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A Ricardo Piglia

Allá, en cambio, en diciembre, la noche llega rápido. Morvan lo sabía. Y a causa de su temperamento y quizás también de su oficio, casi inmediatamente después de haber vuelto del almuerzo, desde el tercer piso del despacho especial en el bulevar Voltaire, escrutaba con inquietud las primeras señales de la noche a través de los vidrios helados de la ventana y de las ramas de los plátanos, lustrosas y peladas en contradicción con la promesa de los dioses, o sea que los plátanos nunca perderían las hojas, porque fue bajo un plátano que en Creta el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna, después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón -para el caso es lo mismo- violó, como es sabido, a la ninfa aterrada.

Morvan lo sabía. Y sabía también que era al anochecer, cuando la bola de fango arcaica y gastada, empecinada en girar, desplazaba el punto en el que se agitaban, él y ese lugar llamado París, alejándolo del sol, privándolo de su claridad desdeñosa, sabía que era a esa hora cuando la sombra que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, inmediata y sin embargo inasible igual que su propia sombra, acostumbraba a salir del desván polvoriento en el que dormitaba, disponiéndose a golpear. Y ya lo había hecho -agárrense bien- veintisiete veces.

Allá la gente vive más que en cualquier otro lugar del planeta; se vive más tiempo si se es francés o alemán que africano y, si se es francés, se vive más tiempo si se es, parece, hombre de la ciudad que agricultor por ejemplo, y si se es de la ciudad -siempre según las estadísticas- se vive mucho más tiempo si se es parisino que si se es de cualquier otra ciudad y, si se es parisino, se vive mucho más tiempo si se es mujer que si se es hombre -y algo debe haber de cierto en todo esto, porque en París abundan las viejecitas: nobles, burguesas, pequeñoburguesas o proletarias, solteronas achicharradas o mujeres libres que envejecieron obstinándose en no perder su independencia orgullosa, viudas de notarios o de médicos, de comerciantes o de conductores de subterráneo, exverduleras o exprofesoras de dibujo o de canto, novelistas en plena actividad, emigradas rusas o californianas, viejas judías sobrevivientes de la deportación, e incluso antiguas cocottes, obligadas a retirarse por un censor más severo que las buenas costumbres, quiero decir el tiempo: la luz del día las ve reaparecer cada mañana, emperifolladas o casi en harapos, según su condición, estudiando dubitativas los estantes multicolores de los supermercados, o, si hace buen tiempo, en los bancos verde oscuro de las plazas y de las avenidas, sentadas solas y tiesas o en conversación animada con algún otro ejemplar de su especie, o dándole, en actitud ya inmortalizada por las postales, migas a las palomas; de mañana, en primavera, se las puede divisar en salto de cama, el torso inclinado hacia el vacío en la ventana de un quinto o sexto piso regando con aplicación malvones florecidos. En el interior de los edificios se las ve subir o bajar las escaleras, precavidas y lentas, con un bolso de provisiones o un caniche nervioso, pueril y un poco ridículo que llevan en los brazos y del que hablan a veces con algún vecino empleando una terminología de análisis psicológico que ningún psicólogo se atrevería ya a aplicar a un ser humano. Cuando son demasiado viejas, el asilo o la muerte las escamotean, sin que sin embargo su número disminuya, porque nuevas promociones de viudas, de divorciadas y de solteronas, después del lapso irreal y demasiado largo de lo que llaman vida activa, vienen a ocupar, habiendo ya enterrado a todos sus parientes y conocidos, inconcientes o resignadas, las vacantes.

La obstinación por durar, más misteriosa todavía que el concurso de circunstancias que puso al mundo en funcionamiento y más tarde a ellas -y también a nosotros- en el mundo, las va depositando en sus departamentos exiguos, llenos de bártulos y de carpetitas, de manteles bordados antes de la segunda guerra y de alfombras gastadas, de muebles de familia y de baúles, de botiquines repletos de remedios, de juegos de cubiertos que vienen del siglo pasado y de fotos amarillentas en las paredes y sobre el mármol de las cómodas. Algunas viven todavía en familia, pero la mayoría o bien no tiene ya más a nadie o prefiere vivir sola; las estadísticas -quiero que sepan desde ya que este relato es verídico- han demostrado por otra parte que, a cualquier edad, las mujeres en general soportan mejor la soledad y son más independientes que los hombres. El caso es que son innumerables, y aunque también las estadísticas y también, desde luego, en general, demuestran que los ricos viven más que los pobres, las hay que pertenecen a todas las clases sociales, y si bien por la vestimenta y por los lugares donde habitan revelan sus orígenes y sus medios, todas tienen los rasgos comunes propios a su sexo y a su edad: el paso lento, las manos arrugadas y llenas de vetas oscuras, la dignidad ligeramente artrítica de los gestos, la melancolía evidente de los inconcebibles días finales, los órganos parsimoniosos y los reflejos indecisos y seniles, para no hablar de las operaciones múltiples, cesáreas, extracciones de muelas y de cálculos, ablaciones de senos, raspados y eliminación de quistes y de tumores, o de las deformaciones reumáticas, de los disturbios neurológicos, la ceguera progresiva o la sordera total, los senos que se desinflan o se achicharran y las nalgas que se desmoronan, y por último, de la hendidura legendaria que, literalmente, expele no solamente al hombre sino también al mundo, el tajo rosa que se reseca, se entrecierra y se adormece.

Y, sin embargo, si la noche se las traga, con el día, como decía, reaparecen, y las que no se han dejado corroer por la desesperanza, la miseria, las ilusiones perdidas, la tristeza, florecen a media mañana con sus sombreritos pasados de moda, sus tapados severos, sus pinceladas discretas de colorete, trotando a la par de sus caniches o bajando cinco o seis pisos de escaleras para ir a comprar la comida de los gatos, el alpiste del canario, o la revista semanal con los programas completos de televisión, o tal vez, y por qué no, al restaurante del que saldrán a principios de la tarde para ir a visitar a algún conocido al hospital, o más probablemente todavía al cementerio para limpiar la tumba de algún pariente, vueltas ya casi, de materia que eran, símbolo, idea, metáfora o principio.

Por cierto que son un elemento propio de esa ciudad, un detalle del color local, como el museo del Louvre, el Arco de Triunfo o los malvones en los rebordes de las ventanas a cuya existencia, hay que reconocerlo, con sus regaderitas de plástico o sus jarras de agua matinal, ellas contribuyen de todas maneras más que nadie. Como premio quizás por el trabajo de preservar y aun de multiplicar hombre y mundo en la red de sus entrañas tan deseadas, o por pura casualidad, a causa de un ordenamiento aleatorio de tejidos, de sangre y de cartílagos, les ha sido dado a muchas de ellas persistir un poco más que los otros, en las márgenes del tiempo, igual que esos remansos en los ríos en los que el agua parece detenida y lisa, debido a una fuerza invisible que frena la corriente horizontal, pero tira inexorable y vertical hacia el fondo.

Aunque en apariencia son inofensivas, a veces pueden ser irritantes, y tal vez la conciencia de su propia fragilidad, que de un modo paradójico las induce a creerse invulnerables, le da cierto desparpajo a sus opiniones, lo que puede convertirlas en la voz cantante de su época, de modo que en cierto sentido sus observaciones severas en la puerta de una panadería, sus análisis sociológicos en los salones de té, sus comentarios mecánicos hechos a solas en voz alta ante las imágenes del televisor, revelan más los trasfondos del presente que los discursos de los así llamados políticos, especialistas en ciencias humanas y periodistas. La conversación diaria de una anciana con su canario, mientras le limpia la jaula, es tal vez el único debate serio de los tiempos modernos, no los que tienen lugar en las cámaras, en los tribunales o en la Sorbona: habiendo ganado, después de haberlo perdido todo, el privilegio de no tener nada que perder, una sinceridad sin premeditación preside su estilo oratorio, que a veces ni siquiera se expresa con palabras, sino más bien con silencios y ademanes significativos, con sacudimientos de cabeza para nada explícitos, y con miradas en las que se confunden ardor y desapego. El término medio, bueno o malo, sale de entre sus labios arrugados, provocando a veces, en interlocutores menos satisfechos consigo mismos que ellas, la risa, el estupor, e incluso la indignación. Ya sabemos que la expresión popular como dijo una vieja anuncia siempre algún dislate del que nos reímos de antemano, y que en los cuentos y en las canciones populares las ancianas andan por lo general en conflictos de preeminencia con el diablo. Porque en definitiva, y aunque a menudo amenacen con ella a las criaturas, la malignidad de los viejos tiene para el resto del mundo cierta comicidad, igual que un lapsus verbal o un anacronismo.

Eximidas del delito de opinión, otros peligros acechan a las ancianas. En la selva de las ciudades, lo mismo que en la literal, deseo y pánico, accidente y necesidad, determinan el desenvolvimiento de las especies, y los manotazos de ciego que suele dar la expansión tortuosa o recta, precipitada o lenta de las cosas, también alcanza a las viejecitas: puñetazos de drogados, descontrol nocturno de ladrones principiantes sorprendidos en pleno trabajo, argumentación envolvente de estafadores, e incluso adolescentes en patines sobre las veredas grises de la ciudad privada de horizonte, dejan su tendal de viejecitas despojadas, ensangrentadas y llorosas. Al galope del mundo -ya lo sabemos- no es el jinete sino el caballo el que lo dirige. Pero no era eso lo que le preocupaba a Morvan cuando escrutaba, esa tarde de diciembre, casi enseguida después de haber vuelto del almuerzo, a través de las ramas peladas de los plátanos, la caída rápida de la noche.

Faltaban dos o tres días para Navidad, de modo que era en el centro mismo del invierno que Morvan reflexionaba. El cielo blanco y que sin embargo no aclaraba la atmósfera anunciaba, como se dice, nieve. Había mucha gente por la calle. Mujeres cargadas de paquetes, de bolsos, de ramas de pino y de criaturas, cruzaban apuradas por las rayas blancas de los pasajes para peatones en todo el perímetro de la plaza León Blum del que Morvan, en el lugar en que estaba y por mucho que se inclinara hacia la ventana, no podía ver más que una parte, aunque, de tanto haberlo recorrido en los últimos meses, cuando la Brigada Criminal había decidido instalar el despacho especial, conocía de memoria cada uno de sus tramos, el entrecruzamiento, no en forma de estrella sino más bien de asterisco, de la rue de la Roquette y el bulevar Voltaire, más la rue Godefroy Cavaignac, la rue Richard Lenoir, y las avenidas Ledru Rollin y Parmentier, que nacían en diversos puntos de la plaza. En todo el perímetro, los supermercados, los bares y las florerías, el Burger King de una de las esquinas, la plazoleta con la calesita en el cruce de la avenida Ledru Rollin con el tramo oeste de la rue de la Roquette, las zapaterías, las pizzerías y las farmacias, las verdulerías y las rotiserías, le tejían una especie de corona clara y colorida al edificio sombrío del municipio, al que los adornos luminosos que colgaban de su fachada, instalados especialmente para las fiestas, no conseguían alegrar. A través del vidrio y desde el tercer piso, y sobre todo en esa atmósfera particular que precede siempre a una gran nevada, el ir y venir de la muchedumbre un poco fantasmal ocupada en sus diligencias de Navidad, le llegaba como un tumulto silencioso. La escena agitada pero blanda y lejana de los comercios iluminados, la municipalidad sombría, los autos que esperaban en los semáforos o cruzaban a paso de hombre las esquinas, la gente cargada de paquetes y bien envuelta en ropa de lana, las fachadas grises de las casas y los techos de pizarra, las ramas peladas de los plátanos, en contradicción con la promesa de los dioses, y el cielo blanco anunciando nieve inminente, el cuadro vivo que se movía allá abajo, privado durante unos segundos de sus explicaciones causales, tenía la intensidad nítida y al mismo tiempo extraña de una visión. El gran alrededor del mundo, claro y distante a la vez, le daba de golpe la impresión de haberlo expelido a un exterior impensable de las cosas. Pero esa impresión súbita pasó en seguida y, mientras espiaba la llegada de la noche, Morvan siguió rumiando su preocupación principal.

Se sentía amargo y lúcido, confuso y alerta, cansado y decidido. En veinte años ejemplares en la policía, el comisario Morvan no había tenido nunca la oportunidad de enfrentarse a una situación semejante: el hombre que buscaba le daba, sobre todo en los últimos meses, una sensación de proximidad e incluso de familiaridad, lo que por momentos lo abatía de un modo inexplicable y al mismo tiempo lo estimulaba a seguir buscando. Esa sensación tenía sus razones objetivas, porque el espacio en el que se cometían los crímenes venía circunscribiéndose a un radio cada vez más corto a partir del despacho especial de la Brigada, y en esa restricción había sin duda un elemento significativo, del que era difícil decidir si se trataba de un azar persistente o de un desafío, una especie de regla que el asesino se imponía, un capricho transformado en obligación igual a los que se someten la locura o el arte. Es verdad que en los meses transcurridos desde los primeros crímenes, el asesino nunca había actuado más que en los arrondissements décimo y undécimo, y que en los últimos meses se había limitado al undécimo, lo que explicaba la instalación del despacho especial de la Brigada enfrente de la municipalidad, en el bulevar Voltaire, con él, Morvan, como jefe de operaciones, pero la proximidad creciente de los crímenes respecto del despacho, le producía a veces un malestar fugaz y angustioso, y cualquiera fuese la explicación, regla o casualidad, capricho compulsivo o desafío temerario, le parecía igualmente inquietante.

Era tal vez demasiado buen policía. En todo caso, a veces lo pensaba de sí mismo, y de tanto en tanto era a su profesión, y al hecho de no haber tenido hijos -que de ningún modo lamentaba- lo que consideraba como las causas principales de su fracaso matrimonial. El último año sobre todo, después de la separación con Caroline, decidida de común acuerdo pero a partir de un deseo de Morvan, el sentimiento de haber llegado a los cuarenta y tantos años para encontrarse en la soledad más absoluta venía siempre acompañado de una sospecha y al mismo tiempo de una determinación: que era la profesión de policía la causa de sus trastornos afectivos, pero que de ningún modo podía renunciar a ella. Su oficio era menos un trabajo o un deber que una pasión, con todos los excesos contradictorios que una pasión puede acarrear. No es que lo hubiesen tentado nunca el abuso de poder o la brutalidad o ni siquiera la venalidad frecuente entre sus colegas, no, nada de eso: era el más recto -tal vez un poco demasiado como podía pensarlo a veces él mismo con un poco de ironía- y el más meticuloso desde el punto de la ley -tal vez un poco demasiado, como pensaban a veces sus colegas con un dejo de agobio y hasta de malhumor- de toda la Brigada Criminal; y podría haber llegado mucho más alto en la jerarquía si, imitando a algunos compañeros de promoción, le hubiese robado algunas horas a su trabajo para dedicárselas, como se dice, a la política. Pero aun los que lo habían sobrepasado en grado y frecuentaban los corredores de los ministerios y de las embajadas, los palacetes de los emires y de los dictadores africanos, no ignoraban que una investigación difícil, que exigiese imaginación y perseverancia, tiempo y razonamiento, flexibilidad y obstinación, una investigación de la que por otra parte a ellos no les hubiese interesado en absoluto ocuparse, únicamente el comisario Morvan podía llevarla hasta el final y extraer de ella, sean cuales fueren, hasta las últimas consecuencias. Como en todo investigador auténtico, cualquiera fuese el campo al que la aplicara, la pulsión de verdad sobresalía en él del hervidero de sus otras pulsiones, adormiladas por la urgencia impasible del conocer, que en él no tenía más límite que la legalidad y que por esa razón era indiferente a la compasión -que al margen de su oficio no le faltaba- e incluso a veces a la justicia.

Había tenido una vida no difícil, pero sí sombría -según una versión antigua, anterior a la experiencia y a la memoria, su madre había muerto durante el parto, y como su padre era ferroviario, conductor de locomotoras, y se ausentaba a menudo, se había criado en el campo, en la región del Finistère, con la madre de su padre. Apenas se lo permitía su trabajo, una o dos veces por mes, siempre cargado de caramelos y de regalos, el padre venía para verlo y para descansar unos días en la casa materna que, desde la desaparición de su mujer, era la única casa que tenía. De tanto en tanto, durante las vacaciones escolares, el padre lo llevaba con él en sus viajes, en la locomotora, y cuando lo traía de vuelta, disponiéndose a irse otra vez, tenía la costumbre de abrazarlo largamente, bajo la mirada de la abuela que, por razones que Morvan comprendería muchos años más tarde, sacudía la cabeza, con expresión menos triste que contrariada o furiosa. A los dieciocho años se fue a estudiar abogacía a París, pero al año siguiente ya había entrado en la Escuela de Policía. El padre, viejo militante comunista que había luchado en la Resistencia, pero que lo estimaba demasiado como para enfurecerse, recibió la noticia con perplejidad, hasta que comprendió ese aspecto singular de su temperamento, la apetencia de lo claro, la inclinación por la verdad, más fuerte que la pasión del placer, que la de sí mismo y aún, como les decía hace un momento, que la de la piedad o la justicia. Y después de esa comprobación, de esa toma repentina de conciencia, el padre había empezado a sentirse vagamente el hijo de su propio hijo, ligado a él, más allá del amor seguro y sin dobleces, por el respeto un poco temeroso, la culpa y la vulnerabilidad. Morvan lo presentía, pero recién el año anterior se había enterado de las causas.

Aunque no vivían juntos, el padre y el hijo nunca se habían separado. Una especie de intemperie común hecha de gravedad, de protección mutua y de silencio los mantenía unidos. Debido a sus trabajos respectivos, podían pasar semanas y hasta meses enteros sin verse, pero nunca más de diez o quince días sin llamarse por teléfono, o sin mandarse una postal garabateada entre dos tareas absorbentes, un mensaje amable y lacónico en el que, por debajo de las frases banales que lo componían, palpitaba la turbulencia oscura de lo que habían callado desde siempre. La muerte de la abuela, el casamiento de Morvan, la jubilación del padre, no habían modificado en nada esa complicidad desvalida y tácita, que en el padre provenía de una inquietud infantil y en el hijo de la certidumbre de un dolor sin nombre. Hasta que el año anterior, el secreto había salido a la luz del día.

Por decisión propia -Morvan y Caroline habían tratado de disuadirlo- el padre vivía en un hogar de ancianos. El hijo y la nuera lo visitaban seguido, o lo invitaban a pasar largas temporadas con ellos, lo que el padre aceptaba con la docilidad de una criatura dejándose llevar, sumiso y neutro, a los parques, a los restaurantes y a los teatros hasta el día en que, sin previo aviso, hacía su valija sin dar explicaciones y se volvía al hogar de ancianos. En el último viaje, el padre había notado los signos de conflicto entre Morvan y su mujer y, en un estado inusual de excitación, había interrumpido bruscamente su estadía, y cuando un mes más tarde se produjo la separación definitiva, Morvan lo informó con una carta dolida y breve. El padre lo mandó llamar. Mientras rodaba en auto por la autopista hacia el Finistère, Morvan ya sabía que el encuentro que se avecinaba pondría de manifiesto la quemazón callada que los había mantenido unidos, como una llaga común, durante más de cuarenta años.

Una semana después de la entrevista, el padre se suicidó. Al recibir la noticia, Morvan supo que ya había presentido secretamente ese desenlace y que, al presentirlo, se había dicho también secretamente que, si el padre lo llevaba a cabo, ese gesto sería desproporcionado en relación con los sentimientos que la revelación había causado en su hijo: porque enterarse de que su madre no había muerto durante el parto sino que los había abandonado por otro hombre, al padre y al hijo, apenas había tenido la fuerza suficiente para mantenerse en pie y salir caminando de la maternidad, ese secreto que la humillación, la prudencia, la compasión, habían inducido al padre a mantener oculto durante años, como una brasa apretada en el puño, ese secreto que explicaba el furor de la abuela cuando el padre y el hijo se abrazaban largamente antes de cada separación, a él, a Morvan, no le había producido ningún efecto, ninguna reacción emocional como se dice, e incluso ninguna sorpresa, igual que si hubiese leído, en un diario de cuarenta años atrás, una noticia relativa, no a su familia y a su propia persona, sino a un grupo borroso de desconocidos. Y ni siquiera la noticia entera, sino apenas el titular entrevisto distraídamente al dar vuelta una página: La esposa de un resistente comunista abandona a su marido y a su hijo recién nacido por un miembro de la Gestapo. Si, al enterarse, no sacudió la cabeza, chasqueando la lengua y emitiendo al mismo tiempo una risita sardónica, fue porque su padre se lo estaba contando entre sollozos, y porque ese viejo austero y querible que estaba viviendo las últimas horas de su existencia era una presencia real que amaba y compadecía. Y mientras lo consolaba, oyéndolo balbucear que, y ella misma se lo había dicho antes de desaparecer para siempre, desde hacía mucho tiempo estaba enamorada de ese hombre pero aunque no sabía de quién era el hijo ni le importaba, había decidido irse recién después del parto para no tener que cargar con la criatura, iba sintiendo que en los pliegues enterrados de su propio ser en los que esas revelaciones hubiesen debido poner, en movimiento preguntas, penas y escándalo, se producía lo contrario, la indiferencia, la fatiga, el desprecio desinteresado, semejante al que podría motivar el comportamiento de una especie animal sin ningún parentesco con lo humano -él, Morvan, que, sin embargo, después de trabajar más de veinte años en la Brigada Criminal, había tenido como interlocutores a los más grandes criminales de su época y los había tratado siempre, una vez que había llegado a acorralarlos, sin suavidad por cierto, pero también sin odio, aunque en su fuero interno se hubiese sentido horrorizado por sus crímenes, y además había sido uno de los pocos policías de la Brigada que se había pronunciado por la abolición de la pena de muerte. Con sus actos, argumentaba, nos espantan y nos sublevan, pero no nos está permitido aplicarles el Talión, para no confirmarlos en sus métodos y también para no ser, como ellos, fieras. La confesión de su padre no había despertado en él como se dice ni estupor ni odio ni deseo de reparación, ni siquiera el instinto de ver claro, de conocer, con minucia y exhaustividad, hasta el detalle más insignificante de los hechos, como le ocurría tan a menudo, para elaborar un diseño coherente y extraer, de ese diseño, un sentido. Únicamente una imagen lo obsedía, pero que desde luego no provenía de su memoria, sino que parecía haber sido entresacada de un fondo de experiencia perteneciente a otros hombres, a la especie entera quizás, excepción hecha de sí mismo: un recién nacido rojizo, ciego y ensangrentado, saliendo por entre las piernas abiertas de la mujer que durante nueve meses lo fabricó, lo alimentó y le dio abrigo y que, una vez que ha logrado zafar la cabeza de los labios que la comprimen, irrumpe aullando, con los puñitos vindicativos y apretados, haciendo estremecerse, a medida que aparece, todo el cuerpito blando y arrugado, la masa vibratoria hipersensible y a medio terminar, hecha todavía casi exclusivamente de nervios y cartílagos, que aterriza en este mundo para manchar de sangre la sábana blanca de la maternidad.

Ustedes se deben estar preguntando, tal como los conozco, qué posición ocupo yo en este relato, que parezco saber de los hechos más de lo que muestran a primera vista y hablo de ellos y los transmito con la movilidad y la ubicuidad de quien posee una conciencia múltiple y omnipresente, pero quiero hacerles notar que lo que estamos percibiendo en este momento es tan fragmentario como lo que yo sé de lo que les estoy refiriendo, pero que cuando mañana se lo contemos a alguien que haya estado ausente o meramente lo recordemos, en forma organizada y lineal, o ni siquiera sin esperar hasta mañana, sí simplemente nos pusiéramos a hablar de lo que estamos percibiendo, en este momento o en cualquier otro, el corolario verbal también daría la impresión de estar siendo organizado, mientras es proferido, por una conciencia móvil, ubicua, múltiple y omnipresente. Desde el principio nomás he tenido la prudencia, por no decir la cortesía, de presentar estadísticas con el fin de probarles la veracidad de mi relato, pero confieso que a mi modo de ver ese protocolo es superfluo, ya que por el solo hecho de existir todo relato es verídico, y si se quiere extraer de él algún sentido, basta tener en cuenta que, para obtener la forma que le es propia, a veces le hace falta operar, gracias a sus propiedades elásticas, cierta compresión, algunos desplazamientos, y no pocos retoques en la iconografía.

El caso es que Morvan, decía, se encontró a los cuarenta y tantos, más o menos un año antes del momento en que lo hemos visto por primera vez, después del almuerzo, espiando el anochecer rápido de invierno y el cielo contradictoriamente blanco que anunciaba nieve inminente, sin madre, ni padre, ni mujer, ni hijos, o sea como él mismo lo pensaba de un modo fugaz y con resignación de tanto en tanto, absolutamente solo en el mundo. Una buena cualidad lo protegía: la incapacidad de compadecerse a sí mismo. Su poder de concentración era una especie de círculo mágico, siempre iluminado, que mantenía afuera, en la penumbra, las masas informes y confusas de emoción, miedo, angustia, odio, autocompasión, que hubiesen podido agitar, en la zona clara, su teatro de sombras. No había, en su capacidad de trabajo, ningún elemento estoico ni ninguna fantasía de redención, sino la facultad orgánica, que parecía natural, de olvidarse de sí mismo para concentrarse, metódico, en lo exterior. De haberlo conocido, sus colegas hubiesen podido aplicar a su persona el sarcasmo de Nietzsche a propósito de Emanuel Kant -¡Esa existencia de araña!-, pero lo respetaban e incluso lo apreciaban demasiado como para ser capaces de proferirla y mucho menos de pensarla realmente: retraído y afable, Morvan, aunque exigente en lo relativo a la eficacia en el trabajo, era incapaz de cualquier gesto autoritario, y si era estimado y obedecido, no lo debía ni a su preeminencia jerárquica ni a la coerción, sino a la convicción de sus subordinados acerca de su inteligencia, de su perseverancia y de su probidad. A pesar de que los que lo conocían un poco adivinaban en él un fondo seguro de desdicha, no atinaban a compadecerlo, hasta tal punto esa desdicha estaba ausente de sus relaciones con los demás, y concientes de sus propias miserias, y aunque llevaran una existencia en apariencia más normal, a veces podían llegar a sentirse más imperfectos que él, igual que esas marionetas que son todavía más patéticas cuando se entrevén los hilos que las dirigen. Si bien por lo común era el primero en llegar al despacho especial y el último en retirarse, Morvan no parecía exigir lo mismo de sus colaboradores, y si daba por descontado que debían aportar resultados positivos, no pretendía que los obtuviesen con sus mismos métodos. Su estilo de vida era como se dice singular, pero el de los demás le era indiferente, y si, por ejemplo, su oficina estaba siempre ordenada y limpia hasta la manía a decir verdad, que en las de los otros reinara el desorden no parecía producirle ningún malestar. Practicaba una austeridad extrema, pero el vitalismo general, simulacro de filosofía, que desbordaba a su alrededor, no lo perturbaba en lo más mínimo. Incluso por contraste o por omisión era un hombre de su época y, a pesar de su singularidad, era un término medio del país que lo había producido: metódico por la educación recibida, racional y ponderado por temperamento, tolerante por conveniencia íntima, moderno por la fuerza mercantil de la sociedad que lo modelaba y a pesar de su contacto frecuente, a causa de su profesión, con los más atroces extravíos de la especie, dando por sentado que la zona clara de la existencia es el escenario principal hacia el que debe convergir, lo quiera o no, la dispersión caótica del mundo.

Tenía un cuerpo sano y vigoroso y, más por inclinación personal que obligado por su trabajo, practicaba deportes -básquet, esgrima, natación- varias horas por semana, lo que lo gratificaba de un descanso profundo y sin sobresaltos, semejante al de una formación rocosa, aunque de tanto en tanto un sueño curioso, siempre el mismo, lo visitaba, dejándolo al día siguiente ligeramente perplejo y un poco inquieto. A fuerza de repetirse casi sin ninguna variante, desde hacía muchos meses, se le había vuelto familiar y, aunque ni siquiera se trataba de una pesadilla, hubiese deseado, no sabía bien por qué, no volver a soñarlo. El sueño transcurría en una ciudad muy gris, silenciosa y envuelta en una penumbra crepuscular, omnipresente y uniforme, que, a decir verdad, no difería mucho de las ciudades reales que conocía, incluso de la ciudad llamada París en la que vivía y trabajaba, y a la que a causa de su trabajo justamente conocía como se dice como a la palma de la mano, e incluso le hubiese parecido estar en ella a no ser por muchos detalles aislados de entre los cuales, como sucede siempre en los sueños, únicamente algunos se le hacían evidentes, en tanto que los demás quedaban sumidos en la región negra y pegajosa de los presentimientos. El primero de esos detalles era el silencio: si bien se veía en la calle un poco menos de movimiento que en las ciudades conocidas, no podía decirse que la ciudad estuviese desierta, y sin embargo los coches, los colectivos, el subterráneo, la gente, comportándose casi igual que de costumbre, se movían y actuaban, tal vez de un modo casi imperceptiblemente más lento, en un extraordinario silencio. Les aseguro que no pasaba nada especial en ese sueño, que como les decía hace un momento no llegaba a ser una pesadilla, y que Morvan se paseaba sin mayores problemas por la ciudad, que para ser más exactos no era propiamente una ciudad, sino una serie de imágenes discontinuas de una ciudad, una serie de escenas animadas que Morvan parecía contemplar desde un punto de vista ubicuo y problemático que estaba dentro y fuera de ellas al mismo tiempo. La gente tampoco era muy distinta, sin ser sin embargo enteramente igual a la de la vigilia. Y en esa diferencia levísima -y este era uno de los puntos más inquietantes del sueño- pero que de todos le era extremadamente difícil llegar a precisar, a Morvan le parecía entrever los atisbos de una revelación terrible sobre la especie que poblaba las ciudades de la vigilia. Ya desde antes de su separación había empezado a tener su sueño, y cuando trataba de contárselo a Caroline, le resultaba imposible encontrarle un sentido, y como se puso a soñarlo de un modo cada vez más frecuente, lo que terminó resultándole cada vez más enigmático no fue el sueño en sí mismo, sino su repetición casi idéntica, y su impresión al despertarse no era la de haber estado en una ciudad diferente y desconocida, sino en la misma ciudad de todos los otros sueños. No se le ocurría pensar que, por su persistencia en la trama de sus sueños, esa ciudad se levantaba en algún paraje perdido de su topografía interior. A causa quizás de la luz crepuscular que borroneaba todo, o por alguna otra razón desconocida, los lugares, la arquitectura, los monumentos eran irreconocibles y algo desproporcionados, o ligeramente más grandes o ligeramente más chicos de lo que son en la vigilia, y en general, y sobre todo las estatuas que se levantaban en las plazas y en las esquinas principales, difíciles de descifrar: de una de ellas, bastante más grande que las que Morvan conocía, y que por esa razón hubiese podido interpretarse con más facilidad, era casi imposible saber lo que representaba. Hombre, animal, figura ecuestre, centauro, sátiro, bisonte, ángel o mamut, las rugosidades de la piedra y tal vez la erosión, delataban el origen arcaico del monumento y borroneaban su sentido. Lo mismo sucedía con algunos edificios de los que Morvan estaba seguro que eran templos, sin saber muy bien por qué, ya que ningún signo exterior conocido, y menos que nada las dimensiones, permitía llegar a esa conclusión: ni iglesias, ni mezquitas, ni sinagogas, ni templos griegos o romanos ni pirámides, los edificios rectos, geométricos, achatados y largos, bastante frecuentes e idénticos entre sí, consistían en un recinto rectangular precedido de un pasillo mucho más estrecho, igualmente rectangular y adosado a uno de los lados menores del primer rectángulo. Morvan deducía que la boca negra del pasillo, igualmente rectangular, en la que ni siquiera había puerta, era la entrada que conducía al rectángulo más grande, o sea el templo propiamente dicho, y por las dimensiones del edificio y de la abertura que servía de acceso, teniendo en cuenta la estatura de los habitantes de la ciudad, se adivinaba que los fieles estaban obligados a entrar y a permanecer agachados dentro del templo para no golpearse la cabeza contra el techo. Los dioses que lo poblaban habían inspirado, por soberbia quizás, o quizás para inculcar la humildad a los creyentes, esa mortificación arquitectónica. De esos dioses, a Morvan le gustaba imaginar durante la vigilia, no sin cierto patetismo deliberado que por su desenvoltura recordaba la vanidad de un artista, que eran muchos, que reptaban en la penumbra interior de los templos achatados y que, ni malignos ni benévolos, dirigían a distancia y en secreto los pensamientos y los actos de sus fieles. A decir verdad, todo lo que Morvan veía en sus sueños, sin ser especialmente horrible, le producía menos inquietud que una repulsión vaga y persistente. La porción de inquietud propiamente dicha provenía de cosas que no eran de por sí inquietantes, como el silencio desmedido o su incapacidad de precisar en lo que veía el sentido de las diferencias con las cosas de la vigilia, y debo señalar una vez más que a pesar de una ligerísima distorsión y de ciertos problemas de legibilidad de ese mundo sumergido en la penumbra crepuscular, ningún elemento del sueño era particularmente extraordinario. Un solo detalle en esa ciudad sombría le parecía absurdo, por no decir grotesco, y en el transcurso del sueño le inspiraba una indignación sarcástica, sin que su atrocidad implícita dejara de sentirse vagamente como una amenaza. Las efigies que adornaban los billetes de banco, en vez de ser retratos de personas ilustres, representaban monstruos de la mitología: Escila y Caribdis en los billetes más chicos, Gorgona en los medianos y Quimera en los más grandes. Los dibujos que las representaban en el interior de unos óvalos hechos de guirnaldas entrelazadas -como si quisiera rendírseles un homenaje delicado- estaban impresos con una gran precisión de detalles y Morvan, al hacer deslizar los billetes en su mano para contemplarlos, se preguntaba si tanta delicadeza con esos seres espantosos no indicaba que esos podrían ser los dioses que los habitantes de la ciudad iban a adorar, agachados y a oscuras, en la estrechez deliberada de los templos. Existía una incongruencia evidente entre el detallismo feroz de los dibujos y el ornamento un poco cursi de las guirnaldas en óvalo. En el sueño, Morvan se decía que esa estética primaria, destinada a exaltar los monstruos que tal vez los obligaban a humillarse, revelaba en los habitantes de la ciudad una mentalidad rudimentaria y, sin saber muy bien por qué, cargada de amenazas. Tal vez su aprensión venía, no de los elementos extraños que diferenciaban al sueño de la vigilia, sino de las semejanzas entre los dos, lo que arrojaba una luz inesperada sobre las diferencias que parecían poner al descubierto, de manera indirecta, aspectos insospechados de la vigilia. Lo cierto es que, cuando se despertaba de ese sueño único, que soñaba con frecuencia y se repetía casi sin variantes, Morvan pasaba el día entero en un estado particular, y una distorsión ligera, hecha no sabía bien si de distancia o de proximidad, modificaba su relación con las cosas. Únicamente la noche siguiente, en la que, macizo como su propia efigie de piedra, dormía de un tirón sin soñar nada, borraba la extrañeza atenuada de la víspera, y la mañana lo encontraba de nuevo fresco y decidido, impermeable a la vez al entusiasmo y a la aflicción.

Desde hacía más o menos un año, ese estado de ánimo neutro le era más que necesario. Ya me han venido oyendo relatar sus catástrofes personales; en el plano de su profesión, las turbulencias no eran menos bravas. En los últimos nueve meses, la sombra empecinada en golpear, venía saliendo regularmente del desván en el que dormitaba, movida por una absurda pulsión repetitiva y, con minucia maniática, tanto los detalles de su puesta en escena eran idénticos cada vez, actualizaba como se dice sus desvaríos, dejando un tendal de exterminio, de extravagancia y de sangre.

En la luz turbia del anochecer, alguien, algo tal vez habría que llamarlo, hombre o lo que fuese, mimetizándose con los últimos estremecimientos humanos del día que llegaba a su fin -para recomenzar unas horas más tarde sin razón conocida con las primeras luces del alba- salía a cazar, si podemos llamarlo así, y aunque parezca increíble a causa de su saña y de la forma perfeccionista y rebuscada de los crímenes que cometía, desprotegidas y frágiles, viejecitas. La tarde de invierno en que Morvan estaba parado cerca de la ventana de su oficina en el despacho especial, de vuelta del almuerzo, mirando a través de las ramas peladas de los plátanos el cielo blanco que anunciaba nieve, ya lo había hecho – les avisé que se agarraran bien- veintisiete veces.

El hombre solitario que cometía esos crímenes chapaleaba sin la menor duda en el fango de la demencia, pero para su realización práctica era capaz de desplegar las sutilezas más variadas de la astucia, de la psicología y de la lógica, sin abstenerse de observar una pericia exacta en su manipulación del plano material, como lo probaba la ausencia total de pruebas que podía verificarse de sus crímenes y de sus desplazamientos. La tentación clásica de desafiar a la policía, común en muchos delincuentes megalómanos, parecía implícita en su modo de actuar; y después de la instalación del despacho especial en el bulevar Voltaire, su radio de acción como se dice se había ido acortando, de modo tal que la circunferencia imaginaria en el interior de la cual cometía sus crímenes, se estrechaba un poco más alrededor del despacho, a tal punto que el último, el número veintisiete, la semana anterior, lo había cometido con su destreza ya legendaria y su impunidad habitual a muy pocas cuadras de la oficina. Esos lugares comunes -mezcla de demencia y de lógica, gusto megalómano del riesgo, insistencia dramatúrgica y topográfica- no los atribuyan por favor a la banalidad de mi relato, sino a la del mecanismo oscuro que, ceñido hasta el ahogo en su camisa de acero, se ve obligado, por razones que probablemente a él mismo se le escapan, a aplicar una y otra vez las mismas recetas sobadas de folletín en su programa insensato de aniquilación.

Como decía, los primeros crímenes habían sido cometidos en los arrondissements décimo y undécimo, pero las dieciocho últimas víctimas habían vivido todas en el undécimo. Para facilitar las cosas, los altos jefes de la Brigada Criminal -y por supuesto también del Ministerio del Interior- habían decidido instalar el despacho especial en el bulevar Voltaire, bajo la dirección de Morvan, que tenía a su disposición un experto en informática, dos secretarias, seis agentes uniformados, y tres policías de civil, los inspectores Combes y Juin, y el comisario Lautret. Igual que una comisaría, el despacho especial funcionaba las veinticuatro horas del día, y en el departamento espacioso cedido por la municipalidad, había incluso un par de habitaciones que podían servir de dormitorios y una cocina en la que también estaba instalada la sala de prensa. La comisaría de enfrente, que funcionaba en un anexo de la municipalidad, suministraba el resto del personal subalterno -agentes, pesquisas, mensajeros, ordenanzas, asistentes- algunos vehículos grandes como ambulancias o celulares y material logístico común, destinado sobre todo a los operativos urgentes. Morvan dirigía, por lo tanto, un grupo de investigadores, que podríamos llamar de largo aliento, y un comando de intervención rápida, y al mismo tiempo estaba en contacto permanente con una red de juristas, soplones, políticos, psiquiatras, asistentes sociales, médicos, asociaciones familiares, comisiones de vecinos y periodistas. Su gusto por la soledad sufría un poco en ese tumulto, de modo que acostumbraba a delegar la parte más visible del trabajo en el comisario Lautret, que como corolario había alcanzado cierta notoriedad gracias a sus declaraciones a la prensa y a sus apariciones frecuentes en la televisión. Sería imposible concebir como se dice dos personas más diferentes -ya les hablaré de esto más adelante- y sin embargo Morvan depositaba una confianza total en Lautret, que era, a decir verdad, desde hacía muchos años, su mejor amigo. Pero no quiero anticiparme. Por ahora, lo que hay que saber es que el dispositivo imaginado por la Brigada Criminal, probablemente el más moderno del continente y el que mejor se adaptaba a las circunstancias, no había dado, en los meses que llevaba funcionando, ningún resultado. Los cinco o seis sospechosos arrestados, un poco a ciegas a decir verdad, habían sido liberados inmediatamente después del interrogatorio. Las denuncias, anónimas en su mayor parte, se revelaban, en el momento de las verificaciones, erróneas o calumniosas. Las llamadas telefónicas que se hacían al día siguiente de cada crimen con la intención de reivindicarlo provenían de desequilibrados, de provocadores o de bromistas. Y los dos o tres muchachos pálidos que habían probablemente leído demasiado a Dostoyevski, y que se constituyeron espontáneamente detenidos, no obtuvieron como castigo a sus crímenes imaginarios más que unos días de observación en el Hospital Psiquiátrico. Demás está decir que la prensa, la radio, la televisión e incluso el cine -dos películas se rodaron precipitadamente sobre el tema, una después del duodécimo y otra después del vigésimo crimen-, para no hablar de la literatura, ensayística pero también aunque parezca mentira de ficción, magnificaban el efecto ya de por sí espectacular de los acontecimientos. El comisario Lautret, más sociable por temperamento que Morvan, y también más flexible según la opinión de casi todo el mundo desde el punto de vista moral, en tanto que portavoz del despacho, ya era una figura familiar para los telespectadores del país, y aun del continente. Su relativismo, adquirido gracias a los métodos un poco turbios de la Mondaine, en la que había empezado su carrera, a lo que habría que agregar un físico de policía más cinematográfico que real -era jugador, mujeriego, y no desdeñaba ni el alcohol ni, de tanto en tanto, según dicen, para superar la fatiga, una pizca de cocaína- lo volvían simpático para el público, que absorbía con placer evidente sus comunicados pasando por alto, con la más amable predisposición hacia su persona, que sus frases precisas, llenas de tecnicismos jurídicos, psiquiátricos y policiales y mechadas aquí y allá de consideraciones humanas y de consignas paternalistas de seguridad, decían en el fondo que, después de meses de gastar tiempo, fuerzas y dinero, no se había obtenido el más mínimo resultado. Bien al abrigo en los anocheceres de invierno, en los departamentos calefaccionados contra los vidrios de cuyas ventanas venían a golpear inútilmente los copos de nieve o los puñados de lluvia helada, los que en otras épocas habían nacido para ser personas y ahora se habían transformado en meros compradores, en unidad de medida de los sistemas transnacionales de crédito, en fracciones de los puntos de audiencia de la televisión y en blanco sociológica y numéricamente caracterizados de las tandas publicitarias, absorbían, entre dos cucharadas de alimentos descongelados en el horno a microondas, con alivio injustificado y credulidad inagotable, los comunicados pregrabados que la imagen fantomática del comisario Lautret daba la impresión ilusoria de murmurar al oído de cada uno desde las pantallas magnéticas y siempre al borde de la desintegración de los televisores. Como todos los notables de su época, Lautret sabía por otra parte que la inmensa mayoría de los habitantes de ese continente, y también sin duda de los restantes, confunde el mundo con un archipiélago de representaciones electrónicas y verbales de modo que, pase lo que pase, si es que todavía pasa algo, en lo que antes se llamaba vida real, basta saber lo que se debe decir en el plano artificial de las representaciones para que todos queden más o menos satisfechos y con la sensación de haber participado en las deliberaciones que cambiarán el curso de los acontecimientos. A pesar de su relativismo, de su temperamento excesivamente vivaz -había visto tal vez demasiadas películas policiales, calcando su comportamiento sobre modelos demasiado arquetípicos, de modo que tenía aires demasiado vistosos de policía, el paso demasiado decidido cuando entraba en algún lugar y la bofetada demasiado pronta en los interrogatorios-, a pesar también de sus manejos un poco turbios durante su período en la Mondaine, cuya regla de oro no escrita exige que para obtener el máximo de eficacia policías y delincuentes se comporten más o menos de la misma manera, Lautret no carecía ni de perspicacia ni de exactitud en sus razonamientos, y aunque a veces lo disimulaba con sutilezas retóricas, era capaz de distinguir con claridad el bien y el mal. Si a veces ignoraba en forma ostentosa los matices, era tal vez porque, a través de una vía indirecta, quería inducir a los otros a que pensaran de él que esa ignorancia aparente tenía como fin deliberado obtener con métodos más expeditivos lo que la puntillosidad de Morvan tardaba a veces en cosechar. En tanto que policías, algo sin embargo tenían en común: los años que llevaban en la Brigada Criminal, los había acostumbrado a aplicar, de un modo más o menos instintivo, una escala jerárquica en el crimen, que les hacía desdeñar y ni siquiera tener en cuenta en tanto que tales a los criminales pequeños y medianos, para abocarse de un modo exclusivo a los grandes, con un interés tal vez excesivo que muchos atribuían al rigor profesional y unos pocos, posiblemente más perspicaces, a la fascinación.

Por habituados que estuviesen a los grandes criminales, el que buscaban ahora, después de tantos meses, no parecía tener, ni siquiera para ellos, expertos entre los expertos, ni referencias ni nombre. En lo que iba del siglo, ningún particular había matado tanto, ni con tanto estilo propio, ni con tanta perseverancia, ni con tanta crueldad. Su instrumento era el cuchillo que manejaba, no con la habilidad sutil del cirujano, sino más bien -horresco referens- con la brutalidad expeditiva del carnicero. Que únicamente se ocupara de ancianas indefensas y solas lo volvía todavía más repulsivo, y la gratuidad de sus masacres -los bienes de las víctimas quedaban casi sin excepción intactos- revelaba de por sí, mientras que los detalles la ahondaban hasta lo insondable, turbadora, la demencia. Pero, como creo haberles dicho, la astucia y la razón no parecían faltarle en ningún momento y no quedaba, de su paso por los departamentitos mancillados de desvarío y de sangre, ni un solo indicio que pudiese servir para identificarlo. El hombre o lo que fuese desaparecía detrás de sus actos, como si la perfección que había alcanzado en el horror le hubiese dado el tamaño del demiurgo que únicamente existe en los universos que crea. En su trato debía ser persuasivo y seguramente amable, bien vestido y bien educado, porque de otro modo no podía explicarse que inspirara todavía confianza en las viejecitas que seguían permitiéndole entrar en los departamentos a pesar de la alerta general que se había propagado en la ciudad, y sobre todo en el barrio, después de los primeros crímenes. Desde ese punto de vista, las consignas de las autoridades no habían dado ningún resultado y eso que, cada vez que Lautret o algún otro aparecían por televisión -y a la cadencia en que se sucedían los crímenes era casi una vez por semana- serios hasta la severidad, y a veces hasta la súplica, elocuentes, las repetían. A causa de la facilidad con que entraba y salía de los departamentos, por decir así a la vista de todo el mundo, sin que de un modo paradójico nadie reparase en él, empezaron a volverse sospechosos los enfermeros, que ponían inyecciones cotidianas, los repartidores de supermercados, que entregaban los pedidos al final de la tarde, dos o tres médicos clínicos que hacían visitas a domicilio y hasta un par de gigolós, fichados en la policía por tener la costumbre de vender sus encantos a señoras mayores y gastarse los beneficios con proxenetas de su propio sexo y de aproximadamente su misma edad. Un vendedor de enciclopedias que iba de puerta en puerta y que hacía firmar contratos un poco a la ligera, envolviendo con argumentos versátiles y vidriosos la ideación ya un poco lenta de las damas, con el fin de hacerles comprar "la más inteligente síntesis del saber contemporáneo en veinticuatro volúmenes" según Le monde, se hizo demorar durante varias horas en el despacho especial, y no recobró la libertad antes de poder llevarse como recuerdo un par de bofetadas y las amenazas del comisario Lautret por la singularidad de sus métodos comerciales. La última víctima de ese estado de sospecha generalizada fue un recaudador de impuestos que, para combatir el fraude, tenía como misión llegar por sorpresa a la casa de la gente, a la hora de la cena, y verificar si tenían un televisor y si habían pagado la tasa fiscal correspondiente. Pero su interrogatorio no dio ningún resultado: que el hombre tenía una idea fija no cabía la menor duda, pero no eran las viejecitas sino el fraude impositivo. En el despacho especial, las hipótesis se erigían, se mantenían en equilibrio precario durante cierto tiempo, y después se desmoronaban.

Las ancianas parecían recibir a su verdugo con la más franca hospitalidad. En no pocos casos, una botella de licor y dos copitas vacías atestiguaban la conversación plácida que había precedido a la masacre. El clima de confianza entre el cazador y su presa lo revelaba el hecho de que el cuchillo era siempre de la casa, y muchos indicios observados en varios casos parecían indicar que eran las víctimas mismas quienes, con la mayor simplicidad, iban a la cocina a buscar el utensilio para presentárselo al carnicero. A veces, el asesino no se abstenía de emplear la tortura y, para apagar los gritos, le bastaba clausurar la boca de las ancianas con un pedazo de tela adhesiva o con una mordaza. Las desnudaba y las tajeaba con un cuchillo mientras estaban todavía vivas, como lo probaban la sangre abundante que había manado de las heridas y los moretones que dejaban los golpes. En algunas ocasiones, las víctimas lo habían invitado a comer; la botella de burdeos a medio vaciar que quedaba sobre la mesa era él probablemente quien la había llevado, y para darle las gracias a las dueñas de casa por el momento agradable que había pasado, después de haberlas degollado o decapitado, les arrancaba los ojos o las orejas o los senos y los dejaba bien acomodados en un platito sobre la mesa. Las violaciones y sodomizaciones no siempre eran post-mortem, y todo parecía indicar que en ciertos casos en que se habían encontrado rastros de esperma en las cavidades vaginales y bucales, las víctimas habían cedido de buena gana, antes de la catástrofe, a los encantos viriles del visitante. Había un elemento escandaloso y chocante en la manera en que ese hombre que seguramente vivía en el barrio, era capaz de salir lo más tranquilo de su casa, perpetrar esos crímenes -a veces hasta tres en una semana, e incluso una vez dos en una misma noche de pesadilla- y después de haberse evaporado como se dice sin dejar rastro, reabsorberse otra vez en la sombra sin límites de la que, de tanto en tanto, movido por su delirio iterativo, sanguinario, se despegaba. La hipótesis de que hubiese más de un asesino, o de que el carnicero actuase con un cómplice, era inimaginable por dos razones, la primera de orden psicológico y, en el sentido más amplio de la palabra, estético, porque era fácil percibir el toque personal en los veintisiete crímenes, y la segunda, que para Morvan era la más importante, de orden moral, porque era imposible que dos cómplices, después de perpetrar semejantes crímenes, pudiesen seguir mirándose a la cara y llevar una existencia normal el resto del día. El sol y la muerte, dicen, nadie puede mirarlos de frente, pero a la distorsión sin nombre que pulula en el reverso mismo de lo claro, agitándose confusa como en los planos sin fondo y cada vez más sombríos de un espejo apagado y móvil, todo el mundo prefiere ignorarla, dejándose mecer por la apariencia espesa y brillante de las cosas que, por carecer de una nomenclatura más sutil, seguimos llamando reales.

Tendrían que haber estado allá y vivir en ese barrio como yo para darse cuenta del clima que reinaba como se dice en esos meses: cualquier hombre de edad mediana podía ser interceptado en la calle por la policía, que estaba de un modo constante en estado de alerta, y que a pesar de eso no obtenía ningún resultado. Combinadas, la astucia y la demencia, en la proximidad y casi con la complicidad por cierto involuntaria de todos, y en especial la de las propias víctimas, parecían inaccesibles a la lógica, a las técnicas de investigación policial, al error y al castigo. La red de policías que Morvan desplegaba en la ciudad cada anochecer, era recogida a la mañana siguiente, desalentadoramente vacía. Como aparte del esperma o de algún cabello -que habían sido analizados en los laboratorios hasta el cansancio, pero que no servían de nada porque no había nada con qué compararlos- ningún indicio material quedaba después de sus masacres, el hombre que Morvan y toda la policía de la ciudad buscaban, era menos una persona humana que una imagen sintética, ideal, constituida exclusivamente de rasgos especulativos, sin que entrara en su composición un solo elemento empírico. Todo el mundo estaba más o menos de acuerdo con la tesis de Morvan, según la cual se trataba de un hombre en la plenitud de su desarrollo, entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, que debía practicar algún deporte porque su fuerza física era más que considerable, y que probablemente llevaba una existencia solitaria, ya que de otro modo sus escapadas nocturnas hubiesen debido despertar las sospechas de sus allegados en razón de que coincidían todas con los crímenes: al cabo de veintisiete, amigos y familiares no hubiesen podido abstenerse de establecer una relación. La plenitud física la demostraban ciertas verificaciones hechas en los laboratorios, en el sentido de que algunas veces la cantidad de esperma y los puntos de eyaculación probaban de un modo inequívoco que en pocas horas había tenido varios orgasmos consecutivos, y en cuanto a la fuerza, sus hazañas con el cuchillo delataban los músculos y el corte certero del matarife, que no únicamente apuñala, sino que también degüella, decapita, corta, abre, separa, despedaza. Aunque todo acto de violencia, por mínimo que sea, es ya una manifestación de locura, la de ese hombre, o lo que fuese, se ponía en evidencia, no en su gusto por el asesinato, y ni siquiera por su tendencia a reproducirlo al infinito, sino por los detalles con los que, por decirlo de algún modo, lo decoraba. Al odio, el crimen le basta, de modo que el ritual privado que desplegaba estaba más allá del odio, en un mundo contiguo al de las apariencias en el que cada acto, cada objeto y cada detalle, ocupaba el lugar exacto que le acordaba en el conjunto la lógica del delirio, únicamente válida para el que había elaborado el sistema, e intraducible a cualquier idioma conocido. Ya hemos visto cómo la buena presencia y la seducción, el aspecto de persona agradable y honesta en una palabra, se desprendían con facilidad del hecho de que sus propias víctimas le abrían la puerta, le servían una copita de licor o una cena y después iban a la cocina ellas mismas a traerle el cuchillo con el que se disponía a degollarlas. Algunas incluso estaban sin la menor duda posible vivas según los laboratorios cuando habían cedido a sus asedios sexuales. Que era del barrio podía comprobarse siguiendo en un plano su itinerario, ya que como decía después de los primeros crímenes descubiertos en el décimo arrondissement, todos los demás habían sido cometidos en el undécimo, en un espacio cada vez más restringido, en las inmediaciones de la municipalidad y de la plaza León Blum, lo que hacía suponer que la proximidad de sus víctimas le permitía satisfacer la urgencia homicida que lo sacaba de su cueva oscura y que, sobre lo primero que encontrara a su alcance y que correspondiese al modelo insensato que se había forjado, caía con su saña habitual, convirtiéndose para las viejecitas del barrio, por ese azar que presidía el encuentro de la pulsión y de su objeto, en algo semejante a la energía imparcial y neutra del destino.

Morvan llevaba un archivo doble y, de cada nuevo elemento que se agregaba, hacía una fotocopia para completar el ejemplar que guardaba en su casa y que, cuando no dormía en el despacho, tenía la costumbre de estudiar, hasta la madrugada a veces, y a veces también durante el día entero cuando estaba de descanso. Desde hacía meses, no ocupaba un solo minuto de la vigilia a otra cosa que no fuese la sombra extrañamente cercana y sin embargo inasible que salía, en el anochecer, vertiginosa y metódica, a golpear. Parado cerca de la ventana, en la tarde de diciembre, de vuelta del restaurante, miraba, con cierta ansiedad, el día gris que declinaba rápido, a través de los vidrios helados de su oficina y de las ramas peladas y lustrosas de los plátanos, en un aire cada vez más oscuro, a pesar de las luces eléctricas de los negocios encendidas desde la mañana y del cielo blanco que anunciaba como se dice nieve inminente y que, de un modo paradójico, parecía acentuar, a poca altura, la oscuridad del aire. Como ya lo ha hecho tantas veces, se decía Morvan, cuando llegue la noche saldrá tal vez sin apurarse de su penumbra informe y densa, merodeando por las calles casi desiertas, en las inmediaciones de la plaza, buscará con expresión indolente y ordinaria su nueva presa, abordándola de un modo tan natural y familiar que, en estos tiempos de amenaza, la anciana verá en él, no un peligro, sino una protección inesperada, viril y cálida, hasta tal punto que, para no privarse demasiado pronto de su compañía, lo hará entrar en su departamento, instalándolo en un sillón y sirviéndole una copita de licor e incluso una buena cena. En un determinado momento él, con un pretexto cualquiera, pidiendo permiso para ir al baño por ejemplo, se desnudará enteramente para no mancharse de sangre, en el cuarto de baño o en el dormitorio, plegando con cuidado su ropa, para poder salir más tarde impecable a la calle, y después, habiendo previamente pasado por la cocina, volverá desnudo al living o al comedor, con el cuchillo en la mano, dispuesto a comenzar su faena. Durante un buen rato trabajará el cuerpo inerme abandonado al cuchillo o al serrucho. Puede separar el tronco de la cabeza, o amputar los miembros, o los senos, o las orejas, o arrancar los ojos y acomodarlos con cuidado en un platito sobre la mesa o sobre alguna repisa, o, comenzando desde el bajo vientre, abrir la parte delantera del cuerpo desde el pubis hasta las costillas, sacando los órganos afuera y poniéndose después a separarlos y desplegarlos, hurgándolos con la punta del cuchillo o con los dedos enguantados, igual que si buscase entre los tejidos enigmáticos y todavía calientes, la explicación perdida de un secreto o la causa primera de alguna inmensa fantasmagoría. Cuando se cansará de escarbar y de actualizar en la materia bien real sus sueños insensatos, dejará caer el cuchillo, se dará una ducha y se volverá a vestir, estudiando con ojo experto hasta el último rincón del departamento para no dejar un solo indicio de su paso. Después, deteniéndose un momento cerca de la entrada, dándose vuelta o quizás, de un modo fugaz, por encima del hombro, echará una última ojeada al departamento, ya ni siquiera por precaución, sino más bien con extrañeza, o con indiferencia quizás, o quizás ni aun sin ver los estragos que quedan de su paso, como si todo hubiese ocurrido en un universo contiguo al de las apariencias, al que ni la voluntad, ni la causalidad, ni la razón, ni el espacio, ni el tiempo, ni los sentidos tienen acceso. Recién entonces, limpio, bien peinado, correctamente vestido, después de haber atravesado con tranquilidad y sin apuro el umbral, cerrará con llave y sin hacer ruido la puerta desde el exterior, y, de nuevo idéntico por fuera a cualquiera de nosotros, se guardará la llave en el bolsillo.

– Si está bien fría, tiene que doler acá cuando uno la toma -dice Tomatis, apretándose las sienes con el pulgar y el medio de la mano derecha, y manteniendo desplegado el resto de los dedos de la siguiente manera: el índice estirado en diagonal hacia arriba, como si estuviera disponiéndose a señalar un acontecimiento inminente que va a llegar desde lo alto, y el anular y el meñique, ligeramente encogidos ante el ojo izquierdo, cubriéndolo un poco y apuntando, contradictorios, hacia abajo.

Pichón, que acaba de hacer silencio para permitirle al mozo depositar los tres primeros lisos de la noche sobre la mesa, lanza hacia Tomatis una mirada discreta, al mismo tiempo perpleja y escéptica: perpleja porque esa declaración acerca de la temperatura apropiada de la cerveza en medio de la historia que él, Pichón, viene refiriendo, denotaría, por parte de Tomatis, una especie de insensibilidad ante su relato, y escéptica porque la declaración propiamente dicha, que Tomatis ha proferido con la certidumbre distraída con que se enuncian los postulados, le parece una afirmación puramente subjetiva. Un tercer elemento refuerza su perplejidad: el estatuto, un poco folklórico, de capital nacional de la cerveza, venida a menos a decir verdad en los últimos tiempos, de que suele enorgullecerse la ciudad, parece encontrar en Tomatis un cultor inesperado y Pichón, con ligera alarma, se pregunta si Tomatis, después de tantos años de separación, por haber permanecido casi sin moverse de la ciudad, no se ha dejado contaminar por cierto etnocentrismo provinciano, y ya está por desilusionarse cuando, después de tomar un largo trago, dejando con satisfacción paradójica su vaso casi vacío sobre la mesa, Tomatis comenta con una sonrisa malévola:

– Ha sido siempre la cerveza más mala y más fría del mundo occidental.

– No exageres -dice Pichón, aliviado y complacido.

El tercer comensal, un poco intimidado por el aura parisina de Pichón, pero evidentemente encantado de participar en la cena, sonríe con timidez detrás de su barba renegrida en la que, alrededor de la boca, han quedado enredadas, después de su primer trago de cerveza, algunas manchas de espuma blanca. Tomatis se lo ha presentado a Pichón un par de semanas atrás con las siguientes palabras: Marcelo Soldi. Pinocho para los amigos. El hijo de ricos que, a los veintisiete años, más sabe de literatura en todo el territorio de la república. Sin ignorar el tono irónico de la presentación, los presentados han tenido los dos sus propios motivos para sentirse satisfechos. En primer lugar, el hecho de conocerse por medio de Tomatis les parece ya una garantía de que llegarán a entenderse y a pasar algunos buenos momentos de conversación en las semanas de estadía que todavía le quedan a Pichón en la ciudad. Y, por otra parte, el interés común por el famoso dactilograma anónimo descubierto entre los papeles de Washington, los 815 folios a máquina de la novela histórica En las tiendas griegas, supone según ellos una razón más que suficiente para que la presentación haya sido necesaria. Un par de elementos prácticos se agregan a los factores específicamente hedónicos y mundanos: Soldi, a quien no le disgustaría ir a pasar un par de años en Europa -a pesar de los comentarios zumbones de Tomatis- no rechazaría en principio, si la oportunidad se presentara, la mediación de Pichón para alcanzar su objetivo; y Pichón, por su parte, informado por Tomatis de que Soldi, gracias a la confianza benévola de su padre, tiene para cuando lo desea no únicamente un coche sino también una lancha a su disposición, ha esperado poder aprovecharlos de tanto en tanto, si Soldi se lo propusiera, para explorar por agua o por tierra, durante las semanas que le quedan, algunos lugares, aunque un poco a trasmano, o quizás por esa misma razón, ya casi legendarios para él después de tantos años de ausencia, de su región natal.

Aunque es ya el veintiséis de marzo, está haciendo todavía muchísimo calor. Demorándose, el verano parece haberse también intensificado, a causa de la acumulación constante de temperatura que viene de semanas y semanas. Es un calor húmedo, un poco embrutecedor. No hace falta cansarse para sentir el cerebro febril y como apelmazado; ya desde el despertar, en el alba caliente y sudorosa, después de algunas horas de mal sueño, un letargo diurno se instala en la vigilia enturbiando, con su vaho grisáceo, la transparencia móvil y tenue de la mente.

Pichón, que ha elegido el mes de marzo para viajar, con la intención justamente de evitar el pleno verano sin privarse de aprovechar sus últimos días, soporta con un ligero pánico y una satisfacción secreta y contradictoria, las semanas ardientes que se suceden. La aprensión supersticiosa de no resistir físicamente tanto calor alterna en él con una especie de orgullo telúrico -semejante al que ha temido percibir hace unos minutos en Tomatis respecto de la cerveza- igualmente inconfesado y pueril. Las cifras máximas de temperatura y de humedad, la turbulencia fluida del cielo azul a mediodía y los pastos calcinados, le parecen confirmar su creencia indolente y un poco infantil, ya algo borrosa después de tantos años en el extranjero, de que proviene de un lugar único cuyos rasgos definidos e inalterables coinciden al milímetro, a pesar y aun a través del tiempo y la distancia, con los mitos que, poco a poco y sin proponérselo, ha ido forjándose a partir de ellos.

Los movimientos más banales le cuestan un esfuerzo increíble. Únicamente a la mañana, cuando se despierta, la conciencia de estar de vuelta en la ciudad le produce una euforia pasajera que lo induce a saltar de la cama, pero ya cuando está preparando el mate la volición flotante y blanda reaparece para instalarse a lo largo del día, y recién con las primeras copas de la noche se atenúa. Héctor, que está otra vez de gira por Europa, le ha dejado su taller para que se instale en él, el gran galpón blanco y confortable, fresco y ascético, semejante a las monocromías geométricas de su propietario, de las que Pichón siempre sospechó que al viejo amigo que las pinta con probidad exacta y meticulosa le han servido de muralla para ponerle un freno, probablemente ilusorio, a la vez al caos que hormiguea adentro y al que se agita, igualmente infinito y disperso, en el exterior.

Bastante retirado del centro, el taller le facilita largas caminatas, pero la luz cruel que estimula, insensiblemente, impresiones de perdición e incluso de delirio, no le deja más que la mañana temprano, el atardecer y la noche, para andar por las calles que le han sido en otras épocas tan familiares, y que, sin embargo, ahora recobra, a pesar del encanto intermitente, con un poco de extrañeza. Al decidir el viaje en París, varios meses atrás, los objetivos prácticos -la venta de los pocos bienes familiares, único lazo con la ciudad aparte de dos o tres amigos, después de la desaparición del Gato y de la muerte reciente de su madre- le permitían disfrazar la nostalgia y la impaciencia, y durante la semana anterior al vuelo únicamente el vino lo ayudaba a adormecer la ansiedad, pero después de las horas irreales en el avión, ya con los primeros paseos por Buenos Aires, una especie de atonía, por no decir de indiferencia, se apoderó de él: una ausencia de emociones previstas, tal vez demasiado esperadas, que lo hace percibir a la gente, a los lugares y a las cosas, con el desapego de un turista forzado. Es cierto que no ha viajado solo: su hijo mayor, un adolescente de quince años, lo acompaña, y la sensación constante de novedad que le atribuye empobrece sus propias sensaciones. Como si fuesen complementarias, sus experiencias se modifican, mutuas, y, a causa tal vez del carácter contradictorio respecto de la del otro que posee cada una, al entrar en contacto, o al mezclarse, igual que el vino y el agua, recíprocas, se atenúan. A los pocos días de instalados, Pichón ha podido observar una permutación curiosa, ya que es su hijo el que parece haberse adaptado con mayor plasticidad a las circunstancias, el que domina mejor las posibilidades de aprovechar la estadía en la ciudad, en tanto que él que ha nacido en ella y ha pasado en ella la mayor parte de su vida, la considera con la mirada fragmentaria y vacilante de un forastero. Al hijo el tiempo no parece alcanzarle para cumplir, en compañía de Alicia, la hija de Tomatis, que tiene su misma edad, con todas las actividades que se le presentan, natación, bailes, paseos, fiestas, viajes al campo, sin contar con las muchas horas de sueño profundo de las que parece salir fresco y decidido, en tanto que para el padre, a pesar de los muchos reencuentros y de las muchas novedades, las semanas son un flujo ardiente, inacabable y trabajoso. En el remolino lento del día, no parece existir la dimensión del tiempo: el mundo es como una masa pegajosa en desenvolvimiento imperceptible, y el ser atrapado en la gelatina incolora no solamente no se debate, sino que parece aceptar, como sola opción posible, gradual, el hundimiento.

En los primeros días del reencuentro, Tomatis lo ha estudiado con discreción, pero también con minucia. Aunque había estado llamándolo por teléfono desde París para ir precisando los detalles desde que el viaje fue decidido, Pichón lo llamó desde Buenos Aires prácticamente al bajar del avión, anunciándole su llegada a la ciudad para tres días más tarde, y fue Tomatis quien le aconsejó la compañía y el horario de colectivos que les convenía tomar, de modo que un atardecer caluroso -todavía era verano-, en los primeros días del mes, Tomatis, haciendo tintinear con dedos nerviosos en su bolsillo las llaves del taller que Héctor le había confiado antes de irse para Europa, los esperaba, acompañado de Alicia, en el andén número veintinueve de la Terminal de ómnibus. Cuando Pichón apareció en la puerta del colectivo -hacía años que no se veían-, cruzaron una sonrisa rápida, casi secreta, más visible en los ojos que en la boca, y en la que, igual que en la oscuridad cerrada un relámpago permite ver durante una fracción de segundo, imprimiéndolo por unos segundos más en la retina y para siempre en la memoria, un paisaje hasta ese momento enterrado en la negrura, los dos vieron desfilar, en una especie de representación común y en una intimidad que prescindía de palabras, no únicamente lo que cada uno sabía de sí mismo, sino también lo que sabía o imaginaba o presentía del otro, eso que, a pesar del tiempo y de la distancia y de lo que no había podido tener cabida en cartas y en llamadas telefónicas, podría llamarse los días, las semanas o los años dilapidados, los afectos perdidos, la lucha ciega y solitaria, el desgano y la dicha, la exaltación y el fracaso, las risas francas y luminosas y el sabor de las lágrimas amargas.

En su tentativa intermitente y discreta de auscultarlo, con una mezcla de curiosidad y de solicitud, Tomatis no ha logrado obtener gran cosa, y al cabo de algunos encuentros -se han venido viendo casi todos los días- el interés inmediato de los temas que abordan, la vivacidad de las noticias que intercambian y el placer intrínseco de la conversación, además de la rapidez con que han restablecido los viejos hábitos, los han hecho desinteresarse de lo que pudiera haber detrás de la mirada imperturbable y clara de Pichón, de sus frases lentas y elaboradas, de sus risas medidas y pensativas y de sus pausas, cortas o interminables, que no revelan, del interior supuestamente misterioso y sin fondo, nada en particular. En cierto sentido, ha terminado por decidir Tomatis, es una forma de cortesía, y le parece, o al menos lo desea, que Pichón piensa y siempre ha pensado algo semejante de su propio comportamiento, el de Tomatis, que, para no abrumar al interlocutor con quejas, confidencias o argumentos demasiado penosos, adopta una indolencia mundana y dicharachera.

Sin habérselo propuesto, y sin siquiera consultarse mutuamente, han resuelto, casi por instinto, tomar las cosas como vienen, una a una en la sucesión tal vez ilusoria en la que se presentan, sopesarlas con atención desapasionada, y dejarlas después seguir como quien dice su camino. A esta altura de sus vidas, y del modo más inesperado, el presente les da la impresión de ser el mejor de los mundos posibles. La juventud les parece haber quedado en una zona arcaica y fabulosa, más lejana e improbable que la dimensión en la que levitaban, en otros tiempos, livianos y sumarios, los dioses, un limbo concluido, brillante, inaccesible a la experiencia pero también a la memoria, y a pesar de eso, y aunque cada minuto que viven los aproxima, como jugando, a la nada, en la cual desaparecerá todo lo vivido, lo pensado y lo recordado, desde la idea de universo, hasta la más inconcebiblemente diminuta de las partículas, pasando por todas las variaciones intermedias que existen entre las dos, y en particular en esta noche calurosa de fin de marzo, dan la impresión de ser macizos, sólidos y despreocupados, indolentes y sanos, concentrados en lo inmediato como el cirujano en una operación delicada, el atleta en el salto que se dispone a dar, o el sibarita en un sorbo de vino fresco.

Soldi -Pinocho para los amigos, como ha dicho Tomatis en el momento de la presentación- los viene a su vez observando en los últimos quince días. Desde un par de años atrás, cuando se acercó por primera vez a Tomatis, lo oye hablar con frecuencia de los mellizos Garay, uno de los cuales desapareció hace unos ocho años, sin dejar rastro como se dice, y el otro vive en París desde hace más de veinte. Según Tomatis, eran tan idénticos que la gente los confundía todo el tiempo y ellos mismos, sin siquiera haberse puesto de acuerdo de un modo explícito, contribuían con maniobras sutilísimas, por pura broma o por razones oscuras incluso para ellos, a aumentar la confusión. De modo que, ahora que ha conocido personalmente a uno, a Soldi le parece que los dos han entrado a través de su experiencia en su imaginación, y que se ha filtrado en ella, probablemente ya para siempre, la misma confusión. El único ejemplar todavía viviente del inconcebible ente repetido que supo atravesar la luz del día en la ciudad durante tantos años, le sirve a Soldi como referencia empírica para representarse, cuando escucha a Tomatis hablar de ellos, a cualquiera de los dos e incluso a los dos a la vez, como una misma imagen desdoblada y no como dos seres autónomos y diferentes.

A veces, cuando escucha hablar a Tomatis y a Pichón, si bien todo lo que dicen lo divierte y le interesa, después, cuando se queda solo, tiene que someterlo a una especie de traducción: los juicios que emiten le parecen exactos en el momento en que los escucha, pero en las horas y en los días siguientes los descompone en todos sus elementos simples, sometiendo cada uno de ellos a un examen riguroso. La compañía de esos dos cuarentones irónicos y tranquilos, ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta a decir verdad, lo delecta aunque, o tal vez por eso mismo, las convenciones que presiden su conversación se le escapan. Aunque la relación que mantiene con ellos, y sobre todo con Tomatis, con quien desde hace más o menos dos años se ve casi todas las semanas, se ha establecido en un plano de igualdad, Soldi cree notar que, cuando se dirigen a él, los dos amigos cambian imperceptiblemente de tono, y sus frases parecen volverse levemente más claras y explicativas que las que intercambian, elípticas y llenas de sobreentendidos, cuando hablan entre ellos. Y, sin embargo, por nada del mundo se privaría de su compañía, por nada del mundo excepción hecha quizás de alguna mujer hermosa, bastante mayor que él de preferencia, una de esas mujeres plenas y maduras a las que la leyenda juvenil les atribuye una infinita sabiduría sexual, capaz de llenar de magia oscura y de sensaciones inolvidables y secretas los encuentros carnales.

– Aunque se llama Soldi y tiene mucha plata, es sinceramente nominalista -le ha dicho Tomatis a Pichón el día de la presentación. Y después, para coronar la alabanza-: Le sobra polenta como pensador.

Él se ha sentido gratificado por ese elogio ligeramente zumbón, y también agradecido, ya que Tomatis no ignora sus esperanzas de poder instalarse un par de años en el extranjero, en Europa o en Estados Unidos, para estudiar teoría literaria, ni las expectativas que ha despertado en él la llegada de Pichón, de quien podría obtener alguna ayuda para sus proyectos. En su obstinación por realizarlos no hay por cierto ninguna ambición profesional como se dice, sino la creencia, que parece generar cierto escepticismo en Tomatis y revelar en él, en Soldi, alguna ingenuidad, de que si adquiere una ciencia de la creación detallada y segura, el sentido de la exaltación misteriosa que desde que aprendió a leer le procuran esos encadenamientos mágicos de palabras, le será revelado. La libertad relativa que le otorga la fortuna familiar, en vez de inducirlo a multiplicarla, o a aprovecharla para viajar, figurar en sociedad o hacerse corredor de autos -el padre, Aldo Soldi, tiene, entre sus muchos negocios, la representación de una marca alemana de automóviles-, le ha permitido instalarse en su extraña obsesión por las palabras, tan íntimamente entrelazadas, desde su infancia, con los pliegues más recónditos de su propio ser, que ya le es imposible desembarazarse de la convicción, firme como un sortilegio, de que un instrumento capaz de desentrañar el sentido de esos tejidos abigarrados, será al mismo tiempo la clave para comprenderse, siquiera fragmentariamente, a sí mismo.

Otro asunto estimula el interés común de Soldi, Pichón y Tomatis. Después de la muerte de Washington Noriega, unos ocho años atrás, casi en los mismos días de la desaparición del Gato, el hermano mellizo de Pichón, su hija Julia, que se había ido a vivir a Córdoba, se separó del marido y vino a instalarse en la casa de Washington en Rincón Norte. Aunque las relaciones con su padre habían sido más bien difíciles, después de la muerte de Washington, la hija, que tenía más de cincuenta años en esa época, organizó su vida, sin desde luego darse demasiada cuenta de la situación, exactamente igual que la de su padre, imitándolo en todo lo que siempre le había reprochado: se separó de su marido, y se instaló a vivir sola, con una mujer que le hacía la limpieza, arreglándose con una jubilación estatal y algunas traducciones esporádicas de libros de medicina. Tenía hijos ya grandes e incluso nietos con los que, igual que Washington con ella, se veía rara vez. Y así como en vida se había distanciado de él y no perdía ocasión de criticarlo, después de su muerte, cuando se instaló en la casa, se le despertó por su padre una devoción tardía, por no decir un verdadero culto. Trató de repertoriar y de ordenar cada uno de sus papeles y de sus libros, y conservó la casa exactamente como Washington la había dejado. Con los viejos amigos de Washington que quedaban en la ciudad, Tomatis, Marcos Rosemberg, Cuello, y otros menos íntimos, las relaciones, normales en apariencia, eran a decir verdad de lo más complicadas, ya que Julia, que parecía sufrir de celos retrospectivos que no lograba disimular del todo, los hacía en su fuero interno responsables de las malas relaciones que había mantenido con su familia. Rosemberg, que tenía más o menos la edad de la hija, tomó las cosas con su paciencia habitual, y Tomatis, que había nacido varios años después del divorcio de Washington, y por lo tanto no tenía nada que ver con sus historias de familia, sin dejar de lanzar de tanto en tanto algún sarcasmo sobre la situación, la manejaba con la habilidad viciosa de un diplomático, pero Cuello, que había sido el amigo más fiel, y había acompañado a Washington hasta su muerte, rompió con la hija al poco tiempo de su instalación en Rincón Norte, y cuando se refería a ella ante terceros la llamaba siempre esa mujer.

Todos estaban preocupados por los papeles de Washington. Julia juntó los que estaban diseminados en libros, en cuadernos, en cajones y en carpetas, los papeles sueltos y los paquetes de hojas polvorientas, y trató de ponerlos en orden, pero como había estudiado medicina y no tenía mucha cultura literaria o filosófica, lo que le costaba reconocer, su trabajo no avanzaba mucho, y debido a sus sentimientos ambivalentes hacia los viejos amigos de Washington, no quería rebajarse a pedirles ayuda. Bastaba que alguno de ellos hiciese una sugerencia para que ella, con pretextos confusos, la rechazara. Esa situación venía durando desde hacía algunos años cuando Soldi, del que Tomatis nunca había oído hablar, se presentó un día en su casa con el fin, según sus propias palabras, de charlar de literatura. Era evidente que le había costado un gran esfuerzo decidirse a tocar el timbre, porque después de haber hecho esa declaración precipitada se había quedado callado, tratando de sonreír detrás de la barba renegrida, y aunque Tomatis le había contestado Todo menos eso, lo había hecho subir a la terraza, donde se habían quedado charlando y tomando mate hasta el anochecer, para bajar después a cenar en un restaurante del centro. Al día siguiente ya habían entrado en confianza, y a Tomatis unas semanas más tarde ya le había venido la idea de mandar a Soldi, según sus propias palabras, como espía doble a Rincón Norte pensando que, como Soldi no tenía el antecedente infamante de haber pertenecido al grupo de amigos íntimos de Washington mientras ella, abandonada por su padre, se marchitaba en Córdoba, podía ser aceptado por la hija con mayor facilidad, lo que efectivamente sucedió. Pisó el palito, comentó Tomatis frotándose las manos, pero Soldi, que era demasiado escrupuloso y leal como para mezclarse en las intrigas de los dos bandos, lo que en el fondo de sí mismo Tomatis, simulando lo contrario, aprobaba, empezó a ocuparse con seriedad de los papeles y, en vez de echar como se dice leña al fuego, trataba, sin mucho éxito a decir verdad, de reconciliarlos. Es demasiado honesto como para que se pueda confiar en él, sabía comentar Tomatis, riéndose de su propia broma. Soldi iba todos los viernes a Rincón Norte, y se pasaba el día entero ordenando los papeles de Washington. Y al cabo de tres o cuatro sesiones de trabajo, en un baúl rotulado de puño y letra de Washington INÉDITOS AJENOS, descubrió lo que él llamaba, y casi enseguida todo el mundo adoptó la palabra, no el manuscrito, sino el dactilograma.

Únicamente dos datos son seguros: que el dichoso dactilograma es una copia y que su título, En las tiendas griegas, es posterior a mil novecientos dieciocho, porque fue en ese año que César Vallejo escribió el poema del cual ese título está sacado. De los setenta años transcurridos desde entonces, en los primeros cuarenta, o en los primeros treinta a lo sumo, en la selva apretada de esas tres décadas, Soldi y los demás saben que hay que buscar las semanas, los meses o, y es la hipótesis más probable, los años en que la novela fue escrita. Y en cuanto al autor, ningún indicio permite todavía identificarlo. No hay ningún nombre encima o debajo del título escrito en la primera hoja, en mayúsculas entrecomilladas, en el medio y en la parte superior del espacio en blanco de unos ocho o nueve centímetros, después del cual, a un solo espacio, entre márgenes estrechos, se inicia el texto de la novela que únicamente logra detenerse, con los mismos puntos suspensivos con los que comenzó, ochocientas quince páginas apretadas más tarde. El tema es la guerra de Troya y el lugar, la llanura de Escamandro, frente a los muros de la ciudad sitiada, donde se ha instalado el campamento griego, como lo anuncia el título con tono rigurosamente descriptivo y documental. Las ochocientas quince páginas se desarrollan, de la primera a la última, sin excepción, en el campamento. Ni una sola vez el narrador va del otro lado de los muros y, si la novela termina cuando las puertas de Troya se abren para dejar pasar el caballo de madera, la escena está vista desde lejos, por un viejo soldado que ignora el engaño que sus propios aliados han urdido. Los troyanos son figuras diminutas y fantomáticas que se pasean a lo lejos por los parapetos, las torres y las murallas, y que de tanto en tanto una flecha silenciosa, surgida de algún punto impreciso de la llanura, exacta, escamotea. Como el resto de lo existente, Troya parece ser para el narrador, al mismo tiempo, cercana y remota.

Entre los amigos de Washington, el descubrimiento del dactilograma produjo, demás está decir, un revuelo desmesurado, y de los muchos enigmas que encierran las ochocientas quince páginas, la identidad del autor es uno de los más densos. La hija pretende que se trata de su propio padre, pero la palabra novelista en labios de Washington tenía siempre un matiz despectivo. Lo que viene complicando al máximo la situación es que Julia tiene guardado el dactilograma en una caja de metal, y no permite que salga de Rincón Norte ni que se haga una copia. Soldi fue el primero en obtener la autorización de leerlo, que gracias a una negociación laboriosa consiguió extender a Tomatis y a Marcos Rosemberg. Los tres están entusiasmados con el texto, y completamente desorientados en lo relativo a la identidad del autor y a la fecha aproximada de redacción. El único indicio material que poseen es el cuerpo tipográfico más bien grande de la máquina de escribir que sirvió para copiar el manuscrito, de un modelo anterior a la Segunda Guerra Mundial probablemente, en buen estado de funcionamiento a juzgar por el hecho de que las ochocientas quince páginas han sido escritas con la misma máquina, que ya estaba bastante usada si se tiene en cuenta que desde las primeras líneas del texto algunas teclas mal calibradas golpean ligeramente más arriba del renglón imaginario sobre el que se van estampando, y que en ciertas partes del texto, a causa de la cinta bicolor, muchas letras son negras en la parte superior y de un rojo desteñido, debido a una impresión imperfecta, en la base.

Demás está decir que, desde hace por lo menos un año, gracias a los comentarios epistolares de Tomatis, Pichón está al tanto de la existencia de la novela. Muchas horas en París las ha llenado especulando sobre la identidad posible del autor, sobre la probabilidad de que existan en la ciudad o en el país, o donde fuese, otras copias polvorientas guardadas en el fondo de un ropero o de una valija, e incluso algún sobreviviente de la época capaz de aportar su testimonio para aclarar el misterio. A los pocos días de llegar a la ciudad, durante una conversación con Tomatis, el tema fue tratado en detalle y se pusieron de acuerdo para ir, gracias a la intervención diplomática de Soldi y gracias también a sus medios de transporte puestos a disposición por su padre, hasta Rincón Norte, para visitar la casa de Washington que hacía tanto tiempo que Pichón no veía, y echarle de paso una ojeada al dactilograma.

Y, justamente, eso es lo que han hecho durante el día transcurrido. Soldi había prometido llevarlos en auto, pero al día siguiente nomás de programar el viaje, lo llamó a Tomatis para proponerle, si él y Pichón estaban de acuerdo, ir a lo de Washington no en auto por el camino de la costa, sino en lancha por el río. De modo que esa mañana, a eso de las diez, cuando el calor ha comenzado a apretar a decir verdad, se han encontrado en la entrada del Yacht Club, del otro lado de la laguna, Tomatis, Pichón, Alicia y el Francesito, como lo llaman en la ciudad sus nuevos amigos al hijo de Pichón, y Soldi y el tripulante de la lancha que ya estaban esperándolos desde hacía un rato. Bajo unos eucaliptos plantados cerca de la orilla, la lancha del padre de Soldi, " La Rubita ", ha estado también esperándolos, por decirlo de algún modo, balanceándose con la cadencia plácida, en la mañana ardiente y sin viento, de la corriente, proa hacia la tierra, y ya desembarazada por el tripulante de la lona que la protegía. La lancha es blanca, limpia, amplia, con su cabina en el medio y en la popa la cubierta protegida del sol por un toldo a rayas blancas y verdes; en la heladera encastrada en el rincón exiguo de la cabina que sirve de cocina, Pichón, Soldi y el tripulante han acomodado todo lo necesario para un picnic, fruta, huevos duros, queso, jamón, agua, gaseosas, sardinas, cerveza en lata, y después de distribuirse en las banquetas de la cubierta, bajo el toldo rayado, han esperado, con una excitación leve a causa del paso del suelo firme a la movilidad del agua, que la lancha zarpe, haciendo sacudir, mediante las ondas que generaba a medida que avanzaba maniobrando despacio, y que se renovaban constantemente, las hileras de embarcaciones amarradas a la orilla, fantasmales, informes y ciegas bajo la lona que las envolvía.