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– El Soldado Viejo posee la verdad de la experiencia y el Soldado Joven la verdad de la ficción. Nunca son idénticas pero, aunque sean de orden diferente, a veces pueden no ser contradictorias -dice Pichón.
– Cierto -dice Soldi-. Pero la primera pretende ser más verdad que la segunda.
Pichón se inclina para atravesar con su escarbadientes un pedacito de milanesa y, elevándolo al mismo tiempo que endereza su cuerpo, lo mantiene suspendido en mitad de camino hacia la boca.
– No lo niego -dice-. Pero a la segunda, ¿por qué le gusta tanto venderse en las casas públicas?
– ¡Qué nivel de ideas! -dice Tomatis, ironizando en forma demostrativa, pero realmente contento del diálogo que acaba de escuchar, aunque también levemente amoscado porque hubiese querido intervenir con alguna observación inteligente, y a pesar de sus muchos esfuerzos no se le ha ocurrido ninguna. De modo que, después de tomar un trago de cerveza, decide sondear a Pichón para asegurarse de su interés genuino por el dactilograma. ¿Esta tarde, cuando estaban en el cuarto de trabajo de Washington, Pichón, mientras observaba el dactilograma, no ha pensado ciertas cosas que ha preferido no expresar en voz alta o acaso él, Tomatis, se equivoca? Y al oírlo, Pichón se echa a reír, como el bromista que acaba de ser descubierto durante la preparación de su broma y con esa risa subraya no solamente el carácter inocente de sus manipulaciones, sino también la perspicacia del que las ha descubierto. Pichón dice que, en efecto, lo primero que ha comprendido, al fijar la vista en la copia de En las tiendas griegas, es que Washington de ninguna manera podría ser el autor, pero que su instinto de conservación lo disuadió de proferir esa opinión en presencia de la hija. Tomatis aprueba las palabras de Pichón en forma decidida, con fuertes sacudimientos de cabeza y golpes repetidos de escarbadientes sobre una aceituna verde que no logra atrapar, hasta que decide servirse de los dedos, pero Soldi, sin estar enteramente en desacuerdo con la actitud de Pichón, piensa que debe mostrarse circunspecto para no traicionar de modo tan abierto la confianza que Julia ha depositado en su persona. La irracionalidad de Julia, que irrita tanto a Tomatis, despierta en él cierta compasión, y en su devoción tardía a la memoria de Washington, le parece adivinar menos hipocresía o interés que la búsqueda, después de haberlo perdido casi todo en la vida, de una razón para darle algún sentido a su fin.
– No tiene por qué ser un autor local -dice Tomatis.
– Si es un autor local, tal vez existan otras copias en la ciudad -dice Pichón.
– He estado haciendo averiguaciones -dice Soldi-. Ni rastro de otras copias.
– No tiene por qué ser un autor local -repite Tomatis, que, a veces, si no recibe una aprobación explícita de sus interlocutores, tiene la convicción, que lo saca un poco de la realidad, de no haber sido oído-. Tal vez la escribió alguno de los amigos anarquistas de Washington, de cuando estuvo en Buenos Aires o en el Paraguay, y le mandó una copia en los años treinta o cuarenta.
Un tumulto brusco lo interrumpe. Pichón alza la cabeza y apunta con el dedo hacia la altura, en dirección de las luces y de las copas de los árboles.
– Las bailarinas -dice-. Tormenta.
Soldi y Tomatis alzan a su vez la cabeza: salidas quién sabe de dónde, de la noche, de la nada, miles y miles de maripositas blancas se arremolinan alrededor de las luces que cuelgan de los árboles y de las paredes blancas que limitan el patio. Girando rápidas sobre sí mismas, entrechocándose, precipitándose contra las lámparas encendidas, producen un estridor múltiple y una agitación inesperada y blanquecina en la altura, atrayendo la atención de los clientes del restaurante, que las observan y las señalan y las hacen entrar, con la misma imprevisibilidad repentina con la que aparecieron en el patio, en la zona clara de sus conciencias y en sus conversaciones. El mismo tumulto intempestivo que se agita en el patio, se representa Tomatis, debe estar formando el mismo rumor alrededor de todas las luces de la ciudad, y probablemente de toda la región, la misma larva alada, temblorosa y ciega, repetida porque sí, con simultaneidad vertiginosa, en millones y millones de ejemplares salidos bruscos de los pantanos nocturnos, para estremecerse un momento en las inmediaciones de la luz, y después caer girando febrilmente sobre sí mismas en la tierra oscura, hasta inmovilizarse por completo. Mañana serán como un tendal de florcitas secas, quebradizas y deshechas, ya sin dar el menor signo de haber sido alguna vez materia viva, substancia vegetativa y vibratoria, forma obsecada y maniática, escrupulosamente idéntica a sí misma en la que todo ha sido previsto menos la finalidad, y salida, como tantas otras, del chorro único que, bajo la apariencia engañosa de eternidad, no es menos insensato y efímero.
– Sí -dice Tomatis-. Las bailarinas. Fijo que acaban con el verano.
Y, echándose contra el respaldo de su silla, deja caer hacia atrás la cabeza, tratando de auscultar, más allá de las copas enormes de las acacias y de los penachos de las palmeras, aparentemente sin resultado, el cielo oscuro. Gotas de sudor, que le han brotado en la frente, le corren rápidas por las sienes hasta las orejas, y cuando llegan al borde de la mandíbula, cerca de los lóbulos, caen al vacío empapando el cuello de la camisa azul. La piel tostada de la cara, de los brazos, del cuello, parece tan gruesa como el cuero, y fuerte, casi impenetrable, y como el cuero también, en ciertas porciones de su superficie, en la frente, alrededor de los ojos y de la boca, está un poco ajada y arrugada. Observándolo, Pichón se alegra interiormente de encontrarle un aspecto tan saludable, ilusión que se acentúa porque Tomatis, casi en la orilla de los cincuenta años, conserva todavía bastante cabello revuelto y oscuro. Una impresión instantánea y fugaz, pero muy intensa, de continuidad o tal vez de permanencia lo transporta mientras lo observa, como si a través de la invariabilidad física de Tomatis, que cuando tenía veinte años parecía más viejo de lo que era y ahora que tiene casi cincuenta más joven de lo que es, pudiese verificarse no tanto la mansedumbre del tiempo como su inexistencia. Únicamente el presente le parece real, y tan inseparable del espesor de las cosas, tan confundido con la extensión palpable del mundo, que su dimensión temporal está como abolida. El tiempo y sus amenazas se le presentan ahora como una leyenda, colorida y terrible a la vez, a la que, refugiado en la rudeza rugosa y clara del presente, ya no considera necesario seguir dándole crédito. La camisa verde claro, casi fluorescente de Soldi, vibra en el aire nocturno del patio y el rumor de las bailarinas en la altura, alrededor de las luces, después de su aparición súbita, más los clientes sentados en sus sillas blancas de hierro forjado, más el gusto del trago de cerveza que acaba de tomar, más la sensación de frescura que, después de depositar el vaso vacío en la mesa, le ha quedado en la yema de los dedos, más el fondo móvil del restaurante, con la pared blanca, el techo de paja y el personal que trabaja cerca del bar y de la cocina y se dispersa después por los senderos rojos de ladrillo molido, más las copas inmóviles de los árboles, las guirnaldas de lamparitas de colores, los platos y los vasos sobre la mesa, todas esas presencias familiares y al mismo tiempo enigmáticas, como si acabaran de florecer, compactas y nítidas, de un grumo de nada, parecen haber bloqueado el fluir del cambio, dejándolo en un exterior improbable y distante, como si el presente crudo transcurriera en una bola de vidrio sobre la que las gotas de tiempo, sin poder adherir a la cápsula lisa y transparente, resbalan hacia un abismo de eternidad desmantelada y negra.
Durante un par de minutos, siguen comiendo en silencio, pinchando sin orden ni método, casi como si obedecieran, de un modo mecánico, a caprichos musculares sucesivos, los pedacitos de alimentos, rodajas circulares y rojas de salamín, aceitunas de un verde sombrío, ovoides y lustrosas, que reposan sobre un fondo de aceite, segmentos irregulares de triángulo de las subporciones de pizza cubiertos de una capa marfilina de mozzarella fundida bajo la que emergen manchitas rojo vivo de tomate, copos blancos de pororó, cuya forma en gran parte aleatoria, que tal vez únicamente podría analizar la teoría de las catástrofes, resulta de la explosión de los granos de maíz blanco cuando la sartén alcanza determinada temperatura.
– Hay un detalle importante que he omitido hasta ahora -dice de pronto Pichón, cruzando fugaz y sucesivamente la mirada con sus dos interlocutores para asegurarse de que ya se han dispuesto a seguir prestándole atención-. Después de la separación, Lautret empezó a tener una relación íntima con Caroline, la mujer de Morvan. Morvan, si bien el hecho le parecía obvio y hasta indiferente, lo sospechaba. Ignoraba de qué clase eran exactamente esas relaciones, pero sabía que Lautret y su ex mujer se veían a menudo y que ninguno de los dos le había hablado con franqueza de esos encuentros. Como había sido él mismo el que había suscitado la separación con Caroline, Morvan sabía que no tenía ningún derecho sobre ella. Hubiese preferido que actuasen de manera menos encubierta, aunque se daba cuenta de que era Caroline la que debía haber impuesto esa discreción: a pesar de haber aceptado con serenidad razonable la separación, puesto que habían dejado de entenderse en muchos planos a la vez, Caroline hubiese preferido continuar su vida común con Morvan, a quien respetaba y a quien había realmente querido durante muchos años. En algún sentido, si era cierto que mantenía una relación con Lautret, se trataba de una especie de prolongación de sus relaciones con Morvan. No debemos olvidar que Lautret era el mejor amigo de Morvan, y que en las épocas más felices de su existencia, los tres se habían visto a menudo y habían constituido una especie de familia. Para Caroline -Morvan estaba seguro- una relación con Lautret en el plano sexual era, aparte de ese intento de permanecer en el círculo habitual de su vida afectiva, también de un modo paradójico e incluso contradictorio, una manera de escaparse de ese círculo con lo que tenía más a mano.
El caso de Lautret era diferente. De su vida afectiva inmadura y caleidoscópica, había quedado el rastro ya antiguo de un par de divorcios y de muchas tormentas conyugales. En ciertos períodos, cuando iba a visitar a los Morvan, venía todos los meses con una mujer diferente. De su paso por la Brigade Mondaine había conservado algunas relaciones en el ambiente de las prostitutas de lujo y, aunque algunos lo habían acusado en voz baja de proxenetismo, Morvan sabía que no era cierto y que Lautret utilizaba a esas mujeres en el marco de su trabajo de policía, aunque a veces se dejara vencer como se dice por la tentación. Lautret había reconocido los hechos ante Morvan, alegando que acostarse de tanto en tanto con una de esas mujeres formaba en cierto sentido parte de sus obligaciones profesionales. Morvan había estado siempre convencido de que a pesar de sus métodos y de su estilo de vida, que él desde luego nunca hubiese querido para sí mismo, Lautret era un policía más bien honesto y sin ninguna duda eficaz. Únicamente su relación con Caroline le venía produciendo desde un tiempo atrás cierto malestar, porque le parecía adivinar que Lautret, tal vez por haberlo idealizado demasiado, trataba de sustituirlo tanto en el plano afectivo como en el plano profesional. De alguna manera, la incomodidad que esa tendencia producía en Morvan se debía, no al hecho de que se sintiese traicionado o amenazado, sino al de revelar en Lautret cierta inconsecuencia que lo volvía distinto y vulnerable. Era como si Lautret fuese un poco dependiente de él y como si, a pesar de sus diferencias de temperamento, tan inmediatamente perceptibles desde el exterior, tratara de identificarse por todos los medios posibles, y sin ninguna deliberación aparente, con la personalidad de Morvan. Probablemente, Caroline lo había presentido también, desde mucho tiempo atrás: si siempre había tomado el partido de Lautret, no era porque lo considerara inocente, sino más bien no totalmente dueño de sus actos. No sé si dan cuenta de lo que estoy tratando de decir.
– Creo que -dice Tomatis.
– ¡Shhtt! -Pichón acompaña su chistido exagerado con un movimiento de la mano no menos imperativo, consistente en elevarla y dirigir la palma hacia Tomatis, como si fuera un agente de tránsito ordenando detenerse a un camión que llega a una bocacalle a toda velocidad-. Ya te va a tocar el turno. Pero por ahora silencio: aquí el que cuenta soy yo.
El mozo -mientras hablaba, Pichón lo ha estado viendo venir- llega con tres cervezas que deposita sin decir palabra en la mesa, una ante cada uno de los comensales y después, retirando los tres vasos vacíos de la cerveza anterior, se aleja de nuevo en dirección al bar por el sendero rojizo de ladrillo molido que chasquea bajo la suela de sus zapatos.
– Lo ofendiste para siempre -dice Soldi.
– Es posible -dice Tomatis-. Pero gracias a mí, ahora por lo menos la espuma tiene la altura que corresponde. Y está bien fría.
– No nos vas a recitar otra vez tu credo rigorista -dice Pichón.
– Sin falsa modestia -dice Tomatis- creo que este mundo pide a gritos que yo trate de mejorarlo.
– A mi juicio, empeoró con tu llegada -dice Pichón.
Ya empiezan otra vez con el espectáculo, piensa Soldi, a quien, al fin de cuentas, vaya a saber por qué razón, la historia que está contando Pichón, después de haberse desentendido del problema de que pueda ser ficticia o verdadera, ha empezado a interesarle, y las interrupciones de Tomatis, obstinado en dar a conocer su opinión a cada rato, lo irritan ligeramente. Pero debe reconocer que Tomatis, o en todo caso así parece indicarlo la expresión de su cara, escucha con profundo interés el relato de Pichón, y que incluso por momentos su concentración es tan grande que durante unos segundos se queda con la boca entreabierta, deteniendo totalmente la masticación. Cuando Pichón lo advierte, una sonrisa tenue y satisfecha se insinúa en sus labios.
– Ya llegará el momento de tu intervención -dice Pichón, valiéndose de una prosodia enigmática.
Una bailarina, cayendo desde la altura, choca contra su hombro, se desliza por la tela amarilla de su camisa y, sin dejar de aletear a tal velocidad que las alitas blancas parecen múltiples y transparentes, desaparece en el fondo del bolsillo. Con el pulgar y el índice de la mano izquierda Pichón tira hacia afuera el borde del bolsillo y mira en su interior, riéndose. Después mete dos dedos de la mano derecha, hurga un poco y saca la mariposa que sigue aleteando, excitada y veloz, la conserva un momento en la palma de la mano, y después la deja caer al suelo. En la punta de los dedos le quedan restos de un polvillo pegajoso y vagamente tornasolado.
– Esa complicación representaba un problema para Morvan -dice por fin-. No sólo lo inducía a desconfiar de sus propios razonamientos, que podían haber sido obnubilados por esa situación poco clara, sino también que, como debía haber algunos colegas que estaban al tanto, la sospecha de parcialidad y la falta de pruebas podían invalidar sus acusaciones. Morvan había comprendido que, si su hipótesis era justa, no podía confiársela a nadie antes de haber logrado probarla. Tenía que trabajar solo. Con la mirada fija en la carta reconstituida encima del escritorio, meditaba en la extraña tranquilidad con que consideraba la evidencia atroz que estaba analizando: su mejor amigo, al que desde hacía años lo unían el afecto, el respeto y la confianza, era el animal salvaje, la sombra inhumana y destructora que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, y esa revelación repentina no había producido en su interior la más mínima vibración, aparte de cierto orgullo atenuado y un poco desdeñoso, como si hubiese resuelto un problema de lógica frente al que muchos otros antes que él hubiesen fracasado. La solución del problema lo había librado de inmediato de la impresión angustiosa de proximidad, e incluso de familiaridad, que los actos del hombre, o lo que fuese, le habían venido produciendo en los últimos tiempos. Y su falta de emociones, aparte tal vez de una piedad inexplicable y sorda, la aplicaba al hecho de que tal vez no era Lautret el autor de esos crímenes, sino una fuerza ignorada, parasitaria, desconocida incluso para el propio Lautret, y alojada en los pliegues íntimos de su ser desde los orígenes de su existencia, una presencia oscura semejante a un ídolo arcaico y sanguinario cuyo descubrimiento aportaría a su amigo la calma y la emancipación. Brusca, la chicharra del teléfono empezó a sonar, y los pedacitos de papel de la carta reconstituida se agitaron un poco, a causa tal vez de las ondas sonoras, de las vibraciones internas del aparato que se transmitieron al escritorio, o del sobresalto de Morvan, que a decir verdad fue más mental que físico. El agente de guardia le anunció a una tal Madame Mouton que estaba buscando al comisario Lautret, pero como el comisario no estaba en el despacho especial esa mañana, la mujer le había pedido que la comunicara con Morvan. Intrigado, Morvan esperó unos segundos, hasta que la voz todavía firme de una anciana empezó a resonar en su oído a través del aparato, una de esas voces desconocidas que llegan por teléfono y que, a causa de sus inflexiones, nos inducen a atribuirle a su emisor casi de inmediato una fisonomía imaginaria: Morvan vio a una mujer más que madura, todavía cuidadosa de su persona, viviendo sola en un departamento más bien confortable, y titular de una jubilación importante y de rentas jugosas como se dice, o sea con demasiada libertad económica como para resignarse a depender de nadie, aun cuando se tratase de la policía, pero también demasiado vieja como para que su insistencia, mal disimulada por una entonación mundana, no dejase transparentar una buena porción de ansiedad, y a todo eso Morvan agregó la observación suplementaria de que la protección policial que reclamaba encubría quizás fantasmas de algún otro tipo. De la marea de palabras, Morvan sacó en claro lo siguiente: ella había conocido al comisario Lautret una vez que había ido al despacho especial para informarse sobre la situación alarmante que creaban, para las personas de edad, todos esos crímenes espantosos que se estaban cometiendo en el barrio. El comisario había sido muy amable con ella y había prometido ir a visitarla una noche después del servicio para ver si el edificio en el que vivía y también su departamento observaban las normas de seguridad que había recomendado la policía. La víspera se lo había cruzado a la salida del supermercado, y el comisario le había prometido que iría a verla al día siguiente a las ocho de la noche -Es decir hoy, había repetido Madame Mouton en forma cada vez más perentoria- y ella llamaba por lo tanto para recordarle la cita. El comisario Lautret le había dicho que su visita sería de pura rutina, un simple pretexto para tomar un aperitivo y estrechar los vínculos entre la policía y el vecindario, pero ella acababa de escuchar por la radio la noticia sobre el crimen de la Folie Regnault, que quedaba cerca de su casa, y a decir verdad estaba bastante inquieta. Si se atrevía a molestarlo a Morvan, era porque el comisario Lautret le había dado también su nombre para el caso de que necesitase ayuda urgente y él, Lautret, estuviese ausente en ese momento. Morvan trató de tranquilizarla y, después de anotar su dirección y su número de teléfono, le prometió transmitir el mensaje a Lautret. Después colgó.
Un furor inesperado lo ofuscó durante un momento, como si el espectáculo y las consecuencias de veintiocho crímenes atroces le hubieran parecido menos graves que el cálculo paciente y cínico con que Lautret tejía su red mortal. Le parecía poder seguir por una especie de proyección mimética, cada uno de los pasos que iba dando la inteligencia de Lautret, dura, helada y cortante como una lámina de acero, para armar pieza por pieza la trampa que preparaba. Podía entender e incluso aceptar la violencia repentina de los accesos criminales, pero el álgebra obscena de lo que se preparaba le había hecho perder la calma durante unos minutos. Impaciente, se levantó desplazando con torpeza su sillón, y se dirigió a la ventana: en contradicción con la promesa de los dioses de que nunca perderían las hojas, porque debajo de uno de ellos, en Creta, después de haberla raptado en una playa de Tiro o Sidón, el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna violó a la ninfa aterrada, los plátanos del bulevar alzaban las ramas lustrosas, cargadas de nieve y de estalactitas afiladas, recortando en fragmentos irregulares el aire oscuro en la mañana de diciembre. Durante un buen rato, Morvan se quedó parado cerca de la ventana, inmóvil, con la vista clavada en la nieve revuelta y sucia, a causa de los rastros que los primeros peatones matinales habían dejado en la vereda de enfrente, entre dos bandas intactas de nieve inmaculada. La penumbra grisácea y brumosa era sin duda la claridad máxima que alcanzaría el día de invierno, y unas horas más tarde, un poco después del almuerzo, la oscuridad empezaría otra vez a cerrarse sobre él, Morvan, y sobre ese lugar llamado París, adherido sin razón aparente a ese punto de la costra terrestre, igual que un molusco de caparazón rugosa al pliegue no menos rugoso, duro y casual de una roca vagamente esférica. Durante unos segundos tuvo la convicción extraña y pasajera, pero que le dejó un atisbo de asombro y de intranquilidad, de que, en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del mundo, únicamente el hombre o lo que fuese que salía a repetir, casi cada noche, el rito invariable del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse y de crear, aunque más no fuese para sí mismo, un sistema inteligible y organizado. Algo hervía en el interior de Morvan, contrastando con la penumbra helada de la calle, más allá de los vidrios de las ventanas, que al tacto y a la vista parecían láminas de hielo. Con una precipitación que lo asombraba levemente de sí mismo, llamó al agente que atendía la centralita para decirle que no valía la pena buscar a Lautret por el llamado que acababa de recibir, que no era para nada urgente, y que él mismo se encargaría de transmitírselo cuando lo viera, pero pensando, mientras colgaba otra vez el tubo del teléfono, que de todos modos ni él ni nadie vería al comisario Lautret hasta el día siguiente, y que la única posibilidad de encontrarlo antes sería estar esa noche a las ocho en el departamento de Madame Mouton.
A pesar del frío, la víspera de Navidad obligaba a la gente a salir a la calle, y alrededor de la una, mientras se dirigía caminando despacio al restaurante -iba regularmente a un bar de vinos de la rue León Frot o a un restaurante chino de la avenida Parmentier- pudo comprobar que el Burguer King de la plaza estaba repleto. Familias enteras, cargadas de criaturas y de paquetes, hacían cola frente a las cajas o, instalados alrededor de una mesa en bancos inamovibles atornillados al piso, comían menúes idénticos en platos y vasos de cartón, aprovechando el respiro de corta duración en medio de su fatigosa carrera entre la reproducción y el consumo. Previstos rigurosamente de antemano por cuatro o cinco instituciones petrificadas que se complementan mutuamente – la Banca, la Escuela, la Religión, la Justicia, la Televisión – como un autómata por el perfeccionismo obsesivo de su constructor, el más insignificante de sus actos y el más recóndito de sus pensamientos, a través de los que están convencidos de expresar su individualismo orgulloso, se repiten también, idénticos y previsibles, en cada uno de los desconocidos que cruzan por la calle y que, como ellos, se han endeudado en una semana por todo el año que está por comenzar, para comprar los mismos regalos en los mismos grandes almacenes o en las mismas cadenas demarcas registradas, que depositarán al pie de los mismos árboles adornados de lamparitas, de nieve artificial y de serpentina dorada, para sentarse después a comer en mesas semejantes los mismos alimentos supuestamente excepcionales que podrían encontrarse en el mismo momento en todas las mesas de Occidente, de las que después de medianoche se levantarán, creyéndose reconciliados con el mundo opaco que los moldeó, y trayendo consigo hasta la muerte -idéntica en todos-, las mismas experiencias concedidas por lo exterior que ellos creen intransferibles y únicas, después de haber vivido las mismas emociones y haber almacenado en la memoria los mismos recuerdos.
Con motivo de las fiestas, el dueño del restaurante chino de la avenida Parmentier lo convidó con un aguardiente de arroz cuando le trajo la cuenta: en el fondo de la tacita de porcelana una muchacha oriental, desnuda, le sonreía en una pose provocativa. Levantando la tacita, Morvan observó a la muchacha y tuvo la impresión de que sus miradas se encontraban -el aguardiente servía de lente de aumento-, pero cuando volvió a mirar el fondo de la tacita después de haberla vaciado de un trago, la imagen diminuta, indefensa y obscena a la vez, había desaparecido. Al salir del restaurante, dio un paseo indeciso y prolongado antes de volver al despacho. Por todas partes la gente iba y venía cargada de paquetes, entrando y saliendo de los negocios, de los bancos, de los bares, de las peluquerías; no solamente en las avenidas y en los bulevares, sino también en las callecitas laterales que los cruzaban, las hileras de automóviles avanzaban a paso de hombre, arremolinándose en las bocacalles, haciendo ronronear impacientes los motores y sonar las bocinas cuando no lograban avanzar. En los supermercados, los carritos cargados de mercaderías se embotellaban también en los pasillos abiertos entre los estantes multicolores, y se entrechocaban en la proximidad de las cajas. En los negocios más chicos, la gente se probaba ropa, estudiaba los productos que se disponía a comprar o salía a la calle, satisfecha, con sus paquetes envueltos en papeles llamativos y adornados con citas satinadas que formaban penachos espiralados de muchos colores. Como la víspera, el cielo estaba más claro que el aire, y como hacía menos frío que a la mañana, o le parecía a él a causa de la comida, del aguardiente y de la caminata, Morvan predijo que volvería a nevar. Cuando entró en el despacho especial, y aunque apenas si eran un poco más de las cuatro, ya estaba empezando a anochecer.
Lautret no había dado señales como se dice de vida en todo el día, pero a Morvan el hecho no le produjo ninguna sorpresa y tampoco al agente de guardia, que estaba habituado a las ausencias imprevistas y frecuentes de sus jefes. Dos o tres periodistas lo esperaban en la cocina que servía de oficina de prensa, donde había también un teléfono, tres o cuatro sillas, una cafetera eléctrica y una pila de vasos encastrados unos en otros, más un cesto lleno de vasos usados, retorcidos y empapados de manchas marrón claro de café. Morvan tomó un café con ellos tratando de calmarlos con promesas vagas y con generalidades, y después fue a encerrarse en su oficina. Durante su ausencia había recibido una lista interminable de llamados, del ministerio, del departamento de policía, del laboratorio, de dos canales de televisión, del sindicato de comisarios. Respondió a dos o tres y después de mirar la hora en su reloj pulsera comprobando que ya eran las seis, llamó a Madame Mouton y le dijo que, como el comisario Lautret estaba ausente todo el día, él mismo pasaría a verla a las siete y media. Le pareció percibir una ligera decepción en la voz de la mujer cuando le dijo que lo recibiría con alivio y también con placer, y después de colgar se quedó un momento reflexionando sobre un fenómeno que siempre le había llamado la atención desde que era policía, o sea el instinto casi infalible que induce a menudo a las víctimas a asumir con facilidad, por no decir con diligencia, su papel. Y a las siete y media en punto, estaba tocando el timbre en el departamento más que confortable de Madame Mouton, en la rue Saint-Maur, a unos trescientos metros del despacho especial de la brigada. Mientras esperaba que le abrieran, se sacudió de los hombros, sobre el felpudo, un poco de la nieve que empezó a caer otra vez apenas había salido a la calle. Aunque sabía que algo horrible se avecinaba, no experimentaba, como tantas otras veces, ninguna emoción. Estaba alerta, tranquilo, con la mente clara, y se sentía en perfecta armonía física y -estoy empleando su propio vocabulario- moral.
Cuando Madame Mouton abrió la puerta, Morvan pensó que si había demorado un rato en hacerlo era probablemente porque antes se había ido a echar una última mirada en el espejo. Aunque no era el que esperaba, pareció agradablemente sorprendida por el aspecto de su comisario. Tenía sin duda más de setenta años y si a pesar de todos sus esfuerzos no conseguía disimularlo ante los demás, por el modo en que se vestía y en que actuaba, daba la impresión de haber obtenido en ese sentido algún resultado consigo misma. Morvan pensó que debía haber sido hermosa en su juventud, pero que no eran los años sino los esfuerzos excesivos que hacía para seguir pareciéndolo los que la afeaban. Le hubiese parecido mejor con el cabello blanco, despintada y en pantuflas, leyendo cerca de la chimenea, que tan bien vestida, llena de joyas, el pelo teñido de un color rojizo y los labios y las mejillas reavivados, con discreción por supuesto, de lápiz labial y de colorete. Por el modo en que parpadeó al abrir la puerta, Morvan comprendió que habitualmente debía usar anteojos, pero que los había dejado a propósito en el interior para causar mejor impresión en su visitante. Morvan se plegó a esa atmósfera de simulación, y antes de entrar en el departamento propiamente dicho inspeccionó un buen rato la cerradura, que era de lo más común, y para tranquilizar a la dueña de casa, le mintió asegurándole que la encontraba apropiada, diciéndose al mismo tiempo en su fuero interno que ni una, ni tres, ni mil cerraduras serían suficientes para impedirle entrar al vendaval que esa presencia oscura acurrucada en el hombre o lo que fuese, al ponerse en movimiento, arrasadora, levantaba. En la sala había una chimenea donde ardía un fuego vivaz y, sobre una mesita baja, instalada entre tres sillones confortables de cuero, dos copas de champaña todavía sin usar y unos platitos cargados de ingredientes para el aperitivo. Para darle la certidumbre de que vendría al día siguiente, le dijo a Morvan Madame Mouton, al cruzarse con ella en el supermercado el día anterior, el comisario Lautret había comprado una botella de champaña para el aperitivo y se la había dado, diciéndole que la pusiera al fresco para celebrar el encuentro, verificar las medidas de seguridad, y al mismo tiempo despedir el año que terminaba. Morvan debe haber pensado, tal vez con ironía e incluso con saña que, para Madame Mouton, esa botella estaba destinada a despedir, no únicamente el año que llegaba a su fin, sino también el tiempo entero, el fluido sin substancia ni forma precisa, ni dirección definida que desgasta, sin compasión pero también sin crueldad, los seres y las cosas. Morvan le entregó el sombrero que tenía en la mano y después el sobretodo del que se extrajo laboriosamente. Madame Mouton los dejó sobre el sillón que seguiría desocupado durante la entrevista y lo invitó a sentarse en uno de los dos que quedaban libres. Apenas estuvo instalada frente a él, del otro lado de la mesita baja preparada para el aperitivo, la dueña de casa empezó a interrogar a Morvan sobre el crimen de la Folie Regnault, del que conocía los detalles por las informaciones de la radio y de la televisión, con un interés, o al menos así se le ocurrió a Morvan, excesivo por los aspectos macabros que parecían despertar en ella menos compasión que una especie de euforia inexplicable. Morvan se descubrió pensando con cierta severidad que para la anciana que tenía enfrente, y que no parecía todavía haberse resignado a ser una anciana, la ola como se dice de crímenes podía muy bien no ser más que un pretexto para vaciar en su departamento que ya no debían visitar muchos hombres vigorosos, una botella de champaña en compañía de algún oficial de policía treinta años más joven que ella. Como mientras la escuchaba, Morvan, pensando en la llegada posible de Lautret, miró su reloj pulsera para ver si ya eran las ocho, ella interpretó su gesto como una muestra de impaciencia y murmurando algunas formalidades, se levantó y dijo que iba a buscar el champaña y otras cositas a la cocina, desapareciendo por alguna puerta que quedaba detrás del sillón en el que Morvan estaba sentado.
Durante un momento, únicamente el fuego de la chimenea, incesante y vivaz, interrumpió el silencio total de la sala, con sus crepitaciones y su chisporroteo intermitente, hasta que Morvan dejó de escucharlo y, después de haber estado mirando fijamente las llamas, dejó deslizar su mirada atenta y tranquila por la habitación. Cuando llegó al sombrero y al sobretodo que yacían en el sillón de cuero, un detalle imprevisto le llamó la atención: Madame Mouton había plegado más bien hacia afuera el sobretodo, de manera que una buena parte del forro sedoso estaba a la vista, la parte donde se abría el bolsillo izquierdo, que Morvan, que ni siquiera fumaba, no usaba nunca por no decir, y casi ninguna exageración, que hasta desconocía su existencia. Del bolsillo emergía, ocupando todo el ancho de la abertura, el borde de un envase de plástico transparente, y tan delgado que apenas si era visible, pero el abultamiento leve del bolsillo permitía adivinar que era más delgado que lo que contenía, uno de esos sobres herméticos de plástico cerrados por una máquina que aplasta todo el perímetro de los bordes comprimiendo al máximo el ya había adivinado lo que contenía, o sea un par de guantes de látex plegados y achatados en el interior del sobre transparente, un par de esos guantes que por razones de higiene usan los empleados de las fiambrerías para manipular las tajadas de fiambre, despegándolas unas de otras sin deteriorarlas, como hubiese ocurrido con un cuchillo y un tenedor y despachárselas a los clientes. Examinándolos con curiosidad y extrañeza, comprendió de inmediato que el hombre, o lo que fuese, los utilizaba con la naturalidad exacta de un matarife para realizar con mayor eficacia su trabajo sin dejar huellas digitales. Con ellos podía manejar mejor el cuchillo y, después de dejar el cuchillo a un lado, abrir, separar, escarbar, desgarrar, arrancar, directamente con los dedos. Esas manos blancas de látex tenían algo en común con sus víctimas, porque a las dos el hombre o lo que fuese podía usarlas en su ritual despreciable hasta volverlas casi irreconocibles y después tirarlas. Morvan nunca había visto esos guantes en su vida, y dedujo que algún otro, alguien que estaba tendiéndole una trampa para abolir en él toda esperanza, los había puesto en su bolsillo. Se le ocurrió la idea increíble de que, al recibir el sobretodo de sus manos, Madame Mouton había deslizado, con rapidez y discreción, los guantes en el bolsillo, con un designio tan abominable que una confusión de asco y furor lo encegueció durante un momento. Pero casi de inmediato su mente se volvió clara y alerta otra vez, y como oyó la puerta de la cocina que se abría a sus espaldas, dejó caer el sobretodo en el sofá, y se guardó rápidamente los guantes en el bolsillo del saco.
Madame Mouton traía la botella de champaña y unos canapés triangulares de salmón ahumado cuidadosamente dispuestos sobre un platito. Morvan la estudió con disimulo sin extraer ninguna conclusión; su mirada rebotaba contra la cara al mismo tiempo común e impenetrable, y sin embargo las frases banales que la anciana profería le parecían tener todas más de un sentido, una intención implícita que, por mucho que se concentrara en ellas, no lograba develar. Se preguntó si, cada vez que el hombre o lo que fuese se había encontrado frente a frente con su víctima, el mismo doble malentendido se había instalado entre ellos, porque así como él no lograba interpretar las frases en apariencia banales de la anciana, le parecía que también ella cometía un error cuando juzgaba al hombre que tenía enfrente y de ese modo era como si hubiese más de dos personas en la pieza, las presencias palpables de carne y hueso, y la estilización insensata que cada uno hacía del otro. A decir verdad, cuando el cuchillo caía, ya hacía rato, probablemente desde el comienzo del mundo, que la aniquilación había tenido lugar. Morvan miraba a la mujer tratando de imaginarle una biografía: ahora estaba inclinada hacia la mesita baja, haciéndole lugar al plato que contenía los canapés triangulares de salmón y él, que se había quedado parado cuando ella entró desde la cocina, veía la cabeza frágil y expuesta, los hombros estrechos, la piel arrugada y llena de vetas marrones de la mano encogida que sostenía el plato, y los dedos finos y cargados de anillos que aferraban el cuello de la botella. El pelo rojizo, y ya un poco ralo, estaba dividido en dos masas simétricas por una raya tortuosa y blanca de cuero cabelludo. Después de dejar el plato sobre la mesita, Madame Mouton se incorporó tratando de reprimir un jadeo que traicionaba su edad, y le extendió la botella de champaña para que Morvan la abriese. Una ligera incomodidad flotaba en la habitación: brusca e inexplicablemente desconectada, la máquina de producir ensoñaciones que los dos llevaban adentro había dejado de funcionar, volviendo irreales por un momento, no el desfile de invenciones irrazonables que maquillaban lo exterior hasta darle la forma pueril del propio deseo, sino por paradójico que parezca la substancia rugosa del presente en la que estaban incrustados, formando indisolublemente parte de ella, igual que las vetas en la piedra o los nudos en la madera. Ella pareció de pronto exhausta, transformándose en la viejecita que se resistía a ser, y los años muertos, que había estado tratando de ignorar, vertiginosos, se acumularon de golpe en su mirada. Morvan observó el cambio, pensando que tal vez ya era demasiado tarde para ella y, simulando no haber percibido nada, empezó a abrir la botella.
Cuando las copas estuvieron llenas, brindaron de pie, y después de tomar el primer sorbo, volvieron a instalarse en los sillones de cuero. Debido quizás a los primeros sorbos de champaña, la conversación se animó un poco, y antes de que se dieran cuenta, ya se habían tomado media botella. La simulación mutua del principio y el malestar que siguió más tarde, cuando ella había vuelto de la cocina con la botella de champaña, se disiparon gradualmente y, un clima de confianza e incluso de confidencia se instaló entre ellos. Morvan comprendió que la anciana estaba realmente preocupada con todos esos crímenes que habían sido cometidos en el barrio, y se dijo que no debía ser fácil para ella debatirse en ese inmensa ciudad gris en la que cada uno tenía que sobrevivir por sus propios medios, y en la que, a causa del aislamiento forzado en que sumía a sus habitantes, y que se había vuelto una especie de norma, la noción misma de sociedad, banalizada por el uso, parecía haber perdido todo sentido. Sentía también que Madame Mouton había depuesto su actitud seductora, grotesca en una mujer de su edad, y que se había resignado a aceptar los años que la agobiaban, admitiendo el carácter estrictamente profesional de su visita. Para probarle que él se ocuparía en forma personal de su seguridad, Morvan metió la mano en el bolsillo interior del saco y, abriendo su billetera, sacó una tarjeta de visita en la que figuraban no sólo los teléfonos del despacho especial, sino también el número de su casa. Pero cuando levantó la cabeza disponiéndose a extenderle la tarjeta, notó que Madame Mouton se había quedado inmóvil, pensativa, con los ojos entrecerrados y la nuca apoyada en el respaldar de cuero del sillón. Durante unos segundos, Morvan se quedó también inmóvil, con el brazo a medio extender, el rectángulo blanco de la tarjeta aferrado por el pulgar y el índice, oyendo en una curiosa lejanía la crepitación del fuego y la respiración regular de la anciana, y después, con la misma concentración lenta y laboriosa, semejante a la de un borracho, con la que la había sacado, volvió a colocar la tarjeta en uno de los compartimentos de la billetera. Ya se disponía a plegar otra vez la billetera y a metérsela en el bolsillo, cuando un detalle en uno de los billetes que sobresalía le llamó la atención: un segmento de una de esas abominables guirnaldas ovales que adornaban los billetes de sus sueños era visible cerca del ángulo superior del billete real. El hecho le parecía imposible, en contradicción violenta con toda lógica y enemigo también de toda esperanza, y para que los últimos vestigios de pensamiento claro no lo abandonaran, juntó fuerza y coraje y sacando los billetes los desplegó en la palma de la mano, para comprobar que las efigies de Escila, Caribdis, Gorgona, Quimera, estaban impresas en ellos y, amenazadoras y distantes a la vez, parecían aceptar desdeñosas el homenaje pueril de las guirnaldas grises con que las decoraba la devoción tosca de sus adoradores. La perplejidad llegó primero que el espanto, y antes de que una muchedumbre de presentimientos oscuros se confirmaran y la certeza de su perdición se hiciese enteramente presente, se encontró vagando por la penumbra crepuscular, acerada por la reverberación de la nieve, de la ciudad levemente transformada por la alquimia ruinosa de su sueño. Los templos achatados en los que había que entrar casi en cuatro patas revelaban la esencia verdadera de sus dioses, y los monumentos públicos, borroneados por la indecisión de sus ideales o por la erosión, erigían formas confusas, efigies ecuestres o centauros, pulpos gigantes o esfinges, ángeles o águilas carniceras, héroes o mamuts. Las caras alargadas de los habitantes, grises y poco diferenciadas unas de otras, volvían remota la posibilidad de encontrar una que despertase simpatía, compasión, amistad o incluso odio, o que simplemente llamase la atención. En esa penumbra amarga en la que pasaban las horas, los días, las semanas, todo parecía igualado, monótono, resignado, y sobre todo inútil. Por primera vez desde que tenía ese sueño, Morvan comprendió que esa ciudad se erigía en lo más hondo de sí mismo, y que desde el primer instante en que había aparecido en el aire de este mundo, nunca había transpuesto sus murallas para salir a un improbable exterior.
De tanto recorrer la ciudad apesadumbrado y perplejo, Morvan empezaba a sentirse más y más sofocado, hasta despertarse, sudoroso, pero calmo -su sueño, a pesar de los detalles sombríos y deprimentes, no era una verdadera pesadilla. En sus primeras impresiones de la vigilia predominaba la extrañeza, no la angustia. Después, el día entero seguía impregnado de los estados de ánimo del sueño, que iban disipándose poco a poco. Esa noche, la misma sensación de calor sofocante y unos golpes lejanos lo devolvieron a la vigilia. Cuando abrió los ojos, un vapor blanquecino flotaba en un cuarto de baño iluminado. Un chorro de agua caliente salía de la canilla de la bañadera y Morvan, arrodillándose, comprobó que el agua, a medida que iba saliendo de la canilla, desaparecía por el desaguadero. Se incorporó en dos tiempos, apoyándose de rodillas primero en el borde de la bañadera y poniéndose después de pie. Estaba completamente desnudo y cubierto de sangre. El vapor del agua caliente empapaba la superficie del espejo y Morvan, vacilando un poco, mientras trataba de mantener el equilibrio, fue viendo despuntar en su interior, una idea absurda y terrible a la vez, pero tan perentoria y creciente que, a pesar de la angustia por primera vez intensa que lo embargaba, ya no tenía la menor duda de que iba a ponerla en práctica: le parecía que si limpiaba el vapor que lo cubría, el espejo le mostraría la imagen del hombre o lo que fuese que venía buscando desde hacía nueve meses. Pero cuando con movimientos inhábiles y lentos cerró la canilla y limpió el espejo con la palma de la mano, a pesar de que el espejo reflejaba su propia imagen, no la reconoció como suya. Él sabía que él era él, Morvan, y sabía que estaba mirando la imagen de un hombre en el espejo, pero esa imagen era la de un desconocido con el que se encontraba por primera vez en su vida. Entre lo interno y lo exterior, los puentes laboriosamente tendidos día tras día, desde el alba vacilante y lívida hasta el centro mismo de la noche, estaban derrumbados. Voces precipitadas y familiares que resonaban en alguna parte de la casa lo sacaron de su estupor, y cuando se dio vuelta decidido a encararlas y vio reflejado el movimiento que hacía para dirigirse a la puerta, la imagen del hombre desnudo que miraba desde el espejo su propio movimiento le resultó otra vez familiar, y la fusión aparente del ser y de su imagen inalcanzable se encontró una vez más restituida.
Lo que sigue apareció en todos los diarios, fue difundido por todas las radios, comentado en la televisión, desmenuzado en dos o tres éxitos de librería precipitados, archivado en un legajo voluminoso de la Brigada Criminal. Lautret, Combes y Juin, seguidos de varios agentes armados, entraron en el departamento de Madame Mouton en el mismo momento en que Morvan, viniendo desde el cuarto de baño, desnudo y cubierto de sangre, penetraba en la sala. Los pies desnudos de Morvan tropezaron con un objeto que por la fuerza del golpe rodó un trecho sobre la alfombra y se detuvo junto a los zapatos humedecidos de nieve de los policías: la cabeza de Madame Mouton. El cuerpo yacía, desnudo y mutilado, en el mismo sillón de cuero en el que Morvan la había visto por última vez, inmóvil y pensativa. Un desorden sangriento reinaba como se dice en la habitación. También la botella de champaña había rodado por el suelo, y los ingredientes para el aperitivo, deshechos y pisoteados, estaban dispersos como si alguien, de un modo deliberado, los hubiese tirado al voleo por la habitación. Los guantes de látex blanco y un enorme cuchillo de cocina descansaban ensangrentados en la mesita baja, junto a la copa intacta de Madame Mouton, llena todavía hasta la mitad de champaña tibio. En la chimenea no quedaba más que un montoncito de brasas cubiertas por una capa de ceniza blanca. Morvan comprendió que para el universo entero la caza había llegado a su fin, porque era demasiado buen policía como para ignorar que resultaría imposible probarle a las redes férreas de lo exterior que quizás estaban equivocándose de presa. Incluso para él mismo, su posible inocencia era tan incomunicable y remota como un recuerdo o como un sueño. Fragmentos vastos de su vida se le escapaban, y la verdad íntima de su propio ser era para él más inasible y oscura que el reverso negro de las estrellas. La certidumbre intensa de esa imposibilidad aventó los últimos vestigios de esperanza. Dos o tres policías habían querido arrojársele encima, pero Lautret los obligó a detenerse con un ademán perentorio. Quedaron todos inmóviles en la habitación, como muñecos que, a causa de la ausencia definitiva del artesano que los construyó y los dotó de movimiento, permanecían rígidos y estáticos en acciones interrumpidas a mitad de camino, simulacros huecos de cartón pintado, el grupo de policías con ropa gruesa de invierno todavía espolvoreada de nieve, amontonados detrás de la reproducción en tamaño natural del comisario Lautret, enfrente, con un brazo extendido hacia ellos, el hombre o lo que fuese desnudo y ensangrentado, y en el fondo, repantigado sobre el sillón de cuero, el maniquí hecho trizas y sin cabeza del que, por unos tajos exageradamente abiertos, se entreveían, rojos, verdosos y azulados, los falsos órganos de plástico, muñecos más exteriores, casuales y carentes de vida que el elemento negro y gélido de cuyo seno, inesperados, emergieron, y que, tarde o temprano, porque sí, los reabsorberá. Fue Morvan el que hizo el primer movimiento: alzando la cabeza, buscó los ojos de Lautret para tratar de descubrir en ellos el triunfo, pero, decepcionado y confuso, únicamente atisbo la compasión.
En veinticuatro horas, la célula de crisis presidida por el prefecto, pero dirigida en realidad por Lautret, y compuesta de magistrados, de médicos forenses, de policías y de psiquiatras, armó el rompecabezas y preparó un primer comunicado de prensa. En las semanas que siguieron, cada uno de los detalles fue desmenuzado: desde hacía un par de meses, un informe confidencial sobre Morvan circulaba entre los altos jefes de la policía. Por supuesto que a nadie se le ocurrió que podía ser el autor de la interminable serie de crímenes, pero existían serias sospechas sobre su salud mental. Su existencia solitaria y su temperamento taciturno se habían acentuado después de su separación, y sobre todo después del suicidio de su padre, y era evidente que sus tendencias depresivas se habían agravado en los últimos meses. Además, y eso era lo más preocupante, varios policías lo habían cruzado durante sus vagabundeos nocturnos, y habían notado su aire ausente, semejante al de un sonámbulo, hasta tal punto que había pasado junto a ellos sin reconocerlos. Dos o tres madrugadas había entrado al despacho especial sin mirar a nadie, como si caminase dormido, y había ido a encerrarse en su habitación hasta la mañana siguiente. En realidad, la carta del ministerio trataba en forma velada de Morvan y como Lautret, que lo defendía ante sus jefes, se había dado cuenta de lo que se preparaba, la había roto con ostentación ante sus colegas para mostrar públicamente, pero no de modo explícito, su lealtad para su amigo. Lautret estaba por otra parte convencido de que Morvan -tanto confiaba en su perspicacia- sospechaba lo que se estaba tramando contra él.
La noche del asesinato de Madame Mouton, Lautret, que se había olvidado de la cita, volvió al despacho especial a eso de las diez y media y se enteró por el agente de servicio del llamado de la anciana. Decidió llamarla para disculparse y, como no contestaba, se empezó a preocupar, de modo que reunió a sus hombres y fueron a toda velocidad a la rue Saint-Maur. Como nadie salía a abrirles, forzaron la puerta. Así fue como sorprendieron a Morvan saliendo del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, junto al cadáver mutilado de Madame Mouton. Había impresiones digitales de Morvan por toda la casa, incluso en la copa de Madame Mouton, y descubrieron que, para operar con mayor comodidad, le había puesto un somnífero en el champaña. Habían encontrado en la copa de Madame Mouton, pero en el resto que había quedado en la botella volcada no había rastros del somnífero. El cuchillo venía de la cocina. Como no había habido ni violación ni rastros de eyaculación sobre el cuerpo de la víctima, como en todos los otros casos, y como por primera vez se había utilizado un somnífero para adormecerla, Lautret sostuvo en las primeras horas de la investigación que quizás Morvan había cometido ese único crimen en un rapto de demencia, pero Combes y Juin, que mandó a registrar el departamento de Morvan, volvieron con un manojo de veintiocho llaves -todas correspondían a las cerraduras de los departamentos donde habían sido cometidos los crímenes- y un paquete de cien pares de guantes de látex, del que faltaban exactamente veintinueve. Para la policía y la justicia, el caso estaba cerrado. Cuando llegó el momento de enfrentar a la opinión pública, Lautret pidió que lo relevaran, pero su pedido fue rechazado, de modo que durante una semana apareció en todos los noticieros de la televisión y de la radio, explicándole al público los pormenores del caso. Apenas se liberaba, iba a encerrarse en el departamento de Caroline.
Menos gloriosa, la fama de Morvan superó la del comisario. Su fotografía borrosa adornó, a varias columnas, la primera plana de los diarios. A un periodista se le ocurrió llamarlo El monstruo de la Bastilla, y casi de inmediato todos los otros adoptaron el sobrenombre, llenando páginas y páginas sobre Morvan, del que en realidad no sabían casi nada, convirtiéndolo, por lo menos durante un mes, en uno de los personajes más célebres del país, por no decir del continente, y si queremos aproximarnos a la verdad, del mundo entero. La prensa sensacionalista lo acusó de canibalismo y llegó a atribuirle, por medio de especulaciones tortuosas, varios crímenes que habían quedado sin resolver. No hubo manifestaciones para lincharlo, porque allá no se estila, pero, entre cuatro paredes, en la soledad de sus juegos de dormitorio comprados a crédito y de sus recuerdos de vacaciones traídos de las Baleares, de Turquía o de la Costa Azul, cada uno de los telespectadores y de los lectores de revistas que cuentan la vida privada de los políticos, de los jugadores de fútbol, de las putas de lujo y de la familia real inglesa, en el tumulto de sus emociones toscas y fugaces como fuegos fatuos, ya había puesto su cabeza en el cepo y había dejado caer mil veces la hoja de la guillotina. Pero la infamia en letras de molde, si es por supuesto intolerable, tiene como característica principal la inestabilidad, fruto de una ausencia de deseo propio, lo que le da a sus víctimas la promesa de un olvido pronto y seguro. A Morvan ese renombre espectacular ni siquiera lo rozaba, porque a partir del momento en el que salió desnudo y ensangrentado del cuarto de baño cayó en un ensimismamiento profundo. Cuando el comisario Lautret se le acercó y lo incitó con suavidad a vestirse y a acompañarlo al despacho especial, Morvan sacudió varias veces la cabeza y emitió una risita sarcástica, que Lautret le conocía, y que en general expresaba en él una sensación de evidencia ante un razonamiento o un hecho curioso pero incontrovertible. Aunque Lautret y los demás policías, que lo contemplaban estupefactos, lo ignoraban, el hecho ineluctable sobre el que Morvan reflexionaba cuando empezó a vestirse, era la convicción que tenía de que si bien le resultaría imposible demostrar su inocencia en el mundo exterior, le sería todavía mucho más difícil probársela a sí mismo, y aunque no le quedara en la memoria ningún residuo empírico de sus actos, nunca podría estar seguro de no haberlos cometido, así como inversamente de muchos otros de los que tenía recuerdos en apariencia verídicos, una vez que se habían diluido en el mar del acontecer, nadie, y mucho menos él, podría estar seguro de que habían efectivamente sucedido. Ahora que todo parecía indicar que era él el que había cometido esa serie de crímenes atroces, la sensación angustiosa de proximidad de esa sombra destructora había desaparecido y, en vez de agobiarlo, la abolición de toda esperanza, contradictoria y benévola, lo aliviaba. Cuando terminó de vestirse, acompañado de Lautret y de un par de agentes -los otros se quedaron a repertoriar meros hechos y pruebas- se dejó conducir, dócil, al despacho especial, con los ojos fijos en la nieve de medianoche cuyos copos venían a estrellarse contra el parabrisas del auto.
A partir de ese momento, y durante semanas, dejó de hablar, por haber comprendido que, en la red material en la que había caído, ya no servían las palabras. A los interrogatorios interminables respondía a veces con un movimiento de cabeza, o con alguna expresión excesiva y lenta, como por ejemplo abriendo desmesuradamente los ojos y la boca, y sin que ese movimiento de cabeza o esa expresión tuviesen ninguna relación con la pregunta; a veces, a una misma pregunta respondía con un movimiento de cabeza que empezaba siendo afirmativo y terminaba por una negación, e incluso con un movimiento que era al mismo tiempo afirmativo y negativo, y que a causa de ese sentido combinado terminaba volviéndose vagamente circular. De vez en cuando, la risita sarcástica y pensativa reaparecía, lo cual, en vez de hacer progresar los interrogatorios, los empantanaba, porque esa convicción secreta y satisfecha que la risita parecía revelar, era como una pared lisa de acero que se interponía entre él y el universo, de modo que al cabo de unos días los policías y los magistrados, exhaustos y obedeciendo a la presión insistente del comisario Lautret, lo abandonaron a los psiquiatras.
Por deformación profesional, los policías tienden tal vez a creer demasiado en la simulación, y los psiquiatras demasiado en la demencia. Una tercera explicación, como todo lo que no tiene nombre, les parece inaceptable. De modo que al poco tiempo se estableció con certeza que El monstruo de la Bastilla como lo llamaban era como se dice un esquizofrénico. Con la ayuda de Caroline e incluso de Lautret, puesto que al propio Morvan, que sin embargo se prestaba con docilidad a todas clases de test escritos, no lograron sacarle una palabra, los psiquiatras pudieron reconstituir su historia clínica y explicar las razones de su comportamiento. Caroline contó en detalle la vida en común que habían llevado durante años. Según ella, Morvan era un hombre generoso y solícito, pero taciturno y distante. Ese tipo de ataque sonambúlico lo había tenido en forma espaciada en los últimos años y, poco antes de la separación los trances se habían vuelto más frecuentes. Pero como en general le daban durante el sueño, ella había pensado que se trataba de sonambulismo ordinario. Una sola vez lo había visto levantarse, vestirse, y salir a la calle en ese estado. Como había oído decir que para un sonámbulo puede resultar peligroso ser despertado brutalmente, lo había seguido por la calle durante una buena media hora. Morvan caminaba un poco más rígido que de costumbre, pero se comportaba como una persona normal. Después había vuelto a la casa, había abierto la puerta cerrada con llave, se había desvestido, y se había vuelto a meter en la cama. Según Caroline, al día siguiente no se acordaba de nada, pero le había contado un sueño extraño, hablándole de un paseo por una ciudad desconocida y al mismo tiempo familiar. Los psiquiatras le dijeron que, en ciertos tipos de esquizofrenia, se produce un desdoblamiento total de la personalidad, y los actos que el sujeto realiza durante el período de desdoblamiento no llegan nunca a su conciencia, enteramente ocupada por una ensoñación delirante que oculta las representaciones de origen empírico. Según los psiquiatras, era muy posible que, debido a una fuerte presión de sus sentimientos de culpabilidad, desde el momento mismo en que el impulso de matar le venía, la ensoñación delirante, semejante a la falta de conciencia de un sonámbulo que mientras duerme actúa simultáneamente y sin cometer errores en el campo empírico, se instalaba en su conciencia por el tiempo que duraban sus actos, de modo que ni antes, ni durante, ni después Morvan estaba al tanto de los crímenes que cometía. Gracias a su historia familiar, a los psiquiatras les fue relativamente fácil explicar la causa de esos crímenes. Abandonado por su madre después del parto, Morvan fue una criatura más bien triste, y por grande que fuese, el apoyo afectivo de su padre no resultó suficiente para consolidar su equilibrio: adquirió una personalidad ligeramente disociada, con un gran sentido de la responsabilidad, debido tal vez a un complejo de culpa por la desaparición de la madre que, según la primera versión del padre, que Morvan escuchaba con frecuencia durante la infancia, había muerto durante el parto, es decir a causa de su nacimiento. Morvan debía haber desconfiado instintivamente de la versión del padre, y su inclinación a resolver enigmas criminales podía provenir de la certeza inconsciente de que había elementos misteriosos en su propia infancia. Como prueba de su personalidad disociada, los psiquiatras dieron la confidencia de Caroline, según la cual la vida sexual de Morvan era más bien pobre y convencional. A medida que pasaban los años, las investigaciones criminales fueron ocupando exclusivamente su interés, y como no ignoraba sus propias carencias, él mismo había decidido separarse para devolverle la libertad a Caroline.
Esa separación desencadenó, según los psiquiatras, la catástrofe. Al enterarse, el padre de Morvan, que había guardado el secreto durante más de cuarenta años, pensó que era el peso de ese secreto lo que estaba destruyendo la vida de su hijo, respecto del cual se había sentido una carga, no sólo en los últimos años, sino desde siempre, por no haber sido capaz de retener a su mujer. También él se sentía culpable, y la historia se repetía, de modo que decidió, antes de suicidarse, decirle la verdad. De vuelta del asilo, Morvan le había contado la historia a Caroline diciéndole que, después de los cuarenta años transcurridos, la actitud de su madre le resultaba indiferente. Según los psiquiatras, esa indiferencia aparente era un modo de luchar contra los instintos agresivos que siempre habían estado latentes en él, como lo probaban su conducta sexual y su separación, pero que ahora empezaban a reactivarse. El suicidio del padre desencadenó su odio hacia todo lo femenino.
Veintinueve ancianas inocentes, según el término empleado por los psiquiatras, quienes, una vez que han probado su capacidad de emplear el vocabulario de la profesión, al que ellos llaman científico, se autorizan siempre algunas licencias oratorias, veintinueve ancianas inocentes fueron sus víctimas sustitutivas. En cada una de ellas, Morvan veía a la madre que lo había abandonado. Con mucha perspicacia, los psiquiatras hicieron notar en su informe que todas las viejecitas tenían alrededor de setenta y cinco años, que hubiese sido la edad aproximada de la madre de Morvan si todavía viviese. Un ceremonial riguroso y desde luego simbólico presidía como se dice los asesinatos. Morvan debía presentarse a las viejecitas creyendo sinceramente que, en tanto que jefe del despacho especial, su única preocupación era protegerlas. Una etapa de seducción mutua se establecía, según los psiquiatras, entre él y las viejecitas. Siempre según los psiquiatras, había un aspecto erótico evidente en esas relaciones, aunque ni Morvan ni las viejecitas se diesen la mayor parte del tiempo realmente cuenta. Morvan las convencía de mantener en secreto sus relaciones para no alertar al asesino, dándoles la ilusión de colaborar con la investigación policial. Y si las viejecitas caían con tanta facilidad en la trampa, era gracias a la autoridad oficial de Morvan, que las hacía sentirse protegidas, y al hecho de que se trataba de un hombre en la plenitud de su vigor físico, lo que despertaba en ellas, a través de esa intimidad protectora, sensaciones olvidadas desde hacía mucho tiempo. En algunos casos, habían incluso cedido voluntariamente, en un brusco rejuvenecimiento, al comercio sexual, antes de que la ceremonia propiamente dicha, y de la que se sentían al abrigo por estar justamente en compañía de Morvan, tuviese lugar. Esa ceremonia en apariencia tan cruel tenía su lógica, según los psiquiatras, y vista con los ojos de la ciencia, según ellos, presentaba mucho más sentido de lo que parecía: ellos interpretan todo en su informe como resultado de una relación amor-odio con la imagen de la madre. Las torturas por ejemplo no eran practicadas por puro sadismo, sino con el fin de verificar si ese cuerpo exterior al suyo, del cual él había sido expulsado, era sensible al dolor igual que su propio cuerpo, y las diferentes mutilaciones, decapitación, descuartizamiento, aberturas toráxicas o abdominales, así como también la costumbre de hurgar, separar las vísceras, los ojos, la lengua, las orejas, etc., un intento por desentrañar -ignoro si la palabra fue elegida a propósito por los que redactaron el informe- el supuesto misterio del cuerpo materno, y también quizás las razones por las que ese cuerpo, desaparecido sin dejar rastro en el instante mismo en que él había entrado en la luz de este mundo, según los psiquiatras, se había dejado fecundar para engendrarlo, alimentarlo, mantenerlo tibio y protegido durante nueve meses, y después dejarlo caer, inacabado y sangriento, abandonándolo definitivamente. Las violaciones pre y post mortem eran también, según los psiquiatras, un síntoma de ambivalencia, que demostraba el deseo sexual hacia su madre, y en una nota al pie de página, en un tono extracientífico, de tipo aforístico-filosófico más bien, el informe hacía notar que ese amor instintivo y demencial por la madre que lo había abandonado, de igual modo que la confianza y la atracción erótica de las viejecitas por su verdugo demostrarían que, más allá de lo que decía Oscar Wilde, que el informe cita con nombre y apellido, los seres humanos no solamente destruyen lo que aman, sino que sobre todo aman lo que los destruye. De no haberlo sorprendido el comisario Lautret y los otros policías del despacho especial, Morvan hubiese podido proseguir al infinito su serie de crímenes, con la misma regularidad e incluso de un modo más acelerado, hasta varias veces por día, según la urgencia de sus pulsiones, y los psiquiatras en el informe comparaban la demencia de Morvan a un artefacto mecánico construido para efectuar un solo movimiento y condenado a repetirlo una y otra vez hasta que el desgaste del material y la avería definitiva del mecanismo se lo impidiese, sin la más remota posibilidad de salirse de ese esquema. Puesto que no había conciencia del acto, no podía haber ni modificación ni abandono ni arrepentimiento. Mientras su brazo tuviese la fuerza de elevarse y caer blandiendo el cuchillo, según los psiquiatras, lo haría indefinidamente en presencia de una viejecita, sin vacilación y sin remordimientos. Por eso, aunque dictaminaron en forma unánime la irresponsabilidad penal, recomendaron con vehemencia a la justicia la internación de Morvan en un manicomio, en una celda individual pero, y a pesar de su mansedumbre aparente, en el pabellón de locos furiosos. Los psiquiatras parecían considerar a Morvan como uno de esos objetos a los que, por ignorar su contenido, su mecanismo y su uso, se considera peligrosos, y por las dudas, se prefiere mantener aislados.
Ese aislamiento no parecía perturbar demasiado a Morvan. Al cabo de unos meses, empezó a hablar otra vez. Es verdad que no decía gran cosa pero, por lo menos, cuando se le formulaba una pregunta, contestaba de un modo preciso, en lo posible con algún monosílabo, y si necesitaba algo, lo pedía de manera directa, amable y natural. Desde un punto de vista físico, el encierro también parecía haberle hecho bien: comía con buen apetito, y aunque se negaba a recibir visitas, aceptaba de buena gana los paquetes de ropa y alimentos que Caroline le mandaba regularmente. Parecía más impasible que sereno y muy cuidadoso de su aseo y de su aspecto personal, de modo que entre los locos del manicomio, siempre llamaba la atención a los visitantes, porque estaba limpio, bien afeitado, y vestido de manera impecable, hasta tal punto que muchos de esos visitantes lo tomaban por algún miembro del personal, y a veces llegaban hasta pedirle algún informe que Morvan; de un modo cortés y expeditivo, les suministraba sin equivocarse. Aunque parezca increíble el estado, gracias a la intervención de algunos colegas, le otorgó una pensión por invalidez, de modo que hasta tenía una cuenta en el banco que, como no gastaba en casi nada, le daba muy buenos intereses. Todos los días, acompañado de dos enfermeros, dos hombres de aspecto ni más ni menos vigoroso que él, salía a correr varios kilómetros por el campo de deportes del establecimiento. Cuando iba al dispensario a pasar los exámenes clínicos de rutina, el médico de guardia, mientras lo auscultaba o le tomaba la presión, sacudía la cabeza riéndose, y diciendo que, con la salud que parecía tener, Morvan enterraría probablemente a todos sus conocidos. Irguiendo el torso desnudo y musculoso que el médico recorría apoyando la oreja contra la piel o dándole aquí y allá un golpecito con los nudillos, Morvan dejaba transparentar, sin que el médico que lo creía casi catatónico lo advirtiera, en los ojos más que en los labios, una sonrisa levísima, que revelaba un orgullo enigmático.
Un día llamó por teléfono a Caroline y le pidió que le mandara su viejo libro ilustrado de mitología, que conservaba desde la infancia, y que su padre le había traído a la casa de la abuela, de vuelta de uno de sus viajes, y también la copia de todos los documentos relativos a los veintisiete primeros crímenes, que había tomado la precaución de guardar en su casa, y que fuera a pedirle a Combes, no a Lautret, una fotocopia de los dos últimos. Caroline le trajo personalmente el paquete, pero Morvan se negó a recibirla, limitándose a hacerle entregar por uno de los guardias una esquela amable aunque impersonal. Cuando tuvo el paquete, bastante voluminoso, en sus manos, lo miró con satisfacción pero, sin abrirlo, lo dejó descansar varios días sobre la mesa. Por fin una noche desató con paciencia y habilidad el triple o cuádruple nudo bien apretado y sin siquiera echarle una mirada a los legajos policiales, sacó con placer evidente el libro de mitología, ajado en el lomo y con las hojas que ya estaban un poco amarillentas y carcomidas en los bordes. Sentándose en la cama lo empezó a hojear, sin leer el texto impreso en letras grandes, destinadas a un lector infantil, pero deteniéndose con profundo interés en las viejas estampas de colores que representaban la caída de Troya, Oreste de regreso a su casa, Tántalo sirviéndole a los dioses sus propios hijos como alimento, Ulises atado al mástil de su embarcación con los oídos tapados para no escuchar, por miedo de sucumbir a su fascinación, el canto de las sirenas, y también Escila y Caribdis, Gorgona, Quimera, y sobre todo el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna, violando eternamente en Creta, bajo un plátano, después de haberla raptado en una playa de Tiro o de Sidón, a la ninfa aterrada. La pila de documentos policiales parecía olvidada sobre la mesa. Alzando fugazmente la cabeza, Morvan le echó una mirada como para asegurarse de que seguía ahí pero, desinteresándose de inmediato, volvió a absorberse en la contemplación de las estampas de colores. De todos modos ya sabía que el tiempo adverso, a partir de esa noche tranquila empezaba a estar por fin de su lado.
A pesar de que ha estado escuchándolo con atención profunda, cuando Pichón deja de hablar y clava en él una mirada satisfecha y expectante, Tomatis se remueve un poco en su silla de hierro blanco y, evitando la mirada de Pichón, deja errar la suya durante unos segundos y después, al mismo tiempo que sus ojos se quedan tranquilos, su cuerpo entero se inmoviliza cuando su espalda, en la que la tela de la camisa azul empapada en sudor se pega a la piel, se apoya contra el respaldo de la silla. Una expresión casi cómica a fuerza de connotar desconfianza y esfuerzo mental aparece en su cara, y Soldi, equidistante de los dos, observa que cuando los ojos de Pichón advierten la expresión de Tomatis, se iluminan, discretos, con un brillo malicioso.