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Sin embargo, antes y después de comer -bien liviano por cierto a causa del calor- los adolescentes se dieron un chapuzón, de modo que los cuatro adultos, enfrascado cada uno en el ronroneo monótono y deshilachado que fluye sin fin en el fondo de cada uno y que se hace más intenso en el sopor general de la siesta, los han visto, a través de sus párpados entrecerrados, levantar penachos blanquecinos de agua con sus brazadas y sus pataleos que resonaban y repercutían en el aire caliente y soñoliento y que, al agitar el agua, formaban ondas concéntricas rítmicas y rápidas que hacían balancear la lancha, meciendo con suavidad a sus ocupantes adormecidos. Aparte de una que el tripulante ha ido mezclando en un vaso de cartón con naranjada, las latas de cerveza quedaron intactas en la heladera: el calor, el rumor constante del motor que, después de detenerse, ha seguido resonando un buen rato en la memoria, y la fatiga del día incesante, han sido hasta el anochecer alcohol suficiente para empañar, con sus estremecimientos ínfimos pero continuos, la transparencia interna que vacila y se adelgaza. A eso de las dos, rompiendo como se dice el silencio centelleante y alborotando de nuevo a los pájaros ocultos entre las ramas de la orilla, la lancha ha retomado el rumbo de Rincón Norte para ir a arrimar, despacio y sin sombra de falsa maniobra, junto a un embarcadero estrecho de madera ennegrecido por la intemperie, adecuado tal vez para los períodos de creciente, pero demasiado alto para la profundidad actual del riacho, de modo que el tripulante ha debido abordar la orilla por la popa, prescindiendo del muelle de madera, para facilitar la bajada de sus pasajeros. Durante un kilómetro por lo menos, han seguido dos huellas paralelas, arenosas, separadas por una banda central cubierta de pasto reseco y blanqueado de polvo, y por fin han empezado a divisar, por entre las masas de vegetación bien verde y cuidada del patio, las tejas color ladrillo de la casa de Washington. Una criolla vieja, vestida con un batón floreado, trayendo en la mano una pantalla de cartón, obsequio publicitario de algún negocio de la ciudad, con la foto de una estrella de cine en el anverso y el nombre y la dirección del negocio en el reverso, les abrió el portón de tejido y los condujo a la casa por un sendero de lajas blancas irregulares, abierto entre canteros florecidos todavía en marzo gracias a la sombra de los árboles que bordean todo el perímetro del terreno o se levantan, sólidos, bien regados y sin ningún orden particular, en diversos puntos del patio. La hija de Washington los ha esperado en la galería protegida del sol por plantas trepadoras cuyas ramas intrincadas y retorcidas forman una fronda tan apretada que apenas si deja pasar, por algunos huecos, rayos luminosos que estampan unas manchas irregulares en las baldosas relucientes y coloradas. Sin Washington la casa le ha parecido a Pichón un poco más grande de lo que la consideraba en su recuerdo, y tal vez por eso también un poco más desolada. La hija, en cambio, lo acogió con una amabilidad y una ostentación de placer que a Pichón le han parecido exageradas, porque era la primera vez que la veía, pero la conclusión que sacará más tarde de esos signos excesivos de hospitalidad es que, en pleno conflicto compulsivo con el grupo local de amigos de Washington, tal vez sin siquiera haberlo decidido de un modo conciente, ha considerado como una buena medida táctica tomar como aliado a uno que únicamente está de paso por la ciudad. La simpatía servicial que le demostró pretendía quizás demostrar, por contraste, la responsabilidad de los otros en las escaramuzas locales. Pero todo el encuentro ha transcurrido en un ambiente diplomático aburrido y un poco solemne. Estudiándola de tanto en tanto con disimulo, Pichón ha llegado a la conclusión de que Julia parece haber heredado los cabellos blancos, lacios y sedosos del padre, y tal vez algo de su simplicidad espartana, y la opulencia, la buena educación, y la elegancia algo convencional de la madre. Y, al entrar en la biblioteca, tan familiar para él en otras épocas, al transponer otra vez después de tantos años la puerta, ha creído percibir un olor de cera, atenuado pero real, en el que parecía cristalizarse el cambio de dominio o de influencia sobre el lugar, el paso de la camaradería viril del anciano solitario con la fatalidad rugosa y fugitiva de las cosas, al combate constante de la voluntad femenina por preservarlas, tratando de detener o mejor aun de hacer retroceder, la polución, el desgaste, el óxido, la desintegración.
La hija de Washington ha traído la caja de metal, bastante más grande que una caja de zapatos, pero ha sido Soldi -Julia lo llama Pinocho-, el que la ha abierto, con la llave que le ha dado la dueña de casa. En semicírculo alrededor de la mesa de trabajo de Washington, los visitantes han contemplado, inmóviles y sin decir palabra, los tanteos algo laboriosos de Soldi con la llavecita, para introducirla y después hacerla girar en la cerradura, hasta obtener un resultado que juzgó satisfactorio, de modo que dejando la llavecita en la cerradura, abrió la tapa de la caja y sacó con cuidado una carpeta de cartulina azul, abultada, que depositó sobre la mesa. Una vez que hubo abierto la carpeta, los visitantes pudieron comprobar que el dactilograma, además de las protecciones sucesivas de metal y cartulina, gozaba de una tercera, una especie de gran sobre de plástico semitransparente pero amarillento de tan grueso, con un cierre relámpago no dentado que Soldi corrió con decisión, para sacar después, con sus manos delicadas y precisas, el paquete alto de hojas escritas a máquina, un poco resquebrajadas y casi marrones ya más que amarillas en los bordes, chamuscadas, podría decirse, por la llama continua y sin velocidad calculable del tiempo que no para. Cuando ha dejado el paquete de hojas ya sin ningún envoltorio sobre la mesa, Soldi se ha hecho a un lado, un poco grave detrás de la barba, cruzando sus manos largas y bronceadas sobre el abdomen, tranquilo, por no decir satisfecho. Pichón ha tomado esa actitud como una autorización dirigida a su persona, incitándolo a examinar el original, pero antes de dar la vuelta a la mesa para inclinarse sobre la parva de hojas dactilografiadas, con el primer vistazo al paralelepípedo bastante voluminoso que forman, ya ha comprendido que Washington no puede ser el autor, que Washington nunca hubiese escrito un relato, y menos aun un relato de ese tamaño, de modo que durante unos segundos, antes de inclinarse por fin hacia la mesa, su preocupación principal ha sido que esa convicción no se refleje en su cara.
Lo que le ha llamado antes que nada la atención es que la novela empieza con puntos suspensivos, y que en realidad la primera no es una frase entera sino el miembro conclusivo de una frase de la que falta toda la parte argumentativa:
…prueba de que es sólo el fantasma lo que engendra la violencia.
Desplazando el paquete entero de hojas, menos la última que lleva, en el ángulo superior derecho, el número 815, Pichón ha podido comprobar que la frase final también se interrumpe y acaba, no con un punto, sino con tres puntos suspensivos. Después, durante varios minutos, bajo la mirada ligeramente expectante de los presentes, con la impresión de que todos quisieran erigirlo en juez de un litigio cuyos motivos auténticos, no únicamente él, Pichón, sino también, y sobre todo, cada una de las partes ignoran, ha examinado el dactilograma, observando que, después de todo, a pesar de la altura que alcanzan las hojas acumuladas, no es tan largo, porque los tipos de la vieja máquina de escribir que ha servido para copiarlo -las pocas tachaduras hechas con la equis mayúscula demuestran a simple vista que se trata de una copia- son bastante grandes. Es cierto que las hojas fueron llenadas, quién sabe cuándo, a un solo espacio, que no existe ninguna división en partes, capítulos y secciones, y que los puntos y aparte son infrecuentes- de un modo superficial. Pichón ha calculado que hay uno cada treinta o cuarenta páginas. La primera conclusión que ha sacado del examen visual del dactilograma, o de su disposición tipográfica, más bien, es que la novela no incluye un solo diálogo, pero después, adentrándose un poco más en el texto, ha podido verificar que, a decir verdad, hay muchísimos, aunque transcriptos siempre en forma indirecta. Las frases son de extensión diferente: a veces hay frases cortas, a veces las frases cortas y las largas alternan, y a veces la extensión de las frases va aumentando, hasta alcanzar la extensión de una o dos páginas, lo que parece dar siempre lugar al punto y aparte. Quienquiera haya sido el autor -hasta este mismo momento en que están sentados a la mesa tomando la primera cerveza de la noche con Soldi y Tomatis no se le ha ocurrido todavía ningún nombre- no da la impresión de adherir, por el uso sistemático de la frase corta, a la superstición de la eficacia ni, por practicar en forma exclusiva los períodos interminables, al barroco de vulgarización. Por un prejuicio favorable, ya que todavía no ha leído la novela, Pichón le atribuye al autor desconocido una capacidad de modulación rítmica gracias a la cual cada frase tiene la extensión que le corresponde, basándose en la identificación lo más completa posible de sonido y sentido, y no en principios abstractos de una supuesta estética del relato y una pretendida visión del mundo como le dicen, anteriores al momento de la redacción.
Hubiese querido estar más concentrado mientras estudiaba, manipulándolo con cuidado, el dactilograma, pero el interés un poco indiscreto con que lo observaban los demás, aunque no hubiese cruzado una sola mirada con ellos, lo distraía. El papel de arbitro que los dos bandos habían decidido acordarle lo perturbaba hasta tal punto que le hacía perder la exactitud y, peor todavía, hasta la sinceridad de sus juicios. Y, en lugar de haber sacado conclusiones a propósito del texto propiamente dicho, había lanzado una frase semejante a una sonda que se deja caer en un pozo oscuro, del que se ignora el contenido, la hondura e incluso la finalidad.
– Habría quizás que mandarlo a Europa o a los Estados Unidos para que pueda ser estudiado con mayor precisión científica que la que puede obtenerse en Rincón Norte -ha dicho, originando primero un murmullo general y después la respuesta suave pero definitiva de la hija de Washington:
– Mientras yo viva, no sale de esta casa.
– Un día de éstos, habrá que decidirse a hacer una copia -ha intervenido Soldi, al parecer satisfecho por el intercambio de frases que acababa de resonar en el cuarto de Washington, bastante fresco a causa de la penumbra calculada que siempre lo protegió del ardor exterior: las dos frases resumían de un modo a su juicio claro la situación, eximiéndolo de tener que explicar a las partes en litigio los argumentos contradictorios.
– Si se analiza debidamente el papel, la tinta o el tipo de máquina además del texto, tal vez se puedan obtener más precisiones -ha dicho Pichón, tomando de nuevo las precauciones necesarias para no dar la impresión demasiado clara de estar poniendo en tela de juicio la identidad del autor.
– Todo eso puede hacerse aquí mismo -ha dicho Julia.
– No lo creo -ha dicho Soldi de un modo apresurado, prefiriendo que esa contradicción, que a causa de su sensatez transparente cualquiera de los presentes hubiese podido expresar, provenga más bien de su persona, de quien Julia la tolerará más fácilmente que si hubiese provenido de Pichón o de Tomatis.
– Y, para ser francos -ha dicho Julia como si no hubiese escuchado- no veo mucho la necesidad.
– Permiso, voy a salir un momentito al patio a tomar aire -dijo Tomatis con la entonación más amable y despreocupada que pudo hacer pasar a través de su garganta sofocada de indignación.
– ¿Por qué no vamos todos? Debe estar lindo a esta hora -ha propuesto Pichón con la más exquisita urbanidad.
Soldi ha emparejado las hojas del dactilograma, a las que introdujo después con mucho cuidado en el sobre de plástico, corriendo el cierre relámpago, y, después de haber metido el sobre en la carpeta azul, colocándolo en el fondo de la caja de metal, de la que bajó en el acto la tapa, cerrándola con una doble vuelta de la llavecita.
Han salido todos al patio. En veinte años, le ha parecido a Pichón, los árboles, algunos de los cuales fueron plantados en su presencia y que él mismo algunas veces podó y regó y, cuando crecieron gozó incluso de su sombra, no sólo han crecido todavía más, sino que también le han dado a ese patio un aspecto desconocido. Las moras, los gomeros, los arces, los fresnos, las acacias o los paraísos, los laureles rosas, blancos o amarillos, las palmeras y los jazmines, los cercos de ligustro, de pasionaria o de madreselva, para no hablar de los frutales, dispuestos en un área especial del patio, higueras, cítricos, manzanos, nísperos, perales o durazneros, con su solo crecer, han modificado el espacio en el que están plantados volviéndolo diferente de la representación que Pichón se hacía en su recuerdo. Ese lugar que creía conocer de memoria le pareció muy distinto y por esa misma razón extraño, novedoso, ligeramente inquietante tal vez, como si las pruebas de un tiempo que sigue fluyendo sin nosotros, se hubiesen acumulado en los troncos enormes y rugosos y en las copas desmesuradamente expandidas de los árboles. Por los huecos de la fronda pasaban manchas de luz que se imprimían en los senderos bien apisonados, pero una sombra espesa que conservaba la frescura y la humedad, defendía el terreno del sol obstinadamente ardiente de finales de marzo. En cierto momento, la hija de Washington y los tres especialistas literarios, como llamaba desdeñosamente y con ironía impasible en su fuero interno a Pichón, Soldi y Tomatis, se habían quedado solos bajo los árboles, porque los adolescentes habían desaparecido y, en un rincón alejado del patio, inclinados con interés sobre unos canteros de flores, el tripulante de la lancha y la vieja criolla que los había recibido conversaban. Tomatis había estudiado con profundo interés las ramas de una morera.
– Ni una sola mora nos han dejado, Julia -dijo por fin.
– Mire si íbamos a andar esperándolo -le respondió, con sequedad jovial, la hija de Washington.
– Con el cuento de que clasifica los papeles, Pinocho se come todo cada vez que viene -dijo Tomatis.
– Hago lo que puedo -respondió Soldi, inclinándose con modestia simulada.
– En vez de la novela, las moras tendría que poner bajo llave, Julia -ha dicho Tomatis.
Pichón se ha reído, no de la jovialidad agresiva y un poco mecánica del diálogo, sino de la tensión que percibe detrás de las palabras, ya que no ignora el conflicto que desde hace tiempo opone a los interlocutores.
– ¿Quieren que les haga preparar unos mates? -preguntó Julia, lo que indujo a Pichón a pensar que en el modo de formular la pregunta estaba implícita la declaración de que ella no se molestaría en cebarlos, sino que delegaría la tarea en la vieja criolla de batón floreado que conversaba en el fondo con el tripulante, o, peor todavía, que la formulaba con la esperanza de que no aceptarían viéndose de ese modo en la obligación de dar por terminada la visita. Tomatis ha parecido pensar lo mismo porque, sin consultar a nadie, respondió en el acto.
– No. Se está haciendo un poco tarde. Habría que volver, ¿no, Pinocho?
De modo que después de una despedida afable, corta y convencional, han emprendido la vuelta. No bien hicieron unos metros por el camino arenoso en dirección a la costa -sus sombras ya largas, azules, los precedían quebrándose en las irregularidades del suelo- Tomatis, bajando por prudencia un poco la voz, empezó a criticar a la hija de Washington.
– ¡Que en Rincón Norte se puede analizar científicamente el manuscrito igual que en Cambridge! Se enteró de su muerte por el diario y ahora se las da de hija devota. Quiere a toda costa que el autor sea Washington porque, como es una novela, piensa que va a hacerse rica cuando la publiquen. Ya debe estar pensando en vender los derechos cinematográficos o, peor todavía, en hacerla adaptar para televisión.
Con discreción, casi con estoicismo, Soldi y Pichón se han abstenido de responder a esas frases malintencionadas y sin duda inverificables, sin dejar de pensar sin embargo que la terquedad de Julia, originada en confusos y probablemente antiguos tironeos emocionales, justifica en cierta medida el furor de Tomatis. Después, haciendo silencio, han ido avanzando a paso lento hacia el río, en el calor del atardecer. Pichón lanzaba, de un modo voluntario, o voluntarista mejor, miradas a su alrededor, tratando de captar en el paisaje, bastante triste por otra parte después de tantas semanas de sequía, algo, una fuerza propia a la disposición del pasto grisáceo, de la vegetación polvorienta, del suelo arenoso, del aire sofocante y del cielo ilimitado y ya un poco pálido del día que declinaba, un hálito singular que hubiese sido específico de ese lugar y de ningún otro, pero sus miradas rebotaban en el espacio neutro, irreconocible, átono, que no le procuraba como se dice ningún sentimiento de reciprocidad ni ninguna emoción. Únicamente cuando llegaron a la orilla del río y cuando ya había renunciado a sentir alguna intimidad viviente entre los pliegues apelmazados de su ser y lo exterior, la proximidad y la vista del agua le produjeron una especie de alegría fugaz que atribuyó no a su afinidad con ese río preciso, sino a la alerta general de sus entrañas, de sus sentidos y de su piel, acosados por el calor, el cansancio y la sed, ante la presencia benévola, inmediata y genérica del agua salvadora.
Como el sol bajaba cada vez más rápido, recogieron el toldo a rayas blancas y verdes de la lancha para que, gracias al desplazamiento, el aire secara sus caras sudorosas después de la caminata y del día transcurrido, que daba la impresión de haberlo hecho únicamente para los adultos, porque los dos adolescentes, sentados uno al lado del otro en el mismo lugar de la banqueta que habían ocupado durante el viaje de ida, más parecidos, uno al lado del otro, a las dos mitades de un ente andrógino que a dos ejemplares de sexos opuestos, impasibles y plácidos, daban la impresión de ser, para lo que corroe desde dentro y desde fuera con su obstinación insidiosa y continua, indiferentes y aun invulnerables. Desplomados en las banquetas, los adultos tomaban agua fresca que habían sacado de la heladera, y se dejaban mecer por el movimiento de la lancha y por el ronroneo uniforme del motor que, de un modo paradójico, se atenuaba en el silencio total del río y de las islas vacías. En la cabina, el tripulante, que les daba la espalda, de vez en cuando, sin descuidar el control de la lancha y sin siquiera darse vuelta, estiraba el brazo izquierdo, gritando y señalando algo en dirección de la orilla. Como él mismo debía saber que desde la popa no podía entenderse lo que decía, daba la impresión de estar señalándoselo a sí mismo con un ademán enfático y perentorio semejante al de un demente en estado crítico, hasta que Soldi se levantó y fue a preguntarle de qué se trataba, volviendo después de unos minutos de conversación afable para explicar que esos ademanes insistentes querían llamar la atención de los pasajeros sobre las victorias regias que flotaban cerca de las orillas, las bandejas verdes y circulares, y al costado de cada una, en la punta de un tallo largo y medio sumergido que evocaba un cordón umbilical, la flor de un blanco rojizo que se había abierto en el atardecer, para relumbrar con un resplandor apagado durante la noche y volver a cerrarse al alba hasta el anochecer del día siguiente, las victorias regias que los indios guaraníes llamaban irupé y que le hicieron pensar a Pichón, a causa de esa flor un poco separada del círculo verde pero dependiente de él, igual que un planeta y su satélite, en esas diosas arcaicas y solitarias que, fecundándose a sí mismas, parían por entre sus miembros vigorosos un dios menor, blanco, espigado y frágil, con el que se elevaban en vuelo nupcial antes de abandonarlo a la mesa del sacrificio para hacerlo despedazar y perpetuar de ese modo su propio culto.
Como a la ida, también a la vuelta han alargado un poco el camino, para llegar al anochecer y así librarse de soportar entre las casas y el asfalto recalentados de la ciudad, el sol esponjoso y turbio de la tarde. Navegando por el Colastiné cerca de la orilla este, bordeando las grandes islas que lo separan del Paraná propiamente dicho y de los riachos entrerrianos, han explorado los canales internos del río, formados por las islitas aluvionales que han sido hasta no hace mucho tiempo bancos de arena y que no tienen ni siquiera nombre y después, en vez de seguir por el río, se han internado en el Ubajay pasando incluso, antes de desembocar de nuevo en el curso grande del Colastiné, por la playita de Rincón y la casa de fin de semana de los Garay, una de las dos últimas propiedades de la familia (reducida en la actualidad a Pichón, su mujer y sus hijos), los detalles finales de cuya venta habían justamente motivado su viaje desde París. Esas dos casas, cerradas y vacías desde hacía mucho tiempo, ni siquiera había ido a visitarlas. Un primo abogado -de chicos se detestaban- se había encargado de la venta, y aunque él hubiese podido mandarle un poder desde París, había preferido abstenerse de hacerlo para justificar el viaje a la ciudad con el pretexto de la firma. Al divisar la casa, no todavía en ruinas pero carcomida por la intemperie, de modo que el blanco de las paredes donde la pintura no se ha descascarado está cubierto de un archipiélago de manchas grises y negruzcas, en el momento en que la lancha dejaba atrás una curva cerrada ha tenido de nuevo la esperanza de que algo dentro de sí mismo, nostalgia, pena, memoria, compasión, se pondría en movimiento, pero, de nuevo, las capas pegoteadas de su ser, como si fuesen un solo bloque compacto, no han querido desplegarse, ni siquiera entreabrirse. Ha tenido incluso que hacer un esfuerzo para mostrarle la casa a su hijo, alzando un poco la voz por sobre el ronroneo de la lancha:
– Esa es la casa de Rincón, de la que te mostré tantas fotos. Aquí de chicos pasábamos los veranos con el Gato.
Sin responder, el Francesito sacudió afirmativamente la cabeza y, para satisfacer a su padre, le echó una mirada larguísima a la casa, hasta que un nuevo recodo del río la escamoteó a la vista, pero su expresión impenetrable y serena, muy semejante, pensó Tomatis mirándolo, a la de los mellizos cuando tenían su misma edad, no dejó pasar, a pesar de la emoción intensa que sentía y que no tenía nada que ver con la casa, ningún signo al exterior. De esa casa habían desaparecido varios años antes, sin dejar literalmente rastro, el Gato y Elisa. Fueron, como tenían la costumbre de hacerlo desde hacía años, a pasar un par de días juntos, y nunca nadie más volvió a verlos. La casa de Rincón había sido desde siempre para ellos el recinto sacrosanto donde repetían periódicamente el ritual del adulterio. La puerta de calle estaba como de costumbre sin llave, pero todo seguía limpio y ordenado. No había señales de lucha o de presencias extrañas. Las camas estaban hechas y la mesa puesta. En la heladera, los alimentos para varios días se encontraban todavía en buenas condiciones. Aunque había algunos objetos de valor, máquina de escribir, ventiladores y otros artefactos, no faltaba nada y cada cosa seguía, intacta y en perfecto estado de funcionamiento, en su lugar. Un amigo publicitario, para el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabajito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y de violencia, y como al entrar en la casa silenciosa, empezó a sentir un olor nauseabundo, el amigo publicitario se asustó bastante, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón, en un plato. Al lado había un gran cuchillo de cocina y una tabla de picar carne, pero no habían tenido tiempo de usarlos. En el momento en que había sacado el plato de carne de la heladera y lo habían depositado sobre las baldosas rojas del fogón, el fluir de sus actos se había detenido y ellos se habían como quien dice volatilizado. Nunca más en siete u ocho años un solo signo de su existencia material, ni siquiera sus cenizas, había aparecido. Pasaron, le había comentado Tomatis a Pichón en una carta, de una cama indebida a una tumba indebida, con esa autonomía discreta y solidaria, de espaldas al mundo e incluso en contradicción con él, que únicamente otorgan la mística, la locura y el adulterio.
La lancha salió del Ubajay -"Es casi tan ancho como el Sena a la altura del Pont des Arts y por acá todo el mundo lo llama arroyo", ha pensado Pichón mientras iban dejándolo atrás- y entró otra vez en el Colastiné, navegando firme hacia el sur. En el atardecer inmóvil y caliente de marzo, a causa del aire un poco más fresco que producía su desplazamiento " La Rubita " le ha dado a Pichón la impresión de estar atravesando un corredor distinto del resto del espacio, con un clima propio, más clemente que el que imperaba fuera de sus bordes y que parecía disolver en el aire turbio las islas chatas y descoloridas. Ya iban por un verdadero río, ancho, hondo y correntoso, a pesar de su superficie lisa -debido al tiempo y a la hora- y casi coagulada, semejante a un bloque de gelatina en el que la proa afilada de la lancha fue abriendo un surco que se ensanchaba en la popa y en el que las masas de agua excavada tenían la consistencia, el color y la textura de vetas rugosas y, por los borbotones blancos que se formaban en la superficie, hirvientes de caramelo. Y tan verdadero en tanto que río, ha recordado Pichón, que, a pesar de no ser más que un recodo, una excrecencia, un retoño entre tantos otros de los que engendra, bajando hacia el sur, el Paraná, ha sido en sus orillas, unos diez kilómetros más abajo, en Colastiné sur, hasta los años veinte más o menos, donde funcionaba el puerto de la ciudad, un puerto de ultramar, y en las inmediaciones, ahora desiertas y vueltas al estado salvaje, había pululado una muchedumbre de marinos rusos, japoneses, alemanes, senegaleses, australianos, de comerciantes, de funcionarios fluviales y de estibadores, de prostitutas y de contrabandistas, de artesanos y de oficiales y agentes del ejército y de la policía portuaria. Desde Dakar, Hamburgo, Odessa o Nueva Inglaterra, los barcos de proa alta, mástiles y chimeneas, fondeaban en la orilla. Un tren venía desde la ciudad cruzando la laguna por un puente de madera que, como a casi todos los otros, terminó por derrumbar una creciente, descargando y cargando mercaderías y pasajeros. Muelles y galpones se extendían a lo largo de la orilla y en el espacio que los separaba pasaban las vías férreas y se agitaba un tumulto de carros, caballos, hombres, guinches, entre pilas de madera y fardos de lino blanco que, habiendo salido de las bodegas oscuras de los barcos en los que habían atravesado más de un océano, esperaban amontonados al sol, en la tierra arenosa, que los vagones los llevaran a la ciudad. El pueblo propiamente dicho habían sido varias hileras rectas de casillas con techo de cinc, alguna que otra, más pretensiosa, adornada por un alero de lata representando una flor de lis o algún otro motivo, repetido a todo lo largo de la fachada, en la altura, paralelo a la canaleta de cinc del desagüe. Como los mosquitos y las moscas a los hombres, a vela, a remo o a motor, las embarcaciones minúsculas y remendadas de los proveedores, comerciantes, funcionarios e incluso proxenetas, hostigaban, evolucionando inestables y nerviosas a su alrededor, a los grandes barcos de ultramar fijos y firmes contra el muelle. El calado del puerto nuevo, en la ciudad, y la construcción del largo canal de acceso a los muelles desde un nudo intrincado de islas, ríos, riachos, lagunas y arroyos que desembocan en el río Paraná Viejo, contribuyeron a la decadencia del puerto en Colastiné sur. El pueblo y la estación desaparecieron; los muelles y los galpones, poco a poco, se derrumbaron; el pasto y la maleza fueron borrando los caminos que llevaban al puerto: quedaron un monte de eucaliptus, un despacho de bebidas hecho de latas y de madera de cajón, con techo de paja y, de tanto en tanto, a lo largo de la costa hasta Rincón, algunos trechos de vías oxidadas y sepultadas por la vegetación desteñida, buenos lingotes de hierro que, por alguna razón misteriosa, cirujas, acopladores de materiales de construcción o simples rateros, se habían abstenido de arrancar. También, incompletas y reventadas en parte por la presión que hace desde abajo lo que, obstinado, se empeña en crecer, las bases rectangulares de las casillas de madera que, en la época de las vacas gordas, se habían otorgado el lujo de un piso de portland. Pero desde cierta distancia, desde el río o desde el medio del campo por ejemplo, los vestigios de ocupación humana son por cierto invisibles, a no ser por el rancho de lata, los eucaliptos y los troncos negros y geométricos, que recuerdan ciertos dibujos de Piranesi, de un muelle reciente destinado a una balsa militar que transporta camiones de combustible, el lugar parece tan virgen y deshabitado como debía serlo, abstracción hecha del clima, de la erosión y de los depósitos aluviales, el día en que, después del último sobresalto geológico, el suelo, el agua, el aire y la vegetación, encontrando cada uno su lugar, graduales, se apaciguaron.
Cuando Pichón imaginó que sería posible aprovechar alguno de los variados medios de transporte de la familia Soldi, nunca se atrevió a esperar tanto, y el viaje que han hecho esa tarde a Rincón Norte con Tomatis y los chicos, le quedará sin duda como uno de los mejores momentos de su estadía, aunque sus impresiones e incluso sus sensaciones hayan sido más bien neutras, distantes y un poco irreales. Por eso, cuando " La Rubita " ha empezado a navegar por el Colastiné, después de haber dejado atrás el arroyo Ubajay, se ha impuesto el deber de conversar un poco con Pinocho, interrogándolo sobre el dactilograma. Con minucia, con calma, con exactitud, valiéndose de frases precisas y bien redondeadas, durante unos diez minutos en los que Pichón y Tomatis lo han escuchado atentos, casi asombrados, Pinocho ha resumido las líneas principales del relato, y en el aire alterado por el desplazamiento de la lancha, los viejos nombres legendarios, Troya, Helena, Paris, Menelao, Agamenón y Ulises, y sobre todo el Soldado Viejo y el Soldado Joven -la doble voz cantante del relato según Pinocho- han flotado un momento después de haber sido pronunciados, para ser arrastrados casi en seguida como pedacitos de papel o como hojas muertas por el aire en movimiento. Pichón ha seguido el resumen oral del relato con sacudimientos de cabeza, y las frases precisas y elaboradas de Pinocho han parecido volver todavía más lejano, por no decir inexistente, el ronroneo continuo -lo cual es una ilusión- del motor. Después Pinocho ha dicho que está preparando un resumen escrito, de unas cincuenta páginas, para mandarlo a universidades, críticos, editores, hasta tanto la hija de Washington le dé la autorización para sacar el original de la casa y hacerlo fotocopiar. Él está, ha dicho Pinocho, dispuesto a pasarlo enteramente a máquina, si Julia se lo permite. Después ha hecho silencio, mirando pensativo al tripulante que, de espaldas a sus pasajeros parecía no dirigir el timón, sino haberse apoyado en él para descansar de las fatigas del día ardiente. Al rato han pasado bajo el puente carretero de la isla Verduc, y han visto la cinta del asfalto que lleva, recta y azul, hacia el túnel subfluvial en el otro extremo de la isla, hacia Paraná, e incluso hacia el Uruguay y el Brasil, y han llegado al lugar en que el río Colastiné se termina, confundiéndose con los arroyos Tiradero, el nuevo y el viejo, que confluyen a su vez para formar tan intrincados cursos de agua -fugaces o permanentes, grandes o chicos, playos o profundos, anchos o angostos, según el capricho de bajantes y crecientes- que ni siquiera tienen nombre. Abandonando la dirección sur, la lancha torció hacia el oeste y entró en el río Santa Fe, un curso estrecho de agua al que tal vez únicamente la profundidad lo autoriza a llamarse río, y tan tortuoso que, como lo fue demostrando la posición en el horizonte de los últimos manchones rojos del atardecer, que cambiaban continuamente de lugar, los ha obligado a tomar primero la dirección este, después noreste, después sudeste, después este, después sudeste, después noroeste, después sur, después oeste y finalmente, en el lugar llamado la Vuelta del Paraguayo, este sudeste, hasta tornar de nuevo y en forma definitiva la dirección oeste, o sea la ciudad.
La última luz roja del sol ya invisible ennegrecía las siluetas de los edificios; las construcciones más altas, monoblocs, chimeneas, elevadores de granos en el puerto, le han dado a Pichón la impresión de ser figuras geométricas planas, negras y sin espesor, y la muchedumbre de casas bajas, de una o dos plantas, más las copas de los árboles, una masa oscura, sin relieves particulares, con un borde irregular que iba siguiendo la silueta del conjunto en sus contornos más elevados, igual que si hubiese sido el filo de un túmulo estirado y negro. Pero ese telón oscuro, que parecía recortado en cartulina rígida, cuidadosamente recubierta de tinta china, no era lo bastante grande como para cubrir la enorme mancha de luz roja contra la que se erigía. La luz, que en su expansión obcecada, al encontrar ese obstáculo debió estar acumulándose impaciente contra su reverso, se derramaba por los bordes de la silueta negra, haciéndolos cintilar, para diseminarse después, liberada aunque ya un poco exangüe, por el espacio entero, de modo que la lancha navegaba, no en el río del anochecer, sino en una penumbra rojiza, grave y extraña. Lancha, agua, vegetación, parecieron hechas de la misma substancia de un negror rojizo y un poco fosforescente -un flujo único de materia concretizándose, por unos momentos todavía, en muchas formas diferentes que la noche se disponía a igualar. Alzando la voz para que pudiera oírselo por sobre el ronroneo del motor, de un modo al mismo tiempo brusco y calmo, Tomatis empezó a recitar:
Al terminar, Tomatis emitió una exclamación discreta y satisfecha, y el silencio se instaló nuevamente. Quedó el ronroneo de la lancha que, en la proximidad del Yacht Club, buscando un lugar libre para atracar entre las embarcaciones amarradas a la orilla, empezó a aminorar. El riacho desemboca, a la altura del club, en el amplio brazo de agua que, en razón justamente de su anchura, los habitantes de la región e incluso los mapas llaman la laguna y sobre el que, brusca, termina la ciudad, a lo largo de seis o siete kilómetros de costaneras, playas, puentes en pie o derrumbados por el tiempo o la corriente, clubes náuticos, diques portuarios, depósitos, avenidas de circunvalación, ranchadas: hormiguero agolpado en el borde del laberinto chato y monótono de islas y agua, islas y agua. La anchura de la laguna, más allá de la cual empieza prácticamente el campo sin ningún arrabal de transición, forma un gran espacio vacío por encima del agua, de modo que cuando la lancha tuvo que seguir de largo, acelerando un poco, para avanzar hacia el centro de la laguna con el fin de dar más fácilmente la vuelta y regresar al atracadero del club donde el tripulante debía haber visto sin duda un lugar libre para amarrar, Pichón notó que el tinte rojizo se había desvanecido de las cosas y que ya era por fin de noche: una noche en el final del verano, como muchas otras en las que se había internado durante tantos años, y en la que palpitaban, más que en el día atareado y ruidoso, las presencias anónimas y arcaicas de la vegetación, del agua, del campo inculto que rodeaba la ciudad, de la fauna terrestre, acuática y volátil que reptaba por la tierra arenosa, nadaba en el silencio y en la oscuridad del fondo de los ríos, pululaba en los pantanos, se deslizaba con delicadeza y crueldad en sus expediciones nocturnas a través del campo y de las islas, haciendo chasquear el pasto, el aire, las ramas. Alzando la cabeza, Pichón ha podido ver, en un cielo todavía claro, donde los últimos vestigios violetas habían cedido bajo el azul generalizado, las primeras estrellas. En un fulgor instantáneo -el rumor del agua, más nítido que durante el trayecto porque el motor se había detenido revelando la tranquilidad de la noche, contribuyó sin duda a su clarividencia repentina- ha entendido por qué, a pesar de su buena voluntad, de sus esfuerzos incluso, desde que llegó de París después de tantos años de ausencia, su lugar natal no le ha producido ninguna emoción: porque ahora es al fin un adulto, y ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido, sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, un hogar que no es ni espacial ni geográfico, ni siquiera verbal, sino más bien, y hasta donde esas palabras puedan seguir significando algo, físico, químico, biológico, cósmico, y del que lo invisible y lo visible, desde las yemas de los dedos hasta el universo estrellado, o lo que puede llegar a saberse sobre lo invisible y lo visible, forman parte, y que ese conjunto que incluye hasta los bordes mismos de lo inconcebible, no es en realidad su patria sino su prisión, abandonada y cerrada ella misma desde el exterior -la oscuridad desmesurada que errabundea, ígnea y gélida a la vez, al abrigo no únicamente de los sentidos, sino también de la emoción, de la nostalgia y del pensamiento.
Morvan estaba, como les decía, mirando por la ventana la caída de la noche que allá, en diciembre, alrededor de Navidad, llega rápido, cuando, después de golpear con firmeza a la puerta y sin darle tiempo a responder, sus tres principales colaboradores, el comisario Lautret y los inspectores Combes y Juin entraron en la oficina. Impenetrables en general y opacas para los extraños, la mayoría de las personas suelen ser transparentes para sus pares, por lo menos en lo que se refiere a sus intenciones inmediatas, así que antes de que sus visitantes abrieran la boca, Morvan se dio cuenta de que habían almorzado juntos y se habían puesto de acuerdo sobre lo que le venían a plantear, y que lo que le venían a plantear, con Lautret a la cabeza, estaba, Morvan lo sabía, en relación con la carta que había llegado en esos días no de la sede permanente de la Brigada Criminal, ni de la oficina del Jefe de Policía, ni de la del prefecto de París, sino directamente del ministerio. Con la intención de hacerla circular entre los policías del despacho especial, Morvan le había dado la carta a Lautret para que sacara fotocopias y las distribuyera, pero cuando los policías se inmovilizaron, parados cerca de la ventana, pudo observar que la hoja que Lautret sacaba, plegada en cuatro, de su bolsillo, no era una fotocopia sino el original que le había dado. Descifrados sus eufemismos burocráticos y sintetizada en pocas palabras, la carta del ministerio decía más o menos que después de nueve meses de masacres, de actitudes incomprensibles, de gastos inútiles y de publicidad malsana, evocados en ese orden, se podía comprobar que los resultados eran inexistentes, de modo que había que esperar, en un futuro inmediato, pero eso estaba dicho de manera deliberadamente vaga y velada, una serie de cambios, traslados y sanciones.
Lautret desplegó la carta y la mantuvo un momento en el aire, sin leerla, sin extendérsela a nadie, sin siquiera mirarla o hacer algún comentario acerca de su contenido. Los cuatro hombres permanecieron inmóviles, y en silencio, enfrentándose unos a otros, parados cerca de la ventana, en la oficina iluminada de Morvan en la que, a causa de su gusto excesivo por el orden, no flotaba una sola mota de polvo, no había una sola hoja de papel en el escritorio ni en el cesto olvidado junto a su sillón, ni una ínfima lámina de ceniza atormentada en el fondo del cenicero. Sin ser físicamente parecidos, y a pesar de ligeras diferencias de edad, los cuatro hombres eran sin embargo semejantes, y sus rasgos comunes, si bien provenían de su vestimenta y de los automatismos de su profesión, se debían también a la época y a la civilización a la que pertenecían. Macizos y puramente exteriores, en plena madurez, transparentes como decía unos para los otros en lo relativo a las convenciones cotidianas, pero sordos y ciegos para el fondo impenetrable en el que los días frágiles que viven las civilizaciones hunden su raíz. Las vestimentas gruesas de invierno que les daban un espesor suplementario, compradas probablemente en los mismos negocios, debían ser más o menos del mismo precio, y si las del comisario Lautret daban la impresión de ser un poco más caras y ligeramente más llamativas, la diferencia provenía únicamente de una nota más alta en la misma escala de costos y de gustos. Los matices temperamentales no eran más definitorios de cada uno que las diferentes formas que puede asumir el follaje en plantas de una misma variedad. Extraños y familiares a la vez, eran sin embargo más sensibles a lo familiar que a lo extraño de cada uno. Y sus disidencias con el mundo en el que habían crecido eran todas de orden superficial, ya que en ningún momento, ni siquiera en los años turbados de la adolescencia, habían dejado de pensar y de sentir que el orden de ese mundo era inmutable. Daban por sentado que pertenecían a cierta civilización, y ese hecho era para ellos indiscutible, como las formaciones geológicas o la circulación de la sangre, y si alguien les hubiese dicho que el africano analfabeto que, abandonando su tribu, trata de entrar clandestinamente, después de semanas de privaciones en el vientre oscuro de un barco, en alguno de los países que dicen pertenecer a esa civilización, es más europeo que millones y millones de europeos, se hubiesen sentido, y no dudo un momento de su sinceridad, perplejos o indignados. Habiendo sido modelados durante siglos para considerarse a sí mismos como el núcleo claro del mundo, todos sus extravíos eran descartados cuando formulaban su propia esencia, lo que, por cierto, se olvidaban de hacer cuando definían la de los otros. Los cuatro respetaban la habilidad técnica, el éxito profesional, la destreza física y practicaban la solidaridad corporativa, el relativismo moral, y los fines de semana en el campo. Y si Morvan, o cualquier otro, debido a sus características personales, se apartaba de esas normas, lo hacía únicamente desde un punto de vista práctico, porque en lo íntimo de sí mismo seguían pareciéndole las leyes naturales de la existencia.
– Debería ser más amable con los que le vienen dando hospitalidad desde hace veinte años -dice Tomatis-. ¿No te parece, Pinocho?
– No tengo todavía opinión formada sobre ese punto -dice Soldi.
Pichón interrumpe su relato, pero es evidente que no le ha dado la menor importancia al comentario de Tomatis; más aún, es como si no lo hubiese oído y, por su expresión, los otros comprenden que su silencio de algunos segundos no tiene otro objeto que el de permitirle concentrarse todavía más en los detalles de lo que está contando, porque entrecierra un poco los ojos y echa atrás la cabeza, de modo que su calvicie, su frente, la punta de su nariz y su mentón cubierto de puntos rubiones de barba, que ya le han vuelto a aparecer a pesar de la afeitada minuciosa de la mañana, brillan húmedos al exponerse de un modo más directo a algunas de las luces del patio, adosadas en la altura a una pared blanca cerca de las cocinas, o colgadas en guirnaldas entre las ramas de las acacias gigantes o de los troncos de las palmeras. Como antes de proseguir Pichón se remueve un poco para acomodarse mejor en su silla, cuando cambia la posición de sus piernas las suelas de sus mocasines chasquean contra el piso rojizo de ladrillo molido. Como el patio, que ocupa toda una esquina, es bastante grande, separado de la vereda por una parecita de balaustres pintada de blanco, hay mucho espacio entre las mesas, y como no sopla ninguna brisa, las copas inmensas de las acacias y las hojas curvas y afiladas de las palmeras, a causa de los focos que las iluminan desde varios puntos a la vez, haciendo alternar zonas claras y sombrías, brillan como láminas de mica, dando la impresión de pertenecer a un reino propio, cruza inconcebible entre el vegetal y el mineral. A la izquierda de Pichón, más allá de la parecita blanca de balaustres, después de la calle oscura, se levanta el edificio alargado de la Terminal de Ómnibus, en la que el movimiento, puesto que ya son cerca de las diez, se ha apaciguado un poco a causa de la hora. En el fondo del patio, más allá de las mesas diseminadas bajo los árboles, bajo la gran pared blanca, hay un bar, una cocinita y una parrilla, en rigor de verdad un largo cobertizo de ladrillos encalados, con las paredes laterales y dos tabiques en el medio para crear tres recintos independientes pero unidos por un techo común de paja. Tres o cuatro miembros del personal atraviesan, con las bandejas cargadas, los senderos de ladrillo molido que conducen a las mesas ocupadas. Eso es lo que él, Pichón, por encima y a los costados de los hombros de Tomatis, sentado enfrente suyo, está viendo en este momento: una especie de guarda o de fondo iluminado y en movimiento, que adorna el torso de Tomatis, ligeramente más brumoso que los objetos inmediatos, como una transparencia cinematográfica. La piel bronceada y la camisa azul oscuro, así como el pelo todavía obstinadamente negro y revuelto que se pega a las sienes debido al sudor, parecen todavía más oscuros por contraste con el decorado claro y móvil contra el que se recortan. Tomatis, en cambio, en la silla de enfrente, de espaldas a la parte central del patio, puede ver, detrás de la calvicie y de la camisa amarilla de Pichón, los rincones menos iluminados del terreno. Tomatis percibe, del otro lado de los árboles, la calle lateral que forma la esquina, más allá de la parecita lateral de balaustres blancos. Para estar más tranquilos, han elegido la última mesa, de modo que el fondo calmo y casi en penumbras contra el que se recorta el torso de Pichón hace resaltar y parecer todavía más vivos su bronceado claro, tirando a dorado, como suele dar la piel de ciertos rubios, y en todo caso, piensa Tomatis, idéntico al del Gato, y su camisa amarilla. Para adornar el patio con un toque de color local, o más precisamente de criollismo, una serie de ruedas de carros, pintadas de blanco y apoyadas en el suelo contra soportes de ladrillos blancos, están dispuestas paralelamente, a un metro de distancia más o menos, en todo el perímetro del patio, salvo en el lado que ocupan las cocinas, a la parecita blanca de balaustres. También las sillas y las mesas son de hierro blanco. Y en la altura, entre las guirnaldas de luces que realmente iluminan el patio, se entreveran otras guirnaldas de lamparitas de colores que, colgadas entre las hojas, parecen remedar sin demasiada gracia las verdaderas flores amarillas de las acacias, florecidas, marchitas, caídas, podridas, resecas y hechas polvo desde ya casi medio año.
Ocupando la esquina de la mesa, Soldi tiene Pichón a su izquierda y Tomatis a su derecha, de modo que, más allá de un par de ruedas de carro pintadas de blanco y de la parecita baja y blanca de balaustres, y más allá de la calle oscura, puede ver el edificio chato e iluminado de la Terminal de Ómnibus. De tanto en tanto, algún colectivo interurbano o algún taxi negro y amarillo pasan despacio por la calle oscura, entrando o saliendo de la terminal, y se pierden en la noche vacía y pegajosa. Los primeros tres vasos de cerveza -el vino les ha parecido inadecuado en una noche tan calurosa- que el mozo acaba de servir, y de la que los tres se han tomado inmediatamente un largo trago, descansan a medio vaciar entre los platitos de ingredientes, maníes con su cascara, lupines, cubitos de queso y de mortadela. Unos segundos después de haber sido volcada en las entrañas tenebrosas, la cerveza ha parecido querer escaparse otra vez al exterior, en forma de gotas gruesas de sudor que les han brotado en la frente y el cuello, deslizándose por entre los pliegues ardientes de la piel. Soldi siente la barba húmeda y apelmazada. A pesar de que están los tres juntos, sentados a la misma mesa, a causa de la posición diferente que ocupan en ella, tal vez más tarde, cuando la noche que comparten les vuelva a la memoria, no tendrán los mismos recuerdos. Es obvio que también del relato de Pichón cada uno tendrá una visión diferente, no únicamente Soldi y Tomatis, sino sobre todo Pichón, que nunca podrá verificar el tenor exacto de sus palabras en la imaginación de los otros. Pero de todas maneras, habiendo dejado disiparse en el aire tibio durante unos segundos los comentarios irónicos de sus oyentes (el de Soldi quizás forzado por la pregunta de Tomatis), entrecerrando los ojos y echando atrás la cabeza, Pichón sacude de un modo enigmático la mano por encima de su vaso de cerveza semivacío y continúa:
Sin hacer ningún gesto, Morvan esperó que Lautret se decidiera a hablar. En realidad, ya había adivinado lo que se disponía a oír, pero para calmar a sus colaboradores y darles el sentimiento de que los cuatro formaban un equipo unido y eficaz simulaba un interés intenso. El papel que Lautret venía desempeñando de portavoz del despacho ante el periodismo y el público se prolongaba en ese momento en el recinto de la oficina, y a Morvan lo divertía el aire oficial que Lautret, su amigo de toda la vida, acababa de adoptar para decirle lo que él mismo pensaba de esa carta del ministerio: que sólo los burócratas alejados del campo de operaciones son lo suficientemente inexperimentados y obtusos como para creer que recomendaciones y amenazas pueden modificar el curso de los acontecimientos. El papel de portavoz de Lautret se justificaba en parte, porque aunque debían pensar lo mismo que él, Combes y Juin nunca se hubiesen atrevido a argumentarlo ante Morvan. Al respeto que le tenían al comisario se sumaba también una especie de conformismo según el cual, si bien no creían en la pertinencia de las amenazas, las tomaban al pie de la letra por provenir de sus superiores. Dicho de otra manera ellos, que sabían de sí mismos y de todo el despacho especial que venían trabajando sin descanso, día y noche, desde hacía nueve meses, incapaces de mostrar su descontento como no fuese a través de la reacción de Lautret, apreciaban menos la justicia que las jerarquías. También había algo de histriónico en la actitud de Lautret, en el formalismo excesivo de sus protestas ya que, teniendo en cuenta la amistad que como se dice los unía, hubiese podido venir a hablar del problema de un modo más informal, y Morvan empezó a preguntarse si, habiendo tomado la carta del ministerio más en serio de lo que confesaba, Lautret, considerando que los traslados y sanciones en el despacho especial eran inevitables, capitaneando a sus subordinados, no se preparaba ya a substituirlo a la cabeza del despacho. No hay que olvidar que, en tanto que portavoz oficial, Lautret tenía, para la prensa y el gran público, más notoriedad que Morvan, que trabajaba, más por temperamento que por obligación, en una penumbra discreta. Pero esa sospecha, que lo dejaba indiferente, y no sólo porque en su fuero íntimo no creía en ella, se disipó de inmediato cuando, sin la menor transición, Lautret depuso su supuesta indignación, se echó a reír a carcajadas, y ante la mirada perpleja de sus tres interlocutores, empezó a romper, con saña y lentitud, la carta del ministerio hasta que la hizo, como se dice, mil pedazos.
A pesar de su risa franca, amplia, divertida, que lo hacía sacudirse entero, percibían algo impenetrable en su cara bruscamente desconocida, y como a medida que los pedazos iban haciéndose más chicos el espesor del papel que debía romper, aumentando, lo volvía más resistente, la risa injustificada y excesiva de Lautret se deformaba en muecas movedizas por el esfuerzo que le exigía lo que estaba haciendo. Sin perder la calma, Morvan lo estudiaba, menos escandalizado que alerta. A pesar de su risa espontánea, la violencia desproporcionada y sobre todo súbita de Lautret, revelando una especie de incongruencia, ponía en funcionamiento en el comisario la curiosidad intrigada, que era en él como un instinto o un reflejo, y que lo había inducido a hacerse policía. Lautret lo tenía acostumbrado a la violencia e incluso a la brutalidad, pero siempre había considerado el uso que su amigo hacía de ellas como una técnica destinada a obtener resultados precisos y en la que, por decirlo de algún modo, únicamente el policía estaba presente, sin ninguna participación de la persona. Los dos inspectores daban la impresión de estar lamentando la visita a la oficina del comisario, de modo que Morvan, para tranquilizarlos, haciendo un esfuerzo por superar su propia perplejidad, empezó a sonreír sacudiendo la cabeza. Exactamente en el mismo momento Lautret, con un ademán rápido y eficaz, arrojó el montón de papelitos al aire, por encima de las cabezas de sus colegas. Una lluvia lenta de papelitos blancos, diseminándose en el aire después del envión enérgico de Lautret, empezó a flotar en la pieza iluminada, cayendo hacia el piso, y como muchos papelitos giraban sobre sí mismos mientras se dejaban atraer, sin demasiado apuro, a causa de su peso escaso, por la fuerza de gravedad, el espacio vacío entre los cuatro hombres parados frente a frente, se llenó de una agitación silenciosa y blanca, algo inconsecuente respecto de la tensión psicológica que se percibía en la oficina y Morvan, que, sin saber por qué, miraba como hechizado el torbellino delicado y mudo, giró despacio la cabeza hacia la ventana y vio primero los papelitos blancos reflejados en los vidrios helados, y cuando se concentró más en lo que estaba viendo, aunque al principio le costó creerlo, pudo comprobar con asombro que más allá de los vidrios, entre las ramas desnudas de los plátanos, y por todo el aire azul y gélido del anochecer de invierno, la lluvia de papelitos blancos se había generalizado, y recién después de una fracción de segundo de confusión, durante la que hubiese atravesado un universo mágico, comprendió que afuera estaba nevando.
Cuando los otros salieron de la oficina, Morvan se quedó un rato mirando caer la nieve, hasta que oscureció por completo y los copos que caían, por momentos oblicuos y plácidos y por momentos en remolinos furiosos, se volvieron a causa del contraste con la noche, más brillantes y más blancos. A pesar de que muchos bares y negocios seguían iluminados, ya casi no había gente por la calle. Aunque el último dios de Occidente se encarnó como dicen en este mundo y se hizo crucificar a los treinta y tres años, con el fin de que las grandes tiendas, los supermercados y las casas de artículos para regalos multipliquen su volumen de ventas el día de su cumpleaños, sus adoradores, que han substituido la plegaria por la compra a crédito y la veneración de los mártires por la foto autografiada de algún jugador de fútbol, que no esperan más milagros que un viaje para dos personas en el sorteo de los juegos televisivos, habían desertado a causa del mal tiempo los únicos lugares de culto que frecuentan con regularidad y sin ningún atisbo de hipocresía, las zonas comerciales. Mirando las calles oscuras y desiertas, la nieve que caía en remolinos formando una aureola irisada alrededor de los focos del alumbrado público, Morvan presintió que la sombra que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, inasible a pesar de su proximidad angustiosa, estaba poniéndose otra vez en movimiento, decidida a golpear.
Antes de salir juntó, con paciencia y meticulosidad, todos los pedacitos de papel blanco y los puso en un cenicero de metal que nunca había servido. Como se habían diseminado por toda la pieza, a causa de su liviandad tal vez y, se le ocurrió, de la respiración expectante de los cuatro policías que turbaba, acelerándose, sin que se diesen cuenta, el aire alrededor, tuvo que gatear un poco por la oficina para recogerlos a todos, debajo del escritorio o de las sillas, dos o tres inexplicablemente en la otra punta de la pieza e incluso tres o cuatro que habían caído en el cesto vacío de papeles y tan limpio de polvo, o de cualquier otra suciedad, que hubiese podido cocinar en él. Cuando terminó de amontonarlos en el cenicero, y después de pegarle una última revisada a la pieza para verificar que no había dejado ninguno por juntar, se quedó un momento pensativo con el cenicero en la mano hasta que por fin, en vez de volver a dejarlo sobre el escritorio, abrió un armario de metal y lo guardó adentro. Después se puso el sobretodo, el sombrero y los guantes, y salió a la calle.
Aunque ya era bastante tarde, muchos negocios seguían abiertos en razón de las fiestas, y aunque todavía pasaban muchos coches por el bulevar, la nieve amortiguaba todos los ruidos. Únicamente el chasquido de sus zapatos contra la capa de nieve que se iba espesando en la vereda, acompañaba, rítmico, la caminata de Morvan. Encaminándose primero hacia la plaza León Blum, la recorrió en todo su perímetro, mirando con discreción, sin pararse, el interior de los bares y de los negocios iluminados y en su mayor parte semivacíos o vacíos. En el Burguer King, como ya era bastante tarde, la clientela de niños y de adolescentes había desaparecido, pero dos o tres adultos, solitarios y agobiados, sacaban con los dedos papas fritas de una caja de cartón y se las llevaban distraídos a la boca. En el bar Le Relais du Xleme ya habían puesto las sillas sobre las mesas y un empleado estaba barriendo el salón. Morvan sentía la nieve depositarse en su sombrero, penetrar el paño de su sobretodo a la altura de los hombros. Si alzaba la cabeza, unas puntas afiladas y frías le acribillaban la piel de la cara. Avanzaba encogido entre los remolinos blancos de copos que el viento desgarraba, dándoles muchas formas, tamaños y consistencias diferentes, que iban desde el puñadito blando y clásico semejante a un pedazo de algodón, pasando por las gotas e incluso las astillas de nieve tan dura y brillante que ya era hielo, hasta el polvillo blanco que flotaba entre los copos y que espolvoreaba la respiración penetrando hasta los pulmones como una nubecita en suspensión de cocaína helada. Morvan cruzó la rue de la Roquette y se dirigió al supermercado, parándose en la entrada y contemplando el local a través de las puertas vidrieras. El vigilante privado, que lo conocía, parado cerca de la entrada, en el interior, le hizo una seña amistosa con la mano. Morvan respondió con un sacudimiento de cabeza. Entre la larga hilera de cajas, varias ya estaban cerradas, pero en las que funcionaban todavía, algunos clientes hacían cola esperando su turno para pagar la mercadería que llenaba los carritos de metal o los canastos de plástico rojo del supermercado. En una de las cajas, una anciana bien vestida, con dos botellas de champagne en los brazos, esperaba detrás de un hombre joven, de barba rubia, que estaba pagando su compra. Morvan se quedó un momento indeciso en la vereda, pero después de hacerle un nuevo signo con la cabeza al vigilante, siguió su camino.
Avanzó un trecho por la avenida Parmentier y, doblando por la rue Sedaine, pasó detrás del edificio del municipio, cruzó el bulevar Voltaire, y se internó en las calles estrechas y cortas, muchas de ellas sin salida, que se abren a los costados de la rue de la Roquette, de la rue Sedaine, y de otras calles largas y frecuentadas durante el día, como la rue de Charonne o la rue du Chemin Vert, que, cortando el bulevar Voltaire, llevan del cementerio del Pére Lachaise a la Bastilla. A medida que entraba en la noche, el silencio crecía, las luces de los negocios e incluso las de los departamentos se iban apagando, y el espesor de la nieve aumentaba, acolchando hasta el ruido de sus pasos en las calles irreales y oscuras de la ciudad fantasmática. Las bolsas de basura, de plástico azul o negro, amontonadas en los cordones de las veredas, se endurecían como cadáveres y la nieve que caía se acumulaba en sus pliegues y en sus anfractuosidades. A pesar de las solapas del sobretodo levantadas, Morvan sentía la nieve en polvo penetrar en sus fosas nasales y el aire helado enfriarle las orejas, la frente, y la punta de la nariz. El frío lo adormecía o, mejor, parecía poner una distancia cada vez más grande entre él y las cosas. De un modo gradual, la ciudad desierta, empezó a parecerse a la de su sueño. La densidad de la nieve estrechaba el círculo de lo visible, y los restos de ciudad que flotaban a su alrededor parecían emerger de una bruma grisácea y espesa que se confundía con lo negro. La cortina turbulenta de nieve que caía daba la sensación de aumentar el silencio, paradójica puesto que ante los cuerpos blancos que caen, la vista nos prepara, como con la lluvia o el granizo, no a la ausencia inhabitual de sonido sino al estruendo. Durante un buen rato, y a pesar de lo familiares que eran para él debido a las rondas frecuentes que daba por ellas desde hacía meses, anduvo por calles oscuras de las que no sabía cómo salir y que no lograba reconocer. A pesar del frío, caminó tanto por la ciudad desierta que en determinado momento empezó a sentir calor, y hasta unas gotas de sudor que le brotaban en la nuca y bajaban hacia el cuello. La inminencia de algo terrible lo agitaba, no de un crimen, sino de una revelación -algo que presentía desde hacía meses pero que no se atrevía a formular de un modo claro por temor tal vez de que esa formulación, por lo atroz de su significado, arrebatándole los últimos vestigios de esperanza, no lo arrojara al fondo definitivo de la noche. Su caminata duró horas, y del mismo modo que cuando practicaba con exceso algunos deportes, al cabo de un momento entró en una especie de trance, una suspensión duradera de la conciencia que tenía su lado agradable, pero que lo separaba del mundo de la vigilia y le impedía reconocer lo familiar. A causa tal vez del contraste entre la temperatura de su cuerpo y el aire helado del exterior, en un determinado momento empezó a tener escalofríos -experimentaba a menudo esa sensación-, y como a la vuelta de una esquina vio brillar a lo lejos la cruz de neón verde de una farmacia contra la que pasaban, oblicuos, los copos de nieve, apuró el paso en esa dirección, con el propósito de comprar un tubo de aspirinas. La farmacia estaba vacía, y el farmacéutico salió del fondo del negocio con aire soñoliento y lo atendió casi sin pronunciar palabra, pero cuando le dio los billetes del vuelto, Morvan pudo comprobar que la imagen de la Gorgona, encerrada en el óvalo de una guirnalda pueril, estaba impresa en ellos. Quiso darse vuelta para decirle algo al farmacéutico, pero cambió de idea y, encogiéndose de hombros, emitió una risita sarcástica para hacer notar lo absurdo que le parecía ese homenaje. Cuando salió a la calle y empezó a acomodar el vuelto en la billetera, sacó los billetes que llevaba y comprobó que también en ellos Escila y Caribdis, Gorgona, Quimera en los más grandes, estaban retratadas dentro de la incalificable guirnalda en óvalo. Bajo la cruz verde de neón que titilaba, tiñendo a su alrededor los copos de nieve que adquirían un tinte verde pálido, como coágulos de cloro, Morvan comprendió que, de un modo incomprensible, sin saber exactamente cómo ni en qué momento, de tanto caminar en la nieve, había pasado al otro mundo, en el que las cosas, sin ser demasiado diferentes a las de la vigilia, ya no eran las mismas y le producían una intranquilidad creciente, muy semejante a la angustia. Todo era más grande, más silencioso y más lejano. Seguía nevando, pero la nieve era gris. En una plazoleta en la que se encontró de golpe, sin saber cómo había llegado hasta ahí, se topó con uno de esos extraños monumentos, de los que no podía decir si la ambigüedad de lo que representaban era voluntaria o, a causa de la antigüedad de la piedra, resultado de la erosión: ser humano gigantesco, monstruo alado, centauro, pulpo, figura ecuestre o mamut. Podía ser un monumento religioso, porque tal vez en ese territorio sin nombre, era al dios de lo indiferenciado que se le rendía culto. Más perplejo que aterrado, siguió su camino, avanzando despacio a través de la cortina de nieve gris, cuando de pronto, en algún punto de la ciudad inmensa y vacía, empezaron a sonar unos golpes, insistentes y lejanos. Se paró un momento para precisar mejor el lugar de donde provenían, y cuando le pareció haberlo fijado orientó sus pasos en esa dirección, que debía ser la correcta porque los golpes se hacían cada vez más fuertes, hasta que, cuando los sintió muy cerca, pudo oír una voz perentoria que lo llamaba: ¡Comisario! ¡Comisario!
Abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Ya habrán adivinado que estaban golpeando a la puerta, y que lo sacaban de un sueño. Había dormido, como acostumbraba a hacerlo cada tanto, en una de las piecitas del despacho especial destinadas al descanso de los funcionarios que se quedaban de guardia. La pieza tenía la exigüidad y la carencia de todo lo superfluo que congeniaban perfectamente con el carácter austero de Morvan: una cama turca, una mesita de luz, un sillón, una mesa, un armario y un par de sillas. Daba a un patio trasero, angosto y cegado por paredes altas y sin ventanas, de piedra gris ennegrecida por la intemperie. Prendiendo el velador, Morvan se sentó en la cama y comprendió que se había dormido vestido, sin el saco, pero con el pullover y el pantalón e incluso con los zapatos puestos, lo cual no lo asombró mucho, porque sabía ocurrirle de tanto en tanto, sobre todo cuando dormía en el despacho -esas veces en que un sentimiento inquietante de inminencia lo invadía, como el día anterior en que, de vuelta del almuerzo, mirando a través de los vidrios fríos de su oficina las ramas peladas de los plátanos, había tenido la certeza de que la sombra que venía persiguiendo desde hacía tantos meses, inmediata pero inasible, igual que su propia sombra, saliendo de su desván recóndito y oscuro, movida por su impulso repetitivo y funesto, corno una sierra sinfín puesta en marcha desde el origen del tiempo, se disponía a golpear.