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Primero hubo vagos rumores, luego incertidumbre y desconcierto, finalmente, escándalo y temor. Lo que estaba a flor de piel se hundió en la espesura de la carne, atravesando todo el organismo hasta revolver las entrañas. Lo que permanecía en la intimidad fue arrancado por la fuerza para ser expuesto a la obscenidad de las miradas. Con la excepción convertida en regla se hizo necesario promulgar leyes excepcionales que se enfrentaran a la disolución de las normas. Las voces se volvieron sombrías cuando se constató que la memoria acudía al baile con la máscara del olvido. Y en el tramo culminante del vértigo las conciencias enmudecieron ante la comprobación de que ese mundo vuelto al revés, en el que nada era como se había previsto que fuera, ese mundo tan irreal era, en definitiva, el verdadero mundo.
Y, sin embargo, antes de que los extraños sucesos se apoderaran de ella, se trataba de una ciudad próspera que formaba parte gozosamente de la región privilegiada del planeta. Era una ciudad que, a juzgar por las estadísticas publicadas con regularidad por las autoridades, podía considerarse como mayoritariamente feliz. Se dirá que esta cuestión de la felicidad es demasiado difícil de dilucidar como para llegar a conclusiones. Y, tal vez, quien lo diga tenga razón si se refiere a casos individuales. Pero no la tiene en lo que concierne al conjunto. Nuestra época, quizá con una determinación que no se atrevieron a arrogarse épocas anteriores, nos ha enseñado a reconocer los signos colectivos de la felicidad. Por lo demás son fáciles de enunciar y nadie pondría en duda que tienen que ver con la paz, el bienestar, el orden y la libertad. La ciudad se sentía en posesión de estos signos. Los había conquistado tenazmente y disfrutaba, con legítima satisfacción, de que así fuera.
Naturalmente también tenía zonas oscuras, paisajes enquistados en los repliegues del gran cuerpo. Pero ¿qué ciudad, entre las más dichosas, no los tenía? Eso era inevitable. No alteraban la buena apariencia del conjunto. Hacía ya tiempo que se sabía que los focos malignos debidamente sometidos a la salud general perdían eficacia e incluso, bajo la vigilancia de un riguroso control, podían ejercer una función reguladora. Por fortuna habían quedado muy atrás las inútiles aspiraciones que pretendían extirpar todas las causas del desorden social. Una ciudad ecuánime consigo misma sabía que la justicia ya no consistía en hurgar en las heridas sino en disponer del suficiente maquillaje para disimular las cicatrices.
Si el ojo de un dios centinela de ciudades hubiera posado su mirada sobre ella seguramente habría concedido su aprobación: la ciudad creía haberse hecho merecedora de un honor de este tipo en su afanosa búsqueda del equilibrio. Orgullosa de su antigüedad se había sumergido con entusiasmo en las corrientes más modernas de la época. Pobre, y hasta miserable, durante siglos había sabido enriquecerse sin caer en la ostentación. Abierta y cosmopolita, había conservado aquellos rasgos de identidad que le permitían salvarse del anonimato. Al menos esto es lo que opinaban muchos de sus habitantes y bien podría ser que, en algún sentido, fuera cierto. Antes, claro está, de que las sombras de la fatalidad se arremolinaran sobre su cielo dispuestas a soltar su inquietante carga.
Antes de que esto sucediera la vida circulaba con fluidez por las venas de la ciudad y nada presagiaba ningún cambio. Un análisis clínico hubiera reconfortado al paciente con resultados tranquilizadores. Los datos se ajustaban a las cifras de referencia. Algunos coeficientes presentaban pequeñas oscilaciones hacia los máximos o los mínimos aconsejables pero, más allá de estas ligeras anomalías, susceptibles de ser corregidas con facilidad, el balance reflejaba una incuestionable normalidad. Y este diagnóstico de normalidad, pensaban casi todos, debía ser mantenido a toda costa.
Verdaderamente no había ningún motivo importante para el desasosiego. Las crónicas del pasado no contenían momentos similares. Se pronunciaban sobre hambre, guerras y agitaciones. Si juzgamos por ellas, la ciudad había sido, con pocos intervalos, un permanente escenario cruento donde el odio se había cobrado innumerables víctimas. Ideas y pasiones habían ensangrentado las calles. Pero todo esto parecía pertenecer a un tiempo muy remoto. No, quizá, en la distancia de los años aunque sí en la disposición del espíritu. El espíritu de la ciudad, libre al fin de aquellas penurias depositadas en los libros de historia, había apostado por una paz duradera y, lo que era más decisivo, había ganado la apuesta.
Palabras como normalidad, paz, felicidad son palabras honorables que insinúan valores honorables, pero en la realidad de los hechos cotidianos, ¿cómo forjarnos una imagen de ellas? La respuesta es, lógicamente, compleja, si bien se puede aventurar una cierta aproximación a su significado. Emanaban, por así decirlo, de un talante compartido que impregnaba por igual a los que gobernaban y a los gobernados y que, en su raíz última, sólo había podido originarse con el nuevo curso de los tiempos. Había sido necesario dejar definitivamente atrás la época de las grandes convulsiones para que se impusiera este talante innovador. Los que habían reflexionado sobre ello, y eran muchos, consideraban que era una conquista irreversible.
Según este talante era prioritario que la ciudad mantuviera una apariencia de armonía, independientemente de los desarreglos ocasionales que pudieran producirse. Nadie dudaba de que se producían, con molesta insistencia, todos los días y en numerosos rincones. No obstante, esto formaba parte de las reglas del juego y no debía producir ninguna zozobra. Lo importante es que otras reglas, mucho más imprescindibles, dictaminaban que los males particulares quedaban disueltos en el bien común. Podían registrarse repentinos corrimientos de tierra, y de hecho era inevitable, pero esta circunstancia no debía afectar a la solidez del edificio. No se descartaba cualquier tipo de movimiento con tal de que la apariencia fuera de inmovilidad, del mismo modo en que no se negaba al subsuelo su capacidad para albergar conductas desviadas con tal de que fueran las conductas virtuosas las que se presentaran a la luz pública. La ilusión de lo sólido, lo inmóvil y lo luminoso era la mejor terapia para que la ciudad se curara instantáneamente de cualquier herida. Que todo aconteciera bajo la bruma de que nada imprevisto acontecía era un principio exquisito para el mantenimiento de la estabilidad. Éste era el talante de la ciudad y, para sus más complacidos moradores, el arte más preciado al que se podía aspirar.
Por lo demás la ciudad era similar a otras ciudades prósperas de la región privilegiada del planeta. La originalidad había sido sacrificada con gusto en el altar del orden, aunque visto desde otro ángulo, se había descubierto que lo auténticamente original era la ausencia de originalidad. Alguien, por aquellos días, resumió este fenómeno aludiendo al profundo cambio de hábitos que se había producido en la lectura de los periódicos. En todas las ciudades en las que predominaba la común esperanza en la paz perpetua la lectura de los periódicos continuaba siendo un ejercicio masivo, pero se había modificado la forma en que se realizaba tal lectura. A diferencia de lo que ocurría en el pasado ahora la inmensa mayoría de los lectores se sumía en las páginas de su diario favorito empezando por el final y siguiendo un recorrido inverso al propuesto por el periódico. Así, dado que todos los periódicos estaban ordenados de la misma manera, el lector satisfacía su apetito cotidiano abordando, en primer lugar, las secciones que le eran de mayor interés, postergando para las breves ojeadas finales aquellas otras secciones que apenas contenían aportaciones interesantes.
Comenzaba su tarea informándose de las últimas vicisitudes de los personajes considerados socialmente relevantes. A continuación repasaba los programas que podría elegir en su televisor. Seguía su periplo a través de las páginas económicas y deportivas, a las que prestaba una particular atención. Finalmente leía con ansiedad y detenimiento los informes meteorológicos. En esta sección se acababa lo que podría ser catalogado como trayecto de alto interés. Dependiendo de los días, y de las expectativas de ocio nocturno, también la cartelera de espectáculos se incorporaba a este trayecto. A partir de este punto, y siempre de atrás adelante, el resto del periódico era un puro trámite que, o bien era cumplido con cierta desgana, o bien se posponía para otro día, con el convencimiento de que cualquier día era igualmente representativo. No es que no merecieran cuidado los hechos de la política local, pero se tenía la certidumbre de que todo lo que pudiera suceder ya era sabido de antemano y de que las pequeñas sorpresas podrían ser detectadas fácilmente con la mera lectura de los titulares. De otra parte, tampoco se despreciaba lo que pasaba en el exterior, aunque también en este caso era difícil eludir el sentimiento de reiteración pues, día tras día, mientras una parte del mundo insistía en el perfeccionamiento de los dispositivos que regían la paz perpetua, la otra parte se repetía a sí misma aportando guerras y revueltas incomprensibles en países de nombres igualmente incomprensibles.
Podría resultar peregrino que los propietarios de los periódicos, sabedores de la nueva forma en que eran consumidos sus productos, no hubieran invertido, ellos también, el orden de las secciones. Desde una perspectiva de estricta funcionalidad lo natural es que hubieran dispuesto esta inversión para facilitar el acceso del público a sus diarios. Negarse a hacerlo era la consecuencia de una concepción sutil, y asimismo lógica, de la sociedad moderna. El peso de la tradición aconsejaba mantener el orden acostumbrado de las secciones pues se entendía que, precisamente, para una sociedad que tenía tal vocación moderna el recurso a lo tradicional era, de modo inconsciente, un certificado de seguridad. Había, sin embargo, una razón más perentoria cimentada en una visión estrictamente política del problema y que podía sintetizarse así: en las sociedades contemporáneas lo que aparecía como decisivo estaba camuflado y lo que aparecía como interesante no era decisivo. De acuerdo con este argumento los propietarios conservaban la primera parte de sus periódicos para lo decisivo y la segunda para lo interesante. Quizá había un tercer motivo, más ligero pero no falto de astucia, que apoyaba aquel orden de las secciones. Los dueños de los diarios pensaban que tal vez así se cultivaba un inocuo inconformismo de los lectores, los cuales, al invertir la lectura de los periódicos, se sentían partícipes de una inofensiva transgresión con respecto a lo que el poder reclamaba de ellos.
Como quiera que fuera, la perspicacia de aquel agudo observador que resumió la existencia social a través del procedimiento de lectura de los periódicos era incuestionable. Los ritmos internos de la ciudad traducían a gran escala las páginas impresas en las secciones que apasionaban a los lectores. Se trataba, evidentemente, de los grandes ritmos. Un amor sin importancia, una decepción sin importancia o un crimen sin importancia eran minúsculos latidos que repercutían, cierto, en sus protagonistas, pero que no afectaban al pulso de la ciudad. Éste se medía sólo con los grandes ritmos, que eran los que realmente involucraban a las miradas de los ciudadanos.
También el ojo del hipotético dios centinela de ciudades se hubiera involucrado con ellos, deleitándose en la contemplación del remolino gigantesco que arrastraba muchedumbres de un extremo a otro, vomitándolas en plazas, estadios y avenidas para, a continuación, disolverlas en el poderoso hueco de la noche. Para ese supuesto escudriñador divino la imagen del remolino debía poseer, con toda probabilidad, una fuerza majestuosa. No se equivocaba: la rutina de las multitudes era majestuosa y desde este elevado punto de vista la ciudad funcionaba como un maravilloso engranaje de relojería que nunca fallaba. Cada día, a la misma hora, se ponía en marcha el mecanismo y cada día, a la misma hora, se detenía. Atendiendo a los grandes números entre ambos momentos todo sucedía con meticulosa reiteración. El asfalto era testigo de una ceremonia infinitamente repetida. Esto era válido para los días laborables pero también para los festivos, con la única diferencia de que en estos últimos el gran engranaje, cambiando automáticamente de registro, cumplía su ciclo con un peculiar movimiento de rotación que se iniciaba con una expulsión masiva de ciudadanos y terminaba con una invasión masiva de esos mismos ciudadanos.
De hacer caso a los más pesimistas, el pasatiempo favorito de ese dios curioso no podía ser otro que la entomología. La ciudad le ofrecía, a este respecto, todos los alicientes de un enorme panal o de un bullicioso hormiguero. Sin embargo, los seres observados por el eventual entomólogo no tenían demasiada conciencia de su condición. Más bien, al contrario, hubieran protestado airadamente contra esta equiparación. Se consideraban libres y estaban acostumbrados a oír en boca de sus dirigentes que jamás había habido seres tan libres como ellos. Para las voces más críticas esto no era suficiente: para ellas los ciudadanos, a pesar de su plena libertad de elección, habían perdido el gusto de elegir. Se conformaban con escasas opciones monótonamente compartidas como si, acobardados por la abundancia que veían en ellas, se hubieran olvidado de todas las demás. A causa de esto su comportamiento se acercaba mucho al de los animales menos imaginativos. Pero ellos lo ignoraban o fingían ignorarlo. Y todos los indicios apuntaban a que ésta era la fuente de su felicidad.
Esta opinión corrosiva, dictada por el pesimismo, tenía, no obstante, pocos valedores. La gran mayoría, que era por la que en definitiva se advertía el pulso de la ciudad, tenía un alto concepto de su existencia y, de estar en condiciones para hacerlo, así se lo hubiera hecho ver al vigía divino: aquel en el que vivían no era el más perfecto pero sí el mejor de los mundos posibles. Esta convicción estaba tan arraigada que bien podría considerársele el lema favorito que, en otros tiempos, hubiera sido esculpido en los pórticos de acceso a la ciudad.
Por eso cuando hizo acto de presencia un mundo que distaba de ser el mejor de los mundos posibles, la ciudad lo recibió como si, inopinadamente, hubiera sufrido un mazazo demoledor. Descargado el golpe, lo que sucedió después predispuso al advenimiento de un singular universo en el que se mezclaron el simulacro, el misterio y la mentira. En consecuencia se rompieron los vínculos con la verdad y, lamentablemente, el dios centinela de ciudades, el único en condiciones de poseerlos todavía, nunca ha revelado su secreto.