNP no se ha cruzado en el camino de Hach Thobane por casualidad. Tampoco se ha inventado nada Ramdane Cheij. Estuve en el ayuntamiento de Sidi Ba, dos días después de hablar con él, y busqué a Belkacem Talbi en el registro municipal. Lo encontré. Nacido el 27 de octubre de 1950, dado por desaparecido en 1962, con el resto de su familia: su padre, su madre, sus cuatro hermanos y su hermana.
– ¿Y qué tiene que ver Hach Thobane en esto?
Frena y aparca el coche a un lado de la carretera y se detiene junto a un árbol. Mira durante un largo rato un morabito en lo alto de una colina. Se lo piensa durante un rato, apaga el motor y me mira de frente.
– Comisario, si no estuviera convencida de haber dado con algo gordo, ya lo habría dejado. No soy de las que se ahogan en un vaso de agua. Soy perfectamente consciente de las repercusiones que puede tener un asunto como éste; nadie queda impune tras meterse con un zaím, por lo que no me puedo permitir meter la pata. Pero confío en usted. Le mentiría si le dijera que no he husmeado en su expediente. Éste es un caso hecho a su medida. Ahora bien, no tengo la intención de encarrilarle a usted para que luego me deje en la estacada. Este asunto me pone a tope. Si se apunta, no me pienso despegar de usted. Le proporcionaré toda la información de que dispongo. Y usted no me ocultará ningún detalle susceptible de consolidar mi trabajo de historiadora y periodista. ¿Presta usted juramento ahora o necesita varios días para pensárselo?
– A Lino no le haría gracia que perdiera el tiempo.
Me tiende una mano rosácea:
– Ya me quedo tranquila, comisario, y también encantada.
– Sí, pero sigue sin contestar a mi pregunta.
Hunde su mirada hasta el fondo de la mía, como si intentara descubrir en mí alguna intención oculta. No me inmuto. Asiente con la cabeza y dice:
– Hach Thobane fue jefe militar de la comarca de Sidi Ba durante la guerra de liberación. Se cuenta que las hizo pasar moradas a las poblaciones civiles y a los harkis <emphasis>*</emphasis>. Me juego la cabeza a que SNP no atentó contra su vida por casualidad. El modo en que ha hecho que lo eliminaran me ha dejado atónita. Aquí hay gato encerrado, comisario, y no me baso sólo en mi olfato de periodista de investigación. Quizá deberíamos darnos una vuelta por Sidi Ba y empezar a barrer para dentro. Me han dado algunas direcciones, y ahora nos toca a nosotros ver adónde nos llevan.
– ¿Y se puede saber quién se oculta tras ese plural?
Me ofrece su mejor sonrisa, vuelve a arrancar, mete la primera y me susurra:
– Gente creíble e íntegra, que prefiere conservar el anonimato para que la verdad tenga un máximo de posibilidades de salir adelante. Confío tanto en ellos como en usted, y usted también debe creer en mí.
La señal que indica el pueblo ha sido modificada. Alguien ha tachado la palabra welcome y la ha sustituido por «wilkum <emphasis><strong>[5]</strong></emphasis> en Sidi Ba», una localidad que se ha convertido en pocos años en un enorme y deforme burgo encajonado entre montañas picudas, entre Argel y Medea.
Para llegar hasta allí hay que sortear un millar de curvas peligrosas, subir cientos de colinas, cada cual más retorcida, y soltar un taco cada cinco segundos por los baches que tienen minada la carretera, cargándose los amortiguadores de nuestro vehículo y el cartílago de nuestras vértebras. Lo peor es que, al final, uno constata personalmente que el paseo no merecía la pena. Sidi Ba es el típico lugar que le quita a uno las ganas de viajar. Un pueblo feo y tonto donde, nada más llegar, sólo se piensa en el momento de salir pitando.
He visto un montón de estupideces en mi vida, pero la que encarna Sidi Ba se merece una mención especial: demuestra que, tras haber alcanzado un punto álgido de genialidad, la humanidad se ve falta de imaginación y está rehaciendo, con el mismo entusiasmo que los primeros trogloditas, la aventura humana en sentido inverso, es decir, el retorno a la Edad de Piedra. Pero en Sidi Ba, la inauguración de la era del declive se ha prolongado en una anarquía urbanística que sobrepasa al entendimiento. Unos edificios hechos a patadas y a la carrera para reabsorber una demografía galopante, cuya construcción ha movilizado a todos los crápulas locales, estimulada por una administración fundamentalmente canalla, que se ha pringado hasta el alma en unos chanchullos que no se le habrían ocurrido ni al diablo. Empresas fantasmas creadas de la noche a la mañana, al amparo de predadores municipales secundados por arquitectos de dudosa titulación. Y apártate, que ahora me toca a mí ponerme las botas.
Al abrir la ventana de la habitación del hotel se me viene encima un torrente de disonancias, y luego el espectáculo traumatizante de un espacioso gueto de leprosas calzadas, tiñosas aceras y repelentes callejuelas cuyo enmarañado desorden produce mareo. No hay un palmo de espacio verde ni un edificio razonable; sólo casas rudimentarias, empalizadas combadas y cuchitriles superpuestos que se saltan todas las reglas de la albañilería. En medio del caos de cemento, un hormiguero tentacular fluye por todas partes, exacerbando la demencial agitación de las carretas y los coches.
– No se me ocurriría escribir aquí mi próximo libro -comento.
– ¿Es usted escritor, señor Llob?
– No me diga que no lo sabía.
– Pues no lo sabía. ¿Qué escribe usted?
– Novelas policiacas.
– No es lo mío, pero haré una excepción por tratarse de usted.
– Muy amable, señora.
Soria se acerca a la ventana y contempla el bullicio de la plaza.
– Lo siento, es el único hotel de la ciudad.
– Y suerte que haya uno.
Cierro la ventana.
Es una habitación exigua, con las paredes tapizadas con un papel descolorido, sin mantas ni cortinas. Una cama pensada para alguien en huelga de hambre, con un colchón podrido y, encima, unas sábanas dobladas de dudoso color. Enfrente, un armario metálico junto a una mesa mutilada y un lavabo espantoso.
– Esperemos que haya agua corriente.
Soria esboza un gesto de apuro. Llegó la víspera para reservar las habitaciones y preparar el terreno y se siente culpable por no haberme encontrado nada mejor.
– No es grave -la tranquilizo-, he traído unos guijarros para mis abluciones.
– Hay unos baños a dos pasos de aquí.
– Me alegra saberlo. ¿Y qué tal su suite imperial?
– Más de lo mismo, salvo que la ventana da a una carpintería con mucha actividad.
– ¿En qué piso?
– En este mismo. Es la habitación de al lado.
Enciendo un pitillo y le digo:
– Es usted muy imprudente. ¿No sabía que soy sonámbulo?
– Y yo padezco insomnio.
No sé cómo tomarme la réplica. La mirada franca de Soria tampoco me ayuda. No insisto.
– ¿Tengo derecho a echar una cabezada?
– Por supuesto, señor Llob. Le dejo descansar. Ha sido un viaje duro, y lo que nos espera tampoco es moco de pavo.
Me saluda con la mano y se eclipsa.
La primera dirección nos propone una escala en el barrio viejo de Sidi Ba. No pueden pasar los coches, así que vamos a pie. De entrada, el populacho no está acostumbrado a los contoneos de las señoras que llevan las nalgas enfundadas en pantalones estrechos. Los chavales dejan de jugar, maravillados. Algunos nos toman por turistas occidentales, se encogen de hombros y siguen a lo suyo; otros, menos emancipados, se apartan de nuestro camino para evitar los sortilegios que ven gravitar en torno a nuestras sombras con cuernos. Asoman por las ventanas y puertas, por encima de los hombros, algunas cabezas escandalizadas. La agitación se va atenuando a medida que nos acercamos a una tienducha y desaparece del todo cuando la mayoría de las miradas converge hacia los ancianos sentados en la terraza de un café. Éstos, muy serios con sus turbantes, apartan la vista a nuestro paso y escupen al suelo uno tras otro.
Soria es consciente del desconcierto que va provocando a su paso. Ya no se mueve con la misma soltura, pero es demasiado tarde para echarse atrás.
Se oculta tras sus gafas.
Un mecánico está destripando la carcasa oxidada de un coche. Doblado bajo el capó, echa pestes contra una pieza calcificada que se niega a ceder. No deja de menear su culo gordo, exasperado por la tenacidad de tan recalcitrante pieza. Me llevo la mano a la boca y toso. Se yergue con rapidez y se golpea en la cabeza con el borde del capó. La sorpresa de encontrarse frente a frente con una mujer de la ciudad hace que el dolor se le pase de inmediato.
– ¿Ya no venden hidjab <emphasis>*</emphasis> en su tierra? -me reprocha dando significativamente la espalda a Soria.
– ¿Aquí viven los Omari?
– Sí. ¿Qué quieren de ellos, son ustedes de los impuestos?
– Venimos de Argel, quisiéramos hablar con Hamu, Hamu Omari.
Arquea las cejas, se limpia las manos llenas de grasa con un trapo que lleva colgado del bolsillo trasero de su mono de trabajo.
– ¿Es usted médium? -me pregunta.
– No necesariamente.
Me tritura con su mirada torva. Se limpia la nariz con la manga y refunfuña:
– Mi padre murió hace tres años.
Dicho lo cual, vuelve a meter su cuerpo bajo el capó y sigue ensañándose con la pieza del motor.
– Ya ve por qué es tan difícil para una mujer llevar a cabo una investigación -suspira Soria una vez de regreso al hotel-. Aquí solamente se habla a los hombres y entre hombres. Ayer, ningún figón aceptó servirme. No se admiten mujeres en lugares públicos, aunque vayan acompañadas. El propio recepcionista tuvo que ir a buscarme algo de comer.
Extenuado, me guardo mis comentarios. Los pies me arden dentro de los zapatos. Hemos estado caminando toda la tarde para nada. Hamu Omari murió, y también Hach Ghauti. El tercer testigo se ha mudado y el cuarto, un tal Rabah Alí, está de viaje en Medea y no regresará hasta finales de semana.
– Sus fuentes deberían ponerse un poco al día -le digo con cierta amargura.
– Hace mucho que no vienen por Sidi Ba.
– Muy listos.
Me derrumbo sobre la cama y me quito los zapatos.
Soria reflexiona en la entrada de la habitación.
– ¿Está pensando que no debimos venir?
– Debimos haberlo discutido antes.
Cruza los brazos sobre su abundante pechuga y echa la cabeza hacia atrás con un gesto seco de la nuca. Es muy hermosa. Tiene unos ojos espléndidos.
– ¿Qué hacemos? -me pregunta, melindrosa.
– Aquí estamos y aquí nos quedamos. No regresaré a Argel con las manos vacías.
Asiente y esboza un paso de baile sobre la punta de sus pies.
– Bueno -dice-. Estoy en mi habitación. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.
Al día siguiente, regreso solo al barrio viejo. La experiencia de la víspera se me ha quedado atragantada. Soria no ha protestado. Su presencia junto a mí reduce nuestras posibilidades de avanzar, y lo sabe. En Sidi Ba las mentalidades necesitan experimentar unos cuantos cataclismos antes de empezar a evolucionar. Aquí, cuando se habla de una mujer, se dice «con perdón».
El antiguo guerrillero, cuyo seudónimo era En-Nems, me recibe muy solícito en su taller. Cuando comprende que sus batallitas pueden entusiasmarme, despide a sus dos empleados, cierra la puerta y corre las cortinas para tenerme para él solo. Es un tejedor consumido, casi viejo, con unas gafas de culo de botella. Tiene el rostro demacrado y surcado por unas arrugas muy profundas, pero su dentadura, asombrosamente blanca, aguanta el tirón. Como todos aquellos a los que se presta atención tras haber sido ignorados durante tiempo, adopta una actitud tan solemne como exagerada.
Mantiene la cara muy alta y afecta dignidad.
– Si es para una película, estoy de acuerdo. Si es para un libro, no me interesa -me dice de entrada.
– El cine se inspira mucho en los libros -le digo para engatusarlo.
– Por aquí no. Además, tampoco me entusiasma demasiado el cine. No hay cines en Sidi Ba. El más cercano se encuentra a ochenta kilómetros. Así y todo, no echan más que bodrios. A mí, lo que me va es la tele. Todo el mundo tiene tele…
Se mete dos dedos en la boca y se ajusta la dentadura postiza.
– Jamás olvidaré la película El Superviviente de Jenien Burezg -argumenta-. Eso sí que es un documental. Al valiente muyahid lo detiene el ejército francés, y tras darle una paliza se lo llevan a un vertedero para pegarle un tiro en la cabeza. La administración lo da por muerto y los hermanos lo inscriben en el registro de los mártires. Quince años después, el que se salvó por milagro cuenta su historia a millones de telespectadores asombrados. Se convirtió en objeto de culto en una noche… Si es para un documental televisivo con una audiencia así, estoy de acuerdo, y empezamos ahora mismo. Si es para un libro, no me interesa.
– Todo dependerá del testimonio que me vaya a proponer.
Hincha el pecho como un gallo y describe un gran círculo con el brazo:
– No encontrará a nadie mejor en cientos de kilómetros a la redonda. Fui el colaborador más cercano del comandante El Zurdo. El Zurdo no se andaba con chiquitas, una leyenda viva, una epopeya. Toda Francia temblaba al oír su nombre. ¡Joder! Cuando aparecía por alguna parte, con su máuser en bandolera, es que iba a haber follón. Era un auténtico torbellino atacando a las tropas enemigas. Antes de pegar un solo tiro ya habían salido pitando los paracas para cruzar el Mediterráneo a nado y refugiarse bajo las faldas de sus madres… Yo ingresé en el ELN en el 55. Casi a la vez que El Zurdo. Él me reclutó. No me hice de rogar. Sabía que con gente como él no había más remedio que ganar. Por entonces, no éramos más de quince los guerrilleros de Sidi Ba. Y ni siquiera había armas para todos. Cuando bajábamos a las aldeas para aprovisionarnos, envolvíamos pequeños troncos de árboles en lonas para que la gente se creyera que eran bazucas. El engaño funcionaba siempre y se alistaban más voluntarios. Yo llevaba una pistola en la cintura sin una bala dentro. Pero así y todo, iba a buscar bronca con los colonos. No temía a nadie ni retrocedía ante nada. Sólo tras la emboscada de 1956, en que nos cargamos a una veintena de soldados franceses, pudimos hacernos con un equipo adecuado…
Se lanza en una epopeya diarreica. Historietas así, tan rocambolescas como incomprobables, se cuentan a montones, y de todos los colores; sólo hay que tener ganas de escucharlas. La parafernalia propagandística en vigor alienta su proliferación y exhorta a todos esos ruines oficialistas a inventárselas en cantidades industriales para garantizar la supervivencia de la legitimidad histórica.
No me parece oportuno dejar que la entrevista se disuelva en estériles elucubraciones y voy al grano:
– A mí lo que me interesa es lo que ocurrió tras el 5 de julio de 1962, señor En-Nems.
Se sobresalta, incrédulo, ofendido por mi falta de interés por la etapa fundacional no sólo de la nación argelina sino también, y sobre todo, del concepto de libertad en los pueblos oprimidos de África y de todas partes.
– ¿Qué? Señor mío, tras el 5 de julio no hay nada. La revolución se detuvo en esa fecha. Prueba de ello es que desde entonces vamos hacia atrás.
– ¿Conoció usted a un tal Talbi?
Se queda de piedra y la cara se le convierte en máscara mortuoria.
– ¿Qué Talbi? -me grita con la voz descascarillada.
– Vivió en Sidi Ba hasta agosto del 62. Luego se le dio por desaparecido, junto con su familia.
En-Nems deglute y se pone lívido. En el silencio del taller, su respiración semeja el silbido de una caldera.
Apunta la puerta con el dedo y aúlla.
– ¡Váyase de aquí!
Mi pregunta sobre los Talbi provoca las mismas reacciones con otros testigos. Empiezan entusiasmados ante la idea de sacar a relucir sus hazañas bélicas y se les muda el semblante cuando pronuncio el nombre de Talbi; como si hubiera destrozado de una patada su castillo de arena. Uno me pidió que no volviera a poner los pies en su casa, otro me juró que me destrozaría la cabeza con su pico si volvía a repetir el nombre de «ese asqueroso cerdo traidor».
De regreso a mi hotel, encuentro a Soria liada con sus notas y sus informes. Debía verse con una muyahida, que se echó atrás cuando oyó pronunciar el nombre de los Talbi.
– No hemos adelantado un paso en tres días.
– Al menos hemos levantado la liebre -me replica.
– Admiro su optimismo, pero no veo liebre por ninguna parte.
– Yo sí. Al menos sabemos que los Talbi molestan a mucha gente.
Al atardecer me anuncian una visita en recepción. Pido a Soria que me espere en su habitación y bajo las escaleras al galope.
Con unos cincuenta años y el pelo de color sal y pimienta recogido sobre la frente, el visitante que me espera en el salón no parece estar de humor. Tiene buena pinta, trajeado y encorbatado, los zapatos le relucen como si fueran botas de oficial. Un bigote fino subraya su mirada, que es dulce y franca a pesar del acento circunflejo de sus cejas.
Se levanta con rapidez cuando observa que el recepcionista me manda hacia él.
– Soy Rabah Alí -se presenta con voz torturada-. Mis hijos me han dicho que me andaban buscando. Espero que no sea nada grave.
Su manera de colgarse de mis labios desvela la angustia que lo consume desde que sus hijos le han dicho que he preguntado por él. Apuesto que, nada más regresar, ha venido directamente al hotel para saber de qué va el tema. Debe de ser uno de esos seres atormentados, siempre en alerta como un animal acosado, un maniaco-depresivo de los que tanto abundan en este país.
Al darme la mano, le tiemblan los dedos, sudorosos y ateridos.
– No es ninguna urgencia -me apresuro a tranquilizarlo-. No trabajamos ni para la justicia ni para el fisco. Mi colega y yo recogemos testimonios de antiguos muyahidin para un estudio histórico.
Se relaja. De inmediato, se le vuelve a colocar la nuez en su sitio y recobra cierto color.
– Creí que no volvería hasta el fin de semana, señor Alí.
– Mi viaje de negocios no ha salido del todo bien.
Vuelve a enredarse, un rosario de tics le arrasa un pómulo. Respira con fuerza para recuperarse, molesto por la agudeza de mi mirada.
– Lo siento -farfulla-, resulta ridículo perder los nervios sin motivo, pero actualmente paso por una mala racha y ando falto de energías.
– No es usted el único en estresarse por cualquier cosa, señor Alí. En este país, nadie está realmente tranquilo, ni en la calle ni en su conciencia.
Asiente a la vez que se muerde el labio, me mira de frente durante unos segundos, como esperando y viéndolas venir.
– Nos han dicho que es usted un hombre de palabra, por eso le pedimos su ayuda.
– No hay que creerse todo lo que cuentan, ¿señor…?
– Llob, Brahim Llob.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Llob?
– Lo que pueda.
Con gesto aún febril, saca un pañuelo y se seca la frente.
– Eso no significa gran cosa.
Le pido que se siente en el destripado sofá. Acepta de buen grado pero echa una ojeada a su reloj.
– No tardaré mucho, señor Alí.
– Le escucho.
– Se trata de lo que ocurrió aquí entre julio y agosto de 1962.
Medita un momento mientras se mordisquea una uña. Mi interés por esa época no lo altera para nada. Sólo se siente incómodo. Vuelve a mirarme de frente.
– Me temo que no le voy a poder ser de mucha utilidad, ¿señor…?
– Llob -repito-, Brahim Llob.
– No le oculto que el tema me desagrada. Personalmente, no tengo cargo de conciencia. Hice la guerra desde el principio hasta el final, sin excesos y sin trampas. Yo también he visto cosas tremendas. Pero no me apetece remover el cuchillo en la herida, señor Llob. Aquí la gente carga con secuelas irreversibles. Todavía hoy, el eco de esos dramáticos acontecimientos reaviva a veces algunos rencores y la sangre vuelve a correr. Tengo fama de ser una persona tranquila. En realidad, no tengo fuerzas para asumirlo. Quizá sea cobardía. En mi opinión, es sobriedad. Hay actitudes que, aunque puedan sorprender a los demás, sosiegan a quienes las adoptan.
Se levanta.
– Siento decepcionarle, señor Llob.
– Respeto su punto de vista. Pero tenemos un problema. No tenemos intención de exhumar a los muertos ni de reabrir cicatrices. Nuestro trabajo es muy importante, créame.
– No lo dudo.
Me tiende la mano para despedirse. La agarro sin soltarla. Rabah Alí intenta zafarse pero no lo consigue.
– ¿Puede, al menos, indicarnos a gente susceptible de sernos útiles en nuestras pesquisas?
Sigue intentando zafarse sin conseguirlo.
Me dice:
– Hay un montón de supervivientes locos por ponerse delante de un micro y dar el espectáculo. ¿Cuántos de ellos son sinceros? Con que lo pida una vez, le lloverán a espuertas testimonios sobre la lucha y el honor. Quizá nuestra desgracia provenga de lo orgullosos que estamos de ello. Por eso he decidido pasar página para siempre.
Nuestras miradas se enfrentan; él se rinde primero.
– Si me promete no mencionarme, conozco a alguien que sigue pagando el pato. Vive en el bosque.
– El bosque es muy grande, señor Alí -le digo apretando aún más la mano.
– Cuando llegue a la primera bifurcación, tome a la derecha, tras pasar el puente romano por la salida norte de Sidi Ba. Siga la pista hasta el final. Unos siete u ocho kilómetros. Es una granja, más exactamente un gran hangar donde se crían pollos.
– ¿Hay alguien en la granja?
– Se llama Yelul Labras. No tiene pérdida. Es un hombre correcto, además de muy buena persona.
– ¿Piensa usted que tiene cosas interesantes que contar?
La nuez le sube y baja por el cuello.
– Así es, señor Llob.
Aflojo la mano; él recupera la suya, se da la vuelta para irse, se arrepiente, vuelve hacia mí e insiste:
– No le diga usted que va de mi parte.
– Prometido y jurado.
El Lada de Soria se bambolea por la pista, se adentra en un bosque joven y zigzaguea entre obstáculos durante kilómetros hasta alcanzar, mal que bien, una carretera con baches. Dominamos un valle absolutamente impresionante. A lo lejos, un embalse relumbra bajo el sol. Algunos rebaños de corderos pastan en los prados verdes y un jinete galopa a todo tren en pos de sus arrebatos.
Soria baja la ventanilla y se deja desmelenar por el viento. Sus gafas de sol caen con gracia sobre su perfil y se le ensancha la sonrisa ante tanto talento paisajístico.
Subimos por varias colinas y acabamos llegando a una granja perdida en el fondo del bosque. Un individuo fortachón, vestido con mono de trabajo, anda atareado en el corral, con las piernas enfundadas en unas botas de caucho. Está echando de comer a un tropel de pollos.
Se detiene al oírnos llegar. Como nuestro coche no le resulta familiar, sigue repartiendo puñados de granos.
Soria aparca bajo un árbol y me espera en el coche.
Me acerco al corral con las manos en los bolsillos.
– ¡Salam! -suelto.
– Buenos días -me dice el granjero.
Bastante alto, con la barba recortada, aparenta unos sesenta años bien llevados. Las estrías blancas que surcan sus sienes y su barbilla no parecen indisponerle. Es rápido de gestos y tiene un rostro saludable.
– Buenos pollos.
– Gracias… Y eso que el veterinario decía que se me iban a morir todos.
– Sería un charlatán.
– Yo no diría tanto.
Ahuyenta con una finta a un gallo demasiado goloso y suelta una nube de mijo sobre un pelotón de polluelos enternecedores en su pugnacidad.
– ¿Es para una entrega? -se informa.
– No especialmente. Mi colega y yo estamos de paso por la comarca. Hacemos un trabajo de investigación para la universidad.
– ¿Arqueólogos?
– Historiadores.
Levanta el pulgar:
– ¡Bravo! Por aquí pasan cada vez menos intelectuales. Me agrada constatar que la ilusoria cultura de relumbrón no ha cegado a todo el mundo.
– En la vida hay asuntos más serios.
Asiente antes de destripar otro saco de mijo.
– ¿Vive usted por aquí? -le pregunto.
– Nací aquí. ¿Se puede saber qué anda buscando?
– Mi colega y yo estamos investigando unos acontecimientos que tuvieron lugar en estas montañas justo después de la independencia.
– ¿Han llegado hasta aquí por casualidad o los han orientado?
– Ambas cosas. Vamos prácticamente de puerta en puerta. Algunos testigos nos interesan. Otros menos. Alguien nos aconsejó que fuéramos a verle.
– ¿Tiene nombre?
– No nos quedamos con él. ¿Le importaría dedicarnos parte de su tiempo?
Echa una ojeada a Soria, que acaba de salir del coche, me mira durante un momento y, como nuestras caras no le crean desconfianza, sonríe:
– Si no les importa esperar hasta que haya dado de comer a mis pollos, lo haré con mucho gusto. Bajo este eucalipto hay una mesa baja con dátiles y un tazón de leche cuajada. Sírvanse mientras tanto.
– Es usted muy amable, señor.
Soria me acompaña hasta el eucalipto. Contemplamos la llanura y las ondulaciones boscosas que la circundan. El azul del cielo es sencillamente sublime. Me recuerda mis años de niñez, en Ighider, cuando, con la chechia <emphasis>*</emphasis> sobre la cabeza y la gandura <emphasis>*</emphasis>* descosida, me zafaba de la vigilancia de mi madre y subía a lo más alto de la colina. Me gustaba gandulear sobre la Roca Grande, con un dedo metido en la nariz y las piernas colgando en el vacío, y quedarme allí hasta el anochecer, contemplando el mágico rompecabezas de los cultivos y viendo regresar a los pastores tras sus rebaños ahítos. Cuando el endeble Arezki Naít Wali [6] -que un día se convertiría en ilustre pintor- se reunía conmigo en mi torre, me veía entusiasmarme con el menor murmullo entre los matorrales, el menor gorjeo que trajera la brisa. A veces, me plantaba sobre mis pantorrillas de escalador impenitente, colocaba las manos delante de la boca a modo de embudo y pegaba grandes gritos por encima del valle, que rebotaban a lo lejos imitándose a sí mismos, en una especie de ballet surrealista. Arezki no hacía caso del eco. Su mirada iba tras las luces y sombras de los bosquecillos, las pintaba en su cabeza y soñaba con cuadros más intensos que el hambre que le retorcía las entrañas. Éramos pequeños y pobres, pero teníamos ojos para ver y para imaginar reinos resplandecientes que sólo nosotros conocíamos; dos chavales deslumbrados, uno poeta en cierne y el otro artista incipiente, y aunque tampoco nos pasáramos la vida juntos, que otras cosas había que hacer, compartíamos el mismo amor por los cerros que se alineaban como eslabones hasta el horizonte, por los huertos que se extendían hasta perderse de vista, los almendros nevados, los taciturnos olivos, el campanilleo de las cabras, el río que culebreaba por entre las escotaduras de las colinas y la hierática montaña que cuidaba de la tribu.
Eso de pensar que el propio país es el más bonito del mundo está muy bien, pero no quiere decir que se lo merezca.
El granjero se reúne con nosotros y se limpia las manos en sus muslos.
– ¿No es suntuoso? -exclama-. La naturaleza tiene carácter; son los hombres quienes la desfiguran para que se parezca a ellos. Miren el pueblo de allá abajo. Parece un manchurrón sobre una alfombra voladora. Jamás se me ocurriría vivir en un revolcadero así. Aquí tengo un trabajo sano, aire puro y paz. No tengo vecinos, y por tanto ni alboroto ni litigios. Y por la noche, cuando me tumbo en mi cama, a veces oigo cómo el planeta da vueltas.
– Es usted un poeta, señor Labras -le dice Soria.
– Sólo un hombre primitivo, señora. Me gusta comulgar con la naturaleza. Me siento en mi elemento y no tengo la sensación de esperar o echar de menos algo. Tuve la suerte de no ir al colegio y, ya metido en años, conocí a gente ilustrada que me enseñó a leer y a escribir. Aproveché para limitarme a lo esencial.
– ¿No había colegio en su pueblo?
– Digamos que mi padre necesitaba a un pastor. No esperé que me obligara a ello. Me encantan los animales. Pero también siento pasión por los libros. Siendo de condición ermitaña, se han convertido en mis profetas.
– ¿Vive usted solo?
– Estuve casado hace treinta años. Mi esposa murió muy joven. Fue muy duro y no me atreví a repetir… ¿Qué quieren saber exactamente?
Soria pasa detrás de mí para acercarse a él.
– Estamos trabajando en un estudio histórico -le dice-. Concretamente, en las derivas que ensangrentaron el país tras el 5 de julio de 1962.
Labras se retuerce la boca. Dolorosas evocaciones ensombrecen su mirada. Hunde la barbilla y, con la punta de su bota, desentierra una piedra oculta bajo la hierba.
– ¿No les parece que es un tema muy conflictivo? Pocos son los que lo abordan sin sufrir represalias. Espero que sepan por dónde pisan.
– Ya va siendo hora de dar por cerrada esta guerra. La única manera de conseguirlo es mirarla cara a cara. El daño ya está hecho. Para conjurarlo, primero hay que reconocerlo. Tanto mi colega como yo estamos convencidos de ello. Tenemos un deber con respecto a la memoria y nada nos apartará de ese camino, ni anatemas ni hogueras.
El granjero levanta la cabeza. Los argumentos de Soria le producen destellos en la mirada.
– Parece usted sincera, señora -añade con tristeza-. Eso no es corriente hoy día.
– Quizá sea por lo que nos callamos.
– Puede ser… Algunos silencios resultan insoportables. Con el tiempo, uno intenta acostumbrarse, pero no basta con eso. A fuerza de mentir, se deja de ser uno mismo para convertirse en su propio desconocido.
Se agacha, recoge la piedra que ha desenterrado y la lanza lejos.
– ¿Nunca ha pensado en largarse de aquí? -le pregunto para disipar un cierto malestar que su tristeza ha instalado entre nosotros.
– A veces lo pienso, pero me dura menos que un pitillo. No me veo lejos de estas montañas. Y sin embargo soy incapaz de decirles lo que me retiene aquí. Antes, esto era terrible; ahora, solamente aciago.
– Lo mismo pienso yo -le confieso.
Eso le estimula. Desentierra otra piedra, la sacude dentro de la mano y se pone de pie.
– Sin embargo, aquí se vivía muy bien antes. Sin duda, éramos míseros, pero no miserables, como ahora. Luego vino la guerra. Nadie se libró de ella. La instauración del alto el fuego alivió a todo el mundo. Desgraciadamente, la fiesta duró poco. Nada más empezar a largarse los franceses, volvieron a recrudecerse las atrocidades. Familias enteras fueron acosadas a todas horas del día y de la noche por sus supuestos libertadores. Los campesinos estaban desatados; quemaban las casas y los campos de los vencidos; las ejecuciones sumarias eran el pan de cada día, tras unas purgas inauditas. Todas las mañanas, antes de cortarles el cuello, hacían desfilar por las callejuelas a los «traidores», a quienes habían cercenado previamente la nariz y los labios en la plaza del pueblo. Jamás olvidaré esa carnicería de cientos de cuerpos que se descomponían en los huertos, esos pobres diablos caídos en manos de la vindicta popular, que los chiquillos lapidaban a la vez que les escupían encima, aquellas mujeres con sus críos huyendo por los montes, de donde jamás regresarían.
– ¿Se refiere usted a la matanza de los harkis?
Se estremece ante mi pregunta.
Me mira de arriba abajo, horrorizado, como si acabara de conocerme.
– ¿Qué es un harki? -pregunta indignado-. ¿Qué es exactamente? Vamos, dímelo tú. ¿Qué es un harki?
Viendo que no contesto, se estremece antes de proseguir:
– Es alguien que, por mala pata, eligió mal cuando todo le iba mal. Eso es un harki. El hazmerreír, y luego el chivo expiatorio de la Historia… Quien agarra al diablo por la cola ya no puede arrimar el ascua a su sardina, señor historiador. Acaba vendiendo su alma, o haciéndose patear. Es el fracaso total, la derrota, la ignorancia pura y dura. Salvo para algunos letrados y un puñado de nacionalistas iniciados, nuestro nacionalismo era puro esoterismo. ¿Qué éramos entonces? Unos franceses musulmanes tan doblegados por el yugo colonial que acabamos comiendo hierba junto con nuestros burros. Indígenas, eso éramos; unos pobres desgraciados harapientos y magullados, con las manos estriadas por las labores ingratas y con los calzones tan remendados que nos pesaban como bolas de cañón. Éramos espectros despavoridos cuyas esposas iban todos los viernes a encender velas al morabito local para apaciguar los sortilegios mientras sus mocosos pordioseaban hasta la extenuación a la sombra de todas las maldiciones. La gente se mataba para no morir de hambre y a menudo la muerte les tomaba la palabra. Algunos se hacían mozos de caballerizas, siervos, pastores o cazadores de moscas, otros se alistaban para servir al ejército ocupante, como espahí o como zuavo, no tanto para guerrear como para poder llenar de cuando en cuando la olla familiar. ¡Menudos tiempos aquellos! La gente se iba quedando tirada por el camino de su vida y nuestros críos caían como moscas. De verdad, ¿quiénes éramos? ¿Parientes pobres o indígenas, expropiados o abortos ilegítimos? Nuestras madres, para que no se nos encogieran las tripas, se inventaban una leyenda. Lo que sabíamos de nuestras tribus no iba más allá de nuestros cementerios. A nuestros tatarabuelos los hicieron picadillo en 1870 para mayor gloria de Francia; nuestros abuelos fueron gaseados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial para salvar a Francia; a nuestros padres se los cargaron en todos los frentes durante la Segunda por el honor de Francia. A modo de agradecimiento, los supervivientes fueron exterminados como ganado contaminado el 8 de mayo de 1945 *, cuando el mundo entero, una vez librado del nazismo, coreaba por doquier: «¡Nunca más!». Para cualquier basurero o limpiabotas, para el campesino embrutecido y para el tendero de pueblo, Francia era la madre patria. Sin duda, las desigualdades clamaban al cielo, algo no cuadraba en medio de tanto eslogan y juramento, pero éramos demasiado pobres y estábamos demasiado embrutecidos por nuestras miserias para dar con la clave del asunto. La única referencia que teníamos era aquella foto amarillenta y cada día más encogida, torpemente clavada con una chincheta en la pared de adobe, que rememoraba la epopeya de tal o cual familiar ceñido en su uniforme francés, con un bigote tan grande como su orgullo y el pecho cubierto de medallas. Cuando estalló la revolución del primero de noviembre, pocos fueron los que se la tomaron en serio. Eso de alzarse contra su madre, para colmo una de las grandes potencias mundiales, sonaba a puro disparate. Y cuanto más arreciaba la guerrilla, menos se sabía de qué iba el tema. Por un lado, los campesinos extorsionaban cada vez más a los indecisos, y por otro, la pacificación manipulaba a los más indefensos. Todo estaba patas arriba y no había manera de que nadie se aclarara dentro de ese maldito barullo. Fue una guerra atroz, inmunda, absurda, y a nadie se le ocurría pensar que estaba en el lado malo.
– ¿Cuál era el suyo? -le pregunto.
Mi pregunta lo deja cortado como si le hubiera dado un garrotazo. Como si una tormenta se hubiese declarado repentinamente y una chapa de plomo aplastara la cima donde nos encontramos. Soria se queda de piedra. Mira al granjero con la boca abierta. Éste, cuyo discurso le ha dejado exhausto, jadea como si acabara de echarse una carrera, pálido, con la boca seca y la mirada perdida.
– ¿Por qué han venido a fastidiarme el día? -suspira.
Su pena es tan evidente que Soria opta por quitarse de en medio. Agacha la cabeza y se encamina hacia el coche.
Me percato de mi metedura de pata y de sus consecuencias.
Intento hacerme perdonar.
– Lo propio de una guerra es ser sucia, señor Labras.
No me oye. Tras mirar un buen rato hacia un cerro pelado al pie de la montaña, asiente con la cabeza y, sin fijarse en mí, vuelve con sus pollos, que se agitan al verlo acercarse.
– Señor Llob -me increpa Soria ya en el coche-, no le pido que sea diplomático, pero sí, al menos, mínimamente cortés.
– Se me ha escapado -le reconozco.
Sus ojos fulminan. Todas nuestras iniciativas han fracasado. Por una vez que nos topamos con alguien agradable y con ganas de cooperar, soy yo el que echa a perder la oportunidad.
Soria arremete contra los pedruscos de la carretera. Los baches espolean su descontento. Me grita:
– Estamos chapoteando en las salpicaduras de una formidable vomitona histórica, señor Llob. Y ésta nos concierne a todos. De acuerdo, es usted un antiguo guerrillero y no le resulta fácil contenerse frente a sus enemigos de entonces; pero hoy nuestra obligación es recordar atrocidades inimaginables y escuchar tanto a quienes las perpetraron como a quienes las padecieron. No se trata de perdonar o de condenar, sino de reconstruir los hechos para enterarnos de lo que no sabemos. Por mi parte, antes de meterme en esto, aparqué mis prejuicios para garantizarme una objetividad imprescindible en todo trabajo serio.
– Ya le he dicho que se me ha escapado -la vitupero, fuera de mí.
– ¡No estoy sorda! -me dice a gritos, a la vez que da un violento volantazo.
El coche sale brutalmente despedido hacia un lado, tropieza con un matorral y chocamos el uno contra el otro. Paso el pie por encima de la palanca de cambios y piso con rabia el de Soria a la vez que el pedal del freno. El coche se queda clavado.
– ¡Le prohíbo que me levante la voz! -le grito.
Me empuja, escandalizada por mi grosería.
– No soy su subordinada, comisario. Usted no tiene nada que prohibirme.
Nos miramos duramente a los ojos en medio de un silencio eléctrico. Las estridencias del campo chisporrotean en nuestras sienes en ebullición.
Cuando se despeja la polvareda en torno al coche, Soria se serena. Aparta el mechón que le ha caído sobre el ojo derecho y se relaja.
– Vale -se rinde-. Ambos estamos reventados. Intentemos comportarnos como adultos.
Asiento con un gruñido y me rindo a mi vez.
Un quinteto de señores patibularios acecha nuestra llegada desde el salón del hotel. Se levantan a una para interceptarnos. El más achaparrado, identificable como el cabecilla por su mandíbula saliente, se planta delante de mí y echa los labios hacia atrás para enseñarme su dentadura de oro.
– ¿Señor Llob?
– ¿Sí?
– ¿Podemos hablar entre hombres?
Soria se aplica el cuento y ahueca el ala con gesto de desprecio. Cuando se ha perdido tras la escalera, el achaparrado me pide que lo acompañe al fondo del salón. Su guardia pretoriana cierra la marcha.
– ¿A quién debo el honor?
– A las autoridades locales, señor Llob. Una localidad que está empezando a preguntarse a qué viene su presencia entre la población. Me llamo Jaled Frid, presidente de la asociación de antiguos muyahidin y de mutilados de la guerra de liberación. También soy comisario político, diputado y alcalde de Sidi Ba.
– O sea, que es usted todo un parlamento nacional. ¿Y quiénes son estos señores?
– Antiguos oficiales del ELN, miembros del Partido. Han querido acompañarme para enterarse de qué va esto. Nuestras fuentes de información dicen que usted y su ayudante están removiendo las aguas turbias para hacer subir el lodo. Eso no nos hace gracia porque, precisamente, nuestro empeño está en evitarlo. Nuestra comarca sufrió mucho en la guerra colonial y no estamos dispuestos a que vengan por aquí forasteros a abrir nuestros ataúdes para abuchear a nuestros muertos. No sé quién es usted. Ayer llamé a Argel, y también esta mañana, y no hay nadie capaz de decirnos lo que están ustedes tramando aquí, ni quién anda detrás de sus manejos. De entrada, le diré que sus ocupaciones aquí apestan a malevolencia, y no tenemos ganas de estar con las narices tapadas hasta que se larguen de aquí. Resumiendo, no son bienvenidos y sus sórdidas intenciones exacerban enormemente nuestra susceptibilidad.
Los demás pautan el discurso de su jefe con un asentimiento de cabeza que confiere a su seriedad teatral un toque grotesco.
– No veo por qué un trabajo de carácter histórico les tiene que indisponer.
– Usted puede llamar a esto como quiera, pero para nosotros es subversión. Estoy seguro de que no tiene ni idea de lo que está haciendo ni de sus consecuencias para usted si insiste. Por lo tanto, en nombre de la ciudadanía de Sidi Ba y de los miembros de la asociación que presido, le ruego que se largue de aquí y regrese a su tierra.
– ¿Debo entender que me está amenazando?
– Usted sabrá.
Mira su reloj, se inspira del solemne silencio de sus acompañantes y decreta, en tono suficientemente claro para que no se preste a malentendido:
– Aquí no tenemos por tradición expulsar a los forasteros. No obstante, cuando se comportan con un descaro como el suyo, les concedemos, como mucho, una hora para que salgan pitando. Es la una menos ocho minutos de la tarde. Alguien volverá a pasar a las dos menos siete para asegurarse de que se han ido de verdad. No es necesario que paguen la cuenta del hotel. Ya me he hecho yo cargo.
No me da tiempo a contestar. El fulano se da la vuelta y se va, seguido por sus cuatro payasos.
Me quedo pensativo en medio del salón vacío.
Desde su mostrador, el recepcionista me observa de reojo. Ni una sola vez me mira de frente.
Hacia las dos, alguien llama a mi puerta. Se trata de un gorila repelente y brutal, con el hocico palpitante y brazos que le llegan a los tobillos. Es tan ancho que tapona el pasillo. Empieza por colocar sus manazas peludas sobre sus caderas, y sacar pecho, me mira de frente y, ladeando la boca, se mosquea:
– ¿Sabes qué hora es, amigo?
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué? ¿Seguro que estás bien de la olla? No irás a decirme que eres amnésico.
– ¿Y tú, seguro que sabes dónde llamas?
– ¿No eres Llob?
– Exacto.
– Entonces sé dónde llamo, señor mío. Además, jamás me equivoco. Son las dos y tú sigues dándole coba a las sábanas.
– ¿A ti qué te importa?
– ¿A mí qué me importa? ¿Tú estás seguro de que no estás loco, amigo? He venido a echarte de aquí.
Soria abre su puerta. El gorila la mira con espanto. Vuelve a dirigirse a mí y sigue con sus idioteces.
– ¿Has liado tu petate, amigo?
Pido a Soria con un gesto de la cabeza que vuelva a meterse en su habitación y, tras empujar con un dedo la abultada panza del cretino, le señalo:
– Te has equivocado de circo.
Y le cierro la puerta.
Antes de que me haya dado la vuelta se oye un estruendo. El mono gigantón acaba de invadir con una coz mi integridad territorial. Acto seguido, me levanta y me aplasta contra la pared. Mis piernas bailotean en el aire.
– A mí nadie me deja plantado, amigo.
Me lanza a través de la habitación.
– ¡Tu petate, y al galope!
Coge mi bolsa de aseo del lavabo y me la tira a la cara, abre el armario, agarra mi maleta y amontona mis cosas dentro. En ese momento nota algo metálico pegado a su nuca, se da la vuelta y se topa de frente con mi Beretta.
He visto camaleones cambiar de color, pero ignoraba que los gorilas también tuviesen esa facultad. A Kong se le ensanchan tanto las ventanas de la nariz que casi se le ven las larvas del cerebro. A todas luces, es la primera vez que se baja de su árbol y se tropieza con la civilización.
– El señor alcalde no me habló de pistola.
– Quizá también él ignore lo que es.
Retrocede hacia el pasillo con los brazos en alto.
– Tranquilo, amigo. Te advierto que esos chismes se disparan solos. ¿No te importa apartar un poco el cañón?
– De ti depende. Si prometes regresar a tu selva y no volver a salir de ella, me guardo la pipa y se acabó todo. En cambio, si vuelves por aquí a hacerme perder el tiempo, el señor alcalde ya no podrá premiarte con tu ración de plátanos.
Asiente con su cabezón y sale disparado escaleras abajo, más asustado que un forzudo de feria ante una avispa.
Soria me aplaude, apoyada en el marco de la puerta, con el pelo suelto hasta el nacimiento de las nalgas. Está tan orgullosa de mí que olvida abotonarse el camisón. Su pecho redondo y bello como una pera divina me deja turbado. Sin previo aviso, siento a la altura del ombligo un estremecimiento picudo cuyas ondas se van expandiendo por todo mi ser. Como no consigo apartar la mirada del pecaminoso esplendor medio oculto tras los encajes del escote, me apresuro a guardarme la pistola en la cintura para impedir que se me desborde la cosa.
Kong casi se desvanece cuando me ve entre el barullo de gente que se atropella en el vestíbulo de la alcaldía. Piensa que he ido allí para ajustarle las cuentas y huye por una salida de urgencia. Otro gorila intenta impedirme subir al piso. Le enseño mi placa. Afortunadamente, en las zonas rurales los polis aún gozan de cierto prestigio, y se deshace de inmediato en reverencias a la vez que me abre paso hasta una puerta acolchada. Una secretaria pintarrajeada deja de limarse las uñas y me echa una mirada golfa. Intuye que ando con prisas y me orienta con la barbilla por un pasillo, al final del cual me encuentro con una sala grande, de un lujo hortera, donde tres hombres berrean alrededor de una mesa atestada de teléfonos.
Los dos energúmenos que me dan la espalda hacen girar sus asientos y se ponen tiesos, pasmados ante mi intrusión. El más grueso cierra de golpe la tapa de un maletín lleno de billetes; el otro se limita a agazaparse tras sus grandes gafas de sol. No necesito una echadora de cartas para adivinar lo que está ocurriendo en el despacho del alcalde. Los dos mangantes apestan a chanchullo a kilómetros a la redonda. Los trajes idénticos, negros con rayas finas, la ridícula corbata de un amarillo espantoso y los zapatos acharolados delatan a los nuevos ricos del socialismo científico a la argelina, esto es, a esa cofradía de canallas visionarios que han conseguido convencer a los aparat-chiks de la necesidad de abusar de sus prerrogativas para erigir imperios financieros que nos permitan acceder al nuevo orden mundial mejor equipados y preparados.
– Podía usted haber esperado su turno, señor Llob -refunfuña el alcalde-. ¿No ve que estoy ocupado?
Los dos energúmenos olfatean el peligro. Recogen sus cosas y se largan. El alcalde, muy afectado por mi falta de tacto, se coge la barbilla con una mano y me mira con animosidad.
– No soporto a los descarados -me declara.
– Y yo no soporto que me atropellen. No debió mandarme a su gorila al hotel. Por su culpa no he podido echarme la siesta y no estoy de buenas.
– Ignoraba que estaba usted cumpliendo una misión. Normalmente, cuando es así pasan primero a verme a mí. Jamás lo han lamentado. Les pongo a su disposición mis recursos humanos y materiales y hago todo lo posible para que tengan una estancia agradable.
Se levanta, pasa por delante de la mesa y me agarra por la muñeca. En Argelia, esto es una actitud conciliadora. Cuando tu adversario te coge la muñeca y te lleva tras su estela, es que quiere enterrar el hacha de guerra, y a ti con ella.
– De haber sabido que es usted de la Muhafada <emphasis>*</emphasis>…
– Soy de la policía.
Frunce el ceño.
– ¿De la policía? ¿Acaso se ha cometido un asesinato en mi ciudad sin que yo me haya enterado, inspector?
– Comisario.
Me ofrece una silla y me sirve un vaso de té.
– No le entiendo, comisario.
Le tiembla la mano.
El pitbull que antes amenazaba con comerme de un bocado en el salón del hotel se ha quedado sin colmillos. Opta por discutir.
– Estoy investigando los acontecimientos de julio-agosto de 1962.
– No veo qué tiene que ver eso con la policía.
– No es necesario, señor Jaled… ¿Operaba usted en la comarca durante la guerra?
– Por supuesto. Me uní al FLN al principio de la insurrección armada. Primero trabajé como enlace. Mi papel consistía en proporcionar ayuda y asistencia a nuestros comandos que estaban de paso por aquí. A veces los hospedaba y también hacía de guía. En 1956, un chivato me denunció. Me detuvieron, me torturaron y me echaron cinco años. Conseguí evadirme con un grupo de presos. En 1958 estuve en el maquis de Chréa, pedí que me volvieran a destinar por aquí y el comandante de zona me mandó a las montañas de Sidi Ba. Ejercí como secretario de compañía, bajo las órdenes del Zurdo. En 1959 mataron a nuestro jefe de batallón durante un encontronazo con los paracas franceses. El Zurdo lo sustituyó, pero permanecí en la compañía hasta el final de la guerra.
– ¿Llegó a conocer a los…?
– ¿Talbi?
Mi asombro le hace gracia. Me explica:
– Toda la ciudad está al corriente, comisario.
– ¿Los conoció?
– ¡Y tanto que los conocí! Por entonces, Sidi Ba era un pueblo muy pequeño. Todo el mundo se conocía. Éramos casi de la misma tribu. Los Talbi vivían en una casita cercana al puente romano. Era gente tranquila. El padre, Kadur, era tratante de ganado. El hijo, Ameur, que tenía aproximadamente mi edad, estudiaba en un colegio de la ciudad. No éramos amigos pero alguna vez que otra nos tomamos un café juntos. Cuando murió el padre durante una inundación, el hijo se encontró endeudado hasta las cejas. Los acreedores de su padre lo arruinaron. Xavier Lapaire, el colono que gestionaba la mayor plantación de la comarca, lo contrató como contable. Que yo sepa, Ameur no eligió su bando; no estaba ni contra la revolución ni a favor de la pacificación. Las purgas de 1962 no le afectaron. No recuerdo haber oído a ningún muyahid echarle en cara algo.
– ¿Así que no era un harki?
– Que yo sepa, no.
– ¿Entonces, por qué lo asesinaron junto con su familia?
– Le repito que no los molestaron. Aquí, la masacre de harkis se hizo a la carrera. En tres días y tres noches el asunto quedó resuelto. Cuando los soldados franceses se largaron, en las alturas de Sidi Ba, los harkis intentaron irse con ellos. Pero El Zurdo se había puesto de acuerdo con el teniente Barrot sobre lo que había que hacer. El oficial francés no debía llevarse consigo a ningún árabe. Nuestros muchachos registraron los vehículos de su unidad y se encontraron con un traidor. El Zurdo se enfadó y lo quemó vivo allí mismo. Ese mismo día se abrió la veda contra los felones. Al final de la tercera noche, sólo en el municipio de Sidi Ba cayeron ciento cincuenta y nueve. Los Talbi no estaban entre las víctimas.
– Los mataron a primeros de agosto.
– ¿Quién le ha contado esa historieta, comisario? Mientras no se demuestre lo contrario, los Talbi están dados por desaparecidos. Jamás se supo de ellos, ni cadáveres ni nada.
– Nuestros testigos cuentan que unos tipos armados fueron a buscarlos por la noche y se los llevaron a alguna parte, de la que no regresaron.
– Puede ser, pero no para matarlos. No hubo más masacres. Cuando se cometió algún exceso, hubo órdenes expresas para que cesaran las expediciones de castigo contra las familias felonas. Además, los harkis detenidos posteriormente no fueron ejecutados, sino encerrados en las mazmorras de la república. Eso no excluye que algunas familias indeseables fueran obligadas a irse de aquí. Quizá les ocurriera eso a los Talbi. En mi opinión, se instalaron en otra parte, como otros miles de familias que se sentían amenazadas allá donde vivían.
– ¿Qué se reprochaba exactamente a Ameur Talbi? Me ha dicho que no colaboró con el ejército francés.
– Quizá que fuera muy amigo de Xavier Lapaire, el colono. El Zurdo odiaba a los franceses, y mucho más a los árabes que se juntaban con ellos.
– Dicen que uno de los hijos de Talbi, Belkacem, que por entonces tenía unos doce años, consiguió zafarse de sus raptores aquella noche.
– Yo también lo he oído, pero no estoy seguro de que sea verdad, porque nadie volvió a ver al chaval.
– Sin embargo, es cierto. Yo he dado con su pista.
El alcalde se encoge de hombros.
– Bueno, ¿y eso qué cambia?
– Muchas versiones.
– Entonces, dígale que pase y no se hable más.
No me cree, o intenta hacerme creer que, como tiene la conciencia tranquila, este asunto ni le va ni le viene.
– En su opinión, señor Jaled, ¿por qué tuvo que huir el crío si sólo se trataba de una mudanza?
– Le confieso que no tengo respuesta para eso. Desde luego, si lo que se pretendía era que aquella familia se fuera de Sidi Ba, no había motivo para que el crío huyera. Tanto más teniendo en cuenta los horrores que se estaban cometiendo por la zona. Pero no se volvió a saber del niño y nada demuestra que esto no sea sino una divagación de enemigos de la revolución que intentan, como sea, sembrar el desconcierto y empañar las páginas de nuestra historia.
– Lo he encontrado.
– Antes que usted, otros lo pregonaron sin éxito. Se han dicho tantos disparates sobre este asunto que ya nadie se cree nada. En Sidi Ba estamos convencidos de que la historia del pequeño Belkacem Talbi es un invento de los descontentos para desprestigiar a Hach Thobane.
– ¿Qué tiene que ver Hach Thobane?
– Hach Thobane es El Zurdo.
Saco mi cuadernillo y garabateo «Hach Thobane = El Zurdo». Sin duda, un gesto fantasioso, cuando no impropio de un madero que trabaja por instinto, pero al menos me permite ocultar mi estupefacción.
– ¿Quién querría perjudicar a un héroe nacional?
– La revolución no sólo engendra valientes, comisario. Las luchas intestinas que han hecho tantos estragos en nuestras filas siguen vigentes hoy. Dentro de un mismo partido hay gente que se odia y que conspira. Se odia a los triunfadores. El Zurdo ha triunfado. Tiene una colección de envidiosos y de detractores. Intentan desmitificarlo, sacar a relucir su pasado, poner en duda su carisma. En Sidi Ba somos conscientes de ello y sufrimos por ello. En cierto modo, están atentando contra nuestro símbolo, ¿comprende? Hach Thobane es un señor. Es inmensamente generoso. Aquí, todo el mundo le debe la mayor parte de su bienestar. Gracias a él, este pueblucho ha salido de su marasmo económico. Nuestro aduar está a punto de convertirse en una ciudad, quizá en la capital de la provincia. Las malas lenguas denuncian nuestro regionalismo y nuestro nepotismo. Les parece que nuestro héroe es demasiado rico, demasiado ambicioso, demasiado asfixiante. Eso no es cierto. Hach Thobane es un hombre de bien, sensible y caritativo. Yo, personalmente, lo venero.
Me llevo a la boca el vaso de té, lo olisqueo y lo vuelvo a soltar sin probarlo. El alcalde acusa el golpe sin quejarse por el ultraje. Debo de caerle cada vez peor porque su bigote, que al principio tenía caído, empieza a erizársele.
Enciendo un cigarrillo y contemplo el hilo de humo que sube hacia el techo.
– ¿De qué manera la historia de ese chico podría empañar la imagen de Hach Thobane, señor Jaled? -le suelto de sopetón-. ¿Hay alguna relación entre los Talbi y nuestro héroe?
Mis preguntas no lo desconciertan. Se sirve una taza de café para ganar tiempo y aprovecha para reflexionar. Dice:
– Como Hach Thobane el Zurdo fue responsable militar de la comarca durante la guerra, pretenden endosarle todas las meteduras de pata y todas las historias raras que ocurrieron. Ésa es la relación. Una vulgar sarta de mentiras. La guerra acabó, señor Llob. A lo hecho, pecho. Por lamentables que fueran algunos acontecimientos, ya no se puede hacer nada. Queremos pasar página y reconstruir el país. Lo demás, las fabulaciones y estúpidas insinuaciones, no deben desviarnos de nuestro camino. Le aseguro que él no tuvo nada que ver. Si está empeñado en comprobarlo por sí mismo, pues adelante. Pero ándese con cuidado, aquí las susceptibilidades están a flor de piel.
Al secarse la frente, el alcalde cae en la cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos por conservar la flema y por expresarse con moderación, el tembleque de su mano persiste. Se guarda el pañuelo y se levanta.
– ¿Por qué no viene usted a cenar a mi casa esta noche, comisario? Hablaremos de todo esto con la cabeza más sentada. Tengo un montón de expedientes administrativos que resolver ahora mismo y este despacho está acabando con mi salud.
– Lo siento, pero tengo problemas de colesterol.
En el pasillo, los dos mangantes siguen esperando a que me vaya para volver junto al alcalde. El más gordo, cuya camisa apenas puede contener su panza, me lanza una sonrisa tan falsa como su cinturón Lacoste.
Me acerco a él y le digo al oído:
– Deberías ponerte unos calzoncillos en la cabeza.
Un hombre me espera delante del coche, en el aparcamiento municipal. Está mal vestido, sin afeitar y parece bastante borracho. Apenas me ve, se cuadra y se lleva la mano a la sien, en saludo muy reglamentario.
– ¿Eres tú el que busca las cosquillas a la gente de Sidi Ba?
– Depende -le contesto abriendo la puerta.
El hombre echa el pulgar por encima de su hombro:
– Este alcalde es un hijo de puta de mucho cuidado. Se considera Dios y cree que todo el pueblo es suyo. Lo conocí cuando tenía veinte años. Es un destripaterrones, un blandengue y un fracasado. Va contando por ahí que estuvo en la cárcel por sus actividades revolucionarias. Es mentira. Jamás militó en el FLN. Ni siquiera sabía lo que era eso antes de la independencia. Era un cuatrero, un vulgar ladrón de ovejas, y nada más. Lo detuvo un granjero cuando intentaba colarse en su corral.
Arranco el motor.
El hombre me da un empujón y corta el contacto.
– No estoy hablando con una pared, ni soy un retrasado mental. ¿Te parece bien así? Yo hablo y tú escuchas. Con el tiempo que llevo esperando toparme con un tío de verdad, que no se acojona y que se mete en un campo minado sin protegerse los huevos ni ponerse chaleco antibalas, ¿no irás a decepcionarme, verdad?
Vuelvo a arrancar el motor. Se echa sobre el salpicadero y vuelve a cortar el contacto.
– No soy un chalado. ¿Acaso te he pedido dinero?
– ¿Qué quieres?
– He oído decir por la ciudad que andas tras la verdad. Yo conozco una parte. No me vayas a tomar por un colgado. Es verdad que parezco un trapero, pero no siempre he sido así. Yo he tenido un puestazo y he llevado coches de lujo. Ya sabes cómo es la vida en las repúblicas abortadas. Un día te inciensan y otro te ahúman. Si he caído en desgracia, ha sido por mi integridad. La gente honrada tiene poco porvenir al lado de predadores y oportunistas. Éste es el motivo de mi decadencia, amigo. Me partieron en dos por ser recto. Como no he sido el único, no me contradigas. ¿Te sigue interesando esa asquerosidad de verdad?
Como titubeo, no sabiendo cómo tratarlo, se mete la mano bajo su viejo abrigo y se saca un paquete de papeles unidos por una goma.
– Aquí tienes mi documento de antiguo guerrillero. Estuve en las filas del ELN. Quizá se me haya cambiado la cara, pero sigo conservando mi nombre y mi filiación. Ésta es mi tarjeta de miembro del partido. Fui responsable político a nivel regional. Y éste es mi nombramiento cuando el propio rais me hizo subgobernador, en 1963…
Se va formando un corro a nuestro alrededor, primero unos chiquillos, a los que se van añadiendo unos curiosos, intrigados por las pantomimas de mi interlocutor, que, a juzgar por las risas y carcajadas que se empiezan a oír, no debe de tener buena prensa en el barrio. Kong se acerca a su vez, con un garrote en la mano, para dispersar a los entrometidos. No consigue que todos se asusten.
– Sube -digo al desconocido.
El hombre vuelve a guardarse sus papelotes y hace un corte de mangas al respetable antes de sentarse a mi lado.
– ¡Cerdos! Tendrán noticias mías.
– ¿Adónde vamos?
– Adonde quieras. De todos modos, paso de toda esta gente.
– ¿A mi hotel?
– Por qué no.
El gentío no se aparta. Unos chavales, probablemente azuzados por los mayores, nos lanzan algunos proyectiles. Meto la marcha atrás y tomo una dirección prohibida, encuentro una salida y salgo disparado, huyendo de las vociferaciones que nos persiguen.
– No vaya a creerse que aquí no apreciamos a los forasteros -me dice mi pasajero-. Esa gente es incapaz de pensar nada por sí misma. Si alguien les cuenta algo feo sobre ti, te escupen de inmediato a la cara; si se les dice que eres un enviado del cielo, se te echan a los pies, ¿comprendes? Son veletas que funcionan con el viento. Cuando hay calma chicha, ni siquiera parecen seres de carne y hueso que respiran.
– ¿Crees que les han calentado la cabeza contra mí?
– Aquí todo se manipula. Toda la ciudad sabe por qué estás aquí con tu chica. Cuentan que habéis venido a desacreditar la ciudad, que sois comunistas, ateos y enemigos de la revolución; que escribís guarradas y pretendéis arrastrar por el fango a nuestros héroes. Siempre la misma historieta cada vez que unos forasteros meten sus narices en nuestros trapos sucios. Entonces soliviantan a la muchedumbre y dejan que la ira actúe. Si ocurre una desgracia, no se puede castigar a la muchedumbre.
– ¿Ya ha ocurrido?
– ¿La desgracia? Ésta es su patria.
Soria se ha quitado el camisón. Ahora lleva una camisa granate de cuello Mao, abrochada hasta arriba. El pelo recogido en moño le despeja su frente ancha, y sus ojos sombreados de rímel brillan como si fueran joyas. Está todavía más guapa enfundada en un pantalón de terciopelo que destaca sus caderas de una forma impecable. Esta señora me impide concentrarme. Caigo en la cuenta de que llevo varias noches sin pensar en Mina. Me prometo no volver a meter a ninguna mujer en mi equipo.
– ¿No te importa que se quede con nosotros? -pregunto a mi invitado-. Es colega mía y lo que vamos a hablar nos interesa tanto a ella como a mí.
– ¿Por qué tendría que molestarme? No soy machista.
Se lo agradezco y le pido que se siente sobre mi cama. Soria se sienta sobre la única silla. Me apoyo contra la mesa.
– No se dejen intimidar por ese maricón de alcalde -nos aconseja el desaliñado-. Es un bocazas, con menos conocimientos que un burrero. Por supuesto, contando dinero supera a una calculadora electrónica, pero, aparte de eso, es incapaz de escribir un parte de servicio.
– Da la impresión de montárselo bien.
– Es muy listo. Sus frases se las aprende de los discursos oficiales y luego las suelta doctamente para parecer un letrado. Jamás ha pisado un colegio, se lo digo yo. Este alcalde es un analfabeto trilingüe y firma de cualquier manera documentos que es incapaz de leer. Lo conozco. Crecimos juntos en el mismo cobijo. Era un mocoso maloliente que llevaba los mismos harapos en verano y en invierno y que saqueaba todos los corrales en cincuenta kilómetros a la redonda. Era lo único que sabía hacer: robar rebaños que luego vendía en otra parte diez veces por debajo de su precio. A finales de 1961 salió de la cárcel. El 19 de marzo de 1962, como la independencia ya se olía, se alistó en las tropas del ELN como simple recluta. El muy cerdo vio que cambiaban las tornas y se adelantó. Le salió redondo.
– ¿Participó en las matanzas de harkis?
– Sin duda. Esto fue una merendola, amigo. Todo el mundo se apuntó a la fiesta.
– ¿Tú también?
– Yo no operaba en la comarca. Y tampoco esperé al 19 de marzo para tomar las armas. Fui uno de los escasos letrados que ingresaron en el maquis. Estudiaba en el liceo y prendí fuego a mi centro antes de ir a guerrear. En 1957, para que lo sepa. Me hirieron dos veces (se abre el abrigo con orgullo y se sube el jersey para enseñarme dos agujeros parduzcos en su pecho). En 1960 me nombraron adjunto del comandante de mi compañía en Melaab, en el Uarsenis. Regresé a Sidi Ba una semana después de las masacres. Pero estaba aquí cuando el asunto de los Talbi.
Soria se estremece de pies a cabeza.
– Me llamo Zubir, señora, Tarek Zubir. Es usted historiadora, ¿cierto? Al menos es lo que dicen en la ciudad.
– Es cierto.
– Quiero ayudarles. Hay que meter mano a esta gentuza. Son prevaricadores, seres inmundos, perros y lobos hambrientos. A pesar de toda la pasta que han amasado, siguen arrasando. Esta región era el granero del país en tiempos de los franceses. De aquí salía el cuarenta por ciento de la carne roja que se vendía en el norte de África. Por intentar salvarla, me destituyeron y me soltaron sus perros. Di la señal de alarma en 1970. Dije que esta región tenía una vocación pastoril. No se debía desnaturalizarla con fábricas. Redacté un informe que preparé junto con un formidable equipo de expertos. No hubo nada que hacer, Hach Thobane estaba empeñado en industrializar su terruño. Para él, eso significaba emancipación. Quería abolir el estatuto de pastor que le recordaba su antigua condición. Me opuse a sus proyectos. De un papirotazo, me mandó destituir y dio instrucciones para que se me amargara la vida. Por su culpa estoy tocando fondo hoy.
– ¿Y si nos hablaras de los Talbi?
– A eso voy. No estaban únicamente los Talbi en este asunto. También estaban Kaíd Allal y su familia, que tenían tierras por toda la llanura y fueron asimismo dados por desaparecidos. Y los Bahass, que producían el mejor aceite de las Mesetas Altas: desaparecidos. Lo mismo que los Ghanem, que poseían varios miles de cabezas de ganado. En una sola noche, sin dejar huellas ni señales de vida. Como si se los hubiera tragado la tierra. La gente de aquí sospecha lo que ocurrió pero no se atreve a decirlo. Les da miedo pensarlo, recordarlo. Hubo otras desapariciones de ese tipo en los primeros años de la independencia. No gente con dinero, sino simples curiosos que intentaron averiguar lo que ocurrió aquella noche del 12 al 13 de agosto de 1962. No se volvió a saber de ellos. Yo no tengo miedo. Tampoco nada que perder. No tengo hijos, y mi mujer me dejó por un notable hace más de veinte años. No tengo una verdadera vida, ni ganas de prolongarla. Ojalá hubiese caído en el maquis. Esto ya no es vida. Por lo tanto, si hay que morir, más vale que sea por una buena causa. Con tal de hundir a Hach Thobane, que me corten el cuello ahora mismo. Es un criminal y un cabrón de altos vuelos. Me juego lo que sea a que su imperio financiero procede directamente de la purga nocturna de agosto de 1962.
– Lo que estás diciendo es muy grave.
– Esto no es nada al lado de lo que ha hecho.
– ¿Lo has conocido personalmente?
– ¡Y tanto!
– ¿Piensas que está estrechamente vinculado a este asunto?
– Tan estrechamente como al diablo.
Esbozo una mueca evasiva.
– No se hace desaparecer a gente sólo para quedarse con sus bienes. Tiene que haber algo más; si no, la gente ya habría empezado a largar.
– Eran familias acomodadas y por eso se las cargaron.
– ¿Porque se les tenía envidia?
– Porque querían quedarse con su fortuna. Una vez alcanzada la liberación, también había que buscarse la vida. Para seguir adelante, había que quedarse con lo de los demás, señor historiador. Los Thobane eran unos andrajosos. Antes de la guerra no tenían donde caerse muertos. El padre trabajaba como mozo de caballerizas en la granja de los Lapaire. Dicen que lo mató un caballo desbocado. Su hijo, Hach, era pastor con los Ghanem. Dos de sus hermanos murieron en Indochina, en el ejército francés. Hach heredó una miseria increíble. Lo recuerdo muy bien. Solía rondar los cuarteles para pillar latas de racionamiento. Para él, así empezó la guerra. Hizo amistad con soldados musulmanes y consiguió convencer a unos cuantos, con quienes organizó una emboscada contra un camión militar de aprovisionamiento. Un éxito total. Su primera hazaña, con siete soldados muertos como prima y el abastecimiento desviado al maquis. El Zurdo acababa de entrar en la leyenda por la puerta grande. Desde entonces, reinó de manera absolutista en toda la comarca, que, tras la guerra, convirtió en su sultanato particular. Se quedó con las tierras de Kaíd Allal, con los molinos de los Bahass y el ganado de los Ghanem, y a nadie le pareció desmesurado. ¿Acaso no era el salvador de Sidi Ba?
– ¿Y cuál era la fortuna de los Talbi? -le pregunta Soria.
– Ése es el punto oscuro de este asunto, señora. Que yo sepa, los Talbi estaban arruinados. Eran más bien pobres. Es cierto que el padre trabajaba como contable para los Lapaire, pero no ganaba mucho. ¿Por qué fueron a por ellos la noche del 12 al 13 de agosto? Eso sigue siendo un misterio. Ningún viejo de aquí puede contestar a esa pregunta, pues Talbi no pertenecía a ningún bando. Tenía una esposa inválida e hijos enfermos, así que lo dejaban en paz. Pero quizá alguien pueda ayudarle. Un veterano asesino de la revolución, hoy borracho con dedicación exclusiva, un tal Rachid Debbah. Vive recluido en el bosque. Como está tieso y es alcohólico, si le sueltan algo puede que haga un esfuerzo y recupere la lucidez.
– ¿Nos puedes llevar hasta donde vive?
– Por supuesto. Primero debería yo hablar con él. Es desconfiado y testarudo cuando decide no cooperar.
– Le pagaremos lo que pida -dice Soria.
Se levanta para irse.
– Si me prometen que van a seguir con esto hasta el final, iré ahora mismo a verlo. Así, mañana lo encontrarán despejado y en mi casa. Vivo a diez kilómetros de Sidi Ba, por la carretera de Medea. No tiene pérdida, mi casa se ve desde la carretera. Cuando pasen la gasolinera, a más o menos un kilómetro a su izquierda, verán un morabito. Más arriba se divisa una ruina al borde la pista. Mi casa está justo encima. No hay más casas por allí. Los estaré esperando con Rachid.
– ¿A las nueve? -le propongo.
– Tan temprano, no. Rachid no se levanta antes de mediodía. Digamos a las dos de la tarde.
Le tiendo la mano, agradecido. No me tiende la suya.
– Nos daremos la mano cuando hayamos acabado con esa gentuza asquerosa, señor historiador. No antes. Quiero que esa carroña pague y que el país se libre para siempre de ellos. No piense que es por simple venganza. Quizá también haya algo de ello, pero no se trata sólo de ajustar cuentas. Quiero a este país. No tiene por qué creerme, eso a mí me da igual. Lo único que me importa es ayudarlos para que puedan llegar hasta el final. Porque si se echan atrás como gallinas, esto será el fin del mundo, para mí y para todos aquellos que piensan que sigue habiendo justicia en esta tierra.
– Es cierto que a veces me pringo en asuntos turbios, pero no soy un gallina.
– Lo comprendí cuando te vi salir de la alcaldía.
– Hasta mañana.
– Eso es, hasta mañana, historiador. No faltes.
Le acompaño.
Cuando regreso, me encuentro con Soria de pie junto a la ventana, con gesto de consternación. Contempla la efervescencia de la plaza, con los ojos medio cerrados y una extraña arruga en la frente. Sin darse la vuelta, me dice:
– ¿Me puede dar un cigarrillo, señor Llob?
Efectivamente, la casa de Tarek Zubir se puede ver desde la carretera. Para llegar a ella, basta con tomar la pista que conduce al morabito cuya cúpula verde y blanca domina la colina. Nos adentramos por un sendero retorcido y seguimos una hilera de arbustos. Son las dos menos diez. El sol abrasa en la campiña. Conduce Soria, con la cara apergaminada. Se ha pasado la noche dando vueltas en su habitación y escribiendo interminables notas en sus cuadernos. Por la mañana seguía enfrascada en sus papeles, tan absorta que no me oyó llamar ni entrar. No es fácil saber lo que le pasa por el magín. No ha dicho gran cosa desde la víspera y ha perdido buena parte del entusiasmo, como si, de repente, esta historia empezara a hartarla. Por supuesto, intenta disimular, pero la sombra que vela su mirada no engaña.
En el patio de Tarek Zubir no se oye nada. Soria toca el claxon. No sale nadie. Esperamos un par de minutos, luego me apeo del coche y llamo a la puerta de madera carcomida. Escucho atentamente y no oigo nada del otro lado. Llamo al hombre; mi voz rebota contra las paredes de adobe y se apaga sin suscitar el menor interés. Abro el pestillo. Veo, por la puerta entreabierta, un trozo de patio interior y un perro tumbado en el suelo. No se mueve. Es normal, tiene la cabeza reventada. Soria se sobresalta cuando me ve desenvainar mi arma. Le ruego que no salga del coche y entro de puntillas en la casa. En la entrada, observo una mesilla volcada y un zapato abandonado. Sigo adelante, con la espalda pegada a la pared, al acecho del menor ruido. La ventana está abierta de par en par. Da a un mísero salón. El escaso mobiliario está patas arriba como si hubiera habido una pelea. Sigo avanzando, paso por encima de una banqueta apuntando hacia delante con mi Beretta y me meto en una habitación completamente revuelta. Levanto la cabeza y me lo encuentro. Tarek Zubir está colgado de una viga, con el cuerpo desnudo lleno de moratones y los brazos caídos. Tiene sangre ramificada por la barbilla y el pecho. Mira fijamente un rincón de la habitación, con la nuca partida por el nudo de la cuerda y parte de la lengua fuera. Su verdugo le ha cortado la nariz antes de ahorcarlo.
Recorro las demás habitaciones, regreso al patio, inspecciono los alrededores. No hay bicho viviente.
Soria se acerca, intrigada.
– No te recomiendo que sigas adelante -le digo.
Aparta mi brazo y se precipita hacia el salón. La retengo por el puño.
– ¡Quítame tu pata de encima! -me grita, irreconocible.
– No es nada bonito.
– He visto cosas peores.
Se mete en la habitación.
Esperaba que regresara a la carrera o que se pusiera a vomitar. Soria aguanta el tipo. De pie, muy tiesa, mira de frente el cadáver mutilado con una tranquilidad que me pone la carne de gallina.
– Mala suerte -gruñe.
– Eso parece.
Se cubre la cara con las manos sin dejar de mirar al ahorcado. La ira le hincha los párpados. En el silencio de la casa, su respiración se amplifica como un rumor. Noto que está a punto de estallar. Tras meditar sobre nuestra mala suerte, me mira de frente con la cara descompuesta y me dice.
– Le han cortado la nariz.
– Ya lo he visto.
– ¿Sabe lo que significa?
En Argelia, la nariz es el órgano del orgullo. Durante la guerra de independencia, los guerrilleros cortaban la nariz a quienes consideraban traidores y luego los hacían desfilar por las calles para que la gente aprendiera debidamente la lección. En aquellos tiempos, la firma y el mensaje eran claros. Verlos de nuevo veintiséis años después me ofusca.
– ¿Piensa que se trata de una broma, comisario?
– En cualquier caso, de pésimo gusto.
– Intentan asustarnos.
– ¿Está usted asustada, señora?
– No, ¿y usted?
– Un poco, pero no como para echarme atrás.
El comisario de Sidi Ba está hecho una furia. Pretende intimidarme, pero no da la talla. Es un alfeñique reseco, con el rostro tallado en granito, que habla con las manos y con los pies, y que pega un bote, como si fuera un muelle, cada vez que quiero colocar una palabra. Debe de ser muy malvado, pues sus berridos provocan una desbandada en la sede de la policía, un caserón destartalado a imagen de su función. Los dos inspectores que lo asisten se mantienen muy erguidos. El más grande, un gigantón de torva mirada, me tiene ganas por sacar de quicio a su jefe. El otro, un gordinflón grasiento, no deja de rascarse el trasero. Él también parece malvado, y orgulloso de su bigote de soldado del cuerpo de tiradores y de su tripa de tragaldabas empedernido. En el pequeño despacho, cuya puerta vidriada da a un patio cubierto de grava, suena la alarma general. Las llamadas telefónicas se suceden una tras otra. Es el gordinflón quien contesta. Cuando no es el alcalde, es su secretaria. El malestar del comisario desvela el de las altas instancias, cada vez mayor. El comisario se niega a ponerse al aparato. «¿No ves que estoy ocupado?», grita cada vez que el inspector le tiende el aparato. Yo, por mi parte, me dedico a pensar en las musarañas. He hecho bien dejando a Soria en el hotel. Con semejantes energúmenos en la policía, acabaría perdiéndome el escaso aprecio que me tiene.
– Ya la tenemos liada -me suelta enfurecido el comisario de Sidi Ba-. Apareces por aquí y empieza a caer la gente. Con lo tranquilos que estábamos, en la gloria, y nos vienes en plan superagente para ponernos la casa patas arriba. Esto no es Argel, camarada. Esto es mi ciudad. Si tienes problemas, te diriges a mí. No tienes derecho a pisarme el terreno. Existe un reglamento y una circunscripción administrativa.
– ¿Por qué no bajas un poco el volumen?, se te oye en toda la ciudad -le digo.
Se queda cortado.
El comisario detesta que se le falte al respeto delante de sus subordinados. Por poco le da un ataque.
– Me parece que no he entendido -gruñe con la esperanza de que le pida perdón.
– No me extraña.
Ya muy mosqueado, la paga con mi barriga. Me amenaza Con su dedo estremecido:
– Tu chulería te la guardas para la morralla, mequetrefe. Yo me las sé todas. Me desayuno a diario unos cuantos listillos como tú. Pero ya no me hace gracia. Así que tranquilo.
– Que te den por el saco.
Está a punto de abalanzarse sobre mí, pero se contiene in extremis. Está que arde. Se muerde los labios con voracidad y le tiemblan las manos.
Cambia de táctica.
– ¿Crees que me vas a impresionar porque vienes de Argel?
– Más o menos.
La nuez le chasquea dentro de su cuello congestionado. Comprende que no puede conmigo y que no le conviene seguir por ese camino. Ordena prudentemente a sus inspectores que se quiten de en medio. Cuando nos quedamos solos, se desabrocha la camisa y regresa tras su mesa.
El duro se raja.
– Voy a dar parte al ministerio, señor Llob.
– Por mí puede darle un toque a la presidencia, si eso le divierte. Estoy aquí para trabajar. Por otra parte, le prohíbo categóricamente que me trate como acaba de hacerlo. Ya sé que lleva su casa a su manera, con toda discreción y por tanto con total impunidad, pero eso no le autoriza a andarse con chulerías conmigo. Confórmese con su chanchulleo habitual y dé gracias a Dios que no esté pudriéndose tras unos barrotes. Mi corta estancia en su magnífico burdel me da idea de sus artimañas. No se la coge con papel de fumar y eso es todo un mérito. Pero no se preocupe, no estoy aquí para aguarle la fiesta. Por tanto, si quiere que mi investigación no cambie de rumbo, le recomiendo que no se me cruce entre las piernas.
El fulano ha dejado de respirar. Se queda petrificado en su sillón, con la mano en alto sobre el teléfono. Por su manera de mirarme, debe de preguntarse si le estoy vacilando. Nuestras miradas se enfrentan durante un largo rato, buscándose mutuamente las fisuras. Sin duda, la escoria que tengo delante es un tipo listo, pero no lo bastante temerario para atreverse a comprobar lo que se oculta tras mi audacia.
– Supongo que está bien respaldado, señor Llob.
– No faltaría más.
– ¿Puedo ver su orden de misión?
– Yo, en su lugar, me abstendría.
Aparta el teléfono.
– Vale -suspira gimiendo.
– Si no es mucho pedirle, ¿me puedo ir ya?
Aparta los brazos, rindiéndose.
Antes de salir, echo una mirada por encima de mi hombro. Prefiero no contarles lo que veo.
Al día siguiente, Soria y yo nos adentramos en el bosque, en busca de Rachid Debbah, el famoso matarife que Tarek Zubir quería presentarnos en su casa. Acabamos dando con su cobijo, ya avanzada la tarde, gracias a unos pastorcillos. Vive al otro lado de la colina, en medio de matorrales y de escombros. El Lada no cabe por el sendero de cabras que lleva hasta su casa. Dejamos el coche junto a un huerto y escalamos el terraplén a pie. Soria corre más que yo, como si temiera llegar demasiado tarde.
Allí debieron de vivir varias familias antes de que todo quedara incendiado. Por el estado ruinoso de los cuchitriles, la mala hierba y las ratas, el siniestro debe remontarse a la noche de los tiempos. De un estanque quebrado fluye un reguero fétido que se pierde tras una muralla de chumberas. Ahí también el cadáver de un perro está a punto de descomponerse. Un poco más allá, la casucha. La puerta ha sido arrancada y tirada a una zanja. El zumbido de las moscas nos da muy mala espina. Soria está abatida. Suelta un taco y se sienta sobre una piedra.
– No puede ser -gime-. No puede ser.
Se pone a llorar.
Entro en el cuchitril.
Rachid Debbah está acurrucado sobre un jergón, en el fondo de una habitación vacía e invadida por una luz agresiva. El único mobiliario es un cajón colocado boca abajo a modo de mesilla de noche. Encima, una vela ahogada en su cera y una botella de vino vacía. El durmiente apesta; no se ha bañado desde el diluvio de Noé. Sus pies descalzos, que la minúscula manta no llega a cubrir, están negros de mugre. Me agacho para apartar la manta y veo la cabeza del pobre diablo: alguien le ha hundido el cráneo tan profundamente que la pared está salpicada de grumos de su cerebro.
Soria está exangüe. Se calla para contener la rabia que la invade. «No me toque», me suelta cuando le propongo ayudarla a bajar por el abrupto sendero. Y ni una palabra más. Sólo los espasmos de sus mandíbulas masticando en vacío, triturando ferozmente los gritos que escapan de su garganta. Renuncia a conducir. Lo hago yo, mirando de frente, mientras ella mira a lo lejos, terca y encogida, cruzada de brazos, como una cría enojada.
Un mutismo tormentoso nos acompaña durante todo el camino de regreso a Sidi Ba. La menor chispa lo haría saltar todo por los aires. Tengo la impresión de que me considera responsable de nuestra mala pata, de que piensa que tengo gafe.
La dejo en el hotel y voy a aparcar el coche en el patio de la carpintería. Es de noche. Una farola tuerta acentúa la oscuridad del suelo. Apago el motor y enciendo un pitillo. Justo cuando abro la puerta, se me echa encima una sombra profiriendo «hijo de puta». Recibo un golpe en la nuca, otro en la mandíbula y pierdo el conocimiento.
Cuando me despierto, reconozco el techo de mi habitación. Estoy tumbado en mi cama, con una barbacoa pegada a la sien. A mi alrededor, las paredes ondean lentamente. Me llevo la mano a la cara, me topo con zonas ardientes y chichones debajo de la oreja y en las mejillas. Intento levantarme, pero no consigo sino intensificar mi migraña y renuncio de inmediato. Sólo entonces comprendo que he sido agredido.
Soria viene con una cacerola llena de cubitos de hielo. Se sienta a mi lado, empapa unas compresas en agua fría y las pone con cuidado sobre mis magulladuras.
– ¿Qué ha ocurrido?
– El recepcionista le oyó gritar. Si no llega a acudir, esos dos canallas le habrían linchado. La emprendieron a patadas con sus riñones mientras estaba en el suelo.
– ¿Podría identificarlos?
– Todo estaba muy oscuro. Huyeron cuando le vieron aparecer.
Me duele tremendamente la mandíbula. De repente, busco mi pistola bajo el cinturón y no la encuentro. Soria me tranquiliza.
– La he guardado… ¿No le dio tiempo a verlos?
– No vi nada.
– Se está usted haciendo viejo, comisario.
– Yo también lo creo.
Lleva una bata vaporosa, blanca y transparente, dentro de la cual se mueve un cuerpo espléndido. Sus pechos de embrujo, bien recogidos en su sostén bordado, parecen dos soles saliendo tras una nube. Cuando se inclina sobre mí para aplicarme las compresas, se agitan como la gelatina y casi se me vuelcan encima. Es verdaderamente una real hembra. Ahora que parece haber digerido su cólera, tiene el rostro relajado, y sus ojos, esas relucientes joyas, me tienen fascinado. Su perfume me trastorna; tengo la vaga sensación de fluir corriente abajo hacia alguna ribera encantada. Se vuelve a inclinar y se le sale ligeramente el pecho más cercano a mí, con su pezón cual cereza sobre un pastel. De repente su mirada sorprende la mía y la desconcierta. Intento batirme en retirada como si fuera un chiquillo pillado con las manos en la masa. Me arrincona con su sonrisa, me desarma, me desnuda. No hay manera de hallar fuerzas para luchar contra esa extraña onda que me inunda por completo. Soria se percata de mi desasosiego y abusa de él impunemente. Sus dedos abandonan las compresas y se desperdigan por mi rostro, alisan el filo de mi nariz, se deslizan por mis labios, atizando una multitud de escalofríos por entre mis carnes y otras tantas llamaradas en mi espíritu. Ahora su seno se ha salido del todo y sobrevuela mi pecho como si fuera un fruto sagrado. Se me seca la garganta y mi corazón se desboca en su jaula como si fuera un gorrión asustado. Se inclina cada vez más, inundando mi cara con su pelo; nuestros alientos se mezclan en un silencioso baile; su mano va descendiendo hacia mi vientre, lúcida y soberana, sigue deslizándose sin el menor recato, movida por una fuerza irrefrenable. Me estremezco y me agito, totalmente desbordado. Los labios de Soria rozan los míos, neutralizando su temblor y bebiendo su desasosiego. El vértigo me vence y me apresa un delicioso tormento. Justo cuando inicio mi inmersión, sus manos se abalanzan brutalmente sobre mi bajo vientre y rompen el encantamiento. La agarro por la muñeca:
– Mina no me lo perdonaría.
– No tiene por qué enterarse -me murmura con su boca pegada a la mía.
– Pero yo sí lo sabría. No podría volver a mirarla con los mismos ojos. Con el tiempo lo iría sospechando y quedaría muy afectada, y yo jamás me lo perdonaría.
No insiste.
– Mina tiene mucha suerte -dice levantándose.
Kong sale del ayuntamiento a las cinco y media de la tarde. Se dirige a pie al centro de la ciudad, a pasos pesados y con la espalda encorvada. Basta con observarle para darse cuenta de que es un bruto. La gente cambia de acera cuando va a cruzarse con él; los chiquillos recogen su pelota y salen corriendo cuando se les acerca; los tenderos le hacen zalemas. En resumen, es una intimidación con patas. Cuando llega al zoco, se pide unos pinchos en un chiringuito, se los come en el mismo mostrador y se va sin llevarse la mano al bolsillo. A esto se le llama montárselo a expensas de la república. Luego se mete en un cafetín con mala pinta, expulsa a un jugador de dominó y ocupa su lugar. Al cabo de la tercera partida, la toma con su contrincante, que no ha sabido negociar su revancha. Al anochecer, se abastece en una tienda de comestibles y, con los brazos cargados de compras que no ha pagado, sube una callejuela infame y se mete en un edificio horrendo. Justo cuando abre la puerta de su pocilga, lo empujo hacia dentro y le golpeo la cara con mi pistola. Se derrumba como un oso electrocutado y sus paquetes se estrellan contra el suelo, llenándolo de clementinas y de huevos rotos.
– ¿Qué tal, Kong? Pensaba que vivías en un árbol, y veo que prefieres vegetar en una jaula. Oye, estás muy evolucionado para tu especie.
Se sacude la cabeza para recuperarse del golpe.
Mi 43 fulgura y lo vuelve a tumbar de narices.
– ¡Al suelo!
Enciendo la luz, cierro la puerta y me acuclillo junto a él, apuntándolo con mi Beretta.
– ¿Qué quiere usted de mí?
Le señalo las magulladuras de mi cara.
– ¿Ahora cómo voy a ligar con la cara que me has dejado? ¿Tú crees que eso está bien?
– No entiendo lo que me dice.
– Me vas a matar de pena, Kong.
– Le juro que no entiendo.
Le agarro los pelos y tiro con fuerza hacia atrás. La nuca le cruje y se le salen los ojos de dolor.
– Tu amiguito y tú habéis cometido un grave error.
– Se equivoca, comisario. No estoy loco. La primera vez, no sabía quién era usted. Pero me mantengo a raya desde que sé que es policía. Sé hasta dónde puedo llegar.
Me incorporo e inspecciono el cuchitril. Es un cuartucho ruinoso donde pocas veces se hace la limpieza. Su mobiliario se compone de una cama metálica, un banco, una mesa baja atestada de vasos y de platos sucios, una tele polvorienta sobre un baúl y una nevera. Sobre las paredes llenas de humedad, en medio de un montón de fotos de tías en pelotas, un cartel electoral con la foto sonriente del alcalde de Sidi Ba.
Kong aprovecha mi distracción para saltar. Sus brazos intentan desarmarme. Lo esquivo y le doy una serie de puñetazos con la izquierda que apenas le afectan. Vuelve a la carga y se me echa encima aullando. Su puño me fulmina la oreja, justo donde más me está doliendo. El dolor incrementa mi ira. Pego a ciegas y con todas mis fuerzas con la culata de mi arma. Kong se desmorona. Sigo dándole leña. Cada golpe refuerza mi sentimiento de estar contribuyendo a la salvación de la humanidad y, en consecuencia, haciendo un gran favor al cielo.
– Vale, vale, me rindo -me dice en un estertor.
Le ordeno que se pegue a la pared. Obedece, se encoge en un rincón y se limpia los mocos con la manga. Le he reventado una ceja y roto la napia. Tiene la cara llena de sangre.
– Los dos fulanos que le atacaron no son de aquí. Llegaron de Argel hace tres días y dicen ser de la Seguridad Militar. El alcalde los recibió en privado.
– ¿Cómo son?
– Pues, como todo el mundo. Le hundo mi 43 en la tripa.
– Los he visto una vez, lo juro.
– Descríbemelos.
– Cuadrados, con las sienes afeitadas y la nariz rota. Los típicos matones. Uno tiene una cicatriz en el labio superior, y el otro, paticorto, cojea un poco. Nada más verlos se me pusieron los pelos de punta.
– ¿Cómo llegaron?
– ¿Qué?
– ¿Su coche?
– Un Peugeot 405 gris, matriculado en Argel.
– ¿Ellos se cargaron a Tarek y a Debbah?
Kong se remueve. Le empujo con la punta del zapato.
– Eso no es asunto mío, comisario. Yo soy ordenanza del ayuntamiento. Claro que a veces hago algún que otro encargo, pero nunca cosas serias. Ignoro quién está tras el asesinato de esos pobres diablos. Pero aunque lo supiera, no se lo contaría. No juego con fuego.
– Vamos a hacer un trato.
– ¡Que no! No quiero verme metido en esto. No cuente conmigo.
– Quiero sus nombres.
– Ya sabe usted que este tipo de gente no tiene nombre, ni dirección, ni filiación. Sólo un mote. Aunque se pase toda la noche machacándome, perderá el tiempo. No diré nada. Ni siquiera recuerdo quién es usted y jamás ha venido a mi casa.
Me da la espalda, agarra un trapo que se pasa por la cara y se acurruca miserablemente en su rincón.
Soria escucha sin interrumpirme el relato de mi entrevista con Kong. La arruga que surca su frente me indica que está preocupada por cómo me estoy tomando este asunto. Contiene la respiración, las manos sobre un paquete de folios.
– No le voy a obligar a correr más riesgos, señor Llob. Es libre de adoptar la decisión que le parezca más adecuada. Pero yo no me pienso detener a estas alturas. Ni siquiera un ejército de barbudos matones podría detenerme. Seguiré hasta el límite de mis fuerzas.
– No soy un blandengue.
– Eso no tiene nada que ver. Uno puede retirarse si considera que no le compensa. No hay por qué avergonzarse.
– ¿Se puede saber qué la motiva tanto?
– Lo que le motiva a usted cuando está cumpliendo con su deber, comisario: la verdad. Jamás me he sentido tan motivada por un tema. Es ya un asunto personal.
– ¿Por qué?
– Odio la injusticia. Se han cargado a gente…
– Dados por desaparecidos.
– Vamos, comisario. ¿Qué significa eso de dados por desaparecidos?
Son las diez de la noche y la ciudad se oculta tras un silencio impenetrable. Las calles están desiertas y las tiendas cerradas. Pasa algún coche, como por casualidad, y desaparece de inmediato. Soria tiene ojeras. Con su pequeña grabadora de bolsillo al alcance de la mano, sigue actualizando sus notas, confirmando algunas informaciones y poniendo enormes puntos de interrogación sobre otras.
– Me voy y la dejo tranquila -le digo.
– Tiene razón. Nos vendrá bien una buena noche de descanso.
La dejo prometiéndole no roncar tan alto.
Una vez en mi habitación, le quito el seguro a mi Beretta y la dejo sobre la mesilla de noche. Esta noche no pienso dormir a pierna suelta. No paro de darle vueltas a la presencia de los dos tipos de Argel en Sidi Ba. Si están relacionados con el asesinato de Tarek y de Debbah, nada les impedirá hacerme una visita a mi hotel. Enciendo la lamparilla y, con la mano detrás de la nuca, me quedo indefinidamente tumbado sobre la cama.
Por la mañana, decido ir solo a la ciudad. La única manera de aclararme un poco es localizando el Peugeot 405 gris con matrícula de Argel. Busco sin éxito. Merodeo por el ayuntamiento y luego me sitúo cerca de la comisaría hasta mediodía. Mis agresores no aparecen. He observado que, mientras prosigo con mis indagaciones, me están siguiendo. Se trata de la bola de sebo que entreví en el despacho del comisario de Sidi Ba. Intenta ser discreto, pero la desbandada que provoca a su paso entre los vendedores ambulantes no le ayuda.
Tras el recodo de una callejuela me planto ante él, lo agarro por el cuello y lo aplasto contra la pared.
– Es por tu bien -me dice medio asfixiado pero sin defenderse.
Lo suelto. Se recompone el cuello de la camisa y me dice:
– Si por mí fuera, estaría echando un polvo antes que corretear como un cachorro detrás de ti para evitar que el populacho te linche. Lo que pasa es que el comisario está empeñado en que no te tengamos que recoger con cucharilla. No quiere problemas en su circunscripción, ¿comprendes? Te juro que no es por espíritu de equipo ni por tu cara bonita.
– ¿De verdad que, con dos fiambres y dos locos peligrosos sueltos por la ciudad, no tienes nada mejor que hacer que olisquearme el culo?
– Los muertos ya están enterrados y la investigación sigue su curso. En cuanto a los cabrones que te agredieron, ya se han largado.
– ¡No me digas!
– Aunque no lo parezca, no tenemos nada que ver con esos matones. Somos polis y cumplimos con nuestra tarea con los escasos medios de que disponemos.
– ¡Qué emocionante!
Me mira con aversión.
– No suelo faltar al respeto a mis colegas, pero me muero de ganas de hostiarte.
– Pues muérete ya y acabemos de una vez.
Se ríe con una mueca de desprecio.
– ¡Pobre idiota!
Cuando voy a darle con el puño izquierdo, lo salva un grupo de mujeres que sale de un patio. Nos enganchamos con la mirada. Se raja primero, menea la cabeza y retrocede, con el dedo erguido:
– Ándate con cuidado, comisario. Te estás pavoneando en un campo de minas.
– ¿Y por qué no te pavoneas tú delante de un espejo?
Recupera su dedo para agarrarse las pelotas y se aleja contoneándose.
Por la tarde, Soria insiste en que regresemos a casa de Labras, el de la granja de pollos. Acaba convenciéndome. La obligo a seguir un itinerario complicado con la esperanza de ver el Peugeot 405 gris en mi retrovisor. Tras recorrer unos kilómetros de pista, comprobamos que no nos están siguiendo. Regresamos al puente romano y tomamos por el bosque para ir a la granja de Yelul Labras. Lo vemos sentado sobre una roca en el borde de la carretera, como si estuviese esperando nuestra visita. Nos acoge con cierta frialdad. Soria me pide que la deje a ella, y sale del coche. Desde mi asiento, los veo negociar una entrevista. El granjero no está muy por la labor. Sus gestos de hastío y las miradas que me dirige son desalentadores. Soria no se rinde. Se emplea a fondo, recurriendo a sus encantos y a sus argumentos. El otro se va ablandando, cada vez menos atento a lo que le dicen. Al final, no sé por qué milagro, se levanta y se dirige al eucalipto. Soria me hace una señal para que la siga. Asunto resuelto.
El granjero dispone tres sillas plegables en torno a la mesa, al pie del árbol. No me dirige la palabra. Evita mirarme. Me siento al lado de Soria; él se mantiene un poco al margen. Dice de sopetón:
– He estado en el entierro de Tarek Zubir. Su muerte me ha afectado mucho. Era un tipo decente.
– ¿Lo conocía?
– Sí… Es cierto que había caído muy bajo, pero en otros tiempos fue una persona respetada. Fue una autoridad local allá por los años sesenta. Idealista y limpio. Creía en el renacer de Argelia. Su compromiso no pudo hacer frente por mucho tiempo a la codicia de los carroñeros. De tanto oponerse a los proyectos mafiosos del Zurdo, que se había adueñado de la comarca, acabó en la alcantarilla. Así y todo, tuvo suerte de que no se lo cargaran antes… Tengo esta granja gracias a él. No tenía donde caerme muerto. Nadie quería contratarme. Nadie me tragaba, ni en la ciudad ni fuera de ella. Era un apestado, y lo sigo siendo aunque ya no me tiren piedras. No tenía trabajo, ni parientes, ni apoyos, mi casa fue confiscada por los felagas <emphasis>*</emphasis>…
¡Felagas! La palabra explota dentro de mí como una bomba, haciéndome perder la compostura. En una fracción de segundo se me enturbia la mirada y se me hinchan las sienes. Estallo de indignación como un volcán:
– ¿Cómo has llamado a los luchadores por la libertad?
– Felagas…
Esta vez se me incendia el estómago. Una ira incandescente se apodera de mí.
– Retira esa palabra ahora mismo.
– Eso no los disculparía, ¿sabes? -contesta un tanto intrigado por mi reacción.
– No te permito que hables así de ellos.
– Si te parece, me voy a cortar. No necesito tu permiso, y llamo como quiero a quien quiero. Si para ti eran héroes, para mí eran demonios.
– ¿Porque los harkis eran unos angelitos?
– Eran lo que eran, y en el peor de los casos, menos bárbaros que tus felagas.
Se me dispara el puño. Labras lo recibe justo debajo de la oreja izquierda. Cae hacia atrás. Antes de que se sobreponga, le doy con mi 43 en la barbilla. Soria intenta interponerse, pero la mando a volar por los aires. Labras se pone fuera de mi alcance y me apunta con el dedo:
– ¿Te atreverías a ponerme la mano encima si no fueras un polizonte? Te aplastaría como a una calabaza podrida. Pero la ley está de tu parte, ¿no es así? La hicieron a tu medida, ¿verdad, comisario? Pegas el primero y luego te amparas en ella. ¿No te resulta facilona esta prueba? Anda, guarda tu placa y tu pipa, y demuéstrame que tienes algo más que mierda en las tripas.
Me quito la chaqueta y dejo placa y pistola sobre el suelo. Me suelta un gancho por sorpresa. Veo las estrellas. Me suelta otro. Me flaquean las piernas pero el orgullo me impide caer. Hago acopio de rabia y me vuelvo a lanzar contra él. Nos enredamos en inextricables contorsiones e insultos. Menuda fuerza tiene el criador de pollos. El aire sano del campo le sienta de maravilla. Muy pronto, mis energías van menguando entre jadeos desbocados; mis agarradas pierden efectividad y precisión, y se diluyen. La contaminación de Argel me agarrota las pantorrillas. Labras comprende que lleva las de ganar e introduce su brazo bajo mi muslo para tirarme; le clavo un dedo en un ojo y le obligo a soltarme. De repente, una detonación nos llama al orden. Es Soria, con mi Beretta entre las manos, apuntándonos:
– ¡Basta ya!
Labras y yo nos separamos, hipnotizados por el cañón del arma.
– ¡Eh! -digo a la historiadora-, esto no es un juguete para señoras.
– Vosotros dos tampoco. Vuestras peloteras me sacan de quicio. Sois ridículos. Lo que me desespera es que ni siquiera os dais cuenta. El rumbo de los tiempos ha cambiado, señores. Los ideales que defendieron ya no están vigentes hoy, y lo que está ocurriendo en el país está en las antípodas de sus utopías. Apiádense de sí mismos y ahórrenme sus gilipolleces. Estoy llevando a cabo una investigación seria y me importa un rábano la morralla que representan.
– El incumplimiento de los juramentos no es asunto mío. En cambio, no tolero que nadie llame felagas a hombres y mujeres que murieron por su patria.
– ¿Y tú que has hecho para honrar su memoria, guardián del templo? -me grita el granjero-. El país por el que murieron está en manos de inútiles y de perros y, aparte de perseguir a los tullidos y de pegar a los mancos, ¿qué has hecho para evitarlo, señor luchador por la libertad?
– Yo no era un felaga.
– ¿Has estado al menos en el maquis?
– ¿Y esto qué es? -atronó levantando mi jersey para que vea una cicatriz de bala a dos centímetros de mi corazón. ¿Acaso parece una quemadura de cigarrillo?
– ¿Y esto qué es? -me replica bajándose el pantalón-. ¿Acaso mi placa de eunuco?
Me quedo sin aliento.
Soria no se da la vuelta. Aunque sorprendida por la desnudez del hombre, se queda pasmada al contemplar el bajo vientre cubierto por un vello espeso, como para ocultar su invalidez: el granjero tiene amputados el pene y los testículos.
Un silencio sepulcral se abate sobre todo el lugar.
Labras se sube el pantalón y se sienta, jadeante pero comedido. Me da la espalda como para expulsarme del universo y se dirige exclusivamente a Soria:
– Debió usted dejarlo en su zoológico, señora. Las fieras se ponen muy nerviosas cuando se las saca al bosque…
– Lo siento muchísimo, señor Labras.
Le guiña un ojo, con tristeza.
– No es grave. En cierto modo es mejor así: al menos, permaneceré fiel a mi difunta esposa hasta el final… Haré una excepción por tratarse de Tarek Zubir-dice cambiando repentinamente de tono-. No se merecía acabar así. Le debo mucho. Fue el único responsable que aceptó recibirme. Me escuchó, y fue él quien me sugirió que me instalara aquí, lejos de los hombres y de su rencor. Si no hubiese intervenido personalmente, el banco no me habría prestado ni para una cuerda con la que ahorcarme. Los canallas que le han matado no se saldrán con la suya. Estoy dispuesto a correr todo tipo de riesgos con tal de que paguen. Dígame lo que quiere saber, señora, estoy listo.
Soria me devuelve la pistola. La guardo en la cintura y me levanto para tomar el aire, pero no tan lejos como para perderme la conversación.
– Tarek Zubir debía presentarnos a un testigo clave el día en que fue asesinado, señor Labras. Era a propósito de la familia Talbi, desaparecida la noche del 12 al 13 de agosto de 1962. Quería cooperar a fondo con nosotros. Desgraciadamente, se nos adelantaron. Y Debbah…
– No me hable de ese perro. Ha muerto como siempre vivió. Era un carnicero, un canalla de la peor especie. Muchos inocentes han pasado por el filo de su cuchilla. Sólo con pensar en él me dan ganas de ir a cagar sobre su tumba.
Soria levanta los brazos.
– Perdón. Ignoraba que lo odiara tanto.
– ¿Odiarlo? Eso sería una honra para él.
– De acuerdo, señor Labras, retiro lo que he dicho.
– No merece la pena que nos detengamos en eso, señora. Lo que hay que dar por sentado de una vez por todas es que los dados por desaparecidos fueron ejecutados aquella noche, con excepción de un niño que consiguió escapar y que los hombres del Zurdo buscaron durante meses, quizá años, sin encontrarlo. Yo estaba allí, señora. Jamás olvidaré lo que ocurrió aquella noche. Jamás. Recuerdo todos los detalles, cada uno de los insultos que profirieron los fel…, los esbirros del Zurdo, cada una de las lágrimas en las mejillas de las mujeres y de los niños, cada súplica de los hombres que iban a liquidar… Yo había sido detenido dos días antes, en el bosque donde me ocultaba desde las primeras masacres colectivas, durante las cuales se cargaron a mi mujer, a mi padre y a dos de mis hermanos. Yo esperaba poder alcanzar el puerto y embarcar hacia Francia, pero las tropas del FLN estaban peinando la comarca, tenían controles en todos los cruces de camino y registraban a todo el mundo. Se había abierto la veda del harki. Yo era uno de ellos, y se había puesto precio a mi cabeza. Ignoro cuántos días y noches me mantuve oculto en el bosque, alimentándome de plantas y frutos salvajes. Una mañana, bajé a beber a una fuente y los esbirros del Zurdo me cayeron encima. Unos querían degollarme allí mismo, otros insistían en que se me llevara ante el jefe. Me trasladaron a un puesto de observación abandonado y me ataron dentro de una cueva. Ese mismo día, trajeron a otros tres harkis, uno de los cuales, destrozado, murió de sus heridas al atardecer. Al día siguiente, tras un simulacro de ejecución, nos volvieron a meter en la cueva. Por la noche llegó un tractor bien escoltado. Reconocí a Kaíd y a su familia, así como a los Ghanem. Traían sus pertenencias en maletas e ignoraban lo que se les reprochaba. Unas horas después llegó a pie la familia de Bahass. Recuerdo que el mayor de los hijos llevaba a su abuela a hombros. Inmediatamente después, un camión descargó a Talbi y a su familia. Ninguno de ellos sabía por qué se encontraba allí. Creo que ni los secuestradores lo sabían. Esperaban órdenes del Zurdo. Pero cuando vieron llegar a Debbah el Carnicero, con su bolsa llena de machetes, empezaron a darse cuenta de lo que les esperaba. Más tarde, circuló el rumor de que El Zurdo no podía venir y que había ordenado que se nos ejecutara a todos. Los dos harkis y yo decidimos vender caro nuestro pellejo. Los matarifes empezaron por los Kaíd. Aquello ocurrió en un calvero que la luna llena alumbraba como si fuera de día. Cuando empezaron a atar a los niños, Kaíd gritó: «¡Nos van a degollar!». Pánico general. Las tres familias se dispersaron en medio de una confusión general. Los hombres del Zurdo empezaron a disparar a diestra y siniestra. Yo y mis dos compañeros aprovechamos la refriega para salir huyendo de allí, tras cargarnos al que nos custodiaba en la cueva. Ya había unos cuerpos tumbados en el calvero. La chiquillería y las mujeres alcanzadas por sus perseguidores gritaban de espanto. Las balas silbaban a mi alrededor. Corrí todo lo que pude. No lo tenía fácil con las manos atadas. Tropecé con un tronco de árbol y caí en una fosa. Tres hombres armados dieron conmigo. «Éste es mío», dijo Debbah. Los otros dos me inmovilizaron en el suelo mientras el Carnicero me quitaba el pantalón. Me emasculó allí mismo. Como se oían otros gritos muy cerca, dijo al más joven que me dejara sufrir un poco antes de saltarme la tapa de los sesos. El dolor era tan atroz que no me desmayé. También estaban los aullidos de los ajusticiados. El tipo que debía rematarme temblaba como una hoja. Le supliqué que abreviara mi agonía. Lloraba y se negaba con la cabeza. Ni siquiera conseguía agarrar debidamente su fusil. Me apuntó a la cabeza, luego apartó el cañón y disparó al lado antes de salir corriendo.
– ¿Por qué los Talbi? -le presiona Soria.
– No lo sé. A menudo me lo he preguntado. Se han lanzado algunas suposiciones, generalmente elucubraciones. Algunas muy graves, a menudo inverosímiles. Tengo mis principios: este país nos ha acostumbrado a tanta manipulación y desinformación que, para no perder la cabeza, sólo creo en lo que tocan mis manos y ven mis ojos. Lo de los Talbi no lo entiendo. En cuanto a los demás, eran ricos y se les acusaba de no haber apoyado económicamente la lucha armada. Negarse a participar en el esfuerzo de guerra se consideraba alta traición.
– Tarek nos dijo que fue para que El Zurdo se quedase con sus bienes.
– Eso es lo que hizo luego. La versión oficial sigue siendo la primera.
– Los Talbi no tenían dinero.
– Cierto. Ése es el punto oscuro del asunto. Más adelante corrieron algunos rumores al respecto que no duraron mucho.
– ¿Cuáles?
– Quizá sólo fuera un chismorreo.
– Dígalo de todos modos.
– No tengo derecho a hacerlo, pero conozco a alguien en mejores condiciones que yo para contestarle.
– ¿Vive por aquí?
– Sí, pero ignoro si estará dispuesto a hablar con ustedes. En un momento dado, fue muy amigo de Tarek. Es además una persona íntegra. En mi opinión, él conoce buena parte de la verdad.
– ¿Nos puede llevar hasta él?
– Primero tengo que preguntárselo.
Yelul Labras nos recoge en el hotel hacia medianoche. Nos recomienda que dejemos el Lada donde está y que nos deslicemos a pie por un dédalo de callejuelas que se pierden por la ciudad antigua. Se adelanta varias veces para inspeccionar los alrededores. Otras, nos oculta en una puerta cochera y vuelve hacia atrás para comprobar que no nos siguen. No está aterrorizado; sólo toma medidas y no parece estar exagerando. No son medidas para protegernos. Labras ha debido de prometer a nuestro testigo que no le haría correr ningún riesgo. A pesar de mi impaciencia por llegar, le dejo tantear el terreno a su manera.
Un coche nos está esperando. Labras nos pide que nos sentemos en la parte trasera, se pone al volante y empuja el coche hasta la calzada con las luces apagadas. Las enciende cuando ya hemos salido de la parte vieja. Salimos de la ciudad y tomamos la carretera de Medea. La noche está oscura y el cielo tormentoso. No nos cruzamos con ningún coche. El campo está sumido en las tinieblas y no se oye más que algún que otro ladrido de perro salvaje. Llegamos a un cruce, damos unos bandazos debido a un puente dañado por una crecida y alcanzamos una pista. Labras apaga las luces y se apea para escuchar. Regresa al cabo de tres minutos, ya seguro de que no nos siguen.
Vuelve a arrancar con suavidad, siempre con las luces apagadas, y se dirige hacia un bosquecillo. Un relámpago raya la oscuridad, seguido por una ráfaga de viento que se cuela entre los árboles. Unas primeras gotas de lluvia, gordas y dispersas, constelan el parabrisas. Labras enciende las luces en un camino abollado y medio invadido por la maleza. El chirrido de los amortiguadores se sobrepone al rumor del bosque. Soria mira hacia delante y contiene la respiración. Se toca las rodillas con desazón.
– ¿Falta mucho? -pregunto.
Labras no me contesta. Maniobra con destreza entre los baches, con un ojo puesto en la pista y otro en el retrovisor. Seguimos adelante unos veinte minutos más, hasta atisbar unos lejanos fuegos fatuos, que señalan unos corrales tan alejados unos de otros como la mentalidad del granjero y la mía. Suenan unos ladridos cuando cruzamos una hilera de pinos esqueléticos. Los ojos del perro relucen en la oscuridad. Se enciende una luz en una casa, detrás de nosotros. Aparece una silueta en el porche y manda callar al animal. Reconozco a Rabah Alí, el hombre que vino a verme al hotel y que me sugirió que contactara con el criador de pollos. Ha cambiado desde el otro día; parece haber recuperado el ánimo. Nada que ver con aquel señor asustado y con ganas de salir pitando. Esta vez, tiene aspecto agresivo y la cara ceñuda. Me pregunto si su aparente gallardía no se debe a su indumentaria de cazador: pantalón de tela gruesa, K-Way de camuflaje encima de un jersey de lana y un imponente cinturón militar claveteado.
Nos hace entrar en un salón cubierto por alfombras chaui <emphasis>*</emphasis> alumbradas por pantallas caladas de bronce. Nos sentamos en unos bancos acolchados. Yelul Labras prefiere quedarse de pie junto a la ventana.
– Para mi familia, estoy cazando perdices -nos explica Rabah con una voz entrecortada que contrasta con su fingido aplomo-. Lo cual tampoco es mentira. Dentro de unas horas llegarán unos amigos míos. A las cuatro de la mañana nos meteremos en el bosque. Toda esta escenificación es para no llamar la atención. Ya se lo he dicho, señor Llob. No quiero tener nada que ver con esta historia, aunque sé que ya va siendo hora de que el tumor reviente. Yelul no ha tenido que insistir mucho para convencerme. Yo mismo estoy hasta las narices, así que acabemos ya de una vez con esto. Pero antes de proseguir, tengo que hacerles algunas preguntas.
– Me parece bien -le digo-. Pero yo también tengo una, absolutamente prioritaria. Luego, le doy la palabra y las riendas.
– Le estoy escuchando, señor Llob.
– La primera vez fue usted quien nos remitió a Labras. Esta noche, es él el que nos trae hasta usted. ¿Puedo saber qué los une?
Yelul levanta la mano para indicar a nuestro anfitrión que quiere contestar por él. Éste acepta. El criador de pollos se dirige a Soria:
– Rabah Alí es el hombre armado al que Debbah mandó que me saltara la tapa de los sesos aquella noche del 12 al 13 de julio.
A Soria la exaspera mi comportamiento. Esos detalles no le interesan. Está impaciente por entrar en el meollo del asunto. Pregunta a Rabah:
– ¿Puedo tomar notas, señor Alí?
– Por mí, no hay inconveniente.
– Gracias.
Saca de su bolso un cuaderno de notas y un bolígrafo, poniendo de paso en marcha la grabadora oculta en él. Totalmente dueña de sus gestos y de su mente, abre el debate:
– Estoy esperando sus preguntas, señor Alí.
– ¿Sabe con quién se la está jugando?
– Con Hach Thobane, alias El Zurdo, un personaje influyente a escala nacional y miembro del buró político.
– Muy bien, señora. ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar?
– Yo, hasta el final -dice Soria.
– ¿Es decir?
– Lo que quiere decir.
– ¿Está segura de poder plantar cara a Hach Thobane? De ser así, dígame cómo.
– ¿Puedo saber de qué va esto? -gruño.
– ¡Haga usted el favor, comisario! -se rebela Soria-. Sé perfectamente de qué va, y tiene razón. Han muerto dos hombres por la investigación que estamos llevando a cabo. Juro que esas muertes no quedarán impunes… ¿Se pregunta usted, señor Alí, cómo pienso enfrentarme a una deidad como Thobane, que campa por sus respetos y no teme a las leyes ni a quienes las aplican? No se preocupe, no estoy sola. Estoy muy apoyada, autoridades importantes que están al tanto de mis investigaciones y dispuestas a defenderlas si consigo algo suficientemente gordo como para ponerle en un apuro. Jamás me habría embarcado en esto si no estuviese segura de movilizar a gente dispuesta a poner la palabra Fin a esta historia.
– Si quiere que se lo diga, lo suponía. Me quedo totalmente tranquilo ahora que me lo confirma, pues voy a revelar cosas que son capitales.
De repente, enronquece. Ha llegado para él el momento tan temido, y acaba de darse cuenta de los peligros que le acechan. Una sombra de duda cruza su mirada. Soria lo mira fijamente, como intentando insuflarle parte de su determinación. A Rabah Alí se le va desvaneciendo el orgullo, titubea, intenta serenarse. Le suda la frente y se le secan los labios.
– Hay que seguir adelante, Sidi Alí -le exhorta el criador de pollos-. Confío en esta señora.
Rabah Alí se queda meditabundo ante la incitación del granjero, consigue superar su confusión y se desplaza al cuarto contiguo. Regresa con un pequeño cuaderno de espiral y lo suelta sobre la mesa delante de Soria:
– He guardado esto durante veintiséis años. Ya no quiero tenerlo conmigo.
– ¿Qué es? -pregunta Soria palideciendo.
– Era de Ameur Talbi. A mí me tocó escoltarlos aquella noche. Y digo bien escoltarlos. Ignoraba que iba a producirse una cacería. Tenía apenas veinte años y las manos todavía limpias. Me ordenaron que fuera a casa de los Talbi para invitarles a hacer las maletas. Para esta misión me proporcionaron un camión. Por entonces, yo no sabía ni discutir órdenes ni hacerme preguntas. Llamé a casa de los Talbi a las nueve y media de la noche. Mi fusil no estaba cargado. Con esto les doy a entender lo poco que sabía yo de lo que se avecinaba. Ameur Talbi no se esperaba mi visita. Me dijo que se trataba de un malentendido, que jamás El Zurdo enviaría a nadie a buscarle a su casa. Le dije que había recibido órdenes estrictas y que debía llevarles, a él y a su familia, al puesto 32. Ameur Talbi me contestó que, de todos modos, no podía ir porque su mujer era medio paralítica y su hijo menor tenía cuarenta de fiebre. Yo no tenía radio ni teléfono para comunicarme con mis superiores. Ante mi apuro, me enseñó este registro para demostrarme que estaba equivocándome de persona. Lo abrí y le eché una ojeada. Entonces llegó un todoterreno. Era un suboficial. Sin bajarse del vehículo, me ordenó a voces que me diera prisa. Intenté explicarle que quizá nos estuviésemos equivocando de persona. Me gritó que si no estaba en el puesto 32 antes de las diez, me arrancaría la piel con unas tenazas. Ameur Talbi lo oyó todo. La orden era tajante. Le dije que cuando llegásemos al puesto 32 todo se aclararía y que no se preocupara. Asintió con la cabeza y fue en busca de sus hijos. Dos de mis hombres ayudaron a la madre. Subimos al puesto 32 y allí ya no pude hacer nada. Yelul le habrá contado lo que vino luego.
Soria quiere saber qué tenía El Zurdo contra Ameur Talbi. Azorado por la gravedad de su testimonio y comprendiendo que ya ha ido demasiado lejos como para echarse atrás, Rabah Alí da un manotazo al registro.
– ¿Aún no se ha enterado usted? Ameur Talbi era el colaborador más cercano del Zurdo, su hombre de confianza más importante: era su tesorero.
Nos alcanza un rayo. La descarga es tal que a Soria se le rompe el bolígrafo en la mano. Su cara se convierte en efigie de cera.
Me quedo anestesiado, y no oigo las siguientes palabras de Alí. Me conformo con mirar cómo su boca masca su hiel. Oigo en mi interior un silbido cósmico que se traga el tamborileo de la lluvia sobre el tejado y el ruido del viento en los árboles.
Me cuesta reconocer a Soria. Una extraña mezcla de cólera y de júbilo intenso desfigura su rostro. No ha dicho esta boca es mía mientras Labras nos llevaba de vuelta al hotel. Sólo percibía el incontenible temblor de su cuerpo transmitido por el cuero del asiento trasero. Ni siquiera dio las gracias al granjero cuando nos dejó. Nada más llegar a su habitación agarró su maleta, presa de un ataque de frenesí, y la llenó desordenadamente.
– ¿A qué viene esto? -le pregunto.
– Hago mi maleta y me largo.
– ¿Sabe qué hora es? Va a amanecer dentro de nada.
Se pone tiesa y tuerce la boca. Me atraviesa con su mirada desorbitada.
– ¿Todavía no se ha enterado, señor Llob? Por vez primera en su vida, ese ogro de Hach Thobane se encuentra en un serio apuro, que tengo la firme intención de convertir en pesadilla. Estas cosas hay que hacerlas en caliente. La menor prórroga, cualquier distracción, una simple pausa para café le pueden dar tiempo para maniobrar a su favor. No le daré esa oportunidad. Antes muerta. Quiero que caiga, y cuanto antes mejor.
– Necesitamos dormir un poco. La carretera es mala y hace un tiempo de perros.
– No hay descanso mientras dura la guerra. Le recuerdo que tiene que sacar a su teniente del agujero donde se está pudriendo, comisario. Está loco por volver a su casa cuanto antes. En su situación, el tiempo vale más que el oro; se trata de sobrevivir. De todos modos, estoy tan excitada que no conseguiría dormirme. Si está cansado, yo conduciré. Le prometo devolverlo entero a su casa.
– ¿Y mi coche?
– Déme las llaves y los papeles. Mandaré a alguien a buscarlo mañana.
No hay manera de hacerla entrar en razón. Ya está en otra parte. Hago de tripas corazón y vuelvo a mi habitación para recoger mis cosas.
No aguanto mucho. Al cabo de un centenar de kilómetros, me quedo adormilado en mi asiento. Soria me despierta al llegar a Argel. En estado semicomatoso, la oriento para llegar a mi casa. Me deja delante y desaparece, olvidándose mi equipaje en el maletero del Lada.
Mi reloj señala las cinco de la mañana. Subo como puedo los escalones. En el rellano del tercer piso intento en vano dominar mi vértigo. Llevo dos noches seguidas sin pegar ojo. Mina me abre, con la cara abotargada de sueños frustrados. Me derrumbo entre sus brazos y me abandono a sus cuidados. Tengo la vaga sensación de que me está quitando los zapatos. La cabeza se me hunde en una almohada, y me arrastra de inmediato consigo por un maravilloso abismo.
He dormido como un lirón. Me he despertado a media tarde. Mina me sonríe, sentada en el borde de la cama. Se ha puesto guapa, con las pestañas marcadas con kohol.
– Te he preparado un baño -me dice con voz de pajarito.
– Lo necesito más que nada.
Mientras me enjabona la espalda, le pregunto si alguien ha llamado.
– Nadie, aparte de Monique.
– ¿Qué quería?
– Hay una boda este fin de semana. Le dije que lo pensaría.
Al anochecer, ya no aguanto más. Soria no ha dado señales de vida. Lo que más rabia me da es que en ningún momento se me ha ocurrido quedarme con su teléfono. Tampoco sé dónde vive. La mudez de mi teléfono aumenta mi mal humor. Estoy tan contrariado que ni siquiera toco la cena. Hacia medianoche, me vuelven a zumbar las sienes. Mina me suplica que me meta en la cama. Me niego obstinadamente. Al final, me quedo dormido en el salón sobre una banqueta acolchada.
Más de lo mismo al día siguiente. Me paso la mañana mirando el teléfono, como si fuera el perro de La Voz de su Amo. Nada, aparte de las llamadas de siempre. Soria se ha propuesto olvidarme. He llamado a Baya para preguntarle si alguna señora ha intentado localizarme en el despacho. Su respuesta aviva mi malestar.
Mina evita la confrontación. Ha aprendido a no meterse conmigo cuando mis mofletes le recuerdan los de un dogo estreñido.
Al atardecer, Furulú, el hijo de la vecina, me informa de que una mujer me espera abajo en su coche. Si me llegan a cronometrar mientras me visto, seguro que acabo figurando en el Guinness. Antes de que a Mina le dé tiempo a reaccionar, ya estoy en la calle.
Soria está arreglada de pies a cabeza. Seguro que le ha ido bien. Enfundada en un traje de chaqueta que quita el hipo, el pecho provocador y un aspecto espléndido, me planta un beso voraz en la mejilla.
– Tenga cuidado -la calmo-. ¿Quiere que mi mujer la lleve ante los tribunales?
Echa la cabeza hacia atrás y suelta una risotada de felicidad. Me da un fuerte manotazo en el muslo y exclama:
– Me ha tocado el gordo. Estuve todo el día de ayer llamando a distintas puertas y mis ruegos han surtido efecto. Ya de entrada, tenemos tres apoyos inflexibles. Dos políticos y el magistrado más relevante del país. No se echarán atrás. De hecho, a eso deben su fama. Y eso que no les he contado todo. Saben que tengo al toro agarrado por los cuernos y se alegran. Le garantizo que no nos van a dejar en la estacada. Pero ésa no es la mejor noticia. Adivine quién acaba de llamarme hace menos de dos horas.
– No tengo la menor idea.
– ¡El Che!
– ¿Cherif Wadah?
– El mismo.
Me espabilo del todo.
– Si tenemos a este hombre de nuestra parte, la partida está ganada de antemano -le digo.
– Lo tenemos. Nos espera en su casa.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Arranca a la carrera.
No recuerdo haber visto a nadie tan eufórico, salvo quizá al inspector Bliss tras uno de sus exitosos chanchullos.
– Vamos a destrozar a ese tigre de papel, comisario. Le juro que tendrán que recogerlo con cucharilla.
– No hay que dejar el coche en la calle -nos recomienda Joe tras mirar a diestra y siniestra para asegurarse de que el camino está despejado-. Les abro el garaje.
Se abre un pesado portón de hierro sobre un patio adoquinado. Soria pone la marcha atrás y coloca el coche bajo un embovedado de buganvillas. Joe nos señala dónde debemos aparcar y cierra apresuradamente el portón.
Cherif Wadah aparece en lo alto de una pequeña escalinata, muy serio dentro de su bata de color verde botella y con las manos en los bolsillos. Ha engordado ligeramente. Afeitado, con el pelo peinado hacia atrás, ha recobrado el carisma de antaño. Al dirigirme hacia él, abre los brazos:
– Ese querido comisario Llob.
Nos damos unos abrazos dignos de los veteranos de guerra que somos. Se alegra mucho de verme. Soria espera su turno detrás de mí, con su cartera pegada al pecho. Nuestro huésped la acoge contra su pecho y ella no se hace de rogar.
– Estás magnífica, preciosa -le susurra-. Si tuviese veinte años menos, me casaba cuatro veces contigo.
– Eso se lo dirá a todas -replica la historiadora muerta de risa.
– No sabía que se conocieran -digo, algo celoso.
– Soria es para mí como un hada -me cuenta el viejo zaím-. La quiero como si fuera mi hija. Nos conocimos hace cinco o seis años…
– Ocho -precisa Soria.
– Me ha dedicado varios estudios, y hasta ha escrito un libro sobre mí.
– Dos -corrige la universitaria-. Una biografía y una recopilación de entrevistas.
– Así es.
Nos lleva a un inmenso salón totalmente cubierto de alfombras de artesanía. En las paredes, muchas fotografías grandes en blanco y negro, muy antiguas, donde se ve a nuestro huésped ya vestido de guerrillero, con la metralleta en bandolera, ya con traje de proletario, sin corbata, junto con grandes figuras de la revolución. En algunas aparece el difunto presidente Huari Bumedián, en otras el presidente yugoslavo Tito, el general vietnamita Giap, Fidel Castro, el rey Faisal Ibn Saud, el monarca jordano Hussein, el líder libio Muammar el Gadafi y el presidente egipcio Nasser. Cherif Wadah está tomado desde todos los ángulos posibles junto a esas eminencias, a veces riendo a carcajadas con ellas. Impresionante.
– Bueno, princesa, ¿qué buenas noticias tienes para mí? Me han llamado esta tarde. Al parecer, traes contigo una bomba atómica.
Soria despliega el contenido de su cartera sobre un velador.
– No se lo va a creer, querido Che.
Empieza dándole a leer sus folios. El Che los consulta atentamente mientras la historiadora va esgrimiendo sus argumentos. Al cabo de media hora, el anciano deja de asentir con la cabeza. Conmocionado por las revelaciones, se coge la cabeza con ambas manos y escucha el informe de Soria sin abrir la boca. Las arrugas surcan su frente. De vez en cuando, intervengo para contarle las distintas etapas y las dificultades que hemos tenido en nuestras indagaciones. La historia de Tarek Zubir parece afectarle. Suelta un suspiro de despecho y levanta la cabeza. La mirada le arde y sus pómulos se estremecen de asco.
– Increíble, increíble -balbucea.
Se levanta y da vueltas por el salón, con las manos tras la espalda, a la vez furioso y trastornado. Dice exaltado:
– Dios dio a los hombres lo mejor de sí mismo. Concibió el mundo como una acuarela para que su mirada se abriera a la belleza, dispuso las estrellas para que se orientaran, y a su alrededor unos horizontes fascinantes para estimularles. Pero omitió poner freno a su necesidad de crueldad, y toda Su generosidad se vino abajo… Dios no debió confiar precisamente en aquellos que son expertos en desfigurar Su imagen. No debió creerse que somos incapaces de ser ingratos. Todas las desgracias del mundo proceden de esa inmerecida confianza.
Soria saca ahora su grabadora portátil.
– Y ahora viene lo mejor de todo -anuncia apretando el botón.
El Che vuelve a sentarse. La voz de Alí Rabah invade el salón como una corriente de lava. A su alrededor, el universo retrocede, se descompone, se disipa. No existe nada sino la pequeña cinta dando vueltas dentro de su caja, liberando segundo a segundo el insostenible relato de nuestro testigo clave de Sidi Ba. El Che tarda unos minutos en percatarse de que la cinta se ha detenido. Llama a Joe, con una expresión insondable en la cara, y le pide que le traiga sus píldoras. El ex boxeador obedece. Tras haberse tomado su medicamento, el anciano pide que lo dejen un rato en su despacho para reflexionar. Ordenamos nuestros documentos y esperamos una eternidad. Por la ventana, se han eclipsado las últimas luces del día. La ciudad desaparece bajo una noche sin luna.
El Che nos pilla aburridos como ostras. Ha recobrado su color y se le nota relajado. Decreta:
– Ni Argelia ni Dios nos perdonarían que diésemos carpetazo a este asunto. Estas monstruosidades no quedarán impunes.
Soria suspira de alivio. El anciano le sugiere que no se haga ilusiones.
– Esto no va a ser coser y cantar.
– Tenemos pruebas de sobra para acabar con él -exclama la historiadora.
– Hach Thobane no es un ciudadano ordinario y no puede uno plantarse en su casa con una orden de arresto y unas esposas. Se trata de un miembro permanente del buró político.
– También es usted miembro del buró político -le recuerdo-. Su influencia es tan colosal como su carisma.
– En las altas esferas las cosas no funcionan tal como usted imagina. Es algo más complicado. Los intereses personales están íntimamente ligados, así como las complicidades y las tramas. Si cae un pilar, se produce un efecto dominó. Muchos dinosaurios del régimen se sentirían directamente apuntados si uno de ellos se viera en peligro, ya sea aliado o disidente. El Sistema debe su longevidad al hermetismo del microcosmos que ha construido a su medida. En buena lid, en esos centros de decisión pueden no estar de acuerdo entre sí y torpedearse alguna vez que otra, pero cuando la amenaza es externa, todos los antagonistas se apoyan mutuamente, como una piña compacta y solidaria. Por lo demás, un peso pesado como Thobane no sólo tiene intereses; dispone de un contingente de discípulos y de peones que no están dispuestos a quedarse sin su maná. No nos va a resultar fácil bajarle de su peana.
– Fácil, no, pero es posible -dice Soria-. No es más que un canalla con las manos ensangrentadas. Es fuerte porque la gente no sabe cómo ha llegado hasta donde está. La información que tenemos lo va a dejar en pelotas frente a la opinión pública. Sus mejores amigos se apartarán de él. Cuando se ha dado la estocada, cada uno intenta ponerse a salvo. Estoy segura de ello. Es cierto lo que usted dice, Sidi Cherif, pero sólo cuando la conspiración se descubre o se aborta. Cuando el daño está hecho, cada cual se mete en su cascarón, y si te he visto no me acuerdo. Allá arriba, en las altas esferas, los vuelcos son tremendos. No nos dejemos intimidar. Estamos a punto de conseguir nuestro objetivo. Sigamos adelante. Ya tengo escrito el artículo para mi periódico. Si cuenta con su apoyo, mi director aceptará publicarlo. Sabe perfectamente que nadie traga a ese abyecto y asqueroso engendro, ni siquiera su propia familia. A ese crápula no se le venera, sino que se le teme más que a la peste. El país nos agradecería que lo libráramos de él. Sería horrible no seguir adelante tras tantos esfuerzos.
– ¿Quién ha hablado de arrojar la toalla? -pregunta el Che con calma-. Si hay alguien aquí dispuesto a seguir adelante, ése soy yo. Sé lo que este individuo supone para el porvenir de la nación: el peor de los cataclismos. El problema es otro. La pregunta es cómo podemos ser más eficaces. Si damos un paso en falso se nos echarán todos encima. Él saldría fortalecido y ya jamás nadie se atreverá a meterse con él. Nos jugamos el todo por el todo.
– ¿Está dispuesto a ayudarme a publicar mi artículo?
– En los principales periódicos -recalca-. En árabe, en francés, en chino si te apetece. Pero no será bastante.
– También necesitaré un equipo de televisión. Mañana regreso a Sidi Ba para filmar el desentierro de los cadáveres. Labras me llevará hasta allí. Filmaremos la exhumación de los cuerpos y todo el mundo podrá verlo por el telediario.
– Ante todo, no hay que precipitarse -dice el Che.
– De acuerdo, pero hay que actuar con mucha rapidez. El factor tiempo es la clave de nuestro éxito. Si ese canalla llegara a sospechar algo grave, se nos adelantaría y nos cortaría el paso.
– ¿Piensa que no está al tanto? -pregunto.
– Ignora lo más gordo. Cree que hemos fracasado, que hemos provocado una tormenta en un vaso de agua. Si no, ya nos habría soltado los perros.
El Che nos pide calma. Nuestro conciliábulo dura unas cuantas horas: Soria tendrá su equipo de televisión y su artículo saldrá en los principales periódicos del país. Pero, para ello, se impone una prueba añadida, sin la cual nuestra empresa fracasaría. «Y ahí es precisamente cuando entra usted en acción, comisario», me confía el Che. Tras lo cual nos encerramos en su despacho para ultimar los detalles de nuestro complot.
Argel está radiante, inspirada por la pureza de su cielo. Se complace en la vida, inmersa en su luz, y su bahía parece una enorme sonrisa. El sol saca pecho en la plaza y yo camino pavoneándome. Me encuentro bien en mi cabeza y en mi pellejo; estoy a punto de expulsar a una deidad de su Olimpo y, por ese mismo motivo, de entrar en la mitología. Para asegurarme de que nada me va a fallar, verifico con regularidad si mi Beretta sigue en su sitio y el micro debidamente pegado bajo mi jersey.
Hach Thobane me ha citado a las tres en punto. A las tres en punto aparco mi Zastava delante del número 7 del Camino de las Lilas. La verja tintinea justo cuando corto el contacto, confirmándome que se me espera con impaciencia. Un fulano achaparrado, muy ancho de espaldas, obstruye la entrada y se aparta para dejarme pasar. Cuando cierra la puerta procede a registrarme.
– No estamos en el aeropuerto de Roissy -le señalo.
No atiende mi observación, palpa la carpeta que llevo conmigo, registra con sus manazas expertas mis tobillos, mi entrepierna y descubre lo que anda buscando debajo de mi axila.
– ¡Aquí no entran armas de fuego! -me ladra tendiendo la mano.
– Estoy de servicio.
– Por favor, entrégueme su arma.
– ¡Ni hablar! Un poli no entrega su arma ni aunque se la estén metiendo.
Otro tipo cuadrado, de guardia en el porche, le hace una señal para que no insista. El gorila gruñe y se adelanta, renqueando ligeramente. Como un fogonazo, se me cruzan por la mente las palabras de Kong a propósito de los dos matones del Peugeot 405 gris de Sidi Ba: el otro, paticorto, cojea un poco… Atravesamos la propiedad de Hach Thobane, que me desvela todas sus maravillas. Toda una patria: avenidas de mármol en medio de un bosque tropical, pequeñas tapias de piedra tallada alrededor de palmeras enanas, hileras de farolas esculpidas, magníficos cuadros de flores delimitados por susurrantes riachuelos, un pequeño parque zoológico donde se contonean unos pavos reales entre un grupo de cuadrúpedos: una pareja de gacelas, una cierva, dos zorros del Sahara enjaulados, una joven cebra y otros adorables bichos traídos de países lejanos.
Hach Thobane está sentado sobre una imponente silla de mimbre, frente a sus animales de compañía. Está vestido con una gandura, la panza le llega a las rodillas y se está fumando un buen puro. A sus pies se extiende la piscina más bonita que jamás he visto en mi perra vida. Despide a su escolta con un dedo.
– ¿Quería hablar conmigo, comisario? -truena en tono expeditivo.
No me dejo espantar. Por el contrario, meto una mano en el bolsillo y me tomo mi tiempo admirando el paisaje.
– Añádase a esto una bandera, y adiós república -le sugiero.
Le palpita una ceja. Gira lentamente la cabeza hacia mí y se me queda mirando.
– ¿Ha ido usted a ver un médico, señor Llob?
– Sí. Me ha dicho que estoy hecho polvo.
– Lo mismo opino yo.
– Pues yo no, señor Thobane.
– ¿Está seguro de tener opinión?
– ¿Por qué no?
Aplasta su puro en un cenicero de marfil con forma de concha. Se refugia en un silencio inquietante, de los que preceden a las tormentas.
– He estado en Sidi Ba -le cuento-. Lástima que una región de pastoreo haya optado por una industrialización salvaje. La ha privado de su poesía y ha podrido las mentalidades. Pero no me he aburrido.
– Estoy al corriente. Antes que usted, ya fueron otros allá para destrozar mi leyenda. Se quedaron sin voz y sin dientes a la vez.
Me acerco a él. La indignación le convulsiona el semblante. O bien es hipocondríaco o bien no puede soportar la cercanía de la escoria.
– No obstante, se trata de una comarca que sufrió mucho durante la guerra -prosigo indiferente-. Basta con arañar la tierra al azar para desenterrar restos humanos.
– ¿Acaso cree que la libertad se reparte como las pizzas, señor Llob? La de Argelia costó no menos de un millón y medio de mártires.
– Y algunos otros que no eran mártires.
– No tengo en cuenta las bajas del enemigo. Ésa no es nuestra historia.
– Hay más que las bajas del enemigo.
Se gira enteramente hacia mí, con la esperanza de ponerme en mi sitio. Le guiño un ojo para que compruebe hasta qué punto me siento motivado. Su mirada me radiografía. Por su manera de mover la ceja izquierda entiendo que empieza a oler a chamusquina. Nadie se atrevería a hablarle con tanto descaro. Salvo un chalado. Eso es lo que pensó de mí al principio. Pero la transparencia de mi discurso desecha de un papirotazo esa hipótesis. Hach Thobane sabe que estoy aquí buscando guerra. Lo que lo desconcierta es desconocer la naturaleza de mis armas y su poder de alcance. Ignora si detrás de mí hay un vulgar cazador furtivo o el mismo bosque, un oso o un zorro a punto de salir huyendo, un tirador emboscado o un comando de élite. Mi insolente, cuando no afanosa, seguridad en mí mismo es toda una monumental mueca. ¿Por qué?, se pregunta. ¿Se trata de una trampa o de una vulgar torpeza? Acostumbrado a berrear para imponer el silencio a su alrededor, sin haber encontrado apenas resistencia ni réplica durante decenios de abusos y de sevicias cometidos en la más fastuosa impunidad, ve claramente que hay gato encerrado en mi pugnacidad, pero no sabe cómo maniobrar. Así que espera que yo tropiece. Y aguanta el tirón. De hecho, me sorprende mucho su estoicismo. ¿Se deberá a la edad o al desgaste por sus excesos? En cualquier caso, me parece increíblemente desconcertado, como si un devastador presentimiento le estuviera minando secretamente la moral.
– ¿Por qué no va directamente al grano, señor Llob?
– También fueron sacrificados muchos inocentes.
– Por favor, eso era inevitable. Todas las revueltas producen estragos.
Su filosofía no me convence. No intento ocultárselo. Adivina que le va a costar mucho ablandarme. Me ve venir, descodifica a la perfección la red de mis insinuaciones. Su mirada intenta larga y vanamente doblegar la mía. Suspira y consiente en justificar lo injustificable.
– Estábamos en guerra. No había ni culpables ni inocentes, ni verdugos ni víctimas, sino quienes estaban en el lugar equivocado en el momento preciso y quienes se los cargaban para salvar su propio pellejo. Por supuesto, algunos se pasaron de rosca, con su triunfalismo. En realidad, eran el juguete de su propia pesadilla. Al fin y al cabo, no hubo vencedores ni vencidos, sólo quienes lo perdieron todo y quienes salieron adelante, aunque escaldados.
Me obstino:
– Algunos inocentes no pasaban por allí por casualidad, señor Thobane, ni tenían tan mala pata.
– Ocurrió, desgraciadamente, pero así son las cosas.
– Lo peor es que a los verdugos jamás se les molestó.
– ¿De qué serviría? No se puede resucitar a los muertos. A lo hecho pecho. Hoy, desde cierta perspectiva, sabemos que, con un mínimo de sentido común, pudieron evitarse muchos excesos. Pero por entonces no había lugar para el sentido común. El odio y la ira estaban al mando, y nadie podía evitarlo. Nos urgía acabar cuanto antes y arrasábamos todo a nuestro paso. Ni siquiera teníamos que hacernos preguntas. Un único horizonte nos guiaba: la independencia de nuestro país. El resto, nuestras vidas, nuestras conductas, nuestros errores y nuestras dudas, se lo llevó la crecida de nuestra entrega. Nadie se detenía en el camino, nos lanzábamos de cabeza hacia la libertad y no pedíamos perdón cuando lo rompíamos todo a nuestro paso y pisábamos el cuerpo de un amigo. Tampoco ellos nos iban a pedir perdón, y nos habrían pisoteado a nosotros. Así eran las cosas. Cuando la gente se alza en armas, se toma las cosas como vienen. Sean buenas o malas, no hay más remedio que asumirlas. Es la única manera de forzar el rumbo del destino… Además, no le estoy diciendo nada nuevo. Ha sido guerrillero y sabe lo que fue esto.
– Cierto, he sido guerrillero, pero sus motivaciones y las mías no tenían nada que ver. Yo luchaba por la independencia, no por lo que pensaba hacer con ella después. Para mí, sobrevivir a la guerra era el mejor regalo que Dios podía concederme. Me hacía ilusión recuperar a mi gente, mi casa y mis manías. Otros veían más allá. Ya estaban pensando en repartirse las fortunas huérfanas de dueños, los puestos de mando y los privilegios que proporcionan. Admita que no es lo mismo. No bastaba con una bandera en lo alto de los nuevos ayuntamientos. Algunos querían convertirse en lo que ésta simbolizaba y adueñarse del país. Como antes habían sido pastores, no supieron ser gobernantes y siguieron considerando al pueblo su rebaño. Pero éste no es el tema que nos ocupa, señor Thobane… Estoy aquí para remover su propia mierda.
Esperaba que saltara de sus casillas o que ordenara a sus hombres que me dieran una paliza antes de echarme a patadas. Se limita a concederme una mirada patética y cansada, la mirada de una vieja deidad que empieza a ser consciente de su finitud. Ni siquiera lo ha impresionado la vulgaridad de mi tono. Parece haber comprendido que mi fuerza no procede de mis argumentos como investigador, sino de la oculta movilización que se ha operado detrás de mí y de cuya determinación yo soy sólo una pequeña muestra. Hach Thobane es un fullero de primera. Ha superado más pruebas que un titán y desbaratado conjuras en cantidades industriales. Si ha sobrevivido hasta la fecha, en un país donde las maquinaciones tienen una precisión quirúrgica y las traiciones se maduran a la vez que se calculan, no se debe sólo a su buena estrella.
– Váyase, comisario. Le juro que no sospecha ni la centésima parte de los disgustos que está a punto de padecer.
– Ha metido usted en el calabozo a un teniente de la policía, señor Thobane. Lo acusa de haber intentado matarle por celos. Resulta que ese pobre madero no tiene nada que ver en esto. Ha sido usted víctima de su pasado, que ha acabado alcanzándolo. Ignoro cómo se hizo con el arma de mi colega, pero a su agresor le sobraban motivos para tenerle ganas. Intentaba vengarse, y vengar a los suyos, ejecutados por orden suya la noche del 12 al 13 de agosto de 1962, en los alrededores de Sidi Ba, donde usted reinaba con el apodo del Zurdo. Aquella noche también fueron liquidadas otras tres familias, pero ninguno de sus miembros consiguió librarse. Los Kaíd, ricos terratenientes; los Ghanem y los Bahass, la gente más rica de la comarca. Ni supervivientes ni herederos. Sus bienes fueron considerados botín de guerra, que fue a su vez malversado en beneficio propio: el suyo. La otra familia, la de los Talbi, tuvo su superviviente: Belkacem, internado desde 1971 bajo las iniciales de SNP y que se benefició del indulto presidencial el pasado mes de noviembre. Aquel chico, que tenía unos doce años cuando la matanza colectiva, sólo sobrevivió para dar con usted y ajustarle las cuentas. Él ha fallado, pero yo no voy a fallar.
– Las familias que ha citado colaboraron con el enemigo. Fueron juzgadas y condenadas por el Tribunal militar del FLN. Su fortuna no nos interesaba. Los Talbi eran más pobres que Job. Eso lo sabe todo Sidi Ba. Entonces, ¿por qué los iban a ejecutar si el objetivo de aquella operación era exclusivamente la fortuna de los condenados?
Esgrimo mi carpeta antes de tirársela sobre las rodillas.
Con toda calma, saca de ella un paquete de fotocopias.
– ¿Qué es?
– Lea, se le va a refrescar la memoria.
Se da la vuelta hacia el interior de la villa y pide que le traigan sus gafas. El gorila cojitranco acude de inmediato. Hach Thobane se pone las gafas, cuyos cristales le agrandan exageradamente los ojos, y hojea los documentos, que no parecen impresionarle.
– No veo lo que significa esto, comisario.
– Se trata de una copia del libro de contabilidad que Ameur Talbi llevó durante la guerra. Aquí está registrado el conjunto de los depósitos en metálico que gestionaba en provecho de su batallón, así como los descargos firmados por usted. Resulta sencillo evaluar las entradas y salidas de dinero, la suma de los distintos donativos, colectas y contribuciones financieras de la ciudadanía, musulmanes y cristianos -incluida la extorsión-, recaudados en la comarca de Sidi Ba de marzo de 1956 a junio de 1962. A saber, cuarenta y cinco millones de francos antiguos en metálico, mil ciento treinta y siete luises de oro, doce kilos de oro, cincuenta y dos joyas por una suma de tres millones… En resumen, la totalidad de un botín de guerra que jamás ha declarado al FLN y que se quedó cuando acabó la guerra.
– Váyase…
– Ameur Talbi era su tesorero secreto. Lo mandó ejecutar, así como a su familia, para no dejar testigos…
Se rompe el puente. Hach Thobane se pone de pie, conmocionado, completamente derrumbado, con una pistola en la mano.
– Llevo un micro oculto, y hay bastante gente siguiendo con interés nuestra conversación en este preciso momento. Lo siento, pero tenía que tomar algunas precauciones. Esta semana han sido eliminados dos hombres en Sidi Ba por menos que esto. Su asesino olvida -como todos los asesinos- que se puede matar a miles de testigos, pero que jamás se puede matar del todo la verdad.
Los nudillos de su puño armado se tornan blanquecinos a la vez que se estremecen.
– ¡No irá a dispararme!
– No me perdonaría mancharme las manos con la sangre de un perro -refunfuña-. Hay gente que se encarga de ese tipo de trabajo.
– Me andaré con cuidado.
– Demasiado tarde.
– ¿Cree usted que he hecho muy mal en hacerle esta visita, señor Thobane?
– Lárguese de aquí. Vaya en busca de su premio antes de que sus amos cambien de opinión.
Los dos gorilas me agarran por los hombros y me conducen a empellones hacia la salida.
Me tuerzo el cuello para mofarme de la deidad plebeya:
– Puede quedarse con el documento como recuerdo. El original está en lugar seguro. Hasta muy pronto.
– Ahueca el ala -me escupe el gorila en la nuca.
Hach Thobane observa, con una mirada tenebrosa, cómo sus hombres me llevan a rastras por la selva tropical. Debe de estar haciéndose dos preguntas fundamentales: con qué salsa me va a cocinar y cuándo piensa comerme.
Soria me llama para anunciarme su regreso de Sidi Ba y que todo fue muy bien. Su artículo de tres páginas saldrá mañana en los principales diarios nacionales. Me aconseja que me quede clavado en mi sillón y que no pierda de vista la pantalla de mi televisor; su reportaje saldrá en el noticiario de las ocho de la tarde. A las ocho menos cinco decreto el toque de queda en casa. Mina y nuestros hijos se reúnen conmigo en el salón, tan tensos como yo. No les he dicho nada, pero mi agitación les ha puesto la mosca detrás de la oreja. El pequeño es el único que se queda en su habitación, echando pestes contra sus deberes escolares. Las noticias se abren con un único titular: Hallada una fosa común en Sidi Ba, veintisiete restos humanos desenterrados, entre ellos quince niños. Las imágenes muestran una excavadora removiendo la tierra, a hombres exhumando cráneos humanos y varios montones de huesos, a testigos contando su versión de los hechos, todos la misma, la saben de memoria; una vista panorámica de las montañas de Sidi Ba, un zoom de la ciudad aderezado con un comentario abrumador. Unas imágenes de archivo remiten a los años de la guerra: pelotones de muyahidin avanzando por la nieve, aviones de combate del ejército francés bombardeando con napalm pueblos musulmanes, rostros quemados, campesinos huyendo de sus aldeas devastadas, mujeres y niños apiñados con sus hatos en carretas improvisadas; luego, vuelta a la fosa común, donde un anciano tambaleante cuenta el drama a la vez que señala un sendero y los alrededores. Reaparece el periodista para desarrollar el testimonio de las personas consultadas y se eclipsa, dando paso a una foto reciente de Hach Thobane, e inmediatamente después a otras, más antiguas, tomadas en el maquis, en las que aparece el famoso Zurdo exhibiendo una emisora de campaña tomada al enemigo durante una emboscada, pasando revista a su regimiento, apuntando con su subfusil, todo comentado en tono cavernoso de oración fúnebre… A mi alrededor, un silencio sideral. Mis dos hijos mayores y mi hija están anonadados. Mina tiene las manos pegadas a las mejillas y los ojos inundados de lágrimas. Ha dejado de oírse el ruido de los vecinos de al lado; habitualmente, a esta hora, sólo se oyen broncas y carreras de niños. Todo el edificio parece estar conteniendo la respiración. Pienso que lo mismo debe ocurrir en el resto del país.
– ¡Papá! -grita el pequeño desde su habitación-, ¿cómo quieres que haga los deberes con este follón? El teléfono lleva una hora sonando.
Tengo la impresión de estar emergiendo de un abismo, y me lleva mi tiempo asimilar los gritos de mi hijo. Al final percibo el ruido del teléfono. Llego hasta él y descuelgo; es Hach Thobane.
– Imbécil -me dice con una voz extraordinariamente serena.
Y añade, tras una pausa:
– Diga a sus comanditarios que no hay que vender la piel del oso antes de haberlo cazado.
Cuelga.
Mina me encuentra hecho un cascajo en nuestro dormitorio, con el auricular en la mano y la mirada perdida.
A las seis menos cuarto de la mañana, el teléfono me saca de un bote de la cama.
Es Nedjma, la amiguita de Hach Thobane:
– Venga rápidamente -me dice sollozando-, ha ocurrido una desgracia.
<a l:href="#_ftnref16">*</a> Baños árabes. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref17">*</a> Europeo nacido o residente en el Magreb francés. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref18">*</a> Ángel de la muerte para los musulmanes. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref19">*</a> Argelinos que se mantuvieron fieles al poder colonial francés. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref20">[5]</a> «Ay de vosotros».
<a l:href="#_ftnref21">*</a> Velo femenino. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref22">*</a> Bonete, gorro de fieltro rojo. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref22">*</a>* Túnica con capucha usada por los hombres. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref22">[6]</a> Véase El otoño de las quimeras.
<a l:href="#_ftnref25">*</a> Sangrienta represión tras las manifestaciones nacionalistas de Setif y Gulma. [N. del T.]
<a l:href="#_ftnref26">*</a> Comisariado político, órgano ejecutivo del FLN. [N. del. E.]
<a l:href="#_ftnref27">*</a> Maqui argelino, combatiente por la independencia. Al comenzar la guerra el término pasó a ser sinónimo de terrorista. [N. del E.]
<a l:href="#_ftnref28">*</a> Bereber argelino. [N. del E.]