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La ciudad, aislada, creaba sus propias maravillas mientras se precipitaba en la indolencia. Sobre ésta podían darse muchas muestras, aunque lo más perceptible eran, sin duda, sus efectos. Paso a paso, al mismo ritmo en que se deterioraban los comportamientos, se deterioraba también la cosmética ciudadana. Esta última había sido más resistente que el corazón moral, muy pronto alterado por las vicisitudes. Sin embargo, se había llegado a un punto en que los afeites externos debían, en su desajuste, reflejar inexorablemente los graves desórdenes interiores. Tras medio año de profunda alteración espiritual la materia misma de la ciudad ofrecía signos de descomposición.
Muchos servicios públicos habían dejado de funcionar con la eficacia de los tiempos precedentes a la crisis y, pese a que el Consejo de Gobierno había hecho denodados esfuerzos para que esto no sucediera, las consecuencias comenzaban a ser enojosas. La población, acostumbrada a la regularidad y a la abundancia, soportaba penosamente la acumulación de restricciones. El mecanismo no se había detenido pero fallaba constantemente de modo que sus piezas estaban, cada día, más oxidadas. Bajo la custodia permanente de la censura nadie se sintió obligado a explicar si los fallos tenían su origen en el desabastecimiento o en la negligencia. Lo cierto, no obstante, era que las carencias aumentaban, llegándose a la reducción del consumo de combustible, de electricidad e incluso, algunos días, de agua.
La ciudad languidecía, incapaz de extirpar el tumor que se había enquistado en sus entrañas. Antes pletórica de salud, ahora se retorcía en la oscuridad y, según comentaban muchos, olía a cadáver. No había ninguna metáfora en estas apreciaciones sino, más bien, la cruda constatación de una realidad física. El alumbrado público había sido la principal víctima de las restricciones de energía. Cuando anochecía las calles quedaban sumergidas en la tiniebla, con sólo unas pocas farolas brillando tímidamente como minúsculas velas en una llanura interminable. La luz se había extinguido, arrastrando en su ocaso a aquellos potentes desafíos contra la noche que la ciudad había levantado en los márgenes de sus anchas avenidas y en las cornisas de sus compactas arquitecturas. Para los ciudadanos quedaba el consuelo de hallarse en los días, generosamente soleados, en que la primavera avanzaba hacia el verano.
Pero este consuelo se desvanecía cuando tenían que enfrentarse al aliado más desagradable del creciente calor. Por una razón que tampoco nadie se dispuso a aclarar se produjo un paulatino colapso de todos los servicios de limpieza de la ciudad. Las medidas excepcionales, incluida la militarización de tales servicios, dieron pobres resultados. La ciudad se cubrió rápidamente de una pátina de suciedad que, con el paso del tiempo, dio lugar a una auténtica cordillera de desechos. En todas las aceras colinas de basura insinuaban un paisaje de podredumbre y desolación que únicamente quedaba mitigado por la naturalidad con que los peatones sorteaban los desperdicios. Un aire nauseabundo recordaba cada mañana a los ciudadanos que habían empezado a vivir en un enorme vertedero.
Éste, sin embargo, fue también un período de prodigios y no sería aventurado deducir que la atmósfera de descomposición favorecía tal circunstancia. Fermentada por el calor y los escombros la amenaza daba rienda suelta a las febriles criaturas de la imaginación. Cuanto más irrespirable era el ambiente más propicio resultaba para la existencia oblicua de los monstruos. Surgieron monstruos de todo tipo, algunos efímeros como un día y otros, persistentes, que se desbocaban con facilidad hasta dominar las calles y los pensamientos. Se divisaron ratas gigantescas que, según indicaban los anónimos testigos, estaban adueñándose de las alcantarillas. Junto a las ratas, una amplia legión de animales invadió la fantasía, provocando violentas mutaciones. La mayoría de los animales urbanos sufrió transformaciones en su apariencia: perros, gatos, palomas, golondrinas, gaviotas e, incluso, hormigas quedaron sometidos a una metamorfosis por la que les era arrebatado su aspecto habitual, recibiendo otros cuyo moldeado más o menos deforme dependía del grado de excitación de la fantasía colectiva. Cuando el ímpetu de ésta desbordaba cualquier contención el alcance de la metamorfosis era todavía más formidable, exigiendo no sólo la mutación de los animales sino, asimismo, el mestizaje de éstos con los hombres. Algunos días el poder de la fantasía popular llegó a ser tal que la ciudad parecía habitada por monstruos escapados de la piedra donde, durante siglos, los habían retenido los capiteles medievales.
No había censura para los monstruos. La escasez de otras noticias los erigió, en esta época, en los protagonistas favoritos de la prensa. Los periódicos, cuya esterilidad informativa les había hecho entrar en un acentuado declive, experimentaron un renacimiento ante los lectores cuando convirtieron muchas de sus páginas en crónicas mitológicas que, a excepción del escenario moderno, en nada se distinguían de las de los tiempos antiguos. La ductilidad de las historias, fruto de las numerosas variaciones con que se transmitían, reflejaban adecuadamente lo incierto del mundo que las acogía. Frente a la ausencia de seguridades la población, antes acostumbrada a las coordenadas fijas de una vida cotidiana que transcurría sin brusquedades, había optado por un relativismo que aceptaba la versatilidad de todo lo que la rodeaba. Lo que hubiera sido considerado, hasta hacía poco, imposible y antinatural, se asumía como una posibilidad que, al igual que cualquier otra, formaba parte de la naturaleza.
Una buena prueba de ello fueron los ecos despertados por el más célebre de entre los monstruos surgidos aquellos días. Se trataba de un pájaro negro. Fuera de esta constatación, en la que todos estaban de acuerdo, el pájaro negro se prestaba a infinidad de variaciones. Cambiaba, según cada uno de los informadores, de tamaño, aspecto o especie. Para algunos era pequeño como un gorrión y para otros, mayor que cualquiera de los conocidos hasta entonces. Era, al unísono, violento y pacífico, amable y perturbador. En algunas versiones el pájaro negro era presentado como un ejemplar que, habiendo sobrevivido a las eras antediluvianas, tenía rasgos de ciertos grabados de enciclopedia. Es su máxima ebullición la fantasía otorgaba a la misteriosa ave siluetas que la aproximaban a las arpías o a las esfinges. La prensa recogía puntualmente los diversos testimonios sobre el ubicuo pájaro mientras las emisoras de televisión organizaban, alrededor de él, apasionados debates en los que los ornitólogos desfallecían ante el empuje de los expertos en ciencias ocultas. Se le atribuyeron poderes y simbolismos de la mayor importancia, llegándose a poner bajo su advocación la suerte de la ciudad. Ésta alcanzó el solsticio de verano pendiente de los vuelos de un pájaro.
Víctor Ribera trataba de registrar, día a día, los rastros que la ciudad, caminando por un camino desconocido, iba dejando tras de sí. Lógicamente los prodigios no se dejaban capturar por su cámara fotográfica pero, como contrapartida, ésta se mostraba apta para desvelar los gestos de un mundo atrapado por los prodigios. A Víctor le interesaban las expresiones, a veces casi convulsas, de unos hombres que en tan sólo unos meses parecían haber recorrido siglos, en un trayecto que era ocioso discernir si conducía hacia el pasado o hacia el futuro. Le interesaban las huellas dibujadas en el fango del desconcierto. Era, en realidad, un observador que se estaba desembarazando, cada vez con menos dificultad, del malestar que en un principio le había producido el hecho de saberse, solamente, un mero observador.
Quizá a causa de ello tampoco le costaba adaptarse a la corriente de descomposición que penetraba en las cosas. El observador se sumía en ella, grabando en su retina los azotes que desataba. En ocasiones, enfrentado a los retazos que se ofrecían al objetivo, echaba en falta que su cámara fuera inútil para hacerse con los olores que desprendía la existencia. Hubiera deseado, en estos casos, una herramienta preparada para hurgar en todas las impresiones sensoriales. Sin embargo, otras veces sentía que su visión incorporaba los demás sentidos y que sus fotografías estaban en posesión de los ruidos, de los aromas, de los sabores, hasta hacerse, incluso, palpables. Cuando esto sucedía Víctor creía percibir los matices más íntimos que descubrían la transformación de la ciudad. Las imágenes eran las señales más exteriores, y más brutales, de los cambios acaecidos. Las formas y los colores habían variado. Pero también los sonidos lo habían hecho, acompañando a los olores en su reflejo de la descomposición. La música de la descomposición: por casi imperceptible conseguía aparecer como la señal más inquietante. Aunque Víctor conocía, por experiencia, el aspecto y el hedor de un cuerpo en estado de descomposición, nunca había pensado que la podredumbre tuviera, asimismo, su música. Y, no obstante, la tenía. El sonido de la ciudad ya no era el mismo que antes y quien aguzara el oído podía escuchar el tropel de ecos que, desde todos los rincones, anunciaba el paso del cortejo fúnebre.
El observador cazaba sus presas con escrupulosa tenacidad, aunque sabía, porque así se lo había propuesto, que sólo servirían para engrosar su museo secreto. Estaba dispuesto a no exhibir sus trofeos. Cada día, con la misma meticulosidad con que las capturaba, se deshacía de ellas, como si para él fuera suficiente conservarlas en su memoria. Carrete tras carrete, todos los negativos eran destinados a la caja metálica que, de acuerdo con el rótulo que le había puesto, debía encerrar la memoria del tiempo de los exánimes. En ningún momento tuvo la tentación de revelarlos. Sabía, desde luego, que como fotógrafo esto era una aberración. No obstante, tal consideración le era indiferente: en aquellos días prefería poner la técnica del fotógrafo al servicio del desinterés del observador.
David Aldrey sorprendió a Víctor uno de los miércoles del París-Berlín cuando, tras finalizar el almuerzo, le propuso que fueran a pasear un rato junto al mar.
– Esta tarde no voy al hospital -dijo el doctor Aldrey.
Era la primera vez que sucedía. Durante años únicamente se habían encontrado para comer en el restaurante. Por otro lado David, desde hacía meses, estaba más ocupado que nunca. Víctor puso cara de asombro.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó Aldrey.
– Claro -contestó Víctor, mientras pensaba que, a diferencia de su amigo, lo que le sobraba a él era tiempo.
El Paseo Marítimo estaba poco concurrido. A pesar del fuerte sol de una primavera ya avanzada los transeúntes eran tan escasos que se podían recorrer centenares de metros sin cruzarse con ninguno. El bullicio habitual había desaparecido dando lugar a una inmovilidad casi absoluta. Prácticamente todos los bares y restaurantes estaban cerrados, y los pocos que permanecían abiertos tenían, como única clientela, a sus propios camareros. Los barcos de recreo, sin turistas a los que transportar, estaban amarrados. Tampoco se divisaban los vendedores ambulantes: nadie estaba dispuesto a vender helados, golosinas o postales a compradores que no acudirían. Una multitud de gatos se deslizaba sigilosamente entre montones de basura.
El mar, ajeno a la desolación que le acechaba, era lo único que poseía vida. Cuando a su alrededor todo parecía haberse secado el mar, roturado por el sol, brillaba con especial fulgor, impasible a los desechos que flotaban en su superficie. Incluso hubiera podido afirmarse que con la intensidad de su color quería desafiar a los contornos sedientos que lo contemplaban. A lo lejos, más allá de este desafío, la línea de horizonte mostraba, de vez en cuando, los neblinosos perfiles de buques que guardaban prudentemente la distancia. En otros tiempos, muy próximos, hubieran puesto la proa hacia un puerto considerado importante. A los marineros les gustaban las diversiones que allí siempre habían encontrado. Pero ahora preferían ignorarlas, siguiendo las directrices que aconsejaban evitar aquel territorio vedado. Sólo escasos barcos se arriesgaban a entrar y, los que lo hacían, una vez descargadas las mercancías, zarpaban precipitadamente en dirección a objetivos más recomendables. Como consecuencia, la actividad del puerto, notable por lo general, se había reducido a su mínima expresión. Los buques locales, algunos de gran tonelaje, permanecían adheridos a los diques como gigantes a los que se hubiera arrebatado el aliento. A su sombra, grúas y cabrestantes participaban de la misma pereza. La inactividad lo impregnaba todo de herrumbre.
Tras recorrer un largo tramo del Paseo Marítimo Víctor y David se adentraron en los muelles, sin otra compañía que la de un coche de la policía que patrullaba cansinamente junto a ellos. No les pidieron la documentación. Se limitaron a seguirles durante un trecho de camino y luego, sin ninguna explicación, el coche dio la vuelta, alejándose con igual lentitud. Libres ya de centinelas alcanzaron un sector del puerto donde usualmente se podían alquilar pequeñas barcas de remos. Las barcas estaban en su sitio pero no los encargados de alquilarlas, a excepción de uno que, sentado en un amarradero, se entretenía tirando piedras a unas gaviotas cercanas. Víctor sugirió dar un paseo en barca. A David le pareció una buena idea. Quien hizo ademán de no compartirla fue el barquero, con un expresivo gesto de fastidio. Claramente se sentía mejor apedreando a las gaviotas.
– ¿No la alquila? -preguntó Víctor.
– Nadie alquila barcas desde hace tiempo -dijo, por toda respuesta, el barquero.
– Pues nosotros queremos alquilarla -insistió Víctor, con cierta irritación.
Sólo entonces el barquero guardó sus proyectiles. Pero no se movió del asiento en el que se sentía cómodo. Sin mediar palabra sacó del bolsillo un mugriento talonario, arrancó un billete y se lo tendió a Víctor. Éste pagó el importe. El intercambio no surgió efecto pues el barquero no hizo el menor movimiento. Daba la impresión de que su cometido se había acabado.
– ¿Cuál es la barca? -interrogó Víctor, impacientándose.
El hombre no se inmutó.
– Aquélla -contestó, señalando una de las barcas -. Si la quieren tendrán que remar ustedes. Si no, les puedo devolver el dinero.
El doctor Aldrey cogió a su amigo por el brazo y lo arrastró nuevamente en dirección a la barca:
– Da lo mismo Víctor. No vale la pena discutir.
Cuando ya se alejaban del muelle, con Aldrey a los remos, oyeron de nuevo la voz del barquero, esta vez condescendiente:
– Pueden tomarse el tiempo que deseen.
David Aldrey condujo la barca hacia el otro extremo del puerto. Visto de cerca el brillo del mar perdía fuerza mientras, simultáneamente, la alfombra de inmundicias que lo cubría cobraba densidad. Sin embargo, después de unos minutos de esfuerzo, Aldrey logró acceder a una zona donde el agua estaba más limpia. Continuó remando, distanciándose paulatinamente de la costa. En cualquier caso la boca del puerto, que les hubiera proporcionado la salida al mar abierto, seguía estando lo suficientemente lejos como para pensar en alcanzarla. Por fin se detuvo en un punto que, aproximadamente, coincidía con el centro del gran rectángulo de mar que permanecía atrapado por los brazos del puerto. Desde aquella posición podían contemplar una parte considerable de la fachada marítima de la ciudad. A excepción de los bruscos quejidos de las gaviotas el silencio era absoluto.
– Si no fuera porque el agua está repugnante me bañaría -comentó Víctor señalando las manchas aceitosas que sobresalían en aquel mar casi estático.
Fue una idea que se le ocurrió de repente y que reprimió con igual celeridad. Durante unos segundos, luego, se quedó con la mirada fija en una de las manchas de aceite. Contenía, pálidos, los colores del arco iris reflejando una sucia belleza. Había visto, muchas veces, que esto sucedía pero nunca, hasta entonces, le había prestado atención. Aquella superficie pegajosa transportaba el mismo ramillete de colores que habían alabado tantos poetas. Hacía años que no contemplaba el arco iris. Seguramente los había habido con frecuencia pero él no los veía. Ahora, el primero que divisaba en tanto tiempo, no estaba en el cielo sino en una mancha de aceite.
– ¿Por qué no te vas? -le preguntó Aldrey a bocajarro.
– ¿Irme? ¿Adónde?
Víctor, levantando la mirada de la mancha aceitosa, balbuceó estas interrogaciones sin entender la pregunta de su amigo.
– Fuera de la ciudad -indicó David-. Tú puedes hacerlo cuando quieras. ¿Qué te lo impide?
– Nada.
Lo dijo sin pensarlo pero era verdad: nada se lo impedía.
– ¿No se te ha ocurrido hacerlo? -musitó David.
Víctor se tomó unos instantes antes de contestar. Cuando lo hizo se sintió un poco avergonzado de su respuesta:
– Por lo visto ni a mí ni a nadie.
– Pero, ¿por qué? ¿No sabes por qué?
Aldrey no se daba por vencido.
– Tienes razón. No sé por qué. En todo este tiempo no lo he pensado ni por un momento.
Víctor, súbitamente, experimentó una cierta animadversión hacia su amigo. Le molestaba la sensación de estar acorralado por una pregunta tan lógica como incontestable. Asimismo le molestaba que David tuviera una suprema justificación que le hacía superfluo contestarse. A pesar de todo trató de agredirlo por este lado:
– Ya sé que dependes de tus enfermos. Incluso así también tú hubieras podido marcharte.
Para sorpresa de Víctor David parecía esperar este argumento. Lo hizo suyo inmediatamente.
– Es cierto. Podría marcharme. Voy a serte sincero: no me sirve la excusa de mis enfermos. Es un buen refugio, lo reconozco, pero nada más. Sé que no voy a irme pero no tengo auténticas razones de peso. ¿Mi mujer y mi hijo? Podría llevármelos si quisiera. En cuanto al hecho de que sea médico y estemos viviendo una situación que aparentemente exige a los médicos una dedicación especial te diré que ya hace tiempo que mi trabajo no cuenta para nada. Cuenta para hacerme una tímida ilusión de que soy útil. Nada más.
– Eres útil -afirmó Víctor, arrepintiéndose de su anterior agresividad.
– No discutamos sobre esta tontería -dijo David, con una media sonrisa-. La cuestión no es ésta. Quizá tú, con tu cámara, seas más útil en estos momentos que todo el gremio médico. Pero la cuestión es otra. Lo que me interesa es saber por qué estamos atrapados y no hacemos nada para dejar de estarlo.
David se removió sobre su asiento y la barca osciló ligeramente. Continuó:
– Por eso te lo he preguntado a ti, Víctor. Te conozco desde hace mucho y siempre he creído que eras un hombre libre. No protestes. Lo creo. No me negarás que te has movido con más libertad que la mayoría. También has pensado con más libertad. Durante estos meses he esperado tu despedida. Me decía que si alguien estaba preparado para escapar ése eras tú.
– Supongo que no soy este hombre libre que dices. Más bien no me siento libre en absoluto -replicó Víctor.
– Puedo entenderlo pero quisiera que me lo explicaras -pidió David Aldrey, como si necesitara que alguien confirmara en palabras lo que ya intuía.
Víctor, aunque ya no se sentía agredido, se puso a la defensiva:
– Lo haría si pudiera. No puedo. Ni tan siquiera he pensado en ello. Lo único que sé es que es algo que viene de lejos. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que me consideré libre. Supongo que fue cuando todavía creía que la vida ofrecía muchas alternativas diferentes. Hace tiempo, mucho tiempo. Lo curioso es que he olvidado la época en que me metí en una calle que tenía una sola dirección, pero el hecho es que cuando me metí en esta calle dejé de pensar que hubiera cualquier otra.
Estuvo unos segundos en silencio, mirando otra vez en dirección a la mancha de aceite. Concluyó:
– Si he de serte sincero debo decirte que lo que ahora me ocurre es únicamente algo más evidente que antes pero no distinto. Quiero decir: lo que está pasando en la ciudad pone al desnudo lo que era más o menos inadmisible. No añade nada, sólo lo pone en claro. Además, te repito, no he pensado en ningún momento en la posibilidad de marcharme. Me siento inmóvil y lo peor es que quizá no me desagrade sentir esta inmovilidad.
La barca, llevada por el tenue vaivén, había virado de modo que el Paseo Marítimo estaba situado a la espalda de Víctor. Ante él el breve tramo de la línea de horizonte quedaba atenazado entre las escolleras. David, que le había escuchado con atención, hizo un gesto negativo con la cabeza, como si ratificara, sin ganas, un presentimiento. Pero lo que dijo, acto seguido, ya no se refería directamente a Víctor.
– Vivimos encerrados en una cárcel de cristal y me temo que empiece a gustarnos estar así. Sería una fanfarronada de mi parte decir que sé lo que pasa. Nadie lo sabe, y yo tampoco. Pero desde que empezó todo eso he tenido la impresión de mirar a mi entorno a través de un caleidoscopio. Las formas han ido cambiando a medida que se giraba el cilindro. Con esto no quiero decir que yo lo girara. No sé quién lo hacía. Simplemente se giraba y el fondo quedaba modificado, con nuevas figuras cada vez. El sentido de la enfermedad se trastocaba. O el del mal, o el de la locura, como quieras llamarlo. Primero, estos pobres diablos eran sólo enfermos, igual que tantos otros, y para mí lo seguirán siendo. Pero luego he comprobado que la enfermedad podía verse desde otro lado. Y desde otro lado yo no tengo nada que hacer. No estoy seguro de lo que se ve. Es el caleidoscopio y varía. A veces es toda la ciudad la enferma, otras veces es su pasado lo que la ha hecho enferma. Los exánimes han sido la fase terminal de lo que ya llevábamos dentro despreocupadamente cuando creíamos que todo en nosotros era saludable. Después, al manifestarse con crudeza, le hemos dado la vuelta al mal. Entonces le hemos dejado actuar como un imán. Estamos bajo los efectos de su atracción y no tenemos ya el menor deseo de escapar a él. Ya no sé si podríamos vivir sin él.
A Víctor le pareció que David había meditado detenidamente lo que le había comunicado. Era probable que le hubiera invitado a pasear por el puerto para decirle lo que ahora acababa de oír. Pensó que su amigo había cambiado en las últimas semanas. Nunca había sido un hombre cargado de esperanzas pero tampoco, exactamente, un escéptico. Se aferraba a un impulso, o a un deber, que le libraba del escepticismo. Últimamente, sin embargo, confiaba muy poco en el papel que desempeñaba. Destruido, a causa de la alteración de todas las normas, el potencial que había almacenado como médico, creía que sus actos eran puramente mecánicos. El médico, incluso el más abnegado, era una figura superflua cuando se habían subvertido las lindes que acotaban la enfermedad. David no temía el fracaso en la curación de sus enfermos. Eso formaba parte del duelo en que, desde hacía años, participaba. Lo que realmente temía es que ya no hubiera enfermos, sino sombras, y que lo que se consideraba salud fuera la máxima expresión de lo incurable.
– Es posible que lleves razón. Pero, entonces, no entiendo por qué te pasas horas y horas en el hospital, luchando contra un enemigo que, según dices tú mismo, no está allí. No tiene sentido.
David fue contundente:
– No lo tiene, es verdad. Al principio no me di cuenta. Ahora lo sé. A pesar de todo, continuaré haciendo lo mismo hasta el final.
¿El final?: tampoco esta palabra, pensó Víctor, tenía mucho sentido. Para que lo tuviera hubiera sido imprescindible averiguar a qué debía ponerse fin y dónde estaba el comienzo de aquello que alguna vez finalizaría. Pasó por su mente la imagen de una infinita sucesión de muñecas rusas conteniendo, cada una de ellas, a las demás. A él, que en el reparto había adoptado el carácter del observador, le resultaba ya completamente imposible desbrozar en qué momento de esta sucesión se encontraba. Su percepción del tiempo estaba embotada: era incapaz de decidir cuál era la primera muñeca y cuál la última.
Pero no añadió ningún comentario a la afirmación de David. A la vuelta fue Víctor quien se hizo cargo de los remos. La corriente había arrastrado la barca hacia la orilla y el camino de retorno fue más rápido de lo que había sido la ida. Cuando llegaron al muelle el barquero persistía en su asiento del amarradero. Puesto que las gaviotas habían desaparecido, ahora se entretenía recortando un madero con una navaja. Pasaron por su lado sin que el barquero levantara la vista. Únicamente después de recorrer unos pasos oyeron una voz ronca que les gritaba:
– Vuelvan cuando quieran. Son mis únicos clientes.