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– Es posible.
El brillo malicioso en los ojos de Pichón -al advertirlo Tomatis sonríe a su vez, lo mismo que Soldi, como tres lucecitas que se hubiesen encendido en la noche, a la distancia, pero no simultáneas y fuertes, sino en forma discreta y sucesiva- desciende hasta sus labios que, apenas entreabiertos, ondulan levemente.
– Es posible -dice Tomatis por tercera vez-. ¿Pero por qué volver todo tan complicado? En física o en matemáticas, la solución más simple es siempre la mejor y encima, como dicen ellos, y si vieran cómo se visten, la más elegante.
Conciente de haber captado la atención de su auditorio, Tomatis deja de hablar y se dedica, sin ningún apuro, a encender su cigarro. Pichón, que lo ha visto fumarlos desde la adolescencia, sabe que la tarea le lleva siempre mucho tiempo, pero que esta vez la demorará todavía más que de costumbre. Por otra parte, ese cigarro que Tomatis ha sacado del estuche, es un dominicano, de la marca Romeo y Julieta, de grosor medio, a sesenta y ocho dólares la caja de veinticinco, y si Pichón está tan al tanto es porque es él mismo el que la ha comprado en el free shop del aeropuerto de París, unos minutos antes de embarcarse en el avión. Casi en el instante preciso en que el viaje fue decidido, la imagen de sí mismo comprando la caja de cigarros para Tomatis, y la imagen de Tomatis recibiéndola de sus manos han sido una especie de recuerdo anticipado y placentero, una experiencia vivida con intensidad antes de que las garras mortales de lo que efectivamente ocurre la atrapen, la banalicen y la arrojen después, sin culpa ni saña, al basural del olvido. Tomatis hurga en el bolsillo del pantalón en busca de una caja de fósforos de madera, y cuando por fin la encuentra, la saca con lentitud ceremoniosa y la deja sobre la mesa. Ya que está, y para estirar un poco más la expectativa, eleva el cigarro hasta la oreja derecha y lo oprime varias veces con la yema de los dedos para verificar si conserva la humedad requerida, operación completamente superflua puesto que Pichón le ha oído siempre repetir, hasta la náusea podría decirse, que los cigarros que se compran en los aeropuertos, por estar mal conservados, son casi sin excepción demasiado secos, y después, abriendo la caja de fósforos, saca uno y, con el extremo opuesto a la cabecita roja inflamable, perfora la punta comba del cigarro que se lleva inmediatamente a la boca y, sin soltarlo, se pone a chupar y a hacer girar entre sus labios para humedecerlo como se debe. Pichón observa que aunque las yemas y la palma de la mano de Tomatis son un poco más claras, el dorso de sus dedos y la piel del cuello y de la cara tienen casi el mismo color que el cigarro. Tomatis deja por fin de chupetearlo, examina con atención exagerada la punta humedecida, y parece decidido a encenderlo, aunque con tanta lentitud que el fósforo que le ha servido para perforarlo y que conserva todavía en la mano izquierda, y la caja que, después de volver a ponerse el cigarro entre los labios, ha recogido de la mesa con la derecha, van al encuentro uno de la otra por el aire con impulsos zigzagueantes y discontinuos, tan poco funcionales en su desplazamiento que evocan alguna anomalía de coordinación, captando a tal punto la atención de Soldi y de Pichón que, habiéndose olvidado hasta de la finalidad de esa demora, siguen impacientes y concentrados el laberinto imaginario que trazan en el aire esos movimientos. Y sin embargo, cuando el fósforo encuentra por fin la arenilla marrón de la caja, una sola fricción enérgica basta para que de la cabecita roja brote la llama, y ahuecando la palma de la mano para protegerla, Tomatis la aplica concienzudo a la punta del cigarro, sin dejar de aspirar hasta haber encendido toda la superficie circular. Tomatis se saca el cigarro de la boca, examina la punta encendida, y recién después de haber verificado el resultado de la operación, encontrándolo satisfactorio, deja caer al suelo, sin siquiera sacudirlo para que se apague, el cabito de fósforo que sigue todavía ardiendo cuando desaparece debajo de la mesa. Varias chupadas profundas, con los párpados entornados a causa de la mirada que vigila la punta encendida, van devolviendo al aire de la noche chorros espesos de humo que salen rectos y densos de entre los labios y se vuelven tenues y arborescentes cuando empiezan a disiparse. Aunque ha realizado todos sus movimientos morosos con expresión seria, casi solemne, cuando los da por terminados, desde antes incluso de desentornar los párpados para cruzar la mirada de sus dos interlocutores, Tomatis lanza una carcajada rápida, una especie de risa privada con la que se burla de su propia morosidad, revelando al mismo tiempo su carácter puramente teatral.
– El otro -dice, recuperando su seriedad, sacándose el cigarro de la boca y apuntando al pecho de Pichón con la brasa circular-; el viejo amigo. Y únicamente por placer, porque le gustaba vejarlas, violarlas, torturarlas y matarlas a las viejecitas. Por puro placer. Les gustaba hacerles creer que había venido a protegerlas, sacando un goce suplementario del terror, cuando ellas se daban cuenta de la trampa en la que habían caído. De todos modos, gracias a que todo el mundo lo conocía porque aparecía siempre por televisión, era el único que tenía la posibilidad de seguir haciéndolo. Cuando ellas lo reconocían, le creían inmediatamente y le abrían sin la menor sospecha la puerta de sus departamentos. Seguro que lo excitaba estimular en ellas la ilusión, reavivar las últimas chispas débiles de esperanza, y después, de un gesto inopinado y brutal, aniquilarlas. Y todo esto sin ningún desdoblamiento ni nada parecido: perfectamente lúcido y satisfecho, reivindicando orgulloso para su persona, por la sola legitimidad de sus pulsiones, el derecho de engañar, de violar, de atormentar, de dar muerte. Contaba con dos cartas altas para poder hacerlo, la vocación y la facilidad, y a medida que se acumulaban los cadáveres, con una tercera, la voluptuosidad del riesgo.
El círculo, sin embargo, se iba estrechando. Le gustaba hacer equilibrio en el alambre tenso, pero no ignoraba el abismo que se abría abajo. Como era íntimo amigo del hombre que dirigía la búsqueda, sabía que, si bien oficialmente ningún hecho nuevo la hacía progresar, los presentimientos de Morvan tenían en cuenta la proximidad, la familiaridad incluso de la bestia. Y la bestia sabía que el día en que sería atrapada, el cazador no podría ser otro que Morvan. Morvan, al que realmente admiraba y al que le debía todo, dos razones más que suficientes para sentir también por él un poco de odio. Por otra parte, la mujer de su amigo no le era indiferente. Si mezclaba los naipes con exactitud, saldría ganando en varias mesas a la vez.
Desde mucho antes de que empezaran los crímenes, por la mujer estaba al tanto de los trances de Morvan. Y después de la separación y del suicidio del padre, cuando empezó a cortejarla abiertamente, ella le contó la historia de la madre que lo había abandonado el día de su nacimiento, para irse con un miembro de la Gestapo. Mucho antes de querer cargarle los crímenes, para hacerle retirar la dirección del despacho especial y ocupar de esa manera su lugar, no solamente por ambición, sino también porque si él mismo dirigía las investigaciones nunca sería descubierto, empezó a difundir, de manera discreta, valiéndose de terceros, rumores sobre la salud mental de Morvan. Morvan ignoraba que la carta del ministerio se refería de manera velada a esos rumores. El otro había preparado el terreno para suplantarlo únicamente en el despacho y en la cama matrimonial, y recién más tarde, y poco a poco, se le fue ocurriendo que también podría, en la misma jugada, cargarle todos sus crímenes.
Aunque había mezclado los naipes varias semanas atrás, e iniciado sus movimientos un poco antes, la primera jugada que obligaría a Morvan a entrar en la partida, tuvo lugar en su propia oficina, cuando hizo pedazos la carta del ministerio. En ese momento, ya había premeditado y comenzado a preparar los que serían, al menos por un buen tiempo, sus dos últimos crímenes. Como otros tienen varias cuentas bancarias, de las que se sirven únicamente en caso de necesidad, él tenía varias ancianas de reserva. Esa misma mañana esperó que Madame Mouton saliera a hacer las compras, la siguió, y simuló encontrarla de casualidad en el supermercado. Sabiendo que no estaría en el despacho, le dijo que lo llamara a la mañana siguiente para confirmar la cita de la noche, y que en el caso de no encontrarlo, pidiera hablar con el comisario Morvan. Para que tuviese la certeza de que él o Morvan no faltarían a la cita, y como si la idea se le hubiese ocurrido en el momento, sacó otra botella de champaña del estante y le dijo que, a la salida, después de haberla pagado, se la daría para ponerla en la heladera, de modo que pudiesen tomarla juntos durante el encuentro del día siguiente. Para su plan, necesitaba dos botellas, pero la primera la había introducido él mismo en el supermercado, después de abrirla en su casa la noche anterior, ponerle un somnífero, y volver a cerrarla cuidadosamente. Pagó las dos, le dio a Madame Mouton la botella con el somnífero, y se guardó la otra hasta la noche siguiente.
Para que el plan pudiese llevarse a cabo, Morvan tenía que tener la certeza de que el otro era el hombre que buscaba. Por eso el otro rompió la carta y arrojó al aire los pedacitos, sabiendo que Morvan, por meticulosidad, los juntaría, ya que se trataba de un documento oficial del que no había copia, pero tomó la precaución de guardarse un pedacito de papel. Un poco más tarde, después de haber abierto con el cuchillo, desde la garganta hasta el pubis, a la vieja de la Folie Regnault, se dio como de costumbre una ducha, se vistió con cuidado y, antes de salir llevándose la llave número veintiocho, dejó el pedacito de papel en la moquette, bien a la vista, para que ningún policía, y mucho menos Morvan, pudiese no advertir su presencia. Aunque Morvan no hubiese abierto personalmente la puerta, de todas maneras el pedacito de papel hubiese llegado a sus manos. Pero hasta en esto tuvo suerte, porque fue el propio Morvan el que lo encontró. Ese trozo minúsculo de papel, neutro para el resto del mundo, que no significaba nada, no valía nada, no simbolizaba nada, sería para Morvan la raíz, el tronco, y las ramas brillantes de la evidencia. El otro sabía que descartaría a Combes y a Juin, y que sacaría la conclusión inevitable, pero como ese pedacito de papel no representaba una evidencia más que para Morvan, no hablaría con nadie hasta no poder probar de un modo irrefutable su certeza. El otro ya se había introducido en la oficina de Morvan y había deslizado los guantes de látex en el bolsillo de su sobretodo. Quería que Morvan los encontrara en algún momento, porque no solamente tenía planeado fabricar las pruebas materiales, sino también que, a causa de sus trances sonambúlicos, Morvan comenzase a tener dudas acerca de su propia culpabilidad.
Sabía que la llamada de Madame Mouton sería un nuevo elemento que vendría a confirmar las sospechas de Morvan, y que Morvan iría en persona a esperarlo al departamento antes de las ocho, aunque más no fuese, si no podía probarle nada, para impedirle cometer un nuevo crimen. La dosis que había puesto en el champaña estaba calculada para que el efecto del somnífero durase entre dos y tres horas. Cuando Morvan vio que los billetes que tenía en la cartera eran idénticos a los de su sueño, ya estaba empezando a dormirse, y la expresión pensativa de Madame Mouton, inmóvil en su sillón con los ojos entornados, era también consecuencia del somnífero. El otro entró a las ocho y media y los encontró dormidos. Desnudó a Morvan, decapitó a Madame Mouton sobre el cuerpo de Morvan para que la sangre chorreara sobre él, y también le puso y le sacó los guantes de látex para imprimir sus huellas digitales, y por la misma razón puso los dedos de Morvan en contacto con el manojo de llaves y con el paquete de guantes del que faltaban veintinueve pares. Después cambió la botella de champaña por la que no tenía somnífero, la hizo rodar por el suelo cuidándose de que quedara en la botella un poco que pudiese ser comparado con el de la copa de Madame Mouton, lavó la copa de Morvan y la rompió, y por último llevó a Morvan desnudo y lo dejó en el piso del cuarto de baño. Después se lavó, se vistió, guardó la botella con el somnífero y sus propios guantes de látex en una bolsa de plástico, envolvió cuidadosamente el paquete de guantes y el manojo de llaves, abrió la canilla de agua caliente para que Morvan tuviese la impresión de despertarse en medio de una acción comenzada en estado de sonambulismo, y salió del departamento. De ahí fue directamente al departamento de Morvan, donde dejó el paquete de guantes y el manojo de llaves, salió a la calle, hizo desaparecer la bolsa de plástico con la botella y sus propios guantes, y se encaminó al despacho especial. Había calculado el tiempo que duraría el efecto del somnífero, y si, era posible, quería llegar al departamento con los otros policías en el momento en que Morvan empezara a despertarse. Llamó un par de veces sabiendo que, aún despierto, Morvan no contestaría, y después, haciéndose acompañar por un grupo numeroso de policías que servirían de testigos irrefutables, se dirigió al departamento de Madame Mouton. Importaba poco que Morvan estuviese despierto o dormido, porque todos los jefes estaban al tanto de sus trances sonambúlicos, y Caroline estaría obligada a declarar lo que le había contado a él, pero también en eso las cartas le fueron favorables, porque justo en el momento en que forzaron la puerta, Morvan, que a causa del somnífero y medio dormido todavía durante unos segundos en que creía estar ya despierto no reconoció su propia imagen en el espejo, salió del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, tropezando con la cabeza de Madame Mouton y haciéndola rodar por la alfombra hacia los zapatos humedecidos de nieve de los policías. Los policías se dispusieron a arrojarse sobre él, pero el otro se los impidió: quería que Morvan tuviese tiempo de razonar, de analizar la situación, las pruebas materiales, el número y la calidad de los testigos, y concluyera por sí solo que estaba perdido. Más: quería que, después de la certidumbre, la duda también recogiese su parte de ganancia, y que el propio Morvan, aunque no tuviese ningún recuerdo, y el haberlo tenido quizás tampoco hubiese probado nada, admitiera la posibilidad de ser él mismo la sombra mortal que venía persiguiendo desde hacía nueve meses. El otro ya sabía que, habiendo analizado los hechos, Morvan no podría acusarlo, porque esa acusación sería para los testigos y para los jueces una prueba suplementaria de perversidad y de demencia. Cuando Morvan empezó a buscar sus ojos, el otro comprendió que la partida estaba terminada, y recién entonces, sabiendo que hasta de eso podría sacar provecho, condescendió a la compasión.
A causa del esfuerzo que le han exigido sus palabras, y quizás también de los efectos del cigarro, que ha venido chupando con energía en los momentos más intensos de su monólogo, cuando Tomatis hace silencio, el sudor sigue brotando todavía de su frente, y se desliza por los pliegues movedizos y rugosos de su cara socarrada por el sol. Cuando se echa un poco hacia adelante en la silla y, recogiendo su vaso, toma un trago de cerveza ya tibia, a causa de la temperatura de la bebida su aire satisfecho se enturbia fugazmente con una expresión de desagrado. También los otros, que sin embargo lo han escuchado sin moverse, sudan bastante y, como él, sienten la camisa pegoteada a la piel de la espalda. Cuando han bajado de la lancha en el Yacht Club, después de despedirse del tripulante, han decidido venir a comer al patio en el que están ahora -un patio cervecero, lo llaman en la ciudad-, pero antes Soldi los ha depositado en el auto a cada uno en su casa, para descansar un poco y darse una ducha, y se han vuelto a encontrar alrededor de las nueve y media. Alicia y el Francesito, que no abrieron la boca durante el trayecto en auto, pero que al separase frente al taller de Héctor, donde se aloja Pichón, convinieron algo en voz baja como si hubiesen sido conspiradores, y como si hubiesen querido mantenerse a toda costa al margen del mundo desalentador de los adultos, ni siquiera se dignaron contestar a la invitación de Tomatis y Pichón de unirse a ellos para la cena, de modo que después de las nueve, habiendo llegado cada uno por sus propios medios, provenientes de diferentes puntos de la ciudad que ya había entrado en la noche, recién bañados y cambiados, hambrientos y sedientos, y sobre todo con ganas de seguir conversando, se encontraron en el patio iluminado por las hileras de luces que cuelgan de las paredes blancas, de las ramas de las acacias gigantes y de las palmeras. Para estar más tranquilos, eligieron a propósito la mesa más alejada de la entrada y se sentaron, cuando todavía no había empezado a llegar demasiada gente, Tomatis de espaldas a la entrada, donde están instalados el bar, las parrillas y la cocina, adosados a una pared de ladrillos pintada de blanco y protegidos por un techo común de paja, Pichón enfrente de Tomatis, de modo que ha estado todo el tiempo observando al barman y a los cocineros, y el ir y venir de los mozos por los senderos rojos de ladrillo molido para servir las mesas dispersas entre los árboles, y Soldi equidistante de los dos, en la cabecera, viendo todo el tiempo, más allá de las ruedas de carro de distinto tamaño pintadas de blanco, de la parecita de balaustres blancos y de la calle oscura, el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus que, aunque ha sido inaugurado hace ya veinte años, Pichón sigue llamando todavía la Terminal Nueva. Los tres tienen residuos de las sensaciones que han experimentado a lo largo del día caliente y luminoso, y el paseo por el río, la visita a Rincón Norte, los vericuetos de islas desteñidas y de agua, les dejarán seguramente a los tres recuerdos propios, salidos de una experiencia común, pero intraducibles a los idiomas privados de los otros, y que los acompañarán hasta la muerte. Han llegado de vuelta a la ciudad en el rumor del anochecer, y la ducha rápida que se han dado no les ha procurado más que una frescura pasajera, un alivio momentáneo y superficial. Únicamente la conversación los ha hecho olvidarse durante un par de horas del calor embrutecedor, del tiempo inquietante y oscuro que los atraviesa, continuo y sin cesuras, como un fondo constante y monocorde. Alertas y volubles, graves y juguetones, reconcentrados y al mismo tiempo disponibles, durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber ni un solo instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía.
Ahora que Tomatis ha dejado de hablar, Soldi piensa que el aire satisfecho que adopta es más simulado que genuino, y durante por lo menos un minuto, los tres se quedan en silencio. Es un silencio reflexivo pero un poco incómodo, como si un sentimiento de vergüenza se hubiese apoderado de ellos y que a Soldi, que sin embargo lo empieza a experimentar también él, le resulta inexplicable. Las tres camisas -la azul, la amarilla y la verde claro casi fluorescente- que hace dos horas estaban limpias, rígidas y bien planchadas, pero que ahora están deshechas por el sudor, quedan inmóviles, igual que las caras tostadas y los brazos tostados que emergen de sus cuellos y de sus mangas. Una bailarina, extraviada en el aire de la noche, lejos de las luces colgadas entre los árboles, alrededor de las cuales giran y se entrechocan miles y miles de sus semejantes, aletea en el vacío sobre la mesa, por encima de los vasos y de los platos sucios, entre restos de comida, carozos de aceitunas, cuartos de limón exangües y retorcidos, migas despedazadas, aceite, grasa, queso endurecido y filamentos de tomates. La mariposa evoluciona haciendo vibrar sus alas blancuzcas que se vuelven como transparentes, volando cada vez más bajo por encima de los restos de comida, como si le costara remontar, y como si el peso de lo que tira hacia abajo, despechado por no haber podido atrapar todavía a los tres hombres que permanecen en silencio alrededor de la mesa, estuviera ensañándose con ella. Los tres se ponen a mirarla con interés y con cierta sorpresa, la ven girar vertiginosa en torno de sí misma, elevarse, descender, en círculos cada vez más reducidos, hasta que, exhausta, cae en picada, como una piedrita blanca, en el plato de las aceitunas. Pichón se inclina hacia ella, y sacudiendo un índice amenazador sobre el plato, le dice con tono de reprobación:
– Ya te advertí cuando tuve que sacarte del bolsillo que no queríamos volver a verte por aquí.
– No es la misma -dice Tomatis, inclinándose sobre el platito de aceitunas.
– No se sabe -dice Pichón-. Y aún así, ¿cuál es la diferencia?
El cuerpito blanco aletea cada vez más lento, medio sumergido en los restos de aceite. Las pocas aceitunas que quedan en el plato, formas ovoides de un verde lustroso y sombrío, parecen, junto a la manchita blancuzca que agoniza, más misteriosas y pétreas que las pirámides, y más mudas, distantes y desdeñosas que las estrellas. Cuando la mariposa se inmoviliza por completo, un trueno inesperado y violento que se demora en la noche haciéndola vibrar, da la impresión de sacudir las ramas de los árboles y todo el aire alrededor, porque un viento brusco empieza a soplar. Tomatis señala con lo que queda de su cigarro la mariposa inmóvil en el charco de aceite, y después dirige la punta encendida hacia el cielo.
– Su hora sexta -dice.
– Ni siquiera -dice Pichón-. Es una coincidencia.
Un relámpago azul que arrastrará consigo otro trueno ilumina el patio. En la altura, los penachos de las palmeras y las ramas de las acacias se sacuden con violencia, arrastrando en sus movimientos las lámparas que cuelgan de ellas y produciendo un vaivén agitado de luces y de sombras, y aunque los manteles de papel de las mesas desocupadas empiezan a volarse y el polvo de ladrillo a formar unos remolinos rojizos en el aire de los senderos que los mozos y clientes atraviesan ya con euforia precipitada, Tomatis y Pichón siguen inmóviles, inclinados hacia el plato de aceitunas. Soldi los observa, curioso y sorprendido: más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, no parecen ignorar lo que se aproxima, y sin embargo dan la impresión de estar instalados en el presente como en un trono indestructible. Parecen no esperar nada, no desear nada. Indiferentes a la agitación que los rodea, observan inmóviles el plato de aceitunas, sin que ninguna expresión particular denote en sus caras oscurecidas por el sol alguna emoción o algún pensamiento. Olvidados de sí mismos, parecen haber decidido, en algún momento que Soldi no podría precisar, zambullirse en el río de lo exterior y dejarse flotar, tranquilos, en la corriente. Casi al mismo tiempo, Pichón y Tomatis se incorporan, despacio, ignorando todavía el tumulto que crece a su alrededor. A Soldi le parece notar que sus miradas se encuentran, fugaces, y casi en seguida, por alguna razón que se le escapa, se rehuyen. El segundo trueno, más violento y más prolongado todavía que el primero, retumba en el patio, y son sus vibraciones las que parecen sacudir las copas de los árboles, y no el viento que, en las porciones del cielo que la tormenta no ha cubierto todavía, hace parpadear las estrellas. Pichón recupera su sonrisa, y mete la mano en el bolsillo del pantalón, disponiéndose a pagar.
– Va haber que irse -dice- porque ahora sí que está llegando el otoño.