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Una noche del mes de mayo la violencia que venía siendo alentada por muchos consiguió sus primeros triunfos. La sordidez de los hechos quedó velada por su confusión y, a pesar de que el Consejo de Gobierno prometió aclarar las responsabilidades, nunca llegó a establecerse la identidad de los culpables. Por otra parte la población, curiosa ante las noticias aunque impasible ante las consecuencias, tampoco pareció interesada en señalar y acusar. Sólo se alzaron algunas voces, avergonzadas pero impotentes. El resto prefirió el silencio a la condena.
Esa noche, a lo largo de varias horas, algunos hospitales y centros de acogida fueron atacados por grupos armados causando un número indeterminado de víctimas. Nadie, empezando por las autoridades ciudadanas, pudo explicarse la facilidad con que se desarrolló la operación. Las versiones eran contradictorias. Se habló de improvisación, espontaneidad y rapidez, haciéndose hincapié en la circunstancia de que los escasos policías que resguardaban los recintos, sorprendidos e inmovilizados por los atacantes, nada pudieron hacer para evitar los sucesos. Todo había sido demasiado inesperado.
Sin embargo, algunos testigos directos opinaron lo contrario, apuntando la posibilidad de que se hubiera tratado de acciones con una organización perfectamente premeditada. Según estos testigos las bandas atacantes aparecieron al filo de la medianoche, traspasando cómodamente los cordones policiales. Los hombres, enmascarados algunos aunque la mayoría a cara descubierta, iban armados con cuchillos y bastones. Unos pocos llevaban pistolas. Nadie daba órdenes pero todos sabían cómo actuar, distribuyéndose por las distintas salas y repartiéndose las funciones. Siempre de acuerdo con los testigos no demostraron tener demasiada prisa para concluir su tarea.
La tarea fue fácil, pues consistía en destruir, y se desarrolló de manera similar en todas partes, lo cual alimentó las sospechas de aquellos pocos que, en tal ocasión, se sintieron obligados a sospechar. Tras penetrar en los centros los atacantes encerraron en una habitación al personal sanitario que estaba de guardia, exigiéndole obediencia bajo amenazas. A continuación dio comienzo la masacre de la que, ya sin testigos, sólo se pudo trazar el terrible balance cuando desaparecieron los agresores. Las salas ocupadas por los exánimes ofrecían un panorama devastador, con camas y paredes regadas de sangre y bultos humanos arrastrándose por el suelo. No se oían gritos, únicamente gemidos que llenaban el espacio con su eco. Aquella noche hubo decenas de muertos. Los heridos, para los que no hubo contabilidad alguna, superaron con mucho el número de muertos. Nadie reclamó los cadáveres.
Para David Aldrey, con el que Víctor habló poco después de estos hechos, lo ocurrido ponía de manifiesto el desvarío general que se había apoderado de la ciudad. Fue el doctor Aldrey quien le puso al corriente de los testimonios. El Hospital General no había sido atacado, probablemente por su situación céntrica y su importancia, pero, entre los médicos, los detalles de la masacre fueron comunicándose con prontitud. Era una acción que, para muchos de ellos, probaba definitivamente que el problema de los exánimes superaba, con creces, cualquier idea de enfermedad, por amplia que ésta fuera. David era ya de los escasos médicos que consideraba necesario resaltar, por encima de todo, que los exánimes eran únicamente enfermos, si bien reconocía que su presencia había roto los diques tradicionales erigidos por la salud contra la enfermedad.
– Lo que sucede es que ya nos es imposible saber quién está sano y quién no. Cuando se producen horrores como los que se han producido nadie es inocente. No sé quiénes lo han hecho pero es probable que, de un modo u otro, toda la ciudad esté implicada. La gente está tan obsesionada con la posibilidad de contraer la enfermedad que cada vez estoy más convencido que aprobaría cualquier método que asegura la desaparición de los enfermos. Cree que los enfermos son la auténtica amenaza y que sin ellos, la amenaza finalizaría. Éste es el tremendo error en el que estamos cayendo.
Siguiendo la dirección contraria a la que se estaba imponiendo entre sus propios compañeros de profesión el doctor Aldrey era partidario de defender, por todos los medios, la prioridad que la dimensión médica tenía sobre cualquier otra consideración. El que se trabajara a ciegas en el seno de una población que ansiaba cerrar los ojos no justificaba, en su opinión, el cariz que estaban tomando las cosas. Para él todo estaría definitivamente perdido si llegaba a aceptarse que los afectados por el mal eran, como muchos ya pensaban, el mal mismo. Le indignaba la brutalidad que había sido cometida pero aún le indignaba más el sentimiento de que la razón estuviera siendo violentada. Su posición continuaba inalterable:
– Desconocemos las causas, es cierto. Pero eso no cambia nada. Ha sucedido muchas veces en el pasado y volverá a suceder. Es una enfermedad y, aunque permanezcamos durante mucho tiempo en la más completa ignorancia, debemos tratarla como lo que es: una enfermedad para la que hay que buscar un remedio. Si olvidamos esto y nos dejamos conducir por las fábulas, nos hundiremos.
Era difícil saber si la confianza en la ciencia, a la que David Aldrey se aferraba, tenía porvenir, pero era indudable que sus temores eran fundamentados o, al menos, Víctor así lo percibió tras la noche de la masacre. Hasta aquel día la relación de la ciudad con el mal había sufrido continuas oscilaciones. A la incredulidad le había sucedido el pánico y el pánico se había convertido en un territorio propicio para las mayores fantasías. La población las había aceptado con fervor creciente, dejándose llevar hacia una bruma henchida de revelaciones y promesas. Predicadores y adivinos se habían erigido en sus valedores frente al mal. Sin embargo, en sus portavoces oficiales, la ciudad se había mantenido fiel a los principios de la civilización moderna. Aunque no habían hecho nada para frenar las acometidas de la fantasía popular, ni habían denunciado a sus instigadores, las autoridades ciudadanas habían proclamado, en todas sus declaraciones, su seguridad con respecto a que las armas de la razón y de la ciencia acabarían doblegando al mal. A pesar de su situación excepcional, la ciudad continuaba siendo libre, civilizada y moderna.
No obstante, después de la matanza de los hospitales, se apreciaron indicios de que la opinión oficial de la ciudad quería aproximarse a lo que la ciudad, de modo no oficial aunque cada vez con voz más perentoria, estaba dispuesta a imponer. Es cierto que el Consejo de Gobierno, al lamentar las agresiones, reforzó la vigilancia policíaca en torno a hospitales y centros de acogida para evitar que los hechos pudieran volverse a repetir. Anunciando esta medida se señaló que el orden debía ser conservado estrictamente, incrementándose, de ser necesaria, la severidad que exigía el estado de excepción. Al mismo tiempo, sin embargo, el gobierno de la ciudad pareció aceptar, aunque de manera ambigua, que bajo el envoltorio de la extraña enfermedad podía albergarse un enemigo contra el cual los instrumentos utilizados hasta entonces habían fracasado. Sin renunciar totalmente a su posición anterior el gobierno se planteaba la conveniencia de abrir la puerta a nuevas hipótesis.
No hubo, en cualquier caso, afirmaciones taxativas. Se procedió elípticamente provocando, de forma inesperada, un cierto debate en la prensa. Hasta entonces los periódicos habían seguido tajantemente las instrucciones de la censura, ocultando los datos y apaciguando los ánimos. A partir de aquel momento también las siguieron, incorporando artículos en los que la opinión particular del autor coincidía directa o indirectamente con los propósitos perseguidos por las autoridades gubernativas. Durante bastantes días se escribió mucho sobre el mal, y sobre sus orígenes, naturaleza y eventuales consecuencias. Algunas plumas conocidas y muchas desconocidas intentaron demostrar que habían llegado a conclusiones definitivas. Hubo reflexiones metafísicas, incursiones místicas, recomendaciones religiosas, pero, en todos los casos, para los articulistas, el aislamiento del mal sólo podía producirse mediante la aplicación de la política recomendada por los dirigentes de la ciudad. Pronto se hizo evidente que éstos, inquietos por la influencia que augures y profetas habían conseguido en la población, querían tender un puente a los agitadores como única forma eficaz de mantener la situación bajo control.
Salvador Blasi, al mofarse del supuesto debate en el que su periódico también participaba, reafirmó a Víctor en esta evidencia:
– Es todo una payasada. No quieren que los predicadores sean más fuertes que ellos. Pero no servirá de nada. Ni los propios tipos que escriben son capaces de entender lo que han escrito. El más divertido, por necio, es el artículo de Ramón Mora que hemos publicado nosotros. Nunca había leído tantas incongruencias juntas. Seguro que se lo dictó su amiguito Penalba.
Víctor recordó vagamente la Nochevieja en casa de Samper y a Ramón Mora, el sociólogo, junto a Félix Penalba, senador entonces y ahora responsable de la censura. Blasi añadió:
– No servirá de nada. ¿Has oído hablar de Rubén?
Era la segunda vez que Víctor oía mencionar aquel nombre. La primera fue en labios de Max Bertrán.
– Éste sí dará quebraderos de cabeza. Es de la clase de protagonistas que la situación reclama.
Blasi estaba en lo cierto. Pronto el nombre de Rubén estuvo en boca de todos, para la mayoría como motivo de interrogación y para algunos presentándose directamente ya como invocación. Estos últimos lo llamaban el Maestro y le atribuían facultades excepcionales. Nadie sabía su apellido y ni siquiera si Rubén era su verdadero nombre. Nadie sabía, tampoco su origen, y a este respecto se cruzaban confusas historias sobre la fulgurante ascensión que le había permitido alcanzar el insólito poder de convocatoria del que gozaba. Lo único que aparecía claro es que esta ascensión había coincidido con el desarrollo de la crisis de los exánimes En seis meses el enigmático Rubén había pasado de ser un perfecto desconocido a ser un rostro que se reproducía en los carteles que sus seguidores habían colgado por toda la ciudad.
En medio de la oscuridad que rodeaba su figura algunas informaciones, por extendidas, sobresalían por encima de las demás. El Maestro, al parecer, había llevado hasta hacía poco una vida más bien miserable. Las indagaciones que se remontaban más atrás lo identificaban con un anónimo prestidigitador que entretenía al público en un local nocturno del barrio portuario. Arias, que conocía bien este barrio por vivir en él, le contó a Víctor que si el personaje era el mismo que él creía no era más que un pobre charlatán de los que habitualmente se encontraban en estos locales. No hacía nada excepcional. Únicamente algunos juegos malabares que aburrían a la gente. El público prefería a una cantante, pésima según Arias, experta en canciones obscenas. Era un personaje intrascendente.
Arias ignoraba qué había ocurrido con él posteriormente. No obstante la pista de Rubén reaparecía, en un nuevo escenario, a finales de febrero. Max Bertrán aseguraba haberla detectado a partir de esta fecha. El Maestro, ya detentando este título, actuaba con cierto éxito en un pequeño teatro, precisamente en una época la que, debido a las circunstancias, la mayoría de las salas teatrales habían renunciado a sus representaciones. Las suyas, no obstante, eran actuaciones especiales que, en todo momento, se referían al mal que había penetrado en la ciudad. Max Bertrán sólo poseía noticias indirectas de lo que sucedía en el teatro, pues en este período todavía no había visto actuar a Rubén. Éste, de acuerdo con estas noticias, continuaba realizando ciertos números de magia pero simultaneándolos con ardientes sermones acerca del destino de la ciudad.
Poco después las pistas seguidas por Rubén se multiplicaban prodigiosamente. Aparecían por todas partes. El Maestro ocupaba un lugar destacado entre los adivinos que causaban furor en los círculos adinerados pero, paralelamente, contaba con abundante clientela en los sectores más modestos. Era un profeta de profecías sencillas y contundentes y, al mismo tiempo, un conocedor polifacético de sabidurías arcaicas. Un consultor íntimo de los problemas individuales y, como complemento, un expositor apasionado de las soluciones colectivas. Bajo los efectos de su oratoria, en la que se combinaban con habilidad la excitación y la persuasión, su audiencia se había incrementado sin cesar. Pero su dominio de la multitud no le había hecho olvidar la necesidad de recabar adhesiones particulares, de modo que había reclutado un nutrido grupo de discípulos fieles que compartían con entusiasmo sus directrices.
Entre estos discípulos los había de todos los ámbitos sociales, siendo los de condición más humilde los que trabajaban más incansablemente por su causa. Eran, asimismo, los más visibles, repartiendo folletos con extractos de sus alocuciones y vociferando sus consignas. No obstante, desde una posición más discreta también algunos hombres poderosos se habían adherido a sus filas. Así, cada vez con menor disimulo, se comentaba el apoyo de ciertos políticos y comerciantes, destacando entre estos últimos el del empresario Jesús Samper, quien ya se preciaba públicamente de la amistad de Rubén. Este, gracias a estos apoyos, empezó a disponer, además de grandes sumas de dinero, de una extensa red de influencias que cubría una porción notable de la ciudad.
El Maestro, consciente de sus nuevas disponibilidades, cambió el escenario de sus actuaciones, abandonando el pequeño teatro e instalándose, no sin escándalo de unos cuantos, en el antiguo edificio que había albergado la Academia de Ciencias. El que un prestidigitador de oscuro pasado se hiciera con los servicios del viejo hogar de la sabiduría científica suscitó ciertas reservas. Sin embargo, la propia directiva de la Academia zanjó el problema alegando que ésta, desde hacía años, se había trasladado a su moderna sede y que el mantenimiento de la anterior, prácticamente sin ningún uso, no resultaba rentable. La generosa oferta económica del nuevo inquilino acabó por acallar las críticas, de modo que en un plazo muy breve de tiempo la severa arquitectura que durante más de un siglo había amparado los avances de la ciencia se convirtió en el centro de operaciones de Rubén. Allí, en medio del ajetreo provocado por las reformas que rápidamente emprendió, recibía a sus seguidores y aconsejaba a los que acudían en busca de sus consejos. También allí, en el marco del gran auditorio que la Academia había utilizado para sus ceremonias solemnes, daba, al atardecer, sus cada vez más concurridas charlas ante un público expectante.
Fue Max Bertrán quien sugirió a Víctor que le acompañase a una de estas charlas. Él ya las había presenciado en un par de ocasiones.
– No te arrepentirás. Es el único espectáculo divertido que hay en toda esta desgraciada ciudad -le advirtió maliciosamente.
Bertrán era portador de dos invitaciones, lo cual les permitió evitar la larga cola de los que pagaban su entrada para asistir a la sesión. El interior de la vieja Academia de Ciencias estaba en plena transformación, con andamios por todas partes, ofreciendo al visitante un vivo contraste entre el pasado y el presente. De un lado, se tenía la impresión de penetrar en un enmohecido museo de recuerdos dejados atrás por la ciencia, pero de otro, la visión de las recientes instalaciones, dotadas de la tecnología más avanzada, contribuía a desconcertar al observador con respecto al lugar en que se hallaba. Para acceder al auditorio debían atravesarse varias salas escasamente iluminadas. Una potente música de fondo, aparentemente emitida desde un órgano invisible, acompañaba la travesía. Por todas partes se acumulaban reliquias que habían pertenecido a la ciencia. Largas hileras de vitrinas, alineadas contra los muros, contenían una abundante colección de instrumentos científicos. Junto a ellas, decenas de bustos, todos con expresión similar, atestiguaban el homenaje rendido a los benefactores del progreso. Sin embargo, estos ornamentos arqueológicos sucumbían fácilmente ante el impacto producido por las aportaciones del nuevo inquilino. Grandes pantallas, colgadas en lo alto de las paredes, ofrecían escenas de las reuniones de Rubén con sus seguidores. Debajo de las pantallas, unos rótulos luminosos reflejaban sus palabras en una permanente sucesión de consignas.
– Cuando el auditorio está lleno, como sucede siempre, la gente sigue la sesión a través de estas pantallas -le aclaró Bertrán a Víctor.
Donde el contraste era más agudo era en el propio auditorio. Si bien la estructura, pronunciadamente inclinada, sobre la que se apoyaban las filas de butacas, no había sido modificada, el escenario había sido transformado por completo, hasta el punto de que nada en él sugería su anterior utilidad. Tras las drásticas reformas el nuevo escenario estaba presidido por una elevada plataforma de cristal a la que se accedía, desde atrás, por una escalinata también de cristal, gracias a la cual lograba producirse una sensación de transparencia. Al fondo del escenario el decorado estaba constituido por un enorme panel en el que se reproducía, con colores rojizos, la silueta de la ciudad. Era una de las imágenes que habitualmente se ofrecían de ella, pero distorsionada de modo que los perfiles arquitectónicos parecían romperse en abruptas perspectivas. El resto del escenario estaba ocupado por un vistoso despliegue de haces luminosos en continuo movimiento.
El Maestro no salió de inmediato. Antes apareció un presentador que, situándose debajo de la plataforma, pidió al público que dedicara un minuto a la meditación. Víctor miró a Max Bertrán y éste, guiñándole el ojo, le susurró:
– Es el entremés. Meditemos.
Los haces luminosos se apagaron y durante un minuto el público permaneció en absoluto silencio. Muchos de los asistentes tenían los ojos cerrados. Víctor los dirigió todo el tiempo hacia el decorado que representaba la ciudad. Le pareció que la ciudad flotaba, ajena y distante. Era una ciudad vacía, descarnada, que también aparentaba observarle a él con mirada burlona. Pensó que era una ciudad que, en realidad, jamás había estado habitada por nadie. El codazo de Bertrán le sacó de su ensimismamiento.
– Hombre, tampoco exageres.
– Estaba meditando -se disculpó Víctor, sonriendo.
– Ya lo he visto -sentenció Max Bertrán con sorna-. Escucha lo que dice este tipo.
El presentador anunciaba la inminente entrada en el escenario de los que calificaba como suplicantes. Se trataba, según indicó, de hombres y mujeres que se habían presentado voluntariamente para preceder la intervención del Maestro. Cuando se retiró el presentador irrumpieron en el escenario dos grupos, uno masculino y el otro femenino, cuyos componentes iban vestidos con unas singulares túnicas, completamente negras. Eran los que habían sido anunciados como suplicantes. Su misión era difícil de averiguar. Deambulaban de un lugar a otro profiriendo sonidos incomprensibles. Tan pronto parecían sollozar como entonar cantos indescifrables. También ejecutaban extraños movimientos de una supuesta danza cuyo ritmo y significado era imposible establecer. De vez en cuando, espasmódicamente, levantaban los brazos, como solicitando algo a alguien que los contemplaba desde lo alto.
– Están drogados -dijo Víctor al oído de Bertrán.
– Es todo comedia -replicó éste.
El público seguía las evoluciones de los suplicantes con insólita atención. Nadie parecía aburrirse, a pesar de la monotonía de una ceremonia que se prolongó bastante tiempo. Por fin los suplicantes interrumpieron su representación, echándose en el suelo con los brazos en cruz. Hombres y mujeres se habían separado, colocándose cada uno de los grupos a ambos lados de la escalinata que subía hasta la plataforma. Tras un rato de silencio apareció de nuevo el presentador, haciendo caso omiso de los cuerpos tendidos que le rodeaban. Proclamó la inmediata presencia de Rubén, al que en todo momento se refirió como el Maestro. Sin embargo, a diferencia del tono, más bien lúgubre, que había empleado anteriormente, ahora estaba exaltado y quería exaltar a sus oyentes. No había duda de que estaba convencido que, después de su arenga, saldría a escena una gran estrella del espectáculo. El público prorrumpió en aplausos, a los que Bertrán se sumó con malévolo entusiasmo. Víctor tuvo la sensación de que era el único que no aplaudía en todo el auditorio.
Resonó otra vez la música de órgano, más atronadora todavía que la que se escuchaba en las salas que conducían al auditorio. Entonces, desde el fondo del escenario, por un acceso imperceptible situado en la parte inferior del decorado, avanzó Rubén como si surgiera del esqueleto mismo de la ciudad. Iba vestido totalmente de blanco: traje, camisa, zapatos. Esto resaltaba su cara, morena y de rasgos angulosos, coronada por una abundante cabellera de color azabache. Por su aspecto se hubiera podido decir que era un cantante que, famoso en otro tiempo, ignoraba que tanto él como su indumentaria pertenecían a una moda agotada desde hacía años. Pero la reacción del público demostraba lo contrario certificando con sus gritos de apoyo que Rubén era el hombre que, a sus ojos, encarnaba la actualidad. Rubén lo sabía y se movió por el escenario con desenfadada seguridad. Muy despacio, sin prestar atención a los entusiasmos que desataba, subió la escalera de cristal hasta encaramarse en lo alto de la plataforma. Durante el corto ascenso parecía muy concentrado. Cuando se hubo afirmado en el extremo de la plataforma, con los pies a un palmo del vacío que se abría frente a él, cambió súbitamente de actitud, saludando teatralmente a diestra y a siniestra. Sus gesticulaciones hicieron rugir a los espectadores. Luego, en un nuevo cambio, adoptó un aire solemne, pidiendo calma a la audiencia. Víctor pensó que todos sus movimientos estaban toscamente calculados y que, a pesar de ello, conseguía sus objetivos. El Maestro, aposentado encima de la plataforma de cristal y con los focos concentrados sobre su figura, parecía suspendido en el espacio. A su espalda, la silueta de la ciudad había quedado casi oscurecida.
Max Bertrán, según pudo constatar Víctor, tenía razón: Rubén era el actor más dúctil y con mayor repertorio que había visto en su vida. A lo largo de una hora, sin mostrar el menor síntoma de fatiga, interpretó los más variados papeles, pasando de la pantomima burlesca a la entonación trágica con pasmosa facilidad. Tenía los dones de la palabra y de la mímica, y los utilizaba sin cesar como una locomotora retórica que avasallaba velozmente cuanto le salía al paso. Lo que más llamaba la atención era el lenguaje, absolutamente peculiar, con que se expresaba. Resultaba sorprendente que lograra hacerse entender, como aparentemente ocurría, con aquella mezcolanza de formas en las que no se sabía dónde encajaba la seriedad de lo que decía y dónde la parodia. Pasaba sin transición de una a otra, de la misma manera en que superponía los más diversos recursos para comunicarse con sus admiradores. El Maestro controlaba con pericia lo que para cualquiera hubiera constituido un imposible rompecabezas expresivo: recitaba, cantaba, gritaba, hablaba con acentos altisonantes, susurraba frases inaudibles. Como el más habilidoso de los ventrílocuos jugaba con varias voces al mismo tiempo, de modo que, en lugar de un solo individuo, parecía que fuera un coro el que estaba actuando. En consonancia con esta versatilidad verbal también conseguía multiplicarse como si reuniera bajo su apariencia varios personajes. Advertía, bromeaba, sentenciaba: al histrión de feria, que contaba chistes mientras vendía sus productos, le sucedía el fiscal implacable que prometía inminentes milagros. Al preocupado ciudadano que se expresaba con un lenguaje llano y expeditivo le acompañaba el sabio enigmático que, con determinadas alusiones, mantenía en secreto la procedencia de su saber. Rubén no se concedía respiro.
Víctor, pese a sus reservas, se reconocía atrapado por el torrente verbal que fluía desde el escenario. Le admiraba, por encima de todo, que ello sucediera, cuando, para él, se hacía evidente que aquel torrente no contenía nada en absoluto. El arte de Rubén consistía, precisamente, en que esto no tuviera la menor importancia. Era palabra pura, gesto totalizador y envolvente, desnudo de todo contenido. Desprovisto, por completo, de ideas. A este respecto la capacidad de Rubén era, posiblemente, inigualable, porque, por los caminos que fuera, y que tantas leyendas estaban levantando, había perfilado su técnica hasta el máximo refinamiento. El antiguo prestidigitador, si es que lo había sido, como se rumoreaba, había utilizado su magia para convertir la palabra en una formidable corteza vacía por dentro. En una casa sin moradores pero con una fachada rutilante de cartón-piedra. Como un químico del lenguaje Rubén había experimentado en su retorta, agigantando las formas y diluyendo los significados.
Viéndolo en lo alto de su plataforma de cristal era fácil aceptar que durante una hora había dicho cosas decisivas. Incluso podría aceptarse que, en lugar de una hora, había estado hablando un día entero. En realidad, había hablado de casi todo: del amor, de la solidaridad, del mal, del bien, de la ciudad infeliz, de remotos episodios, de antídotos para el presente y de fórmulas para el porvenir. El Maestro había bromeado y enardecido, declarándose filósofo y payaso, teólogo y científico. Sin embargo, al hablar de todo, todo lo había desmenuzado, troceando los conceptos de tal manera que, dueño de un caos de fragmentos, había reordenado a su voluntad las cáscaras huecas de las palabras. Y este universo de cáscaras, ofrecido como si fuera un jardín de frutos primordiales, embelesaba a los espectadores.
El éxito de Rubén fue incuestionable y el final de su intervención fue saludado por una salva de aplausos atronadores mientras algunos coreaban su nombre con devoto entusiasmo. A la salida se encontraron con Jesús Samper, que iba acompañado de su mujer. El empresario estaba satisfecho:
– Me alegro de veros aquí. Este hombre sabe lo que dice. Es la cabeza más lúcida que tenemos y el único que puede sacarnos de esta situación.
– ¿En serio? -le preguntó Víctor.
– Completamente en serio. Ya lo comprobarás.
Samper se deshizo en elogios acerca de las cualidades de Rubén. Su mujer le apoyó con gestos de asentimiento. Ella, además, según dijo, lo encontraba atractivo. Ambos se despidieron precipitadamente porque habían sido invitados por el Maestro, junto a otros amigos, a una cena íntima.
– No acabo de creérmelo -dijo Víctor, cuando Samper y su mujer se alejaban-, es increíble en un hombre como él.
Max Bertrán puso su mejor cara de fauno, aunque esta vez con un malhumor infrecuente en él.
– Querido Víctor, me temo que ya no hay nada increíble.