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Me buscaré
mirando hacia lo alto.
Un párpado caerá
sobre otro párpado.
Quizá entonces
volar no sea
un recuerdo antiquísimo.
Dulce Chacón
La Puerta de Sevilla resaltaba entre las murallas de Zafra cuando bajaron del carruaje. La Virgen de la Aurora se alzaba sobre el pórtico en su pequeña hornacina. Don Lorenzo tomó el brazo de su esposa y se lo colgó del suyo señalando la imagen.
– ¡Mírala! Lleva tu nombre. Ella nos bendecirá y nos protegerá para siempre.
Sujetó la mano de su hijo y atravesó las puertas de la ciudad amurallada. Sus ojos apresaron cada detalle de la calle Sevilla, el recorrido que había hecho tantas veces desde niño. La platería, la Casa Grande, el convento de Santa Clara, la botica, la dulcería, la tienda de telas, la barbería. Cada puerta y cada balcón que dejaban atrás les acercaban más hacia la casa palacio de la plazuela del Pilar Redondo, el primer lugar al que se dirigiría, para pedirle explicaciones a su hermano sobre su nuevo casamiento.
Juan de los Santos caminaba tras ellos junto a Valvanera y a la pequeña María. El mozo de espuela no podía ocultar su emoción, por fin estaban en casa. Cuatro criados, que don Lorenzo contrató en Sevilla recomendados por el capitán don Ramiro, tiraban de pequeños carromatos donde se amontonaban los bultos del equipaje.
Mientras recibían la mirada curiosa de sus vecinos, se agolpaban en su mente los acontecimientos que le obligaron a salir de allí hacía una vida entera, y los que le devolvían de nuevo. La muerte de su padre, los celos del nuevo conde, Diamantina, el amor y la guerra en las Indias, el viaje en el galeón, el hombre de negro.
Don Lorenzo confiaba en que el Conde de Feria les protegiera si surgía algún problema, siempre se había mostrado respetuoso con su madre y siempre ayudó a los judíos conversos cuando los jueces de la Inquisición visitaban la ciudad en busca de herejías. Estaba seguro de que a ellos también les ayudaría si el comerciante de paños les seguía la pista. No había vuelto a verlo desde que desembarcaron en Sevilla, pero la idea de que pudiera rastrear sus movimientos no se le quitaba de la cabeza. Don Ramiro de San Pedro le había vuelto a insistir en que se mantuvieran alejados de él, cuando se despidieron en el Arenal.
– ¡Adiós, muchacho! Si me necesitas, ya sabes dónde me tienes. Mantén los ojos bien abiertos con ese bicho. Y recuerda que las moscas siempre encuentran un difunto donde posarse.
Volvió a visitar al capitán al día siguiente, para que le buscara dos parejas de criados que les acompañaran a Zafra. Los hombres trabajarían en el campo y las mujeres ayudarían a Valvanera con los niños y en las tareas de la casa. El capitán le recomendó a dos matrimonios moriscos, los maridos eran hermanos y habían servido en casa de un mayorista de telas arruinado y cubierto de deudas.
Se alojaron todos en una posada cerca del puerto, al otro lado del río, en el arrabal que crecía frente al muelle donde atracaban los barcos. Allí esperarían hasta encontrar un carruaje que quisiera trasladarles. Don Lorenzo hubiera querido emprender el camino al día siguiente de desembarcar, pero llegaron en la mañana del Miércoles Santo, hasta la semana siguiente sería imposible encontrar un cochero que aceptara moverse de Sevilla. Hacía un par de años que se celebraba un Vía Crucis por toda la ciudad, la mayor parte de los hombres acompañaban a las imágenes de la Pasión y muerte de Jesús, como penitentes cubiertos con túnicas y con antifaces que les tapaban la cara. Distintas cofradías organizaban sus estaciones de penitencia hasta el Domingo de Resurrección, para entonces habría demasiada gente que querría salir de la ciudad, no sabía hasta cuándo tendrían que permanecer allí.
Juan de los Santos le acompañó en busca de los nuevos criados. Cuando regresaban a la posada, donde Valvanera y doña Aurora descansaban con los niños, se acercó al oído de don Lorenzo para que los moriscos no pudieran escucharle.
– ¿Estás seguro de lo que estás haciendo? Cuatro moros, dos indias y dos mestizos. ¿No te parece demasiado? Quiera Dios que la suerte no piense que la estamos tentando.
Don Lorenzo se detuvo y le clavó los ojos.
– Dios quiso que mi madre fuese mora y que tú y yo tuviéramos hijos mestizos. ¿Nos obligará la suerte a renegar de los nuestros?
El mozo de espuela mantuvo su mirada. Parecía que no iba a contestarle, sin embargo, le sorprendió con un tono de voz que no usaba desde que le reprendía cuando era un muchacho.
– La suerte no puede obligarnos a lo que nunca estaríamos dispuestos. Pero puede volverse negra contra nosotros. No olvides que ahora no estamos solos.
Continuaron el camino hasta la posada sin dirigirse la palabra. Don Lorenzo buscaba los pros y los contras de su decisión, Juan de los Santos apresuraba el paso mirándole de reojo hasta que llegaron casi a la puerta de la fonda. Antes de cruzar el Arco del Postigo, el capitán detuvo a su mozo de espuela.
– Tienes razón, no debemos tentar a la suerte más de lo necesario. Podría confundirse con un desafío, y ya llevamos con nosotros suficientes problemas como para buscar otros nuevos. Mañana les diré que se marchen.
Al día siguiente, los moros salieron de la posada con un jornal en la bolsa y con el reproche en sus caras. Don Lorenzo no podía imaginar entonces que los problemas que trató de evitar le seguirían después hasta Zafra, agravados por el quiste del resentimiento.
Juan de los Santos no se encontraba cómodo en aquella ciudad. Sevilla se había convertido en un enjambre de hombres y mujeres que iban y venían cargados de productos de las Indias y de provisiones para el avituallamiento de los barcos. Demasiada gente desconocida entre la que cualquiera podría ocultarse, incluido el comerciante de paños.
En la mañana del Viernes Santo, acompañó a don Lorenzo al barco del capitán San Pedro para que le recomendara otras parejas de criados. Le encontraron en el Arenal, con los inspectores de la Casa de Contratación que controlaban la descarga de la mercancía. Don Ramiro les gritó desde el muelle antes de que ellos pudieran verle.
– ¡Eh! ¡Muchacho! ¿Qué te trae otra vez por aquí?
No hizo falta que don Lorenzo se extendiera en el porqué de su cambio de opinión sobre llevarse a los moros a Zafra, el capitán comprendió de inmediato los motivos sin necesidad de explicaciones.
– ¿Cómo he podido ser tan torpe? Lo siento, muchacho, no caí en la cuenta.
Al cabo de unas horas, un matrimonio de cristianos viejos les acompañaba con sus dos hijos varones por la calle Placentines, camino de la posada. En las gradas de la catedral, los mercaderes efectuaban sus transacciones con los productos traídos de las Indias. Comenzaba a llover; en sólo unos instantes la lluvia se convirtió en aguacero, y los comerciantes se introdujeron en el interior de la basílica para refugiarse. Juan de los Santos creyó ver al hombre de negro observándoles desde las escaleras y alertó a su señor.
– ¡Mira! ¡Ahí está otra vez! ¡Rata del demonio!
Don Lorenzo miró hacia el lugar que le señalaba el criado.
– ¿Quién? ¿Dónde?
– ¡Allí! En el último escalón. El comerciante. ¿No lo ves? Parece que se está riendo el muy miserable.
El capitán no consiguió verlo y continuó caminando sin darle importancia.
– ¿Estás seguro de que era él? Creo que te estás obsesionando.
Realmente no estaba seguro de que fuera el comerciante, pero lo fuera o no, para Juan de los Santos la necesidad de llegar a Zafra se convirtió en urgencia y desasosiego. Sevilla no era segura para sus mujeres. Cuando llegaron a la posada y el capitán le propuso asistir a una de las procesiones con doña Aurora y con Valvanera, se llevó las manos a la cabeza y volvió a hablarle como cuando se enfadaba con él cuando era un muchacho.
– ¿Estás loco? ¿Quieres que el comerciante nos siga hasta la posada y averigüe de dónde somos y adónde nos dirigimos? ¡No participaré en esa temeridad, antes prefiero que me eches de tu servicio!
Don Lorenzo le miró con cara de sorpresa. También él se sorprendió de sí mismo, era la segunda vez en dos días que se mostraba tan alterado. Don Lorenzo se relajó y le guiñó un ojo como cuando era niño y buscaba su perdón.
– No te enfades, sólo quería enseñarles a las mujeres el Vía Crucis, dicen que las tallas son una maravilla.
– ¿Que no me enfade? ¿Acaso has olvidado lo que dijo el capitán don Ramiro? Ese hombre es peligroso.
El capitán le tendió la mano ofreciéndole las paces.
– Cálmate, tienes razón. No saldremos de aquí hasta que subamos a la carroza que nos lleve hasta casa.
Juan de los Santos asintió con un gesto y se fue en busca de Valvanera. Desde que sabía que le iba a convertir en padre, su india del color del caramelo le parecía más hermosa que nunca. La redondez de su vientre se acentuaba a medida que pasaban los días, él ya no podía abarcarle los pechos con las manos, y sus ojos brillaban cuando pensaba en el hijo que amamantaría antes de que llegara el invierno. Jamás consentiría en que le hicieran daño, jamás dejaría al azar la posibilidad de que alguien pudiera ensombrecer la felicidad que él le debía. Él la trajo consigo y se aseguraría de que nunca tuviera que arrepentirse. La cuidaría a pesar de todos los pesares, a pesar de don Lorenzo, a pesar del hombre de negro y, si era preciso, incluso a pesar de sí mismo.
Desde la ventana de su habitación, doña Aurora podía ver el puente de Triana y las edificaciones del otro lado del río. Los últimos rayos de Sol iluminaban los azulejos de la torre donde se almacenaban las mercancías traídas desde su tierra, parecía de oro. Los barcos atracados en el muelle se reflejaban en el Guadalquivir. Al fondo, la muralla de la ciudad se levantaba prohibiéndole el paso. Nunca conocería Sevilla.
Enfundada en sus ropas oscuras, contemplaba el puerto, extrañamente tranquilo comparado con el ajetreo de los días anteriores. La luz anaranjada de la tarde se fue transformando en sombras donde poco a poco aparecían los resplandores de los faroles que iluminaban la ciudad. El cielo estaba medio nublado, casi no se veían las estrellas. Cuando la noche se cerró, comenzaron a aparecer sobre el puente dos filas de antorchas que iluminaban figuras cubiertas con túnicas y capirotes. Se escuchaban cánticos a lo lejos, acompañados de un sonido de trompetas que parecían llorar.
La princesa se retiró de la ventana y llamó a su esposo, le temblaban el cuerpo y la voz. Don Lorenzo la abrazó y le pasó la mano por la frente.
– ¿Qué te ocurre? Estás sudando.
Doña Aurora escondió su miedo contra el pecho de su esposo y señaló la ventana sin mirarla. Los hombres encapuchados avanzaban hacia el otro lado del río, golpeándose la espalda con manojos de cuerdas terminados en ruedas pequeñas, parecían dirigirse a la posada. Don Lorenzo la abrazó.
– No te asustes, son los hermanos de sangre, disciplinantes que cumplen penitencia para expiar sus pecados. Los que llevan hachones de cera les curarán las heridas cuando lleguen al lavatorio, son los hermanos de luz.
La princesa abrazó a su esposo sorprendida y aliviada. Los dos se acercaron a la ventana y contemplaron cómo avanzaba la cofradía entre banderas y estandartes. Varios penitentes llevaban a cuestas unas andas con la imagen de Jesús Crucificado, entregado a la muerte. La Virgen sufría sobre otras andas que bailaban al compás de la tristeza de las trompetas y de los cánticos. Un grupo de mujeres participaba en la procesión caminando detrás de las imágenes, portando velas del color de la tiniebla.
Doña Aurora levantó al pequeño Miguel en los brazos y se reclinó sobre el pecho de su esposo para escuchar sus explicaciones.
– Me lo contaron ayer en el puerto. Yo tampoco lo había visto nunca. Las cofradías salen a la calle todos los años. Ayer fue el Santo Vía Crucis. Empieza en el palacio de don Fadrique Enríquez de Rivera y llega hasta la Cruz del Campo. Los penitentes tienen que caminar 1.321 pasos, los mismos que separaban la casa de Pilatos del Monte Calvario.
Conocía la historia de la Pasión de Jesús, los sacerdotes españoles se la contaron cuando todavía vestía sus ropas aztecas. Sin embargo, las lágrimas de aquella mujer que avanzaba sobre las andas con las manos abiertas, vacías del hijo a quien nunca más abrazaría con vida, le devolvieron sus propias lágrimas. La princesa lloró recordando a su madre y a su hermano, a doña Mencía, a Serpiente de Obsidiana, y a las madres de todos los que murieron a manos de los que pretendían salvarles de los sacrificios sagrados y del fuego del infierno.
Don Lorenzo le secó las lágrimas y la retiró de la ventana.
– Ven, chiquinina, no soporto verte llorar.
El pequeño Miguel se asustó del llanto de su madre y comenzó también a llorar. Poco después, Valvanera y la pequeña María entraban en la habitación con los ojos hinchados. Juan de los Santos las seguía; cuando reparó en los ojos de doña Aurora y en los del niño, se llevó las manos a la cabeza y se dirigió a su señor.
– ¿Y tú pretendías que las lleváramos a ver la estación de penitencia? ¡En mi vida había visto tanta lágrima junta!
La princesa y su criada se miraron los ojos enrojecidos y estallaron en carcajadas que contagiaron a los pequeños. El mozo de espuela cerró la ventana y la puerta y les pidió silencio.
– ¡Callad! Nadie debe oíros reír así en Viernes Santo.
Don Lorenzo las miraba con una media sonrisa, parecía más alto en aquella habitación que alargaba las sombras con su candil de aceite. Los agrupó a todos delante del camastro y engoló la voz, solemne y teatral.
– Ahora que estamos todos reunidos, he de comunicaros algo muy importante.
Se calló durante unos segundos, creando en su público la suficiente expectación como para que todos le preguntaran.
La princesa se sentó en el camastro rebosante de orgullo, su esposo parecía un teul salido de los libros sagrados. Indicó a los demás que tomaran asiento e imploró al capitán que les contara aquello tan importante. Valvanera y Juan de los Santos la imitaron.
– ¿Qué ha pasado? ¿Buenas noticias?
– ¡Vamos! ¡Habla ya! Nos tienes en ascuas. Ya podías haberlo dicho antes de que casi se nos ahoguen en la llantina.
El capitán se recreó en la curiosidad del grupo antes de comenzar, esperó unos instantes y levantó los brazos en señal de triunfo.
– Por fin he encontrado un cochero. Mañana nos vamos a Zafra. Veréis qué bonita es la Ruta de la Plata.
Valvanera sujetaba su vientre intentando evitar las vibraciones de las ruedas. El carruaje marchaba despacio, pero sentía sus sacudidas como si cada movimiento le pudiera arrancar el bebé de las entrañas. Juan de los Santos, a lomos de su mula, no dejaba de preguntarle asomando la cara por la ventanilla.
– ¿Estás bien? ¿Quieres que paremos un rato?
Poco antes de llegar a Monesterio, bajaron todos del coche y se dispusieron a caminar para aligerar la carga de los caballos. La media fanega de cebada que les dio el cochero para facilitarles la cuesta que debían remontar suponía tan sólo una golosina que les ayudaría a soportar el peso de los bultos y del pasaje. Valvanera se alegró de continuar el camino a pie, sus cuatro meses de embarazo no hubieran resistido más traqueteo, y las curvas del camino le habían revuelto el estómago.
El grupo caminaba despacio. Don Lorenzo abría la marcha con doña Aurora. Valvanera les seguía al lado de Juan de los Santos, que cargaba en su espalda a la pequeña María. Detrás de ellos, los nuevos criados. El más joven llevaba al pequeño Miguel sobre los hombros. Cuando llegaron a la bifurcación del camino que conducía a Calera de León, don Lorenzo les propuso visitar el monasterio de Tentudía, en esas fechas se celebraban peregrinaciones a su Virgen milagrosa. El capitán y Juan de los Santos habían visitado muchas veces el monasterio cuando viajaban por la Ruta de la Plata, cargados de uvas y de aceitunas. El esposo de Valvanera era muy devoto de Santa María y apoyó la propuesta.
– La leyenda cuenta que el Rey encargó al maestre de estas sierras atacar a un ejército sarraceno que campeaba por los puertos a su antojo. Libró con él una feroz batalla, pero la noche se echaba encima y no conseguían la victoria. El capitán rezó entonces a la Virgen gritando: «Santa María, detén tu día». Dicen que el Sol se paró en el horizonte hasta que los cristianos ganaron la batalla. En agradecimiento por este milagro, el maestre mandó construir un templo en la cima del monte. Allí abajo está el Barranco del Moro, sus aguas se enrojecieron con la sangre que se vertió en la defensa de estas serranías.
Subieron al pico paseando entre pinares, robles y castaños. Bebieron el agua purísima de sus manantiales y, cuando llegaron a la cima, contemplaron Sevilla a lo lejos, tras los pueblecitos blancos que se diseminaban por los valles y por las montañas azules. Al otro lado, las tierras de barros extremeños les esperaban con sus alcornocales, sus encinas, sus viñas, y el olor de su aceite.
Valvanera sintió el temblor de su esposo cuando respiró el aire de la tierra de la que tanto le había hablado, le tomó las manos y se acarició el vientre con ellas.
– Tu hijo será extremeño, como tú. Y heredará estas manos enormes para acariciar a su esposa.
Juan de los Santos le echó las trenzas por detrás de los hombros y las sujetó sobre la nuca.
– No es verdad. Será una niña preciosa, y tendrá el pelo largo y negro como mi india.
Cuando entraron en el monasterio para reunirse con el resto del grupo, Valvanera observó a una mujer que parecía esconderse tras las columnas del claustro. Don Lorenzo escuchaba las explicaciones del prior sobre el retablo de azulejos de colores que encontrarían en el altar mayor, cuando su cara palideció dejándole mudo y con la boca abierta. Un caballero le sonreía desde el otro lado del patio y le pedía a la mujer que parecía ocultarse que le tomara del brazo. Mientras se acercaban hasta el grupo, la dama no dejaba de mirarles, el capitán la saludó inclinando la cabeza y dejó escapar su nombre en un susurro.
– ¡Diamantina!
Los ojos de la joven sujetaban las lágrimas en un brillo donde parecía reflejarse toda la amargura que cabía en la Tierra. Sus labios temblaban. El caballero se adelantó un paso, inclinó la cabeza levemente y señaló a doña Aurora y al niño.
– ¡Bienvenido seas! Veo que vuelves bien acompañado.
Don Lorenzo atrajo a su esposa y a su hijo hacia sí y escrutó al caballero como si no entendiera lo que veían sus ojos.
– Te presento a mi esposa, la princesa doña Aurora. Y a mi hijo, Miguel de la Barreda.
El caballero volvió a coger a la mujer del brazo y sonrió como si estuviera cumpliendo una promesa.
– Y yo tengo el gusto de presentarte a la mía. Doña Diamantina, Señora de El Torno.
El silencio a veces se hace tan denso que no cabría en él ninguna palabra. Valvanera vio cómo el caballero se daba la vuelta seguido por su mujer, y salían del claustro dejando tras de sí la misma cara de angustia del hombre que un día creyó perder a doña Aurora.
Prácticamente, los únicos sonidos que se escucharon durante el resto de la jornada fueron los del carruaje y los de los cascos de las cabalgaduras. De vez en cuando, Juan de los Santos asomaba por la ventanilla para preguntar el estado de su esposa. Valvanera le hacía un gesto de asentimiento y él volvía al lado de su capitán. Dos jinetes perdidos en sus pensamientos, que sólo recuperaron el color de su piel cuando divisaron el alcázar de los Condes de Feria, integrado en la muralla de la ciudad que los esperaba después de una ausencia de casi cinco años.
Se dirigieron directamente a la posada donde se alojó desde que don Manuel lo echó de su casa hasta que salió para Sevilla, en la calle de los Pasteleros, paralela a los arcos que comienzan en el Arquillo del Pan, el que comunica la Plaza Grande con la Plaza Chica. Los dueños, Virgilio y José Manuel, les recibieron con una caldereta y con las mejores habitaciones preparadas para ellos. Don Lorenzo les abrazó, en su abrazo se fundieron su infancia y su juventud, sus padres, sus hermanas y Diamantina, el oficial de Contaduría del alcaide Sepúlveda y su hijo Alonso, El Castellar, las viñas, los olivos y el olor del pan. Casi no podía articular sus palabras.
– No hay quien os dé una sorpresa.
– Todo Zafra sabía que estabais en Tentudía esta mañana. No podíais tardar en llegar.
– Gracias por el recibimiento.
– Nada de gracias, estás en tu casa.
Después de comer, dejó a los demás instalados y se dirigió al palacio de su hermano. Don Manuel le esperaba delante de la chimenea donde él solía charlar con Arabella y con su padre. No se levantó para saludarle.
– ¡Vaya! ¿Vienes solo? ¿Dónde has dejado a esa familia tan particular que te has echado? Se ve que te gusta la sangre manchada. Aunque no es de extrañar, el galgo siempre sigue a los de su casta.
Don Lorenzo se situó de pie encarando a su hermano. Parecía todavía más bajo hundido en aquel sillón que siempre ocupaba don Miguel.
– Guárdate tus insultos, no me ofenden, pero yo que tú mostraría más respeto a nuestro padre.
– Nuestro padre nunca debió ser tu padre. Él mismo se perdió el respeto, y ya es difícil volverlo a encontrar.
– Tú no podrías encontrar el respeto ni para tu propia persona. Pero no he venido a hablar de eso, he venido a ver a Diamantina.
– Es una lástima, pensé que venías a pedirme algo.
– No necesito nada, gracias. ¿Dónde está?
El nuevo Señor de El Torno se levantó y se recostó contra la chimenea.
– Todavía no me has preguntado qué pasó. ¿Acaso no te interesa saber también dónde está mi primera esposa?
Los dos hermanos se taladraban con la mirada, el odio de uno chocaba con la indignación del otro. Don Lorenzo insistió en el motivo de su visita.
– ¿Dónde está Diamantina? Quiero verla.
– La verás cuando yo lo crea oportuno.
Don Manuel lanzó una carcajada a la cara de su hermano.
– Me encantó verte en Monesterio, estabas tan sorprendido. Ya ves, no sirvió de mucho lo que hiciste. La llorona murió de llanto nada más irte tú. ¿O quizá debería decir de ausencia?
Don Lorenzo agarró a su hermano de la camisa y contuvo sus puños.
– ¿Dónde está Diamantina?
El Señor de El Torno seguía sonriendo.
– ¿Vas a pegarme hasta que te lo diga?
Le soltó antes de que sus manos dejaran de obedecerle y le vio dirigirse a la puerta del salón, desde donde llamó a los criados. Dos jóvenes a los que don Lorenzo no había visto nunca entraron en la habitación.
– El señor se marcha. Acompañadle hasta la salida.
Después se volvió hacia su hermano, en su cara brillaba el triunfo.
– Me ha encantado verte. No dudes en volver cuando quieras. Y ya sabes que si necesitas ayuda, no tienes más que pedirla.
Salió de la sala dejando al capitán con la ira contenida. Sus pasos se escuchaban subiendo la escalera mientras su voz estallaba contra los oídos de Lorenzo.
– ¡Diamantina! ¡Querida! Mi hermano Lorenzo ha estado aquí, pero andaba con prisas y ha tenido que marcharse.
Una puerta del piso superior se abrió lentamente para cerrarse con un golpe. Don Lorenzo distinguió la habitación a la que pertenecía. Arabella fue feliz allí, intentando gobernar la casa que dominaba ahora el hombre que más la había odiado.
No regresó directamente a la posada. Se dirigió a la calle que discurría paralela a la muralla por intramuros, la ronda de vigilancia, y la recorrió una y otra vez, prometiéndose que al día siguiente vería a Diamantina. Su cara de niña asustada le acompañó por cada una de las puertas de la ciudad amurallada, por la de Badajoz, por la de Jerez, la de Sevilla, la de Los Santos. Si hubiera aceptado el matrimonio, si hubiera pensado que huyendo no hacía sino acercarla al lugar de donde la quiso apartar, si hubiera sabido que la muerte de la primera mujer de su hermano esperaba escondida en la plazuela del Pilar Redondo, si en lugar de abandonarla a su destino se la hubiera llevado a Sevilla, si hubiera informado a don Alonso, si hubiera luchado. Si hubiera…
Doña Aurora esperó a don Lorenzo asomada al balcón. Por la calle de los Pasteleros subía un olor dulce y tostado que la transportó a Cempoal, a la miel perfumada con vainilla, a las tortillas y a los braseros de leña. El pequeño Miguel dormía a su lado, su esposo tardaba.
Las campanas de la iglesia dieron la hora tres veces. Nunca se acostumbraría a su sonido. Desde que lo escuchó por primera vez en Sevilla, le parecía que presagiaba la muerte. Lento, acompasado, metálico, anunciando el final de un tiempo que ya está perdido, la imposibilidad de volver hacia atrás. Su esposo tardaba.
Se quitó los botines, liberó su pelo de las peinetas y de las horquillas que lo aprisionaban detrás de la nuca, tiró la basquiña y la camisa a un sillón, y pensó en Diamantina.
Tumbada en el camastro, añorando la dureza del suelo bajo la estera, esperó a su marido con los ojos abiertos.
Se levantó de la cama y se enfundó en una manta.
No soportaba el peso de los cobertores.
Las campanas de la iglesia volvieron a anunciarle que su esposo aún no había llegado.
Diamantina.
La madrugada se colaba por las rendijas de las contraventanas.
El frío.
Las campanas otra vez.
Los faroles apagándose.
Las carretas de los verduleros camino de la plaza del mercado.
El ruido de la calle.
El pequeño Miguel acurrucándose en el calor de la cama.
El olor del pan.
Diamantina.
Los pasos en el corredor.
El chirrido de la cerradura.
La mirada de su esposo intentando ocultar su tristeza.
Las palabras obligadas.
– Lo siento, me puse a dar vueltas y se pasaron las horas.
La princesa se levantó y llevó a Miguel a la habitación de Valvanera. Se echó por encima el vestido y se dirigió al corral, donde Virgilio y José Manuel cortaban ya la leña para la lumbre, y volvió a la alcoba con un cántaro lleno de agua.
Si al menos pudiera bañarse y lavar sus vestidos. Si pudiera seguir los consejos que le dio su madre.
– Para que tu marido no te aborrezca, aséate, lávate y lava tus ropas.
Pero en aquel mundo nuevo no había espacios para abandonarse a las caricias del agua, y los vestidos eran tan rígidos que si los lavaba se arriesgaría a estropearlos.
Doña Aurora vertió en el aguamanil el contenido del cántaro, se colocó delante del espejo que colgaba de la pared, y empezó a enjabonarse. Su esposo la observaba tendido en la cama. Ella se miraba en la luna mientras recorría su cuerpo con las manos.
Se frotó el cuello, las axilas, el pecho, el vientre, los muslos.
Se retrasó en cada movimiento hasta que escuchó el crujido del colchón, los pasos que se acercaban, y la ropa del capitán que caía por el suelo.
Don Lorenzo seguía siendo suyo.
Se levantaron a media mañana, cuando Valvanera golpeó la puerta insistentemente.
– ¡Mi señor! ¡Capitán! ¡Tenéis visita!
En el comedor de la fonda, envuelta en un manto oscuro, toda la amargura de la Tierra esperaba a don Lorenzo para estallar en cuanto él la abrazara.
– ¡Diamantina! ¡Chiquilla!
Diamantina lloraba cubierta de la cabeza a los pies. El capitán le limpiaba las lágrimas y le acariciaba el pelo bajo la toca.
– ¿Qué pasó? ¿Por qué no impidieron la boda tu padre y don Alonso?
– Los dos murieron tres meses después de irte tú.
– ¿Y el alcaide Sepúlveda?
– No hizo falta. Me enamoré de tu hermano sin darme cuenta.
Doña Aurora permanecía de pie, detrás del sillón que ocupaba su esposo, inmóvil frente a aquella melena rubia que besaban las manos de su marido.
Al cabo de unos momentos, la joven se recompuso y miró a la princesa.
– Sois muy hermosa. Bienvenida a Zafra.
Después, se levantó de la silla y se dirigió al capitán.
– He de irme. No sabe que he venido, cree que estoy en misa. Por favor, no te enfrentes a él. Yo estoy bien. Todavía le quiero.
Don Lorenzo golpeó la mesa con el puño cerrado.
– ¿Le quieres? ¿Y dónde está tu mirada? ¿Dónde se han quedado los ojos que reían a todas horas? ¿Le quieres? ¡No puedo creerlo!
– Créeme, Lorenzo, el matrimonio fue consentido. Él también me quiere, aunque no siempre sepa demostrarlo.
– No es posible, Diamantina, no puede ser. A mí no puedes engañarme.
Diamantina se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de don Lorenzo.
– Las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste. No intentes comprender. Es mejor aceptarlas como son.
Cuando salió del comedor, doña Aurora dirigió a su esposo una mirada cargada de preguntas. Don Lorenzo la cogió por los hombros y volvió con ella a la habitación. Parecía que el cansancio se hubiera apoderado de pronto de él.
– No me mires así. Es la hija de mi hermana.
Desde que llegaron a la posada, Catalina, la criada que trajeron de Sevilla, ayudaba a doña Aurora en el cuidado de los niños. Miguel y María se habituaron pronto a que ella se encargara de las comidas y a que ayudara a la princesa con los baños. Valvanera sufría mareos de tierra desde que salieron del galeón, no se acostumbraba a la quietud del suelo bajo sus pies. La princesa insistió en cuidarla y casi no le permitía salir de la fonda.
– No exageres, mi niña, estoy embarazada, no enferma.
Pero a pesar de sus protestas, Catalina asumió sus funciones hasta la fecha del parto. Por la mañana, se dirigía con doña Aurora a la plaza del mercado y buscaban alimentos que no resultaran extraños a los niños. Patatas, tomates, caracoles, ciruelas, miel, cualquier cosa que les recordara las comidas con las que estaban familiarizados. No siempre encontraban productos de las Indias, pero los sustituían por otros que se les parecieran, Valvanera enseñó a la nueva criada a cocinarlos utilizando condimentos que pudieran recordarles el sabor de su tierra. Pimienta picante, pimentón, vainilla, cebollas. Catalina aprendió enseguida, e incluso animaba a su marido y a sus hijos a probar sus nuevos platos.
Virgilio y José Manuel les permitían preparar su propia comida en su cocina antes de que su cocinera empezara con la de sus huéspedes. Casi todas las mañanas, doña Aurora les traía alguna cosa del mercado. Medio cordero, un costillar, alubias, embutidos. Otras veces, antes de entrar en la fonda, se pasaba por la dulcería de la calle de los Pasteleros y compraba magdalenas para todos.
Unas semanas después de su llegada a Zafra, doña Aurora advirtió que la piel de los niños se estaba volviendo blanca y se cubría con una especie de escamas. Ella misma lo había notado también, sobre todo en los brazos y en las piernas. La princesa estaba asustada, pensaba que la alimentación podría tener algo que ver, o quizá los aires de alguna enfermedad desconocida, como las que mataron a los guerreros en Tenochtitlan, los estaban atrapando.
También Valvanera perdía el color; al principio lo achacó al embarazo, pero a medida que pasaban los días, y veía que la piel de todos los que vinieron en el galeón, incluidos su marido y el capitán, estaba clareando, comprendió que la razón no debía buscarse dentro de ellos, sino en el cielo del nuevo mundo.
– ¡Mi niña! No te asustes, no pasa nada. El Sol de esta tierra no calienta como el nuestro, eso es todo.
La princesa se tranquilizó, y bromeó con Valvanera. Habría que vigilar hasta dónde se aclaraban, podría ser que se volvieran blancos y llegaran a tener el pelo dorado como Diamantina, a su marido parecía gustarle.
Valvanera frunció el ceño y le recriminó.
– Es una mujer casada, tu marido nunca cometería un delito como ése. Pero si no lo fuera, y decidiera llevarla a su cama, no te atrevas a mirarle de reojo. ¿Es que te has olvidado del número de concubinas que tenía tu padre?
Doña Aurora protestó por la comparación, en aquella tierra no se permitían las concubinas.
– Pero sí las barraganas. No tienes más que mirar los reclinatorios de la iglesia, se arrodillan tan cerca de las esposas que a veces ni siquiera pueden distinguirse.
La princesa negó con la cabeza, no era lo mismo. Las barraganas no estaban bendecidas ni por sus padres ni por sus sacerdotes, eran amantes que consentían las esposas que fueron prometidas en matrimonio desde niñas. ¿Acaso Valvanera ignoraba que aquellas mujeres no podían amar a sus maridos? ¿Que aún jugaban con otros niños cuando sus padres las casaban sin consultarlas?
Valvanera estaba a punto de rebatirle cuando Catalina y los niños entraron en el cuarto. Venían de la Plaza Chica con dos melones enormes. La nueva criada se los mostró a la princesa ayudando a los niños a sujetarlos con los brazos extendidos.
– Señora, el melonero ha dicho que si no son de su agrado no tenga ningún reparo en devolverlos.
Doña Aurora olió los melones y felicitó a los niños por su compra. Desde que los portales de la plaza comenzaron a inundarse de aquel olor amarillo, la princesa les encargaba todos los días que compraran uno cada uno. Los niños disfrutaban apretando su maravedí en la mano, no debían soltarlo hasta que el melonero se lo cambiara por un melón. Después debían turnarse para que uno de ellos bajara cada día a la cocina y le regalara el suyo a Virgilio y a José Manuel.
A media mañana, Catalina bajaba a preparar la comida y Valvanera se levantaba para salir a comprar a la calle Sevilla con doña Aurora y con los pequeños. Al principio les acompañaba el capitán, pero al poco tiempo dejó de hacerlo para dedicarse a su hacienda. Había adquirido varios olivares y viñedos colindantes a los que heredó del primer Señor de El Torno. Casi toda la jornada la pasaba subido al caballo inspeccionando las aparcerías.
Sus paseos por la calle comercial del pueblo se convirtieron pronto en una romería de compras. Candiles, velas, sábanas, mantas, tafetanes, terciopelos, almohadas de seda, sillas, camas, mesas, alfombras, braseros, colchones con sus hinchamientos, sartenes, platos, artesas, fuentes, calentadores, y toda clase de enseres para acondicionar la casa donde iban a vivir. Los vecinos les miraban pasar como ellas habían mirado a los nuevos teules cuando entraron en Cempoal, con una mezcla de admiración y de recelo.
Nunca pagaban las mercancías ni preguntaban el precio, el capitán enviaba a Juan de los Santos al día siguiente para ajustarlo. Tampoco se las llevaban a la posada, no hubieran tenido sitio donde guardarlas, los comerciantes las dejaban en sus trastiendas hasta que la casa estuviera lista.
Volvían rendidas a la fonda, los pies reventados por los botines y por el empedrado de las calles, el cuerpo deseando liberarse de los vestidos apretados y de las tocas, y la cabeza repleta de voces que resonaban tan fuerte como las que las habían recibido en cada tienda que visitaban.
– ¡Señora princesa y compañía! ¡Cuánto honor recibirlas otra vez en mi establecimiento!
– ¡Princesa doña Aurora! ¡Señora Valvanera! ¡Las atenderé enseguida!
– ¡Pasen, señoras! ¡Vean lo que tengo hoy!
Valvanera nunca había escuchado tantas veces la palabra princesa, ni la de señora unida a su nombre. El nuevo mundo las trataba con tanto ceremonial que, en lugar de la de un notable, la princesa parecía la hija del propio emperador.
La casa que el capitán heredó de su padre llevaba más de quince años deshabitada. Los tejados se habían hundido, y las paredes, los patios y las cuadras habían criado tanto moho que sería difícil eliminar el olor a humedad que rezumaba por todas partes. Juan de los Santos se encargaba de vigilar los trabajos de restauración. Alarifes, aprendices, canteros, albañiles, forjadores y tallistas se afanaron en reconstruir tanto el interior como el exterior de la vivienda.
Más de cuatro meses les costó que aquel palacete, que el primer Señor de El Torno aceptó como pago de una deuda pensando en el futuro de su hijo menor, estuviera preparado para recibir los muebles. Cuatro meses en los que Juan de los Santos apenas se movió de la plazuela del Pilar Redondo.
Don Lorenzo quería trasladarse a finales de septiembre, antes de que comenzara la feria de San Miguel. Para esas fechas, la ciudad estaría abarrotada y la posada no sería un buen sitio para su familia. Por otra parte, Virgilio y José Manuel tenían clientes fijos que acudían todos los años a la feria, y necesitarían las habitaciones que ellos ocupaban. Comerciantes y ganaderos que acudían, desde todas las partes del reino, atraídos por la fama de sus paños y de su ganado.
Como todas las mañanas, antes de ir a la plazuela, Juan de los Santos se dirigió a la calle Sevilla con una bolsa repleta de ducados para pagar las compras de doña Aurora. Jamás regateó el importe. Entregaba en cada comercio el precio que el dueño le fijaba y se encaminaba al palacete con la bolsa vacía y el encargo de saludar a doña Aurora de su parte.
Le sorprendía que sus paisanos la trataran con tanto respeto. Seguramente, al margen de las pequeñas fortunas recibidas por cada compra, la cortesía de los comerciantes se debía a que nunca habían visto a una princesa.
Aunque circulaba el rumor de que tenía poderes mágicos, igual que la esclava que se había traído de las Indias, su alta cuna, su belleza y su porte la rodeaban de un halo de misterio que incitaba a sus vecinos a la curiosidad más que a la desconfianza.
A veces, cuando se dirigía a la plazuela del Pilar Redondo, se encontraba con el aya de Diamantina y le preguntaba por ella, pero siempre parecía tener prisas, le contestaba precipitadamente y aceleraba el paso. En realidad, no le hacían falta sus respuestas para saber de ella, las veía prácticamente a diario cuando salían camino de la iglesia. Siempre tapada con su capa, escondida detrás de una toca que casi le llegaba a la cintura.
Una mañana la vio salir sola del palacio, parecía que andaba con dificultad. Juan de los Santos la abordó antes de que atravesara la plazuela camino de la iglesia.
– ¡Buenos días te dé Dios, Diamantina!
La joven sujetó su toca con las dos manos, dejando ver únicamente uno de sus ojos.
– ¡Que él te acompañe, Juan!
Su voz derramaba las lágrimas que le negaban los ojos. No quiso importunarla, la dejó alejarse arrastrando los pies, envuelta en la oscuridad de sus telas, arrugándose con cada paso. Nunca había visto caminar a la tristeza tan sola.
Al día siguiente, don Manuel salió con ella y se marcharon en la misma dirección. Ella continuaba escondiéndose detrás de la toca, él la ayudaba a caminar sujetándole el brazo.
Durante varios días los vio ir y venir a la misma hora, en silencio absoluto, mirando el empedrado de la calle como dos penitentes, hasta que la criada ocupó otra vez el puesto de don Manuel en las salidas de la joven.
Al final de cada jornada, don Lorenzo le esperaba en la fonda. Era raro el día en que no le preguntaba por su sobrina.
– ¿Has visto a Diamantina?
Juan de los Santos siempre le contestaba procurando parecer intrascendente y desviando la conversación.
– La vi salir hacia misa, como de costumbre.
– ¿Está bien?
– Yo la veo bien. ¿Y las viñas? ¿Cómo van? ¿Será buena la cosecha de esta temporada? ¿Habrá buenos caldos?
– Creo que sí, los racimos están prietos, y la uva, dorada.
– ¿Cuándo empezarás con la vendimia?
– La semana que viene. ¿Nunca te pregunta por mí?
– Nunca. ¿Ya tienes vendimiadores?
– Sí, sí, claro. Ya ha venido la cuadrilla.
Don Lorenzo se enfrascaba en sus pensamientos hasta que bajaba doña Aurora con los niños. Después de cenar, les contaba cuentos a los tres al calor de la chimenea, y abandonaba el gesto que le arrugaba la frente cuando pensaba en su sobrina.
A principios de octubre, el día anterior al comienzo de la feria de San Miguel, Valvanera dio a luz a una niña en la casa-palacio de don Lorenzo de la Barreda. Ese mismo día, un carruaje los había trasladado desde la posada de la calle de los Pasteleros.
Diamantina fue a ver al bebé contraviniendo las órdenes de su marido. Sabía que podría enfadarse, pero no pudo resistir la tentación de acunar a la niña en sus brazos.
Hacía casi tres semanas que la casa estaba lista para recibir a sus dueños. Diamantina había visto cómo llegaban a la plazuela los carromatos de los tenderos, que comenzaron a vaciar sus almacenes mientras el palacete se llenaba de candiles, braseros, mesas, alfombras, candelabros, tafetanes, sábanas de Holanda, vajillas y todos los demás productos adquiridos por doña Aurora.
El forjado de las ventanas y de los balcones contrastaba con el blanco de la fachada recién encalada. Los matacanes de granito que el capitán añadió al diseño original, a semejanza de los palacios que admiró en Cuba, protegían todos los saledizos del palacete. Doña Aurora y Valvanera se encargaron de adornar el enrejado con flores. Todo Zafra comentaba la belleza de la casa. Se había convertido en una de las mejores de la ciudad.
A mediados de septiembre, el traslado parecía inminente. Desde el palacio del Señor de El Torno, Diamantina admiraba con su esposo el resultado de la reforma.
– Jamás habría pensado que esa ruina pudiera convertirse en un palacio tan hermoso.
Diamantina contemplaba el edificio que habría compartido con don Lorenzo si el tiempo no se hubiera vuelto contra ella. Le amó desde que tuvo uso de razón, desde que le veía cabalgar con don Alonso por la sierra de El Castellar. Le amó hasta que rechazó su mano y se embarcó hacia las Indias, hasta que su amor se convirtió en amargura, hasta que comprendió que nunca sería para ella.
También él la habría amado si le hubiera dado tiempo a verla como una mujer. Pero, incluso cuando alcanzó la edad de contraer matrimonio, ella siempre fue para él la pequeña Diamantina, la hija de su hermana de padre, su medio sobrina, una niña.
Su esposo quiso besarla en la frente, pero retiró la cabeza antes de que pudiera rozarla.
– ¿Todavía no me has perdonado? ¿Quieres que vuelva a confesarme? Escucharé otra vez todas las misas que tú quieras.
La sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí.
– Ven, no seas arisca. Deja que te abrace.
Paseó sus manos por su pelo ondulado y la besó en el cuello.
– Sabes que te adoro más de lo que cualquier hombre debería adorar a una mujer. Más de lo que cualquiera podría soportar sin volverse loco.
Diamantina aceptó el abrazo pensando en don Lorenzo. En cuando su padre le comunicó que se casaría con él un viernes, delante del Cristo del Rosario, en la iglesia de la Encarnación y Mina. En los días y en los meses siguientes, llorando en su alcoba, recibiendo el consuelo del hermano que provocó su marcha.
La peste se llevó a la Señora de El Torno una semana después de que se llevara a su padre y a su hermano. La soledad y el luto la oprimían, y don Manuel estaba allí.
Al principio se entregó por venganza pero, poco a poco, sus encuentros se convirtieron en necesidad, y la necesidad en deseo. Se casó enamorada, en la misma iglesia donde meses antes le habría dicho «¡Sí!» al hombre con el que soñó desde niña.
Su esposo la trató como a una reina hasta que llegaron los celos y las preguntas que no buscaban respuesta.
«¿Dónde has estado? La misa terminó hace rato.»
«¿Por qué dejas que los criados te miren así?»
«¿No vas a ponerte la toca?»
Y los golpes, y el remordimiento.
«Lo siento, mi amor, no volverá a pasar.»
«Yo también sufro. Prométeme que no volverás a obligarme a ponerme así. Sabes que te adoro más de lo que nadie debería adorar.»
Don Manuel la abrazaba arrepentido, ella perdonaba sus arrebatos y se consolaban mutuamente. Nunca más volverían a hacerse daño.
Pero los propósitos duraban lo que tardaban las preguntas en surgir otra vez. Acabó por taparse la cara con el manto cuando salía a la calle, se alargó la toca hasta que le cubrió todo el cabello, y decidió permanecer en su habitación la mayor parte del día, a salvo de las miradas de los criados. Don Manuel la amaba, no deseaba contrariarle, pero las noticias sobre la posible vuelta de su hermano reavivaron la furia donde se rompían sus celos.
Diamantina seguía mirando el palacio de enfrente cuando las manos de su esposo comenzaron a desabotonarle el traje. Se dejó hacer escondiendo su cara contra el cristal. La besó y la acarició hasta que sus cuerpos fueron uno, y luego dos, y ella volvió a mirar por el balcón, y él se metió en la cama y se quedó dormido.
– ¡Pobrecita! ¿No te has dado cuenta? Está preñada.
Juan de los Santos miró incrédulo a Valvanera. Los dos habían visto a Diamantina en muchas ocasiones pero, debajo de sus telas, era imposible advertir que su vientre estuviera abultado. Valvanera insistió.
– Está preñada. Te lo digo yo. No se me escapa una mujer adornada por la buena esperanza. Pero esta pobre no quiere al hijo que lleva.
Su marido volvió a mirarla con incredulidad.
– ¿Estás loca? ¿Cómo puedes decir eso?
– No lo digo yo, lo dicen sus ojos.
Sus ojos la delataban. Valvanera la había visto mirarle la tripa el día anterior. La mancha de la tristeza y la envidia le cruzaba los ojos. Sólo una mujer que desea la vida de otra es capaz de mirar así.
– ¡Juan! ¡Créeme! El hijo de esta pobre se ha concebido sin su consentimiento. No quiere tenerlo.
Juan de los Santos abrió los ojos hasta que casi perdieron sus órbitas. Sus palabras sonaron como órdenes disfrazadas de súplicas.
– ¡Por lo que más quieras, Valvanera! No vuelvas a repetir eso. Y no te metas en nada que no vaya con nosotros.
– No me meteré en nada que no vaya con nosotros. Pero te digo que está preñada y que no quiere tenerlo.
Pocos días después, el aya de Diamantina acudió a la posada y preguntó por doña Aurora. Valvanera bajó con ella a la cantina. La nodriza hablaba en voz baja, y se tapaba la cara con la toca. Valvanera adivinó el miedo en sus manos.
– Mi señora quiere veros. Ha oído hablar de vuestras hierbas. No se encuentra bien.
Valvanera no se extrañó del secretismo, sabía que Diamantina acudía a la posada sin permiso de su esposo. La princesa la citó a la hora de la misa y se despidió de la niñera.
Al día siguiente, la joven llegó a la posada una hora más tarde de lo convenido. Nada más verlas, se echó a llorar.
– Perdonadme, no sabía a quién acudir.
Doña Aurora le pidió que subieran a su cuarto, allí estarían más tranquilas. Mientras subían las escaleras, Valvanera advirtió que de las piernas de Diamantina caían pequeñas gotas de sangre. La sujetó por debajo de los brazos y la tendió en la cama.
– ¿Qué has hecho, criatura?
Diamantina lloraba sujetándose la tripa.
– Él no quería hijos, no quería.
La princesa sacó su cesto y comenzó a preparar un emplasto con piedra de sangre para cortar la hemorragia. Mientras tanto, Valvanera preparaba unas gotitas de bálsamo de copal blanco y se las daba a la joven.
– Tranquila, criatura, te vas a poner bien. Toma esto, te quitará la fiebre.
Diamantina continuaba llorando, repitiendo sin cesar la misma frase.
– Él no lo quería, él no lo quería.
Después de curarle los destrozos, doña Aurora pidió a Valvanera que fuera en busca del capitán. Había que pensar en qué decirle al marido, Diamantina no debería moverse de allí en unos días.
Cuando regresó a la posada con don Lorenzo, Diamantina dormía. La princesa velaba su sueño a la cabecera de la cama. El capitán se acercó a la joven y le tocó la frente.
– ¡Está ardiendo!
La princesa miró a Valvanera y ella negó con la cabeza. No le había contado nada. Don Lorenzo reparó en el cesto repleto de paños ensangrentados y se llevó las manos a la cabeza.
– ¿Qué ha pasado?
Doña Aurora pidió silencio a su esposo y salió con él de la habitación. Había que llamar a don Manuel, si movían a Diamantina podría desangrarse, le habían arañado la matriz. El capitán no daba crédito a lo que escuchaba.
– ¿Desangrarse? Pero ¿qué locura es ésta? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¡Dios mío! ¿Qué es lo que ha hecho?
Don Lorenzo mandó a Valvanera a la plazuela del Pilar Redondo.
– Busca a Juan y dile que venga enseguida. Después vete a casa de Diamantina y tráete a su aya, dile cualquier cosa menos la verdad, es mejor que no se entere de nada hasta que vea a su señora.
Cuando Valvanera volvió con el aya de Diamantina, Juan de los Santos ya había salido en busca de don Manuel. La princesa seguía a la cabecera de la cama, colocando toallas de algodón en los brazos y en las piernas de la enferma.
La nodriza dio un grito al ver a su señora y se desmayó. Al recuperar el conocimiento, se arrodilló a los pies de la cama y se lamentó.
– Le dije que no lo hiciera. Le dije que esta vez no le hiciera caso. Se lo dije. Se lo dije.
Juan de los Santos encontró al Señor de El Torno en casa de los López de Segura. Le contrarió que interrumpiera su partida de ajedrez, pero al escuchar las palabras del criado, le mudó la cara y salió corriendo sin esperarle. A pesar de que sus zancadas eran mucho más cortas que las de él, al mozo de espuela le costó trabajo alcanzarle.
Llegaron juntos a la posada de la calle de los Pasteleros, le dejó que pasara primero y después se colocó delante de él para indicarle el camino. Cuando entró en la habitación, se arrojó sobre la cama de su esposa sin reparar en nadie más. Lloró como un niño abrazando su vientre, le acarició la cabeza y la besó en los labios. Después recorrió con la mirada los ojos de todos los que había a su alrededor y se dirigió a doña Aurora.
– ¿Está muy grave?
Don Lorenzo se adelantó a la respuesta de su esposa con un puñetazo contra su estómago.
– Mucho más de lo que tú deberías haber permitido. ¿Cómo has podido obligarla a esto? ¡Eres un miserable!
Don Manuel se abalanzó sobre él, le devolvió el golpe y cayó a los pies de la cama. Juan de los Santos nunca había visto tanto odio retenido, sus ojos y su boca destilaban todo el que había guardado durante décadas contra su hermano.
– ¿Que por qué? ¡Dímelo tú! ¡Dime quién era el padre! ¿Dónde os veíais? ¿En esta habitación?
El capitán le cogió por el jubón y le levantó del suelo.
– ¡Estás loco! ¿Y qué me dices de los otros? ¿También era yo el padre?
Diamantina abrió los ojos e intentó incorporarse en la cama. El capitán estaba a punto de propinar a su esposo otro puñetazo cuando lanzó un alarido que consiguió detenerles.
– ¡Basta!
La habitación retumbó como si un regimiento le hubiera acompañado en el grito. Doña Aurora le sujetó la cabeza y la devolvió a la almohada lentamente. Diamantina respiraba con dificultad.
– Diles que se vayan. Por favor, que se vayan los dos.
Valvanera se acercó a Juan de los Santos y le tomó del brazo.
– ¡Haz algo! ¡Llévatelos de aquí! Este no es sitio para riñas. Necesita descansar.
El mozo de espuela consiguió llevarse a los dos hermanos a la taberna. La nodriza bajaba de vez en cuando para informarles del estado de su señora. Los dos hombres se sentaron a la misma mesa, frente a las jarras de vino que Virgilio les servía una tras otra. Bebían sin dejar de mirarse, midiéndose el uno al otro, como si estuvieran leyéndose la mente.
Juan de los Santos les observaba esperando que volvieran a enzarzarse en cualquier momento. Permanecieron así hasta el atardecer. Apretando los puños contra el tablero, escupiendo en silencio todo el odio con que podían mirarse.
Antes de que llegara la noche, el aya de Diamantina bajó a la taberna y se dirigió a su señor.
– La señora os ruega que subáis.
El capitán se levantó al mismo tiempo que su hermano, pero la criada le miró y volvió a dirigirse a don Manuel.
– Desea veros a solas.
El Señor de El Torno subió los escalones de dos en dos dejando a don Lorenzo delante de la jarra de vino, con las palmas abiertas sobre la mesa y la cabeza echada hacia atrás, mirando hacia el piso de arriba.
Juan de los Santos se sentó frente a él.
– No te preocupes, se pondrá bien. Ya verás, con sopitas y buen jamón de Monesterio, todo se quedará en un susto.
El capitán se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor de las mesas. De vez en cuando, se paraba y miraba hacia el techo, como si tratara de escuchar lo que sucedía en la habitación de Diamantina. Virgilio le reponía el vino de la jarra, que apuraba de un solo trago.
Ni siquiera se dio cuenta de que su esposa y Valvanera habían entrado hacía rato en la taberna. La princesa le miraba conteniendo las lágrimas, Valvanera conteniendo su furia.
– No es nada, mi niña, sólo está borracho. Y no hagas caso de lo que diga don Manuel, los celos abrasan a los que no los saben domar.
Doña Aurora no contestó, pero bajó la cabeza con las mejillas mojadas. Valvanera miró a don Lorenzo y después a su esposo.
– Aunque el fuego se extiende a los que tienen al lado.
El capitán continuaba dando vueltas entre las mesas, mirando hacia arriba como si el techo le hablara. Se diría que estaba enjaulado dentro de sí mismo.
Con un vaso en la mano, y la mirada perdida entre las palabras que no conseguía escuchar, don Lorenzo no se parecía en nada al joven con el que había compartido la mayor parte de su existencia. Juan de los Santos lo observaba mientras giraba con la cabeza levantada hacia el techo. En una de las mesas que acababa de rodear, sentada con Valvanera y con el aya de Diamantina, la princesa contemplaba fijamente una jarra vacía.
La pequeña Diamantina volvió a escuchar las disculpas de su esposo. Le perdonó, como siempre le había perdonado, y le hizo prometer que iría a hablar con el rector de la colegiata. Don Manuel se secó las lágrimas y se tumbó junto a ella.
– ¿Has ido al mismo sitio que las otras veces?
– Sí.
– ¿Y qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí? Esta gente no debería haberse enterado.
– Nadie me vio entrar. El curandero me echó cuando vio que no paraba de sangrar. No sabía adónde ir. La posada quedaba más cerca. Lo siento.
– Bueno, no pienses en eso ahora. Ya veremos cómo te sacamos de aquí. Descansa, estás muy pálida.
Se quedaron dormidos hasta que Diamantina despertó a medianoche y avisó a su esposo.
– ¡Manuel! ¡Deprisa! ¡Trae a doña Aurora!
La princesa rogó a don Manuel que abandonara la habitación, llamó a Valvanera y comenzó a rallar piedra de sangre para otro emplasto que consiguiera cortar la hemorragia de nuevo. Preparó sábanas y toallas limpias y le cambió la camisola con la ayuda de Valvanera.
Las dos se mantuvieron al lado de la cama hasta que los ojos comenzaron a pesarle y se quedó dormida. Todavía estaban allí cuando despertó al amanecer. Valvanera reposaba en el sillón y la princesa continuaba en su cabecera.
Durante dos semanas, doña Aurora la cuidó como una madre. Jamás se había sentido tan protegida. Cada vez que abría los ojos, la princesa se incorporaba de su asiento y le tocaba la frente. Comprobaba que tuviera las ropas limpias, la lavaba, y la curaba con sus hierbas.
Su marido la visitaba a diario, por las mañanas y por las tardes. Siempre le llevaba un racimo de uvas. Don Lorenzo, sin embargo, la visitaba al mediodía y al anochecer. Quizás habían establecido turnos para no encontrarse.
Unos días antes del traslado a la plazuela del Pilar Redondo, la princesa se acercó a la cama y le tocó la frente como de costumbre. La fiebre había desaparecido. Diamantina le sonrió.
– Te agradezco mucho lo que estás haciendo. Espero que no creyeras las tonterías que dijo mi esposo. Si don Lorenzo no estuviera aquí, habría acusado a uno de mis sirvientes.
Doña Aurora le retiró el cabello de la cara. Le aconsejó que siguiera durmiendo y que no gastara sus fuerzas, todavía tenía que recuperar muchas energías, debía reservarlas para el otro bebé.
Su sonrisa se convirtió en un dolor agudo y dulce que le partía la espalda. Un dolor que por primera vez asumía como una bendición del cielo.
– ¿El otro bebé? ¿Hay otro bebé?
Doña Aurora la miraba sonriendo y asintiendo. Había otro bebé. El curandero no se había dado cuenta.
Valvanera se acercó a la cama y dejó que Diamantina acariciara sus nueve meses de embarazo. La joven recorrió el cuerpo hinchado de la criada y sintió las formas del niño, acurrucado dentro de ella. Algún día su vientre estaría tan lleno como aquél. Se recostó de nuevo y suspiró.
– ¡Otro bebé! ¿Cómo es posible? ¿Sobrevivirá?
Valvanera apoyaba los brazos en su tripa, estaba preciosa, los labios se le habían hinchado y los ojos parecían más rasgados y más negros. Sonreía como una madona esperando el día más feliz de su vida.
– Sí, creemos que sí. No hemos querido decíroslo antes por si también tuviera destrozos. Pero la suerte ha querido que se escondiera detrás de la primera bolsa. El niño nacerá en la primavera si os cuidáis.
Diamantina volvió a incorporarse con los ojos muy abiertos, como si acabara de darse cuenta de algo.
– ¿Lo sabe don Manuel?
La princesa intentó recostarla sobre la cama. Don Manuel lo supo desde el primer día.
– ¿Y?
Y no dijo nada. Lloró sobre su vientre lamentándose del daño que había sufrido. La veló día y noche hasta que doña Aurora le aseguró que había pasado el riesgo de hemorragias. Le extendió la mano a don Lorenzo buscando la paz que perdió el mismo día de su nacimiento. Preparó con él la mudanza a la plazuela del Pilar Redondo, conviniendo en que el traslado de Diamantina llamaría menos la atención si utilizaban un carruaje para mudarse todos juntos. Visitó a su esposa todos los días, y todos los días salía de la fonda camino de la colegiata de Nuestra Señora de la Candelaria. Todos los días se arrepintió de haberla acusado. La había visto muerta.
En la víspera de la feria de San Miguel, los comerciantes llegaban a la posada de la calle de los Pasteleros mientras ellos la abandonaban. Diamantina compartió el carruaje con los niños y con Catalina. Doña Aurora le prometió que la visitaría todos los días mientras duraba el periodo de reposo, y se marchó hacia la plazuela caminando con Valvanera, que estaba a punto de dar a luz una niña.
Doña Aurora no podía dormir. Valvanera había pasado el calentador por el interior de la cama, pero los embozos continuaban húmedos y el frío se traspasaba a los huesos. Pensaba en su diosa de ónice. Debería haberla protegido mejor, no haber confiado en que la seguridad de una casa no la garantizan las llaves, sino el respeto de los otros. Tendría que haber cerrado las puertas aunque traicionara las enseñanzas que le inculcaron en su colegio de Cempoal, y escondido mejor a su diosa, defenderla de las manos que no deberían tocarla. Pensaba en su besador, en el tacto de su anillo de cabeza de águila, en su madre. En el calor de Cempoal. En las noches templadas. En la Luna azul que descubrió con su esposo. No era el mismo desde que se tropezó con su pasado en el monasterio. Pensaba en los acontecimientos de las últimas semanas, las primeras que pasaban en el palacete del Pilar Redondo. Su diosa de los besos, el látigo del alcaide Bigotes, la gitana, y la lluvia que trajo consigo la maldición de la muerte. Otra vez. Unas semanas habían bastado para destruir los sueños que don Lorenzo construyó para ella. Pensaba en que a veces el destino se distrae y no repara en que sus designios ya se han cumplido. Y actúa de nuevo, inalterable, tenaz, idéntico, con la misma obstinación de sus mandatos anteriores. Comunicó a Diamantina que había otro bebé de la misma manera que la partera se lo había comunicado a su madre muerta hacía veintitrés años. Se lo habían contado tantas veces que el recuerdo se instaló en ella como si pudiera guardarlo en su memoria. Había otro bebé. Otro. Hacía tiempo que no recordaba a su hermano, pero su sino volvía a tocarla para que no olvidara. Otro niño. Otro pequeño que crecería a su lado, junto a María y a Miguel, junto a la niña que mamaba de los pechos de Valvanera. Otro niño que el destino le negaba a su vientre. Desde el día de su matrimonio con don Lorenzo, todos los meses odiaba su mancha roja en la esperanza de verla desaparecer. Pero la marca de su destino la perseguía por dondequiera que fuera, nunca tendría sus propios hijos, nunca sería más que una madre que no llegó a sentir la vida dentro de ella.
El día que nació su hija, Valvanera le pidió que extendiera el libro de la cuenta de los días en el suelo. Debían averiguar el horóscopo de la pequeña Inés para encontrarle su verdadero nombre.
– Busca el signo ascendente si el principal no es favorable, pero no me lo digas, prefiero pensar que los dioses la bendecirán de cualquier modo.
No hizo falta engañar a Valvanera, el bebé nació con la suerte de cara, el signo de la vida se posó sobre ella cuando abrió los ojos. Aunque nunca la llamarían así, el Jade protegería sus pasos.
Las dos saltaban de contento cuando aparecieron en la habitación Miguel y María. Venían de la Plaza Chica, cada uno con su melón y con su maravedí sudando en las manos. El pequeño Miguel le enseñaba su moneda de cobre como si se tratara de un trofeo.
– ¡Un señor nos ha regalado los melones!
Ella se volvió hacia Catalina, no le gustaba que los niños aceptaran regalos, le asustaba que hablaran con desconocidos. La criada aumentó su preocupación cuando intentó tranquilizarla.
– No parecía un desconocido, llamó a los niños por su nombre y les dijo que os enviaba sus recuerdos. Le acompañaban cuatro criados moros que también os conocían. Me preguntó cuándo podría haceros una visita para mostraros sus paños.
Les quitó los melones a los niños y se los entregó a Catalina para que los devolviera. Nunca más debía hablar con aquel hombre, y no volverían a la Plaza Chica hasta que los comerciantes hubieran abandonado la ciudad.
Cuando la criada salió de la habitación, encontró en los ojos de Valvanera el mismo terror que los suyos no podían ocultar. Las casualidades no existen, el hombre de negro las había seguido hasta allí. No pararía hasta cumplir sus propósitos.
Valvanera se estremeció, dejó a su hija en la cuna y corrió hasta el ventanal. La princesa pudo sentir su escalofrío cuando descorrió las cortinas y miró hacia la plaza.
– ¡Los dioses nos protejan!
Se acercó a la ventana para comprobar lo que no necesitaba comprobación. El comerciante de paños, recostado en el pilón, las miraba con su sonrisa amarilla. La amenaza se desprendía de aquella figura negra sin necesidad de que hiciera un solo movimiento. Valvanera se descompuso. No recordaba haberla visto así desde que los españoles destruyeron el templo de Cempoal.
– ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué es lo que busca? ¿Por qué nos acosa de esta manera? ¿Por qué?
Sin embargo, ella sabía que el comerciante no necesitaba un porqué, tan sólo necesitaba un quién, y hacía tiempo que lo había encontrado. Pero lo más terrible no era sentir la atracción que la diana ejercía sobre la flecha, sino ignorar cómo, dónde y cuándo la lanzaría el arquero. Valvanera se deshacía en lágrimas buscando una razón, cuando lo que deberían buscar era la estrategia. Sólo si conseguían descifrarla podrían escapar. Había llegado la hora de contarle a don Lorenzo todo lo sucedido en el barco, y de buscar alianzas entre aquellos contra los que el comerciante de paños no podría atreverse. Esa misma noche, habló con su esposo. Excepto el incidente del camarote, le contó todos los detalles de la extraña relación que el hombre de negro había establecido con ella desde la muerte del marinero.
Don Lorenzo escuchó su relato sin pestañear. No parecía sorprendido, pero se alarmó cuando supo de la presencia del comerciante en la plazuela del Pilar Redondo.
– ¿Cómo se ha atrevido a acercarse a los niños? Si vuelve a merodear por aquí haré que lo apresen. Nadie volverá a salir de esta casa hasta que el último comerciante de la feria se haya marchado.
Le prometió que nadie saldría de la casa, pero le pidió que solicitara ayuda a su hermano y a los Condes de Feria. La condesa le había mostrado sus respetos en varias ocasiones a la salida de misa. Si supiera lo que estaba pasando, seguro que podría evitar que las cosas se enredaran como en el galeón. Siempre sería mejor adelantarse a las murmuraciones que tener que defenderse de ellas.
Don Lorenzo de la Barreda no tenía ninguna intención de pedirle ayuda a su hermano, no se fiaba de él. Se ofrecieron las paces para contentar a doña Aurora y evitar más dolor a Diamantina, pero detrás de aquel apretón se escondía demasiado resentimiento como para dar por zanjadas sus diferencias. Más pronto que tarde, la hiel acumulada volvería a brotar a pesar de los buenos propósitos. El nacimiento de la hija de Valvanera le demostró que don Manuel no podría cambiar tan fácilmente. El odio no desaparece con un gesto, necesita del olvido para poder liberarse del poso que lo sustenta. Y tiempo, mucho más tiempo del que su hermano era capaz de concederse para cubrir la distancia que les separaba desde niños.
La pequeña nació a las pocas horas de llegar a la casa. Habían salido de la fonda antes del amanecer para evitar a los curiosos. Diamantina, Catalina y los niños se trasladaron en carromato, pero Valvanera no se encontraba bien y prefirió caminar a soportar el movimiento del carro. A media mañana, la niña lloraba ya en los brazos de su madre.
La noticia llegó al palacio de enfrente sin necesidad de que nadie la llevara. En toda la plazuela se pudo comprobar la potencia de los pulmones de la recién nacida. Diamantina cruzó la plaza cuando escuchó aquel llanto, desoyendo los ruegos de su nodriza.
Don Lorenzo la acompañó hasta la habitación de Valvanera y la contempló mientras mecía a la niña. Sostenía a la criatura con tanto recogimiento, que los mejores pintores hubieran sacrificado una de sus manos por inmortalizar aquella imagen. Abstraída del mundo, la joven no atendía al nerviosismo de su niñera.
– Señora, por lo que más queráis, volved al palacio. Vuestro esposo está a punto de regresar. Se enfadará si no nos encuentra.
Al cabo de unos momentos, apareció otra de sus criadas con un encargo de don Manuel.
– El señor os ruega que volváis inmediatamente. Me ha pedido que os recalque que ha dicho inmediatamente.
La nodriza se estaba poniendo blanca como la pared.
– ¡Vámonos, Diamantina! Vámonos si no quieres que se enfade.
Pero los temores del aya se confirmaron enseguida. Diamantina volvió de su sueño de madre cuando escuchó la voz de su esposo subiendo por las escaleras.
– ¿Dónde está mi mujer?
Los dos hermanos se encontraron frente a frente, el Señor de El Torno con los gritos a punto de estallar en forma de golpes, y el capitán con la determinación de evitarlos.
– ¿De modo que está contigo otra vez? ¡Diamantina! ¡Sal de ahí!
– ¡No te atrevas a tocarla!
– ¡Nadie me dice a mí lo que tengo o no tengo que hacer con mi esposa! ¡Diamantina! ¡Ven aquí ahora mismo!
– Si intentas volver a ponerle las manos encima, ten por seguro que te arrepentirás antes de que hayas dado el golpe.
Diamantina salió de la habitación seguida de la nodriza. Bajó las escaleras sin mirarles y cruzó la puerta del palacio. Don Manuel no permitiría que nadie volviera a verla hasta pasadas cinco semanas.
Al día siguiente, don Lorenzo tropezó con el comerciante de paños en la calle de los Pasteleros. Cuatro criados obedecían sus órdenes y descargaban piezas de tela en la puerta de la fonda. Enseguida reconoció a los criados. Las dos parejas de moros que despidió en la posada del Arenal. El sudor le empapó las ropas al observar la complicidad de sus miradas y de sus sonrisas. El comerciante tramaba algo.
Cuando doña Aurora le pidió aquella misma noche que acudiera a pedir ayuda a los Condes de Feria, él ya había visitado el alcázar para concertar una cita. El alcaide que gobernaba la fortaleza, el que todos llamaban «el Bigotes», le emplazó a que volviera cuando terminara la feria, los condes estaban de viaje. Don Lorenzo volvió a la semana siguiente, y a la otra, y a la otra, con la esperanza de que los condes hubieran regresado. Tres semanas en las que el comerciante iba y venia de Zafra sin que nadie supiera lo que tramaba. En las que doña Aurora no dormía esperando su zarpazo. Tres semanas de angustia hasta que el alcaide Bigotes le comunicó que los condes habían vuelto y que les recibirían a él y a su esposa el domingo, después de la misa.
Pero al llegar al palacio, la fatalidad volvió a mostrarles su cara. En el patio interior, el alcaide azotaba a una gitana amarrada al brocal de un pozo. Se detuvo con el brazo en alto cuando les vio aparecer.
– Lo siento, los condes han tenido que volver a marcharse a la corte. No podrán recibiros. Y no sé cuándo volverán.
Se quedaron mirando aquella espalda desnuda como si fuera su propia vida, cruzada de rojo por la vara que levantaba el alcaide a la espera de un nuevo golpe. A su alrededor, los pedazos de un búcaro estrellado contra el suelo delataban la culpa que estaba pagando, tenía sed. Don Lorenzo rodeó a su esposa por los hombros y la sacó del patio. Mientras franqueaban la puerta, escucharon la voz de la gitana que lanzaba su maldición contra el alcaide.
– ¡Maldito seas, Bigotes, maldito seas! En siete pedazos se ha roto el cántaro. Siete azotes que me has dado. ¡Maldito seas! ¡Quédate con tu agua! Pero te advierto que en siete días tendrás tantas que navegarás sobre ellas camino de tu condena.
Todavía no habían cruzado la plaza del palacio cuando la gitana salió sujetando sus ropas destrozadas contra su pecho. Doña Aurora se acercó hasta ella, se quitó su manto y la cubrió. Después le entregó una bolsa de monedas de plata. La gitana abrió la bolsa, contó las monedas y comenzó a morderlas una por una.
Apostado en la Puerta del Acebuche, en el pasadizo que comunicaba el alcázar con la calle Sevilla, don Lorenzo distinguió al comerciante de paños. Les había estado siguiendo.
Siete días después, el alcaide agonizaba mientras el cielo se cubría de nubarrones. Llovía cuando expulsó el aire de su último suspiro. Llovía cuando le lloraron y le cerraron los ojos. Cuando lo metieron en el ataúd. Cuando le velaron y cuando le rezaron el responso. Cuando su casa comenzaba a llenarse de remolinos de cieno. Cuando se anegó el zaguán, y el patio, y las cocinas, y el comedor donde se instaló el velatorio. Llovía cuando las aguas buscaron su curso y arrastraron su féretro por las calles de Zafra.
A unas varas de la Puerta de Jerez, el cabildo ordenó abrir en la muralla otro arco por donde pudieran desaguar las calles de la villa. Muy pronto, el nuevo arco sería conocido por los habitantes de la ciudad como la Puerta del Agua. No era la primera vez que los regatos producidos por la lluvia se acumulaban en aquella zona baja del pueblo, taponados por el muro. La ronda de vigilancia se había convertido en un embalse donde se amontonaba toda clase de objetos llevados por la corriente. Las casas que discurrían en paralelo con la muralla, constituyendo la ronda, se encontraban anegadas hasta las escaleras que conducían al piso superior.
Todas las casas grandes de la ciudad aportaron sirvientes para ayudar a construir la nueva salida y reparar los estragos de la inundación. Los trabajos comenzaron a realizarse desde el barrio extramuros. Juan de los Santos acudió con el marido y los hijos de Catalina; en cuanto llegó, reconoció a los moros de Sevilla entre los criados de las otras casas principales. El hombre de negro observaba los trabajos junto a los señores, desde el camino de Jerez. Nada más verle, se le acercó y le habló tan alto como si quisiera que le escucharan hasta en la otra punta de la ciudad.
– Pregúntale a tu señora qué tiene ella que ver con todo esto.
Juan de los Santos apretó los puños para contener su indignación y le gritó:
– ¡Todo el mundo sabe que fue una gitana!
La atención de los señores dejó de centrarse en los trabajos de la muralla y se desvió hacia ellos. El comerciante sonreía.
– Pero lo que no sabe todo el mundo es que tu señora le pagó con reales de plata. ¿Sabes tú qué era lo que le estaba pagando? ¡No me extrañaría que fuera ella quien le enseñó la maldición!
El hombre de negro se volvió hacia los señores que les rodeaban.
– Será cuestión de averiguarlo, ¿no creen? Las esmeraldas y las plumas finas que lanza suelen tener consecuencias desagradables. No sería la primera vez que sus conjuros envían a alguien a la muerte.
Juan de los Santos dejó de morderse la lengua y sujetó al comerciante de paños por la pechera de la camisa.
– ¡Retira ahora mismo tus palabras si no quieres tragártelas!
Los señores de Zafra se miraban unos a otros desconcertados. El hombre de negro esperaba impasible el puño en alto de Juan de los Santos. Seguía con la media sonrisa en la boca. Antes de que el criado descargara su rabia contra aquella cara de piedra, don Lorenzo apareció detrás de él y le sujetó el brazo.
– ¿Qué ocurre aquí?
Juan de los Santos soltó a su presa entre el murmullo y la agitación de los presentes. El comerciante recompuso su camisa y se dirigió al capitán como si se estuviera despidiendo.
– Con mucho gusto se lo contaría. Pero debo partir hacia Llerena. Me esperan en el Santo Tribunal.
Después, se acercó a sus criados y les habló señalando ostensiblemente a Juan de los Santos y a don Lorenzo. Uno de los moros desató dos yeguas de la reja donde se encontraban amarradas, ayudó al comerciante a montar en una de ellas y subió después a la otra. Desaparecieron al galope en dirección a la Puerta de Sevilla. Todas las miradas les siguieron hasta que desaparecieron en la primera curva.
El alcaide Sepúlveda, que se encontraba entre el grupo de señores que contribuía con sus sirvientes a la limpieza de la ronda, tomó la palabra.
– Ese hombre tiene la lengua partida como las serpientes. No te preocupes, le conocemos desde hace años. Utiliza la feria de San Miguel como excusa, pero siempre acaba en Llerena para solicitar una visita del Santo Oficio. Allí también le conocen, no entiendo cómo se arriesga a denunciar a nadie. Con los rumores que corren sobre él, se podría encarcelar a media villa. Ven mañana a verme, te contaré lo que se dice en Granada.
El alcaide se volvió a los otros señores y les animó a que continuaran observando los trabajos de albañilería. La Puerta del Agua ya se vislumbraba entre el muro de piedra, rodeada de cascotes cubiertos de lodo.
Don Lorenzo se despidió de don Diego Sepúlveda con la promesa de ir a visitarle al día siguiente.
Juan de los Santos confiaba en que el comerciante no tuviera éxito en Llerena. Volvió a la plazuela del Pilar Redondo con el corazón encogido, sintiendo a su lado la preocupación del capitán, y pensando que la felicidad pendía siempre de un hilo tan delgado que apenas podía disfrutarse sin la angustia de verla desaparecer.
Acababa de ser padre. El comerciante de paños aún no había logrado el objetivo que se había marcado en el galeón, pero consiguió sembrar de tristeza la casa donde su hija debería crecer.
Cuando llegaron al palacio, sintió que los problemas no habían hecho más que empezar. Una de las criadas lloraba desconsoladamente. Sus gritos se escuchaban desde la plazuela.
– ¡Juro por lo más sagrado que no he sido yo! ¡Lo juro!
Atravesaron el patio en dirección a las voces. Catalina intentaba calmar a la criada mientras Valvanera interrogaba al resto de la servidumbre. Doña Aurora revisaba llorando el contenido de las faltriqueras y de los bolsillos de los jubones, dispuestos sobre un banco al lado de cada uno de los sirvientes. Su cofre de piedra había desaparecido.
– ¿Seguro que ninguna persona desconocida ha entrado en el palacio? Siempre tenéis las puertas abiertas.
– No hemos visto a nadie. Pero las moras de Sevilla no se han movido en toda la mañana de la plazuela. Empezaron a gritar que María y Miguel se habían caído al pilón, creímos que se estaban ahogando. Nos agarró la angustia. Salimos todos corriendo sin pensar en otra cosa.
Valvanera lloraba con su hija en brazos. La sujetaba como si corriera el peligro de que se la robaran también. Su esposo seguía preguntando, intentando averiguar quién pudo entrar en el palacete y subir hasta la habitación de la princesa.
– ¿En algún momento perdisteis de vista a las moras?
– No, cada una sacó a un niño del agua. Se quedaron en la plazuela hasta que cerramos el zaguán.
– Entonces está claro que ellas no han sido. Sus maridos estaban en la muralla, tampoco han podido ser. Intenta recordar, ¿había alguien más en la plaza? ¿Alguien que no debería estar allí?
Pero Valvanera no recordaba, se aferraba a su niña y la mecía moviendo su cuerpo adelante y atrás. Tan sólo recordaba las palabras de la princesa. Las casualidades no existen. No era casualidad que el comerciante de paños apareciera en la feria. Tampoco la desaparición de la diosa de los besos y del anillo con la cabeza de águila. Como no fue casual que coincidieran en el galeón con el comerciante. Ni que hubiera una araña en el navío. Ni que muriera el carpintero. No, las casualidades no existen. El destino les esperaba en el nuevo mundo con sus garras de punta, dispuesto a lanzar sobre ellas otro zarpazo.
La princesa tenía razón, el comerciante urdió su estrategia, y no empezó a aplicarla precisamente cuando llegó a la ciudad. Los planes del hombre de negro comenzaron a diseñarse el mismo día en que las vio en la cubierta del buque. Quizás incluso mucho antes, quizá las siguiera desde Cuba, quizá la araña que picó al marinero embarcara en su equipaje. Aquél no era el tipo de animal que podía subir con sus propias patas a un barco.
En cualquier otro momento, Valvanera habría alimentado sus fuerzas con las adversidades. Sin embargo, ahora tenía un bebé. Ahora tan sólo quería amamantar a su hija y que los demás pensaran por ella. Abandonó sus pensamientos y volvió a las preguntas de su esposo.
– ¿Quedó alguien en la parte de atrás del palacete? A lo mejor entró alguien por la puerta falsa.
– No lo sé, yo estaba en el pilón con los demás. Todos estábamos allí.
– ¿Todos?
– No lo sé, Juan, no lo sé. Fue cosa de un momento. Salimos y entramos en la casa en menos de un suspiro.
Aparte de los criados que trajeron de Sevilla, en la casa vivían otras seis personas de servicio que el capitán contrató cuando se trasladaron al palacete. Un mozo de soldada para cuidar de los caballos, dos criadas para la limpieza de la casa, una lavandera, un despensero y una cocinera. El marido y los hijos de Catalina trabajaban en el campo, casi todas las noches se quedaban en los chozos que don Lorenzo mandó construir en el olivar. Cuando dormían en el palacete, lo hacían en el doblado. El resto de la servidumbre ocupaba dos alcobas situadas en la planta baja, detrás de las cocinas. En una dormían los dos hombres y en la otra las mujeres. Catalina ocupaba la habitación de los niños. Contigua a las de Valvanera y la princesa.
Juan de los Santos acompañó al capitán a inspeccionar las habitaciones. Las criadas lloraban exculpándose de la desaparición del joyero, los hombres ayudaban a desmontar los catres y a revisar los baúles donde guardaban sus cosas. Las almohadas, los colchones con sus hinchamientos de lana, los embozos, las mantas, los cobertores, todo se movió de su sitio.
La caja de piedra no aparecía.
Valvanera y doña Aurora esperaban en el patio intentando distraer a los niños, que, empapados aún, lloraban igualmente, sin saber muy bien por qué lo hacían los demás. La pequeña Inés dormía con la boca acoplada al pecho de su madre, era la única persona del palacete que se mantenía en calma. Valvanera la miraba con los ojos húmedos, y le recitaba en silencio los versos que cantó para ella el día que se la acercó por primera vez al pezón, hacía justamente un mes.
– Mi pluma preciosa, mi plumaje rico. Serás la llama que prenda el fuego del hogar.
Los hombres buscaron el cofre por cada rincón de la casa. Durante toda la tarde, se escucharon los lamentos del servicio. Todos negaban haber formado parte del robo. Abandonaron la búsqueda cuando las mujeres comenzaron a encender los candiles. La princesa subió a su habitación tirando de sus pies. Su cuerpo parecía pesado, encogido. Se apoyaba en la barandilla como si soportara un lastre que le impedía remontar cada uno de los peldaños de la escalera. Valvanera la siguió y la ayudó a desabrocharse el traje y las enaguas.
– Quédate tranquila, mi niña, tu diosa volverá a ti.
Doña Aurora se refugió en ella como tantas veces había hecho a lo largo de su vida, descargó su llanto envuelta en su túnica de algodón y se lamentó de no haber guardado sus reliquias en un lugar secreto. Debería haberlas protegido mejor. Valvanera la dejó desahogarse. Después, la condujo hasta la cama, templó las sábanas con el calentador y la tapó con los cobertores.
– Duérmete, mi niña. No dejes que te atormenten tus pensamientos. El que se las ha llevado habría dado con ellas aunque estuvieran en el noveno abismo.
En los tres días que llevaba en Granada, don Lorenzo había visitado todos los cármenes del Albaicín que don Diego le había sugerido. En casi todos escucharon su historia, pero cerraban sus puertas cuando mencionaba al comerciante. Desgraciadamente, aunque ocultara delitos como para encarcelar a medio Zafra, como presumía don Diego Sepúlveda, también guardaba secretos que sus vecinos no estaban dispuestos a que salieran a la luz. Su habilidad para encontrar herejías en cualquiera que le desagradara le venía de largo. Todos sabían algo contra él, pero el miedo era más fuerte que el deseo de venganza o de justicia. Nadie se decidió a ofrecer su testimonio como prueba.
Sin embargo, todavía le quedaba por hacer la visita más importante. Nada más llegar a Granada acudió al palacio de don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra, pero se encontraba fuera de la ciudad, no podría verle hasta pasados cuatro días. Guardaba en su bolsa la carta que don Diego le entregó para él.
El alcaide conocía a don Hernando padre desde mucho antes de que se marchara a la corte. Aprendieron juntos a escribir y a montar a caballo. Muchas veces compartieron mesa con el Conde de Feria y con el padre de don Lorenzo, y muchas veces se alojaron los tres en El Castellar después de una cacería. Don Diego se encontraba en Granada cuando don Hernando ayudó a los Reyes a liberarla de los moros, y cuando le recompensaron con el Señorío de la Villa de Castril. Conocía a su esposa, a sus suegros, a sus cuñadas, y a la esclava judía que le había dado en secreto a su único hijo. Era su amigo de toda la vida. Y asistió a su funeral cuando le tocó la muerte. Don Lorenzo lo sabía, como también sabia que el hijo de don Hernando heredó la amistad que unía a su padre con don Diego y con don Miguel de la Barreda. Sin embargo, cuando se dirigió a ver al alcaide, después de la desaparición de las joyas de la princesa, no podía imaginar que sus esperanzas se encontrarían en el hombre que rechazó la amistad de su padre porque se casó con una mora. Cabalgó hasta El Castellar pensando en la ayuda que pediría a Sepúlveda. No sabía que no sólo se la prestaría, sino que las claves que podrían devolver la paz a su casa se encontraban en manos del hijo de don Hernando. Galopó pensando en los días en que montaba con don Alonso y buscaban el pasadizo que, según la leyenda, comunicaba la iglesia de la Encarnación con la alcazaba. Pensaba en su hermana Clara, la madre de Diamantina y de don Alonso, que les contaba historias al calor del brasero mientras su esposo repasaba las cuentas con el alcaide.
Llegó a la fortaleza al anochecer. Don Diego le recibió en el comedor, estaba empezando a cenar. Comía solo desde que murió su esposa, pero mantenía el ceremonial de la mesa, como mandaban las buenas costumbres.
– ¡Siéntate! Ordenaré que preparen otro servicio.
El capitán aceptó el ofrecimiento y le contó sus problemas con el comerciante, desde su encuentro en el barco hasta la desaparición de las joyas. Cuando escuchó el relato, el alcaide cerró la puerta de la sala y bajó la voz.
– Esto es mucho más grave de lo que yo había imaginado. Si el comerciante tiene el cofre, tu esposa tiene un problema. ¿Qué piensas hacer?
– No creo que lo tenga todavía, pero necesito vuestra ayuda.
– ¡Cuenta con ella! ¡Dime!
– Necesito saber todo lo que se dice sobre él en Granada, después iré a por pruebas y se las cambiaré por el cofre. Pero antes esconderé a mi esposa y a Valvanera. Prefiero que no estén en Zafra cuando llegue el Tribunal.
El alcaide le contó los rumores y le facilitó la dirección de cada persona a la que debía dirigirse. Antes de hablarle de don Hernando hijo, se levantó, abrió un cajón de un bargueño, y escribió, firmó y lacró una carta.
– Toma, debes entregársela personalmente y esperar a que la lea. Después le cuentas todo lo que ha pasado. Él sabrá cómo ayudarte.
No sabía qué pensar. Don Diego conocía los conflictos de su padre con don Hernando, y aun así ponía su salvación en sus manos.
– Confía en mí, entrégale la carta. Nadie podría ayudarte mejor que él. Dime, ¿qué más has pensado?
– Si el comerciante tiene éxito en Llerena, ¿cuánto tiempo creéis que tardará el inquisidor en organizar una visita de distrito?
– Teniendo en cuenta que el juez tendrá que convocar a un notario, a un nuncio y a un oficial, creo que el Edicto General no se leerá hasta dentro de dos semanas.
– ¿Cuándo sería el arresto?
– Primero le darán la oportunidad de autodelatarse en el Edicto General. Al domingo siguiente leerán el Edicto de Fe para que pueda reconocer su delito en la lista. Si no se entrega, el comerciante podrá denunciarla. Cuenta tres semanas a partir de hoy.
Don Lorenzo se quedó pensativo, mirando la confitera que le ofrecía don Diego. Eligió dos piñones, los partió, y colocó uno en cada plato.
– Recuerdo a mi padre y al Conde de Feria partiendo muchos piñones en esta mesa con vos y con el padre de don Hernando. Siempre me gustó vuestra confitera. El olor de los confites se extendía por toda la casa. El os estaría muy agradecido.
– Déjate de pamplinas y dime lo que has pensado para mí.
– Necesitaré vuestra ayuda para esconder a doña Aurora y a Valvanera hasta que pase todo el peligro. También necesito que habléis con el conde.
– Eso está hecho. ¿Qué más?
– ¿Es verdad lo que se cuenta del pasadizo secreto?
El alcaide Sepúlveda se levantó y descorrió el tapiz que cubría una de las paredes del comedor. Una puerta pequeña se disimulaba entre las piedras del muro.
– ¡Directo a la Encarnación y Mina!
Don Lorenzo salió de El Castellar y se dirigió al convento de la Encarnación y Mina en busca del ecónomo, quería contarle sus planes bajo secreto de confesión, confiaba en él, pero no deseaba exponerle a ningún peligro. Conservaba la amistad que les unió en los torneos de ajedrez de los López de Segura. El sacerdote no le confesó, se comprometió a ayudarle sin necesidad de explicaciones.
Volvió al palacete pasada la medianoche, todos se habían retirado a sus alcobas excepto Juan de los Santos. El mozo salió a recibirle cuando escuchó el portón.
– ¿Qué tal don Diego? ¿Está con nosotros?
– Sí.
– ¿Y el cura?
– También.
– ¿Cuándo nos vamos?
– Iré yo solo. Tú te quedas para cuidar de las mujeres. No le digas a nadie que estoy en Granada. Estoy en la ruta de Almendralejo, concertando la venta de la uva. Me llevaré al hijo mayor de Catalina.
Juan de los Santos le extendió la mano.
– ¡Que tengas suerte!
– A por ella voy.
Los dos hombres subieron a sus habitaciones tras despedirse con un abrazo. Don Lorenzo encontró a su esposa incorporada en la cama. Se acercó hasta ella y se sentó.
– Es muy tarde, deberías estar dormida.
Doña Aurora le miró como si hiciera mucho tiempo que no le veía. Tenía los ojos hinchados. No podía creer que su anillo y su besador hubieran desaparecido. Los había tenido en las manos esa misma mañana.
– No llores, corazón, no han desaparecido, sólo están en un lugar distinto al que estuvieron siempre.
La princesa reprimía su llanto apretando los labios. Sus ojos brillaban abiertos como balcones. Don Lorenzo se dio cuenta de lo lejos que había estado de ella desde que llegaron a Zafra. Estaba hermosa.
– No te preocupes, chiquinina, yo los encontraré y te los traeré. Te lo prometo.
Le pasó la mano por el brazo, le rozó el pecho por encima de la túnica de algodón y le deshizo la trenza.
– Eres lo más bonito que nunca vieron mis ojos.
Ella sonrió y le quitó de la punta de la lengua las preguntas que siempre le correspondieron a él. La atrajo hacia sí, se llevó la trenza a la boca y la besó.
– Por supuesto que te quiero. Te querré hasta que seas una viejecita preciosa, y yo un refunfuñón que seguirá adorándote y suspirando por conocer el olor de tu pelo.
Se besaron despacio. Compartieron el insomnio revisando cada paso que tendrían que dar para librarse de las artimañas del comerciante. Entre caricia y caricia, la princesa volvía a preguntarle si la seguía queriendo.
María y Miguel acostumbraban a llamar a Catalina por el sobrenombre de Mamata. Comenzaron a llamarla mamá Catalina cuando se convirtió en su niñera en la Ruta de la Plata, después lo abreviaron y pasó a ser mamá Cata, y de ahí al apodo con que se quedaría para el resto de su existencia. Mamata tenía edad como para ser la abuela de los niños, les cuidaba como las abuelas cuidan a sus nietos, regalándoles el mundo.
Todos adoraban a Mamata. Tenía la virtud de hacer reír a los demás aunque no existiera ningún motivo. Siempre encontraba el lado bueno de las cosas, incluso el de las que nadie hubiera podido imaginar de otro color que el negro más negro de todos los negros. Su capacidad para entretener a los pequeños superaba lo imaginable. Mamata era la bondad andando sobre dos piernas, la imaginación buscando un lugar donde construir sus nidos.
A la princesa no le extrañó que su esposo decidiera dejar a María y a Miguel a su cuidado cuando Valvanera y ella tuvieran que esconderse. Los niños no corrían peligro, la Inquisición sólo les exigía limpieza de sangre cuando alcanzaban la edad de doce años.
Don Lorenzo llevaba dos días fuera de la ciudad cuando Mamata entró en la habitación de doña Aurora, traía la noticia que todos temían desde que vieron galopar al comerciante camino de Llerena.
– ¡Ha vuelto!
Doña Aurora bajó al comedor y se reunió con Valvanera y con Juan de los Santos. Debían poner en marcha los planes que le contó don Lorenzo la noche antes de marcharse. Ante todo, debían darse prisa en averiguar quién les traicionaba dentro del palacete. Nadie podría entrar o salir de la casa sin que lo supiera Juan de los Santos. Las puertas y ventanas deberían permanecer cerradas de día y de noche. El carruaje y los caballos siempre preparados para enganchar el tiro.
El marido y los hijos de Mamata vigilaban al resto de la servidumbre desde que desapareció el cofre. Estaba claro que el ladrón pertenecía a la casa; de otro modo, no se explicaba que nadie hubiera visto a ningún extraño subiendo o bajando del piso de arriba.
Tal y como había imaginado el capitán, ningún sirviente hizo nada sospechoso mientras el hombre de negro estuvo fuera de la ciudad. Podrían haber entregado las joyas a los moros de Sevilla, que se turnaban rondando el palacio. Durante el día vigilaban las mujeres, y por la noche lo hacía el hombre que se quedó trabajando en el desescombro de la Puerta del Agua. Pero el comerciante no se habría arriesgado a encargar a uno de sus sirvientes la custodia de las joyas, significaría exponerse a perderlas. Lo más lógico era pensar que el anillo y el colgante seguían dentro del palacete.
En algún momento, el ladrón tendría que reunirse con el comerciante tras su regreso de Llerena. Aún conservaba el botín, y seguro que le ardía en las manos. Vigilarían a todos los criados antes de poner en marcha la fuga; si la responsable era una de las criadas, tendrían que modificar algunos detalles.
Valvanera se mostraba confundida. Doña Aurora y Juan conocían de primera mano los planes de don Lorenzo, pero ella era la primera vez que los escuchaba.
– No entiendo nada, Juan, ¿para qué queremos el carruaje?, ¿tan ancho es el pasadizo?
Su esposo negó con la cabeza.
– El coche es sólo para despistar. No lo utilizaréis vosotras, sino el hijo menor de Mamata y las dos criadas, que se vestirán con vuestras ropas. El carruaje saldrá a toda velocidad de las murallas antes de que termine la misa. Los moros creerán que vosotras vais en el coche y avisarán al comerciante de que os escapáis.
– Pero las moras comprobarán que estamos allí. Y él también lo verá, siempre va a misa los domingos.
– Nadie os verá la cara ese día. Iréis tapadas de los pies a la cabeza. Cuando sus criados le avisen, pensará que sois las sirvientas disfrazadas con vuestras ropas. Saldrá corriendo para alcanzar al carruaje; si logra deteneros, tendrá la mejor prueba que necesita la Inquisición para procesaros. La huida es un delito. No consentirá que os escapéis. Antes de que se dé cuenta del engaño estaréis en El Castellar. El alcaide os esconderá hasta que el Santo Oficio se haya marchado.
– Pero las moras nos seguirán cuando salgamos de misa. Se extrañarán de que vayamos a la Encarnación y Mina.
Doña Aurora sustituyó a Juan de los Santos en las explicaciones. Ese domingo no irían a la misa de la parroquia, sino a la de la Encarnación. Despistarían a las moras en el revuelo de la salida y volverían a entrar en la iglesia. El ecónomo las estaría esperando en la sacristía para llevarlas al túnel. Don Lorenzo volvería de Granada a tiempo de interceptar al comerciante en el camino de Los Santos de Maimona. Si saliese todo bien, no le quedaría más alternativa que aceptar el silencio del capitán a cambio del besador.
– Pero entonces, ¿qué necesidad tenemos de huir? El comerciante no podrá hacer nada sin las joyas. En cambio, si huimos y nos descubren, tendrá la prueba que antes no habría tenido.
Valvanera no entendía que, con colgante o sin él, y con huida o sin huida, sus cabezas peligraban. El hombre de negro ya habría envenenado a los inquisidores de Llerena con toda la bilis que era capaz de producir. El proceso contra los delitos de fe ya estaba en marcha, ni siquiera le hacía falta mencionarlas a ellas para atraer a los jueces a la villa, le bastaba con decir que había descubierto el brote de una secta de alumbrados. No le sería difícil encontrar unos cuantos judíos conversos a los que acusar de no respetar las formas de la religión, de rezar sólo mentalmente y de encomendarse a Dios sin necesidad de confesiones ni de penitencias.
El alcaide Sepúlveda le contó a don Lorenzo cómo solía actuar. Utilizaría las joyas como prueba en el juicio, pero esperaría el momento adecuado para denunciarlas. No se privaría del placer de verlas en la iglesia, escuchando el Edicto que las invitaría a delatarse a sí mismas. Ni de llevarles a casa la lista de delitos del Edicto de Fe, subrayada en los pecados de los que las obligarían a arrepentirse. Les sonreiría cuando las viera caminar hacia la cárcel, escoltadas por los guardas. Allí las estarían esperando los aparatos del tormento, para arrancarles la confesión que limpiaría sus almas de todos los pecados que no quisieran confesar.
El comerciante esperaría todo el tiempo que necesitaran, semanas, meses, años, hasta rematar su faena con las pruebas que las condenarían al sacrificio. Un sacrificio que en el nuevo mundo no servía para dignificar a las víctimas glorificando a los dioses, sino para humillarlas hasta más allá de la muerte. Ni siquiera sus cenizas descansarían en paz.
Valvanera lloraba abrazada a Juan de los Santos, rogándole a la princesa que terminara con sus explicaciones. No quería saber nada más. Únicamente esperaba el momento de huir de aquella pesadilla.
Juan de los Santos envió a las criadas a la posada de la calle de los Pasteleros con un recado para Virgilio y para José Manuel. Así se aseguraría de que no intentaban ponerse en contacto con el comerciante. De lo contrario, no podrían participar en los planes de huida. A una la envió por la mañana y a la otra después de comer. Las dos cumplieron su encargo sin pararse a hablar con ninguna persona, él mismo las siguió hasta que volvieron a casa.
Al día siguiente, repitió la operación con el mozo de soldada y con la lavandera. Ninguno de los dos buscó al de los paños. La cocinera y el despensero tampoco aprovecharon la oportunidad cuando les llegó su turno. La caja de piedra seguía en el palacete.
Doña Aurora le aconsejó que modificara la razón de las salidas. El que tuviera el cofre podría descubrir la trampa. No era muy normal que todos los sirvientes acudieran a la posada con un recado en tan breve espacio de tiempo.
Repasaron las rutinas del comerciante y enviaron a la servidumbre a los lugares donde podrían encontrarlo. La Plaza Grande, la Plaza Chica, el barrio judío, las tiendas de la calle Sevilla, la botica, el barbero. A todos se les brindó la ocasión de deshacerse de las joyas, pero Juan de los Santos siempre volvía al palacio con el enigma por resolver. Y el domingo se acercaba.
– No lo entiendo, doña Aurora, alguno debería haber hecho ya algo que le delatase.
Le rondaba por la cabeza la idea de que podrían haberse equivocado, de que el ladrón no tuviera otro objetivo que ganarse un dinero con la venta de las joyas. Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a comerciar con las imágenes de dos dioses paganos. El comerciante tenia que estar detrás del robo. Tarde o temprano, el responsable daría un paso en falso.
En una de las salidas, el hombre de negro le abordó en la Plaza Chica con su media sonrisa de siempre. Los dos moros le flanqueaban.
– ¡Buenos días nos dé Dios! Parece que andáis compungido. ¿Habéis perdido algo?
Se quedó petrificado. El comerciante llevaba en las manos un zurrón de tela. Con la derecha lo sujetaba sobre la palma, y con la izquierda lo recorría con los dedos remarcando sus aristas. El tejido se ajustaba perfectamente al contorno del cofre de doña Aurora.
– ¿O a alguien?
El hombre de negro le miraba acariciando su pequeño triunfo.
– He oído que la cuñada de vuestro señor ha desaparecido. Y que nadie la ha visto desde que acudió a la posada poco antes de la feria. Fue a solicitar los servicios de vuestra señora y de vuestra esposa, ¿verdad?
No podía apartar la vista del joyero pero, cuando escuchó al comerciante, se abalanzó sobre él con el gancho de izquierda preparado. Los criados le sujetaron antes de que pudiera propinarle una paliza.
– ¿Qué estáis diciendo?
– Sólo digo lo que se oye por aquí. Que hubo mucha sangre en la posada, y que a la Señora de El Torno no se la ha vuelto a ver desde entonces.
– La señora doña Diamantina está en su casa. Preguntad a sus criados. Está perfectamente.
Los moros le soltaron obedeciendo un gesto del comerciante y se situaron un paso detrás de él, de cara a su amo.
– ¿De verdad? Si estuviera perfectamente iría a misa los domingos. ¿Acaso crees que soy tonto? También podría preguntarles a sus criados qué pasó en la fonda. Demasiada sangre para no haber heridas, ¿no crees?
El comerciante le miraba con cara de saber lo que no debía. Clavado en el sitio donde le dejaron los moros, su cabeza daba vueltas buscando cómo impedirle seguir hasta donde quería llegar.
– Hay manchas que se repiten todos los meses donde viven las mujeres. No creo que haya nada extraño en eso.
– Lo extraño es que la sangre sea tanta, tan roja, y en una sola noche. Justo la noche en que apareció en la fonda la cuñada de tu señor. Pero no hace falta que me cuentes nada. Yo ya sé lo que pasó.
Nadie había visto salir a Diamantina de la posada, y nadie la había visto entrar. Era imposible que el comerciante lo supiera. Quizás alguien hubiera visto a la nodriza lavando los paños de algodón que sujetaron las hemorragias, pero no podía saber el origen de la sangre. Estaba claro que el hombre de negro le intentaba sonsacar, no quería darle pistas que confirmaran sus sospechas, pero tampoco podía permitir que aumentara su curiosidad.
– Creo que no os han informado bien. En la fonda no pasó absolutamente nada. La señora doña Diamantina está en su casa, siempre ha estado allí, reposando su embarazo.
El comerciante se dirigió a sus sirvientes, reía a carcajadas, su voz y sus hombros exageraban una fingida incomprensión.
– ¿Habéis oído hablar de alguna preñez que continúe después de haberse malogrado?
Los moriscos negaron con la cabeza e imitaron su gesto. Después se acercó hasta él arrastrando la voz.
– Sin embargo, no sería la primera vez que el diablo plantase una mala semilla en el mismo sitio donde arrancó una buena.
– ¿Qué estáis insinuando?
– No me hace falta insinuar nada. No es difícil suponer lo que pasó. Yo ya lo sé, y el Tribunal del Santo Oficio lo sabrá a su debido tiempo.
Se marchó en compañía de sus criados dejándole en medio de la plaza, sintiendo cómo se abría la tierra bajo sus pies. El comerciante tejía una tela cada vez más enmarañada alrededor de su esposa y de doña Aurora. Y tupía la trama añadiendo cualquier cosa que le sirviera como acusación. No se conformaba con culparlas de conservar a sus dioses, haber matado al calafate, o provocar la inundación de la ronda, ahora también las acusaba de provocar la desgracia de Diamantina invocando al propio Satanás. Ese hombre no pararía hasta que pudiera atribuirles todos los males del mundo.
Volvió al Pilar Redondo deseando que llegara el domingo; que volviera don Lorenzo con la moneda de cambio que había ido a buscar; que fueran ciertos los rumores que le contó el alcaide; que los inquisidores fueran sordos; y que la justicia no fuera ciega.
Cuando llegó al palacete, su esposa acababa de amamantar a la pequeña. La sujetaba con la mano izquierda, manteniendo contra su pecho la espalda de la niña. En la mano derecha sostenía una pieza de fruta que acababa de morder. Su india del color del caramelo le recordó a la Virgen de la Granada, la misma a la que él rezó tantas veces cuando acompañó a don Lorenzo a vender la uva a Llerena. Volvió a ver en su mente a Nuestra Señora, morenita y dulce, mostraba a su niño con la mano izquierda y sujetaba con la diestra la granada que simbolizaba la unión con que se ganó la batalla contra el moro. Le rezó contemplando a sus propias morenitas y le imploró para que iluminara al Santo Tribunal.
– ¡No es posible! ¡No puedo creerlo!
Valvanera se llevó las manos a la cabeza. Juan de los Santos paseaba por la habitación con la niña en brazos.
– ¡Piénsalo bien! ¿Cuánta gente estaba allí? ¿Quiénes sabían lo de la señora Diamantina?
Pero Valvanera seguía sin creer lo que su esposo había averiguado.
– Pero es imposible, no puede ser.
– Le he dado muchas vueltas, Valvanera, no puede ser otra persona. No creo que tenga dos cómplices. Quien le contó lo de Diamantina robó las joyas. Estoy seguro. Las criadas no pudieron ser, nunca estuvieron en la posada. Si ellas no le contaron lo del embarazo, tampoco han robado el joyero.
– ¿Y eso qué tiene que ver? El comerciante pudo prometerles cualquier cosa. Todos tuvieron la oportunidad de verle en la feria.
– ¿Y cómo te explicas que sepa lo de la señora Diamantina?
Valvanera se levantaba y se sentaba. Sacudía las manos como si pudiera liberar la angustia expulsándola por los dedos.
– Pero ¿cómo puedes estar tan seguro? Cualquiera pudo entrar en la habitación, todos estábamos en la plazuela.
– Cualquiera no. El que entró sabía dónde guardaba doña Aurora la caja. No lo habíamos pensado antes, pero eso sólo podía saberlo una mujer. Los hombres nunca han entrado en su habitación. Ni el despensero ni el mozo de soldada han podido ser. Y la lavandera y la cocinera sólo subían las escaleras para ir a la azotea o al chacinero. Que yo sepa, nunca entraron en las habitaciones.
Juan de los Santos dejó a la niña en su cuna y limpió las lágrimas de su esposa mientras la conducía hacia la puerta de la habitación.
– Tenemos que contárselo a la princesa. Hay que pensar en algo.
La reacción de doña Aurora fue la misma que la de su criada. No podía ser. No podía creerlo. Valvanera repitió el recuento que su esposo realizó para ella. La princesa descartó uno a uno a todos los criados, hasta quedarse con los cuatro que trajeron de Sevilla. Los tres hombres trabajaban en el desescombro de la ronda cuando desapareció su cofre. Sólo quedaba Mamata. Era imposible.
Valvanera se acercó a la ventana y comprobó que las moras seguían vigilando el palacete desde el pilar.
– Hay que hacer algo, mi niña. Si la verdad se parece a lo que piensa mi esposo, tenemos que descubrirlo antes de que llegue el domingo. Hemos hablado mucho delante de ella, puede ser que el comerciante sepa más de lo que nos conviene sobre nuestra excursión al Castellar.
Esperaron a la niñera con el corazón encogido. Juan de los Santos bajó a buscarla y aparecieron en el cuarto al cabo de unos momentos. Nadie le preguntó nada; cuando vio los ojos de la princesa, se arrodilló y se echó a llorar.
– ¡No pude hacer otra cosa! Cuando me negué, me preguntó si los niños sabían nadar y me señaló el pilón. Después los vi allí, chorreando en brazos de las moras, y subí corriendo por la caja. Lo siento, yo no sabía lo que se proponía. Lo siento mucho.
La princesa la ayudó a levantarse y le preguntó si fue ella quien le contó lo de Diamantina en la posada.
– Él ya sabía algo sobre los paños manchados de sangre. Alguno debió de ir a la basura por error. Me tiró de la lengua. Yo no sabía que diría esas cosas horribles. Parecía amable y preocupado.
Valvanera sintió lástima de Mamata. Era la primera vez que se enfrentaba a la víbora y, como a todos los demás, la acorraló y la dejó sin posibilidad de defenderse. Doña Aurora y Juan de los Santos la miraban con su misma cara de pena, también conocían su mordedura y la quemazón del veneno. La princesa trató de calmarla, necesitaba averiguar qué sabía el comerciante sobre los planes de huida.
– Lo sabe todo, señora, tuve que contárselo, tenía que proteger a los niños. ¡Lo siento, lo siento!
Juan de los Santos estalló de rabia.
– ¿Y no podías haberle contado otra cosa?
Mamata no dejaba de llorar y de lamentarse por no haber sabido defender a la princesa. Juan de los Santos la zarandeó por los hombros.
– ¿Por qué no nos lo contaste, mujer de Dios?
La niñera estaba a punto de desplomarse. Su cara resaltaba entre sus ropas negras como la cal entre el forjado de las ventanas. Valvanera miró a doña Aurora y a Juan de los Santos y señaló los sudores que empapaban su camisa.
– Creo que ya sabemos lo que queríamos saber. ¿Hace alguna falta que ella nos diga cómo atrapa a su presa ese mal bicho?
La princesa le dio la razón, no hacía ninguna falta. Cambiarían todos los planes que acordaron con don Lorenzo. Pensarían en la seguridad de los niños. Estaba claro que el hombre de negro no se detendría ante nada; Mamata no podría volver a hablarle, tendría que jurarlo por sus propios hijos.
– ¡Os lo juro por Dios!
Era la primera vez que Valvanera escuchaba a doña Aurora exigir un juramento. No le gustaba prometer, y tampoco se lo pedía a los demás. Le parecía falta de confianza. Cuando Mamata abandonó la habitación, Valvanera le mostró su extrañeza.
– ¿No te fías ya de Mamata?
Doña Aurora la tranquilizó, no desconfiaba de la niñera, sino del comerciante. Sabía que podría volver a doblegarla, y no quería poner en peligro los nuevos planes de fuga. En realidad, todo se mantendría tal y como habían pensado. La única diferencia se encontraba en la identidad de las que irían a misa y de las que transportaría el carruaje. Si el comerciante pensaba que se disponían a huir por el pasadizo hasta El Castellar después de la misa, no perseguiría al carruaje, sino a las personas que estuvieran en la iglesia de la Encarnación: lo más probable es que se dirigiera directamente a El Castellar para esperarlas al otro lado del pasadizo. Pero allí se encontraría con que, en realidad, había perseguido a las criadas, que habrían asistido a misa disfrazadas de Valvanera y de la princesa. Ellas huirían en el carruaje, en dirección a Los Santos de Maimona. Mamata y los niños las acompañarían.
Don Lorenzo y el hijo mayor de Mamata continuaban aún en Granada, su cometido seguía siendo el mismo, interceptar al hombre de negro en el camino de Los Santos. Pero, en lugar de al comerciante, encontrarían al marido de Mamata, que les informaría de los cambios. Cabalgarían los tres a todo galope hasta El Castellar, donde el alcaide Sepúlveda entretendría al comerciante hasta el momento en que se abriera la puerta del pasadizo. Si don Lorenzo traía lo que había ido a buscar, allí mismo podría exigirle la devolución del joyero.
Valvanera deseó con todo su ser que se cumpliera cada paso de lo planeado. Miró a su esposo y a doña Aurora y suspiró.
– ¡Quién pudiera ver la cara de la víbora cuando descubra que debajo de nuestras ropas se esconderán las criadas!
Las horas pasaban en el palacio de Diamantina sin que se diferenciaran unas de otras. Pero aquella mañana se presentaba distinta, tenía la llave que le devolvería su libertad. De momento, se conformaría con poco, sólo saldría a respirar aire puro en el patio trasero mientras su esposo estuviera en el campo. Pero se trataba del principio. El próximo domingo abriría la puerta con su propia llave, y saldría del infierno en que se había convertido su vida. No volvería a permitir que otros ojos mirasen por los suyos.
Desde que su esposo instaló una cerradura para entrar y salir de su dormitorio, únicamente la visitaba una esclava que compró su padre en Almendralejo poco antes de morir, y que formó parte de su dote. Todos la llamaban Olvido, porque perdió la memoria al mismo tiempo que el habla tras golpearse la sien en una caída. No era capaz de recordar ni siquiera su propio nombre.
Su nodriza tenía prohibida la entrada en su habitación, salvo cuando la acompañaba don Manuel. Era el único que disponía de la llave. De vez en cuando, le permitía entrar con un barreño de agua caliente, la lavaba y le cambiaba las enaguas, pero bajo promesa de no pronunciar una sola palabra. Ambas pensaron que su esposo les levantaría el castigo en cuanto hubieran comprobado su dureza, pero se alargaba ya un mes, nueve días, la mitad de una tarde y una noche entera, y don Manuel no daba muestras de dar marcha atrás. Si alguna vez le preguntaba cuándo podría salir o le decía cualquier cosa que pudiera interpretarse como una queja, la forma en que le contestaba no hacía sino aumentar su desesperación.
– Ni siquiera la reina Juana puede andar a su antojo por el castillo de Tordesillas. No quieras ser tú más que ella. ¿Acaso te falta algo?
Prefería no responder. Asumió su cautiverio pensando que, en algún momento, a su esposo se le pasaría el disgusto y las cosas volverían a ser como antes. Sin embargo, después de permanecer encerrada durante treinta y nueve días y cuarenta noches, ya no deseaba traer a su hijo a una vida como la de antes, en la que su suerte únicamente dependía del estado de ánimo de don Manuel. Había dejado de pensar que su esposo tenía más derechos sobre ella que su propia persona.
Las voces dormidas sólo benefician al que las obliga al silencio. Pero, afortunadamente, su voz estaba a punto de oírse. La paradoja quiso que fuera su esclava muda quien la despertara.
Las primeras semanas se sometió a don Manuel con el convencimiento de que tenía razón. No debió desobedecerle. Todas las mañanas le pedía que la perdonara, pero comprendía que la ofensa fue demasiado grande, el perdón tenía que hacerse esperar. Le retó acudiendo a conocer a la niña de Valvanera, sabiendo que a él no le gustaría. Le humilló delante de don Lorenzo y de la servidumbre. Le avergonzó forzándole a ir a recogerla él mismo al palacete como si le faltara autoridad para gobernar a los suyos. Se merecía el castigo.
Pasaba casi todo el día mirando por la balconada. Pero lo que podría haber supuesto un entretenimiento para ella, pronto se convirtió en una rutina que no le aportaba ningún aliciente. Para evitarle la tentación de comunicarse con la casa de su hermano, don Manuel había hecho trasladar su dormitorio a la fachada posterior de la vivienda. La única vista que divisaba era el patio trasero y la tapia que lo separaba del palacete contiguo.
Albergaba la esperanza de que cada noche fuera la última de su encierro. Recibía el peso de su marido intentando volver a quererle, procurando satisfacer sus caricias como cuando el deseo se parecía al amor. Le agradecía su ternura y sus cuidados, le devolvía sus besos, y nunca le pedía nada. A él le gustaba así. La quería, aunque a veces tuviese que demostrarlo de una forma que algunos no podrían entender. Pero la quería. Y le dolía tanto el castigo como a ella. Él también necesitaba suavizarlo, no sólo por ella, sino por él mismo. Él sufría viéndola sufrir.
Don Manuel deseaba recuperar su confianza, pero se le hacía difícil, sólo lo conseguiría si ella lograba devolverle la tranquilidad que le había quitado. Si conseguía que no tuviera que preocuparse por su reposo, si le demostraba que era capaz de cuidar de sí misma y no volvía a defraudarle.
Horas antes de que la lluvia empezara a caer sobre Zafra como un diluvio, su esposo le hizo un gesto para que se aproximara a la puerta. Estaba a punto de cerrarla, tras haber dejado pasar a Olvido, y la miraba desde la rendija que quedaba entre el quicio y la hoja. Tenía las llaves en la mano.
– Si te portas bien durante varios días seguidos, dejaré que tu niñera sustituya a la muda alguna tarde. Estoy deseándolo. Después, ya veremos; si te lo propones, a lo mejor conseguimos que puedas salir al patio alguna mañana. Pero tienes que hacer un esfuerzo. Me harías tan feliz si consiguieras que pudiera dejarte cuidar de tus macetas otra vez.
Iba a darle un beso de despedida, pero Diamantina le cogió las manos y se acarició la cara con ellas.
– ¿Cuándo? ¿Cuándo podré salir al patio? Por favor, deja que salga hoy, sólo un ratito. Por favor, un ratito. Iré yo sola, te lo prometo. Por favor. No hablaré con nadie.
Su esposo la dejó suplicar rodeándole la nuca con sus manos. Diamantina contemplaba la rendija de la puerta.
– ¡Anda! ¡Deja que vaya! ¡Por favor! Aunque sólo sea bajar y subir. ¡Anda! ¡Déjame! Me portaré bien, ya lo verás. Llevo más de veinte días sin salir de esta habitación. Me siento como si estuviera en una jaula. ¡Por favor!
Don Manuel volvió a entrar en la habitación, ordenó a Olvido que saliera, cerró la puerta y volvió a echar la llave. La cogió por la cintura y la llevó a la cama.
– Ven aquí, pajarito. ¿No te gusta tu jaula?
Se metió bajo las sábanas mientras él se quitaba la ropa que acababa de ponerse. Acopló su cuerpo al de su esposo pensando en el aire que respiraría en el patio. Cuando don Manuel volvió a vestirse, se levantó y le acompañó hasta la puerta.
– ¿Entonces? ¿Puedo salir hoy un poquito al patio?
Él la besó en la frente y le habló como si se tratara de una niña.
– Todavía no, mi amor. Este pajarito necesita reposo, y esperar tranquilito en su jaula hasta que su marido venga para cuidarlo. Ya sabes lo que pasa cuando te dejo sola. No querrás que tenga que enfadarme otra vez, ¿verdad?
– Pero podría bajar contigo. Por favor.
Diamantina empezó a llorar.
– Por favor, sólo un ratito.
Hasta que escuchó a don Manuel, y comprobó la expresión de su cara, no temió que estuviera tirando demasiado de la cuerda.
– ¡Vamos, vamos! No vuelvas a estropearlo todo con tus lloriqueos. Me estás haciendo perder mucho tiempo esta mañana. Tengo que irme.
Abrió la puerta de la habitación, dejó pasar a la esclava, que esperaba al otro lado del corredor, y se marchó después de echar la llave.
Diamantina volvió a la cama, la rabia le había cortado el llanto.
A excepción de la criatura que aún crecía en su vientre, los sentimientos más hermosos se los arrancaba Olvido, con los dibujos que le pintaba sobre el vaho de los cristales.
– Píntame algo bonito, por favor.
La señora Diamantina tardó algún tiempo en advertir que sus dibujos tenían un significado. Su madre se los enseñó cuando era pequeña, era el único recuerdo que le quedaba de la vida anterior al accidente. Pero cuando su señora comprendió que podrían comunicarse a través del cristal, a Olvido se le abrió el firmamento con todas sus estrellas. Aprendió a leer y a escribir colocando al lado de cada símbolo el término que le correspondía. Los peces, el fuego, los leones, las gacelas, los chozos, las serpientes. Sus dibujos dejaron de ser garabatos sin sentido para convertirse en palabras que salían de sus dedos. En pocos días, consiguió memorizar todas las letras, construir sílabas y representar sonidos, aunque no tuviera un dibujo para compararlos. Por mucho que se lo hubieran dicho, nunca habría creído que la prisión que compartía con su señora pudiera convertirse en una puerta abierta. Todos los días aprendía alguna palabra. Diamantina le explicaba el significado y leía en voz alta para ella las frases que poco a poco comenzó a hilvanar sobre el cristal.
Siempre que la encontraba alicaída, se acercaba a la ventana y le contaba algún chisme de los que circulaban por el palacete. Los amores de la cocinera con el mayordomo, las peleas de los mozos de soldada, los despistes del administrador. Diamantina recibía las noticias como si cada una fuera un regalo. En el momento en que veía que su disgusto iba desapareciendo, le pedía que le contara el motivo de su tristeza como si se tratara de la vida de otra persona. Siempre terminaba llorando y preguntándole qué podría hacer para evitar su sufrimiento, y ella siempre le escribía en el cristal la misma respuesta.
– Haz tú misma lo que le aconsejarías a otras que hicieran.
– Debería huir de este palacio, ¿verdad?
Olvido se encogía de hombros. La decisión sólo podía ser suya. La mayor parte de las veces acababan riéndose, imaginando cómo se librarían de aquella cárcel que les había servido para conocerse después de haber vivido bajo el mismo techo durante años. Olvido le contaba historias de otras mujeres a las que había pertenecido, de sus peleas con sus esposos y de sus reconciliaciones, de cómo se amaban o se odiaban. De cómo había conocido algunos amores como pájaros que enseñan a volar a sus polluelos, y otros como hachas que les cortan las alas. Diamantina le rogaba que continuara con sus historias, se sorprendía con cada una de ellas.
– No entiendo cómo sabes tantas cosas de los demás.
Y el cristal volvía a llenarse de palabras.
– La gente habla sin reparos delante de una muda. No se plantean si soy sorda o no. No podría contar nada.
Por las noches, cuando escuchaban el chirrido de la cerradura, pasaban un paño por los cristales y recibían al carcelero en silencio. Olvido se retiraba sabiendo que a la mañana siguiente debía volver con novedades para su señora. Le traía noticias de la princesa y de Valvanera, de los niños, de las lluvias que anegaron la parte baja de la ronda. De la muerte del alcaide Bigotes.
Sin embargo, llegó un momento en que hubiera preferido no saber escribir las noticias que tenía que contarle. Uno de los comerciantes de la feria se había empeñado en hacer creer a toda la villa que su hijo no se había concebido como manda la ley de Dios. Diamantina leyó el mensaje mientras ella lo escribía. Su cara iba palideciendo con cada palabra.
– Todos los hijos se conciben de la misma manera. ¿Qué quiere decir como manda la ley de Dios?
Antes de que hubiera terminado su pregunta, Olvido ya había escrito otra frase en el cristal.
– Dice que estás enterrada en la cripta del palacio. Por eso nadie te ve desde hace un mes.
– ¿Y mi esposo? ¿Qué dice mi esposo?
Los dedos de Olvido recorrían el cristal con dificultad. Tenía que secarlo y volverlo a empañar después de cada frase.
– Él sólo ríe. Dice que te mató porque no quería un hijo endemoniado, y se ríe a carcajadas.
– ¡Dios mío del amor hermoso! ¡Tengo que salir de aquí! Habla con mi nodriza, tenemos que conseguir una llave de la cerradura.
Olvido le pidió por señas que repitiera lo que acababa de decir. Diamantina la miró con cara de extrañeza.
– He dicho que tengo que salir de aquí. No consentiré que manchen ni mi nombre ni el de mi hijo. Si el padre no es capaz de defenderlo, tendrá que hacerlo la madre.
La esclava se dirigió al cristal y escribió a toda prisa.
– ¿Estás segura?
La señora asintió. Ella señaló la frase otra vez. Movía la cabeza arriba y abajo como si con cada movimiento volviera a preguntarle lo mismo.
– ¿Estás segura?
– Sí, sí. Estoy segura. No puedo consentir que nadie pisotee mi nombre. Ni a mí.
Olvido buscó en su faltriquera y sacó una vela derretida. Cogió el dedo de la señora y lo presionó sobre la cera. Después, se dirigió hacia la puerta y simuló abrir y cerrar la cerradura, colocó la llave imaginaria sobre el hueco que dejó el dedo de Diamantina y apretó.
Su señora no salía de su asombro.
– ¡No puedo creerlo! ¡Has llevado siempre la vela en la bolsa! ¡Sólo estabas esperando el momento para dármela!
La esclava cogió sus manos, las apretó contra las suyas y dejó la cera en la palma de Diamantina.
– ¿Sabías que ocurriría?
Ella se encogió de hombros. Volvió al cristal y dibujó la cara de una mujer amordazada. Debajo del dibujo escribió su nombre.
– Diamantina.
Mamata le juró a la princesa que no hablaría con el comerciante, pero no le juró que no saldría de la casa. Tal y como había hecho en ocasiones anteriores, esperó a que los demás durmieran para salir por la puerta de la leñera, tenía que arreglar lo que había estropeado. Se dirigió a la trasera del palacio de Diamantina, donde la esperaba su aya, y le entregó un papel.
– ¿Cómo está tu señora? ¿Has podido verla?
La nodriza la condujo hasta la despensa y cerró por dentro. Hablaban en susurros en medio de la oscuridad.
– Hace dos semanas que el señor no me llama para que suba. Sólo deja que entre la esclava, como siempre.
– ¿Ha bajado ya? ¿Tiene la cera?
– Sí ha bajado, pero no sé si hoy tampoco traerá el molde. Vendrá en cuanto se duerman las criadas que comparten el cuarto con ella.
Esperaron en silencio hasta escuchar los cuatro golpes que señalaban la llamada de Olvido. La esclava entregó a Mamata el molde de la llave con una sonrisa que le desbordaba la cara. La nodriza le entregó a ella el papel, le temblaba todo el cuerpo.
– ¡Por fin! ¡Pobrecita mía! ¡Qué miedo habrá pasado! ¿Qué haremos ahora?
Mamata abrió la despensa y se dispuso a salir.
– Esperar a que os traiga la llave mañana por la noche.
Después se dirigió a Olvido.
– Entrégale el papel. No olvidéis quemarlo en la chimenea después de leerlo, es muy importante que no lo vea nadie.
Volvió al palacio de enfrente protegiendo la fragilidad de la cera con las dos manos. La solución de muchos problemas se encontraba en aquel molde. A la mañana siguiente, la llave colgaba en su pecho junto a la Virgen del Rocío.
Buscó a su señora y le explicó lo que tramaba.
– Tenemos que conseguir que Diamantina salga de su palacete. Sólo ella puede convencer a los jueces de Llerena de lo que pasó en la fonda.
La princesa la escuchó atentamente. El plan era bueno. Lo integrarían en el que ella había modificado. Pero nadie debía conocerlo, ni siquiera su familia. Diamantina podría volverse atrás en el último momento.
Mamata acudió esa misma noche al palacio de Diamantina para entregarle la llave a Olvido. Llamó a la puerta falsa con la señal convenida con la nodriza, pero nadie le abría. Esperó durante más de una hora hasta que comprendió que el aya no acudiría a su encuentro, y volvió al palacete. No sabía qué pensar. Antes del amanecer, su hijo entró en su habitación y la encontró todavía despierta.
– ¡Madre! La esperan en las caballerizas.
No necesitó vestirse, se había acostado sobre la colcha, tal y como había salido a la calle. Cuando llegó a los cobertizos, encontró a la niñera envuelta en un mar de llanto.
– Lo siento, no pude ir. El señor volvió anoche bebido, nos mantuvo a todos en jaque hasta que conseguimos meterlo en la cama. Cuando miré el reloj de la iglesia ya habían pasado más de dos horas.
Mamata intentó tranquilizarla.
– No importa, no llores. No necesitará la llave hasta el domingo. Ahora mismo vamos a ver a Olvido y todo arreglado. ¿A qué hora suele bajar don Manuel?
Pero la niñera seguía llorando. Anudaba el mandil en sus dedos hasta convertirlo en un ovillo con el que se restregaba los ojos.
– Acaba de marcharse, ha dicho que estaría todo el día en el campo. Anoche no consintió en abrir la puerta de la señora. ¡Dios mío! ¿Qué pasará ahora con Diamantina? Olvido no puede salir de la habitación. ¿Cómo vamos a darle la llave?
Mamata sacó la cadena que llevaba al cuello y le mostró lo que colgaba de ella.
– Pero nosotras podemos entrar.
Después volvió a guardarse la cadena.
– Aunque será mejor que esperemos a mañana. No hay tanta prisa. Por la noche se la daremos a Olvido y pasado mañana la tendrá Diamantina. Todavía faltará un día para el momento en que la use.
El ama de cría la miró decepcionada.
– Pero ella la esperaba hoy. ¿No podríamos evitarle el sufrimiento de no saber si la tenemos o no?
Mamata sonrió y volvió a sacar la llave.
– ¡Vamos!
Momentos después, las cuatro mujeres se abrazaban en silencio. Mamata no permitió los llantos ni los saltos de alegría.
– Eso tenéis que dejarlo para el domingo. Ahora tenemos que salir de aquí, si nos viera alguien se estropearía todo.
Diamantina acarició la llave con las dos manos. Se acercó a Mamata y la abrazó con toda su fuerza.
– ¡Gracias! No puedes imaginar cuánto te lo agradezco.
– Es a mi señora a quien se lo debéis agradecer. Ella también os estará agradecida cuando cumpláis vuestra parte.
Se despidieron con la alegría de los que pronto se volverán a ver. En sus caras se reflejaba la excitación de las ilusiones a punto de cumplirse. Mamata, Olvido, Diamantina y su nodriza sabían que las agujas del reloj nunca pueden girar hacia atrás. El primer paso ya estaba dado, la llave funcionaba, Diamantina la escondería hasta el momento de la fuga. Sería el domingo, a la hora de la misa de la Encarnación y Mina. Las criadas de la princesa la visitarían vestidas de Valvanera y de doña Aurora, y éstas esperarían en el carruaje ataviadas con ropas idénticas a las que llevarían las criadas.
Mamata arrastró a la nodriza hacia la puerta. Asomó la cabeza al corredor, estaba vacío, nadie había advertido su presencia. Salió de la habitación con el aya dejando a Olvido y a Diamantina del otro lado.
– Seguid las instrucciones sin saltaros una coma. Todo saldrá bien. Echad la llave en cuanto salgamos.
El castigo que soportaba la nodriza de Diamantina era mucho mayor de lo que don Manuel podía calcular. Nunca se había separado de su señora. Se la arrimó al pecho cuando llegó al mundo, huérfana incluso antes de que sus pies abandonaran el vientre de su madre. La alimentó con su propia leche y veló sus sueños al tiempo que los de la niña que le arrebató la peste una semana antes que a su esposo, antes de cumplir los dos años.
Diamantina era para ella sangre de su sangre. Don Manuel sabía cómo escarmentarla con el peor de los castigos, el silencio. Las pocas veces en que le permitió que subiera a la habitación para ayudarla a lavarse, la vigilaba tan de cerca que resultaba imposible comunicarse ni siquiera con los ojos. Permanecía clavado delante de ellas, observando cada movimiento que pudiera contravenir las reglas que había establecido.
– No podéis hablar ni miraros a la cara. Si desobedecéis, se acabó el baño de agua caliente.
La niñera volvía a su alcoba con la frustración de no haberle dado un beso siquiera. La imaginaba soportando el silencio en compañía de una esclava incapaz de comunicarse con nadie. Sin saber si podría desahogar sus angustias en una persona con la que nunca había cruzado más de tres palabras, no sólo por la minusvalía de Olvido, sino porque su ocupación como ayudante de la cocinera la mantenía todo el día recluida en las cocinas. Incluso podría tratarse de una espía de don Manuel.
Todas las noches, cuando Olvido bajaba de la habitación de Diamantina, le preguntaba si la señora se encontraba bien. La esclava le tocaba el brazo y le decía que sí con la cabeza repetidamente. A las tres semanas del encierro, la llevó hasta la chimenea de la cocina, comprobó que nadie podía verlas y, con un palo, escribió en la ceniza una palabra que borró nada más terminar.
– Tranquila.
La niñera la miró atónita. Excepto ella y la señora Diamantina, que aprendió a leer a escondidas de su padre y disfrutaba enseñándole a ella, nadie en toda la casa sabía escribir. Don Manuel leía sin dificultad, pero para escribir utilizaba los servicios de un escribano. No tenía ningún interés en hacerlo él mismo.
– ¿Sabes escribir?
Olvido asintió y volvió a coger el palo.
– También puedo memorizar lo que tengas que decirle. Seguro que le gustaría leerlo.
Así empezó a comunicarse con Diamantina. Hubiera podido enviarle cartas con la esclava todas las mañanas, pero don Manuel la registraba de arriba abajo antes de dejarla pasar al dormitorio. No podía esconder nada.
En una ocasión, la niñera sorprendió a Olvido cuando amasaba algo con los dedos.
– ¿Qué tienes allí?
Olvido le mostró el bloque de cera y escribió sobre la ceniza.
– Cuando la señora abra los ojos, también abrirá la puerta de la habitación. Don Manuel deja la llave siempre en el mismo sitio. Sólo tiene que esperar a que se duerma.
– ¿No te lo ha visto el señor?
La esclava se escenificó a sí misma sacudiendo los brazos y con los dedos agarrotados. Después cogió la cera, la amasó hecha una bola y fingió relajarse. La nodriza sonrió.
– ¡Qué espabilada! ¡Le has hecho creer que es para calmar los nervios!
Olvido confiaba en que Diamantina comenzaría muy pronto a quererse a sí misma; sin embargo, a la nodriza le costaba creerlo, hacía años que sufría los abusos de don Manuel convencida de que el amor era un diamante con aristas donde los cortes son inevitables. Por mucho que su esposo pretendiera limarlas, el mineral siempre se mantendría más fuerte que sus propios deseos.
La esclava no había presenciado la construcción del laberinto donde se había perdido Diamantina, donde la claridad y la sombra la engañaban cuando intentaba encontrar la salida y la empujaban cada vez más al centro. La esclava no lo había vivido, y se mantenía en que Diamantina conseguiría salir. Pero a veces la claridad elimina los matices, y resulta difícil distinguir si la pendiente sube o baja. La señora utilizaría las sombras para identificar el abismo. Saldría de su laberinto. Olvido estaba segura. Su niñera no tanto. No empezó a acariciar esa idea hasta un día en que Mamata la abordó en la plazuela, y le dijo que a medianoche la esperaría en la puerta falsa del palacete. Tenía que contarle los rumores que andaba propagando un comerciante que permanecía en la ciudad a pesar de que la feria de San Miguel había terminado hacía semanas. Mamata parecía asustada.
– Está utilizando a tu señora para hacerle daño a la princesa. Sus acusaciones están llegando demasiado lejos, pueden destruirlas a las dos.
Mamata no ahorró detalles. La nodriza conocía ya algunos rumores, pero nunca pensó que la gente pudiera creer a un hombre tan siniestro. Cuando escuchó la reacción de don Manuel ante las calumnias que inventó el comerciante sobre lo ocurrido en la posada, se indignó.
– Con esa actitud, conseguirá que los rumores se extiendan hasta asfixiarnos a todas. ¡Ojalá que mi pequeña se quite la venda con esto!
Convinieron en que Diamantina se uniría a la fuga de la princesa para aclarar ante el Santo Oficio lo ocurrido en la fonda. Mamata se encargaría de llevar el molde al herrero. Olvido entregaría a su señora la llave y un escrito con todos los detalles de la fuga. Varias noches esperaron durante horas en la despensa a que la esclava bajara con el molde de la llave. Pero Diamantina necesitó días enteros hasta reunir el valor que le aseguraba que su esposo dormía profundamente.
La noche en que por fin entraron en el dormitorio con la llave que había conseguido Mamata, el miedo a despertar a los demás criados las obligó a seguir callando, pero sus ojos se dijeron todo lo que el silencio es capaz de guardar. No se entretuvieron más que unos instantes, los suficientes para saber que las paredes del laberinto habían cedido. Nunca más volverían a taparles la boca.
Olvido sonreía como si la victoria se hubiera adelantado a los pasos que aún les quedaban por andar. Saboreaban el triunfo que les esperaba, incierto todavía, pero ya parecía brillar en sus manos.
Mamata las apremiaba a darse el último abrazo.
Se despidieron con frases a medio terminar. Empujadas por la prisa de Mamata, pero sabiendo que los muros también se pueden derribar desde dentro.
Diamantina cerró la puerta con su propia llave. Al día siguiente, bajó al patio una hora después de que su esposo se marchara. Su nodriza le echó un manto por encima y la llevó hasta la galería.
– ¡Estás loca! Si alguien te ve, nuestros planes se irán al traste. Sube inmediatamente si no quieres que se estropee todo.
– No te preocupes, nadie se ha dado cuenta. No volveré a salir hasta el día convenido. Tenía que oler los geranios.
Era más de medianoche. Se puso una capa sobre su túnica de algodón y esperó en el patio a que la llamaran del palacio de enfrente. Los gritos que deberían oírse desde el otro lado de la plaza no acababan de llegar. El silencio se le hacía interminable. Valvanera, sentada a su lado, sostenía dos cestos, uno repleto de hierbas curativas y otro de paños de algodón. Miraba al zaguán, deseando como ella que llamara la nodriza después de escucharse el alboroto de la casa de los Señores de El Torno.
– ¿Has oído eso? ¡Parece que ya se oye algo! ¡Escucha! ¡Sí, sí, es un chillido! ¡Es Diamantina!
Los chillidos de Diamantina se oyeron en toda la plaza, pero la nodriza no llegaba. Quizá se equivocó al pensar que don Manuel la llamaría en cuanto viera que el niño volvía a poner en peligro la vida de su esposa.
Se asomaron a la portezuela del zaguán. En el palacio de Diamantina, los candiles comenzaron a prenderse en todas las habitaciones. El moro que vigilaba en la plazuela salió corriendo en la dirección de la posada, seguramente se disponía a informar al comerciante de que algo extraño sucedía.
Antes de que se abriera la puerta del palacete y apareciera la figura de Olvido envuelta en una toquilla, el hombre de negro ya se había presentado en el Pilar Redondo. Acudía todas las mañanas y todas las tardes desde que don Lorenzo se marchó, hablaba durante un rato con sus criados apoyado sobre el pilar, y observaba los balcones con la clara intención de que todos en el palacete supiesen que les vigilaba. La princesa sabía que al principio no se extrañó de la ausencia del capitán. Había preguntado a Virgilio y a José Manuel si era lógico concertar la venta de la uva mes y medio después de que terminara la vendimia. Pero la respuesta de los posaderos pareció convencerle.
– Este año todo el mundo la está vendiendo tarde. Ha habido mucha cosecha en todos lados. Además, él tendrá que buscar compradores nuevos, no puede pisarle las bodegas a su hermano.
Sin embargo, a medida que pasaban los días y el capitán no regresaba, se le veía con más frecuencia en la plazuela. Poco después de la conversación con Virgilio y con José Manuel, reforzó la vigilancia sobre todos los habitantes del palacete, nadie salía a la calle sin llevar detrás a uno de sus criados.
La princesa sólo abandonaba su casa para acudir a la misa de doce con Valvanera. No faltaban ni una sola mañana, especialmente desde que apareció el comerciante. Necesitaban demostrar que cumplían con los ritos cristianos, siempre sería mejor pecar por exceso que por defecto. Doña Aurora lo aprendió de los judíos de la calle del Pozo, que construyeron una capilla diminuta aprovechando un hueco entre dos casas para que todo el pueblo supiera que habían abandonado su credo. Cuando se extendió el rumor de que el Santo Tribunal preparaba una visita de distrito, el Cristo del Pozo se convirtió en el lugar más visitado de toda la judería.
Normalmente, Mamata se quedaba cuidando de los niños hasta que ellas regresaban, sólo asistía a los oficios sagrados los domingos y las fiestas de guardar. Ella no necesitaba alardear de su fe, al igual que su marido y sus hijos era cristiana vieja.
Uno de los moriscos permanecía vigilando el palacete mientras las moras seguían a la princesa y a Valvanera a la misa. Todos los días se producía el mismo movimiento en la plazuela, el relevo de los vigilantes. El moro que había pasado la noche sentado en el brocal del pilar era sustituido por las dos moras cuando las campanas de la iglesia daban las siete y media. A la hora de la misa, llegaba el otro para que ellas pudieran seguir a doña Aurora y a Valvanera hasta la iglesia.
La princesa soportaba el asedio del palacio pensando que, finalmente, acabaría por beneficiarles; el comerciante se sentía seguro controlándoles cada paso, creería la artimaña de las capas. Sin embargo, el hecho de sentir cómo las moras le pisaban los talones hasta el interior de la colegiata le producía un profundo malestar. No le agradaba tener que fingir una fe que no era la suya, y sabía que las jóvenes no las seguían para testificar sobre sus buenos hábitos religiosos, seguramente ellas mismas tampoco profesaban la fe que simulaban. Pero sentía como si aquellas muchachas las condujeran todos los días a un lugar equivocado. En aquel templo, ni siquiera le quedaba el consuelo de rezar a los dioses que reposaban debajo del altar, como ocurría en los que levantaron los españoles en su tierra, donde los sacerdotes ocultaban bajo los cimientos los ídolos que les obligaban a destruir.
La presencia de las moras al final de la iglesia le resultaba insoportable. Desmentía la ilusión que se había forjado al pensar que ella misma eligió voluntariamente acudir a misa diaria. Era verdad que nadie la forzaba, pero también era cierto que aquella vigilancia convertía su asistencia a la misa en una obligación. Lo importante no era que las moras sabían cuándo asistían, sino que podrían informar a todo el que se lo preguntase en caso de que no lo hicieran.
Participaba en el oficio religioso como cualquiera de las mujeres que abarrotaban la iglesia. Contestaba al sacerdote en latín, un idioma que no entendía, se arrepentía de los pecados que llevaron a la cruz al dios de aquellas tierras, confesaba los suyos propios, y comulgaba con el mismo fervor que el resto de las feligresas. Al regresar al palacete, invocaba junto a Valvanera y a los niños a su diosa del agua, a la Serpiente Emplumada y al Señor del Cerca y del Junto, y les pedía perdón por haberles traicionado.
La criada se lamentaba con ella de su cobardía. Con la desaparición del besador, no podían sino pensar que sus dioses las estaban castigando.
Muchas veces le planteó a Valvanera si deberían interrumpir las enseñanzas que impartían a los pequeños, su futuro sería más fácil si sólo conocieran a los dioses del nuevo mundo. Pero sería tanto como renegar de la sabiduría de sus antepasados, de lo que les transmitieron en los libros de tinta roja y negra, de todo en lo que habían creído desde que les alcanzaba la memoria. Si no compartieran con los niños los conocimientos que sus mayores compartieron con ellas, el olvido se llevaría la historia de su pueblo, y el secreto de los sabios que guardaban los códices se quedaría en un recuerdo que moriría con ellas.
La esclava la miraba con ojos de aceptar lo que ella decidiera.
– No sufras más, mi niña, nuestros dioses sabrán perdonar cualquier cosa que hagamos, ellos tienen que saber mejor que nadie que a veces pesa más la memoria que el olvido.
Juan de los Santos entró en la taberna de la posada con la sombra del miedo en el rostro. Llevaba varios días sin aparecer por allí. Detrás del mostrador, Virgilio limpiaba los vasos que se amontonaban en la artesa.
– ¡Dichosos los ojos! ¿Te hace un vinito?
El mozo asintió, se bebió el vino de un trago y se restregó los ojos como si acabara de levantarse. El posadero volvió a llenarle la copa.
– ¿Qué te pasa? Se diría que acabas de ver al mismísimo Demonio.
Pero no hacía falta ver a Satanás para saber que el infierno les rondaba.
– Vengo de la Plaza Chica. Una de las verduleras dice que ha visto a la Serpiente del Castellar.
La cara de Virgilio palideció.
– ¡No puede ser! ¿Otra vez?
– No sé de qué te extrañas. La Inquisición está a punto de llegar. Acuérdate de hace diez años. Veremos cuánto tardan en acusar a cualquiera de ser un alumbrado. Y para colmo, ese pájaro de mal agüero estaba allí, le ha faltado tiempo para aprovechar lo de la bicha y lanzarlo contra nosotros.
Virgilio se sirvió un vaso de vino. Salió al otro lado del mostrador y se sentó junto a Juan de los Santos.
– No comprendo qué hace aquí todavía. No hace más que preguntar y preguntar. Y todas las preguntas tienen que ver con la princesa o con tu esposa.
El mozo de espuela se giró hacia la entrada de la fonda y señaló hacia la calle.
– ¡Ya lo sé! ¡Mira!
Uno de los criados del comerciante contemplaba los trozos de mazapán de la dulcería.
– Lo llevo pegado al trasero desde que se fue mi señor.
Juan y Virgilio eran hermanos de leche, la madre de Juan les amamantó a los dos cuando a la de Virgilio la contrataron para criar a uno de los hijos de los Condes de Feria. Se querían más que muchos hermanos de sangre. Desde que se marcharon a vivir al palacete, no había tarde que Juan de los Santos no se pasara por la fonda para echar unas cartas con él y con José Manuel. A veces las partidas se alargaban hasta bien entrada la noche, Valvanera siempre le esperaba despierta y le mostraba la cuna donde dormía la pequeña Inés.
– Tu hija te conocerá por lo que yo le hable de ti.
Apretaba los labios mientras hablaba y le miraba desafiante. Pero él sabía que sólo eran gestos, la besaba en la boca fruncida y la llevaba al calor de las mantas. Al día siguiente, volvía a llegar a deshoras y Valvanera seguía esperándole. Sin embargo, desde que don Lorenzo se marchó a Granada, apenas iba a la taberna. Se le escapaban los días vigilando a los criados de su casa y sintiéndose vigilado por los del comerciante. A veces acompañaba a Valvanera y a Mamata a por verduras a la Plaza Chica. Solían comprar siempre a la misma melonera, la que había visto a la serpiente. Atravesaba la sierra de El Castellar todos los días desde la Alconera con su marido y con uno de sus hijos, el marido recorría el pueblo vendiendo huevos y leche por las casas, y ella se quedaba con el hijo en la Plaza Chica, atendiendo el puesto.
Cuando llegaron al arco donde solían comprar, Juan, Valvanera y Mamata se encontraron con un corrillo de gente alrededor de la verdulera, que no paraba de hablar y hacer aspavientos.
– ¡Tenía la cabeza tan grande como una ternera, y los ojos enormes y espantosos, era tan gruesa como un tronco de árbol, y levantaba el pecho como las salamanquesas!
A su lado, otra mujer gritaba muy alterada. El círculo crecía a medida que sus gritos inundaban la plaza.
– ¡Es la misma que vi yo la otra vez! ¡Desde entonces no he vuelto a pisar la sierra! ¡Me robó el sueño durante más de seis meses!
El hijo de la verdulera intentaba poner orden en el griterío, sujetaba a su madre y le hablaba tan bajo que apenas podía oírsele, pero, en lugar de calmarla, conseguía enervarla aún más.
– ¡No me digas lo que he visto! ¡Era la sierpe de los alumbrados!
El chaval no se atrevió a contradecirla, la muchedumbre la jaleaba y la animaba a continuar.
– Estaba detrás de un peñasco enorme. Cuando ellos se volvieron, el Sol les deslumbró, por eso no la han visto. Pero yo vi con estos ojos cómo echaba fuego por la boca y se metía en su cueva.
La otra mujer completaba el relato añadiendo detalles que casi todos los presentes conocían. La leyenda de la Serpiente de El Castellar atemorizaba a toda la comarca desde tiempos remotos.
– Acordaos de la otra vez. Aunque la vieron algunos valientes, ninguno osó levantar armas contra ella, ni se le pasó por el pensamiento, sino que huían volviéndole la cara, desquiciados y aterrorizados.
Juan de los Santos no quería seguir escuchando aquellas supersticiones, que se repetían siempre iguales cada vez que la Inquisición hacía acto de presencia en la ciudad. Miró a Valvanera y a Mamata y les hizo un gesto para que regresaran al palacete. Al darse la vuelta, se encontraron frente a frente con el hombre de negro. Como siempre, les hizo una reverencia con una sonrisa que sólo podía interpretarse como un mal presagio.
– ¡Buenos días, señores! ¿Ya se van? ¿No les interesa conocer el final de la historia?
El mozo de espuela sujetó a cada una de las mujeres por un brazo y siguió su camino sin contestar. A sus espaldas, escuchó al comerciante que se dirigía al corrillo de la melonera.
– Yo también conozco historias de serpientes. Serpientes emplumadas.
Valvanera hizo ademán de volverse, pero su esposo la retuvo y la obligó a seguir caminando.
– No merece la pena. Puede contar sus patrañas cuando no estemos delante. Ya nos llegará nuestra hora, no tengas prisa.
Las acompañó al palacete y después se marchó a la fonda. Hablaría con su amigo Virgilio para que contrarrestara los chismes de la hiena entre los parroquianos que acudían a su establecimiento.
Sólo faltaban tres días para la fecha prevista para la fuga. Don Lorenzo ya estaría cabalgando de regreso con las pruebas que inculparían al comerciante, el domingo tendría que morderse la lengua.
El cabildo de Zafra organizó una batida con otros pueblos vecinos para buscar a la serpiente. Varias personas dijeron haberla visto cuando atravesaban los montes de El Castellar. Generalmente, las apariciones se producían en solitario, comerciantes o pastores que repetían la misma historia y que no aportaban más pistas que las que todos conocían. En las apariciones de años atrás, la criatura misteriosa se manifestó en dos o tres ocasiones ante dos personas juntas, y una sola vez ante tres miembros de una misma familia que cruzaba la sierra camino de la Puebla de Sancho Pérez. Sus testimonios podrían haber servido en el registro de la mancha, la primera operación que se realiza en cualquier batida, en la que se averiguan los parajes donde se encaman las presas a batir. Pero todos acabaron mudándose más al norte de Extremadura, sin reponerse nunca del pánico con el que les marcó la bestia. Habría que ir a buscarlos a Trujillo, a Don Benito y a Villanueva de la Serena y no había tiempo para eso.
En cada una de las apariciones anteriores se produjo el rastreo de la sierra sin obtener resultados. El animal nunca volvió a aparecer. Esta vez, las autoridades dividieron a los voceadores de cinco en cinco, y confiaron la dirección de cada grupo a uno de los señores de la villa. No sólo para intentar dar muerte al reptil, sino para provocar su aparición ante un grupo nutrido de personas capitaneadas por una voz que, en caso de que consiguiera escaparse, garantizara la veracidad de los hechos.
Don Manuel de la Barreda se preparaba en el cuarto de Diamantina para encabezar uno de los grupos de campesinos.
– Dicen que no es serpiente sino criatura superior y demonio, porque es imposible que se haya podido criar en estas tierras.
Diamantina le miró fingiendo no dar importancia a lo que acababa de escuchar. Por segunda vez en pocos días, le nombraban al Maléfico rodeado de extrañas circunstancias. No podía deberse a la casualidad.
– Estas tierras son prósperas, yo pienso que cualquier cosa se puede criar aquí. No sé por qué dicen eso.
Su marido le tocó la tripa. Era la primera vez que acariciaba al bebé, que empezaba a presentirse en la curva que redondeaba su cintura. Siempre había evitado rozarle el vientre cuando la tocaba.
– Tú cuídate y no pienses.
Don Manuel terminó de ajustarse el jubón, abrió la cerradura del dormitorio, registró a Olvido y le lanzó un beso desde el otro lado de la puerta. Cuando echó la llave, Diamantina se lanzó sobre el colchón, buscó debajo del hinchamiento y acarició la suya sin sacarla de su escondite. La esclava empañó el cristal para escribir un mensaje de su nodriza.
– Las cosas no pueden andar peor, el comerciante de paños acorrala a doña Aurora y a Valvanera. Ahora dice que la serpiente es un dios de los indios, un demonio con plumas al que ellas invocan para que devore a los hombres de buena fe.
Olvido borraba las palabras que Diamantina leía en voz alta; cuando terminó de borrar, empañó de nuevo los cristales para volver a escribir. Tal y como le había dicho su esposo, en el pueblo se pensaba que, siendo un animal tan fiero, no podía haberse criado sin causar daños terribles en las huertas o en las granjas de la zona. Ningún campesino había echado en falta una sola cabeza de sus animales, ni vio sus huertos utilizados para otra cosa que para su propio provecho. Nadie podía entender cómo podría criarse una fiera tan enorme en la sierra de El Castellar, árida y rocosa, sin haber bajado al llano alguna vez, donde podría encontrar su alimento. La serpiente no era de este mundo.
Diamantina tembló al pensar en la princesa, el comerciante se empeñaba en arruinar el respeto que había conseguido construirse. Durante los meses que vivió en la posada, ni un solo hombre o mujer se atrevió a levantar la voz en su contra o en contra de Valvanera. Don Lorenzo no lo hubiera consentido. En memoria de su madre mora, no hubiera tolerado que nadie rebajase otra vez a la mujer que más amaba en el mundo. Sin embargo, tampoco le hizo falta. La princesa se ganó el respeto y la admiración de sus nuevos vecinos con su sola presencia. Enamoraba al andar. Cualquiera que tuviera tratos con ella descubría su embrujo. Por mucho tiempo que viviera, Diamantina nunca olvidaría sus manos tocándole la frente, apaciguando el calor de su cuerpo con sus paños de algodón, siempre al lado de su cama cuando recobraba el sentido. Doña Aurora no se merecía que nadie buscara su mal.
Olvido se sentó en un sillón y comenzó a repasar un bordado, la única actividad que don Manuel les permitía en su cautiverio. Con frecuencia, cuando la veía absorta en sus pensamientos, se sentaba a su lado y se ponía a coser sin molestarla. Diamantina le agradeció internamente su discreción. No tenía ganas de hablar. Se tumbó en la cama y se mantuvo en un duermevela prácticamente el resto del día.
Hasta que llegó la noche, no volvió a dirigirse a la esclava. Cuando escuchó la cerradura de la puerta, se acercó a su oído.
– Sólo faltan tres días, ¿verdad?
Don Manuel entró un momento, registró a la criada, la hizo salir con él al corredor y se volvió antes de cerrar.
– Hoy estoy muy cansado, dormiré en mi alcoba.
Diamantina corrió hacia él y sujetó la puerta.
– ¿Habéis encontrado a la serpiente?
Su esposo la miró como si estuviera reprimiendo un insulto. Por un momento, pensó que había averiguado algo sobre la llave del colchón.
– Si la hubiéramos encontrado te lo habría dicho, ¿no crees?
– No sé. Quería decir que…
No la dejó terminar, volvió a mirarla, esta vez parecía que se apiadaba de un perro abandonado. Le acarició la mejilla, se acercó para besarla y transformó la voz para tratarla como si fuera una niña.
– Pues claro que te lo hubiera dicho, pequeña. Dime, ¿alguna vez te he ocultado algo?
Por supuesto que le había ocultado muchas cosas, pero se habría enfadado si le hubiera dicho la verdad.
– No.
– Vete a dormir, pajarito, mañana vendré a sacarte de la jaula. Nos vamos al campo.
La nodriza se asustó cuando leyó lo que le escribía la esclava. El señor no podía terminar con el encierro antes del domingo, si se la llevaba a la casa del campo fallaría todo lo que habían tramado. Tenía que averiguar qué había ocurrido en la batida para provocar su cambio de actitud. Buscó en las caballerizas a los mozos que acompañaron a don Manuel. Afortunadamente, todavía no se habían marchado. Les conocía poco, sólo de verlos en el cortijo cuando pasaban algunas temporadas en los meses de calor, pero llevaban toda la vida al servicio de don Manuel, no les extrañaría que les invitara a un trozo de queso de Castuera y a una copa de vino.
– Tenéis que reponer fuerzas. Creo que ha sido un día muy duro, ¿no?
Los muchachos aceptaron la invitación, no podían desaprovechar la oportunidad de comer al abrigo del fogón de la casa grande. Pocas veces disfrutaban de ese privilegio. Acompañaban a don Manuel en todas sus cacerías, pero siempre regresaban al campo al terminar la jornada. Vivían en el cortijo de la Gavilla Verde durante todo el año. Sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos habían sido los guardeses hasta que les llegó su última hora.
Entre los dos, se comieron una hogaza de pan untada en el queso. La nodriza les contemplaba sin decir una palabra. Les preparó un solomillo de retinto que don Manuel no se había comido y se lo sirvió. Tarde o temprano acabarían hablando de sus hazañas del día, todos los hombres lo hacen. Después de comerse la carne, el mayor de ellos se levantó y tiró del otro.
– La noche se está cerrando mucho. Deberíamos marcharnos si queremos ver algo por el camino.
El aya señaló el cuarto de detrás de la leñera y se dirigió al mozo que acababa de hablar.
– Podéis dormir aquí si queréis, tenemos mucho sitio. Así mañana no tenéis que volver si hay batida otra vez.
Los mozos dudaron como si les agradara la idea, pero el mayor tomó la palabra de inmediato.
– Me extrañaría mucho que don Manuel quisiera repetir. De todos modos, no podemos quedarnos, los perros no han comido hoy.
La nodriza cogió la olla que había en el fuego y se la enseñó.
– Pues a nosotros nos ha sobrado todo esto. ¿Queréis que os lo prepare? Seguro que ellos también se merecen una recompensa.
El menor se levantó para ver el contenido del puchero.
– ¡Ya lo creo que se lo merecen! ¡Nunca he visto una suelta más rara!
La nodriza sacó una bandeja con mazapanes y confituras y les hizo un gesto para que volvieran a sentarse.
– Pues esperaos mientras busco dónde os lo pongo. Tomad un poco de postre. ¿Así que la suelta ha sido rara?
– ¡Y tanto!
– ¡Ya lo creo! Los pobres lebreles no sabían adónde acudir. Había tanta gente cuando les quitamos las traíllas que cualquiera hubiera dicho que estábamos en la feria. En vez de salir corriendo en busca de la sierpe, se quedaron olisqueando las correas como si quisieran que los volviéramos a atar.
Los dos mozos soltaban por fin la lengua. La nodriza sacó una botella de aguardiente y les sirvió. Mientras oía la conversación, revolvía entre las cacerolas y rellenaba los vasos cada vez que los vaciaban.
– Por primera vez en mi vida no me he guiado por el latido de la jauría, sino por las voces de los ojeadores que llevábamos delante. ¡Madre mía del amor hermoso! ¡Si no nos quedó otro remedio que atar a los perros otra vez!
– ¿Y qué me dices de la aparición?
Los dos mozos soltaron una carcajada. El mayor miró a la puerta de la cocina y bajó la voz.
– No te rías, al señor no le hizo ninguna gracia.
– ¿Y cómo iba a hacerle gracia? Si aquel hombre parecía salido del mismísimo infierno.
– ¡Menudo susto cuando lo vimos detrás del zarzal! Eso sí es aparecerse, y no lo de la serpiente, que no hay quien la vea ni viva ni muerta.
– ¿Te diste cuenta de cómo le mudó la cara a don Manuel?
– ¡Pues claro!
Los mozos volvieron a reírse y a llenarse las copas.
– ¡Pues no va y le dice que la señora Diamantina tendrá que dar cuentas de lo que está pasando!
– ¿Y qué tendrá que ver la señora? Si la pobre no sale de su habitación desde hace mes y medio.
La nodriza no supo quedarse callada por más tiempo.
– ¿Qué decís de la señora?
– Que por si no tuviera suficiente con lo que tiene, ahora la acusan de liarse con las indias para invocar a Satanás.
– ¿Y el señor? ¿Qué ha dicho?
– Casi le parte la cara. Si no llega a ser por los moros que iban con él, mañana íbamos de entierro.
– ¿Creéis que hará algo?
– Por lo pronto, mañana nos llevamos a la señora a la Gavilla Verde. Después, él sabrá lo que tiene pensado, no nos ha dicho gran cosa.
Los cuellos de los muchachos no podían sujetar sus cabezas, se les caían como a los muñecos de trapo. La nodriza llamó a Olvido y, a pesar de su resistencia, los llevaron a la habitación y los metieron en la cama.
La esclava lo había escuchado todo desde el cuarto de al lado, la nodriza se puso una toquilla y se dirigió a la puerta falsa.
– Me voy a ver a Mamata. Tenemos que pensar cómo retener a la señora hasta el domingo. Espérame aquí para abrirme cuando regrese.
Se dirigió al palacio de enfrente y dio unos golpes en la puerta falsa. Al momento, el hijo menor de Mamata le abrió y la condujo hasta las cocinas. Mamata apareció enseguida envuelta en una colcha. Se sentó, escuchó lo que la nodriza acababa de descubrir y se puso de pie.
– ¡Vamos! Hay que contárselo a la princesa.
Momentos más tarde, doña Aurora llamó a Valvanera a su dormitorio, Juan de los Santos no había regresado todavía de la fonda. Las cuatro mujeres se afanaban en encontrar una solución al problema que se les planteaba sobre lo previsto para la fuga. La nodriza no sabía qué hacer.
– ¿Y si le contamos al señor don Manuel lo que habíamos pensado? Seguro que ahora no tendrá inconveniente en dejar que la señora Diamantina se marche.
Mamata la miró como si hubiera perdido la razón.
– ¿Te has vuelto loca? Él no la dejará marcharse de su lado, a menos que vaya con los pies por delante.
– A lo mejor con esto cambia. No consentirá que el comerciante le haga daño.
– Las serpientes no cambian, sólo mudan la piel.
Valvanera y doña Aurora hablaban entre ellas. Cuando las criadas se callaron, la princesa planteó el modo en que podrían retener a Diamantina en la casa. La nodriza regresaría al palacio, llamaría a la puerta de Diamantina, y le contaría cómo tenía que proceder. Esa misma noche, fingiría encontrarse al borde de la muerte y llamaría a gritos a su marido y a la princesa. Cuando don Manuel la viera retorciéndose de dolor, las llamaría a ella y a Valvanera para que la auxiliaran. Ellas acudirían para prohibirle a la joven que se levantara de la cama en un par de meses.
La nodriza regresó al palacete con las instrucciones. Mamata se quedó en la habitación de los niños para calmarlos si se despertaban con los gritos de Diamantina. Valvanera y la princesa prepararon los cestos de las hierbas y los paños de algodón, y bajaron al patio para esperar a que las llamaran.
Coincidiendo con la entrada de la primavera, todos los años se celebraba en el barrio judío la Velá del Pozo. Pero ante la llegada del Santo Oficio, los conversos decidieron adelantar la fiesta a mediados de noviembre, para dejar constancia de su devoción cristiana ante el Tribunal. Diamantina le dio permiso a su nodriza para que ayudara a sus hermanas en los preparativos. Todos los sábados se reunía a comer con su familia, pero aquél era un día especial: después del almuerzo, en los alrededores de la pequeña iglesia, comenzaba a sentirse el bullicio que presagiaba la fiesta de la noche, cuando los bailes y la música se mezclarían con las oraciones con que velarían al Cristo.
Cuando don Manuel se lo aprobaba, Diamantina acompañaba a su aya el día de la fiesta. Se acercaban hasta la calle del Pozo después de la misa y ayudaban a colocar los farolillos con que adornaban el barrio. Le encantaba sentirse útil. Sin embargo, en aquella ocasión, su nodriza no tuvo otro remedio que acudir sola. La princesa le había prohibido delante de su esposo moverse de la cama.
Nunca pensó que pudiera ser tan fácil engañar a don Manuel. Su alcoba se encontraba al otro lado del corredor, junto a la sala donde solía recibir a los aparceros en el invierno. En los meses de verano, se trasladaban a vivir a la planta baja del palacio, mucho más fresca que la de arriba. Pero en invierno la humedad se colaba hasta las sábanas y se mudaban a la planta superior, donde se reproducían todas las estancias de la de abajo, el comedor, las salitas, los salones, las alcobas, las cocinas, todo se había construido por igual en las dos plantas de la vivienda.
Hasta la llegada del invierno, solían vivir a caballo entre los dos pisos, alternándose en los dormitorios de uno y de otro en función de los coletazos de calor con que se presentara el otoño, aunque la vida cotidiana seguía manteniéndose en el de abajo. Excepto Fermín, el mayordomo, que dormía en una habitación contigua a la de don Manuel, la servidumbre se acostaba en los cuartos que daban a la leñera y al patio de las cuadras. Cuando llegaba el invierno, se trasladaban al altillo.
Habían golpeado la puerta de su habitación, Diamantina sabía que no podía ser nadie más que su aya o su esclava. Abrió con su propia llave, muy despacio, para no romper el silencio que invadía toda la casa. Olvido y la nodriza esperaban al otro lado de la puerta, con instrucciones de doña Aurora.
Antes de comenzar a gritar, como le habían indicado, Diamantina hizo tiempo para que Olvido y su nodriza bajaran a las cocinas. Su esposo tenía que ser el primero en acudir en su auxilio. Su niñera y su esclava debían aparecer con el resto de la servidumbre, que todavía dormía en la planta inferior. De lo contrario, don Manuel podría sospechar.
Escondió la llave en el lugar habitual, miró por el balcón, se sentó y se levantó, dio varias vueltas a la alcoba, volvió a mirar hacia el patio trasero, y a sentarse, y a levantarse, y a mirar por el balcón. Y se tumbó en la cama.
Se levantó, se acercó a la puerta, y lanzó el primer alarido. Gritó como le había dicho su nodriza, como si le estuvieran arrancando al bebé de las entrañas. Entre chillido y chillido, escuchaba la voz de Fermín que alertaba a su esposo.
– ¡Señor! ¡Señor! ¡Despertaos!
Pero don Manuel no se despertaba. Como siempre que llegaba agotado, se habría tomado sus hierbas, unas que le daban en el campo y le provocaban un sueño tan profundo que a veces se dormía durante más de catorce horas.
El mayordomo se acercó a su habitación.
– ¿Qué os sucede, señora? ¡Tranquilizaos! ¡Enseguida viene don Manuel!
Escuchó las escaleras. Los criados del piso de abajo comenzaban a subir y a arremolinarse alrededor del mayordomo. Ella gritaba. Fermín corría de un lado al otro del corredor, aporreaba la puerta de don Manuel y volvía a la suya.
– ¿Qué os pasa? ¡Por el amor de Dios, decidme qué os pasa!
Pero ella sólo gritaba y repetía el nombre de su esposo y el de la princesa. Gritó hasta que don Manuel acabó por oírla y salió de su cuarto. Cuando escuchó su voz al otro lado del corredor, se acercó a la cerradura.
– ¡Me desangro! ¡Llamad a doña Aurora! ¡Llamadla, por favor! ¡Me estoy desangrando!
Su esposo la encontró arrodillada sobre un charco de sangre. Le levantó el camisón y tocó sus muslos empapados. Sus brazos se mancharon de rojo cuando la llevó a la cama. Se volvió al mayordomo y gritó.
– ¡Que alguien traiga a la princesa! ¡Corred!
La nodriza se acercó con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Qué ha pasado?
Don Manuel le pasaba la mano por la frente.
– ¡Tranquila! Doña Aurora te curará.
Ella se quejaba.
– ¡Me duele mucho!
Los criados no se atrevieron a entrar, esperaban todos en el corredor asomando las cabezas por la puerta abierta. Sus voces se escuchaban como una letanía, probablemente horrorizados a la vista de la sangre.
– ¡Virgen de los Desamparados!
– ¡Santa Madre de Dios!
– ¡Jesús!
Olvido no se encontraba entre ellos, quizá fuera la encargada de acudir al palacete de enfrente. Una voz gritó desde el pasillo.
– ¡Ya están aquí!
Cuando Valvanera y doña Aurora alcanzaron la cabecera de su cama, la princesa ordenó que salieran todos de la habitación. Su esposo no dejaba de besarle las manos. Antes de salir, se dirigió a las recién llegadas con un hilo de voz, reprimiéndose para no llorar.
– ¡Salvadla a ella!
Valvanera permanecía de pie al lado de doña Aurora, llevaba un cesto colgado de cada brazo.
– No os preocupéis, los salvaremos a los dos.
Su esposo cruzó la puerta que nunca más volvería a cerrar con llave. Envió a la servidumbre de vuelta a sus habitaciones, esperó una hora hasta que le dejaron pasar, y les rogó que permanecieran a su lado el resto de la noche para cuidarla. La princesa le tranquilizó. No era necesario, el niño estaba creciendo bien, y Diamantina sólo necesitaba reposo. No debía moverse de la cama en un par de meses. Pero si él se quedaba más tranquilo, ella no se movería del lado de Diamantina. Valvanera sí, tenía que amamantar a su bebé.
Su nodriza esperaba fuera, miró a don Manuel pidiéndole permiso para entrar y él apuntó con la mano abierta hacia la cama en señal de que se lo estaba concediendo. Después, su esposo acompañó a Valvanera hasta el corredor. Aunque hablaban en voz baja, pudo escuchar lo que se decían. A don Manuel se le notaba la preocupación.
– Entonces, ¿está bien?
Era la primera vez que Valvanera hablaba directamente con él.
– No tengáis cuidado. Está bien, pero no consintáis que salga de esa cama. La sangre podría volver a removerse dentro de su cuerpo.
– No se moverá.
– Pues entonces no temáis. Quedaos tranquilo, todo irá bien. Ahora debéis descansar.
– Gracias.
¿Gracias? ¿Había dicho gracias? ¿Su marido dando las gracias a una criada? ¿Tanto podía cambiar cuando sentía que podría perderla? ¿Tanto la amaba? ¿Sería verdad que sin ella no podría vivir? ¿Se desesperaría cuando le abandonase? ¿Sufriría? ¿Cuánto? ¿Merecía alguien tanto sufrimiento?
Faltaban dos días más para la fuga. Olvido remetió las sábanas debajo del colchón y tropezó con la llave. La cogió y se la enseñó a su señora señalando su faltriquera con un gesto de interrogación. Diamantina asintió.
– Sí, sí, guárdala, ya no la necesitaremos.
Don Manuel no había dormido, permaneció al lado de la cama de la señora hasta que Valvanera regresó y se marchó con la princesa. Se retiró a descansar cuando la nodriza y ella llegaron al cuarto, pero antes sacó su llave del jubón y se la entregó a Diamantina.
– Hoy pensaba llevarte a la Gavilla Verde para que te diera el Sol. Pero tendrás que seguir aquí por un tiempo. Ya has oído a doña Aurora, no hagas locuras. Te quiero sana para cuando nazca nuestro hijo.
La señora apretó la llave contra su pecho.
– ¿No vas a cerrar?
– No.
– ¿Podrá quedarse mi aya aquí?
– Sí, podrá quedarse tu aya.
– ¿Y Olvido?
– También Olvido.
Don Manuel se inclinó sobre ella y le puso los labios sobre la frente.
– No parece que tengas calentura. Me voy a dormir un rato. Doña Aurora y Valvanera volverán a mediodía. Le diré a Fermín que me llame cuando hayan llegado. Duerme tú también un poco, pajarito.
Cerraron la puerta cuando se quedaron a solas. La nodriza arqueó las cejas y se encogió de hombros, su cara reflejaba una mezcla de alegría y de incredulidad.
– ¡No me lo puedo creer! ¡Lo hemos conseguido!
La señora se incorporó con cara de tristeza.
– ¡Dios mío! ¡Me siento tan mal! ¿Cómo he podido engañarle así? Hacía tiempo que no le veía sufrir de esta forma. ¡La Virgen me perdone!
Olvido la miró a los ojos. No tenía ganas de empañar los cristales, pero le hubiera gustado que leyera en su mirada. El remordimiento es un infierno que sólo tendría que arder para los que buscan el daño de los otros. Pero su pecado no era la maldad, sino la necesidad de huir de ella. El que se defiende no tiene motivos para el arrepentimiento, el derecho divino le asiste cuando levanta sus armas contra el agresor.
El ama de cría se sentó al lado de la señora y la abrazó.
– No te atormentes con eso. Tu marido es cazador, ellos saben cuándo tienen que darle aire a la pieza para que se confíe. Pero siempre acaban cayendo sobre ella. Ya te lo ha demostrado otras veces.
– Pero a lo mejor no estaría mal darle otra oportunidad.
– Ni bien tampoco, Diamantina, la aprovecharía para volver a las andadas. ¿Hasta cuándo aguantaría con la puerta abierta? ¿Qué precio tendrías que pagar? ¿Cuántos golpes hasta que echara la llave otra vez?
La señora lloraba en el regazo de su aya. Se durmió agarrada a la llave que le acababan de entregar, hasta que doña Aurora y Valvanera entraron en la habitación seguidas de don Manuel. La princesa fingió sorprenderse con la mejoría de la enferma, había recobrado el color. Valvanera llevaba un balde lleno de agua caliente, sacó un paño de los cestos que había dejado al lado de la cama la noche anterior y se dirigió a don Manuel señalando el barreño.
– Es muy importante que se lave todos los días. Las heridas sólo quieren agua, sal, y muchos mimos.
No hizo falta que nadie le dijera que debía salir del dormitorio, don Manuel se quedó mirando a Valvanera y sonrió.
– Ya sé, ya sé, tengo que irme, pero antes, déjame que me despida de mi mujer. No volveré a verla hasta dentro de una semana por lo menos. Salgo de viaje ahora mismo.
Cuando no la transformaba la ira, su voz era hermosa. Grave y acompasada, como Olvido recordaba la de su padre. Sus labios rozaron los de la señora Diamantina, le susurraron algo al oído que sólo ella pudo escuchar, y volvieron a su boca. Después se marchó.
La esclava le siguió con la mirada. No era la primera vez que parecía diferente, pero sí la única en que ella deseó no haber presenciado su transformación. No le extrañaba que la señora Diamantina volviera una y otra vez a sus brazos, las caras de algunos ángeles no serían tan bellas.
El ruido del barreño contra el suelo la sacó de su abstracción. Valvanera lo colocó a los pies de la cama.
– ¡Señora! ¡Tenéis que bañaros! Seguro que anoche nos dejamos la mitad de la sangre.
Valvanera contempló la mancha de las baldosas y se volvió hacia la nodriza.
– ¿De dónde habéis sacado tanta sangre?
La princesa se sumó a la observación de su criada. No había pensado en tanto realismo cuando les dio las instrucciones sobre lo que debían hacer. El aya se encogió de hombros y arqueó las cejas.
– Añadimos algunos detalles para que el señor no dudase en llamaros a vosotras y no al médico de la casa.
Diamantina se metió de pie en el barreño.
– ¡Si las hubierais visto cuando les abrí la puerta! Me costó acertar en la cerradura del susto que tenía. ¡Madre de Dios! ¡No sabía qué pensar cuando vi la jarra llena de sangre! ¿De dónde la sacasteis?
La nodriza miró a Olvido y le guiñó un ojo.
– La cocinera siempre le pide a Olvido que le mate las gallinas para el caldo. Hoy pensaba hacer uno. Ya la tiene desplumada y desollada.
Al ver las piernas manchadas de sangre, Valvanera, Diamantina y doña Aurora hicieron el mismo gesto de asco a la vez. La princesa estalló en una carcajada y contagió al resto de las mujeres, que se miraban unas a otras sin la menor preocupación de que alguien pudiera hacerlas callar. Olvido se escuchó a sí misma compartiendo con ellas el sonido de sus risas.
Las cuatro observaban las piernas de Diamantina y se reían. Se miraban y volvían a reírse. Diamantina salpicó a doña Aurora, doña Aurora a Valvanera, Valvanera a la nodriza, y la nodriza cerró el círculo salpicándola a ella. Gritaban y reían sin decir una sola palabra. Y se entendían.
Entre Monesterio y Santa Olalla, se encontraba la posada del Culebrín, donde solían hacer noche los viajeros de la Ruta de la Plata, entre Zafra y Sevilla. Desde la posada hasta Zafra, se tardaba poco menos de un día a caballo. Don Lorenzo calculó su viaje de regreso de Granada teniendo en cuenta que debía llegar a la Media Fanega el viernes por la noche a más tardar. El sábado saldría en dirección a Los Santos, llegaría al anochecer y dormiría allí. En la mañana del domingo, interceptaría al comerciante en el cruce donde había convenido con la princesa.
En la fecha y la hora calculadas, entraba en la taberna de la fonda para pedir alojamiento para él y para otras cuatro personas que esperaban en un carruaje.
De espaldas a la entrada, recogiendo la llave de una de las habitaciones, se encontró con la última persona que hubiera podido imaginar. Su hermano Manuel. El primer impulso que sintió fue alejarse, pero se acercó hasta tenerlo a dos pasos y saludó.
– ¡Buenas noches!
Manuel levantó la cabeza y esperó unos instantes para girarse.
– ¡Esto sí que se llama una casualidad! ¿Tú no estabas vendiendo tu uva en la ruta de Almendralejo?
Don Lorenzo no tenía interés en mantener una conversación. Su propósito era terminar cuanto antes con aquel desagradable encuentro, y avisar a las personas que esperaban en el coche de que podían entrar.
– Parece que no.
Se acercó al mostrador y se dirigió al posadero.
– ¿Qué hay, Luciano? ¿Tienes cuatro habitaciones?
Antes de que Luciano pudiera contestar, don Manuel le cogió del brazo y le retiró del mostrador.
– Tengo algo importante que decirte.
– ¿Y qué te hace pensar que lo que es importante para ti puede ser importante para mí?
Su hermano le clavó los dedos en el brazo y lo llevó hasta una mesa, la más retirada que encontró. Su aspecto no era el que presentaba la última vez que se vieron, parecía avejentado.
– Me encantaría pelear contigo, pero he cabalgado doce horas seguidas, estoy agotado. Lo que tengo que decirte es mucho más importante que nuestras diferencias. Escúchame y no me interrumpas hasta que termine. Las vidas de tu esposa y de la mía dependen de lo que tú y yo seamos capaces de hacer. Voy a Sevilla a buscar ayuda.
Don Manuel le contó los últimos acontecimientos ocurridos en Zafra. Por supuesto, desconocía la existencia del joyero, pero sabía las acusaciones que el comerciante había vertido sobre doña Aurora y sobre Valvanera en relación con Diamantina y con la fonda.
– Al principio no le di importancia. Pensé que nadie creería las patrañas de ese hijo de Satanás. Pero cuando se me acercó en la batida, comprendí que su perversión no tiene límites. Ahora resulta que la Serpiente de El Castellar también es obra de ellas.
– Pero es absurdo, ésa es una historia antigua. Los abuelos de nuestros abuelos ya hablaban de la serpiente.
– Precisamente por eso, no hay animal que viva tantos años. ¿No adoran los indios a un dios en forma de serpiente?
– Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada.
– ¡Pues ahí la tienes! Según el comerciante, doña Aurora y Valvanera invocaron a su dios para que Diamantina siguiera embarazada a pesar de haber perdido al niño. Eso es lo que le va a decir al Santo Tribunal. Tenemos que conseguir un testimonio a favor de tu mujer y de tu criada, gente de prestigio que pueda callarle la boca a ese embustero.
Don Lorenzo todavía no le había contado su historia. La muerte del calafate, la inundación de la ronda y el entierro del Bigotes, las amenazas, el joyero. El comerciante odiaba a cualquiera que no demostrara su pureza de sangre.
– Acusó a su propia esposa de mantener sus ritos judíos y la mandó a la hoguera. Parece que no le encuentra sentido a la vida si no es odiando a los que somos diferentes. En nosotros encontró las víctimas perfectas, el hijo de una mora y su familia india.
La reacción de su hermano ante lo que acababa de narrar le desconcertó. Jamás hubiera creído que de sus labios pudieran salir alabanzas sobre nadie que no fuera cristiano viejo, y mucho menos sobre doña Aurora.
– Tu mujer no merece ese trato, es una de las damas más dulces que han pasado por Zafra. Ese hombre debería lavarse la boca con jabón para hablar de ella. No podemos consentir que se salga con la suya.
Don Lorenzo hizo un gesto de admiración. No podía ser cierto lo que acababa de escuchar.
– Sí, hombre, sí. Ya sé que a veces soy un burro, pero sé diferenciar una corneja de una paloma.
De pronto, los dos hermanos se encontraron como no lo habían hecho en todos los años de su vida, sonriéndose el uno al otro. Don Lorenzo le miró como si se tratara de un desconocido. Aquel hombre no podía ser el mismo que no consintió que su madre reposara en la cripta familiar hasta que no vio peligrar su herencia. El que le echó de su propia casa porque deseaba a la mujer que él no aceptó como esposa. No podía ser. No había vuelto a verle desde el nacimiento de la hija de Valvanera, cuando apareció en su palacete y se llevó a Diamantina para encerrarla bajo llave hasta no se sabía cuándo. No podía ser el mismo. Sin embargo, allí estaba, hablando de doña Aurora como si la apreciara de verdad, dispuesto a cabalgar hasta Sevilla en busca de ayuda.
– ¿Y qué piensas hacer en Sevilla?
– Pedirle al Conde de Feria un juicio público.
– Los condes no están en Sevilla.
– ¿Estás seguro?
– Completamente.
Don Manuel se quedó pensativo.
– Pero si me han dicho en palacio que han ido a pasar unos días allí.
Don Lorenzo se acercó a la ventana y le hizo un gesto para que echara un vistazo. Las figuras de dos hombres y dos mujeres se perfilaban en las ventanillas de un coche que esperaba en la puerta. Don Manuel sonrió.
– ¡Así es que ésta era tu ruta de la uva!
– Mañana viajarán directos al Castellar. Allí les espera Sepúlveda. Traen una sorpresa para el comerciante de paños.
– ¿Quiénes son los otros?
– El hombre es don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra. Y la mujer es la esposa del comerciante.
– Pero ¿no me has dicho que murió en la hoguera?
– Es una historia muy larga. Mañana te la contaré por el camino.
A primera hora del sábado, los dos hermanos se despidieron de los ocupantes del carruaje hasta el día siguiente en El Castellar. Montaron cada uno su caballo y se dirigieron hacia Los Santos de Maimona. Era la primera vez que cabalgaban juntos.
Juan de los Santos se movía por la habitación como un gato entre cuatro paredes. Hacía rato que doña Aurora y Valvanera deberían haber vuelto de misa de doce. Él hubiera preferido que se quedaran todo el día en casa, pero la princesa insistió en continuar con su vida normal. Si alteraban su rutina, podrían levantar las sospechas del comerciante de paños. Sólo faltaban veinticuatro horas para liberarse de la angustia del último mes y medio.
Se acercó a la ventana y miró a la torre de la iglesia. Uno de los criados del comerciante bostezaba apoyado en el brocal del Pilar Redondo, con la mirada fija en el mismo sitio que él. Ya se había levantado y sentado varias veces. Y rodeado el pilar. Y mirado en la dirección por donde deberían venir. Y en las otras direcciones. Y al balcón. Ya se habían cruzado sus miradas en varias ocasiones, en la esperanza de descubrir, cada uno en el otro, el motivo del retraso.
El reloj de la torre marcaba las dos y media cuando las moriscas aparecieron por la calle opuesta a la de costumbre, la que terminaba en la ronda. Juan de los Santos esperó hasta comprobar que la princesa y Valvanera no venían detrás, se echó encima su capa, y bajó los escalones de dos en dos.
Cuando salió a la plazuela, los tres moros corrían en dirección a la muralla. Juan cerró la puerta con llave y les siguió hasta que se detuvieron en seco, doña Aurora y Valvanera bajaban desde la fonda hacia el Pilar Redondo. Al llegar a su altura, los moros se apartaron a ambos lados de la calle, ellas les saludaron con un gesto y pasaron por el medio. Caminaban despacio, cubiertas de la cabeza a los pies, como hacían desde que planearon engañar al comerciante con el truco de las capas. Sus manos enguantadas sujetaban las tocas a la altura de la nariz, ni siquiera se les veían los ojos.
Una vez en el palacete, la princesa se retiró el manto y dejó al descubierto sus trenzas negras, hizo sonar la aldaba hasta que Mamata abrió el portón y, antes de cruzar el umbral, se volvió hacia la torre como si estuviera comprobando la hora. Saludó de nuevo a los criados del comerciante, y entró en casa.
Los nervios de Juan de los Santos estaban a punto de estallar.
– Pero ¿se puede saber de dónde venís?
Valvanera le pasó la mano por la frente, estaba sudando.
– De la calle del Pozo. No te imaginas la que están preparando allí. Esta noche velarán al Cristo.
Doña Aurora le explicó que habían acompañado a la nodriza de Diamantina a visitar a su familia. No sabía que era hija de judíos conversos. Todos los sábados se acercaba a la judería después de la misa de doce y comía con sus hermanos. El barrio entero preparaba una fiesta que duraría hasta el amanecer. Habría baile, comida y bebida para todo el que quisiera asistir.
Juan de los Santos se echó a temblar. Las mujeres parecían entusiasmadas con la fiesta.
– ¿No estaréis pensando en ir a la Velá del Pozo?
Las dos se miraron y se echaron a reír. Por un momento pensó que se habían vuelto locas, y que se proponían pasar la noche anterior a la fuga cantando y bailando en la calle. Valvanera le tranquilizó.
– Este año no, pero el que viene, ya verás. Yo, desde luego, iré.
Estaban radiantes, se notaba que su excursión por la judería, libres de las miradas de las moras, y el paseo triunfal desde la muralla hasta el zaguán del palacio las habían puesto de buen humor. Después de afirmar que ella también iría a la próxima velá, la princesa ordenó a Mamata que preparara el almuerzo mientras ellas tomaban un baño, y se dirigió al piso de arriba. Valvanera la siguió, en la mitad de las escaleras se volvió hacia él y le guiñó un ojo.
– Prueba un poco de manteca colorá mientras bajo. La he hecho yo, a ver si te gusta cómo me ha salido.
Juan de los Santos se metió en la cocina, se sirvió un tazón de escabeche y se untó un trozo de pan con la manteca que su esposa acababa de aprender a cocinar. Sabía picante. Sonrió para sí mismo y se la comió. Cuando Valvanera bajó, él ya había terminado de comer.
Se había vestido con sus ropas aztecas. Se movía por la cocina como una figura sacada de un cuadro. Con su blusa bordada y su falda de colores, sus trenzas, sus pendientes hasta los hombros, sus sandalias. Olía a jabón. Sus pechos se marcaban exuberantes debajo de los bordados, rebosando leche. Se diría que aún no había parido, todavía no había recuperado la curva de la cintura, y su vientre se adivinaba entre los pliegues de la falda. El tono de su piel se parecía cada vez más al de las gitanillas y las moriscas. Era preciosa.
Valvanera se mantenía en silencio. Rodeó la mesa, se sentó, y se dejó contemplar mirándole a los ojos. Él se levantó y le acarició el pelo.
– Me has tenido en vilo toda la mañana.
– Yo quisiera tenerte en vilo toda la vida.
Doña Aurora y Valvanera esperaban en el carruaje disfrazadas de ellas mismas. En el asiento de enfrente, Mamata escondía a los niños debajo de su manto. No estaban seguras de que el comerciante las hubiera denunciado aún, pero si fuera así, en cuanto el hijo de la niñera le diera la señal al cochero, se convertirían en prófugas de los inquisidores. Si el comerciante no había caído en la trampa que habían urdido para él, las perseguiría hasta detenerlas y entregarlas al Santo Tribunal. Las criadas habían salido para el palacio de Diamantina media hora antes, ocultas bajo la indumentaria que Valvanera y doña Aurora habían bordado durante la última semana, idéntica a la que llevaban puesta en el carruaje. La suerte ya estaba echada.
No tenían noticias de don Lorenzo y del hijo mayor de Mamata. El marido de Mamata les esperaba desde el amanecer en el cruce de los caminos de Sevilla y Los Santos de Maimona para explicarles que debían dirigirse a El Castellar y esperar allí al comerciante. En ese momento ya debían de estar con don Diego Sepúlveda.
Los nervios de Valvanera y de la niñera le exigieron mantener la calma, alguien debía hacerlo, pero doña Aurora sentía como si le estuvieran mordiendo el estómago. Recordó el desastre de la huida de Tenochtitlan. El incendio del palacio de los capitanes. Su salida en canoa. Los cuerpos de los españoles hundiéndose en el lago por el peso del oro. Su estancia en Cholula, y la angustia de la espera sin la certeza de que los suyos hubieran logrado salir de aquel infierno.
El destino volvía a separarla de su esposo en el momento en que más le necesitaba. Hacía ya diez días que se marchó, y diez noches en las que repasó cada detalle de lo que estaba a punto de comenzar. Esta vez no pasaría como en la capital de los aztecas, había diseñado la solución a cualquier imprevisto.
Cuando salieron de la ronda, después de dejar a la nodriza con sus hermanos, comprendió que las moras caerían en la trampa. Seguirían a sus capas hasta la misa de doce convencidas de que debajo se encontraban sus verdaderas dueñas. Lo supo cuando bajaron los ojos mientras las saludaba desde el umbral del palacio. Nadie mantiene la mirada del que entregará a la muerte segura al día siguiente.
Una hora después del regreso de la judería, el comerciante se encontraba apostado en el pilón junto a los cuatro moriscos. Los había colocado en dirección a cada una de las calles que confluían en el Pilar Redondo. Las que daban a la iglesia y a su trasera, la del palacio de Diamantina, y la que terminaba en la ronda de la muralla. Cada cual vigilaba su calle, él miraba directamente al balcón de doña Aurora, sonriéndole cada vez que ella se asomaba.
Parecía claro que el comerciante reforzaba su vigilancia para no perder la oportunidad de detenerlas mientras huían. La cuestión estaba en si se guiaría por los planes que le contó Mamata, si pensaría que las criadas escaparían hacia Los Santos y ellas a El Castellar, como había planeado su esposo, o contemplaría otras alternativas en previsión de que fueran ellas las que huyeran en el carruaje. No lo sabría hasta que no llegara el momento, pero confiaba en su intuición. Tenía que salir bien.
Juan de los Santos parecía enfadado cuando volvieron de la judería, pero aquel paseo no hizo sino mejorar sus planes. Al día siguiente, las moras no perderían de vista sus ropas desde que salieran del palacio hasta que el ecónomo las condujera al pasadizo.
La tarde transcurría más rápido de lo que había imaginado. Entre el nerviosismo de unos y de otros, no tuvo tiempo de pensar en el suyo. Los jueces del Santo Tribunal habían llegado a Zafra el día anterior. Leyeron su Edicto de Fe en la misa de doce y empapelaron la villa con la lista de los actos que la Inquisición consideraba merecedores de castigo. Judaísmo, islamismo, hechicería, lectura y tenencia de libros prohibidos, bigamia, brujería, predicciones del horóscopo, sortilegios para buscar agua y objetos perdidos, blasfemia, sodomía, invocaciones a la lluvia, astrología, falso testimonio, solicitar el acto sexual siendo clérigo, herejía, renegado, predicciones del futuro, filtros amorosos, pintar y componer a la novia a la morisca, no comer tocino, amasar pan sin levadura, y un sinfín de ejemplos que merecerían la cárcel, la humillación o la muerte, y provocaron la angustia de toda la población, incluidos los habitantes del palacio. Cualquiera podía ser denunciado y recluido en una cárcel secreta sin conocer ni su delito ni a su acusador. Pasarían meses desaparecidos, incluso años, hasta que se celebrara el juicio público y sus familiares supieran algo de ellos.
A excepción de los cambios que habían introducido para liberar a Diamantina, que las mujeres mantenían en riguroso secreto, el marido y los hijos de Mamata eran los únicos que conocían los planes de huida. El resto de la servidumbre debía seguir ignorándolos hasta que la fuga hubiera terminado. Para evitar sus sospechas, los preparativos se limitaron a tener listo el tiro del carruaje y a guardar en una bolsa algunas ropas para los niños. Nada de arcones ni de baúles, llevarían dinero para comprar lo que necesitasen si la fuga se prolongaba.
Valvanera y Mamata subieron a su habitación después del almuerzo. María y Miguel jugaban en el patio, la pequeña Inés dormía. La niñera se mostraba inquieta.
– ¿Y si el comerciante nos sigue a nosotras? Don Lorenzo no estará en el cruce de Sevilla y Los Santos para detenerle. ¿Qué haremos?
Valvanera intentó calmarla.
– Las seguirá a ellas. No te preocupes. Es muy listo, y los listos piensan en todo, menos en las cosas más simples. Si tú le has dicho que el carruaje lo usaremos para despistarle mientras nosotras huimos por el pasadizo, seguro que no se plantea que lo más sensato era trasladarnos lo más lejos posible.
Valvanera tenía razón, los listos piensan en todo, lo terrible sería que pensara que la trampa estaba en la historia que le había contado Mamata. No quiso preocuparlas más, no tenía respuesta a su pregunta, confiaba en que el comerciante no se diera cuenta de que también ellas sabían pensar.
Los alguaciles habían desalojado a los meloneros de los arcos de la Plaza Chica. En la Casa del Concejo se instaló la tarima y el dosel para la mesa donde los jueces procederían contra los acusados. Se habilitaron celdas para los reos que recibirían de otras ciudades de la comarca, se recabaron informes sobre las causas que se despacharían en la visita de distrito, y se iniciaron las diligencias necesarias para lograr el lucimiento del acto que coronaría la presencia de la Inquisición en Zafra, un Auto de Fe General donde se ejecutarían las condenas, las que se impondrían en la visita y las que esperaban su ejecución en toda la comarca desde hacía dos años.
La experiencia del último que celebraron en el municipio les demostró que la organización era complicada y costosa, debían empezar con suficiente antelación para cumplir con el protocolo y procurar economizar gastos. La fecha para la celebración del Auto se fijaría para unos meses más adelante, pero las autoridades comenzaron con sus preparativos nada más conocer la concesión de la licencia que el Tribunal de Llerena había solicitado al Inquisidor General. A pesar de que la comunicación del permiso para estas ceremonias se realizaba en secreto, en Zafra no se hablaba de otra cosa.
Juan de los Santos comprobaba las herraduras de los caballos cuando el hijo menor de Mamata le avisó de que había llegado un alguacil con una notificación del cabildo. Salió al patio sin preocuparse, sabía de qué se trataba.
El alguacil le esperaba sentado en el poyete. Se conocían desde que eran niños, pero nadie diría que tenían la misma edad, le sobraban más de cuarenta kilos de peso.
– ¿Qué pasa, Manolón?
– ¡Buenas tardes, Juan! ¿Ha vuelto ya tu señor?
– ¿Ya vienes a sacarle los reales? Pues siento decirte que tendrás que esperar hasta mañana.
Manolón le entregó el pergamino lacrado. Respiraba con dificultad.
– ¡Hazme el favor! ¡Dásela tú! Ésta es la última que me queda. Llevo toda la mañana de acá para allá. Todavía no he comido.
– ¿Cuántas has entregado?
El alguacil se secó la frente.
– ¡Uff! Un montón. He ido a todas las casas grandes. Con el secuestro de bienes no les va a llegar. Tendrán que dar de comer a muchos prisioneros. Además, ya sabes que los gastos de la procesión siempre se disparan.
– No quisiera estar en tu pellejo. ¡Menuda te espera!
– ¡Y que lo digas! Mañana empezamos a desenterrar a los últimos condenados a la hoguera.
– ¡Pero si faltan meses para las ejecuciones! ¿Adónde los llevarán?
– ¡Ya! Pero quieren evitar que los familiares los cambien de sitio. Los meterán en un calabozo hasta el Auto de Fe. ¡Esto es de locos! ¿Qué necesidad habrá de quemar a los difuntos? Suficiente castigo tuvieron ya con morirse esperando la muerte.
– ¡Y tanto! Lo que deberían hacer es quemarlos después de cada proceso.
– ¿Y quedarse sin espectáculo en el siguiente Auto de Fe General? ¡Parece que no les conoces! Prefieren que se les mueran unos cuantos antes que quedarse sin su fiesta. ¡Además, sale mucho más barato quemarlos a todos a la vez! Hace tiempo que no se hacen Autos Particulares, no habría arcas del cabildo que lo soportaran.
Juan de los Santos acompañó a Manolón hasta la Plaza Chica, donde se instalaría el cadalso, sus ventanas serían confiscadas por el tribunal, pero el resto de las casas por donde transcurriría la procesión ya habían comenzado a ofrecerlas en alquiler. Juan contempló los carteles mientras olía a pelo quemado y escuchaba unos chillidos que rompían el aire. Era época de matanza. El olor a quemado y los gritos de los cochinos se adelantaban a los que inundarían la plaza en el Auto de Fe. Pensó en doña Aurora y en Valvanera, no deberían estar allí cuando se celebrara.
De regreso al palacete, el comerciante le salió al encuentro por la calle de la iglesia. Siempre llevaba colgado al hombro el zurrón donde guardaba la caja de doña Aurora.
– ¡Buenas tardes nos dé Dios!
No quería contestarle, pero se había colocado frente a él y le impedía el paso.
– ¡Buenas tardes! Si no os importa, tengo prisa.
El comerciante se retiró hacia la acera después de hacerle una de sus reverencias con la capa.
– ¡Por supuesto! No seré yo quien te corte el camino. Sólo quería felicitarte por el nacimiento de la pequeña Inés. No había tenido oportunidad.
Las tripas se le revolvieron al escuchar el nombre de su hija en su boca. Le hubiera partido aquellos dientes amarillos si no fuera porque podría poner en peligro la fuga del día siguiente. Se tragó la bilis y continuó andando. El comerciante le seguía a corta distancia, podía escuchar su respiración.
– Supongo que será tan guapa como la madre. ¡Y tan india!
Juan se volvió, le levantó por la pechera con la mano izquierda hasta dejarle de puntillas, y situó el otro puño a la altura de su nariz.
– ¡Vuelve a nombrar a mi hija y te mando directo al infierno!
Uno de los moriscos se precipitó sobre él y le sujetó el puño, intentó liberar a su señor de la mano que le levantaba del suelo, pero Juan le agarraba con fuerza. El comerciante levantó las suyas para que su mozo se detuviera. No había cambiado el gesto desde que le dio las buenas tardes con su sonrisa fingida. Juan le soltó y se acercó a su oído.
– ¡Que no te vea nunca cerca de mi hija! ¡O no habrá fuerza divina ni humana que me sujete!
La cara del hombre de negro seguía impasible. Volvió a hacerle una reverencia con su capa y se alejó hablando con su criado.
– ¡Pobrecillo! Está nervioso. Y no me extraña, la llegada del Santo Oficio puede alterar incluso a quien no tiene nada que esconder.
Después se quedó contemplando fijamente las ventanas del palacete y se dirigió a él sin desviar la mirada.
– ¡Recuerdos a la princesa y a tu esposa! ¡Cuídalas! En estos tiempos que corren nunca se sabe dónde nos encontrará el peligro.
Aun sabiendo que era imposible, Juan de los Santos entró en el palacete con la certeza de que el comerciante conocía los últimos planes de fuga. Se dirigió al piso de arriba y buscó a Valvanera con el estómago todavía revuelto, deseando que pasaran las horas. En su habitación, su esposa amamantaba a la pequeña Inés. No permitiría que nada ni nadie se las arrebatara.
El aya de Diamantina regresó al palacio pasadas las seis de la tarde. Estaba preocupada. Como todos los años, su familia participó en los preparativos de la Velá del Pozo con el resto de los judíos conversos. De puertas afuera, sonreían y bromeaban, pero de puertas adentro la situación era muy diferente. Uno de sus sobrinos había infringido las normas del Santo Tribunal que prohibían a los hijos y nietos varones de condenados llevar armas, oro, montar a caballo y tener un oficio honroso. El joven no se resignaba a pagar las penas que la Inquisición impuso a sus abuelos y a sus tías hacía diez años. Había montado en secreto una tienda de guantes con el hijo de un caballero al que le unía una fuerte amistad. Su amigo se encargaba de la venta al público, pero él trabajaba en la confección de las prendas y, en varias ocasiones, le acompañó a caballo hasta Sevilla para entregar los pedidos que les encargaban otros establecimientos. Toda la familia rezaba para que nadie le denunciase.
La nodriza encontró a Diamantina sentada en un sillón, trabajando en uno de sus bordados.
– ¿Qué te pasa? Traes mala cara.
El aya se sentó en un taburete y comenzó a ordenar el cesto donde guardaban los hilos.
– ¡Ojalá mañana pudiera huir toda mi familia también!
Diamantina dejó su labor y le acarició el brazo.
– No te preocupes, ya habéis pasado por esto otras veces, es duro, pero nunca habéis tenido problemas.
– Lo sé, pero cada vez se hace más cuesta arriba. Algún día, mis sobrinos estallarán. Uno de ellos ha estado al borde de quemar el sambenito de su madre.
– ¿Y cómo están tus hermanas?
– Demasiado bien para lo que llevan encima. No sé cómo no se han vuelto locas. Si las vieras remendando y blanqueando los hábitos. ¡Menos mal que mis pobres padres han dejado ya de sufrir!
Las hermanas de la nodriza debían vestir sus sambenitos cada vez que se celebraba un Auto de Fe. Fueron denunciadas por blasfemia junto a sus padres. A ellas las condenaron a vergüenza pública, y a vestir las insignias en la misa del domingo durante cinco años, y en todos los autos que se celebraran en la villa hasta su muerte. Pero los jueces consideraron que no había suficientes pruebas contra sus padres, y sus procesos quedaron en suspenso. Hasta el final de sus días vivieron bajo la amenaza de sus causas abiertas a nuevas testificaciones y diligencias, con la posibilidad de ser reanudadas en cualquier visita de distrito.
La nodriza tenía grabadas en la memoria las voces del pregonero que acompañó a sus hermanas por las calles de Zafra, y la mirada de odio del ministro del tribunal que vigiló su humillación. Las dos amordazadas y sujetando su vela, escuchando en cada esquina la sentencia que les obligaba a encadenarse a una túnica blanca de por vida.
Se volvió hacia Diamantina y se echó a llorar. No podía apartar de su mente la imagen de la última procesión. Los arcabuceros que habían hecho la guardia aquella noche en el Palacio de Justicia detrás de la Cruz Verde. Los ciriales con velas amarillas apagadas, las cruces de San Andrés, de Alcántara y de Santiago con velas negras, y los clérigos de las parroquias con sobrepellices y velas apagadas. Las estatuas de los condenados que lograron huir antes del cumplimiento de las sentencias, y que serían ajusticiados en imagen. Las arcas con los huesos de los difuntos. Sus hermanas caminando entre los casi cincuenta penitenciados, con sus insignias de sambenitos y sus velos, con la cabeza gacha, para no soportar las miradas de los balcones. Sus padres acompañándolas, apoyándose en las varas de justicia que les obligaron a llevar. Los ministros que aplicaron la tortura, el resto de las familias de los reos, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, sufriendo el dolor de los condenados y su propia humillación. Los gritos de muerte al perro judío. Los comisarios y los notarios. Y los cuatro relajados que morirían en la hoguera, con una cruz en las manos, con sus sambenitos y sus coronas de llamas. Los vítores y el llanto.
Ella perdió el sentido cuando pasaron los cuatro caballeros que cerraban el cortejo, uniformados según las órdenes militares que representaban. Sobre unas andas, transportaban las arquillas donde custodiaban las sentencias.
La nodriza no paraba de llorar. Se abrazó a Diamantina y se dejó llevar por el recuerdo.
– No soportaré verlas en otra procesión.
Diamantina le daba palmaditas en la espalda.
– ¡Vamos! ¡Tranquilízate! Queda mucho tiempo para el Auto, no te derrumbes todavía, tus hermanas te necesitan fuerte. Y yo también. Recuerda que mañana será un día importante. Diremos adiós a la jaula.
Sólo quedaban algunas horas para que abandonaran el palacio, la nodriza se recompuso y se secó los ojos.
– ¡No te preocupes! Ya estoy bien. Tienes razón, ahora lo más importante es que mañana volarás.
Al cabo de unos momentos, Olvido apareció en el dormitorio con un papel en la mano. Después de leerlo, Diamantina lo arrojó a la chimenea, cerró la puerta y habló en voz baja dirigiéndose a su nodriza.
– Tenemos que estar preparadas a las once y media. Las criadas de la princesa vendrán al palacio vestidas de doña Aurora y de Valvanera. Fingirán que vienen a verme antes de irse a misa. Doña Aurora, Valvanera y Mamata esperarán un rato, hasta calcular que haya empezado el ofertorio, y saldrán en el carruaje.
El aya miró a la esclava y después a Diamantina.
– ¿Qué pasará con Olvido?
La joven tomó las manos de su esclava entre las suyas.
– Tú te quedarás hasta que mande a buscarte, cuando estemos instaladas. Le dejaré una carta a mi esposo, sabrá por qué me voy y dónde podrá encontrarme. No tienes nada que temer, no irá contra ti.
La noche se había cerrado de repente. Las campanas de la iglesia anunciaban las siete y media cuando el mayordomo llamó al dormitorio. Olvido esperó a que su señora se metiera en la cama y abrió.
– ¡Buenas tardes, señora! ¿Da usted su permiso?
– ¡Buenas tardes, Fermín! ¡Pasa!
El mayordomo venía acompañado de dos sirvientes que arrastraban un baúl.
– Señora, don Manuel me ordenó que si la serpiente aparecía otra vez, preparáramos su equipaje y la lleváramos a la Gavilla Verde. Me acaban de decir que un cura de la Puebla la ha visto esta misma tarde. El coche os espera.
Diamantina miró a Olvido y a su aya. Las tres mujeres pusieron la misma cara de espanto. La nodriza se acercó a los criados y les señaló el lugar donde debían dejar el arcón.
– No son horas para andar de viaje con una enferma. Está muy débil, debería descansar.
La señora se tocó la frente y buscó la mano de su esclava.
– Así es, debo reponer fuerzas antes de iniciar el viaje. Volved mañana después de la misa de doce. Estaré preparada.
Cuando el mayordomo se marchó, Diamantina se levantó y las cogió a cada una de una mano.
– ¡Por favor! No me dejéis sola esta noche.
Valvanera escuchó ruidos en la plaza y se asomó al balcón. Un sacerdote al que nunca había visto se disponía a subirse al borde del pilar con la ayuda del hombre de negro. La plaza estaba vacía.
– ¡Juan! ¡Ven a ver esto!
El sacerdote se remangó la sotana y señaló en dirección a los montes de El Castellar.
– ¡Hermanos! Mis ojos han sido testigos de la herejía de los alumbrados. Dios ha querido que este demonio, que tantos años se había ocultado en los corazones de la gente, se presente ante mí como la sierpe antigua del Castellar. Ha llegado el tiempo en que las obras de Satanás se manifestarán al mundo como una fiera espantosa. El terrible monstruo se ha revelado en vuestra villa como una serpiente emplumada.
Mientras el cura lanzaba su arenga, los ojos del comerciante no dejaron de mirar hacia los balcones del palacete. Sonreía y acariciaba su zurrón. Los dos parecían borrachos. El resto de las ventanas que daban a la plazuela se iluminaban a medida que se oían los gritos. Juan de los Santos la obligó a retirarse de los cristales y volver a la cama.
– No hagas caso de ese patán. Seguro que es un impostor, los curas sólo dan sermones en el púlpito. ¡Duérmete! Mañana será un día muy largo.
Pero Valvanera no tenía sueño. Hacía más de dos horas que intentaba dormir sin conseguirlo.
– No puedo dormirme, Juan, tengo miedo de lo que pueda pasar mañana.
Tampoco Juan conseguía dormirse, cada vez que Valvanera se daba una vuelta, él se giraba hacia ella y se encontraban los dos con los ojos abiertos.
– No pasará nada. Este desgraciado tendrá que tragarse las infamias que ha dicho sobre nosotros, eso es lo que pasará. Y empezaremos a vivir otra vez, como si él no hubiera existido.
En la habitación de al lado se escuchaban los pasos de la princesa que caminaba de un lado para otro. Ella tampoco podía dormir. En la lejanía, se escuchaba la música de la calle del Pozo.
Valvanera acopló su pecho a la espalda de su marido hasta que el cielo comenzó a clarearse y les venció el sueño. Les despertó doña Aurora aporreando la puerta. La pequeña Inés no había reclamado su leche cuando se hizo de día. Eran las nueve de la mañana.
Tomó un baño después de darle el pecho a la pequeña y se reunió en el piso de abajo con Mamata, con la princesa y con las dos criadas que tenían que disfrazarse.
Nada más verla llegar, la princesa les pidió que la acompañaran a su habitación. Mamata y Valvanera subían las últimas. Valvanera sujetó a la niñera por un brazo y le habló en voz baja.
– ¿Qué saben estas dos?
– Sólo que tienen que ponerse vuestros trajes y dirigirse al palacio de Diamantina antes de la misa. Y que habrá una bolsa con cien maravedís para cada una si conservan la boca cerrada.
Vistieron a las mozas con sus ropas y las vieron salir del palacete media hora antes de que empezara la misa. En ese mismo momento, ellas subieron al coche que las conduciría a la libertad o al desastre.
Mamata se enredaba el mandil entre los dedos. Debajo de su capa, María y Miguel se reían pensando que jugaban al escondite.
Frente a ella, la princesa mantenía la cabeza en alto, las manos reposando en las sayas, el cuerpo erguido, como una emperatriz en el momento de recibir su corona. Valvanera la envidió, le hubiera gustado tener su tranquilidad, pero temblaba tanto que casi no podía desabrocharse la blusa para darle el pecho a la niña.
Su esposo la observaba detrás de los cristales.
– Recordad, no debéis parar hasta que no hayáis llegado. Cuidaos mucho. Me reuniré con vosotras muy pronto.
Valvanera sintió cómo se le escapaba una lágrima. Se despedía de él por primera vez desde que llegó al palacio de los capitanes herido en la cabeza. Desde que le prometió que cuidaría de ella toda la vida.
Esperaron en el carruaje hasta que calcularon que la misa ya habría empezado. Juan le dio dos golpes a la carrocería. El hijo menor de Mamata abrió el portón y se subió al pescante. El cochero levantó su látigo y lo dejó caer sobre los caballos. La princesa se cubrió la cara con la capa, ella la imitó.
Juan permaneció con la mano levantada hasta que doblaron la esquina.
Salieron por la ronda tan deprisa como podía avanzar el carruaje en la ciudad. En la puerta de la muralla les esperaba un jinete que se colocó a la altura de la portezuela y cabalgó a su paso.
En el comedor de don Diego Sepúlveda, don Lorenzo sostenía el cofre con el anillo y el besador, deseando ver la alegría de doña Aurora cuando lo pusiera en sus manos. Una docena de miradas se clavaba en el tapiz que escondía la puerta por donde deberían entrar las criadas con el ecónomo. Los ruidos que se escuchaban al otro lado del muro indicaban que ya habían cruzado el pasadizo. Alguien movía la piedra que ocultaba la manivela secreta.
Al cabo de unos instantes, se escuchó un chirrido oxidado. Don Diego descorrió el tapiz y dejó a la vista la puerta por donde salieron las tres figuras que esperaban.
El capitán dio un paso al frente, se disponía a ayudar a una de las criadas, que parecía tambalearse, cuando descubrió quién se encontraba bajo la capa. Miró al ecónomo sin comprender lo que sucedía y se giró hacia don Manuel. Estaba paralizado. Aspiraba por la nariz como si quisiera retener el aire en sus pulmones. Sus ojos se desencajaron igual que si estuvieran frente a una aparición. Sus labios temblaban mientras dejaban escapar el aire que había acumulado, mezclado con el nombre de su esposa.
– ¿Diamantina?
No parecía una pregunta, ni la expresión de su asombro, sino más bien el lamento de una certeza. La constatación del que se encuentra frente a un error que ya no tiene remedio.
– ¿Qué haces aquí?
Diamantina le miraba con lágrimas en los ojos, buscando el hombro de su nodriza para apoyarse.
Por primera vez en su vida, don Lorenzo sintió lástima de su hermano. Habían pasado juntos las últimas treinta y seis horas, muchas más de las que compartieron en sus treinta y dos años de existencia. No hablaron mucho desde que se encontraron en la posada de la Media Fanega hasta que llegaron a El Castellar, pero fue suficiente para comprobar que tenía otra cara además de la que él conocía.
Cabalgaron al trote durante todo el trayecto, disfrutando del color de los olivos y de las encinas, saboreando la baza que llevaban contra el comerciante.
Cuando se acercaban a la fonda de Los Santos, donde se alojarían hasta el domingo, se bajaron del caballo para contemplar la luz amarillenta del atardecer. Don Manuel señaló hacia el norte.
– ¿Te acuerdas de los viajes a la Gavilla Verde? Al viejo le gustaba parar en Villafranca para que saludáramos a las monjas. Tú siempre te escondías detrás de Arabella. El único hábito que no te asustaba era el del cura de Alange.
– Es verdad, se llamaba Jesús, ¿vivirá todavía?
– Ya lo creo que vive. Algún día iremos a comer unas palomas a su casa, ya verás cómo cocina.
Si le hubieran dicho que su hermano iba a proponerle viajar a la Gavilla Verde para comer con el cura del pueblo, no lo habría creído. Su padre le había comprado las tierras a la Orden de Santiago para asociarlas a su título. El Señorío de El Torno y la Gavilla Verde fueron las propiedades que más le hicieron sufrir hasta que las tuvo a su nombre.
Don Manuel contempló las viñas y cambió de tema.
– Ya me extrañaba a mí que todavía no hubieras vendido la uva. Llegué a pensar que estabas ofreciendo la del año que viene.
Aparte de la conversación que mantuvieron en la posada de la Media Fanega, ésta era la primera vez que hablaban sin discutir. Don Lorenzo aprovechó la oportunidad para indagar sobre su cambio de actitud.
– Así que mi esposa te parece una paloma.
Don Manuel se rió a carcajadas.
– ¡Desde luego, me gusta mucho más que tú! Es de bien nacidos ser agradecidos. Ella le ha salvado la vida a Diamantina dos veces. Tiene que gustarme por fuerza.
– ¿Cómo está Diamantina?
– Bien, bien. Haciendo reposo.
A riesgo de romper la armonía que habían conseguido, don Lorenzo no se resistió a decir lo que estaba pensando.
– Quiero verla en cuanto lleguemos a Zafra.
Don Manuel subió al caballo.
– ¡No entremos en caminos de donde no podamos salir! Si empiezas con tus monsergas, se acabó lo que se daba.
– ¡Es mi sobrina! ¡Tengo derecho a verla! ¡No puedes mantenerla encerrada toda la vida!
La cara de don Manuel enrojecía por momentos. Espoleó su caballo y se marchó.
– ¡Es mi esposa! ¡Y no pienso darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer!
Don Lorenzo intentó recomponer la situación. Montó en su caballo y se situó a su lado.
– ¡Está bien! No me des explicaciones, no me dejes entrar en tu casa, pero ábrele la puerta, ¡por el amor de Dios!
Don Manuel aminoró la marcha y volvió a mostrarle la cara que siempre había tenido para él.
– ¡Tú no sabes nada! ¡Nunca has tenido que saberlo! Siempre fuiste el más guapo, el más alto, el más gracioso, el más listo. Pero ahora te has equivocado. Diamantina me ama, no necesita llaves que la guarden.
No volvieron a hablar hasta que llegaron a la posada de Los Santos de Maimona. Cada uno pidió su habitación, se dijeron hasta mañana y se fueron a intentar dormir un rato. Don Lorenzo no lo consiguió. Al amanecer, encontró a su hermano en la taberna preparado para el viaje. Tenía la cara hinchada y los ojos rojos, parecía que él tampoco había dormido.
Cuando llegaron al cruce con el camino de Sevilla, el marido de Mamata les esperaba con un recado de la princesa.
– Los planes han cambiado, señor. Debéis esperar al comerciante en El Castellar. El alcaide Sepúlveda os lo explicará todo.
Mamata, Valvanera y doña Aurora contuvieron la respiración hasta que el cochero sujetó a los caballos al llegar a la Ruta de la Plata. Los niños dormían bajo el manto de la niñera. Hasta ese momento, nadie se atrevió a mirar por la ventanilla para averiguar la identidad del jinete que cabalgaba a su lado. La princesa y su esclava continuaban tapadas hasta los ojos, con la mirada al frente, sin decir una sola palabra.
Obedeciendo las órdenes de su señora, Mamata se incorporó, cerró las portezuelas de las ventanas, corrió los cortinones, y aprovechó para comprobar si era el comerciante el que las seguía. Las tres respiraron profundamente cuando Mamata volvió a sentarse.
– No es él, es uno de los moros.
Doña Aurora sonrió, el plan estaba funcionando. Valvanera se retiró la capa y destapó a los niños.
– ¿Qué pasará ahora? Si nos sigue hasta Sevilla, y el comerciante queda libre, estamos perdidas.
Pero la princesa ya lo había previsto. Sabía que el hombre de negro no dejaría marchar al carruaje sin vigilancia. Lo más lógico era pensar que uno de sus criados le acompañaría hasta El Castellar y el otro las seguiría a ellas. Una vez en su destino, el criado volvería para informarle de dónde podría encontrarlas. En realidad, no se dirigían a Sevilla directamente, pararían en Fuente de Cantos. Allí les esperaban los Condes de Osilo para esconderlas hasta que el criado se marchase.
Mamata y Valvanera la miraron sorprendidas, ninguna de las dos conocía esa parte del plan. Su esclava se rió.
– ¿Y de qué conoces tú a esos condes?
– No los conocía, pero el alcaide Sepúlveda sí. Eran primos de su esposa.
– ¿El alcaide Sepúlveda? ¿Y cuándo has visto al alcaide Sepúlveda?
No le hizo falta verlo, se comunicaban por carta desde que don Lorenzo se marchó a Granada.
Mamata las escuchaba sin intervenir, le entristecía que su señora no hubiera confiado en ella. Era verdad que le había fallado, y que la confianza es un hilo que, una vez roto, es difícil recomponer sin que se noten los nudos. Pero la princesa sabía que lo hizo por los niños. Le había jurado por Dios que nunca más hablaría con el comerciante, y no podía romper ese juramento sin poner en peligro la salvación de su alma. Se consoló pensando que también se lo había ocultado a Valvanera, su esclava inseparable. Ella sí se atrevió a preguntar el motivo de la desconfianza.
– ¿Y por qué no nos lo habías dicho? Tú sabes que no lo hubiéramos contado. ¿O no lo sabes?
La princesa se colgó de su brazo y se reclinó sobre su hombro. Por supuesto que sabía que no se lo habrían dicho a nadie si lo hubieran sabido. Le hubiera gustado contárselo, pero don Diego le pidió que lo mantuviera en secreto.
Cuando llegaron al palacete de los Condes de Osilo, dos criados les esperaban en la puerta de las cuadras. Doña Aurora y Valvanera volvieron a cubrirse y descorrieron los cortinones y las portezuelas de las ventanillas. El criado del comerciante seguía allí.
Los niños habían dormido durante todo el trayecto, pero se despertaron al pararse el coche y comenzaron a alborotar y a asomarse por los cristales, sin que Mamata pudiera hacer nada por detenerles. La pequeña Inés se despertó con el ruido y empezó a llorar. Valvanera intentó calmarla con el dedo meñique mientras se desabrochaba los botones para darle el pecho, pero el llanto de su hija la ponía nerviosa, no acertaba a liberarse de la blusa.
El criado del comerciante tocó el cristal con la frente y clavó los ojos en los pequeños. Después miró a Valvanera y a su hija, buscó la mirada de la princesa, y le dirigió una sonrisa. Se dio la media vuelta y subió a su caballo para desaparecer a todo galope. En un par de horas estaría en Zafra informando a su señor. Si el capitán no había conseguido su objetivo en Granada, otras dos horas más y el comerciante caería sobre ellas con los soldados de la Inquisición.
Los Condes de Osilo les aconsejaron que dejaran descansar a los caballos. Mientras su perseguidor iba y venía de Zafra, les daría tiempo de comer, echar un poco de siesta y reemprender el camino. Para cuando el comerciante estuviera en Fuente de Cantos, ellas ya habrían llegado a Monesterio.
Sin embargo, la princesa sólo aceptó la invitación a comer, tenía que ganar tiempo. El comerciante y su sirviente viajaban a caballo, mucho más rápido que el carruaje. Seguramente, al no encontrarlas en Fuente de Cantos, seguirían la Ruta de la Plata hacia Sevilla para alcanzarlas en el camino, y no quería darles esa oportunidad.
Mamata y Valvanera comieron en la cocina con los pequeños. En menos de una hora, ya habían vuelto a subir al carruaje.
Juan de los Santos contempló cómo se alejaba el coche manteniendo la mano en el aire. Decía adiós, cuando su deseo hubiera sido correr tras él, galopar al lado de su esposa y protegerla de cerca. Pero su misión era vigilar lo que sucedía en la misa de doce y seguir al comerciante hasta El Castellar. Montó en su yegua, comprobó que nadie vigilaba ya en el Pilar Redondo, se acercó a la Encarnación y Mina.
Dos filas de feligreses recorrían la nave central hasta el altar mayor, recibían el santo sacramento y regresaban a sus reclinatorios con las cabezas bajas. En el lado de los hombres, el comerciante y uno de sus sirvientes volvían a su sitio en el final del crucero. Los vio arrodillarse y taparse la cara entre las manos. Momentos después, se levantaron y se colocaron al fondo de la nave lateral que terminaba en la sacristía. Al finalizar la ceremonia, las moras se colocaron detrás de ellos, señalaron con la cabeza en dirección a las mujeres, y permanecieron allí hasta que las capas de doña Aurora y de Valvanera desaparecieron tras el ecónomo.
El comerciante y su mozo salieron de la iglesia en dirección al Palacio de Justicia, allí recogieron a uno de los notarios del Santo Oficio y se dirigieron los tres a caballo hacia El Castellar. Juan los seguía a unas varas de distancia. No importaba que lo viesen, al fin y al cabo se suponía que su esposa y doña Aurora se encontraban al borde de caer en manos de la Inquisición. Era natural que él quisiera estar allí cuando ocurriera.
Al llegar a la alcazaba, hallaron las puertas abiertas de par en par. Juan avanzó y se situó junto a los otros jinetes antes de cruzarlas. Todavía no habían desmontado cuando se escuchó el sonido de las puertas cerrándose tras ellos. Dos soldados del Conde de Feria se acercaron al grupo y obligaron al criado a que se retirara. Después de presentar sus lanzas al juez, flanquearon al comerciante de paños.
– ¡Acompáñenos! ¡Le esperan arriba!
Juan observó complacido la expresión de su cara mientras subía las escaleras, escoltado y solo, en la situación contraria a la que había imaginado. Ya no sonreía.
Todas las facciones de su rostro se contrajeron cuando entraron al comedor. Sentados a un lado de la mesa, como en cualquier sala de un tribunal, les esperaban los Condes de Feria, don Lorenzo y su hermano, don Diego Sepúlveda, el juez episcopal del distrito y don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra. Detrás del conde, Manolón ocultaba con su cuerpo la figura de una mujer.
Los soldados condujeron al comerciante frente al tribunal y cruzaron sus lanzas. Otros dos lanceros se situaron a su espalda. El notario estaba perplejo, no sabía dónde colocarse, hasta que el alcaide Sepúlveda lo reconoció y le cedió su sitio al lado del juez.
– Me alegro de que estéis aquí. Esta cita también os interesa.
El hombre de negro mantenía la mirada fija en la figura que se escondía detrás del alguacil. Ni siquiera hizo intención de hablar. Cuando el Conde de Feria se dirigió a él, sus pensamientos debían de estar recorriendo el pasado, impotentes y sorprendidos. La voz del conde retumbó en la sala.
– ¡Descúbrase!
Se quitó el sombrero sin dejar de mirar a la mujer que se adivinaba detrás de Manolón.
– ¿Tenéis algo que confesar antes de que el juez proceda con sus diligencias?
Ante el silencio del comerciante, el juez episcopal tomó la palabra.
– En nombre de la Santa Madre Iglesia, y por la autoridad que se me ha conferido, os informo de que tenéis abierto un proceso por falso testimonio y por bigamia.
El comerciante miró a don Hernando y a la mujer alternativamente, evitando cruzar sus ojos con los de don Lorenzo; seguía sin abrir la boca. Juan de los Santos miró al capitán y a don Manuel, no comprendía qué hacía allí el hermano de su señor, pero cualquiera hubiera dicho que habían hecho las paces. Los dos observaban al hombre de negro con la misma cara de satisfacción.
Antes de continuar con su prédica, el juez episcopal entregó al notario del Santo Oficio unos pergaminos.
– Estos documentos demuestran que os casasteis teniendo mujer viva, fingiendo y probando falsamente que había muerto. Y que la acusasteis ante el Santo Oficio cuando la segunda descubrió el engaño. Y que murió inocente, como habría muerto la segunda si hubiera contado lo que sabía.
El hombre de negro continuaba callado, intentando recomponerse cada vez que hablaba el juez.
– Es deseo de este magistrado traspasar a la Santa Inquisición la competencia de los delitos de los que se os acusa.
Tras leer los documentos, el notario tomó la palabra y se dirigió al comerciante.
– Según estos informes, habéis cometido uno de los peores crímenes de los que se puede acusar a un cristiano. El falso testigo desprecia la presencia de Dios en el proceso al que acude con su falso testimonio, desprecia al juez al que engaña, y desprecia al reo inocente, exponiéndole a un peligro gravísimo que afecta a su vida y a la salvación de su alma.
El notario se levantó y se dirigió a los componentes de la mesa.
– ¡Señores! Desde este momento, el acusado permanecerá bajo la custodia del Santo Oficio para que responda ante Dios, ante la justicia, ante la mujer que envió a la hoguera, y ante aquella a la que amenazó con la misma suerte.
Detrás de Manolón se escuchó un sollozo. A una señal del notario, el alguacil se apartó y dejó a la mujer a la vista de todos. La Condesa de Feria se levantó, se acercó hasta ella y buscó su mirada.
– Nada tenéis que temer ya de este hombre. Os aseguro que ningún tribunal volverá a dar crédito a sus mentiras. Este hombre no tiene derecho a denunciar a nadie de no ser buen cristiano.
Don Lorenzo se levantó y se colocó frente al comerciante seguido por su hermano, por el Conde de Feria y por don Diego. Se acercó, le susurró algo al oído, y esperó con la mano extendida hasta que le dio el zurrón.
Juan de los Santos contempló al comerciante mientras se desprendía del as de su manga; sonreía, pero su sonrisa ya no se parecía al triunfo.
Diamantina sujetaba su toca con una mano, con la otra se agarraba al brazo de su nodriza como si se tratara de un lazarillo. Apenas podía ver por dónde pisaba. El ecónomo les abría paso con una antorcha e intentaba distraerla contándole historias sobre el túnel, pero no conseguía controlar su miedo a los murciélagos que revoloteaban sobre sus cabezas.
– ¿Estáis seguro de que llegaremos al Castellar?
– ¡Pues claro que sí, mujer! Esta misma mañana he hecho el recorrido. Desde que vino don Lorenzo a verme, lo habré cruzado más de diez veces.
– ¿Tantas?
– Todos los días. Para comprobar que nadie se hubiera colado por aquí. El alcaide no quería sorpresas. Aunque se la va a llevar cuando os vea aparecer.
Diamantina no podía saber aún que la sorpresa mayor sería la suya. Cuando lacró las cartas que dejó para su esposo, pensaba que no volvería a verle hasta después de que don Diego la hubiera acogido en El Castellar. Se las entregó a Olvido antes de que llegaran las criadas de doña Aurora, mientras la esclava terminaba de colocarle una capa idéntica a la que vestía una de ellas.
– La primera te libera de culpa, dásela en cuanto pregunte por mí. Se pondrá furioso, pero comprenderá que tú no has tenido nada que ver con mi decisión. No le des la otra hasta que no le veas tranquilo.
No conseguía quitarse de la mente a su esposo, le preocupaba el momento en que Olvido le diera las cartas. Lo veía dando vueltas sobre sí mismo, enrojecido de ira, reclamando la presencia de todos los criados del palacio para preguntarles sobre su paradero.
La esclava guardó los pergaminos en un baúl, se acercó al cristal y le escribió.
– La vida empieza hoy.
Las dos se abrazaron sin poder contener las lágrimas.
Olvido terminó de colocarle el velo negro que enmascaraba el color de sus trenzas. Apenas se le notaba el embarazo, pero insistió en ajustarse el vestido hasta que se convenció de que nadie podría sospechar que no era doña Aurora. Se puso la toca y la capa, y se miró al espejo tapada de la cabeza a los pies.
Mientras tanto, la nodriza se revolvía entre las ropas que había bordado Olvido, iguales a las de Valvanera. Se puso las calzas que preparó para alargar su estatura, y se cubrió con su manto hasta los ojos.
– ¿Cómo me veis?
Diamantina se echó a reír.
– Estás muy guapa, Valvanera.
– Y vos también, princesa.
Poco antes de la misa de doce, caminaban hacia la Encarnación y Mina vigiladas por las moriscas. Las criadas de la princesa, vestidas exactamente igual que ellas y que Valvanera y doña Aurora, se quedaron en el palacete a la espera de que la misa hubiera terminado.
Diamantina y su nodriza mantuvieron sus rostros ocultos hasta que entraron en el pasadizo. Nadie descubrió el engaño. Cuando el ecónomo cerró la puerta de la sacristía, Diamantina se echó la capa hacia atrás. El cura no pudo ocultar su confusión.
– ¡Doña Diamantina!
La joven le sonrió y volvió a cubrirse.
– ¡No os preocupéis! Doña Aurora está a salvo. Cambiaron los planes en el último momento.
Anduvieron casi tres horas hasta que divisaron el muro. A lo largo del trayecto, Diamantina repasaba una y otra vez lo que iba a decirle al alcaide. Testificaría a favor de doña Aurora y de Valvanera si el comerciante las denunciaba, pero eso significaba revelar el trato que recibía de su esposo. Necesitaba su protección y su cobijo.
Don Diego y su esposa la quisieron desde que vino al mundo, la cuidaron como si fuera sangre de su sangre, como quisieron a su madre nada más llegar a El Castellar. La alcazaba siempre había sido su casa. Cuando murieron su padre y su hermano Alonso, se trasladaron a un dormitorio contiguo al suyo, donde la alcaldesa pasó muchas noches en vela consolando su llanto.
Sabía que el alcaide la acogería incluso sin explicaciones, conocía a don Manuel desde que era pequeño, nunca le gustó la idea de aquel matrimonio. Sin embargo, Diamantina temía la vuelta a la fortaleza. Jamás imaginó que volvería para intentar reconstruir su alma. El día que murió su esposa, ella le prometió a don Diego que cuidaría de él en la plazuela del Pilar Redondo cuando fuera un anciano, y que algún día entendería por qué eligió a don Manuel como esposo. Hay hombres que necesitan afecto y no saben cómo pedirlo, se refugian en la cólera para disimular su hambre de caricias, pero, cuando aprenden a ser dulces, miran con los ojos más tiernos del mundo. Diamantina quería enseñarle a don Diego ese lado desconocido de don Manuel, quería que le amara. Pero ahora volvía para pedirle ayuda contra el dolor, contra el que la había marcado por fuera y el que no se veía.
Cuando la sombra del ecónomo chocó contra el muro donde terminaba el pasadizo, no podía imaginar que detrás de aquella puerta se encontraría con la razón de su huida.
Sintió los brazos de don Lorenzo sujetándola para no caer, sintió los ojos de su esposo, su voz, un hilo donde colgaba una pregunta que no necesitaba respuesta, su boca, la que había susurrado palabras hermosas a su oído tres noches atrás, su olor, su pelo ensortijado. Y sus brazos cargándola hasta la cama donde había dormido desde niña. Sintió el abismo abriéndose debajo de ella. Y no podía hablar. Pero nadie en este mundo, ni siquiera aquel hombre al que amaba a pesar de sus pesares, podría haberle arrancado de los labios otra frase que la última que vio dibujada en el cristal. Mi vida empieza hoy.
Las casas de Sanlúcar de Barrameda se divisaban a lo lejos como motas blancas cayendo sobre el río. El cielo estaba inmensamente azul. En el castillo de proa, don Lorenzo enseñaba a su hijo los instrumentos de navegación. El pequeño Miguel contemplaba embelesado cada objeto que le mostraba su padre, el astrolabio, la brújula, el octante, el sextante, el cuadrante, el compás, cada uno parecía interesarle más que el anterior. El capitán don Ramiro le miraba sonriendo.
– ¡Este niño debería aprender el arte de navegar! En el próximo viaje se viene conmigo de grumete.
Le cogió por debajo de los brazos y le colocó las manos sobre el timón.
– ¡Mantén el rumbo! ¡En derechura!
Don Lorenzo se rió a carcajadas cuando el timonel le puso su gorro, le tapaba hasta la nariz. El niño se aferraba al timón como si presintiera que aquel placer duraría muy poco, intentaba liberar sus ojos echando la cabeza hacia atrás, no estaba dispuesto a utilizar sus manos para otra cosa que no fuera gobernar la nave.
Hacía tiempo que no disfrutaba de varias horas seguidas con Miguel. Por fortuna, las cosas habían cambiado, y aquel viaje le daría la oportunidad de pasar con su familia días enteros, sin otra obligación que pasear.
Observó a la princesa apoyada sobre la borda, contemplaba cómo se deshacía en el aire el humo de su cigarro. Llevaba el pelo suelto, ondulado por la presión de las trenzas que acababa de quitarse, un mechón le caía sobre la frente a pesar de que ella insistía en colocarlo detrás de la oreja una y otra vez. Se la veía feliz. No parecía la misma que se abrazó a él llorando desconsolada en el Arenal de Sevilla. Desbordada por la incertidumbre de si volvería a encontrarle, y por la angustia de la huida, que nunca parecía llegar a su fin.
Don Diego Sepúlveda le enseñó una ruta alternativa por la serranía de Córdoba, el viaje era mucho más largo, pero, si los planes fallaban, impediría al comerciante seguirles la pista. Hasta que no llegara a Sevilla, doña Aurora no podría saber que el comerciante ya no las perseguiría nunca más.
Como de costumbre, él viajó por la Ruta de la Plata. Salió al día siguiente del simulacro de juicio en El Castellar. Sabía que el carruaje necesitaría tres jornadas más que ellos para llegar a Sevilla, de modo que podía volver a Zafra, preparar unos baúles de ropa para los niños y para las mujeres, dormir, y emprender el viaje el lunes por la mañana. Llegaría a tiempo de hablar con don Ramiro de su propósito de embarcar en el galeón, y de comprar las cosas que no hubiera podido cargar en el equipaje.
Se despidió de los Condes de Feria, del hijo de don Hernando y del alcaide Sepúlveda, con el agradecimiento rebosándole por los cuatro costados. Y de su sobrina Diamantina, con la admiración que provocan los hombres que ganan la guerra. Su nodriza permanecía junto a ella, dispuesta para echarle una mano en las batallas que le quedaban por delante.
Del hombre de negro no se despidió, le vio partir flanqueado por los soldados del conde, siguiendo al notario que le enviaría a galeras después de leer su sentencia en todas las esquinas de la ciudad. Él no estaría allí para comprobarlo, pero por un momento, mientras se alejaba, creyó verle vestido con el sambenito que deseó para doña Aurora.
De su hermano hubiera querido no separarse, le acompañó hasta el palacio del Pilar Redondo y le propuso que se embarcara con él, un tiempo lejos de Zafra le ayudaría a olvidar. Pero don Manuel deseaba estar cerca de Diamantina cuando naciera su hijo.
Don Lorenzo le siguió hasta el interior del palacete sin plantearse si podría entrar o no. Se sentaron en el comedor y compartieron una jarra de vino como si lo hubieran hecho toda la vida. Al cabo de un rato, Olvido apareció en la sala llevando dos cartas en una bandeja. Se dirigió a su señor, inclinó las rodillas hasta casi tocar el suelo, y extendió los brazos. Don Manuel cogió los rollos de papel y le permitió que se retirara batiendo la mano derecha.
Los abrió y los leyó despacio, sin permitir que se moviera un solo músculo de su cuerpo. Después, dejó caer las cartas, levantó la vista, y le miró. La tristeza de sus ojos sólo podía compararse a la de las madres que pierden a sus hijos.
En la mañana del lunes, Juan de los Santos se levantó temprano y recorrió todas las habitaciones del palacete. Cerró las ventanas y las contraventanas, cubrió los muebles con paños blancos, y cerró las puertas.
En la mesa del comedor, don Lorenzo liquidaba los contratos con la servidumbre. Al mozo de soldada, a la lavandera, al despensero y a la cocinera les entregó a cada uno una bolsa con treinta reales de plata, el sueldo de un año. Las dos criadas que ayudaron a escapar a Diamantina recibieron, además, los cien maravedís que les había prometido doña Aurora. Todos eran naturales de la villa, de manera que podían regresar a sus casas sin mayor complicación.
Cuando les llegó el turno al marido y al hijo mayor de Mamata, don Lorenzo se despidió del resto de los criados y le hizo una señal a Juan de los Santos para que cerrara la puerta. El marido de Mamata se encontraba de pie, frente al capitán.
– Si lo deseáis, podéis venir con nosotros. Nada me gustaría más que conservaros a mi servicio.
El criado se acercó al borde de la mesa y se quitó la gorra.
– Nos encontraréis a vuestra disposición siempre que nos necesitéis, pero preferimos quedarnos en Sevilla, si no tenéis inconveniente.
El capitán le entregó una bolsa en la que había introducido diez ducados de oro.
– Ningún inconveniente, faltaría más. Os agradezco todo lo que habéis hecho por nosotros, tú y tu familia.
Después se dirigió a Juan de los Santos.
– ¿Está todo listo?
– Todo.
– ¡Pues vamos allá!
Los cuatro hombres salieron de la casa-palacio por la puerta de la cochera. El hijo mayor de Mamata conducía un carromato donde habían cargado los baúles, su padre le acompañaba en el pescante.
Juan cabalgaba con don Lorenzo delante del carro. Habría jurado que los condes les ayudarían, pero le extrañaba el apoyo que les había brindado don Hernando.
– ¿Encontraste en Granada a los Condes de Feria? Creía que estaban en Sevilla.
– Y lo estaban. Don Hernando me acompañó hasta allí en su busca, él mismo les recomendó a la mujer del comerciante para gobernanta de su palacio de Triana. Todos conocían las andanzas de ese mal bicho.
– Tu padre se habría sorprendido con lo que ha hecho don Hernando. Todavía recuerdo el disgusto que tenía cuando le retiró su amistad al conocer su boda con tu madre. Y eso que él tampoco es cristiano viejo.
– Ya lo ves, la gente cambia. Aunque yo creo que lo ha hecho más por esa pobre mujer que por nosotros. La tenía amedrentada. También ella es hija de judíos, como la otra. El comerciante la obligó a darle el permiso para viajar a las Indias y la abandonó.
– ¿Y de qué la conocía don Hernando?
– Su madre era su ama de cría. Cuando se vio sola acudió a él para buscar trabajo.
Juan de los Santos se echó a reír.
– ¡No me digas más! ¡Qué chico es el mundo! Seguro que don Hernando vio al comerciante en Zafra en alguna feria, y le contó su historia al conde y al alcaide Sepúlveda.
Don Lorenzo asintió.
– ¡Y a don Manuel! Él también iba a Sevilla a por los condes. No sabía que la mujer sólo se movería de la mano de su hermano de leche.
Juan se alegró de no haber sabido nada hasta ese momento, de lo contrario le habría partido los dientes amarillos y lo habría entregado al alguacil, pero se habría privado de verle la cara cuando se topó con las pruebas ante sus narices.
Cuando se acercaron a la zona de Tentudía, le pidió al capitán que hicieran un alto para acercarse hasta el monasterio y rezarle a su Virgen milagrosa.
– Santa Madre de Dios, devuélvenos sanos y salvos a las mujeres y a los pequeños. Haz que se detenga el día para que lleguen al Arenal antes que nosotros. No dejes que pasen frío.
Como era de esperar, el carruaje de las mujeres no estaba en Sevilla cuando ellos llegaron, se fueron directos a la posada donde se habían alojado ocho meses atrás, y se despidieron del marido y del hijo mayor de Mamata después de descargar los bultos.
Juan de los Santos se quedó en su habitación mientras don Lorenzo se dirigía al puerto. No apartaba el pensamiento de su hija, era demasiado pequeña para un viaje tan largo. Aún le faltaban tres días para respirar tranquilo.
Los niños no dejaban de preguntar cuánto faltaba, pero la respuesta siempre era la misma.
– Detrás de aquel monte está Sevilla.
Mamata trató de entretenerlos inventando juegos con lo poco que tenían a su alcance, sus propias manos, la vista del horizonte, las viñas, o los árboles. Pero al cuarto día, sus recursos ya se habían agotado. Los niños ya estaban aburridos de jugar al «pin pin zarramacatín», de buscar cosas del mismo color, de hablar sin mover los labios, o de adivinar palabras que empezaban con alguna letra.
La pequeña Inés también protestaba. Desde que salieron de Zafra, aunque su madre se la pusiera al pecho, no dejaba de llorar con los puños cerrados. Tenía hambre. Valvanera no sabía qué hacer, salvo llorar.
– Se morirá si no llegamos pronto. Creo que ya no me queda ni una gota de leche.
Mamata acarició a la niña, se le notaba que trataba de no parecer preocupada, pero el tono de su voz la traicionó.
– ¡No te desesperes! ¡Pronto llegaremos! La nuera de mi hermana le dará de mamar. Estaba de cinco meses cuando me fui. Con todos sus hijos ha tenido que descargarse los pechos porque le rebosan. Seguro que a ti te vuelve cuando menos lo esperes, han debido de ser los nervios.
Valvanera tocó suavemente la cabeza de su hija. Tenía la piel pegada al hueso, y la fontanela se hundía con sólo rozarla.
– Puede que no pase de esta noche.
La princesa miró por la ventana, en un par de horas habría anochecido. Si en la próxima fonda no encontraban un ama de cría, continuarían el camino aunque tuvieran que viajar toda la noche. Antes de que amaneciera, la niña podría estar mamando de la nuera de Mamata.
Valvanera se desabrochó la blusa y arrimó a la pequeña al pezón. No se le escuchaba el ruido que solía hacer al tragar, chupaba desesperada y se retiraba llorando. Los huesos de la cabeza se hundían por momentos. Valvanera rezó a la diosa del agua para que se produjera un milagro.
– ¡Escucha! ¡Tú, mi madre! ¡La de las enaguas preciosas!
El llanto de la niña se estaba apagando cuando llegaron a la posada. Nadie se bajó del coche. Esperaron a que el hijo menor de Mamata volviera con buenas noticias, pero en aquel lugar nadie había parido desde hacía años. Había que continuar el viaje. María y Miguel miraban a Valvanera y a la niña como si comprendieran lo que estaba sucediendo. La princesa ordenó al cochero que diera de beber a los caballos, en cuanto estuvieran listos seguirían camino hacia Sevilla. En ese momento, Mamata abrió la portezuela, salió del coche y corrió hacia la posada gritando.
– ¡Beber! El hambre de la niña se parece mucho a la sed.
Volvió en un abrir y cerrar de ojos con un vaso de agua. Se lo acercó a la pequeña a la boca y ésta bebió como si se tratara de un adulto, la fontanela volvía a redondear su cabeza a medida que el líquido entraba en su cuerpo. Valvanera lloraba y reía.
– ¡Pero qué tonta he sido! ¡Qué tonta!
María y Miguel la miraban sin decidirse a acompañarla en su risa o en su llanto. La princesa también reía y lloraba. Mamata se metió en el carruaje y ordenó al cochero.
– ¡Vámonos!
Llegaron al Arenal de Sevilla antes de que los faroles de las calles empezaran a apagarse. Mamata y su hijo bajaron del coche y se encaminaron a pie hacia los barrios intramuros. Valvanera y doña Aurora se dirigieron a la posada donde les esperaban don Lorenzo y Juan de los Santos, aporrearon la aldaba con tanta fuerza que los dos bajaron sin que nadie tuviera que despertarlos.
No hay abrazo más dulce que el del consuelo. Valvanera se acurrucó en el pecho de su esposo y dejó que las lágrimas rodaran. En menos de una hora, Mamata volvía a la posada con su nuera.
Se desabrochó la ropa y la dejó caer sobre sus pies. La Luna se imponía a través de la escotilla del camarote, inmaculada, transparente, dulce. Su esposo la esperaba tendido sobre el catre, transformándola con su mirada en la mujer más hermosa de la Tierra. Ella se acercó a su oído y le susurró.
– ¿Quieres que te cuente cómo huele la arena del mar?
Él la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.
– Cuéntame.
– Huele a grito, amor, y a sueños a punto de cumplirse.
Ella desparramó sus trenzas sobre su cuerpo, él le besó la frente, ella los ojos, él buscó sus labios. Y los dos se sumergieron en las profundidades del otro.
La noche se convirtió en madrugada sin que se dieran cuenta, y la madrugada en una mañana radiante y azul. Durmieron hasta que el vigía de proa gritó que se avistaba Sanlúcar, la ciudad donde esperarían a que en Zafra terminaran los procesos del Santo Oficio, quizá seis meses, o un año, o dos.
Sus cuerpos volvieron a fundirse.
– Ehecatl, ¿me querrás siempre?
– Mucho más que siempre, hasta que tu mundo y el mío estén tan cerca como nosotros.
Él repitió su nombre, el viento que la impulsó a volar hasta esas tierras y hasta esos brazos. Y su boca parecía una promesa cumplida.
– Ehecatl, Ehecatl.