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II

Al principio nadie dio importancia al hecho. Tampoco Víctor, pese a que, involuntariamente, fue uno de los primeros que estuvo en condiciones de dársela. No prestó demasiada atención al comentario de David.

– Esta semana hemos tenido mucho trabajo en el hospital.

Lo cierto es que David no insistió ni añadió nada más. Un pequeño comentario de este tipo no parecía ofrecer mayores perspectivas. La conversación estaba dedicada a otros asuntos y, sin dilación, volvió a ellos. A Víctor le gustaba conversar con David. Llevaban años haciéndolo, con ese almuerzo semanal en el París-Berlín que había acabado convirtiéndose en un rito. Y eso que David era poco hablador. Formaba parte de esta especie masculina que, con el paso del tiempo, restringía el uso de la palabra hasta llegar a lo estrictamente imprescindible. Quizá era esto lo que hacía conservar en Víctor el atractivo de escucharle. Por otra parte, como ellos mismos decían, su relación era ya inmemorial. Hacía tanto tiempo que se conocían que habían olvidado cuándo se conocieron. Esto, en su caso, facilitaba el diálogo. No hacían falta preámbulos y aclaraciones. Sabían a la perfección lo que les unía y lo que les diferenciaba. Sin la existencia de equívocos cada una de sus citas era un capítulo más de una misma conversación.

De todos modos no dejaba de ser, la suya, una relación especial. Sólo se veían, con rigurosa puntualidad semanal, en el París-Berlín. Nunca en otro lugar ni en compañía de otras personas. En otra época lo habían intentado, sin resultado. Mezclaron amigos y mujeres. No funcionó. Pronto desistieron. Habían llegado tácitamente a la conclusión de que su amistad era de aquellas que soporta mal la mezcolanza y las intromisiones. Una amistad sin espectadores. A no ser que lo fueran indirectos como lo eran los otros comensales del París-Berlín.

Era un lugar que contribuía al mantenimiento de su intimidad. El París-Berlín era un restaurante sin pretensiones, de aquellos en que los platos del día todavía se apuntaban en la puerta de cristal de la entrada. La comida era buena, aunque algo severa y, desde luego, alejada de toda sofisticación. La única sofisticación del París-Berlín era su nombre cosmopolita, cuyo origen nadie sabía explicar. Como consecuencia, la clientela tampoco era sofisticada. La mayoría tenía aspecto de viajante de comercio y esto chocaba un poco en una época en la que, precisamente, los viajantes de comercio trataban por todos los medios de disimular su aspecto. Como es lógico se hablaba principalmente de negocios. También de deportes y, algo menos, de aventuras eróticas. Sin embargo, reinaba una modesta discreción, como si los clientes se hubieran puesto de acuerdo en respetar la austeridad del restaurante. David y Víctor siempre ocupaban la misma mesa, reservada para ellos todos los miércoles.

A excepción de estos encuentros, que ambos perpetuaban con evidente cuidado, sus vidas habían tomado derroteros muy distintos. David Aldrey siempre había sido un sedentario. Nunca le había gustado demasiado viajar, y había acabado por odiarlo. Llevaba una existencia meticulosa que transcurría entre su casa y el hospital. Decía amar a su mujer y a su hijo adolescente a los que veía por las noches, del mismo modo en que decía soportar a sus enfermos, a los que dedicaba los días. Todo el mundo afirmaba de él que era un psiquiatra muy competente aunque poco espectacular y, quizá, excesivamente tradicional. Era difícil saber qué era lo que se quería indicar con tales afirmaciones, pero era cierto que el doctor Aldrey tenía una visión tradicional y poco espectacular del dolor: lo detestaba. Por eso no estaba contento con su profesión. En cualquier caso tampoco era de los que creía que uno tomaba una profesión para estar contento. No veía que hubiera relación o, al menos, no se lo preguntaba. Había escogido en su juventud y era suficiente. La familiaridad con la locura le había quitado las ganas de interrogarse sobre su propio destino. Cumplía a secas con él.

Víctor Ribera envidiaba secretamente esta faceta de su amigo. A él le ocurría lo contrario: se interrogaba demasiado. No estaba seguro de nada. Nunca lo había estado y cuando repasaba lo que había sido su vida, lo cual trataba de evitar, encontraba confirmación a sus dudas. Tampoco creía cumplir un destino pues, para que esto fuera así, hubiera sido imprescindible que una fuerza exterior lo cegara, arrastrándole hacia adelante. No lo había conseguido. De ahí que hubiera tenido que cambiar continuamente de escenario. Sucesivos países, sucesivos amores: estaba cansado. El cansancio había aparecido súbitamente y desde entonces no lo había abandonado. Las excusas se agotaban. Le quedaba la fotografía, su trabajo, pero sentía que también éste se agotaba.

Es verdad que su última exposición había sido un éxito notable. Sin embargo, para Víctor era como la gota que faltaba para colmar el vaso. El día de la inauguración sintió náuseas, lo que demostraba que se desvanecía el último vestigio de vanidad. El resultado era intolerable porque afectaba, además de a la mente, al estómago. Se vio como un perfecto payaso en medio de la gente que atiborraba la sala. A nadie le importaban sus fotografías. A él tampoco. De lo que más se arrepintió es de haber puesto aquel título solemne y ridículo: El Instante Decisivo. ¿Para quién era decisivo? Para nadie. Miraba de soslayo su colección de caras tensas mientras oía el estruendo de risas a su alrededor. No tenía ningún sentido. El paracaidista a punto de lanzarse, el atleta justo antes de empezar la carrera, el cirujano blandiendo el bisturí: había tenido la pretensión de atrapar con su cámara momentos únicos. Pero, allí colgados, eran momentos completamente falsos. En lugar de rostros concentrados en el supremo esfuerzo eran rostros cansados. Él les había transmitido su cansancio. Sentía que tenía razón en envidiar la sosegada energía de David.

Aquel miércoles se despidieron como lo hacían todos los miércoles. Sabían que durante siete días no tendrían la menor noticia el uno del otro y que a la semana siguiente, puntualmente, se reanudaría esa conversación que, casi como un milagro, se mantenía imperturbable desde hacía años. Sabían que, entretanto, el mundo no cambiaría y que, consecuentemente, tampoco ellos lo harían. Pero se equivocaban.

Al cabo de los siete días preceptivos, cuando se reunieron de nuevo, el París-Berlín ofrecía el aspecto habitual. Poco importaba que algunos clientes hubieran cambiado: las caras eran las mismas. Los gestos y los diálogos, también. En esta ocasión predominaban los comentarios sobre un trascendental partido de fútbol celebrado el domingo anterior y ello daba lugar a análisis divergentes. Los camareros, con sus chaquetas blancas algo raídas, aunque conservando el decoro que proporcionaban largos años en el oficio, se movían de mesa en mesa dejando caer, esporádicamente, sus propios comentarios. Era lo acostumbrado. Durante su almuerzo la conversación entre David y Víctor circuló, asimismo, por los cauces acostumbrados. Únicamente cuando ya estaban tomando el café David aludió a algo que parecía preocuparle:

– ¿Recuerdas que el otro día te dije que en el hospital teníamos mucho trabajo?

– Sí -contestó Víctor recordando vagamente.

– Pues esta última semana ha aumentado todavía más.

Víctor miró fijamente a su amigo. No adivinaba qué era lo que quería decirle.

– Quizá sea una mala racha.

Es lo único que se le ocurrió decir. Entonces advirtió que David estaba algo pálido. Lo encontró más viejo, aunque era absurdo que hubiera envejecido de una semana a otra. La vejez no aparecía de golpe. ¿O podía ser que sí? Su compañero le interrumpió:

– Es posible. Pero empieza a ser excesivo.

Víctor notó que David quería hablar de su trabajo. Era raro. Casi nunca lo hacía. Preguntó:

– ¿A qué te refieres?

– La semana pasada hubo cincuenta ingresos. Ésta, más de un centenar. El hospital está lleno. Lo mismo sucede en los otros hospitales. Y en las clínicas. Nadie lo entiende.

– Pero, ¿quiénes son los que ingresan? ¿De qué se trata?

David se tomó un tiempo antes de responder. Sorbió los restos de su café.

– La verdad es que no sabemos de qué se trata -dijo, mirando al fondo de su taza-. No tenemos ni la más remota idea. Al principio, cuando se presentaron los primeros casos aislados, sí creíamos saberlo. Neurosis depresivas que no tenían nada de extraordinario. El problema vino después. El número de casos era ya demasiado grande. Las características de los enfermos han acabado de desorientarnos.

Víctor sabía que David era poco partidario de las fáciles alarmas, y aún menos como médico. Pero, por primera vez en su vida, lo veía alarmado.

– ¿Cuáles son estas características?

David casi no le dejó terminar su pregunta.

– Todos los casos parecen calcados. Cuando llegan al hospital presentan ya síntomas graves. Nos los traen sus familiares y siempre dicen lo mismo: han intentado cuidarlos en casa pero no aguantan más. No comprenden lo que les ha sucedido, así de repente, de la noche a la mañana, sin que antes hubieran podido advertir nada. Eran muy normales. Los familiares insisten en eso: eran muy normales. De pronto cambiaron. Se mostraron indiferentes. Perdieron el interés por todo. Sus familias dejaron de interesarles y sus trabajos, también. Ellos mismos dejaron de prestarse atención. Se abandonaron por completo. Olvidaron toda actividad. Incluso era difícil lograr que comieran. Cuando nos los traen su apatía es total. Los que nos los traen están desesperados. Repiten una y otra vez: eran muy normales. Siempre habían sido muy normales.

Encendió un cigarrillo y aspiró a fondo el humo. También hablaba para sí mismo:

– Lo cierto es que así parece ser. A ellos no les sacamos nada, pero los historiales que hemos reunido por boca de los familiares lo confirman. Ninguno de ellos tiene antecedentes que puedan hacer imaginar lo que les pasa. Más bien, al contrario, todos llevaban una vida bastante satisfactoria. O, al menos, ésta es la información que nos dan sus familiares.

– ¿Y tú les crees?

– En cierto modo sí. Hasta ahora, como puedes figurarte, no hacía mucho caso de las opiniones de los familiares. Esto es distinto. Tengo mis reservas pero los creo. Creo que los enfermos con que tenemos que vernos las caras eran personas sin inclinaciones neuróticas aparentes. Llevaban una vida que todos consideraban normal. Es el único dato que hemos obtenido. Es el único rasgo común. Todo lo demás es diferente: diferentes clases sociales, diferentes profesiones, diferentes edades. Hombres y mujeres indistintamente. Algo inaudito.

– ¿No hay ninguna explicación? -aventuró Víctor.

– Yo no logro tener ninguna -replicó David-. Es como una epidemia.

– Esto no tiene sentido.

– No, no lo tiene, pero no encuentro otra palabra. ¿Cómo calificarías tú al hecho de que, repentinamente, centenares de personas se vuelvan apáticos por completo? ¡Y pueden ser muchos más! Los hospitales están repletos pero imagínate lo que está sucediendo en las casas. A nosotros sólo nos llegan los enfermos que en las casas se hacen insoportables. ¿Cuándo llegarán los otros? ¿Cuántos hay? ¿Cuántos habrá? No lo sabemos. Claro que es una tontería hablar de infección pero lo que actúa, que no sé lo que es, actúa como una infección.

Víctor miró fijamente a su compañero de mesa. Soltó:

– O una maldición.

Sabía que esto agrediría al racionalista que habitaba en David Aldrey. Éste reaccionó, aunque sin demasiado convencimiento:

– Yo debo prohibirme calificaciones de este tipo. Sería lo peor que podríamos hacer.

Sin embargo, bajando la voz, añadió:

– Reconozco que lo parece.

Estuvieron en silencio durante un buen rato. David miró su reloj con un gesto de impaciencia.

– ¿Tienes que irte?

– Sí.

– Dime antes qué piensas hacer.

– No lo sé. Supongo que se trata de trabajar para acabar con esto.

– Pero, David, ¿qué es esto?

El doctor Aldrey alisó el mantel con un movimiento mecánico. Víctor temió que no iba a contestar. Lo hizo:

– Por el momento es imposible saberlo. Parece que hayan perdido completamente las ganas de vivir. No les queda ni una sombra de voluntad. Si fuera filósofo o sacerdote quizá diría que es como si sus almas hubieran muerto.

– ¿Tú crees en el alma?

David sonrió ligeramente:

– Tan poco como tú.

Tras abandonar el restaurante Víctor Ribera tomó un taxi para trasladarse a la galería donde tenía lugar su exposición. Estaba situada en la parte baja de la ciudad. Durante el trayecto procuró olvidar las informaciones que le había proporcionado David mirando a través de la ventanilla del coche. No era difícil conseguirlo: hacía una bella tarde de otoño, las calles estaban muy concurridas, con ciudadanos que se desplazaban de un lado a otro con propósitos al parecer muy determinados, y la radio del taxista emitía un programa en el que una voz femenina lanzaba consejos sobre los más distintos aspectos de la vida. Todo, pues, seguía su curso. Ninguna alteración, ningún desajuste. Las horas se deslizaban imitando sin pudor a otras horas de cualquier otro día.

En el interior de la galería también todo se confirmaba. Allí estaban sus fotografías, suspendidas en las paredes como abruptos accidentes que hubieran brotado en la blancura deslumbrante de una sala demasiado iluminada. Había tres o cuatro espectadores que deambulaban ante las imágenes con aquella peculiar actitud que caracteriza a los visitantes perdidos en una galería a media tarde. Víctor se preguntó qué hacían allí. No se contestó y se introdujo rápidamente en la oficina que estaba al fondo de la sala. Una secretaria le atendió con amabilidad, poniéndole al corriente de ventas y críticas. Dijo que el propietario de la galería estaba satisfecho con lo que se estaba consiguiendo. Víctor estuvo unos minutos ojeando los papeles que le había tendido la secretaria: reseñas, facturas y alguna que otra carta. Luego se los devolvió y se despidió.

A la salida de la oficina vio con alivio que habían desaparecido los espectadores. Pasó sigilosamente por delante de sus obras, y en aquel momento recordó la creencia, compartida por muchos, de que la fotografía lograba congelar el paso del tiempo. Y supo que no era verdad. A sus espaldas sintió las miradas de aquellos hombres que él había grabado para una supuesta eternidad. Le reprochaban su mentira. No se atrevió a mirar sus miradas porque estaban en lo cierto. Él, cuando los fotografió, nunca pensó en ellos. No le importaban. Los sacrificó para obtener su piel reluciente y ofrecérsela al público, como un trofeo. Los nombres de las víctimas se habían desvanecido en su memoria. Más allá de su presencia en las fotografías eran sólo cadáveres abandonados en una fosa común.

Se detuvo, antes de dejar la galería, al lado del atril sobre el que se sostenía el libro de firmas. Éste era siempre el testimonio más curioso de toda exposición. A Víctor le encantaba lo que consideraba una estúpida costumbre. Conocía bien la composición de estos libros en los que las páginas de escuetos elogios o insultos se alternaban con extensas consideraciones de todo tipo. Lo que leyó no era una excepción. Las frases de admiración eran educadamente torpes mientras las de agresión, convenientemente hirientes. Siempre sucedía lo mismo: el estilo del insulto era más meditado y brillante que el del elogio. Las largas reflexiones eran el fruto de los que se tenían por expertos en la materia o, simplemente, de los aficionados a los libros de firmas. Había auténticos especialistas que recorrían exposición tras exposición para dejar sucesivas huellas de su maestría literaria. Invariablemente, en todas las ocasiones, había alguien que escribía: me ha gustado pero no sé para qué sirve. Y asimismo invariablemente, según Víctor sospechaba, esta mano anónima lograba, con tan pocas palabras, resumir la opinión general.

Cuando salió de la galería la luz del atardecer era ya muy débil. Había refrescado pero el ambiente era agradable. Víctor se entretuvo observando los escaparates añejos de pequeños comercios que salpicaban las callejuelas del barrio antiguo. Allí se conservaban restos de otras épocas, si bien al lado de la amarillenta tienda de comestibles o del minúsculo taller habían empezado a emerger modernos reductos dedicados al negocio del arte o de la decoración. No obstante, a pesar de esta imparable invasión de la estética más avanzada, todavía las calles rezumaban el sabor rancio de viejas presencias.

Víctor dejó que transcurriera el tiempo extraviándose por calles que, aunque conocía desde siempre, siempre lograban desorientarle. Era un entretenimiento inofensivo y gratificante al que se sometía con cierta frecuencia. A medida que aumentaba la oscuridad los transeúntes se hacían más escasos. Los días, en pleno otoño, eran cortos y las calles se vaciaban antes. Los ciclos de la ciudad se cumplían meticulosamente y el mero hecho de comprobarlo disolvía cualquier sombra de turbación. Víctor se había convencido, casi por entero, de ello cuando, súbitamente, una figura se interpuso entre él y su calmada conciencia de reiteración.

Surgió como surgían los vagabundos: como una generación espontánea de la penumbra. Pero no era un vagabundo. Sus ropas lo demostraban. Por su apariencia en nada se diferenciaba de tantos ciudadanos que exhibían su pulcro bienestar por las aceras de la ciudad. Tras un examen de su indumentaria se deducía de inmediato que se había enfundado el uniforme mayoritario. Y esto era lo sorprendente. Ese tipo de abrigo, ese tipo de traje, ese tipo de corbata: la posesión del uniforme mayoritario implicaba, al mismo tiempo, la posesión de un rumbo. Era inimaginable que esta especie de ciudadano no supiera hacia dónde dirigía sus pasos. Lo sorprendente era, de pronto, la irrupción de un ejemplar que desmintiera esta regla.

Víctor tuvo inmediatamente esta impresión cuando el recién aparecido casi se abalanzó sobre él. La figura se detuvo a escasa distancia, de modo que sus cabezas quedaron separadas únicamente por un par de palmos. Apresado en el inevitable cruce de miradas Víctor sintió que un frío repentino se apoderaba de su cuerpo. Instantáneamente supo que el origen de esta sensación debía buscarlo en sus ojos, en los que convergían todas las líneas de una cara velada por la oscuridad. Eran unos ojos opacos, sin brillo, portadores de una repulsión anclada en fondos lejanos. Causaban repugnancia. También pedían, aunque de un modo indefiniblemente desagradable, piedad. Víctor reaccionó ante ambos estímulos. Primero, con un movimiento defensivo de repliegue sobre sí mismo, tratando de esquivar aquellas pupilas obsesivamente fijas. Luego, sobreponiéndose y obligándose a una solidaridad que le costaba experimentar:

– ¿Le ocurre algo?

Los ojos contrarios no sufrieron cambio alguno. Tampoco obtuvo respuesta. Insistió:

– ¿Está usted enfermo? ¿Puedo hacer algo por usted?

Insistió sin ganas, no esperando nada y no consiguiendo nada. El silencio del hombre no contribuyó a disminuir su tensión. Eran los ojos de un idiota en los que, tras una capa de desesperación, se insinuaba un hiriente atisbo de desinterés. A Víctor le pareció que en ellos, junto a la demanda de piedad, aparecía una oferta de burla y, por un momento, pensó que lo mejor era desembarazarse de aquel molesto interlocutor, abriéndose paso a empujones. Pero no tuvo necesidad de seguir este propósito pues, por fin, el hombre, desviando la mirada hacia otra dirección, se apartó de él, caminando cansinamente algunos metros. Víctor continuó observando la conducta de aquel bulto vacilante, indeciso entre mantener un camino o pararse. Lo vio, por último, detenerse ante la persiana metálica de una tienda. Allí, siempre de espaldas a él, permaneció inmóvil durante un rato. El suficiente como para que Víctor decidiera dar por finalizado el encuentro, alejándose rápidamente del lugar.

Cenó en casa de Ángela, como hacía, cada vez con mayor frecuencia, en los últimos tiempos. En un principio, cuando llevaban pocos meses juntos, recurrían mucho a los restaurantes. Luego, casi inevitablemente, se impuso el criterio de Ángela. Prefería cenar en su casa, reservando los restaurantes para los días señalados. Así, decía, se sentía más a gusto. A Víctor le era indiferente, aunque, sin confesarlo abiertamente, se había adaptado con facilidad a las costumbres que, sin exigencias, Ángela le iba imponiendo. Mantenía todavía la pequeña independencia de vivir en su propia casa, pero sabía que estaba dispuesto a renunciar en cualquier momento a esta pequeña independencia. Ángela, sin pedírselo, lograría que él mismo lo propusiera. Ésta era su fuerza: una fuerza tan sutil que actuaba sin que, aparentemente, ello fuera en detrimento de la de Víctor. Éste no percibía nunca la sensación de hacer algo en contra de su voluntad y en ello, precisamente, se cumplía la voluntad de Ángela.

Por lo demás éste era un reto que Víctor comprendía y aceptaba. En otra época de su vida quizá se hubiera resistido. Ahora no veía razón para ninguna resistencia. Tampoco se preguntaba de qué modo amaba a Ángela. Esta pregunta la había dejado atrás, unida a tiempos y mujeres anteriores. Ya no tenía sentido, y el haber llegado a esta conclusión había tenido efectos benefactores. Se había deslizado hacia la atmósfera creada por Ángela como si ésta fuera la única atmósfera en que se pudiera respirar. No era por tanto una cuestión de amor sino de respiración. Y siendo así el poder de Ángela era irresistible. Había experimentado demasiado el aire enrarecido de los grandes amores inútiles. Con Ángela respiraba, y el resto poco importaba.

Durante la cena Ángela le habló de su trabajo en el taller de restauración. Había recibido una pintura representando a Orfeo y Eurídice escapando del infierno. Un cuadro enorme, aunque muy deteriorado, que requeriría meses de cuidadosa labor. A pesar de todo el tema la entusiasmaba. Víctor le pidió detalles sobre la obra y prometió pasar a verla.

– Sólo más adelante, cuando esté presentable -dijo Ángela.

Después de la cena Víctor estuvo tentado de contarle su conversación con David y su encuentro con el individuo de ojos muertos. Sin embargo, se contuvo. Algo en su interior se negó a explicar lo que todavía carecía de explicación. Después de todo quizá sólo se había tratado de una jornada de sombrías coincidencias. Prefirió escuchar, de nuevo, a Ángela mientras hablaba de su ilusión favorita de los últimos días. Ese viaje que debía conducirles a una zona mágica donde los viajeros, al parecer, tenían el deseo de quedarse para siempre. Según los informadores de Ángela en esa región la vida era todavía tan placentera que era imposible sustraerse a su magnetismo. Los que la habían conocido se prometían a sí mismos volver para quedarse. Víctor la escuchaba con complacido escepticismo, dejándose contagiar con la idea de un paraíso escondido.

En realidad esto era lo que más le gustaba de Ángela: su capacidad para creer en un paraíso escondido. Y para hacerlo creer, desafiando el reducto insolente del cansancio.