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Su único desayuno fue el vaso de agua en el que disolvió la aspirina efervescente, guardándose otra vez el tubo en el bolsillo del sobretodo por si debía quedarse mucho tiempo en el departamento que iban a inspeccionar. Cuando el agente que manejaba a su lado quiso hacer funcionar la sirena, Morvan lo disuadió con un ademán silencioso. La nieve cubría las veredas, las plazoletas, las cornisas, las ramas desnudas de los árboles de las que colgaban estalactitas largas y afiladas como cuchillos de vidrio. En la calle, como muchos autos circulaban desde temprano, se habían abierto huellas de nieve revuelta y sucia, que despertaban en Morvan asociaciones íntimas y recientes, sin darse cuenta de que esas asociaciones le venían de la afinidad que tenía la nieve sucia de la calle con los copos grises de su sueño. La portera espiaba su llegada con ansiedad evidente, detrás de la ventana de su cuarto, en la planta baja.
Aunque debía tener unos cincuenta años, y a causa de una vida difícil representaba un poco más, al verla detrás del vidrio, los ojos demasiado abiertos, el pelo negro visiblemente teñido y todavía revuelto que el sobresalto matinal no le había dado tiempo para arreglarse, el cuerpo espeso de matrona cubierto con un salto de cama acolchado, Morvan calculó con pertinencia horrible y también con alivio que, si su suerte dependía del hombre, o lo que fuese, a quien tanto le gustaba despedazar ancianas, le quedaba mucho tiempo por delante ya que, como lo demostraba la experiencia, parecía todavía demasiado joven para el tormento. Recién cuando estuvieron él y el agente junto a la entrada, oyeron el chirrido del portero eléctrico y, empujando la puerta pesada y trabajada, con agarraderas de bronce -el edificio no había perdido su nivel en el siglo de vida que ya debía estar por cumplir- entraron en el zaguán oscuro, donde ya estaba esperándolo la portera con las llaves en la mano.
Subieron la escalera hasta el cuarto piso y, jadeando, esperaron que la portera, con cierta dificultad, abriera la puerta dando una doble vuelta de llave para liberar la cerradura. Sin entrar en el departamento, Morvan estiró el brazo hacia un costado, palpando la pared interior junto a la puerta, buscando la llave de la luz, y cuando tocó la protuberancia afilada del interruptor, hizo presión con la yema del índice y encendió la luz de la entrada. Era una antesala exigua con un espejo, una percha y una mesita angosta de patas torneadas, adosada a la pared debajo del espejo. Una moquette verde claro, recorrida sin duda con frecuencia por una aspiradora minuciosa, cubría el piso de ese recinto reducido, y probablemente de todo el departamento, excepción hecha del baño y de la cocina. Sin moverse del umbral, Morvan inspeccionaba la antesala, mientras el agente y la portera trataban de espiar el interior por encima de su hombro.
– Mire -le dijo Morvan al agente, haciéndose a un lado para mostrarle algo: a mitad de camino entre la puerta cerrada enfrente, que llevaba a las habitaciones interiores y la puerta abierta en cuyo hueco estaban los tres parados, prácticamente en el centro de la antesala exigua, en el suelo, resaltando contra la moquette verde claro, había un pedacito de papel blanco, no más grande que una moneda de veinte centavos.
Estoy seguro de que el agente atribuyó la palidez de Morvan, súbita y verdaderamente poco común, al hecho de que el comisario se había acostado tarde, mucho después de medianoche -el agente lo sabía porque había retomado el servicio a las doce y lo había visto entrar en el despacho especial bastante tiempo después, con su habitual expresión abstraída, amable y distante a la vez, el sombrero y los hombros del sobretodo cubiertos de nieve. Pero también debe haberle llamado la atención el hecho de que, durante una buena cantidad de segundos, clavó la vista en el pedacito de papel, inclinando un poco la cabeza hacia el hombro izquierdo, y se quedó mirándolo, como fascinado. Después se volvió hacia el agente y la portera y dijo, con tono oficial, casi solemne, como si los tomara de testigos:
– Ahora procedemos a entrar en el departamento.
Y cruzando el umbral, penetró en la antesala diminuta y se arrodilló en el suelo, sin dejar de mirar un solo instante el papelito blanco que resaltaba contra la moquette verde claro. De su billetera sacó un sobrecito de plástico transparente, del tamaño de un paquete de cigarrillos -tenía varios cuidadosamente plegados en un compartimento de la billetera- y, haciendo presión con los dedos sobre los bordes rígidos de la parte superior para abrirlos, apoyó la abertura del sobrecito en la moquette a unos pocos milímetros del papelito blanco. Después, con el índice enguantado de la otra mano, empujó el papelito hacia el interior del sobre hasta que lo hizo entrar, de modo que dejando de hacer presión con el índice y el pulgar de la mano izquierda sobre los bordes rígidos de la abertura, hizo que la abertura se cerrara sola y, sacudiendo la mano enguantada para que el papelito se deslizara hacia el fondo del sobre, cuando consideró que estaba bien guardado se metió el sobre en el bolsillo. Después avanzó unos pasos, abrió la puerta que llevaba al interior del departamento, echó una mirada y, dándose vuelta, le dijo a la portera que bajara a su cuartito en la planta baja y que no se moviera de ahí. Sin haber visto todavía lo que había en el interior, el agente comprendió que un día difícil acababa de comenzar para el despacho especial y que él, por suerte, como había estado de guardia toda la noche, no tardaría en ser relevado.
En contraste con la piecita de la entrada, en el salón de estar reinaba un desorden que, para ser preciso, tendría que calificar de encarnizado. El azar puede ser devastador, pero nunca es metódico ni meticuloso. Y aunque es verdad que, desde cierto punto de vista, todo lo que se refiere a los actos humanos es locura, sería prudente reservar esa palabra para designar algo específico y que es, no extraño a la razón, sino el resultado de una razón propia que ordena el mundo según un sistema de significaciones sin fisuras, y por eso mismo impenetrable desde el exterior. Morvan sabía que la puesta en escena que se desplegaba en la habitación tenía un sentido para el que la había organizado, pero ese sentido nunca se haría evidente a nadie que no fuese su propio organizador. Había casi demasiado sentido, infinitamente más de la cantidad irrisoria que una mente ordinaria se resigna a aceptar del mundo opaco y casi mudo: y en ese orden propio, las cosas, retiradas de sus fines habituales, simbólicos o prácticos, eran reintegradas con un signo diferente, igual que esos objetos de la civilización técnica que, cuando se pierden en la selva, son recuperados por una tribu ignota e inscriptos en la evolución necesaria de una cosmografía que existe desde la noche de los tiempos y que pretende haber previsto, en un punto exacto del porvenir, la aparición ineluctable de esos objetos.
Como las figuras de ciertas esculturas que emergen, fragmentarias pero reconocibles, de la piedra bruta, del caos de sillas dadas vuelta, de vajilla rota, de libros dispersos y deshojados, de quemaduras, de manchas de salsa, de ceniza, de sangre, de excremento, de ropa desgarrada, de lámparas caídas y de sillones reventados a puñaladas de los que brotaban resortes retorcidos y borbotones de estopa, quedaban signos legibles de lo que había sucedido la noche anterior. Había habido una cena para dos personas y, probablemente después de la cena, una partida de cartas, ya que las cartas estaban todavía dispuestas sobre una mesita, en la que había también dos copas de cognac milagrosamente intactas y unas fichas de colores que servían para marcar los puntos. La ceremonia habitual de esa religión en la que el oficiante era también el dios y el demiurgo, la doctrina y la interpretación, la iglesia y el creyente, la redención y el castigo, el alfa y el omega en una palabra, había interrumpido la partida de cartas en el momento en que la víctima propiciatoria iba ganando justamente, a juzgar por el montoncito de fichas que había de su lado, y que era su lugar podía ser deducido de modo inequívoco por el estado del sillón dado vuelta en el suelo de ese lado de la mesa, y por las gotas de sangre que manchaban el montoncito de fichas ganadoras. En cuanto a la viejecita número veintiocho, estaba tendida en la misma mesa en que había servido la cena, a juzgar por la vajilla rota, los restos de rosbif, de papas al horno, de queso, de ensalada y de torta de chocolate que decoraban el suelo alrededor de la mesa. Morvan dedujo que, a causa de sus huesos fatigados, de sus dolores frecuentes de piernas y de caderas, de su corazón frágil y de sus pulmones apelmazados por un principio de enfisema, la dueña de casa, para no tener que levantarse a cada rato, había preferido depositar todos los platos del menú en una punta de la mesa y reservar la otra para la cena propiamente dicha, lo cual le permitía ganar en reposo y en intimidad. Decir que en vida debió haber tenido un buen pasar en razón del aspecto más que confortable que presentaba de modo evidente el departamento antes del huracán, que tal vez gozaba de una buena jubilación e incluso de rentas jugosas, es perder el tiempo en detalles superfluos, en nimiedades, teniendo en cuenta su aspecto en ese momento, tan poco afín con cualquier idea de extracción social y aun de ente morfológicamente humano. Ya desde antes de haberla sometido a la labor del cuchillo, el demiurgo meticuloso, al designarla, probablemente por puro azar, en una de esos cruces imprevisibles que crean la oportunidad, como objeto de su ritual, la había despojado de todo rasgo concreto, carne, nervios, sentimientos, memoria, acordándole únicamente la posibilidad de ser durante una noche la encarnación tangible de un principio contra el que él estaba en guerra total. En vida había sido más bien delgada, y tal vez hermosa cuando joven, y, sin duda, a pesar de sus años, en pleno invierno, debía pagarse sesiones de bronceado integral en algún instituto de belleza porque, aunque arrugada, tenía la piel parejamente oscura, de un color más bien agradable, en la que la palidez de la muerte no había logrado filtrarse. Pero, y disculpen mi insistencia, también sobre la palabra muerte habría que ponerse de acuerdo, y si aceptamos que únicamente al sujeto le es acordado el privilegio de morir, a esa altura de los acontecimientos la noción misma de muerte desaparecía. El hombre, o lo que fuese, la había atado a la mesa, boca arriba, un hilo grueso a la altura de la frente, que pasaba por debajo de la mesa y que mantenía la cabeza inmóvil, otro a la altura de los muslos y un tercero que inmovilizaba los pies. Le había tapado la boca con cinta adhesiva para impedirle gritar y después, viva probablemente, le había abierto con el cuchillo eléctrico que todavía seguía enchufado un enorme tajo que iba desde la garganta hasta el pubis. Después había dado vuelta los labios de la herida hacia afuera, de modo tal que por la forma la herida semejaba una enorme vagina -era difícil saber si esa había sido la intención del artista que había trabajado la carne, pero era más difícil todavía evitar de hacer de inmediato la asociación. Desangrado, con las vísceras afuera, a causa de las arrugas también, el cuerpo parecía más una muñeca de plástico desinflada, o, mejor todavía, la cascara oscura de un fruto descompuesto mucho tiempo atrás, o, y tal vez esta sea la mejor comparación, una bolsa de arpillera vacía, de la que una mano furiosa acababa de vaciar el contenido de estopa para diseminarlo al voleo por el salón.
Mientras el agente, obedeciendo a una orden de Morvan, llamaba desde el dormitorio al despacho especial, Morvan inspeccionó el departamento. En un ángulo del salón encontró una botella de champaña vacía, que debía haber rodado por el piso cuando el asesino acostó a su víctima en la mesa de operaciones. En la cocina había bastante orden, salvo que el cajón de los cubiertos estaba abierto y que en la pileta se amontonaban fuentes y platos sucios que la dueña de casa había sin duda dejado provisoriamente ahí para pasarlos al lavaplatos cuando la visita se hubiese retirado. La heladera no contenía gran cosa: manteca, un cartón de leche, huevos, cuatro yogures desgrasados y una botella de champaña de reserva. También el dormitorio estaba en orden -el agente ya había terminado de hablar con el despacho especial- de modo que Morvan echó una mirada rápida y se dirigió al baño donde, después de encender la luz, se detuvo más tiempo. No había ningún indicio preciso, aparte de que la ducha había sido utilizada recientemente, pero sólo el laboratorio podría determinar por quién y en qué circunstancias, y sin embargo Morvan tenía en ese lugar la sensación de proximidad y de inminencia que tanto lo angustiaba. Examinó las instalaciones, el lavabo, el bidet, la bañadera, el botiquín, el espejo, con un interés tan reconcentrado que fue recorriendo centímetro a centímetro la superficie pulida que lo reflejaba sin reparar en su propia imagen que, puesto que sus miradas no se encontraron ni una sola vez, parecía tan indiferente de él, como él lo era respecto de ella. Estaba seguro de que era en ese cuarto recubierto de azulejos blancos que brillaban a la luz eléctrica demasiado viva, y que de manera un poco más confusa que el espejo reflejaban lo que ocurría frente a ellos, que el hombre, o lo que fuese, que después iba al salón a atormentar a sus víctimas, se metamorfoseaba en monstruo, que era probablemente ahí donde se desnudaba plegando con cuidado su vestimenta para que no quedara en ella ningún rastro de la ceremonia, y que era ahí adonde volvía para ducharse y vestirse, y salir después a la calle cerrando tras de sí la puerta con doble llave, restituido a la envoltura humana que le servía para traspapelarse en la muchedumbre. En ese paréntesis de desnudez se liberaba en él lo que en la monotonía de los días grises y sin salida permanecía adormilado, oscuro, apelmazado, y el cuarto de baño era el lugar sacrosanto donde el dios desconocido, habiéndolo elegido por alguna razón misteriosa entre esa muchedumbre casi infinita que se le parecía tanto, se encarnaba en él.
Combes vino solo al cabo de un rato con el médico, el fotógrafo, los hombres del laboratorio y el resto del personal, porque Lautret estaba ausente y Juin comenzaba su servicio recién después de mediodía. Lacónico, un poco distante, Morvan le explicó lo que sabía y lo dejó encargado del resto de las operaciones. Él volvería a su oficina hasta la hora de almorzar. En la planta baja, la portera, acompañada de una agente femenina, lloraba, la cabeza apoyada en la palma de la mano, el codo en la mesa, estrujando un pañuelito de papel en la otra mano que descansaba en su regazo. Morvan, pasando junto a la puerta abierta, simuló no verla y salió a la calle. Ya eran casi las ocho y media, pero el aire seguía todavía oscuro, azulado, aunque ya se anunciaba el gris uniforme que iba a instalarse hasta el anochecer. Morvan empezó a bajar por la rue de la Roquette en dirección a la plaza León Blum. En algunos tramos de la vereda, la capa de nieve estaba todavía intacta, y Morvan la sentía bastante dura bajo las suelas de sus zapatos, pero sus huellas se iban marcando sobre la materia blanca y crujiente. Como había una especie de bruma baja, el cielo propiamente dicho no era todavía visible, de modo que cuando Morvan levantó la cabeza para estudiarlo, no pudo decidir si volvería o no a nevar. Los negocios de alimentación, verdulerías, carnicerías, panaderías, cremerías, ya habían abierto, pero muchos estaban todavía vacíos, de modo que con sus empleados inmóviles detrás de los mostradores, y sus mercaderías acomodadas de un modo casi preciosista en vidrieras y vitrinas, los locales iluminados parecían más las maquetas tamaño natural de sí mismos que verdaderos negocios, y las puertas de vidrio cerradas a causa del frío exterior acentuaban esa ilusión. Morvan entró en el bar Le Reíais y, acodado en el mostrador, tomó un café con leche en el que fue mojando, con precauciones exageradas para no mancharse, una medialuna. Un desasosiego mortal acababa de invadirlo, una tristeza sin nombre, desesperada, como un cansancio físico, y tan súbita y desconocida para él que, echándose un poco hacia atrás el sombrero, se tocó la frente con el dorso de la mano para ver si no tenía fiebre. Pero a pesar de la temperatura elevada que había en el bar, la piel de su frente estaba fría. Al cabo de unos minutos, el estado se disipó, dejándole en los miembros una especie de blandura, que atribuyó al cansancio y a los acontecimientos que lo habían sacado bruscamente de la cama. Después salió del bar, y cruzó la plaza. Las lamparitas de adorno de la municipalidad y del bulevar Voltaire estaban todavía encendidas, y sin duda seguirían estándolo todo el día, y probablemente lo que quedaba del mes, a causa del día sombrío que comenzaba. Morvan entró despacio en el despacho especial, dio algunas órdenes al personal de servicio, y se encerró en su oficina.
Cerró la puerta con llave, se sacó los guantes, el sombrero, el sobretodo, los acomodó cuidadosamente sobre una silla y después, sin encender la luz, se dirigió a la ventana. De las ramas peladas de los plátanos colgaban puntas afiladas de hielo, y la nieve recubría la parte superior de los troncos. Vistas desde arriba, las veredas emitían vibraciones azuladas y ya los pasos de los primeros peatones empezaban a revolver la nieve y a crear en medio de la vereda un reguero atormentado y sucio. La nieve intacta en algunos tramos de las veredas y de las calles, y en los rebordes de las fachadas y de las ventanas, las masas blancas inmaculadas, lo hicieron pensar otra vez en el toro intolerablemente blanco del libro de mitología de su infancia, que su padre le había traído de regalo de regreso de uno de sus viajes, y del que nunca se había desprendido, y que le gustaba todavía hojear de vez en cuando; el toro con las astas en forma de medialuna, que después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón, ya no se acordaba, simulando primero mansedumbre para hacerla entrar en confianza, apenas la tuvo sentada en su lomo musculoso, llevó a la ninfa por mar hasta Creta y la violó bajo un plátano, lo que dio lugar a la promesa de los dioses, incumplida como tantas otras, de que los plátanos nunca perderían las hojas; el toro blanco, que era también él un dios, astuto, oculto y evidente a la vez, ni cruel ni magnánimo, con una mitad de su ser en la sombra y la otra en plena luz, sin otra razón ni ley que su deseo violento dispuesto, en su auto afirmación desmedida, a hacer retroceder los ríos hasta su fuente, a detener el sol en medio de su curva periódica y monótona y, de inmóviles que eran, a hacer bailotear y desmoronarse, una a una, porque sí, en el firmamento, las estrellas.
Morvan se dio vuelta, abrió el armario y, sacando con cuidado el cenicero lleno de papelitos para impedir que se volaran, se sentó ante el escritorio y encendió la lámpara. En la superficie lisa del escritorio volcó suavemente el contenido del cenicero, y empezó a separar sin apuro los pedacitos de papel, y a disponer como un rompecabezas, seleccionando uno por uno los papelitos para hacerlos coincidir con los que ya estaban ordenados, y desechándolos y devolviéndolos al montón si no coincidían. No pensaba en nada mientras lo hacía, en ninguna otra cosa que no fuese el próximo pedacito de papel que debía encajar en el hueco correspondiente. Le llevó un buen rato reconstruir la hoja entera de la carta ministerial, y cuando hubo acomodado todos los papelitos pudo comprobar que faltaba uno solo, no más grande que una moneda de veinte centavos, a la altura de la firma del funcionario del ministerio que había mandado la carta en nombre del ministro, de modo que una parte de la firma y del sello ministerial que se superponía a ella faltaban para completar la hoja. Morvan sacó de su bolsillo el sobrecito de plástico del tamaño de un paquete de cigarrillos, hizo presión sobre los bordes superiores rígidos para ensanchar su abertura y, poniendo el sobre boca abajo, empezó a sacudirlo hasta hacer caer sobre el escritorio el pedacito de papel que había recogido de la moquette verde claro, en la antesala diminuta y limpia que nadie, desde el día anterior, en todo caso nadie después del crimen, había atravesado, salvo el hombre o lo que fuese que, después de servirse del cuchillo eléctrico como un escultor del martillo y del cincel, había ido a darse una ducha al cuarto de baño, se había vestido sin ningún apuro, y después de verificar que no dejaba ningún rastro detrás suyo, había cerrado la puerta con doble llave y se había guardado la llave. La noche anterior había cometido el primer descuido. Tal vez después de apagar la luz de la antesala, el papelito se había caído y, al cerrar la puerta exterior, una corriente de aire levísima lo había arrastrado hasta el centro de la moquette verde claro, bien visible a mitad de camino, blanco, casi brillante, entre la puerta de entrada y la que separaba la antesala de las habitaciones interiores. Como el papelito había caído sobre el escritorio exponiendo su reverso blanco, Morvan lo dio vuelta despacio y comprobó que, en efecto, en el anverso había unos fragmentos de escritura y de sello, de modo que lo introdujo con mucho cuidado en el hueco que faltaba rellenar en la carta, donde el pedacito de papel entró justo: el rompecabezas estaba por fin completo.
Morvan se reclinó en su sillón y, cruzando las manos sobre el vientre, se inmovilizó con los ojos fijos en el cielorraso. En los rasgos de su cara no había ninguna expresión particularmente enfática, y su cuerpo no denotaba tampoco ninguna emoción particular, a no ser la inmovilidad de los ojos demasiado abiertos, la cabeza y las manos demasiado inmóviles, el cuerpo demasiado inmóvil que reposaba en el sillón, en el silencio bruscamente demasiado perceptible de la pieza. La imagen del comisario Lautret arrojando al aire los fragmentos de la carta y la lluvia lenta de papelitos blancos, que se habían diseminado por la habitación, también persistían en su mente, a pesar del pequeño tumulto que evocaban, en el más completo silencio. Era evidente que, en el momento de caer, el pedacito de papel había quedado adherido o enredado en algún punto del cuerpo o de la vestimenta de uno de los cuatro policías presentes, en un bolsillo, en algún pliegue del saco o del pantalón, en el cabello, en el interior de un guante o en la cinta de un sombrero, o atrapado en los hilos rígidos de lana de algún pullover, imantado por la electricidad estática, marcando al hombre que durante horas había estado llevándolo encima sin saberlo, de un modo más indeleble y más inequívoco que un tatuaje impreso en su frente con un hierro al rojo blanco, señal discreta y levísima al principio que, sin embargo, en una sola noche se había vuelto evidencia y había adquirido el peso de una condena y, de blanca que había sido, el color de la perdición.
Después de unos minutos de inmovilidad, Morvan se inclinó otra vez hacia la carta reconstituida y la contempló un momento. Las líneas irregulares que formaban las rasgaduras de papel donde los pedacitos, todos de tamaño semejante, se unían de un modo imperfecto, parecían los hilos tortuosos de una telaraña, y, durante unos segundos, Morvan tuvo la impresión fugacísima de que era él mismo el que estaba atrapado y se debatía en su centro. Pero esa impresión inesperada pasó enseguida, y su inclinación por lo claro lo ocupó un buen rato con una serie de razonamientos. Lo primero que se le ocurrió fue que su descubrimiento no lo había asombrado mucho, y que en el momento en que había visto el pedacito de papel resaltando sobre el paño verde claro, había adivinado de inmediato su procedencia. A decir verdad se había tratado, no de un descubrimiento, sino de la confirmación de una certidumbre, una especie de convicción tácita en la que nunca había pensado, pero que lo acompañaba día y noche desde hacía meses. La proximidad de la sombra que venía persiguiendo, Morvan 10 sabía, no era únicamente psicológica sino también física. El galgo y su presa ocupaban el centro del mismo espacio, y era desde el mismo punto que salían los dos a trazar el círculo que iba estrechando cada vez más su campo de operaciones. El mismo horizonte mágico los encerraba en un lugar irrespirable y sin salida, condenándolos a repetir, cada uno por su lado, los mismos gestos antagónicos que sin embargo tenían mucho de complementarios. En cierto sentido, el galgo era también presa, y la presa, galgo. Un sentimiento casi insoportable de reconocimiento y de identificación se apoderó de Morvan, tan visceralmente obsceno que, en vez de aterrarlo, lo hizo emitir, como cada vez que reconocía una evidencia, en medio de movimientos de cabeza lentos y dubitativos, una risita sarcástica.
De los cuatro hombres que habían estado expuestos, como a una radiación mortal, a la lluvia de papelitos, Morvan se descartó no sin reticencias, porque sabía que, a la hora de las pruebas, todos los argumentos que empezaba a aplicar a los tres restantes, los otros podían, con la misma lógica, volverlos en su contra. Pensó que tal vez había cometido un error guardándose la única prueba tangible de que el asesino de la Folie Regnault había salido la tarde anterior, al oscurecer, de su oficina, y ni siquiera podía contar con el testimonio del agente y de la portera, porque ese pedacito de papel que para Morvan constituía una prueba irrefutable, no significaba nada para ellos. No habían visto más que un papelito del que ignoraban no sólo el sentido, sino también el origen. Ni siquiera un examen dactiloscópico serviría de mucho, en primer lugar porque lo más probable era que las impresiones digitales de los cuatro aparecieran en la carta, y sobre todo porque, al haberse guardado el pedacito de papel, Morvan lo había invalidado como prueba. Ya no existía ningún medio de probar que ese pedacito de papel había salido alguna vez de la oficina.
Aunque su propia conducta le producía una ligera incomodidad, por no decir cierta extrañeza, Morvan se desinteresó del problema, para abocarse al de la identidad del hombre que perseguía. Como conocía a sus tres colaboradores desde hacía años, le resultaba difícil imaginar en alguno de ellos la gran zona oscura de demencia que había sido necesaria para cometer esa serie horrenda de crímenes. Combes y Juin eran hombres simples, de inteligencia mediana, dos policías rutinarios pero eficaces y leales que habían trabajado siempre bajo sus órdenes y que por eso había traído con él al despacho especial. No tenían ideas propias, pero eran funcionarios puntillosos, y aunque esas categorías le parecían ridículas en relación con los crímenes que habían sido cometidos, tampoco los creía capaces de desplegar el talento de simulación que requería una doble vida. Por otra parte, los dos eran casados y padres de familia. Morvan sabía que eso no significaba nada, y que con cada padre de familia responsable y afectuoso puede convivir un monstruo sanguinario, hecho que había sido verificado muchas veces, pero su objeción no era de orden moral sino lógico, e incluso práctico, porque le parecía difícil que la esposa, o cualquier otro miembro de la familia que viviese bajo el mismo techo, no fuese capaz de advertir alguna anomalía, rareza o detalle particular, en un pariente que había cometido veintiocho crímenes en nueve meses. La esposa menos suspicaz del simulador más perfecto no podría no haber notado algo raro alguna de las veintiocho veces en que su marido se disponía a, o acababa de, supliciar, violar, decapitar y descuartizar a una anciana. Desde el principio, Morvan había razonado que el asesino vivía solo y que probablemente su profesión, o una posición de privilegio, le permitía ganar la confianza de sus víctimas. En tanto que policías, Combes y Juin llenaban con facilidad el segundo requisito, pero en tanto que jefes de familia, sobre todo Juin que, además de su mujer y de sus hijos, había traído a su suegra a vivir bajo el mismo techo, no cumplían con el primero. La imagen del Hombre solitario y sin cara, preparándose a salir, en una especie de trance hipnótico, de su departamento en penumbra, incapaz de desoír el llamado terrible y periódico del anochecer, no coincidía con el marco convencional del reencuentro familiar al fin del día, los chicos que han vuelto de la escuela y comen su merienda frente al televisor, y los adultos que, molidos y de humor brumoso a la salida del trabajo, se preparan para la cena. Es verdad que un policía hubiese podido justificar fácilmente ante su familia horarios fuera de lo común y ausencias largas y frecuentes, pero resultaba claro que el hombre, o lo que fuese, que había cometido todos esos crímenes, había construido, antes de comenzar la serie, una muralla de soledad o, más bien, una especie de zona aislante alrededor de sí mismo, un territorio vacío con una atmósfera propia que ningún otro ser humano podría respirar sin riesgo mortal, un círculo desolado y estéril en el que todo lo viviente que, por error o cálculo, pudiese entrar, se transformaría de inmediato en un montoncito de polvo calcinado. El aura que lo acompañaba debía suscitar sentimientos o emociones más coloridos, más intensos -respeto, envidia, admiración, deseos de seducir o de ser seducido, de obedecer o de ser obedecido, temor, odio e incluso compasión inexplicable, sospecha o adhesión ciega- que el interés banal, la deferencia convencional y los grises intercambios profesionales que generaban los inspectores Combes y Juin. El animal que buscaba era astuto, excesivo, razonador y cruel; era violento y meticuloso, y aunque era un solitario, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, que no viven ninguna, vivía más de una vida a la vez. En él convivían el pensamiento lógico y los actos inexplicables. Vivía tan intoxicado por el veneno que circulaba por todo su ser, con su sangre tal vez, desde el instante mismo en que emergió al aire de este mundo, que hasta ignoraba o era indiferente a su propia crueldad. Podía tener amigos ocasionales e incluso duraderos, pero cuando dos amigos se separan es en realidad difícil para cada uno saber lo que ha hecho el otro durante las horas, los días, las semanas o los meses de separación. Ya es difícil saber lo que puede estar haciendo cuando baja por diez minutos, con el pretexto de comprar cigarrillos, al bar de la esquina, o aun durante los segundos en que dejarnos de tenerlo en nuestro campo visual cuando nos damos vuelta para sacar un libro de la biblioteca. Probablemente se mudaba seguido, o quizás tenía más de un departamento, un lugar fijo de residencia y otro ocasional, debido a razones profesionales, como las pequeñas habitaciones que había en el despacho especial por ejemplo, que los cuatro policías ocupaban cuando estaban de servicio o cuando, como podía ser también el caso de Morvan, terminaban tarde de trabajar y no tenían ganas de desplazarse. El hombre, o lo que fuese, poseía también una gran fuerza física, ya que de otro modo no hubiese podido manipular los cuerpos como lo hacía cuando se le daba por abrirlos o despedazarlos, y también era prudente y meticuloso, como lo probaba el hecho de que no hubiese dejado, de los primeros veintisiete crímenes, un solo indicio que pudiese comprometerlo. Ese detalle podía también probar que se trataba de un policía, porque tenía la inteligencia de omitir todo rastro comprometedor, sabiendo de antemano lo que sus colegas buscarían. Y en cuanto a los que dejaba, algún cabello (si era efectivamente de él), esperma, alguna otra nimiedad, sabía perfectamente que sólo podrían tener valor como indicio en un plano comparativo, y que ninguno constituía en sí una prueba. El esperma, por otro lado, Morvan pensaba que lo dejaba deliberadamente, porque gozaba con que se supiese que había habido violación. Morvan ya sabía desde hacía mucho tiempo que se vestía bien y tenía un aspecto agradable, superior quizás al término medio, ya que varias ancianas se habían dejado tentar por sus atractivos antes del ritual propiamente dicho. Eso desde luego no bastaba en los tiempos que corrían: también tenía que inspirar confianza y, para obtenerla, la credencial policial debía serle de mucha utilidad. Tal vez las abordaba en la calle, o las llamaba por teléfono para decirles que iría a verificar si todo andaba bien y si las consignas de seguridad se aplicaban correctamente, y en muchos casos podía haberles dado el número del despacho especial para que lo llamaran, lo cual debía acrecentar su confianza. Tal vez a algunas las veía varias veces antes de hacerse invitar a cenar, o tal vez llegaba deliberadamente a la hora del aperitivo o de la cena y, llenando la soledad de la anciana con su conversación entretenida y protectora, no tenía ninguna dificultad en quedarse a cenar. Incluso podía llamar por teléfono desde el despacho, anunciar su visita, y llegar con una botella, unos bombones, un libro o una videocassette de regalo. No siempre tal vez la credencial de policía era suficiente para tranquilizar a la dueña de casa y hacerla entrar en confianza. Podía ser que el hombre o lo que fuese, por alguna razón precisa, tuviese un rostro más familiar que el resto de sus colegas. Es verdad que a pesar de su discreción legendaria, Morvan ya era conocido en todo el barrio a causa de sus rondas regulares y de sus largos paseos diurnos y sobre todo nocturnos, y que también él había realizado no pocas visitas de verificación a muchos edificios y que había estado en muchos departamentos privados y cuartos de porteras para ver si se aplicaban realmente las consignas de seguridad que se habían difundido, pero a pesar de su presencia constante en el campo de operaciones, su persona era relativamente menos conocida que la de otros colegas, el comisario Lautret por ejemplo, que pasaba varias veces por semana por televisión y que dirigía personalmente sus consignas, cara a cara podría decirse, a las ancianas atemorizadas, desde la pantalla chica como le dicen. Era evidente que, de toda la brigada, Lautret era el miembro más conocido y eso gracias a la televisión, que había hecho de él, después de nueve meses de comunicados semanales, un personaje bastante popular. Lautret ni siquiera hubiese necesitado valerse de su credencial para entrar, no solamente en el departamento de las viejecitas, sino donde se le ocurriese, y no solamente en el barrio donde se cometían los crímenes, sino en toda la ciudad y aun en el país entero. La sombra repelente que salía, de tanto en tanto, movida por una necesidad a cuyas leyes de hierro obedecía ciega, en forma repetitiva, a golpear, tomaba quizás, para ocultarse, y a la vista de todo el mundo, la forma coloreada, protectora y familiar de una imagen de televisión, de modo que ya se había instalado, desde mucho antes de llamar a la puerta, en la intimidad y en la credulidad de sus víctimas. Sin emoción y sin extrañarse de esa ausencia de emoción, Morvan comprendió lo que la sensación angustiosa de proximidad que tenía desde hacía tiempo -y que crecería un poco más tarde hasta la demencia- le había hecho presentir, o sea que su viejo amigo el comisario Lautret era el hombre que buscaba.
– Me hubiese jugado la cabeza -dice Tomatis.
– ¡Tomatis! -exclama Pichón, llamándolo por su apellido con el fin de adoptar un tono paródico de reproche. Y después-: No estamos en ningún garito.
– De todas maneras, hasta la cabeza la tiene hipotecada -dice Soldi-. Aunque quisiese, no podría jugársela.
Tomatis levanta las manos a la altura del pecho, las palmas, más claras que el dorso tostado, hacia el exterior, para defenderse de ataques, críticas y objeciones, y, sacudiendo la cabeza sobre la que según Soldi pesaría una supuesta hipoteca, profiere con aire apodíctico y doctoral:
– Quiero decir que la solución me parecía evidente desde el principio.
– Lo que pasa -dice Pichón- es que a esta altura del relato no hemos llegado a la solución, sino al comienzo del problema.
– Suspenso barato -dice Tomatis, dirigiéndose no a Pichón, sino a Soldi, pero señalando a Pichón con un movimiento de cabeza significativo que, traducido a palabras, podría querer decir: Te hago notar los métodos poco recomendables que emplea este individuo para embaucarnos con su historia.
– Ya se verá -dice Pichón-. Por ahora comamos algo.
Las palabras que acaba de pronunciar han coincidido con la llegada del mozo, al que ha estado viendo venir en dirección a la mesa por el sendero de ladrillo molido. Los tres primeros vasos de cerveza ya están vacíos desde hace rato, de modo que, conciente de su tardanza, el mozo comienza por depositar sobre la mesa tres otras cervezas doradas, coronadas por un buen cuello de espuma blanca, para seguir en seguida con los platos, a saber un salamín ya pelado y cortado en rodajas, un potecito chato de aceitunas verdes en aceite, un par de porciones de pizza a la napolitana (tomate, mozzarella y orégano) que, sacadas sin duda de un círculo entero de pizza, han debido tener durante unos instantes una forma triangular, pero que ahora se presentan divididas en muchas subporciones de formas geométricas irregulares y, por último, después de la canastita metálica llena de rebanadas ovales de pan, el plato principal, o sea las milanesas picadas todavía calientes, decoradas de pickles y de cuartos amarillos y jugosos de limón. Escarbadientes, cubiertos, sal, savora, más los ingredientes reglamentarios que acompañan la cerveza, completan la descarga del contenido de la bandeja en la que, cuando ya no queda más nada en ella, el mozo comienza a cargar los vasos y los platitos de ingredientes vacíos.
– Que no tarden tanto las próximas -dice Tomatis, con un tono lastimero de súplica que, en el fondo, es una advertencia o un reproche.
– No -dice el mozo-. Es que estaban cambiando el barril.
– Me di cuenta por el cuello -dice Tomatis.
El mozo simula no oír y únicamente Tomatis se ríe de su propia réplica, que ha sido supuestamente chispeante y sin intención de herir, pero que ha dado la impresión de ofender al mozo, el cual, sin hacer ningún comentario, se aleja en dirección al bar. Pichón espera que esté suficientemente lejos de la mesa para reconvenir a Tomatis:
– Ignoraba tu insobornable purismo.
– Toda cocha debe cher perfechta en chu hénero – dice Tomatis, a quien la masticación de un trapecio irregular de pizza caliente dificulta la pronunciación, obligándolo a modificar las eses y a transformar la ge de género en una hache excesivamente aspirada. Pichón se vuelve hacia Soldi.
– Admito que él está en conformidad con su propio credo -dice.
Llevándose un pedazo de pan a la boca, Soldi asiente en silencio y después, mientras mastica, fija la vista, más allá de la parecita blanca de balaustres y de la calle oscura, en el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus a la que, como ha podido observarlo varias veces, aunque fue construida hace ya veinte años, Pichón le dice todavía la Terminal Nueva, por la única razón de que fue inaugurada después de su partida. Más que nunca, mientras oye dialogar a Pichón y a Tomatis, tiene la impresión de estar asistiendo a una comedia de la que él es el único espectador, y vuelve a preguntarse si, cuando están solos, los dos amigos hablan de las mismas cosas y de la misma manera. Parecen tan bien instalados en el presente, tan dueños de sus palabras y de sus actos, tan bien recortados como caracteres diferentes y complementarios, que son como esos actores en plena actuación que, por lo que dura la obra, gozan del privilegio de vivir para lo exterior, o de ser ellos mismos puramente exteriores, al abrigo de las hilachas de pensamiento, de los sentimientos contradictorios, de las sensaciones extrañas y de las imágenes fragmentarias, incomprensibles y voraces, independientes de toda lógica y de toda voluntad, que forman el tejido íntimo de la vida. Dan la impresión de estar a salvo de la cenestesia, de la indecisión, de la angustia. Durante unos segundos, Soldi los considera con severidad, pero casi de inmediato, y en forma inesperada, se pregunta si no son realmente así, exteriores, y tan en orden consigo mismos, y tan resignados al fluir monótono y riesgoso, sin sentido y sin solución de la vida, que, a fuerza de no esperar más nada de ella, han adquirido una especie de serenidad.
Es obvio que se equivoca. Por ejemplo, del día transcurrido, cada uno trae, además de vivencias comunes, imágenes, sensaciones, recuerdos propios que son inaccesibles al lenguaje e incomunicables, por decirlo de algún modo, hasta el confín de la eternidad, pero también la irritación de viejas llagas que los dos creían cicatrizadas y que, de un modo levísimo por supuesto, han empezado otra vez a sangrar. En la época de la desaparición del Gato y Elisa, Héctor y Tomatis se ocuparon de hacer lo necesario para tratar de ubicarlos, sin ningún resultado por otra parte, pero Pichón se negó a venir, argumentando que de todos modos no reaparecerían, y que él tenía ahora otra familia en Europa que dependía de él, y de la que él dependía, y que no estaba dispuesto a separarse de ella. Héctor lo informaba regularmente de las búsquedas hasta que por fin, sin obtener ningún resultado, las abandonaron, pero durante casi dos años, Tomatis y Pichón dejaron de escribirse. A decir verdad, Tomatis dejó de contestar las cartas de Pichón, que demoró unos meses antes de comprender la razón del silencio y abstenerse de seguir escribiéndole. Y, al cabo de dos años, cuando Pichón menos se lo esperaba, fue Tomatis el que recomenzó la correspondencia con una carta larguísima, donde le decía que, después de meses y meses de reflexiones amargas y contradictorias, había terminado por comprender que esa prudencia excesiva de parte de Pichón era en realidad miedo, pero no miedo de correr, como se dice, la misma suerte que su hermano, sino, por el contrario, miedo de afrontar la comprobación directa de que el inconcebible ente repetido, tan diferente en muchos aspectos, y sin embargo tan íntimamente ligado a él desde el vientre mismo de su madre que le era imposible percibir y concebir el universo de otra manera que a través de sensaciones y de pensamientos que parecían provenir de los mismos sentidos y de la misma inteligencia, se hubiese evaporado sin dejar rastro en el aire de este mundo, o peor todavía, que en su lugar le presentaran un montoncito anónimo de huesos sacados de una tierra ignorada.
Esta tarde, de vuelta de lo de Washington, cuando le ha mostrado desde la lancha a su hijo la casa de Rincón en el recodo del Ubajay, a Pichón le ha parecido que la expresión de Tomatis se ensombrecía un poco. A pesar del desplazamiento tranquilo de la lancha, del aire benévolo que corría, del sol del atardecer que atenuaba un poco la fiebre del día caluroso, Pichón tiene una reminiscencia amarga de ese momento, y no solamente a causa de Tomatis, sino también de su propio hijo, en quien la apatía deliberada de su reacción no alcanzó a disimular del todo una emoción violenta, que Pichón atribuye a las imágenes penosas que conserva el adolescente de los tiempos terribles de la desaparición del Gato y de Elisa. Sus dos hijos lo habían visto llorar por primera vez, y andar por la casa con los ojos enrojecidos, insensible a lo exterior, durante semanas enteras. De modo que Soldi se equivoca si cree que Pichón y Tomatis, compactos y al parecer a sus anchas en el presente, escapan al tironeo constante o al chisporroteo que, igual que en el cielo estrellado, estalla a cada momento en la negrura interna. Lo que pasa es que, por una especie de complicidad estilística, adquirida después de años de conocerse, cristalizados en una convención tácita, han aprendido a no mostrarlo demasiado.
También la sensación de estar ante un Pichón ligeramente diferente perturba a Tomatis. Cuando lo ha visto inclinarse ante el dactilograma, en el cuarto de trabajo de Washington, le ha parecido que manifestaba un interés simulado, condescendiente y, a causa de eso, Tomatis ha sentido una leve humillación, pensando que tal vez a Pichón los conflictos locales lo dejan indiferentes y, un poco más tarde se le ha ocurrido que ha sido más por cortesía que por verdadero interés que, durante el regreso en lancha, Pichón le ha pedido a Soldi un resumen oral de la novela. Aunque ha mantenido con él, a propósito del dactilograma, una correspondencia frecuente y vivaz, Tomatis cree que, como sucede con tantas otras cosas, lugares, objetos, amores, como la anticipación imaginaria de la experiencia es siempre más intensa que la experiencia misma, al llegar a la ciudad Pichón ha sido súbitamente invadido por la indiferencia, el hastío o el desgano. En todo caso, la apatía efectiva de Pichón, que en el Gato llegaba hasta la impasibilidad y a veces hasta la apariencia de crueldad, que la vivacidad de sus cartas le ha hecho olvidar, tiene por momentos para Tomatis, y Tomatis no se abstiene de mantenerlo en la zona clara de su mente para analizarlo con frialdad, algo de inaceptable y de hiriente.
Pero todo eso no influye para nada en sus relaciones. Cada uno se atribuye a sí mismo la falta, y así como Tomatis piensa que la causa de esa sensación de humillación debe buscarla en sí mismo y no en el modo de ser de Pichón, Pichón hace ya varios años que viene reprochándose secretamente el no haber venido cuando la desaparición del Gato y de Elisa y, desde que está de vuelta en la ciudad, considera que es una prolongación de esa actitud el no haber querido ni siquiera visitar la casa de Rincón y el departamento de su madre antes de la venta. En su fuero interno, autoriza y acepta la interpretación que los otros pueden hacer de su comportamiento, y los otros son en la actualidad dos personas, Héctor y Tomatis. Pero Héctor está por el momento en Europa -Pichón lo ha alojado con frecuencia en París en los últimos años-, de modo que Tomatis es su único juez, y aunque sabe que Tomatis nunca lo expresará con palabras, con miradas o con actitudes significativas, Pichón ha decidido considerar de antemano como justo, sea cual fuere, su veredicto.
– Quiero decir -dice Tomatis, inclinándose con decisión hacia la fuente de milanesas, y retomando la conversación interrumpida por la llegada del mozo- que el galgo y su presa, para usar tus propias palabras, razonan siempre de la misma manera.
– Estamos de acuerdo -dice Pichón-. Pero quiero contarles esta historia hasta el final. Salió en todos los diarios.
– ¿Esa sería la prueba de su veracidad? -objeta Soldi, abriendo la boca oculta por la barba negra como una gruta por una maraña de vegetación carbonizada, e introduciendo en la boca abierta una aceituna verde oscuro y, casi inmediatamente después, sin siquiera haber devuelto el carozo, una rodaja rojiza de salamín. Y mientras mastica, piensa que ese argumento, blandido tantas veces por Tomatis, ha debido parecerle a Pichón una prueba de la influencia excesiva, y tal vez corruptora, que Tomatis ejerce sobre su persona. Está por avergonzarse de haberlo proferido, pero su instinto de conservación lo induce a pensar que, después de todo, él es joven, inteligente, rico, culto, y que tiene toda la vida por delante, de modo que le importa poco que el aprecio real que siente por Tomatis pueda ser interpretado por los otros como un signo de servilismo.
– No me refiero a la veracidad de la historia, sino a la mía -dice Pichón-. Si no me creen, les mando los diarios.
Indeciso, Soldi escupe el carozo de la aceituna en la palma de su mano, y después lo deja en un cenicero. Tomatis advierte su vacilación.
– No le hagas caso -dice-. Es un lugar común de la crítica francesa. Pichón se echa a reír.
– No, de veras -dice-. Salió en todos los diarios. Y, además, pasó a la vuelta de mi casa.
– Argumento irrefutable -dice Soldi con desdén, recuperando su aplomo y entrando nuevamente en el tono de la discusión, que consiste en definitiva en formular, de manera irónica, objeciones o aprobaciones, sin estar nunca demasiado seguro de que han sido aceptadas o siquiera comprendidas por los otros-. Desgraciadamente, el autor de En las tiendas griegas ya se ha abocado a ese problema.
De manera un poco ostentosa y convencional, Pichón enarca las cejas y asume una expresión interrogativa, destinada a significar más o menos: por lo que me transmitieron de ese texto, no me parece haber entendido que tratara de esa cuestión.
– Los dos soldados -dice Soldi-. Los dos soldados de guardia en la tienda de Menelao.
Y ante el interés de Pichón y de Tomatis, que lo estimula y lo embriaga levemente, y que transparenta mucho -tal vez un poco demasiado- en sus expresiones, Soldi explica que del Soldado Viejo y el Soldado Joven -los dos personajes principales de la novela-, el Soldado Joven, que acaba de llegar de Esparta hace apenas unos días, es el que más sabe de la guerra. El Soldado Viejo, que está desde hace diez años en la llanura de Escamandro -la mayor parte de la novela transcurre la noche que precede la introducción del Caballo y por lo tanto la destrucción de la ciudad- no ha visto nunca un solo troyano, en todo caso de cerca, debido quizás a que forma parte del personal de Menelao, que se ocupa de los problemas de intendencia y de seguridad en retaguardia, y para él esa palabra, troyano, evoca únicamente unas figuras humanas diminutas, debatiéndose contra los griegos en un punto de la llanura, y después en otro, y más tarde en un tercero, y así sucesivamente. Cuando Menelao, al comienzo del sitio, encabezando una embajada, había entrado en la ciudad para ir a reclamar a Helena (a la que él nunca había visto), le había tocado quedarse de guardia en el campamento. Y si venía alguna embajada troyana a parlamentar, era siempre en la tienda de Agamenón que la recibían. Para él, Troya era una muralla gris que se elevaba a lo lejos y en la cual, de tanto en tanto, veía pasearse una silueta vagamente humana. En cuanto a las hazañas del héroe cuyo sueño estaban protegiendo en ese mismo momento, el Soldado Viejo no sabía casi nada, tal vez porque en todos los años que había estado a su servicio, su jefe apenas si le había dirigido dos o tres veces la palabra. El Soldado Joven, en cambio, estaba al tanto de todos los acontecimientos, hasta el más insignificante, que habían tenido lugar desde el comienzo del sitio. Y no únicamente él, sino toda Grecia, lo que equivalía a decir el universo entero. Todos los hechos relativos a la guerra les eran familiares hasta al más oscuro de los griegos. Incluso las criaturas que habían nacido cuatro o cinco años después del comienzo de las hostilidades, remedaban los hechos más salientes en sus juegos: todos querían ser Aquiles, Agamenón, Ulises, y únicamente contra su voluntad aceptaban el papel de Paris, de Héctor, de Antenor. Hasta los que todavía gateaban querían ir a recoger el cadáver de Patroclo, lo mismo que los hombres hechos y derechos que, erguidos sobre sus miembros vigorosos, adoptaban en la plaza pública actitudes que creían imitar de Filoctetes o de Ayante, o los viejos que, ayudándose con un bastón, que solían revolear en la fiebre de sus relatos, andaban por los caminos repitiendo las hazañas que todo el mundo conocía de memoria y que sin embargo nadie se cansaba de escuchar. En las noches de invierno, cuando caía la nieve en las montañas solitarias, familias enteras, señores y criados, amos y esclavos, hombres y mujeres, adultos y criaturas, se apretujaban alrededor del fuego para escuchar, por milésima vez, los relatos. Si un viajero atravesaba algún lugar desierto, y se cruzaba con un algún desconocido, o con algún pastor que cuidaba su rebaño desde hacía meses en algún valle perdido, apenas habían intercambiado un saludo convencional, el tema de la guerra se instalaba en la conversación. De vuelta de una de esas temporadas, un pastor pretendió que una mañana sus cabras, inexplicablemente, se habían puesto a gemir desconsoladas, y que él se había enterado un poco más tarde por un viajero de que había sido el día de la muerte de Patroclo. Al Soldado Viejo, todos esos nombres de héroes se le mezclaban en la cabeza, porque tenía muy poco contacto con ellos e ignoraba la mayor parte de las hazañas que al Soldado Joven le parecían tan gloriosas. Los pocos efectos palpables de la guerra para el Soldado Viejo, se resumían en dos o tres hechos concretos: un día, por ejemplo, después de una batalla de la que todo el mundo comentaba que había sido muy violenta, pero de la que él no había visto más que una nube de polvo en un punto lejano de la llanura, su jefe había vuelto ligeramente herido, y varias veces también había podido deducir del humor de Menelao, si el curso de los acontecimientos era favorable o adverso a los griegos. Una cosa parecía segura: había una guerra, porque alguno de sus viejos camaradas que habían sido seleccionados para la acción nunca volvieron al campamento, y porque a veces faltaban el pan y el aceite -nunca en la mesa de los jefes desde luego- y otras cosas similares, lo que era signo de tiempos difíciles. Si se hubiese topado con Ulises o Agamenón, el Soldado Viejo no los hubiese reconocido. Cuando los otros jefes venían a la tienda de Menelao, siempre lo hacían en grupo, y cuando venían solos, al Soldado Viejo le costaba igualmente distinguirlos. De todas maneras, a su edad -en realidad apenas si tenía cuarenta años- ya había aprendido desde hacía tiempo que al soldado raso le conviene ser ciego, sordo y mudo y tratar de pasar completamente desapercibido. Para el Soldado Joven era exactamente lo contrario: tampoco él había visto nunca a Helena, pero conocía todas las historias, anécdotas y leyendas que circulaban sobre ella. Sabía de ella probablemente más que su marido y que el amante troyano -el nombre de Paris al Soldado Viejo no le decía nada- que, infringiendo las leyes de la hospitalidad, la había seducido y secuestrado en ausencia de Menelao. Más aún: afirmaba que Helena era la mujer más hermosa del mundo, y la consideraba también como la más casta, porque un rey de Egipto que había dado alojamiento a la pareja durante un alto en su viaje hacia Troya, cuando descubrió el secuestro, expulsó a Paris y, gracias a manipulaciones mágicas, fabricó un simulacro de Helena tan semejante al original que Paris se la había llevado consigo a Troya creyendo que era la verdadera, la cual, según el Soldado Joven había oído decir, seguía todavía en Egipto, donde había envejecido considerablemente, esperando la vuelta de su marido. A lo cual el Soldado Viejo contestó (según Soldi memorablemente, y en la novela con mejores palabras que las que él estaba transmitiéndoles en forma sucinta) que, si todo eso era cierto, la causa de esa guerra era un simulacro, lo cual en cierto modo no cambiaba nada para él, porque teniendo en cuenta lo poco que sabía de ella, no únicamente su causa, sino también la guerra misma era un simulacro y que, si algún día volvía a Esparta y alguien le pedía que contase la guerra, se encontraría en una situación delicada, pero si le quedaba algún ocio en su vejez, lo dedicaría a informarse de todos esos acontecimientos tan conocidos en el mundo entero y que el Soldado Joven acababa de referirle.