38735.fb2 La raz?n del mal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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Desde mediados de junio el calor se apoderó de la ciudad con el mismo encarnizamiento con que lo había hecho el frío durante el invierno, y bajo el dominio del calor las corrientes corruptoras atravesaron todas las fibras del organismo. El aire ardiente avivaba la podredumbre y quemaba los pulmones. Las inmundicias, esparcidas ya sin distinción de barrios, se acumulaban frenéticamente como si la ciudad se hubiera arrancado los intestinos para mostrarlos sin pudor. A pesar de ello ninguno de sus habitantes trató de respirar fuera de aquella atmósfera irrespirable. Nadie abandonó la ciudad. La lógica de aquel estado de sitio nunca declarado se impuso sin paliativos, anulando cualquier perspectiva de viaje o, simplemente, de vacaciones fuera de la ciudad. El que una costumbre tan generalizada se cercenara de raíz, sin que existiera un impedimento explícito que obligara a ello, formaba parte de aquellos secretos bien guardados a los que los ciudadanos se prestaban con rara obediencia. A lo sumo se oían esporádicos comentarios sobre el deterioro que debían sufrir las casas de recreo, inutilizadas desde el año anterior. Pero nadie tomaba la menor iniciativa para atravesar la muralla invisible que les separaba de ellas. Como si se respondiera a una determinación común se daba por descontado que el único territorio que existía era el de la ciudad.

El creciente calor hizo que pronto este territorio se asemejara a una olla a presión cuya temperatura se acercaba peligrosamente al punto de ebullición. De la mañana a la noche una densa capa de vaho circulaba pesadamente por las calles, inoculando veneno a través de puertas y ventanas. Cuando la neblina se hizo permanente el Consejo de Gobierno trató de restringir el tráfico de automóviles, pero el colapso de los transportes públicos hizo que cualquier medida perdiera de inmediato su eficacia. Se decía que escaseaba el carburante, sin que esa posibilidad apartara a los ciudadanos del uso de sus vehículos. Bien al contrario: éstos constituían, al parecer, un caparazón protector en el que uno podía sentirse seguro con respecto al desamparo del viandante, cada vez menos frecuente, que se arriesgaba a caminar sin coraza.

Sin embargo, el poderío del bochorno se manifestaba más allá de las pieles sudorosas y los asfaltos humeantes. El bochorno saturaba el espacio de las conductas incitando a movimientos extremos. Las noticias, fundadas o no, sobre nuevas y fulminantes extensiones del mal crisparon hasta tal punto los ánimos que el coro de voces violentas se hizo notar con más fuerza que nunca. Parecía inevitable que un mazazo brutal fuera descargado sobre la ciudad. Y lo que se venía anunciando finalmente ocurrió la noche del solsticio de verano.

La mecha prendió con rapidez. Unas pocas hogueras festivas con las que algunos grupos de adolescentes se empeñaban en continuar una arraigada tradición fueron, según se adujo con posterioridad, el detonante. Lo cierto es que la ciudad estaba preparada para el fuego, y el fuego, impulsado por el aire propicio, tomó posiciones con facilidad. Las hogueras se multiplicaron como un juego embriagador en el que jóvenes cada vez más audaces descubrían la mayor excitación. Cuando ardieron muchos de los montículos de escombros que estaban diseminados por doquier empezó a cundir la alarma. Sin embargo, a aquellas alturas de la noche, el instinto se había ya desbocado. Las autoridades, tras su inicial pasividad, reaccionaron tardíamente, en un momento en que la muchedumbre ya no estaba dispuesta a abandonar su juego sólo porque las autoridades hubieran reaccionado. Pasada la medianoche el cielo estaba enteramente enrojecido.

En el seno de la selva de fuegos la violencia estalló limpia, contundente, con la prodigalidad de aquellos deseos largamente inhibidos. Y bajo su reclamo las calles, casi desiertas desde hacía tiempo, se llenaron de gente que parecía haber esperado pacientemente la hora oportuna de la devastación. El pillaje y las algaradas se sucedieron en todos los barrios. Las agresiones sin motivo causaron muertes sin justificación: la presencia inerme de los sacrificados alimentaba el vigor de los sacrificadores. La sangre exigía su protagonismo y lo lograba con creces. Pero por encima de la violencia sobre los cuerpos reinaba la violencia del grito. Todos gritaban. La ciudad gritaba como si se retorciera en un espasmo, en un exceso de dolor colectivo que había acabado convirtiéndose en un alarido de alegría.

A medida que transcurría la noche la revuelta se avivaba con nuevos episodios. A las habituales sirenas de las patrullas y de las ambulancias se sumaron las de los coches de bomberos. Pero éstos, hostigados por los revoltosos, tenían grandes dificultades para controlar las llamas que afectaban a numerosos edificios. Los enfrentamientos se prolongaron hasta el amanecer, en medio del griterío ensordecedor. Únicamente tras la salida del sol los gritos fueron amainando hasta diluirse en un silencio que tan sólo era rasgado por los chirridos de las sirenas. Horas más tarde, sofocados el fuego y la revuelta, la ciudad comenzó a interrogarse sobre lo que había sucedido. Para entonces, no obstante, las secuelas de la destrucción eran respuestas demasiado evidentes. El humo se había adueñado del paisaje posterior a la batalla y nublaba cualquier mirada sobre el futuro.

Tampoco alguien, como Víctor Ribera, que había asumido deliberadamente ser un mero espectador, negándose a formar parte de ninguna de las corrientes que chocaban entre sí, pudo sustraerse a la penosa impresión de aquel brutal inicio de verano. Estuvo a punto de renunciar a su diaria crónica fotográfica dado que, de una manera que no lograba definir, sentía vergüenza de sí mismo. No había participado, claro está, en los disturbios pero no por ello se sentía menos cómplice ante ellos. Con una incertidumbre que le enervaba se reconocía miembro de un cuerpo que se extendía más allá del suyo propio y del que, a pesar de intentarlo, no podía desgajarse. Estaba sumido en la avalancha que, sin rumbo, lo arrollaba todo a su paso.

Venciendo, finalmente, sus escrúpulos se decidió a salir cerca del mediodía. Ángela trató de retenerlo alegando probables riesgos. Víctor la tranquilizó:

– Voy a estar poco rato. Sólo será una pequeña inspección sobre el terreno. Volveré pronto.

Era domingo pero únicamente se podía adivinar porque los establecimientos comerciales estaban cerrados. Por lo demás, nada de lo habitual en ese día se confirmaba. No se divisaban reuniones familiares. No había feligreses saliendo de las iglesias ni aglomeraciones delante de las pastelerías. Era un domingo sin indicios festivos, y como tal resultaba inédito. Sin embargo, tampoco hacía recordar la especial vitalidad de las jornadas laborables, con su tráfico intenso de personas y vehículos. A Víctor le pareció que aquél era un día abruptamente inventado por una mente que desafiaba los ciclos de los calendarios. Alguien, con desmesurada ironía, lo había impuesto a la ciudad, seccionando el transcurrir cotidiano del tiempo: un día recién creado que no tenía el recurso de medirse con días idénticos del pasado a los que poder imitar.

Víctor supo enseguida que un día como el que estaba concibiendo entrañaba reconocer que la vida se había evadido definitivamente a otra parte y esto, para él, pese a todo lo que estaba sucediendo desde hacía meses, era un sentimiento nuevo. Por primera vez tuvo nostalgia de aquella otra ciudad que aparecía casi desvanecida en un punto muy remoto de su historia. No obstante, le costó recordar: por el delgado resquicio de medio año se habían colado lustros enteros que obstruían la circulación de la memoria. Resultaba desagradable aceptar que, al igual que la ciudad, también él se estaba quedando sin memoria.

Las calles ofrecían un aspecto similar a las grandes playas tras el reflujo de la marea, cuando el agua, al replegarse, abandona sobre la arena infinidad de restos. Había unos pocos edificios calcinados y abundantes brasas todavía humeantes. El alcance de los incendios era, pese a ello, reducido en aquel barrio. Sin duda en otros, por las imágenes que se habían podido contemplar durante la noche, el fuego había actuado con mayor espectacularidad. Con todo, Víctor no pudo evitar la sensación de que la obra de las llamas había sido menos eficaz que la de los hombres. A las llamas les había correspondido la acción más vistosa, hasta cierto punto limpia en su devastación, mientras que los hombres habían quedado encargados de acciones menores, si bien sumamente dañinas. El observador había aprendido ya, a través de múltiples experiencias, que las catástrofes se medían, no pocas veces, por sus pequeños detalles. Aunque se adjudicara a las fuerzas mayores el peso de un acontecimiento era, en realidad, en las menores, donde se encarnaban los obstinados rastros del estallido. Era en las numerosas trastiendas de un acto dramático donde tenían lugar las tensiones más encarnizadas y, por tanto, la destrucción más persistente.

Lo que Víctor veía a su alrededor le corroboraba en esta enseñanza. Primeramente había concentrado su interés en la piedra quemada y en las esbeltas columnas de humo que acababan confundiéndose con el aire rarificado de la calima. Luego, sin embargo, vencida esta contundente perspectiva de lo sucedido, demasiado vasta para no ser distante, su mirada quedó atrapada por minúsculos testimonios. La huella no se revelaba tanto en lo alto de los edificios chamuscados cuanto en el asfalto, a ras de suelo, donde los hombres, inferiores al fuego en poder, habían demostrado su superioridad depredadora. Por lo que pudo examinar la noche había albergado sucesivos ajustes de cuentas, iniciados quizá con enfrentamientos entre rivales, pero finalmente generalizados en una lucha de todos contra todos que había implicado propiedades y, en algún caso, vidas. Comercios y, en menor grado, viviendas habían sido saqueadas. Lo que no se habían llevado consigo los asaltantes lo habían abandonado en plena calle, de modo que el balance del pillaje nocturno sugería una extraña inversión del entorno que, habitualmente, rodeaba al ciudadano: la intimidad parecía haberse resquebrajado desde el momento en que muchos objetos de uso doméstico, impensables fuera de reductos privados, entraban a formar parte de un escenario anónimo que al pertenecer a todos no pertenecía a nadie. A juzgar por la saña con que habían sido dañados los muebles y enseres que se encontraban por todas partes, cabían pocas dudas de que aquel despojo de la intimidad representaba la acción culminante de una noche en que la ciudad se había violado a sí misma con rabia y, según las apariencias, con destructora alegría.

Los pocos transeúntes que caminaban entre los escombros miraban en derredor suyo con perplejidad. Algunos aminoraban su marcha para comprobar el estado de ciertos objetos, pero ninguno se detenía. Nadie se entretenía saqueando o recuperando lo saqueado. Únicamente un niño de cuatro o cinco años, solo entre los desechos, disfrutaba de lo que tenía a su alcance. Víctor se le acercó:

– Hola. ¿Qué haces?

El niño levantó la cabeza unos instantes, antes de continuar con su tarea. Estaba sentado en el bordillo de la acera, empeñado en meter una cuchara en el orificio demasiado estrecho de una botella. Le irritaba que el mango de la cuchara entrara fácilmente, pero no así la cazuelita.

– No podrás -le advirtió Víctor.

No le hizo el menor caso. Por contra, continuó probando, ensimismado en sus tentativas. Alternaba la ira, golpeando el cuello de la botella, con el esfuerzo para conseguir su propósito, en el que se aplicaba sacando cómicamente la lengua. Por fin pudo más la ira y arrojó la botella con toda la fuerza de que era capaz. Le rodearon los cascotes producidos por el vidrio al chocar con el suelo. Víctor lo levantó, para evitar que se hiriera, y lo trasladó a unos metros de distancia:

– ¿Te has hecho daño?

El niño negó con la cabeza.

– ¿Dónde están tus padres?

– No lo sé -dijo casi imperceptiblemente.

Estaba a punto de llorar pero no lo hizo. Víctor supuso que estaba perdido y miró a su alrededor, tratando de divisar a alguien que pudiera ser un familiar.

– ¿Con quién has venido? -No lo sé -repitió el niño.

Para contener el llanto mantenía los labios muy apretados, dibujándose en su boca una mueca de graciosa energía. Víctor logró, tras algunos titubeos por parte del niño, que se sentara a su lado. Estuvieron jugando durante un rato con una lata vacía a la que golpeaban con la cuchara. Pero cuando aparentaba estar más tranquilo el niño rompió a llorar sin que sirvieran de nada los intentos de Víctor para distraerle. Por fortuna, al cabo de unos instantes, se aproximó un anciano que, por lo que él pudo deducir, era su abuelo. El niño, sin dejar de llorar, fue a su encuentro, abrazándose a sus piernas. Víctor también se levantó:

– Temí que se hubiera perdido -le dijo al recién llegado.

– Fue una imprudencia por mi parte -admitió el anciano, disculpándose a continuación-. Tenía que encontrar algo.

Mostró un hermoso reloj de madera, antiguo y medio carbonizado, que sostenía con mucho cuidado. Era un hombre frágil, probablemente cerca de los ochenta, cuyo aspecto fatigado no alcanzaba a desmentir una elegancia natural. Acompañando a su fragilidad los ojos azules y los cabellos blancos le otorgaban un aura de ligereza en el interior de una atmósfera aplastante. Con una mano acariciaba a su nieto mientras, con la otra, agarraba el reloj que había recuperado de entre los escombros.

– Tenía que encontrarlo -se justificó de nuevo-. Es un objeto muy querido.

Le explicó a Víctor cómo la noche anterior unos individuos habían irrumpido en su vivienda, situada en la planta baja de un inmueble próximo, llevándose todo cuanto habían querido. Al parecer la única falta cometida por el anciano había sido recriminarles porque habían encendido demasiado cerca una hoguera, de modo que la humareda penetraba en su casa. Primero se burlaron de él, luego, al perseverar en sus reproches, derribaron la puerta. A pesar de todo se congratulaba por no haber recibido ningún daño.

– Destrozaron cuanto quisieron, pero a mí no me tocaron.

Esto le consolaba. Tampoco parecía muy afectado por el saqueo de sus pertenencias, a excepción del reloj que, por otra parte, aunque en pésimo estado, había recuperado. Mantenía una inusual dignidad en medio del desorden reinante. Quizá por ello Víctor se atrevió a preguntarle su opinión sobre lo ocurrido. El anciano sonrió plácidamente, y por un momento sus ojos azules adquirieron la luz infantil que poseían los de su nieto:

– Mire, tengo la impresión de que hemos entrado en unos tiempos en que estas cosas suceden con la misma naturalidad con que antes uno tropezaba con el peldaño de una escalera. No creo que seamos mejores ni peores por eso. Simplemente debemos saber que todo está trastornado y actuar en consecuencia. Esta noche, después de que pasara lo que le he contado, me he quedado todo el rato despierto. Al principio no podía dormir de miedo y rabia, pero luego me he tranquilizado. Entonces me he dado cuenta de que no quería dormir. No porque tuviera pánico, pues ya no lo tenía, sino porque era agradable pensar. He dado vueltas a muchos asuntos y he acabado dando gracias por estar vivo. También he pensado en la muerte, que seguramente tengo cerca aunque no lo perciba. Le aseguro que no tengo un temor especial, pero me fastidia perderme el espectáculo de la vida. Sobre todo sus pequeños matices. A medida que me he hecho viejo los matices han sido importantes. Ayudan mucho. Tal vez por esto veo con cierta serenidad lo que nos está pasando. Los matices pueden llegar a compensar un poco la parte más negativa de las cosas. Ya sé que podríamos vivir tiempos mejores, no lo niego. Yo me conformo con éstos. Debe de ser porque soy viejo.

El niño le interrumpió, cogiéndolo de la mano y dándole tirones.

– Vámonos -gritó varias veces.

– Discúlpeme -le dijo el anciano a Víctor-. Ya ve que me arrastran. Muchas gracias por haber cuidado de este diablillo. Dile adiós a este señor.

Cuando empezaban a alejarse Víctor detuvo su marcha cruzándose en el camino.

– ¿Por qué es tan importante este reloj? -preguntó, apercibiéndose inmediatamente de que no tenía ningún derecho a hacer una pregunta de este tipo.

Pero el viejo no se sorprendió. Volvió a sonreír con la misma timidez infantil con la que lo había hecho antes:

– Desde luego no tiene mucho valor y menos tal como ha quedado. Me lo regaló mi padre. A él también se lo había regalado su padre. Algo sentimental, ya sabe. Lo he visto siempre en mi casa y me gustaría continuar viéndolo hasta que pueda.

Volvió a despedirse y, de la mano de su nieto, se puso a caminar sorteando algunos obstáculos que dificultaban el paso por la acera. Cuando ya se habían distanciado lo suficiente Víctor sacó su cámara del estuche e hizo varias fotografías de la pareja. Después, mientras la guardaba de nuevo, estuvo contemplándola. Por fin, abuelo y nieto desaparecieron doblando la esquina. Durante bastante tiempo Víctor permaneció, hierático, en el mismo punto desde el que había tomado las fotografías. Tenía grabada en el oído la voz suave del anciano. Quería retenerla. De pronto constató que quería retenerla como un sedante que le confortaba extrañamente. Le cautivaba el timbre de aquella voz que, desde su absoluta fragilidad, parecía contrarrestar los sonidos tenebrosos que la rodeaban. No sabía cuál era la razón de aquel poder aunque, súbitamente, imaginó una posibilidad: aquel hombre, por las circunstancias que fuera, permanecía fiel a un lugar central contra el que nada podían hacer las fuerzas circundantes. No se oponía a tales fuerzas. Sencillamente, anclado en su centro, dejaba que se aniquilasen entre sí.

Los días posteriores a la noche de fuego fueron extremadamente confusos y, de acuerdo con lo que venía siendo norma habitual, a falta de otros responsables, se señaló como fuente de instigación a los portadores del estigma. Nadie pudo acusar a los exánimes, recluidos en su total pasividad, de la autoría material de los disturbios, pero se hizo patente que su sola existencia se consideraba suficiente motivo de repulsa y también, sin excesivas deliberaciones, de condena. Se fue, por tanto, más allá de aquéllos, apuntando hacia los que supuestamente los toleraban, en un viraje significativo que ponía bajo sospecha, como protectores del mal, a los que eran tenidos por demasiado tibios o complacientes.

Se acusó así, cada vez con mayor encono, a todos los que se resistían a identificar la enfermedad con el crimen. Pero como no bastaban las dudas con respecto a individuos muy pronto el descontento alcanzó a las instituciones públicas, culpables, según los acusadores, por no haber cortado el problema en su raíz. Se pidieron destituciones y, entre los más exaltados, cabezas. Hubo concentraciones de protesta, con airados oradores surgidos del anonimato que reclamaban medidas taxativas. Por primera vez parecía que el Consejo de Gobierno había perdido el control de la situación. Hasta entonces su mandato, pertrechado en la provisionalidad, había sobrellevado con discreción las circunstancias adversas. La máquina legislativa, funcionando a buen ritmo, proporcionaba una sensación de eficacia. Ahora, no obstante, las vacilaciones eran continuas, recurriendo a decretos tan contradictorios que, con frecuencia, se anulaban mutuamente. Un día el Consejo de Gobierno podía alardear de razones humanitarias, pidiendo solidaridad con los exánimes, y, al día siguiente, sumarse a las voces de alarma, acariciando proyectos fulminantes para erradicar el mal. El desconcierto se había erigido en el fiel de una balanza que oscilaba bajo el peso de veleidades que, en cualquier otro momento, hubieran sido tenidas por delictivas cuando no por directamente ridículas.

Examinado desde otro ángulo había que aceptar, sin embargo, que las dudas del Consejo de Gobierno, fatales para su credibilidad, reflejaban cabalmente las dudas que escindían la conciencia de la población en dos percepciones antagónicas que estaban obligadas a coexistir. Max Bertrán, siempre amante de los diagnósticos ante los que creía estar excluido, lo había resumido con perspicacia:

– Unos lo ven todo cada vez más claro y otros lo sienten cada vez más absurdo. No podemos esperar nada ni de unos ni de otros.

Pero nadie quedaba al margen de esta distinción, ni siquiera Max Bertrán, pues todos, a su manera, tomaban partido. Los que se decantaban por la claridad, sin duda la mayoría, hacían continuos progresos en esta dirección. Claridad significaba, para éstos, algo que equivalía a la posesión de una fórmula inminente que supondría la superación de buena parte de las dificultades. Esto los unía, aun cuando procedieran de campos muy diversos de la vida social. Tal vez en períodos anteriores habían tenido una visión más compleja de los fenómenos que los rodeaban. En el presente no podían permitírselo: en el presente su sentido de la existencia pendía de un hilo demasiado delgado como para abandonarse a arabescos. Los que no eran simples por vocación lo eran por necesidad, pero, en cualquier caso, estaban de acuerdo en que esta simplicidad podía otorgarles la llave de la salvación. Atribuirse claridad ante el futuro era descubrir que la situación no era tan complicada como se decía y, sobre todo, que los remedios eran mucho más sencillos.

Curiosamente, después de los desastres del solsticio de verano, el bando de los que defendían esta perspectiva fue engrosando sus filas sin cesar. Tras meses de impotencia ante lo desconocido la población pareció tomar aquella fecha como expresión de su propia saturación, como si, harta de incertidumbres, exigiera, en adelante, una inmediata certeza. Había llegado el momento de la acción, y la acción, naturalmente, tenía que estar dirigida a la erradicación completa del mal. Para el sentir mayoritario la existencia de los exánimes, por invisible que fuera, era realmente el único enemigo. Y éste debía ser batido empleando todos los medios. Se trazaba, así, una frontera de hierro, más allá de la cual se abrían los campos del destierro a los que serían arrojados los adversarios del bienestar. Muchos dedos señalaban, sin ningún pudor ya, hacia este objetivo.

Los que estaban en el otro bando, oponiéndose a esta excesiva claridad, se veían obligados, cada vez con mayor rigor, al secreto de los comentarios en voz baja. Sin embargo, más decisivo que esto era constatar que se hallaban inmersos en el absurdo. Incluso hombres como David Aldrey que, desde el principio, habían combatido tenazmente para mantenerlo alejado, acababan sucumbiendo. Víctor Ribera, a pesar de la admiración que profesaba por su amigo, lo corroboraba cada vez que se encontraba con él. De nada servía su empecinamiento, si es que no era una actitud que hacía más evidente su lenta caída. Aferrarse a los beneficios de la razón cuando ésta, en las circunstancias que les había tocado vivir, era un barco que hacía aguas por los cuatro costados, denotaba, de modo particularmente cruel, el triunfo del absurdo. Era dudoso que el doctor Aldrey no lo supiese. Víctor intuía que su amigo lo sabía aunque estaba seguro de que lo negaría hasta el final. Era la baza por la que había optado.

Para Víctor era distinto: no oponía resistencia al absurdo. Al mismo tiempo era incapaz de adivinar si éste era pernicioso. En ocasiones, cuando lo consideraba, no dejaba de constatar que había, en ello, un cierto privilegio. A diferencia de David él se había movido por los márgenes pero, como contrapartida, tenía una mejor visión de conjunto. Eso le proporcionaba, asimismo, una mayor penetración en los entresijos del absurdo. Su adiestramiento le había conducido en rumbo opuesto a la claridad que ahora reclamaban sus conciudadanos. Le asombraba la determinación con que éstos fijaban sus coordenadas, como si la geografía moral tuviera también, perfectamente delimitados, sus continentes y países. A él la crisis de la ciudad había terminado por borrarle las líneas de los mapas, sugiriéndole un mundo en que todos los territorios eran intercambiables. Fácilmente esto se prestaba a la completa desorientación pero asimismo a un estímulo inesperado: rotos los contornos afloraba un magma inédito que era semejante a una nueva sensación de libertad.

Esto era inadmisible y Víctor sólo se lo confesaba a sí mismo, como en un sueño. Al fin y al cabo, se decía, el absurdo y el sueño tenían mucho en común al destruir las leyes que normalmente aceptamos. En ambos casos la pesadilla había sido inevitable y también él, como la ciudad, experimentaba el dominio de los íncubos, con sus ceremonias monstruosas y sus expediciones de terror. Pero en los intersticios de la pesadilla, cuando cesaban los vientos venenosos, brotaban sueños ligeros que modificaban abruptamente el sentido de las cosas, situándole en un horizonte que apenas hubiera podido entrever en tiempos anteriores. La mutación, sin duda, había sido terrible, desfigurando formas y aniquilando certezas. No obstante, tenía, paralelamente, una vertiente liberadora. Liberaba ataduras, dejando que los conceptos morales, arrancados de las tablas de la ley, flotaran en un aire de perplejidad, como si se tratara de un rompecabezas en el que nuestra imagen del hombre se hubiera descompuesto en mil pedazos. Recomponer esta imagen exigía un ejercicio de apabullante sinceridad que, aunque lo consideraba superior a sus fuerzas, no por ello resultaba menos excitante para Víctor. Sabía, sin embargo, que tal excitación quedaría circunscrita a su intimidad. Mientras los que pedían acción confesaban abiertamente sus propósitos, al observador le correspondía preservar sus averiguaciones. Pues, evidentemente, eran inconfesables.