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XI

La modificación que se advirtió en el comportamiento de los ciudadanos vino a dar la razón a los que apostaban por un giro radical en el curso de los acontecimientos. A la etapa de retraimiento invernal, que los había mantenido encerrados en sus casas, le sucedió otra, en la que, como si se siguiera unánimemente una consigna, la calle se hizo con todo el protagonismo. La población buscaba en el tumulto lo que no había podido encontrar durante los largos meses de reclusión. Pero aquélla era una búsqueda frenética que en poco se asemejaba al tradicional gusto por los espacios exteriores propios de las épocas veraniegas. Bien al contrario, la multitud se movía de un lugar a otro, tensa, continuamente expectante, al igual que una jauría que ha olido la presa, sin haberla, todavía, localizado. Se daban los indicios suficientes como para saber que la caza había comenzado. Abundaban los ojeadores y muchos se ofrecían para participar en la batida. Sólo faltaba que alguien trazara el camino.

En tal situación se multiplicaron los que afirmaban conocer el objetivo, y la estrategia para conseguirlo. Fueron días propicios para los salvadores, cuyas ofertas pródigas se adecuaban a la perfección con el alud de demandas desmesuradas. Pronto la ciudad reprodujo a gran escala la imagen de una feria en la que los curiosos, ávidos de soluciones rápidas, se agolpaban ante las casetas de los oficiantes más prometedores. Todo ello constituía, sin duda, una estampa del pasado, si bien únicamente hasta cierto punto: la feria estaba dotada de los últimos recursos técnicos, de modo que los prodigios, en apariencia viejos que los feriantes vendían, quedaron revestidos por un aura atractivamente actual. Los conjuros mágicos y los elixires de la felicidad, propuestos al público en la retorta tecnológica, se transmutaban en manjares iluminadores del inmediato porvenir. Era fácil deducir, a partir de esos síntomas, que la ciudad había alcanzado una fase de fusión de los componentes que la venían integrando a través de la cual sus distintas caras, yuxtaponiéndose, formaban ya un extravagante conglomerado. El constante deterioro de los meses recientes había facilitado el resurgimiento de un humus primitivo que acogía cualquier trayecto de retorno a los arcanos de la imaginación. No obstante, esto no excluía que el contorno moderno de las cosas fuera preservado y acentuado, imponiéndose, a fuerza de experimentarla cotidianamente, una síntesis de tendencias que, antes, hubieran sido consideradas antagónicas.

Los salvadores se movían con facilidad en este escenario híbrido, utilizando para sus propósitos el estado febril que se había apoderado de las calles. Los había de todo tipo, compitiendo entre ellos por obtener mayores zonas de influencia, de manera que frecuentemente la naturaleza de sus arengas variaba según los espectadores a los que querían convencer. Eso produjo tensiones entre los acólitos de unos y de otros, defensores de verdades que se negaban mutuamente. En estas circunstancias las autoridades intervenían sólo en casos extremos, cuando el orden público estaba comprometido o cuando convenían que una intervención oportuna servía para recordar a los ciudadanos quién, a pesar de todo, detentaba el poder. Pero, en general, el Consejo de Gobierno se mantenía en una actitud pasiva, bien porque calibraba que las demostraciones callejeras eran todavía inofensivas, bien porque, como se opinaba a menudo, no estuviera ya en condiciones de sobreponerse a su impotencia.

A diferencia de los predicadores y augures, que habían hecho su formidable aparición durante la primavera, los salvadores reclamaban acciones inmediatas. Respondían, en realidad, a tiempos distintos y a exigencias sucesivas. Los predicadores fueron idóneos cuando la ciudad, hundida en una difusa mala conciencia de sí misma, necesitó bocas condenadoras que hablaran el idioma de la culpa. Por su parte, los augures sirvieron para amortiguar tal idioma, interrogando al porvenir y adjudicando bienes venideros. Pero ni el pasado, en el que se auscultaba el origen de la culpa, ni el futuro, donde se acariciaba la redención, eran buenos materiales para la acción. Los salvadores, en cambio, trabajaban la materia del presente, desde la seguridad de que únicamente ésta, ciega ante todo lo que no fuera la visión de su propia potencia, era capaz de albergar los momentos más punzantes de la pasión. Para ellos el presente tenía precio, y cada uno se tenía por el mejor postor.

Como no podía ser de otra manera no tardó en producirse entre los salvadores un proceso de selección natural en el que sólo los que se adaptaban a las condiciones del medio tenían probabilidades de sobresalir. Y adaptarse a aquel medio era una tarea compleja, pese a las aparentes facilidades que sugerían las aguas revueltas que anegaban la ciudad. Se requería habilidad, audacia y, en especial, una descomunal capacidad para la persuasión. Muchos demostraron ser centellas efímeras que se apagaban sin apenas haber iluminado. Otras brillaron durante semanas antes de sucumbir a la indiferencia. Las multitudes, convencidas de su nuevo protagonismo, se mostraban más volubles que nunca, adorando repentinos ídolos, a los que, a continuación, con la misma espontaneidad, destrozaban sin contemplaciones. El entusiasmo crecía rápido, y el aborrecimiento también, y entre ambos el vaivén de las opiniones santificaba y condenaba implacablemente.

Día a día las exigencias de la multitud variaban, con una ductilidad instintiva. En consecuencia, tan sólo los dúctiles, aquellos que tenían un exquisito talento para el transformismo, acabaron siendo de su agrado. En este terreno pronto se vio que ninguno de los salvadores era de la talla de Rubén. El Maestro esperó pacientemente a que sus rivales se destrozaran entre sí mientras, agazapado en su feudo de la antigua Academia de Ciencias, preparaba su oportunidad. Él no era un recién llegado al mercado de las culpas y las esperanzas sino que, bien al contrario, podía ser calificado como el transformista perfecto. Había ejercido con éxito las funciones de predicador y vidente, pero ya desde su irrupción pública había demostrado poseer aptitudes óptimas para ser, por encima de todo, un salvador. Podía, pues, afirmarse de él que dominaba los tres frentes del tiempo, pasado, presente y futuro, y éste era, precisamente, el argumento irrebatible en el que basaba su superioridad.

Cuando, por fin, Rubén se decidió a bajar a la arena lo hizo revestido de una autoridad, divulgada por sus numerosos seguidores, de la que los otros carecían. Reunía los requisitos apreciados por la multitud y además, gracias a sus dotes organizativas, un don que impresionaba vivamente: insuflaba, por así decirlo, orden en el tumulto. Sus primeros pasos fueron cautos y, sin abandonar sus sesiones estelares de la Academia de Ciencias, empezó a hacer notar su presencia en la calle. Para ello organizó, a la salida de las funciones, marchas nocturnas en las que los participantes portaban antorchas encendidas. El escenario escogido, la Plaza Central, la más grande de la ciudad, demostraba una convicción fuera de dudas con respecto a sus posibilidades. En un principio le siguieron sus adeptos, unos centenares, pero al cabo de poco tiempo la concentración nocturna pareció instaurarse como una costumbre a la que era obligado sumarse. Rubén, en sus alocuciones a la muchedumbre, no añadía demasiado a lo que decía en sus habituales discursos de la Academia, si bien era más explícito: se ofrecía para encabezar la regeneración de la ciudad. Entretanto la multitud se sentía satisfecha como si, tras el ostracismo invernal en la soledad de las casas, el encuentro diario en la Plaza Central constituyera la señal premonitoria de su poderío. En medio de la oscuridad, impuesta por las restricciones en el alumbrado público, el ejército de antorchas se sugestionaba con su propia luz.

A mediados de verano, cuando el calor alcanzó su punto álgido, pudo, por fin, afirmarse que la ciudad estaba en manos de Rubén. Aunque sorprendente no era una afirmación precipitada: su imagen, siempre vestido con el impecable traje blanco, aparecía por todas partes, fuera en carteles o en pantallas electrónicas, fuera directamente en fotos estampadas que sus entusiastas lucían en las vestimentas. Durante el día se alababan sus cualidades y durante la noche se pedía, ya sin disimulo, que tomara las riendas del poder. Lo que resultaba más asombroso es que apenas hubiera controversias, a pesar de que se hacía difícil enumerar sus cualidades ni nadie, incluidos sus más fervientes admiradores, se atreviera a aventurar sus intenciones. El Maestro encarnaba la incógnita perfecta. Nada se sabía de su procedencia, ni de sus ideas, si las tenía, ni de sus propósitos, y esta ignorancia, paradójicamente, jugaba a su favor, en tanto que aparentaba no estar contaminado de ninguno de los lastres que habían pesado sobre la ciudad. Bastaban sus dotes de alquimista para una sociedad que ya sólo confiaba en la súbita revelación de una fórmula secreta.

Quizá esta suma de factores explicaría la sinuosa evolución que, de inmediato, siguió la ciudad. Abrumado por los constantes ataques recibidos el Consejo de Gobierno respondió poniendo cerco a Rubén. A lo largo de varias noches numerosas dotaciones de la policía sitiaron a los concentrados en la Plaza Central mientras la prensa insertaba comunicados oficiales denunciando a los agitadores. En un último esfuerzo por contrarrestar el imparable prestigio del recién llegado se recordaron los enormes beneficios reportados por la razón al bienestar de los pueblos. Frente al sol de la razón, que había iluminado la civilización moderna, moldeándola con la libertad y el progreso, Rubén fue presentado como el portavoz de la superstición y la tiniebla, cuando no, en las críticas más expeditivas, como un simple histrión que trataba de engañar con sus malabarismos. Se prodigaron los epítetos acusadores: el embaucador, el demagogo, el nigromante. Según los cálculos de las autoridades una cruzada en favor de la razón debería acabar necesariamente desenmascarando a los tramposos.

A los pocos días se comprobó, sin embargo, que la exaltación de los ideales era tan insuficiente como la vigilancia de los policías. Una y otra eran demasiado delicuescentes para hacer mella en una población impaciente por saborear actuaciones enérgicas. Rubén no sólo no vio mermada su audiencia sino que fue investido con la aureola del desafío: sin ceder a las presiones mantenía continuamente en jaque a las autoridades. En esta peculiar partida de ajedrez fue el Consejo de Gobierno el que emprendió el paso falso que, con toda probabilidad, su contrincante esperaba. El Maestro fue detenido una mañana, cuando entraba en su sede de la Academia de Ciencias acompañado de sus discípulos más íntimos. El Consejo de Gobierno, al considerar la inutilidad de sus medidas simbólicas, había optado por las más drástica creyendo, así, que yugularía el movimiento de oposición. En escasas horas se iba, sin embargo, a demostrar lo contrario.

La noticia de la detención de Rubén se extendió con rapidez fulminante pese al férreo silencio al que obligaba la censura. A lo largo del día los ritos de la confusión se propagaron por todas partes sumiendo a la ciudad en un claroscuro de informaciones y desmentidos. La excepcionalidad que venía rigiendo en la vida comunitaria había calado ya tan hondo que había incubado una nueva normalidad, de acuerdo con la cual la excepción apenas existía y lo que en otro tiempo hubiera sido calificado de este modo ahora se contemplaba como algo perfectamente común. Y esto afectaba, en particular, al valor de las palabras. Las palabras, arrancadas de su valía propia, se habían convertido en armas arrojadizas de múltiples filos. Eran, simultáneamente, opacas y transparentes, hasta el punto de que, por lo general, resultaba imposible descifrar los mensajes de que eran portadoras. Nadie, por tanto, buscaba en ellas verdad sino únicamente la confirmación o no de unos ecos de los que, en cualquier caso, se ignoraba el sonido originario. Todo ello favorecía situaciones como la que siguió al apresamiento de Rubén, cuando en el hervidero de las habladurías lo que se había negado al poco se ratificaba y lo que unos instantes antes nunca había acontecido se transformaba, después, en la más palpitante realidad.

A lo largo de la tarde las calles céntricas se llenaron de gentes expectantes. Era difícil discernir quién era seguidor de Rubén y quién satisfacía, sencillamente, su curiosidad, aunque se hacía evidente que esto importaba poco pues aparecían unidos por el deseo de que algo inminente sucediera. Precisamente para impedirlo el Consejo de Gobierno, mediante un gran despliegue policiaco, había cortado los accesos a la vieja Academia de Ciencias y a la Plaza Central, los dos lugares en los que, cada día, Rubén se dirigía a sus admiradores. Estos obstáculos enfurecieron a la multitud cuyo ánimo se fue encrespando a medida que se reducía su libertad de movimientos. Hubo gritos contra el Consejo y conatos de enfrentamiento con la policía. Tras estos tanteos iniciales la prueba de fuerza entre la muchedumbre y sus guardianes fue continuamente en aumento hasta llegar a un extremo en que se hizo previsible un desenlace virulento. Pero en el momento crucial, cuando el cruce de espadas era inevitable, el Consejo de Gobierno dio por perdida la partida ordenando la retirada de las fuerzas de seguridad. Rubén había ganado con inusitada facilidad.

Fue su noche de triunfo y la celebró poniendo de relieve una vez más su capacidad de magnetismo. Invocado durante horas por las calles la apoteosis de su liberación tuvo lugar en el Palacio de Justicia, rodeado por sus partidarios y, por fin, asaltado sin oposición. El Maestro, añadido el de mártir a sus demás atributos, reapareció con seguridad e improvisó con brillantez, declarando a los que lo aclamaban que una nueva época había comenzado. Sus oyentes se estimulaban con cánticos, reacios a abandonar el dominio de la calle. Consiguieron que la fiesta se prolongara durante toda la noche antes de que el amanecer echara sobre la multitud su manto disolvente.

El que, de acuerdo con palabras de Rubén, aquel día hubiera empezado una nueva época satisfizo a muchos, y no sólo entre sus partidarios más acérrimos sino también entre los que esperaban desde hacía tiempo que algo similar fuera anunciado. Amplios sectores de la población aguardaban un gran gesto y según todos los indicios ese gesto se había ya realizado. Aun desconociendo sus consecuencias el efecto pareció benéfico, provocando un clima de confianza desacostumbrado. Se supuso, de pronto, que la salvación de la ciudad estaba próxima. Todo ello contrastaba con la ausencia de decisiones. Tras su liberación, y desmintiendo los pronósticos, Rubén se encerró en un hermético silencio que le llevó a anular, por el plazo de una semana, sus alocuciones en la Academia y en la Plaza Central. El Maestro se excusó ante sus seguidores alegando que le era imprescindible un período de reflexión. A su vez el Consejo de Gobierno, aunque mantenía incólumes todas sus prerrogativas, se sentía lo suficientemente desautorizado como para no atreverse a ejercitar su poder. En estas condiciones, sin decretos y ni tan siquiera sugerencias, la ciudad se vio inmersa en una situación que no tenía precedentes.

No obstante, quienes aventuraron desórdenes se equivocaron. Hubo, por contra, a lo largo de aquella semana, la última de agosto, una calma total, como si el repentino vacío de poder fascinara de tal modo que nadie se atreviera a caminar por su cuenta. De otra parte, la sensación de alivio que se había apoderado de la población, y en la que se albergaba el inminente fin de la pesadilla, parecía haber inducido a una cierta relajación. Como quiera que fuera, el barco, sin timonel, surcaba, momentáneamente al menos, aguas tan plácidas que se tenía la impresión de que el mar se había detenido. Casi nadie se pronunciaba acerca de lo que ocurriría al instante siguiente.

En el círculo que rodeaba a Víctor Ribera únicamente Max Bertrán escapaba al contagio del mutismo. Aldrey se había desentendido de los sucesos, Samper participaba de ellos con excesivo entusiasmo y Blasi estaba al acecho para obtener ventajas de la cosecha. En cuanto a Arias, su negativa a expresar algún tipo de opinión quedaba justificada por el hecho de que se mostraba indeciso entre su desprecio por las autoridades y su repugnancia por Rubén, al que veía como un malsano producto del mundo del espectáculo. A diferencia de los demás, Max Bertrán consideraba que aquél era un terreno propicio para sus intereses de diletante. Aseguraba que su capacidad para comprender se acrecentaba en proporción directa al desconcierto que percibía a su alrededor. Por lo demás, ciertas o no estas secretas habilidades, era particularmente rápido para obtener las mejores fuentes de información y se apresuraba a sacar réditos de las inversiones que realizaba, en particular si éstas eran cenas en las que él, contra su costumbre, había invitado. Cuando habló con Ribera, Max Bertrán estaba orgulloso de los beneficios que le había reportado su cena con Félix Penalba, el censor.

– Por lo visto el Consejo de Gobierno estaba dividido entre los que querían utilizar a Rubén, proponiéndole concesiones, y los que querían hundirle definitivamente. Penalba era de los primeros. Ahora critica furiosamente a sus colegas por falta de tacto, lo cual no deja de ser una expresión divertida tratándose del encargado de la censura.

– ¿Qué piensan hacer? -preguntó Víctor.

– Creo que no lo saben -contestó Bertrán con un deje de satisfacción-. Si no he entendido mal los que apoyaron el encarcelamiento de Rubén eran mayoría, pero no tenían en sus manos los principales resortes de poder. La policía no era suya ni, como es obvio, la censura. ¿Me comprendes? Esto explicaría la ridícula maniobra de hacer una demostración de fuerza y luego escurrir el bulto. El Consejo de Gobierno está hundido en una impotencia espantosa y alguno de sus miembros empieza a verlo como algo ventajoso.

– ¿Penalba?

– Entre otros, supongo.

– Es difícil saber cómo puede sacar ventaja. Aunque, desde luego, todo es posible -alegó, dubitativo, Víctor.

– Tú lo has dicho -afirmó Bertrán, contento de poder explayarse sobre la doblez del censor-. De momento dice algo que resulta sospechoso en boca de un individuo como él: dice que la gente necesita nuevas ilusiones. Penalba no es tonto y cuando habla, aunque nunca diga la verdad, siempre intenta decir lo que le conviene. Incluso en privado, mientras yo le pago la cena. Naturalmente no le importa en absoluto eso de las nuevas ilusiones. La cosa es más sencilla: se ha dado cuenta de que el Consejo de Gobierno ya no tiene nada que ofrecer.

– ¿Y él sí, además de la censura?

Max Bertrán miró a Víctor insinuando que aún no le había relatado lo más significativo de su conversación.

– En los postres se puso confidencial y me hizo una confesión. Vas a reírte: dijo que echaba a faltar una cierta mística para los tiempos que corren. Me quedé tan sorprendido que al principio no supe lo que en realidad quería decirme. ¡Qué diablos sabía Penalba de mística! Luego, lentamente, a medida que lo escuchaba, fui entendiendo. En el fondo para él mística significaba charlatanería. Ni más ni menos. Estoy seguro de que no cree en nada, fuera de sus ambiciones. Pero ha sopesado los pros y los contras y ha llegado a la conclusión de que el pueblo necesita ciertas drogas que los gobernantes hasta ahora no le han proporcionado. Me di cuenta enseguida de sus intenciones cuando se puso a elogiar a los charlatanes afirmando que eran hombres que se habían esforzado por mantener el ánimo de la población.

Bertrán siguió reproduciendo su diálogo con Penalba:

– Como no le tomaba en serio e insistía en llamarles charlatanes, Penalba se enfadó, o aparentó enfadarse. Me echó en cara mi escepticismo, alegando que tipos como yo eran los que contribuían a sembrar la pasividad. Si fuera por nosotros la ciudad ya no levantaría cabeza nunca más. Hizo teatro durante un buen rato mientras devoraba un pastel de queso. Luego, más calmado, me soltó una larga perorata sobre sus creencias. Me habló de horóscopos y profecías con auténtico entusiasmo. Por fin, tras algún rodeo, se puso a alabar directamente a Rubén. Tenía casi todas las cualidades. Sólo le faltaba profesionalidad política. Era evidente que Penalba estaba meditando cómo suplir esa carencia.

Esta conversación sostenida por Max Bertrán fue lo primero que le vino a Víctor a la mente cuando a principios de septiembre se anunciaron notables cambios en la dirección de la ciudad. El Consejo de Gobierno había sufrido una profunda modificación, eliminando a algunos de sus miembros y fijándose como objetivo prioritario la erradicación del mal. Se difundió una declaración de principios, redactada en tonos belicosos, en la que se advertía que a partir de aquel instante las autoridades actuarían con la máxima dureza, sin excluir el procesamiento de los encubridores, fuera cual fuera su rango. El llamamiento final a los ciudadanos buscaba ratificar la solemnidad que la ocasión exigía. Sin embargo, esta declaración quizá habría pasado desapercibida, confundiéndose con otras precedentes que prometían igual energía, si no hubiera ido acompañada, como colofón, por un nombramiento excepcional: a Rubén, al que el texto oficial reconocía como el Maestro, le había sido concedido el cargo de consultor del Consejo.

La comunicación gubernativa no informaba sobre las atribuciones del nuevo consultor ni nadie supo, tras su lectura, el valor que podía otorgarse a un cargo que nunca había existido. Rubén tampoco hizo nada por aclararlo. A pesar de ello cuando éste, después del retiro que se había tomado, reapareció en público sus intervenciones reflejaron muy pronto un talante que excedía con mucho las meras funciones consultivas. Mantuvo, como antes, las sesiones de la Academia de Ciencias, pero delegó en sus ayudantes la supervisión de las concentraciones nocturnas de la Plaza Central. A cambio, dedicó mucho tiempo a entrevistas periodísticas y a alocuciones televisivas. Por un conducto u otro los ciudadanos estaban siempre sometidos a la presencia de Rubén.

A Salvador Blasi, como director del diario más influyente, le correspondió la iniciativa de presentarle como la figura oficial que ya era. Hasta entonces Rubén había tenido fuerza pero no legitimidad. Desde los cambios recientemente sancionados poseía una y otra, y esta combinación resultaba impresionante, en especial a los ojos de los periodistas, acostumbrados a ocupar la mayor parte de sus horas en averiguar quién detentaba la ley y quién el poder. Blasi, que siempre había presumido de una particular agudeza para tales averiguaciones, estaba encantado con la posibilidad de interrogar del modo más incisivo a Rubén. Trató de contratar a Víctor para que éste realizara el reportaje gráfico.

– Será una entrevista sin tapujos. La tengo bien preparada. Veremos si escapa de mis redes. Hazlo. Será una oportunidad histórica. También para ti.

Víctor declinó la oferta, junto con la oportunidad histórica. Ya había visto a Rubén en acción y no le tentaba repetir la escena. Como observador pensó que podría limitarse a leer la entrevista. Ésta apareció en El Progreso, con un despliegue extraordinario. Cubría varias páginas del periódico. La precedía una presentación del personaje escrita en un estilo acentuadamente apologético, en la que se le encumbraba al rango de salvador de la ciudad. Se deducía en ella que la aparición del Maestro era un auténtico regalo de la fortuna dado las circunstancias adversas que se estaban viviendo. El destino se había mostrado generoso proponiendo al hombre adecuado en el momento justo. Tras tales elogios Víctor buscó en vano mayores precisiones sobre la identidad de Rubén hasta que, por fin, tuvo que rendirse ante la evidencia de que el texto que estaba leyendo era tan vago como el discurso que le había oído a aquél. En uno y otro brillaba lo accesorio, y este brillo disimulaba la total oscuridad que rodeaba a lo esencial.

La entrevista corroboraba detalladamente esta confluencia. Las preguntas de Blasi eran plataformas idóneas para los quiebros de Rubén, de manera que el rumbo de la conversación se orientara hacia el terreno que a éste le resultara propicio. De vez en cuando se producía algún escarceo, siempre soslayado con rapidez. En general, sin embargo, interrogantes y respuestas encajaban a la perfección, como si se tratara de dos voces distintas para un solo monólogo. Esta impresión era más acentuada a medida que se avanzaba en la entrevista, con la peculiaridad de que las intervenciones de Blasi se hacían paulatinamente más breves y las de Rubén más amplias. El Maestro, al extenderse en sus contestaciones, daba rienda suelta a sus largos juegos verbales, hablando del amor a la verdad, de la fraternidad entre los hombres o de las señales del cielo que guiaban su actividad. Sometida como estaba la ciudad al combate entre el mal y el bien no dudaba en colocarse a la cabeza de este último. Como había sucedido con todas las demás, Salvador Blasi también compartía esta opinión.

Víctor abandonó la lectura de la entrevista antes de llegar al final. Sentía hastío. Pensó en salir de casa para emprender una de sus cotidianas expediciones como observador pero un brusco rebrote del cansancio se lo impidió. Le causaba náuseas la sola idea de caminar por las calles para tomar, de nuevo, un baño de absurdo. El roce continuo del absurdo debilitaba más que cualquier agotamiento físico, por abrumador que éste fuera. Ya no encontraba en él ninguna ficción liberadora.

Se echó en la cama, decidido a no dejarla el resto del día, y agradeció el calor húmedo, casi sólido, que amenazaba con embotarle el cerebro. Tendido boca arriba, en completa inmovilidad, el cansancio producía una sensación agradable. En esta posición se difuminaba el presente al tiempo en que iba ensanchándose la onda expansiva de los pensamientos. Como una bandada dispersa acudían hasta él ideas que revoloteaban en su interior antes de marcharse por caminos inconcretos. Una de ellas se posó al fin con la misma gratuidad con que las otras habían escapado. La reconocía aunque había olvidado ya su procedencia. Su irrupción era plástica: veía muchedumbres que acudían desde diversos ángulos para reunirse en una gran explanada. Los grupos eran familiares. Mujeres, que caminaban tomando de la mano a sus hijos, hombres adultos, adolescentes, viejos, cubiertos todos con vestidos de colores chillones. Su andar era tan inexpresivo como sus rostros, en un alarde de uniformidad que acababa desdibujando las siluetas individuales. Mientras confluían en la explanada la escena se ampliaba dejando entrever, en los bordes, la presencia de magníficas pirámides truncadas y, más allá de éstas, una vegetación exuberante que circundaba el conjunto. Muchos de los recién llegados se encaramaban por las pirámides, desparramándose ordenadamente por su superficie escalonada. El resto permanecía abajo, en la enorme plaza polvorienta, con la actitud de aguardar una señal. Finalmente ocupado todo el espacio, cesó la afluencia de multitudes. Entonces, ejecutando un movimiento simultáneo, todos los reunidos se sentaron en el suelo.

Acto seguido el sol tomó el mando de la visión. Un sol blanco, de tamaño mayor al acostumbrado, enseñoreándose del centro del cielo en un mediodía permanente que transgredía el curso de las horas y negaba las noches. Así continuó durante días y semanas, decidido a continuar eternamente. Nadie hacía ademán de marcharse. Nadie ofrecía resistencia. El sol devoraba a sus víctimas entre un silencio total. No hubo lamentos ante el incesante goteo de muertes. Los sacrificados morían disciplinadamente, sin objeción alguna al sacrificio. No se retiraban tampoco los cadáveres que yacían alrededor de los supervivientes. El sol se agrandaba cada vez más, amenazando con cubrir el cielo entero, mientras su calor, como fuego lechoso, secaba la vida.

La idea, todavía visual, trasladó a Víctor a otros escenarios y, como en un carrusel, divisó un vértigo de sacrificios. Animales anfibios para los que no tenía nombre que iban a morir en pendientes arenosas, pájaros que se precipitaban contra la pared vertical de una montaña, plantas que habiendo exudado toda su savia se marchitaban sin dilación: escenarios de una naturaleza determinada a la muerte abandonándose a la laxitud de sus ceremonias terminales. En cualquiera de los casos el sol blanco presidía como un sacerdote impasible. El carrusel, de pronto, se detuvo. Aún durante un instante pudo ver, en rápido retazo, la explanada y sus pirámides, coloreadas por la masa de cadáveres. Pero esta visión fue rápidamente sustituida por otra en la que aparecía con nitidez la ciudad, si bien, al principio, como si estuviera superpuesta al paisaje anterior. Bajo la lámina transparente se adivinaba la selva y, en su corazón, el holocausto voluntario. Luego, desaparecidas las sombras, la imagen se hacía completamente clara. La ciudad estaba disecada, en un intachable estado de conservación pero sin indicio alguno de vida, y el sol blanco, que había usurpado ya todo su cielo, la iluminaba con una extraordinaria intensidad.

El sol blanco sobre la ciudad blanca: los contornos se desvanecían y las imágenes se rompían en los arrecifes del pensamiento. El despliegue de la idea dejaba atrás las visiones afianzándose en el suelo las palabras. A Víctor, cegado, le hablaba una voz remota que en su vuelo parecía capturar otras voces. Alguien desde un lugar desconocido sabía, con rara precisión, lo que a él le resultaba confuso. Esto le atraía de tal modo que concentraba toda su atención. Empero, no le llegaba el contenido de su voz sino únicamente resonancias. Estuvo luchando por entender, sin que sus esfuerzos tuvieran recompensa, hasta que se vio obligado a renunciar sumiéndose en la pasividad. Permaneció con la mente vacía durante un buen rato. Era una situación apacible que deseaba que se prolongara. Pero fue interrumpido, de nuevo, por la voz. Esta vez era comprensible. Se refería a lo que había observado, previamente, en las imágenes: la existencia, cuando percibía el cansancio de sí misma, se lanzaba voluntariamente a la muerte. Esta vez la voz era demasiado comprensible. Hablaba de mundos que se entregaban a su ocaso. De hombres que, desde lo alto de pirámides, aguardaban su extinción, de animales anfibios ahogándose lentamente, de pájaros que se destrozaban contra rocas. Y la ciudad, de creerla, pertenecía ya a estos mundos.