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IV

A principios de diciembre estalló la noticia sobre la conciencia de la ciudad. Fue algo natural e incontenible, como estalla la cáscara del huevo para que el recién nacido reptil, superado su estado embrionario, comience su periplo por los caminos. El caudal de internamientos aumentaba, día a día, con implacable regularidad. Ya no era posible encauzarlo en secreto ni tampoco disimularlo con el silencio. Los rumores, dejando atrás los circuitos reducidos, irrumpían en calles y plazas. La ciudad quedó totalmente envuelta en los pesados vapores de la duda. Era indispensable actuar y se actuó: se tomaron las primeras medidas políticas, los medios de comunicación, aunque con la cautela que esas medidas recomendaban, empezaron a informar y, finalmente, como exigencia de unas y otras circunstancias, se dio un nombre a los afectados. Se les llamó exánimes.

El hallazgo de un nombre era indispensable, pues era demasiado arduo estudiar científicamente un fenómeno que no estaba identificado bajo un rótulo. Además los políticos y los periodistas lo reclamaban como un instrumento imprescindible para sus respectivos trabajos. Era imposible tomar medidas o informar con respecto a algo que no tenía nombre. Pero la cuestión del nombre era complicada y requirió varios conciliábulos de autoridades, médicos y especialistas. A los internados que infestaban hospitales y clínicas se les consideraba idiotizados pero es obvio que no se les podía llamar oficialmente idiotas. Era demasiado cruel e irreverente. Sin embargo, ninguna denominación de las contenidas en las enciclopedias médicas se demostraba útil. Se repasaron infatigablemente los nombres de todas las patologías conocidas. Sin éxito. Era una enfermedad de la que no se tenía clara certidumbre de que fuera una enfermedad. Por si fuera poco, se propagaba como una plaga infecciosa pero se tenía por absurdo que pudiera ser una plaga o que pudiera contagiarse por una infección. Los análisis clínicos lo desmentían tajantemente y los anales médicos, también. A pesar de todo, no darle un nombre comportaba el inmenso riesgo de aquello que se transforma en innombrable. Después de muchas sugerencias descartadas, alguien, que había investigado los diccionarios, propuso que se les llamara exánimes. Por fin se llegó a un acuerdo. La definición con que se encontraron los que no conocían el significado del término era dura. Leyeron que un hombre exánime era un hombre sin aliento, sumamente debilitado e, incluso, sin señal de vida. Era dura pero no había duda que se adecuaba a las circunstancias. Por otro lado era suficientemente inhabitual como para contentar la severidad terminológica que pedían los científicos y la neutra opacidad que aconsejaban las autoridades. El adjetivo fue convertido en sustantivo y se adoptó oficialmente con la sensación de que ya se había vencido una batalla.

En cuanto a las medidas de orden político se procedió con sigilo y prudencia, procurando que la inminente publicidad de los acontecimientos quedara amortiguada por la garantía de disposiciones efectivas. Se pretendía así combatir la alarma que cundiría en la sociedad con una apariencia de energía. En cualquier circunstancia era imprescindible que todo pareciera bajo control. Por eso a finales de noviembre, cuando ya se reconocía como inevitable que el problema sobrepasara las instancias sanitarias, el Consejo de Gobierno convocó al Senado de la ciudad a una larga sesión, celebrada a puerta cerrada, con el propósito decidido de proceder a actuaciones inmediatas. Durante esta sesión hubo prolongados debates hasta que tanto el partido del gobierno como el de la oposición comprendieron que, contra lo que acostumbraba a suceder, esta vez se enfrentaban a una situación nueva y poco propicia para la oratoria. El común miedo a lo desconocido disminuyó paulatinamente el énfasis de los discursos hasta cortarlos de raíz. Según dijo, tiempo después, uno de los senadores asistentes, se llegó a un momento insólito en que ninguno de los presentes se atrevía a tomar la palabra. Nadie tenía nada que proponer.

No obstante, se tomaron medidas y se formaron comisiones. El Senado se manifestó unánime en un aspecto, considerado psicológico, al que se otorgó primordial importancia: lo desconocido debería ser presentado en sociedad de tal forma que los ciudadanos tuvieran, desde el inicio, la esperanza de que ya empezaba a ser conocido o que pronto lo sería. La segura solución futura del enigma tenía que ser la condición previa a la formulación del enigma. Éste era un principio incontestable que guiaba los métodos a adoptar en todos los órdenes. Así se comunicaría a los científicos y médicos. El mal debía ser investigado, a la búsqueda del remedio, pero, mientras tanto, se prohibía terminantemente desalentar a la población con confesiones de ignorancia. De todo ello quedaba encargada la comisión de expertos elegida por el Senado.

La denominada comisión de tutela tenía, naturalmente, una importancia todavía mayor. De su rapidez y sagacidad dependía la eficacia de todo el plan que se estaba poniendo en marcha para luchar contra los presagios sombríos que zarandeaban la ciudad. Pero debía actuar con exquisito tacto. No se podía imponer, de pronto, la censura sobre los medios de comunicación porque ello, además de suponer inoportunas protestas, representaría socavar aquella libertad de expresión de que tanto se enorgullecían la ciudad y las propias autoridades. Tampoco, sin embargo, se podía permitir que periódicos y emisoras, compitiendo entre ellos para ofrecer las noticias más sensacionales, como acostumbraban, acabaran vulnerando la exigencia de calma que la situación requería. El equilibrio era tan difícil como imprescindible. Para conseguirlo se ideó un complejo sistema de recomendaciones mediante el cual lo explícito se volviera implícito y el mandato se entendiera como sugerencia. La comisión de tutela tenía la responsabilidad de que la ciudad, aunque fuera con una libertad tutelada, continuara sintiéndose libre.

Faltaban, para completar los esfuerzos de los representantes de la comunidad, establecer aquellos procedimientos que aseguraran el cumplimiento eficaz de todas las disposiciones. Tampoco en este campo se quería recurrir a las opciones extremas. La firmeza no excluía la discreción. De ahí que la tercera de las comisiones elegidas, la de vigilancia, debía velar por el orden público, pero siguiendo los consejos que el Senado se dio a sí mismo: las medidas excepcionales se ejercerían sin que trascendiera el hecho de que eran excepcionales. Las fuerzas de seguridad estarían, en adelante, en estado de alerta permanente. En cualquier caso no se alteraría el ritmo cotidiano de la población. Debían evitarse, a toda costa, operaciones demasiado ostensibles.

Víctor Ribera supo que la noticia se iba a hacer pública por la llamada telefónica de Arias.

– Saldrán algunas de tus fotos -le dijo, al final de la conversación.

Habían pasado dos semanas desde su reportaje en el Hospital General. Víctor tardó en decidirse. Tras el revelado de las fotos no sabía a qué atenerse. Consultó al doctor Aldrey.

– ¿Quieres, de verdad, que lo hagamos público?

Aldrey examinó minuciosamente la colección de fotos. También a él, a pesar de su contacto cotidiano con ellas, pareció impresionarle aquel conjunto de caras muertas. Hizo un gesto negativo con la cabeza, más de malestar que de rechazo, al tiempo que murmuraba:

– No puede ser.

Por unos instantes Víctor creyó que su amigo se declaraba contrario a la publicación de las fotografías. Pronto, sin embargo, comprendió que la expresión de David denunciaba incredulidad: seguía sin poder asumir que ocurriera aquello que cada día, en el hospital, se veía obligado a constatar. Era evidente que para él lo peor no era el mal en sí, ni su preocupante extensión, ni tan siquiera la inutilidad de cualquier tratamiento probado hasta entonces, lo peor era su carácter incomprensible. Tras observar una vez más las fotos se lo confirmó a Víctor:

– Seguimos sin saber nada. O mejor, quizá, sería decir que cada día que pasa sabemos menos. Al principio, cuando se presentaron los primeros casos, teníamos la convicción de que era un brote aislado. Después pensamos que, como máximo, encontraríamos pistas aceptables. Ahora nos pasamos el rato haciendo preguntas. ¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí y con estos sintonías? Vamos admitiendo gente sin saber qué hacer con ella. Los lavamos a la fuerza y los alimentamos con suero para que vayan sobreviviendo. No dicen nada. No sabemos si quieren seguir viviendo o dejarse morir. ¿Qué es esto?

A Víctor le pareció que David reflexionaba solo, en voz alta, sin esperar ninguna respuesta. Dejaba relucir la tensión a la que estaba sometido. No tardó en dominarse de nuevo:

– Deberías intentar publicarlas -dijo-. De todos modos es una cuestión de días.

– ¿Qué es una cuestión de días? -le interrogó Víctor.

– Que se haga público.

– Entonces poco importa lo que yo haga -alegó Víctor.

– Puedes hacer que se retrase lo menos posible.

David le comentó que, entre los médicos, una gran mayoría era favorable a informar a la población tomando, eso sí, ciertas precauciones para evitar una reacción de pánico. Únicamente a través de la información podía tenerse la esperanza de desarrollar una labor preventiva, aunque, desde luego, todavía no había ideas precisas al respecto. Esto último era lo que más desconcertaba a las autoridades de la ciudad y lo que las había llevado a mantener un mutismo absoluto.

– Te aseguro que es un tema prioritario del Consejo de Gobierno. Le han dado cien vueltas. Lo sé por distintas fuentes. Veremos qué hacen -concluyó el doctor Aldrey con un tono de vago escepticismo.

A lo largo de estas dos semanas Víctor Ribera se vio inmerso en un irritante duelo con Salvador Blasi, el director de El Progreso. Tras la consulta con Aldrey le telefoneó para ofrecerle el reportaje que le había prometido durante su visita.

– ¿Qué reportaje? -oyó que le decía Blasi desde el otro lado del hilo.

Esta primera evasiva no era sino el comienzo de sucesivas evasivas mediante las que Blasi, recurriendo a todas las ambigüedades posibles, mostraba, al mismo tiempo, interés y falta de urgencia. Durante varios días Víctor hubo de soportar cancelaciones de citas y errores supuestamente involuntarios, que se adjudicaban a las secretarias de Blasi o se justificaban por la complejidad misma de la empresa que éste dirigía. Cuando hubo agotado su paciencia Víctor le amenazó con dirigirse a otros periódicos. Sospechaba que con todos sucedería lo mismo pero quería ejercer el único medio de presión que estaba a su alcance. La estratagema surtió un cierto efecto pues Blasi le prometió que le daría una respuesta definitiva en el plazo de cuarenta y ocho horas. Era el penúltimo día de noviembre. A la mañana siguiente el director de El Progreso lo convocó urgentemente. Tenía prisa por ver las fotos.

Mientras las contemplaba Blasi se defendió:

– Debes perdonarme. Quiero serte sincero. Cuando nos vimos por última vez yo ya era consciente de la gravedad de lo que estaba sucediendo. Te lo negué, aunque imagino que tú te diste cuenta. Tenía mis razones. Traté de explicarte la necesidad de evitar la alarma. Esto era cierto y no te mentí. Por otro lado debo admitir que seguí ciertos consejos del gobierno de la ciudad. Esto no me quita independencia. En otras circunstancias, te lo aseguro, no hubiera hecho caso. Tú me conoces suficientemente para saberlo. En las actuales circunstancias sí. Era lógico hacerlo. Ellos esperaban el curso de los acontecimientos. Nosotros también. Era una cuestión de prudencia.

Víctor pensó en si conocía a Blasi, como éste alegaba. Seguramente, tras tanto tiempo, no lo conocía en absoluto. Ambos eran, entre sí, perfectos desconocidos. Dedujo que, en aquel momento, le importaba muy poco averiguarlo. Tampoco le incumbía la independencia de la prensa.

– ¿Y ahora te han dado luz verde? -preguntó secamente.

– Todavía no, pero es inminente. ¿Esta tarde?, ¿mañana? Es inminente. Blasi se puso a elogiar las fotografías: -Magníficas, magníficas. Nos servirán mucho. Además, entre nosotros, te confesaré algo: seremos los primeros en publicar la noticia.

– ¿Tenéis la exclusiva? -interrogó Víctor con voz burlona.

– Digamos que hemos conseguido una ligera anticipación sobre los demás. Cosa de unas horas. Las suficientes -contestó Salvador Blasi, visiblemente satisfecho.

La llamada de Arias, anunciándole la publicación, se produjo al atardecer de aquel mismo día. Sin embargo, aún pasaron dos más antes de que El Progreso, con una edición especial, propagara la noticia por la ciudad. Víctor, al pasar junto a un quiosco, se encontró con una de sus fotografías ocupando un espacio considerable de la primera plana. La página estaba presidida por un titular, impreso con grandes caracteres: Preocupante incremento de los casos de trastorno de la personalidad. Víctor se echó a reír ante la mirada asombrada del vendedor que le cobraba el ejemplar. Había apostado mentalmente por los más diversos titulares, pero no se le había ocurrido ninguno que se asemejara al que tenía delante de sus ojos. No supo decidir si era tranquilizador, alarmista o, sencillamente, desconcertante.

Entró en el primer bar que encontró. Estaba casi desierto. Además de un par de camareros únicamente había un individuo que metía monedas en una máquina tragaperras. Se sentó en una mesa apartada, bajo la ventana, y esperó a que le trajeran el café que había pedido. El camarero no le hizo ningún comentario. Leyó las páginas del periódico dedicadas a la noticia, encontrándose con otras dos fotografías suyas y un breve comunicado del Departamento de Sanidad en el que se prometían rápidas investigaciones y no menos rápidas soluciones. El resto era una obra maestra del equívoco.

Con el sonido metálico de la máquina tragaperras como música de fondo, Víctor avanzó penosamente a través de aquella tela de araña del lenguaje capaz de atrapar a cualquier lector entre su tupida red de frases elípticas y términos incomprensibles. La historia de la imprevista dolencia daba vueltas sobre sí misma, manifestándose en unas ocasiones como algo de origen oscuro pero de duración fugaz y, en otras, como algo tan viejo como el hombre que, de repente, había adoptado formas nuevas. Grave e irrelevante al mismo tiempo, era una epidemia sin serlo y una rareza sin parecerlo. Sus consecuencias eran tan difusas como sus orígenes, lo cual no invalidaba la enunciación de hipótesis que, insinuadas con convicción, quedaban desmentidas, unos renglones más abajo, con igual certeza. Al supuesto de unas alteraciones estrictamente fisiológicas le seguía la posibilidad de un fenómeno colectivo de sugestión en el que, sin embargo, no se descartaba la complicidad de singulares agentes inductores aletargados en alguna parte, todavía ignorada, del cuerpo.

A medida que progresaba en su lectura Víctor tuvo la impresión de asistir al desarrollo de una intriga en la que los conjurados aparecían y desaparecían con mágica fluidez y de la que no se sabía si constituía un drama o aspiraba a ser una farsa. Lo que se ponía de manifiesto, en cualquier caso, era que la intriga era seguida con detenimiento por los responsables del bien público, como lo demostraba el hecho de que ya se había adjudicado a los afectados la denominación de exánimes. El Progreso aseguraba, según una frase repetida varias veces, que los exánimes eran individuos que habían perdido el apetito existencial. La conclusión era esperanzadora: todo debía verse como un fenómeno pasajero que pronto sería erradicado y frente al que no había ningún motivo de inquietud. Científicos y autoridades trabajarían con la debida abnegación de modo que la paz de la ciudad permaneciera imperturbable.

Al abandonar la lectura del periódico Víctor tenía imágenes confusas en la cabeza. Pensó que Blasi había obtenido la primicia que perseguía y que sus fotografías contradecían desoladoramente toda la información que había leído. Sin embargo, no estaba seguro de haber actuado correctamente. Quizá era el enmascaramiento puesto en marcha por Blasi lo que realmente convenía. Sacó un lápiz del bolsillo de la americana y se puso a garabatear una de sus fotos. El pobre desgraciado estaba más presentable con barba y bigotes. Entonces pasó junto a su mesa el hombre de la máquina tragaperras y, con una mueca desagradable, dijo que se había quedado sin dinero. Víctor no supo si se lo decía a él, a los camareros o a sí mismo. Daba igual, desde luego.

Otros periódicos, por la tarde, lanzaron ediciones especiales, mientras las emisoras de radio y televisión se añadían a la propagación de la noticia. El Progreso había dado la pauta y los demás, en términos generales, la siguieron escrupulosamente. Como necesitaban reclamar la atención del público todos utilizaban una técnica similar, activando la bomba de la novedad informativa para, a continuación, desactivarla con seguridades y promesas. Hubo, claro está, matices impulsados por la competencia, y algunos insinuaron complicaciones que iban, al parecer, más allá de lo que les era permitido insinuar. Como consecuencia hubo también rectificaciones y ya aquel mismo día trascendió que una comisión de tutela, creada por el Senado, velaba por la exactitud de la información. Se anunció, asimismo, la existencia de la comisión de expertos, a la que se atribuyó rasgos salvadores. De la comisión de vigilancia la ciudad se enteró con posterioridad, cuando ya la ciudad se hallaba vigilada.

Víctor pasó el resto del día junto a Ángela. Antes, en diversas ocasiones, trató de comunicarse telefónicamente con el doctor Aldrey, pero las líneas del Hospital General estaban siempre ocupadas. Optó por atrincherarse frente a la gran noticia del día, que él mismo había fomentado. Para ello hubo que vencer la inicial resistencia de Ángela, a la que fue a visitar, de improviso, en su taller de restauración.

– Es más grave de lo que me dijiste -le reprochó ella, al recibirlo.

Hacía unos pocos días le había comentado su reportaje fotográfico en el hospital, pero le había ocultado el alcance de los hechos, sumándose también él a la tendencia de poner a la prudencia por encima de la verdad. Sin embargo, según advirtió, Ángela había sabido orientarse en el laberinto de las informaciones. No tuvo más remedio que reconocer la gravedad de los sucesos.

– No quería alarmarte -añadió.

De inmediato pensó que era definitivamente alarmante una situación en la que todo el mundo se esforzaba para que los demás no se sintieran alarmados. Por eso cuando Ángela le pidió la verdad, le contó todo cuanto sabía. Fue un relato breve, y él mismo se sorprendió de su brevedad porque aquella historia se había ensanchado tanto en su pensamiento que le parecía imposible la escasez de datos de que disponía. En realidad era como si la sombra de un ser invisible se estuviera proyectando agobiantemente sobre un muro. Algo muy rápido de contar e imposible de explicar. Un ser invisible no podía tener sombra. Pero la tenía. Más allá de eso lo demás era anecdótico.

– ¿Y adónde conduce eso? -preguntó Ángela cuando dio por concluido su relato.

Víctor se encogió de hombros:

– No lo sé.

Era impotencia y, también, indiferencia: quería desprenderse, aunque fuera por unas horas, de aquella gelatina que se pegaba a su cerebro. Abrazó a Ángela. Le gustaba cuando iba enfundada en su guardapolvo, con los cabellos desordenados cayéndole sobre la espalda. La besó repetidamente, buscando permanecer el mayor tiempo posible en el calor de sus labios. Pronto sintió el deseo de su cuerpo y la alegría de que aquel deseo postergara otras sensaciones. A su alrededor apenas quedaban restos de un mundo que naufragaba. No tenían la menor importancia. Sólo el cuerpo de Ángela contaba en ese futuro inmediato que era el único futuro. En el exterior, la ciudad era un paisaje blanco que se confundía con la nada.

El cuadro con el tema de Orfeo y Eurídice que Ángela debía restaurar era de grandes proporciones. Estaba muy dañado, especialmente en los ángulos, con manchas oscuras y fragmentos desprendidos. De acuerdo con los informes del propietario de la obra era una tela de autor anónimo del siglo XVII. Víctor lo encontró imperfecto pero sugestivo. Las figuras estaban pintadas con cierta torpeza, sin demasiada elegancia en los rasgos ni atención en las proporciones. Sin embargo, el autor, a pesar de sus limitaciones, o quizá sus prisas, había conseguido expresar una fuerza considerable. Ángela, aunque reconocía sus defectos, alababa esta fuerza y la atribuía al acierto del pintor que había escogido el momento crucial de la fuga de Orfeo.

– Fíjate -decía con satisfacción-, es el momento justo. Orfeo está a punto de girarse para contemplar a Eurídice, pero todavía no lo ha hecho. Nosotros, los espectadores, no podemos decir si lo hará. La salvación es aún posible.

Ángela le habló del mito de Orfeo, sobre el que había estado leyendo en los últimos días. Con su singular manera de contarlo, lo remoto se convertía en cercano, casi palpable, como si ella misma hubiera asistido a las sucesivas secuencias de la vida de Orfeo. Y así el viaje de los Argonautas, el descenso al infierno para rescatar a Eurídice e, incluso, su muerte a manos de las mujeres tracias llegaban a oídos de Víctor como escenas que hubieran ocurrido en un pasado muy próximo. A Ángela le encantaba que fuera de este modo, consiguiendo con extraordinaria facilidad transmitir este encanto. Decía que no le interesaban las historias en las que ella, de una manera u otra, no se podía sentir partícipe. En ésta era claro que participaba junto a Eurídice, por lo que no tenía nada de extraño que entre las dos versiones del retorno de Orfeo al mundo de los vivos se decantara por aquella en la que también Eurídice conseguía salir y desaprobara, por el contrario, aquella otra en la que, por violar Orfeo la prohibición de mirar atrás, quedaba condenada a permanecer en el infierno. Para Ángela la aventura de Orfeo sólo valía la pena si lograba huir con su mujer. Y estaba convencida de que el cuadro no desmentía su opinión.

Tras escucharla atentamente Víctor pensó que el pintor había actuado con habilidad, escogiendo un camino intermedio que ni afirmaba ni negaba. No invitaba al espectador a deducir que Orfeo había tenido éxito en su misión, pero tampoco había querido representar su fracaso. Ambas opciones eran igualmente posibles. Ni esperanza ni desesperación: la cabeza de Orfeo estaba girada, pero no hacia atrás, donde estaba Eurídice, sino hacia el espectador, como si en última instancia fuera éste quien debiera decidir. Esto era realmente astuto por lo demás era evidente que el anónimo pintor se había preocupado mucho más por cuidar los detalles del infierno. Para describir el mundo de los vivos le había bastado el verde difuso de una vegetación exuberante y el azul intenso de un cielo luminoso. Al parecer no era necesario que ningún hombre aguardara la llegada de Orfeo y Eurídice. El infierno, dominado por el ocre oscuro, era más concreto, con las siluetas de los condenados empujando una gran noria de fuego bajo la vigilancia de sus monstruosos centinelas. Por la retina de Víctor desfilaban otras imágenes de otros infiernos: el infierno siempre era más concreto.

Ángela acarició suavemente el hermoso marco dorado del cuadro. Dijo:

– Me llevará meses restaurarlo. Como ves está bastante mal. Hubiera preferido enseñártelo más adelante.