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III

La sede de El Progreso era un imponente edificio de hormigón y cristal que rivalizaba con las mejores construcciones del moderno distrito comercial. Había sido levantado, hacía ya unos años, para albergar las oficinas del gran periódico, pero en la mente de los que lo proyectaron, propietarios y arquitectos, el objetivo era, desde un principio, más ambicioso: la sede de El Progreso debía ser un símbolo de la época en el que se encarnaban la unión entre la información más actual y la tecnología más refinada. Los responsables de El Progreso presumían de ambas. En consecuencia, también presumían de un poder que pocos discutían aunque del que muchos recelaban. Según su expresión favorita el periódico había acabado por constituirse en un pilar de la sociedad. Y no faltaban argumentos para justificar esta afirmación.

Para acceder a la cumbre de este pilar era necesario superar controles rigurosos, y así cualquier visitante era sometido al interrogatorio de guardias, ordenanzas y sucesivas secretarias. La grandeza del lugar exigía, sin duda, una seguridad igualmente grande. Víctor pensaba, con ironía y fastidio, en este precepto incuestionable mientras se dejaba conducir sumisamente por los largos corredores. Había algo, en aquella ceremonia repetida, que no le disgustaba: gracias a ella se sentía un visitante. Era un colaborador asiduo del periódico pero no formaba parte de él. Era únicamente un visitante.

Finalmente se introdujo en el ascensor acristalado que debía impulsarlo, con áspera velocidad, hacia la cima del rascacielos. Allí, en las alturas, sería recibido por el director. Víctor pulsó el botón y se apresuró a contemplar aquella secuencia de escenas que siempre lograba sorprenderle. El viaje duró pocos segundos, pero fue suficiente para mostrarle, de nuevo, aquel mundo que permanecía completamente ajeno a la luz exterior. El vientre de El Progreso era una enorme caverna aséptica atravesada por diminutos pobladores que se movían de un lado para otro. Esparcidos con disciplinada regularidad los puntitos verdes de las pantallas de los ordenadores se asemejaban a luciérnagas acechantes. Aquella mañana, mientras se perdía hacia arriba con una molesta sensación de ingravidez, el hueco interior que acogía a los empleados del periódico le pareció un enorme quirófano. Incluso llegó a convencerse de que el pesado aroma del formol le estaba mareando. El brusco fin del trayecto representó un considerable alivio.

Esperó unos minutos en la antesala del despacho del director. Otra secretaria. En las paredes diplomas, pinturas abstractas y fotografías. Fotografías con autoridades, con catástrofes, con panorámicas urbanas. Dos de ellas eran suyas. Ojeó el periódico del día, sin concentrar la atención en las noticias. Tenía más efectividad sobre sus sentidos la machacona melodía del hilo musical. La secretaria le franqueó la puerta y avanzó hacia el gran ventanal en el que se transparentaba una porción de la ciudad. El director interrumpió su marcha, saludándole amigablemente.

Salvador Blasi, el temido director de El Progreso, era un hombre jovial, si bien su jovialidad era, a menudo, una de las formas que adoptaba su astucia. Víctor lo conocía desde hacía más de veinte años y era consciente de las transformaciones que afectaban su vínculo con él. Podían ser viejos y entrañables amigos para, sin transición, convertirse en cordiales conocidos que sustituían la exaltación de la intimidad por la cautela del respeto. Y asimismo podían ser dos extraños que desconfiaban el uno del otro al tiempo que pactaban compromisos profesionales.

– He visto tu exposición. Magnífica -dijo Salvador Blasi ofreciendo un cómodo sillón a Víctor.

– ¿Te ha gustado? -preguntó éste.

– Mucho. He comprado media docena de tus fotografías. Las publicaremos, a toda plana, en el suplemento del domingo. ¿Supongo que ya lo sabías?

– Sí, gracias.

– ¿Nos has traído algo? -interrogó el director de El Progreso.

– No.

Tras recibir esta respuesta Víctor vio como Blasi miraba disimuladamente su reloj. Comprendió que era uno de esos días en que la amistad no debía entorpecer la eficacia profesional. Se hizo un breve silencio. Blasi lo rompió mecánicamente:

– ¿Cómo está Ángela?

– Bien.

Víctor sabía perfectamente que el estado de Ángela no le interesaba en absoluto. La había visto un par de veces y le habían gustado sus ojos el primer día y sus piernas el segundo. Quizá era al revés. Desde luego, no importaba. Decidió lanzarse:

– Mira Salvador, he venido para ofrecerte el único reportaje que quiero hacer en los próximos días. Te consulto para saber tu opinión. Pero ya te adelanto que de todos modos lo haré.

Blasi lo miró con atención. Parecía halagado por la consulta y dubitativo por la advertencia. Pero se esforzaba por mantener la cara que se atribuye a los buenos jugadores de póquer. También Víctor estaba jugando. No quería hacer un reportaje sino que quería información.

– ¿De qué se trata, Ribera?

Cuando Salvador Blasi recurría al apellido era porque optaba por la faceta estrictamente profesional. En las otras ocasiones su nombre era Víctor.

– De la epidemia de locura -contestó escuetamente.

Era una provocación. Si El Progreso había dado la noticia de un hecho es que este hecho existía. De lo contrario no existía. Era una norma implacable frente a la que no cabían excepciones. Además, en este caso, la solidaridad ante lo inexistente era unánime. Ninguna emisora de radio o televisión, ningún otro periódico, habían otorgado certificado de realidad a algo que, simplemente, era irreal.

– No sé de qué me estás hablando.

Víctor esperaba la respuesta. Escrutó a su interlocutor para tratar de averiguar si mentía. Blasi no movió ni un solo músculo de la cara pero, tras las gafas que le protegían, hubo un ligero parpadeo en sus ojos. Mentía, de eso Víctor no tenía la menor sombra de duda. Lo había sabido de antemano. Era una apuesta segura. Sin embargo, faltaba saber lo más relevante: ¿por qué mentía? La única estrategia posible era atacar con la verdad más ingenua.

– Un amigo, médico, me comentó ayer que todos los hospitales están atestados.

Blasi lo cortó con un ademán:

– Querido Víctor, ¿esto es una noticia? Los hospitales siempre están atestados. No es ninguna novedad.

– Sí, pero esta vez es a causa de una enfermedad singular.

– A estas alturas no creo que pueda haber ninguna enfermedad suficientemente interesante.

Escogía el camino cínico. Con ello Blasi quería dar por sentado que, aunque se viera obligado a entrar en el tema, lucharía lo que fuera necesario para restarle relieve. Víctor se arriesgó:

– Ésta sí es interesante.

Aunque únicamente fuera por cortesía Blasi no podía evadirse. Estaba obligado a solicitar la información que se le ofrecía.

– ¿Por qué lo es?

Víctor resumió la conversación que había tenido con el doctor Aldrey, omitiendo, en todo momento, el nombre de éste. Blasi le escuchaba atentamente. Cuando hubo terminado se rió. Su risa delataba cierta tensión.

– Mira, Víctor, el loco debe ser tu amigo. Lo que me has contado no tiene pies ni cabeza. El que haya aumentado el número de chiflados no lo pongo en duda, pero que esto sea una especie de plaga me hace reír. Idiotas siempre los ha habido y los habrá. Lo que no puedo creerme es que, así de repente, media ciudad se vuelva idiota. Sería un hecho incalificable. ¿Tú eres capaz de encontrarle calificación?

– No -reconoció Víctor.

Blasi se sentía seguro. Hizo una concesión:

– Te voy a ser sincero. Algo he oído del asunto y no le doy importancia. Lo hubiera podido sacar en el periódico pero no lo he hecho. Quizá lo haga, aunque como noticia menor. Muy menor. ¿Quieres que siembre la inquietud cuando no hay motivo para ello? Mi periódico siempre ha sido responsable con sus informaciones. No estoy dispuesto a fomentar la histeria por algo tan fantasioso. Si otros quieren hacerlo que lo hagan.

– ¿Por qué nadie lo ha hecho? -repuso Víctor.

– Esto no es de mi incumbencia.

Víctor pensó inmediatamente que sí lo era pero se calló. La situación era algo embarazosa: los dos sabían que estaban descontentos el uno del otro. Víctor se levantó para despedirse. Salvador Blasi lo cogió por el brazo y lo acompañó hasta la puerta. Al estrecharse la mano le dijo:

– No pierdas tu tiempo con eso.

– ¿Y si la noticia se convierte en mayor? -replicó Víctor.

– No lo creo.

Fueron las últimas palabras de la entrevista. Víctor se metió de nuevo en el ascensor, pero en lugar de descender directamente a la planta baja se detuvo en la quinta. Quería ir en busca del viejo Arias. Era el antídoto idóneo después de hablar con Blasi. El viejo Arias era un satélite extraño en la atmósfera de El Progreso y nadie, ni él mismo, sabía muy bien cómo había ido a parar allí. Era un periodista chapado a la antigua al que no le ofendía el sobrenombre, mitad despectivo, mitad afectuoso, con que muchos le conocían: el perro callejero. Durante una buena parte de su vida había pateado las calles de la ciudad en busca de sucesos. De él se decía que escribía mal pero husmeaba bien. Ahora el perro había dejado de callejear y esperaba la inminente jubilación arrastrándose entre instrumentos que no comprendía y realizando trabajos que nadie quería realizar. A pesar de todo su olfato le mantenía alerta.

Cuando Víctor lo encontró estaba sentado en su mesa, rodeado de papeles y, aparentemente, en plena confusión.

– Ahora no me interrumpas. ¡Siéntate! -ordenó.

Víctor obedeció. No pudo dejar de sonreír al observar lo que ocurría sobre la mesa. Arias, según pudo deducir, estaba tratando de confeccionar la cartelera de espectáculos. Lo grave es que odiaba todo lo que debía integrar en ella. Odiaba el cine, el teatro, la ópera y cualquier cosa que significara ficción. Y para justificarlo afirmaba solemnemente que él era un amante de la cruda realidad.

Pasaron varios minutos. Por fin Arias levantó la cabeza.

– ¿Qué sabes de lo que está sucediendo en los hospitales? -le espetó Víctor.

Arias no se mostró sorprendido. Únicamente encogió los hombros y dijo malhumoradamente:

– Toda la ciudad se está volviendo imbécil. Y no me extraña viendo estas porquerías.

Señaló la cartelera de espectáculos.

– Pero dime qué es lo que sabes tú -insistió Víctor.

Arias estaba obsesionado con la tarea que se le había encomendado. Para demostrar que la detestaba se puso a leer varios títulos de películas.

– Son infames -añadió.

Cuando acabó de refunfuñar miró de nuevo a Víctor y contestó:

– Lo mismo que sabes tú. Pregúntaselo a tu amigo Blasi. Él sabe más que los dos juntos.

– Salgo de su despacho. Me ha dicho que no tiene importancia. Es una noticia menor.

La expresión de Arias se hizo triunfante. Una vez más se comprobaba la hipocresía de quien le tenía marginado, obligándole a tareas tan indignas como la elaboración de la cartelera. Víctor podía intuir lo que pasaba por la mente del antiguo perro callejero porque ya había escuchado muchas veces su protesta. También se sabía de memoria el resto del razonamiento que transcurría por las maldades del periodismo moderno, por las limitaciones de la vejez y la inminencia de la jubilación. Escuchó pacientemente los improperios y lamentaciones. Como compensación Arias le explicó lo que sabía o, más exactamente, tal como él prefería encabezar sus informaciones: lo que se decía por ahí. Habló en voz baja, para reforzar el tono confidencial:

– No podrán ocultarlo por mucho tiempo. Pronto estallará el escándalo. Hace ya demasiados días que se propagan rumores por todos lados. Incluso aquí en el periódico. El que nadie diga nada demuestra la gravedad de todo esto. Blasi, y los que están conchabados con él, tendrán que ceder. Y cuando se haga público rodarán cabezas.

– ¿Quién está conchabado? -preguntó Víctor.

– Todos.

A Víctor no le interesaba hurgar en la supuesta conspiración de silencio. Sospechaba que existía, fuera por evitar la alarma o por cualquier otra razón de índole política, pero, en aquel momento, no era lo que más le importaba. Además, fácilmente Arias, de seguir por este camino, podía presentarse como el principal perjudicado por la conspiración. Procuró desviar la conversación hacia el terreno que le convenía:

– ¿Qué opinas de los que sufren esta enfermedad?

– Son unos desgraciados que se convierten en basura humana.

Arias era expeditivo. Lo suyo no era el dominio de los matices. Pero, para Víctor, su experiencia contaba. Tenía la intuición de que el viejo perro callejero había ido en busca de la noticia a pesar de que su hallazgo sólo tendría valor para él mismo.

– ¿Los has visto?

– Claro -contestó con evidente orgullo-. He recorrido varios hospitales. Están a rebosar. Toman ciertas medidas para evitar a tipos como yo, pero es fácil colarse. Son locos pacíficos. Están allí, casi sin moverse, con la mirada perdida. No hacen nada raro. A decir verdad, no hacen nada en absoluto. Parece que te miran sin verte. Y hay cientos de ellos.

– Pero tú, ¿cómo te lo explicas?

– No hay nada que explicar -concluyó Arias-. Es así. Debía suceder y ha sucedido.

Era inútil tratar de averiguar por qué debía suceder. Arias, como hombre que detestaba toda ficción, era profundamente fatalista. Él era de los que opinaba que todo estaba previsto y, consecuentemente, todo debía desarrollarse según el guión previsto. Éste era un argumento que, falso o verdadero, era inapelable, y Víctor sabía que era vano intentar desmentirlo porque tampoco él podía oponerle ninguna prueba consistente. Desde siempre el mundo se había dividido entre los que creían en la predestinación y los que hacían caso omiso de ella. Arias era de los primeros, y su prolongada vocación de sabueso le había llevado a corroborar como hechos lo que ya estaba escrito en un todopoderoso código de autor anónimo que a veces, cuando blasfemaba, identificaba con un dios y otras, cuando maldecía, con un demonio.

Víctor, al salir de El Progreso, estaba dispuesto a hacer aquel reportaje que, al entrar, todavía no había decidido seriamente. Lo que había constituido una estratagema para atrapar a Blasi se había convertido en una necesidad para liberarse él mismo. Estaba lejos de saber qué era lo que realmente le concernía de todo aquello. Ni siquiera era capaz de dilucidar si estaba o no afectado por la polvareda que se anunciaba en el horizonte. No sabía si se enfrentaba a una tormenta o, simplemente, a un viento pasajero que, tras remover la tierra firme, se disolvería bajo el dominio de la calma. Quizá no hubiera ni una ni otro, ni tormenta ni viento pasajero, y la polvareda, después de todo, no fuera sino un espejismo fomentado por la excesiva bonanza del desierto. Quizá Blasi tenía razón y no debería perder el tiempo con rumores inconsistentes. Se había hecho verdaderamente difícil saber qué significaba perder el tiempo.

Mientras circulaba entre el denso tráfico del barrio comercial puso la radio de su automóvil. Cambió varias veces de emisora buscando los boletines informativos. Tenía la secreta esperanza de que, al fin, se hiciera un claro en la oscuridad. Ningún indicio. Todas las voces confirmaban que nada sucedía. El timbre de las voces era aún más elocuente: nada podía suceder. La existencia era tan sólida e inconmovible como aquellas brillantes arquitecturas que se alzaban en el barrio comercial y daban resplandor a su gran rueda de transacciones.

Al llegar a su casa Víctor examinó rutinariamente el correo. Ninguna de las cartas parecía merecer su atención inmediata. Las dejó sin abrirlas sobre una mesa. Con la misma rutina se dispuso a escuchar los mensajes del contestador automático: el propietario de la galería, Ángela, un empleado de su banco, el jefe de redacción de una revista desconocida y, por último, David. Oír la voz de David le llenó de asombro. Nunca le llamaba. Escuchó por dos veces su mensaje. Le apremiaba a que fuera a encontrarle. Estaría todo el día en el hospital. Víctor cogió una de sus cámaras fotográficas y varios carretes. Súbitamente tuvo la sensación de que la polvareda se acercaba.

El Hospital General era un vasto edificio, con más de un siglo de antigüedad, al que se habían añadido varios pabellones anexos construidos según un estilo estrictamente funcional. Como resultado ofrecía la visión de una mole inmensa y ennegrecida por la humedad de cuyo tronco central surgían, sin ninguna armonía, diversos muñones de hormigón. El interior del conjunto estaba conectado por un intrincado sistema de pasadizos a través del cual, pese a las señalizaciones, lo más corriente era extraviarse.

También Víctor se extravió varias veces antes de llegar a las inmediaciones del pabellón psiquiátrico, situado en uno de los anexos modernos del hospital. En su recorrido no advirtió ningún comportamiento anómalo, con la excepción, tal vez, de un cierto nerviosismo en quienes respondían a sus demandas de información. Le pareció que el número de médicos y enfermeras que se desplazaban de un lugar a otro era inhabitualmente alto. Pero no lo consideró un dato significativo. Sí consideró, por contra, extraño que un discreto retén de la policía vigilara la entrada al pabellón psiquiátrico. Su extrañeza fue en aumento cuando comprobó que no era personal sanitario sino la propia policía quien controlaba el acceso. Instintivamente escondió su cámara debajo del abrigo con la suficiente antelación como para que nadie se diera cuenta de su movimiento. A los policías que lo interrogaron les dijo que el doctor Aldrey le esperaba.

David lo condujo a uno de los minúsculos despachos que se abrían a ambos lados de un corredor, inmediatamente después de la garita de recepción. Antes de ser rescatado por su amigo, Víctor pudo entrever que, en aquella parte del hospital, la densidad de batas blancas era mucho más notoria.

– ¿Desde cuándo están? -preguntó Víctor señalando con un gesto a los policías que custodiaban la entrada.

– Desde esta mañana.

– ¿Quién los ha enviado?

– El consejo directivo del hospital ha autorizado su presencia. No sé exactamente quién los ha enviado. Qué más da.

Era cierto. Daba lo mismo. En cualquier caso era obvio que la noticia menor empezaba a transformarse, a los ojos de las autoridades, en mayor. Ésta era asimismo la razón por la que le había convocado David.

– Todo esto debe hacerse público -afirmó.

– Ayer no mencionaste esta necesidad -le contradijo Víctor.

David pensó un momento la respuesta. Su aspecto, como siempre, era calmado.

– Es verdad -dijo, al cabo de unos instantes-. Quizá ayer no veía aún esta necesidad. Le he dado bastantes vueltas. Estoy convencido. No ganamos nada ocultándolo. El pánico puede ser mayor si se extienden las habladurías, como pronto sucederá. Es mejor informar de lo que sabemos.

– Sabéis lo que pasa pero no por qué pasa -objetó Víctor.

– Incluso así.

– ¿Y no crees que es arriesgado alarmar con la enfermedad sin consolar con el remedio?

Víctor compartía la opinión de su amigo pero recurría al papel de abogado del diablo. Lentamente había brotado en él un temor que le inquietaba más que los hechos mismos: el llegar a aceptar sumisamente lo que a todas luces era inexplicable. Por eso, antes de dar tiempo a la respuesta de David, continuó con otras preguntas:

– Y, además, ¿se trata auténticamente de una enfermedad? Vuestros análisis, ¿han dado algún resultado?

– Llámalo como quieras. Yo, como veo que hay hombres enfermos, lo llamo enfermedad. Reconozco que todos los análisis han sido negativos. Pero eso no cambia las cosas. Ha llegado un momento en que hay que tomar medidas, aunque sigamos trabajando en la oscuridad.

– Supongo que habéis enviado informes al departamento de sanidad.

– Claro. Desde hace bastantes días.

Víctor hizo un gesto de interrogación con la cabeza.

– Está en estudio.

– ¿Es una materia reservada?

– No exactamente. Nadie ha dicho que lo sea.

– Entonces, ¿por qué nadie lo ha hecho público?

– No tengo la menor idea.

Una enfermera entró en el despacho para llamar al doctor Aldrey. Cuando estuvo solo Víctor extrajo uno de los carretes del bolsillo de su abrigo y lo introdujo en la cámara. Disparó varias veces y, luego, depositó la cámara sobre una mesa metálica. Transcurrió casi media hora antes de que reapareciera David.

– Perdona. Nuevos ingresos.

Víctor se limitó a señalar la cámara fotográfica y a decir:

– Si me lo permites puedo intentarlo.

Por la noche Víctor entró en el bar, cercano a su casa, al que recurría habitualmente para comidas rápidas. Pidió un plato combinado asimismo habitual. Cuando se lo sirvieron se dio cuenta de que no tenía apetito. Comió muy poco. Bebió rápidamente la cerveza que también había pedido. Luego se hizo servir otras dos, tratando de aplacar la sed que le secaba la garganta. Durante un rato se entretuvo observando a los otros parroquianos. Experimentaba una sensación contradictoria: tenía prisa por llegar a su casa y, al mismo tiempo, trataba de retrasar su llegada. Llamó a Ángela desde el teléfono situado en un extremo de la barra. Aquella noche no podía verla a causa de un trabajo imprevisto que debía realizar. Seguramente le llevaría bastantes horas. No le explicó de qué se trataba. Prefería decírselo de viva voz. Se despidió y volvió a su asiento. El camarero le riñó por su falta de apetito. Le gustó el detalle y estuvo tentado de prolongar la conversación. Pero no lo hizo. Pagó y se marchó, entre elogios a la comida y disculpas por su inapetencia.

Pasó encerrado en su laboratorio toda la noche. Al principio, mientras disponía el material, recordó ciertas ocasiones en que el revelado de sus fotografías le había procurado una especial emoción. Particularmente cuando era muy joven y le parecía que cada fotografía debía estar obligadamente dotada de magia. La captura de una imagen era el secuestro personal de un fragmento de la existencia, y el revelado era la seguridad de su definitiva posesión. Los dos momentos eran satisfactorios, pero lo que en el primero era violencia en el segundo era delectación. Con el transcurso del tiempo estas sensaciones se debilitaron y ahora su memoria, como en las demás facetas de su vida, ejercía una drástica discriminación sobre su trayectoria de fotógrafo. Le devolvía, es cierto, determinados instantes de renovada intensidad, si bien tales instantes llegaban hasta él como si estuvieran flotando en un enorme agujero de ausencia.

Sin embargo, nunca la excitación se había visto acompañada por el temor. Ahora compartía excitación y temor. También un oscuro rechazo por lo que emergería ante sus ojos. Detestaba las piezas que, como un siniestro cazador, había ido cobrando durante su cacería en el hospital y, paralelamente, trataba de librarse de sus escrúpulos declarándose el provecho moral de su misión. Naturalmente esto estaba destinado a tranquilizar su conciencia. Una maniobra, no obstante, a la que se prestaba sin convicción, sabiendo, tal como le hacía saber el instinto, que el deseo de apropiarse de las imágenes capturadas era muy superior al vulnerable poder de las reticencias morales. La posesión del botín, por terrible que fuera, seguía siendo la inclinación más formidable.

La revelación del botín, desgranándose paulatinamente ante su mirada, tuvo para Víctor un efecto narcotizante. Se sentía, en cierto modo, hipnotizado y, a medida que las borrosas siluetas adquirían la consistencia de un mundo real, notaba que la pesadez de sus miembros dificultaban su labor. Le costaba un esfuerzo creciente rescatar nuevas imágenes. Volvía una y otra vez a la cubeta con el creciente hastío de tener que extraer, del fondo del líquido, los restantes episodios de la pesadilla.

Lo más turbador para Víctor es que ésta era una pesadilla distinta. Otras visiones cruzaron su imaginación. Él, durante algunas etapas de su vida, había conocido a fondo el lado más cruel de las cosas. Había fotografiado guerras, quizá intrascendentes pero sanguinarias. Sabía lo que era observar de cerca caras destrozadas y cadáveres mutilados. Había captado con su cámara los diversos decorados del espectáculo de la destrucción. También se había movido entre bambalinas, recogiendo instantáneas de la vertiente menos vistosa y comercial de las guerras, aquella que las revistas gráficas no compraban, alegando que las moradas de la miseria, cuando se repetían demasiado, dejaban de conmover. Víctor creía conocer con cierta intimidad los subsuelos del dolor, a pesar de que se había hartado de ellos y había procurado olvidarlos. Finalmente se había cerciorado de que no era difícil mantener alejadas estas pesadillas ardientes.

Pero lo que ahora examinaban sus ojos era una pesadilla fría. Gélida. Sin sangre, sin huellas de brutalidad, sin apenas señales de dolor. En todo caso un dolor enteramente diferente, incubado en perdidas regiones del espíritu, que se volcaba hacia el exterior bajo la forma de una gelatina viscosa. Tenía a su alrededor decenas de imágenes, y su compañía le causaba una impresión semejante a la que había sentido cuando el día anterior se había topado con aquel desconocido en el barrio antiguo: frío, un frío feroz que le atravesaba el cuerpo hasta quedar adherido en las vísceras.

La irrupción de aquel ejército espectral le atenazó. Se veía acorralado y dominado. Únicamente tras prolongados esfuerzos por librarse de la frialdad que le inmovilizaba se puso a examinar con detenimiento las imágenes que tenía ante él. Las miró una y otra vez, tratando de entender. Había en ellas algo sorprendente: correspondían a muy diversos individuos pero parecían ser la continua reproducción de la misma cara. Los rasgos eran, sin duda, distintos, aunque esto era sólo una evidencia superficial que se anulaba cuando el examen se hacía más atento. Entonces surgía un rostro único que se imponía sobre los rasgos aparentemente diferentes.

Víctor intentó descifrar los atributos de aquel rostro que le desafiaba desde diversos puntos de su laboratorio. No le convenció aquel antifaz inexpresivo bajo el que se ocultaba. Quiso arrancárselo, analizándolo obsesivamente como quien busca adivinar las intenciones de su peor enemigo. Realmente se había convertido en el peor enemigo. A fuerza de aceptar su intimidad su presencia se agigantaba. Los ojos sin vida del monstruo querían asfixiarlo. En ellos se reflejaba una insoportable demanda de compasión en la que Víctor creyó oír, incorporado, un susurro: pronto serás como yo.

Abandonó precipitadamente la habitación oscura del laboratorio. Necesitaba aire y abrió de par en par la primera ventana que encontró a su paso. Estaba amaneciendo. Entre los azules aún brillaban las luces confiadas de la ciudad. Ahora empezaba a comprender por dónde golpeaba la amenaza.