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Ángela había hecho grandes avances en su trabajo. Los márgenes del cuadro, la parte más deteriorada, estaban completamente restaurados y los colores de la tierra y del infierno, vivos unos, tenebrosos los otros, aparecían en su esplendor original. Faltaba ahora por reparar pequeños fragmentos de la pintura, los más delicados sin embargo porque concernían a las figuras. Por fortuna, las principales, Orfeo y Eurídice, se hallaban en buen estado. No así las de algunos condenados o la de Cerbero, el perro guardián del infierno, que estaban amenazadas por minúsculas redes de resquebrajaduras. También la rueda de fuego de la qué tiraban los prisioneros estaba afectada por una mancha de humedad. Ángela calculaba que aún le serían necesarios tres o cuatro meses para ultimar su labor.
Una noche, después de cenar, le contó a Víctor que aquella tarde, contra sus hábitos, había hecho la siesta y que, en el transcurso de ésta, había tenido un sueño del que no sabía qué pensar.
– Yo estaba en el estudio, creo que sola. De pronto levantaba los ojos y me daba cuenta de que el cuadro ya estaba totalmente restaurado. No estoy segura de que fuera con exactitud el mismo cuadro. Es posible que fuera todavía más grande y de tonos más brillantes. Si no estoy equivocada también había más gente, particularmente en la parte superior donde, en el real, no hay nadie. Yo me sentía aliviada y satisfecha por haberlo terminado y miraba una y otra vez para comprobar que todo estaba en su sitio.
Ángela, sin apercibirse, describía con gestos lo que había sucedido en el sueño, señalando puntos invisibles en el aire.
– Después salía del estudio. En el exterior había una luz extraordinaria, tanta que echaba de menos mis gafas de sol. Pero no las llevaba encima. Al principio me dolían los ojos y me los cubría con la mano. Luego me fui acostumbrando hasta que la luminosidad se me hizo más agradable. Caminaba por una ciudad atiborrada de gente. Era una ciudad oriental, o ésta era la impresión que me daba, con muchos vendedores callejeros que corrían de un lado a otro con sus mercancías. Todo el rato sonaba una música de fondo. Una música muy grave, como sacada de una tuba. Recuerdo que me decía a mí misma que aquello era un sonido de tuba, pero lo que inmediatamente veía era un hombre que soplaba una gran caracola de mar desde lo alto de una muralla.
– ¿Habías estado antes en esa ciudad? -le interrumpió Víctor.
– No. Te diré que incluso en el sueño me esforzaba por tratar de averiguarlo aunque ya entonces sabía que nunca la había visto. Además hubo un cambio repentino. Crucé las puertas de la muralla y la ciudad dejó de importarme. La luz seguía siendo fuerte pero lo que tenía por delante ahora eran grandes extensiones de campos y bosques. Recuerdo trigales que brillaban muchísimo, como si estuvieran ardiendo. De modo especial recuerdo el sonido que hacían. A mí me pareció que un coro estaba cantando. Era una sensación muy placentera. Difícil de explicártelo: sabía, por un lado, que era el sonido del viento al chocar con las espigas pero, por otro, era un coro de voces humanas. Para mí eran las dos cosas al mismo tiempo. Me sentía muy a gusto caminando entre los campos cuando ocurrió lo más extraño.
Ángela aplazó por unos instantes su relato con lo que, automáticamente, consiguió que Víctor le apremiara a seguir. Como buena narradora de historias sabía colocar las pausas oportunas.
– Vamos, cuenta -insistió Víctor que ya conocía, por experiencia, la habilidad de Ángela para recrear, con sumo detalle, algunos de sus sueños.
– Es un poco confuso -explicó Ángela-. En el camino me topé con alguien que venía en dirección contraria. Creo que no me asusté en absoluto pues tenía una apariencia muy tranquilizadora. Era un hombre mayor elegantemente vestido, aunque me acuerdo sobre todo del sombrero de fieltro con que se cubría la cabeza. No hablamos pero, a una indicación suya, empecé a seguirle. Sin saber cómo me encontré de nuevo en mi estudio. El hombre estaba examinando el cuadro y yo estaba sentada en la mecedora contemplándole a él. Pienso que estaba ansiosa por saber su juicio. Se volvió hacia mí haciéndome un gesto para que me acercara. Entonces, horrorizada, veía que una delgada grieta había partido el cuadro en dos.
Se concedió una nueva pausa. Su expresión reflejaba la misma ansiedad que describía.
– Me desperté varias veces y cada vez que me dormía de nuevo pasaba lo mismo, aunque todo era mucho más rápido. Arreglaba la grieta, no sé cómo. Luego salía del estudio, caminaba por la ciudad y los campos hasta que encontraba al hombre del sombrero de fieltro. Repetíamos la operación, y cada vez, la grieta reaparecía. Cuando por fin me desperté del todo lo primero que hice, como puedes imaginarte, fue correr hacia el cuadro. Menos mal que todo me pareció en orden.
– No es nada raro que tengas sueños de este tipo después de dedicar tantas horas al cuadro -le comentó Víctor, calmándola-. Sé lo que te importa pero tal vez deberías tomarte un descanso.
Ángela no quiso oír hablar del asunto. Alegó que aquel trabajo era decisivo para ella y que, además, faltaba poco para el final. Inmediatamente volvió al sueño para añadir algo que antes había omitido.
– El que hubiera una grieta me disgustaba mucho pero lo más preocupante era ver dónde se encontraba.
Víctor guardó silencio preguntando sólo con los ojos.
– Es lo que me quedó más grabado de todo el sueño. Era una grieta horizontal, casi recta, que iba de un lado a otro del cuadro. Había salido justo encima de la cabeza de Orfeo, de manera que daba la impresión de cortar su acceso a la superficie de la tierra. Era como si se hubieran ampliado los límites del infierno. Por culpa de la grieta la salvación de Orfeo y Eurídice se había hecho imposible.
Era bastante obvio que Ángela se consideraba implicada personalmente en toda la historia y que las vicisitudes del cuadro, aunque soñadas, eran ya, en buena medida, las suyas propias. Víctor que, por mediación de ella, había asimismo rozado identificaciones similares, se hallaba más a resguardo, aunque sólo fuera por el hecho de que no convivía con la historia con la misma persistencia e intensidad con que lo hacía Ángela. Por eso, a pesar de estar acostumbrado, desde hacía ya algún tiempo, a la cotidianeidad de Orfeo, contrapunto en el que ambos se apoyaban frente al mundo externo, no dejó de asombrarle la atención exagerada, casi obsesiva, que prestaba a lo que había sucedido durante su sueño. Ángela vino a ratificarle en este asombro cuando después de cenar le pidió que la acompañara hasta el estudio para confirmar, otra vez, que la pintura no había sufrido ningún daño.
Aparte de los desperfectos conocidos Víctor no halló rastros de nuevos desperfectos ni, por supuesto, de una grieta tal como la descrita por Ángela. Trató de imaginarse esa grieta. Era sencillo hacerlo. Incluso pensó que, en adelante, le sería difícil observar el cuadro sin imaginar, al mismo tiempo, la grieta. Miró fijamente a Orfeo y, como siempre que lo hacía, sintió que éste le traspasaba toda la responsabilidad. En consecuencia, la salvación de Orfeo estaba en sus manos, deducción que le parecía insensata aunque simétricamente vinculada a otra, más razonable a sus ojos, que le mostraba su propia salvación en las de Orfeo.
Entretanto la ciudad quedó inmersa de lleno en lo que por sus altas instancias fue denominado Campaña de Purificación. Fue éste un nuevo paso hacia lo desconocido, si bien, como los que se habían emprendido anteriormente, con la apariencia de representar una réplica adecuada al prolongado extravío. Se repetía así la conducta que venía siendo habitual desde la declaración de provisionalidad, sometida a contradictorias fluctuaciones pero nutriéndose siempre de inesperados alimentos de redención. La paulatina adhesión al estado de provisionalidad, que había acabado por sancionarlo como el único estado posible, hizo que la población detestara con todas sus fuerzas los consejos dubitativos y, por contra, adoptara como propias las propuestas que irradiaban firmeza. Cada una de estas propuestas se tenía por eficaz mientras respondiera a la demanda de soluciones inmediatas sin que, por lo general, se considerara oportuno calibrar a través de qué medios éstas llegarían. La furia para buscar el remedio hacía ociosa la reflexión sobre el procedimiento que conduciría a obtenerlo.
Abonada de tal modo la conciencia de la ciudad, los cambios acaecidos a finales de agosto, con la variación del Consejo de Gobierno y la inclusión del polifacético Rubén en la esfera del poder, sirvieron de acicate para estímulos que en gran modo ya habían despertado en la población. Las acciones que desde aquel momento se emprendieron hubieran escandalizado, con toda probabilidad, sólo un año antes. Pero no así entonces cuando era en la forja de lo excepcional donde se moldeaba el comportamiento de los hombres, conformándolo según miedos insuperables y reacciones desmedidas. Nada de lo que ocurriera en esta forja era condenable con tal que el herrero trabajara en el hierro candente de la salvación.
Por ello fueron aplaudidas sin reservas todas las decisiones coactivas del Consejo de Gobierno que procedió a intensificar, todavía más, el control policiaco de las calles, con el argumento de que había que poner cerco armado al mal. El diagnóstico de crimen sustituyó naturalmente al de enfermedad, sin que esto suscitara reservas en una mayoría de ciudadanos que ya por su cuenta había llegado a una conclusión similar. Todos atribuyeron, sin embargo, al consultor del Consejo, Rubén, la iniciativa de que aquel cerco se extendiera a facetas más amplias de la vida comunitaria con el fin de purificar la ciudad. Fuera como fuese, la Campaña de Purificación, difundida como un instrumento imprescindible para el éxito final, se aplicó con el tesón de un exorcizador que conjurara a un cuerpo poseído.
Antes que nada se reclamó a ese cuerpo que expulsara los organismos nocivos que lo corrompían. Ya no se aceptarían en adelante, según se proclamó, actitudes tibias que minaran el ánimo de la población. Todos los portadores del mal debían ser denunciados de inmediato. Dado que previamente la información sobre los exánimes había estado rodeada de secreto, propiciando un permanente equívoco, se optó por hacer públicos todos los nuevos casos que fueran presentándose. El anonimato era definitivamente pernicioso. Para combatirlo dispusiéronse regulares sesiones de información, celebradas en la inactiva sede del Senado, en las que cualquier ciudadano podía explicar públicamente los datos que poseía. El éxito de estas reuniones delatoras fue tan contundente que muy pronto se pensó en trasladarlas al recinto mucho más amplio del Palacio de Deportes, también inactivo desde que se habían interrumpido, a principios de año, las competiciones.
En los días más ajetreados las gradas del Palacio de Deportes estaban llenas de un público impaciente por escuchar las denuncias. Normalmente los denunciantes eran vecinos o compañeros de trabajo que exponían sus sospechas sobre determinados individuos cuyas conductas se tenían por anómalas. La comisión de expertos, que había sido remozada para este fin, ejercía de tribunal que deliberaba ante los espectadores y sopesaba los argumentos que podían convertir al sospechoso en convicto. Si este paso era aprobado se requería, en plena sesión, a la policía para que procediera a la detención del culpable. Las deliberaciones del tribunal eran seguidas con gran expectación cruzándose, en ocasiones, apuestas sobre cuál sería su dictamen. Mucho más esperadas, sin embargo, eran aquellas intervenciones en que el delator era familiar directo del delatado. Se apreciaba con mayor énfasis en estos casos el servicio realizado, por cuanto se anteponía el bien común a los vínculos íntimos y, con pocas excepciones, se resolvía rápidamente la causa condenando al implicado. Los asistentes suponían que, de este modo, salían a flote las partes purulentas que infectaban el cuerpo.
Con todo, para que esta tarea de limpieza fuera lo eficaz que era deseable, pareció conveniente descartar a los indecisos, término despectivo usado con profusión que señalaba a aquellos que se apartaban del punto de vista tenido por unánime. No eran pocos pero estaban desperdigados en sus solitarios enclaves de manera que sus opiniones, expresadas por lo común en conversaciones privadas, apenas tenían relevancia en el sentir colectivo. El hecho mismo de que no fuera su certeza, sino sus dudas, lo que los agrupaba, los convertía en un blanco vulnerable frente a los que profesaban expeditivas convicciones sobre cuál era el camino mejor. Los indecisos, sin camino que ofrecer, se veían obligados a aplazar, día tras día, su toma de posición, refugiándose en débiles trincheras que, como ocurrió, podían ser asaltadas fácilmente. Todos aquellos que vacilaban ante el rumbo que había sido fijado fueron separados de sus tareas de responsabilidad. La lucha contra el mal exigía fe.
Y al incremento de la fe, precisamente, se dirigía toda la campaña purificadora auspiciada por el Consejo de Gobierno. A este respecto prevalecieron los métodos que ya con anterioridad Rubén había experimentado con notable fortuna. No era ningún secreto que éste era partidario de mantener permanentemente tenso el espíritu de la población mediante constantes demostraciones colectivas pues, a su juicio, el aislamiento de los ciudadanos, era, tal como se había comprobado, perjudicial. Los nuevos estrategas, en consecuencia, procuraron excitar el sentido comunitario organizando actividades que mantuvieran incesantemente llenas las calles. Durante el día se sucedían las reuniones públicas en los barrios mientras que para las marchas nocturnas los participantes, siempre con antorchas encendidas, acudían desde todas partes hacia el centro de la ciudad. Entre unas y otras, el antiguo local de la Academia de Ciencias, donde Rubén acudía puntualmente cada tarde, parecía haberse convertido en un auténtico centro de peregrinación.
A expensas de este impulso, asumido con escasas reservas, la ciudad vivió escenas que sus moradores nunca hubieran imaginado, hasta llegar a un punto en que lo inimaginable, por la fuerza misma de los hechos, tuvo que asociarse con lo cotidiano. A la sombra de los grandes discursos, en los que se vertían las directrices oficiales, florecieron multitud de pequeños discursos cuyo valor muchas veces se hallaba en relación directa con su extravagancia. Se agradecían, por encima de todo, las sorpresas, como si súbitamente se hubiera propagado entre la gente un irreprimible deseo de asombro. No faltaron, desde el principio, los que se prestaron a satisfacerlo. Con las calles atestadas de muchedumbres dispuestas a encenderse cualquier chispa era bienvenida y prendía con facilidad.
Reaparecieron los predicadores y los videntes, con la diferencia de que ahora, abandonadas sus madrigueras, debían pugnar en la plaza pública con nutridas filas de competidores. A los saltimbanquis del espíritu se les exigía la pericia suficiente para embelesar a sus espectadores y de acuerdo con esta exigencia las arengas se convertían en hechizos, y los hechizos en milagros. Nada se anhelaba tanto como los milagros y, aun cuando se tenía la convicción de que los había con generosidad, muy pronto no se permitió, fuera de ellos, ninguna otra alternativa. No bastaban ya las hermosas palabras y las fórmulas seductoras: la borrachera de milagros hacía aparecer despreciables las demás bebidas. Cuando fallaban los suministradores de la droga, con argumentos poco convincentes o promesas demasiado reiterativas, la frustración de los consumidores se volvía peligrosa. Eso condujo a múltiples brotes de violencia contra los supuestos estafadores. Los más ansiosos, no obstante, recurrían a otras fuentes mágicas y así no era inhabitual asistir, sobre todo en las cada vez más turbulentas marchas nocturnas, a extrañas ceremonias en las que algunos grupos proclamaban la presencia de poderosos sortilegios. El gran remolino sacaba a la luz los sueños sumergidos y era propenso, por igual, a los ídolos y a los adoradores.
Obedeciendo a sus sacudidas la ciudad arrancaba del fondo de su corazón jirones prohibidos. Aquello que con anterioridad, en los largos años de la calma, ni siquiera hubiera sido pensado ahora se realizaba sin tapujos, como si bajo el efecto del giro vertiginoso la conciencia succionara los restos del naufragio que hasta entonces había cuidadosamente ocultado. El remolino hacía aparecer en la superficie motivaciones y conductas que se suponían enterradas en remotas cárceles morales. Y en este brusco retroceso por las simas del tiempo lo mismo podía asistirse al derribo de tabúes ancestrales que a la instauración de oscuros cultos cuyo origen era imposible desentrañar. Rota toda contención pareció que los yacimientos vedados adquirían continuamente mayor profundidad. Allí se encontraban los tesoros. La exigencia de milagros y el amor por lo sorprendente hacía superfluo preguntarse por la legitimidad de tales tesoros.
La aceptación de tales presupuestos, que nadie se preocupaba en negar, condujo sin transición al roce con lo temerario. Para preservar la continua presencia de la multitud era imprescindible atraer su atención, pero aquélla, segura en su protagonismo y voraz en su apetito, devoraba con demasiada rapidez sus alimentos. Lo que el día anterior todavía le excitaba era probable que al día siguiente dejara de hacerlo. A medida en que se volvía más insaciable demandaba nuevas sorpresas, a medida en que se hacía más refinada pedía mayor crueldad. Esto se puso particularmente de relieve en una de las manifestaciones que, con el paso de los días, se impuso como espectáculo habitual durante la Campaña de Purificación: los juegos de riesgo. Es cierto que empezaron como entretenimientos en los que distintos participantes mostraban sus habilidades. La muchedumbre jaleaba a los acróbatas callejeros que con sus contorsiones aligeraban el espeso vaho de los magos. Unos y otros trabajaban con milagros, respetándose los respectivos cometidos. No tardó, sin embargo, en obrarse una rara transformación, sólo explicable por el clima enfebrecido de aquellos días, por la que el acróbata absorbió en cierto modo la función del mago, atribuyéndose a sus éxitos o fracasos dimensiones casi sobrenaturales. Quizá ello resultaba la consecuencia de preferir la visión directa, carnal, del prodigio a la más indirecta, simplemente verbal, contenida en las palabras de los invocadores. Como quiera que fuera, a partir de esta elevación del objetivo del acróbata, los juegos de riesgo se sumieron en una carrera hacia la temeridad para la que no se entreveía límite. Las plazas se disputaban la presencia de funámbulos y equilibristas a los que se reclamaba ejercicios suicidas. Cada día se ideaban nuevas competiciones para poner a prueba la suerte de todo tipo de saltadores, trapecistas o volatineros, y cada día nuevos competidores, muchachos muy jóvenes la mayoría, eran entregados al vacío bajo la advocación de un triunfo inútil. Convertidas las calles en un inmenso circo de la muerte la menor señal era considerada el preludio del gran milagro que todos esperaban.
Tras permanecer encharcada en su atolladero la ciudad había emprendido una huida hacia adelante que llenaba de estupefacción a los que no participaban de ella. Ninguno, entre éstos, comprendía el significado de lo que estaba ocurriendo y, todavía menos, la meta hacia la que se marchaba. Era ocioso, de otra parte, tratar de contabilizar a los divergentes. No se sabía si eran muchos o pocos, y lo único seguro era que su número apenas importaba ante el empuje de una corriente que todo lo arrasaba a su paso. Se cumplían de este modo las previsiones de una ley que ningún legislador había suscrito pero que la experiencia, una vez más, confirmaba, según la cual, en un marco de convulsión generalizada, la población acataba, en detrimento de las demás, exclusivamente una tendencia. En tales circunstancias se quebraba el equilibrio de factores opuestos, liberándose la energía colectiva en una sola dirección. Era inútil, por tanto, apelar a la existencia de opiniones contrarias pues, aunque reales, sucumbían naturalmente bajo el peso de la fuerza fundamental. No todos, a bordo del buque, suscribían la ruta que se estaba siguiendo, pero esto carecía de importancia cuando se había impuesto la certeza de que el mapa no contemplaba ninguna otra ruta alternativa.
Si se daba una paradoja ésta no afectaba tanto al comportamiento de la población, fiel a las veleidades de su instinto, cuanto al de las autoridades ciudadanas, defensoras de un orden estricto y, al mismo tiempo, complacientes ante el caos que se iba adueñando de la calle. No había duda de que, pese a los peligros que acarreaba, era una paradoja voluntaria mediante la cual el Consejo de Gobierno pretendía en todo momento conservar la iniciativa, removiendo las aguas turbias del descontento sin olvidar, por ello, el constante apuntalamiento de los diques. Su estrategia, con respecto a los meses precedentes, había variado por completo: desechado el recurso al camuflaje, por el que se preservaba una imagen de normalidad, se había optado por ensanchar el círculo del mal, llamando a los ciudadanos a contemplar, en él, su posible perdición. Así, sin ningún pudor ya, se acumulaban diariamente las cifras de los nuevos infestados, haciendo que corrieran, también diariamente, regueros de indignación. En este estado de cosas era difícil dilucidar cuánto tiempo más podría soportar la ciudad la presión a la que estaba sometida. Los plazos parecían abreviarse velozmente. Pero esto, según podía deducirse, formaba asimismo parte de la estrategia.
Entre los tibios, acusados de no comprender las nuevas orientaciones, y consecuentemente de actuar con escasa determinación, se hallaba el doctor Aldrey. Él, junto a varios de sus colegas, fue apartado de sus funciones en plena Campaña de Purificación cuando se tomó al Hospital General, quizá por ser el más conocido, como el primero en el que experimentar los métodos recién instaurados. Tras estas destituciones el pabellón psiquiátrico del hospital quedó bajo la responsabilidad de inspectores expresamente nombrados para desempeñar este cargo. En los días inmediatos también los otros hospitales y centros de acogida en los que se hacinaban los exánimes sufrieron medidas similares. Las salas fueron selladas y se interrumpieron los escasos tratamientos médicos que todavía se intentaban, de modo que una cortina de silencio envolviera definitivamente a los recluidos. En adelante la enfermedad, al menos en cuanto a calificación, quedaba excluida del vocabulario. Sólo se hablaba, y obsesivamente, de mal.
Víctor Ribera se encontró en el París-Berlín con David Aldrey pocos días después de que éste hubiera sido cesado. Estaba irreconocible. Su tono, antes pausado, había desaparecido y parecía presa de una constante agitación nerviosa que se manifestaba incluso en la conversación. Apenas acababa las frases empezadas y, cuando lo hacía, quedaba sumido en un aire ausente que dificultaba enormemente el diálogo. Con todo a Víctor le causó aun mayor impresión el cambio acaecido en su físico. Lo venía comprobando desde hacía tiempo pero nunca con tanta evidencia. En cada una de sus sucesivas citas, a la manera de peldaños que conducían a un deterioro prematuro, David se había mostrado cada vez más envejecido. Víctor lo atribuía a la tensión que soportaba. Ahora, sin embargo, el proceso había llegado a un punto alarmante. Su palidez era cadavérica, una caricatura patética de lo que era su cara tan sólo hacía un año. Observándolo Víctor se hizo una conjetura: su expresión se había ido desgastando al mismo ritmo en que crecía su impotencia. Era la huella, brutalmente grabada, de una lucha perdida en la que el derecho a comprender, tenido por irrenunciable, había sido pisoteado sin paliativos. Esto era, en efecto, lo que más le había afectado.
– Puedes creerme si te digo que no me han quedado ganas para nada. Me siento un impostor. Todos estos meses he fingido que podía llegar a entender lo que pasaba. Era una mentira y yo lo sabía. No hay nada que entender. Lo peor es que tampoco antes había nada que entender y por lo tanto pienso que ya era un farsante. Lo que me ha sucedido durante este tiempo ha servido para confirmarlo. Años y años fingiendo, diciéndome que curaba a éste y al otro. Todo por vanidad.
El edificio que Aldrey había construido alrededor suyo se estaba derrumbando. Fallaban los cimientos y, con ellos, cedía la entera estructura. Víctor quiso disuadirlo pero su protesta fue débil. Le faltaba esta vez convicción para devolver a su amigo una fuerza que ya no existía. Era inútil tratar de apartar a David de una culpabilidad inexistente pues, de inmediato, se dio cuenta de que precisamente una culpabilidad de este tipo era la única que no se podía arrancar. Aldrey dictaba sentencia contra sí mismo:
– Ellos tienen razón. No sé qué es lo que van a hacer pero han hecho bien en desprenderse de obstáculos como yo. No servía, y estaban en lo cierto. Imagino que ahora todo se solucionará. Aunque, la verdad, para mí ya es demasiado tarde.
A partir de aquel día David Aldrey vivió a expensas de esta afirmación. Su vida languidecía imparablemente como si cada uno de sus minutos encajara en ella demasiado tarde. De otra parte no era un hombre acostumbrado a la ociosidad y nunca se había enfrentado a prolongadas jornadas cuyo contenido debía ser improvisado sobre la marcha. Estaba disciplinado por su trabajo, y al quebrantarse esta disciplina sus coordenadas se tambalearon, mostrándole un territorio súbitamente estéril. Víctor trató de ayudarle, invitándole a recuperar aquella mutua dedicación de tiempos ya lejanos. No tenía demasiada confianza en esta propuesta, dado el estado anímico en que se encontraba su amigo, y se sorprendió agradablemente de la predisposición de éste.
– Cuenta conmigo, desde luego. Me encantará y, además, todas las horas de mi agenda están libres.
Durante varios días se empeñaron en cumplir este propósito. Se encontraban en bares, daban largos paseos y, de vez en cuando, acudían a los cines semivacíos para ver viejas películas. Sin embargo, el estado de ánimo de David Aldrey dificultaba la fluidez de estos momentos. A menudo callado cuando hablaba quería sortear a toda costa la situación de la ciudad y la suya propia. Se empeñaba en identificarse con un individuo que en cierto modo hubiera nacido de repente, aunque ya viejo, al que le faltaba la noción de las cosas que le rodeaban. Y así reaccionaba tanto como alguien cansado de saber cuanto como un recién llegado al que asombraban los detalles más nimios. David nunca había sido un hombre afectado y Víctor no dudaba de la sinceridad de sus reacciones pero, al mismo tiempo, no lograba evitar una creciente reserva ante ellas. Sus tardes compartidas fueron decayendo en intensidad hasta que ambos, tanteándose mutuamente con delicadeza, decidieron retornar a las periódicas citas en el París-Berlín.
– Creo que ningún restaurante ha tenido comensales tan fieles como nosotros -bromeó David cuando se despidieron.
Pero también los almuerzos de los miércoles en el París-Berlín, que habían mantenido a lo largo de tantos años, tropezaron con barreras insalvables. Víctor quería respetar la decisión de su compañero de mesa, evitando toda referencia a la actualidad. Sin embargo, los viajes al pasado, cuando el presente estaba vedado, se asemejaban a redes lanzadas al mar desde una barca vacía: era inútil que la pesca fuera abundante si nadie la reclamaba para sí. Los recuerdos del pasado se convertían en triviales excusas para amortiguar el mutismo. David, por su parte, iba bloqueando todas las puertas que facilitaban el acceso a su interior y de un modo cada vez más evidente pretendía que éste permaneciera herméticamente cerrado. Fue él, finalmente, quien propuso dar término, de manera transitoria, a aquellas citas, alegando que, para reanudarlas, antes prefería recuperarse. Cuando, contra su costumbre, se abrazaron al salir del restaurante Víctor sintió una indefinible tristeza. Luego, viendo a David marcharse, envejecido y ligeramente encorvado, supuso que aquella separación sería definitiva.
Víctor Ribera ya no habló más con David Aldrey. Transcurridas unas semanas tras su última cita en el París-Berlín telefoneó a su casa pero su amigo no se puso al aparato. Una voz femenina le dijo amablemente que su marido estaba indispuesto y no se encontraba en condiciones de levantarse. Llamó otras veces, contestándole la misma voz y, en ocasiones, otra, adolescente, que daba la misma respuesta. En todos los casos David le mandaba saludos a través de su mujer y su hijo.