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A pesar de todas las precauciones del Consejo de Gobierno no se pudo evitar que la difusión de los hechos hiciera mella en el ritmo de la ciudad. Tras su mesura inicial los medios de comunicación, excitadamente tentados a hurgar en un filón de apariencia inagotable, expresaron una creciente osadía. Hartos, durante años, de transformar las pequeñas noticias en grandes noticias no se plegaron dócilmente a la recomendación de actuar en sentido contrario. Sintiendo que estaba a su alcance un tesoro maligno, se resistían a conformarse con la bisutería que les era ofrecida. De otra parte, el hecho de que fuera maligno acrecentaba su valor y lo acercaba a aquellos otros tesoros, pertenecientes a un pasado que ya parecía definitivamente perdido, que emergían, fulgurantes, cuando se informaba de catástrofes y guerras. Los medios de comunicación no hablaron de guerra, porque no la había, ni de catástrofe, porque era un término vedado, pero escarbaron generosamente en la herida hasta conseguir que toda la ciudad quedara salpicada. Esta labor cotidiana preparó el terreno para consagrar un estado de crisis, fórmula favorita por la que la insistencia en lo anómalo se compensaba, consoladoramente, con el recurso a lo transitorio. Y así la denominada crisis de los exánimes fue reemplazando cualquier otro foco de interés.
Sin embargo, durante estas primeras semanas de la crisis, en contra de las previsiones más pesimistas, no hubo síntomas de pánico. La reacción más perceptible fue de asombro e incredulidad. Lo que se informaba como cierto parecía tan fuera de toda lógica que resultaba inaceptable. Tras las primeras informaciones apenas se entendía que un fenómeno aislado y, según se decía, de dimensiones reducidas, constituyera algo fundamental para la vida de la ciudad. Por otro lado, ésta estaba acostumbrada a creer que lo anormal se hallaba recluido en sus propios reductos, de modo que su existencia en nada debía afectar a la normalidad general. La enfermedad debía ser tratada en los escenarios dedicados a este propósito, y de manera similar todas las formas del mal, fuera éste físico, moral o de cualquier otro tipo, tenían, para su tratamiento, sus lugares adecuados. Esto, obviamente, no se extendía a lo inexplicable. Lo inexplicable, por serlo, no tenía lugar que le concerniera. Pero lo inexplicable había sido borrado de la conciencia de una población convencida por las explicaciones que había heredado y que se confirmaban día tras día.
Esta resistencia se quebró lentamente, más por el insistente zumbido de las murmuraciones que por la fuerza de las advertencias. El rumor de fondo, crecientemente ensordecedor, demostró mayor eficacia que las voces de alerta. Las conversaciones se arremolinaron alrededor de una única conversación, y en ella, en voz baja, unos y otros se preguntaban sobre el poder de aquel espectro que furtivamente se había instalado en su hogar. Pero tampoco entonces hubo pánico. Cuando cesó la incredulidad se impuso la simulación.
Casi imperceptiblemente el ritmo interno de la ciudad se hizo más pausado y los ciudadanos se adiestraron en el gesto precavido. Se tanteaban entre sí, prefiriendo conocer la opinión del otro antes de aventurarse a exponer la propia. Reconociéndose bajo acecho nadie podía ser ya completamente inocente. La semilla de la desconfianza se alimentaba con el rico abono de la sospecha. Con todo, no se desbordaron los sentimientos. El miedo permaneció oculto tras la suposición de sensatez y la sensatez se adornó con alambicados afeites. Y así podría afirmarse, sin exageración, que durante este período la ciudad se defendió del intruso recurriendo febrilmente al camuflaje. Algunos insinuaban que las aceras aparecían más vacías, las miradas más inquietantes, las sonrisas más esporádicas. Pero los mismos que lo sostenían se apresuraban a negarlo, alegando que para ellos todo continuaba como había sido siempre y proclamando con firmeza que nada cambiaría en adelante. Aunque las informaciones eran crecientemente desalentadoras el éxito inicial de la simulación hizo que sobre el decorado sombrío se vislumbraran sorprendentes pinceladas de euforia. A lo largo del mes de diciembre la ciudad quedó escindida entre aquella parte de ella que palpaba la realidad del monstruo y aquella otra que se convencía de su inverosimilitud.
Las fiestas de Navidad fueron la ocasión propicia para atestiguarlo. Cerrando los ojos frente a los avances de la carcoma la población se sumió en un tesonero esfuerzo para asegurar la robustez de la fortaleza. Fueron unas fiestas brillantes, quizá más que en ningún año precedente. Las calles se engalanaron con mayor cantidad de adornos luminosos y los almacenes recurrieron a sus reclamos de lujo para atender la avalancha de clientes. Por unos días el derroche de prosperidad ahuyentó la presencia de los fantasmas. El dinero relucía con profusión, reforzando su prestigio de talismán: se vendía alegría y se compraba felicidad. La ciudad se convirtió en la plaza de un enorme mercado y en el estómago de un interminable banquete.
De otro lado, el Consejo de Gobierno, temeroso ante lo que podía suceder y gratamente asombrado ante lo que sucedía, redobló energías para acentuar el esplendor de aquellas fiestas que juzgaba decisivas para mantener el ánimo de la comunidad. Organizó, sin anteriores avaricias, un gran número de manifestaciones deportivas y culturales, improvisando, incluso, una suntuosa celebración, con espectáculos, música y fuegos artificiales. Nadie supo qué era lo que se estaba celebrando, pero tampoco nadie se lo preguntó. El comercio, la industria y las entidades financieras apoyaron, con inusual generosidad, la iniciativa, las televisiones disputaron entre sí su transmisión más vistosa y los ciudadanos se aprestaron a engullir las imágenes que se les prometía. Cierto que por las noches se oían, cada vez con más frecuencia, las irritantes sirenas de las ambulancias. Sin embargo, no se había perdido la confianza de que al día siguiente amanecería. Como siempre.
El miércoles inmediatamente anterior a Navidad se encontraron en el París-Berlín, una vez más, Víctor Ribera y David Aldrey. Éste había rechazado la sugerencia de interrumpir las citas a causa de su trabajo. Durante buena parte de la comida no hicieron ninguna alusión al tema inevitable. Ambos, con disciplinada complicidad, retrasaron su abordaje. Hablaron mucho de su infancia, en especial del aspecto que ofrecía la ciudad en aquellos tiempos ya lejanos. Edificios que ya no existían, costumbres que habían desaparecido. Algunos recuerdos coincidían: el acuario entonces recién inaugurado, los carnavales, el antiguo parque de atracciones. Repasaron viejas películas y viejas canciones, buscando escenas comunes. En su recorrido se detuvieron en un circo y en un personaje. Se dieron cuenta de que los dos conservaban una fascinación similar:
– ¿El Gran Circo Moderno?
– Exacto -corroboró Víctor.
– ¿Y él cómo se llamaba? -preguntó David.
– Déjame pensar -dudó Víctor-. ¿Humberto?
– Puede ser. Creo que sí. Pero lo importante era como le anunciaban. El mejor sucesor del grandioso Houdini. ¿Te acuerdas?
– Sí. Le dedicaba todos los números.
Recordaron cómo el sucesor del grandioso Houdini conmocionó a la población infantil. Polifacético, dominaba la mayoría de las artes circenses. Era trapecista y funámbulo, actuando siempre sin red. Un acróbata excepcional. Pero también era un hábil prestidigitador para el que no había ningún secreto. Lo mismo hacía centelleantes juegos de manos que se liberaba de cadenas y ataduras. Con todo ello preparaba la hipnosis colectiva, su ejercicio más prodigioso.
– Decía que estaba en comunicación con el espíritu de Houdini -comentó Víctor, riendo.
– Es verdad, sus palabras me quedaron grabadas. Supongo que no entendíamos nada de lo que nos decía y esto todavía nos impresionaba más.
– Quizá. Aunque debo reconocerte que yo me sentía hipnotizado. No sé cómo lo hacía pero yo estaba hipnotizado.
– Yo también -confesó David-. Alguna vez me he preguntado cómo lo lograba. Hablaba mucho aunque, de tanto en tanto, se callaba durante un buen rato. Recuerdo que nos pedía que miráramos su mano y, luego, un objeto que relucía. Mientras duraba no se oía ni una mosca. Estábamos como alelados y salíamos hechos un lío. Pero a mí me gustaba tanto que fui, al menos, media docena de veces.
Cuando abandonaron al discípulo de Houdini el camarero ya había depositado la factura sobre la mesa. El doctor Aldrey la cogió. Según el turno establecido aquel día le tocaba pagar a él. Al sacar los billetes de la cartera dijo:
– Tendré que irme pronto.
El presente volvía con dureza. Exigía sus tributos. Era ridículo desconocerlo. Víctor sabía que debía preguntar.
– No hay ninguna novedad. Si no fuera porque el número aumenta sin cesar podríamos decir que todo es ya una rutina.
Estaba tranquilo y Víctor pensó que quizá también él estaba tocado por la rutina. Tal vez adivinando su pensamiento el doctor Aldrey añadió:
– Si quieres que te diga la verdad hacemos de carceleros. Como médicos no tenemos, por el momento, ninguna función. Y como carceleros estamos fuera de lugar. Para muchos ya no es un problema exclusivamente médico. Se habla de crear con urgencia centros de acogida. Así los llaman. No sé en qué consistirán.
Víctor le hizo reparar en el ambiente festivo que reinaba en la ciudad.
– Mejor así -contestó David Aldrey-. Aunque temo por la resaca. Ojalá me equivoque.
Al mediodía del último día del año Víctor Ribera recibió una llamada de El Progreso. La voz femenina le comunicó que iba a hablar con el director y, sin esperar su respuesta, le dejó con una melodía del hilo musical. Luego oyó la voz de Blasi:
– Tengo una gran noticia para ti. Te han dado el premio a la fotografía del año. La que sacamos en primera plana. Aún no se ha hecho público pero ya es seguro. Acabo de llegar de la reunión del jurado. Además te diré que nadie lo ha discutido. ¿Estás contento?
Víctor estaba perplejo. La voz de Blasi se despidió:
– Enhorabuena. Ahora te dejo. Ya hablaremos esta noche en casa de Samper.
– ¿Samper? -balbuceó Víctor.
– ¿No irás esta noche a casa de Samper?
– Sí.
– Yo también. Hasta luego.
Blasi colgó. Lo primero que hizo Víctor fue arrepentirse de haber aceptado la invitación de Samper, el propietario de la galería donde había hecho su última exposición. No tenía ninguna predilección por las fiestas de Nochevieja ni encontraba obligatorio festejar los cambios del calendario. La unanimidad de la alegría que se exigía en estas fiestas le ponía, anticipadamente, de mal humor. Además uno tenía que reír al lado de otros que también reían, ocultando juntos, la indiferencia, cuando no la animadversión, que se profesaban. Cogió de nuevo el auricular y marcó el número de Samper. Le dijeron que no estaba en casa y que lo encontraría en la galería.
Víctor desistió de la idea de localizarlo. Otra idea, el que le hubieran dado un premio por aquellas malditas fotos, provocaba su desconcierto. Sabía que lo aceptaría, sucumbiendo al halago. Por un instante pensó que David, en sus mismas circunstancias, no lo aceptaría. Tal vez sí. Era inútil una comparación de este tipo. No tenía sentido. De todos modos era un sarcasmo que también algo así obtuviera su premio. Se dijo que, en adelante, no publicaría nada relacionado con aquellos sucesos. Estaba dispuesto a fotografiarlo todo. Quería que su cámara registrara minuciosamente, a partir de entonces, las imágenes de aquella ciudad, la suya, que parecía sumergirse en el hechizo. Haría, otra vez, de fotógrafo callejero. Le gustaba esa decisión. Pero no publicaría nada hasta que el hechizo estuviera disuelto. Su pensamiento se detuvo bajo el peso de la posibilidad alternativa. Quizá el hechizo no tenía fin. Con un rotulador escribió en una etiqueta algo que, de inmediato, le sugirió el título de una crónica: El tiempo de los exánimes. También él se había acostumbrado a la horrible palabra. Daba lo mismo ésta que cualquier otra.
Tomada la decisión, Víctor quiso llevarla a la práctica aquella misma tarde. Pasó varias horas captando instantáneas de las calles. Eran las últimas horas del año, aparentemente iguales en todo a las últimas horas de cualquier otro año. Hacía frío, el tráfico era muy denso y los viandantes tenían prisa por llegar a sus metas. Ningún signo de inquietud. El engranaje de la ciudad funcionaba apaciblemente. Sin embargo, cada vez que disparaba el botón de su cámara, Víctor tenía la sensación de que era precisamente aquella paz lo que era inquietante, como si se reflejase la excesiva bonanza que antecede a la tempestad.
Cuando regresó a casa eran casi las nueve. Guardó los carretes en una caja metálica sobre la que pegó la etiqueta con el título de su particular crónica. El tiempo de los exánimes era todavía un tiempo apacible. ¿Hasta cuándo continuaría así? Víctor se cambió rápidamente de ropa. Llamó a Ángela. La iría a recoger enseguida para asistir a la fiesta de Samper.
Era una reunión muy concurrida. De Jesús Samper se decía que era tan buen empresario como anfitrión. Un organizador nato que declaraba su gusto por la improvisación, no sin antes haber cuidado los más mínimos detalles. Era rico, y nadie se acordaba de su origen oscuro porque él, unas veces convenciendo con halagos y otras comprando con brusquedad, había conseguido erradicar tal origen. Sin descartar nunca otros comercios el del arte le había proporcionado simultáneamente dinero y posición. Con el dinero acumulado había invertido, con éxito, en el mercado del prestigio, apoderándose así del aura de la respetabilidad. El arte, según aseguraba, era todo para él. Y, en cierto modo, podía dársele la razón pues, con el paso de los años, el traficante había logrado imponerse como un espíritu cultivado que, bien mirado, no podía ser sino el fruto de una esmerada educación. Llegado a este punto, y sin encontrar obstáculo para reconstruir su entera biografía, Samper recordó que ya su rancia familia, durante varias generaciones, era amante del arte. El que los otros lo creyeran no le preocupaba en absoluto. Le bastaba que lo aceptaran. Y eran tiempos en que esas cosas se aceptaban con facilidad.
Ángela y Víctor fueron a saludarle. Jesús Samper les recibió efusivamente:
– Me alegro de que hayáis venido. Espero que sea una Nochevieja divertida.
Elogió el aspecto de Ángela, a la que besó en las mejillas. Luego se dirigió a Víctor:
– Te felicito por el premio. Quiero que me enseñes las fotos que hiciste. Según como vaya todo podríamos hacer una nueva exposición la próxima primavera. ¿Qué te parece?
Víctor lo miró asombrado. Samper, como siempre, era de una sinceridad brutal: intuía una macabra rentabilidad y no tenía inconveniente en expresarlo.
– De momento no tengo intención de hacer una nueva exposición -respondió Víctor-. Hemos hecho ya una y bien reciente.
Samper le dio a entender que esperaba esta respuesta. Insistió:
– Lo sé. Yo tampoco soy partidario de abusar con demasiadas exposiciones. Eso destruye a los artistas. Hay que dosificar. Pero también podemos hacer excepciones. Es un tema de rabiosa actualidad. No sabemos cuánto va a durar lo de esos pobres desgraciados.
Por su última frase era imposible averiguar si Samper deseaba o no que durase. Víctor pensó en rebatirle. No le gustaba ser considerado un artista ni le gustaba la rabiosa actualidad a la que aludía Samper. Éste se le adelantó:
– Bueno, bueno. Ya hablaremos. Hoy no es un día para estos asuntos. Bienvenido, de nuevo. Pasad. Encontraréis muchas caras conocidas.
Víctor notó con alivio que Ángela lo arrastraba para ponerlo fuera del alcance de su interlocutor. Entraron en el amplio salón, atiborrado de gente. Las caras conocidas, si las había, estaban extraviadas en la marea de cabezas y bocas anónimas. A Víctor le llamó la atención el extraño predominio de las bocas: comían, bebían o reían. Aunque la primera impresión era que se desarrollaban las tres operaciones al mismo tiempo en un incesante desfile de gargantas abiertas, dentaduras brillantes y labios de colores. Una tenue niebla envolvía los gestos y movimientos de las figuras, acentuando su deformidad. Sólo cuando la retina de Víctor se hubo habituado al escenario se disipó el velo, dando paso a la presencia de rasgos más definidos. Entonces, como había anunciado Samper, en medio del conjunto anónimo se dibujaron caras conocidas y Víctor pudo comprender que en la velada estaban reunidas las complementarias aficiones del anfitrión por el comercio, el arte y la política.
Al filo de la medianoche, al sonar las campanadas del reloj de pared que dieron por inaugurado el nuevo año, los invitados festejaron bulliciosamente el acontecimiento. Se intercambiaron abrazos y deseos con la misma convicción con que se los habían intercambiado al iniciarse el año precedente. La alegría general confirmaba que esta convicción no debía ser alterada pues, aunque cambiaran las hojas del calendario, la rueda del tiempo continuaría girando a igual velocidad. Y así, cuando la orquestina que Samper había contratado para amenizar la velada empezó a tocar sus primeras melodías, el grueso de los asistentes se lanzó al baile con el disciplinado entusiasmo de quienes creían celebrar la danza de la vida. Hubo, como era propio de estas ocasiones, ciertos reticentes pero pronto unos y otros, bailarines y contempladores, aparecieron unidos por un magnetismo especial: aquella danza los unía y nadie quería quedar despegado de ella.
Como todos, también Víctor participó de esta unanimidad y, junto a Ángela, permaneció inmerso en la gran confusión durante bastante tiempo. Sólo cuando el cansancio permitió la fragmentación el grupo compacto fue deshaciéndose en pequeños grupos que se refugiaron en sus propias conversaciones. Algunos invitados se buscaban, otros se encontraban. La mujer de Samper se llevó a Ángela, cogiéndola del brazo. Era la primera vez que ésta estaba en su casa y le había prometido enseñarle la colección de pinturas antiguas que eran el orgullo de la familia. Víctor ya la conocía y se excusó. Durante algunos minutos deambuló por el salón ocupado en fugaces saludos y diálogos entrecortados. Luego se dirigió a una habitación adjunta presidida por el fuego de una suntuosa chimenea. Cuando ya había elegido el sillón donde sentarse le salió al paso Salvador Blasi, quien le presentó a los dos hombres que le flanqueaban. Al primero Víctor lo reconoció enseguida porque había visto su cara en los periódicos y en la televisión. Era el senador Félix Penalba, miembro del partido gobernante. Del segundo, Ramón Mora, había oído hablar como uno de esos sociólogos eminentes que sabían detectar las intenciones de la comunidad.
Por iniciativa de Blasi se sentaron junto a la chimenea. El director de El Progreso llevaba consigo una botella de whisky y una pequeña columna de vasos de plástico transparente. Adujo que esto era una causa suficiente para mantenerse alejados por un rato del tumulto:
– Hemos cumplido ya como jóvenes alocados. Ahora nos toca beber como viejos respetables.
Le gustaban las frases que consideraba ingeniosas y, además, estaba convencido de su ingenio. Quizá esto le proporcionaba el ánimo suficiente para encabezar cualquier conversación, lanzándose a monólogos que, al parecer, sólo interrumpía cuando necesitaba que las otras palabras fueran una ratificación de las suyas. En realidad, los que le conocían de cerca, opinaban que todo era una estrategia mediante la cual Blasi, en ocasiones a través de caminos sinuosos, conducía a sus interlocutores al terreno que le convenía. Por otro lado, tenía una singular predilección por la paradoja. Cuando se mostraba ácidamente crítico era porque preparaba un final conciliador. Cuando elogiaba demasiado, repartiendo alabanzas a diestro y a siniestro, era porque inevitablemente buscaba crear un ambiente tenso a su alrededor. En cualquier caso había que reconocerle una habilidad fuera de lo común.
Aquella noche Blasi recorrió sucesivamente ambos senderos. Primero dijo estar hastiado. Odiaba las fiestas y estaba harto de una vida social que ya no tenía para él ningún aliciente. La gravedad de los problemas que afectaban a la ciudad no autorizaba la dedicación a las frivolidades. Ni siquiera le quedaba el secreto atractivo de seducir a una mujer, no sólo por estar sometido a la vigilancia de la suya sino porque había perdido el gusto por este tipo de aventuras. Sin embargo, a continuación, tras exponer el panorama desolador, Blasi, sin transición alguna, expuso sus motivos de gozo. Elogió a Samper y la posibilidad de compartir la Nochevieja con tantos buenos amigos. Aunque fuera un tópico, el deseo de felicidad que se expresaba al principio de cada año formaba parte de una tradición encomiable. La gente lo necesitaba. Tenía derecho a prometerse felicidad.
Blasi terminó su monólogo:
– Especialmente ahora que el desastre se nos viene encima.
Tras el largo rodeo Blasi había alcanzado su objetivo. Bebió un largo trago de whisky, esperando las respuestas. Víctor se mantuvo en silencio mientras el senador y el sociólogo se disputaban el uso de la palabra recurriendo a sus autoridades respectivas. Se impuso Penalba:
– No seas exagerado. Ya sabes que te respeto a ti y a tu periódico. Pero el tratamiento que habéis dado a la cuestión de los exánimes ha sido desde el principio exagerado. Y debo decirte que en esto la sociedad es más prudente que vosotros. No ha magnificado el problema.
– Porque desconoce lo magnífico que es el problema -le interrumpió Blasi con mordacidad.
– No es eso, no es eso -se defendió el senador-. Todos somos responsables de haber llevado mal este asunto. No estábamos preparados para algo así. Pero se están encontrando soluciones. Según mis noticias el número de afectados está remitiendo.
– Creo que estás mal informado, senador -le dijo Blasi.
Penalba le sonrió, dándole unas palmadas amistosas en el hombro:
– No olvides que hay secretos incluso para los directores de periódicos mejor informados.
Ramón Mora, que había estado ansioso por hacerse oír, aprovechó para vengarse del senador:
– Pues no debería de haberlos. Si los políticos ocultáis los datos esto será pronto una dictadura.
Penalba no parecía dispuesto a perder el buen humor y contraatacó:
– Los sociólogos tenéis demasiados datos y con ellos hacéis demasiadas teorías.
Blasi se sumó al ataque:
– Por cierto, ¿cuál es la tuya? -dijo, interpelando a Mora.
Éste carraspeó, tratando de ganar unos segundos. Luego afirmó no tener todavía ninguna teoría firme, aunque, con algunos colegas, había empezado a estudiar las posibles raíces de lo que ocurría. Pensaban que era un tema delicado porque no podían trazarse fronteras rígidas entre la sociología y la psicología. Habló de circunstancias especiales en las que una comunidad inopinadamente queda sometida a traumas colectivos. Había sucedido en todas las épocas, muchas veces con causas difusas. Aludió a estadísticas recientes en las que los niveles de bienestar eran muy altos. Quizá todo era la consecuencia del miedo a perder tal bienestar. En cualquier caso era pronto para establecer juicios definitivos. Concluyó disculpándose al asegurar que, según sus informaciones, tampoco la comisión de expertos las tenía.
– Porque son unos asnos -añadió una voz.
Era Max Bertrán, que se había incorporado al grupo mientras hablaba el sociólogo. Con respecto a Bertrán el acuerdo era general: poseía la lengua más viperina de la ciudad. Su aspecto de fauno atildado reforzaba su fama. Sus críticas eran tan veloces como sangrientas y, a base de ejercitarse, había hecho de la maledicencia una pasión. Hubiera podido ser feroz, pero había algo en su actitud que anulaba sus tentativas de ferocidad. Era demasiado igualitario en su maldad. Al atacar a todos por igual sus zarpazos sólo producían ligeros rasguños. Además, era demasiado explícito. Eso hacía que su malignidad quedara emboscada en su simpatía. Se le admitía con placer. Las mujeres le buscaban para escuchar sus elogios envenenados y los hombres, para compartir sus delirantes embustes. Bertrán lo sabía y se embaucaba a sí mismo fingiendo que era un caballero capaz de complacer a unas y a otros. A falta de profesión, pues vivía administrando avaramente una pequeña herencia, el sarcasmo era su vocación. Y para ejercerlo se había adueñado del don de la ubicuidad: se le podía encontrar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Víctor se alegró de su llegada, pensando que Bertrán tomaría la iniciativa. Lo hizo, pero dirigiendo contra él los primeros dardos:
– Te veo más delgado. Los premios no te convienen.
– Ya lo sé -dijo Víctor, sin ofenderse-. Pero yo no tengo la culpa.
– Sí, sí la tienes -replicó Bertrán-. Y éste.
Señaló a Blasi. El aludido se rió, moviendo su cuerpo de manera que pareciese que esquivaba el dedo acusador.
– Tenéis la culpa de haber convertido esta ciudad en un manicomio.
Blasi estaba encantado. Veía la oportunidad de utilizar a Bertrán contra Penalba:
– Pero, querido Max, ¿qué estás diciendo? El Consejo de Gobierno te desmiente. No hay locos, hay exánimes. Lo cual es muy distinto.
– Exánimes, exánimes. ¿A qué imbécil se le ocurriría este nombre? A alguno de tus periodistas.
– No, Max, no seas ignorante. Es un nombre científico. Lo ha aprobado el Senado.
Por fin Blasi consiguió su objetivo. Bertrán miró socarronamente a Penalba y dijo:
– El Senado, ¿qué es eso? ¿Una cueva de vividores?
Penalba sonrió, dando a entender que sabía que Bertrán le tomaría como víctima predilecta:
– Max, esto es una injuria que está penada por la ley. Podrías ir a la cárcel. ¡Y yo que te quería proponer para las próximas elecciones!
– Tengo mi dignidad. No puedo aceptarlo -replicó Bertrán.
– Lástima -concluyó burlonamente Penalba.
Bertrán, sin amilanarse, volvió a arremeter contra los expertos:
– Una comisión de asnos.
Él sí tenía un juicio establecido sobre lo que sucedía. Era la decadencia irreparable.
– Esto es sólo el inicio. A mí no me extraña. Yo ya lo venía pronosticando desde hacía tiempo. La ciudad está llena de idiotas, y esto se contagia. ¿Cuántos idiotas hay en esta casa? Yo he visto muchísimos. Casi todos. ¿Sabéis lo que pienso?: que vuestros malditos exánimes son la gente sana que intenta refugiarse frente a la idiotez. A mí me caen bien. Mucho más que otros.
Brindó por los exánimes. Iba a continuar pero fue interrumpido por una repentina invasión. Desde el salón entró una bulliciosa hilera de bailarines, encabezada por Samper. Iban uno tras otro, enlazados por la cintura, moviéndose y gritando al ritmo de la música. Víctor dedujo que la fiesta había entrado en su tramo culminante. Alejada ya toda reserva los invitados expresaban su alegría con un entusiasmo que rayaba el paroxismo. El uniforme oscuro de los hombres estaba manchado con purpurina y serpentinas. Algunos se habían despojado de sus chaquetas y exhibían sus camisas teñidas de sudor. Las mujeres se agitaban, envueltas en destellos y ajenas al desorden que la noche había depositado en sus maquillajes. Todos gesticulaban con furia incontenible, deleitándose en el caos de espasmos y bocas rugientes.
Viéndolos acercarse Víctor tuvo la súbita impresión de asistir a un trance grotesco. Por unos pocos instantes su imaginación le condujo a un inesperado cambio de decorado: hombres y mujeres desnudos, bailando alrededor de un fuego. Sus cuerpos estaban tatuados y sus caras, cubiertas con imponentes máscaras de animales. El resplandor de la hoguera iluminaba las pieles pintarrajeadas. Fuera del redondel todo era oscuridad. Sintió el contacto de varias manos que le palpaban el cuello y los hombros. Luego unos dedos le agarraron por el antebrazo. Varias bocas rozaban su cabello. Se dio cuenta de que todos habían sido incorporados a la comitiva, a excepción de Max Bertrán que pugnaba infructuosamente por evitarla. La pequeña silueta de fauno desapareció en el tumulto. Ya no había posibilidad de escapar. Una cabellera rubia se balanceaba ante sus ojos y, a sus espaldas, alguien que vociferaba le echaba el aliento sobre la nuca.
El cortejo recorrió varias habitaciones, siempre dirigido por Samper, hasta alcanzar una, enorme, cuyas paredes estaban revestidas con grandes espejos antiguos. El anfitrión la llamaba el salón de los espejos y él mismo se disculpaba de su dudoso gusto alegando que era un capricho extravagante. Probablemente aquel día pensó que era el lugar idóneo para el final de la fiesta y había hecho cubrir el suelo con globos de colores. Era un anfitrión cuidadoso.
Los invitados se lo agradecieron redoblando sus energías. Pronto reinó la más absoluta confusión. El estallido de los globos se mezclaba con los cánticos y las exclamaciones. Tras dar una vuelta en torno al salón la cadena de bailarines empezó a romperse por varios de sus eslabones. Algunos tropezaban y estaban a punto de caer. Otros caían voluntariamente, aceptando con docilidad las órdenes del alcohol que habían ingerido. Hubo dispersiones y reagrupamientos. Los más recalcitrantes intentaban continuar el baile, los más ansiosos de felicidad se deseaban, otra vez, un año inmejorable. La mayoría se sumió en una gimnasia de abrazos, corriendo de un lado a otro en busca de interlocutores a quienes abrazar. El efecto multiplicador de los espejos actuaba implacablemente, esparciendo fragmentos en secuencias inacabables.
Víctor vio a Ángela que se le acercaba. Reía. Todos reían. Blasi, Samper, el senador. Él también reía. Quería escapar pero reía. Nadie quería dejar de hacerlo, como si se hubiera impuesto la certeza de que mientras durara la risa aquel mundo en el que estaban encerrados no podría desaparecer.