38735.fb2 La raz?n del mal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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VI

La resaca que temía David Aldrey se hizo notar con efectos inmediatos y a principios del nuevo año la ciudad se despertó con la cabeza confusa y el cuerpo embotado. Las fiestas de Navidad habían actuado como un oportuno analgésico pero cuando, tras ellas, cesaron sus efectos, la vida reapareció con un ropaje excesivamente áspero. El paisaje se tornó inhóspito, poniendo de relieve desacostumbradas arideces, como si la estepa, penetrando sigilosamente en la ciudad, se hubiera apoderado de muchos de sus bastiones. La temperatura exterior coincidió con la interior. Fue un enero extremadamente duro, con abundantes nevadas que blanquearon las azoteas y formaron un magma sucio sobre el asfalto. El frío se erigió en un enemigo cotidiano.

Otro frío, sin embargo, frente al que nada podían hacer el espesor de los abrigos y la combustión de las calderas, se instaló en las conciencias. El intruso no era el producto de una suposición. Tenía forma, era palpable, con tentáculos que llegaban a cualquier rincón. Ésta era la verdadera crudeza del frío. Mientras se pudo pensar que alcanzaba únicamente a algunos, seres invisibles que deambulaban en la periferia del dolor, no fue más que una vaga sombra sin consistencia. Golpeaba a otros, elegidos para ser golpeados por un azar adverso. Pero cuando se sintió que esos otros podían ser cada uno, hasta apresar a todos, la lejana sombra tomó el aspecto de un cielo negro y permanentemente encapotado. La igualdad en la amenaza llevó consigo la comunión en el miedo. El sentimiento de que algo esencial había sido arrebatado, y de que en adelante habría que vivir con tal pérdida, introdujo la tiranía de lo inseguro y la nostalgia de lo irrecuperable.

En aquellos días gélidos el caudal de afectados por la enfermedad aumentó de modo desorbitado. Las aguas malignas empezaron a rebasar los diques de contención, regando, con sus miasmas, la piel de la ciudad. El veneno penetraba por todos sus poros, y cualquier antídoto era insuficiente. Por primera vez hubo claros síntomas de terror en una población que, arrinconando su pudor y su disimulo, se vio empujada a sentir el sabor amargo del peligro. Y bajo el imperio del peligro las conductas se volvieron peligrosas. Las familias que antes, desesperadas, entregaban sus enfermos a los hospitales, ahora lo hacían con alivio y, aun, con rabiosa satisfacción. Los hogares vomitaban a sus envenenados, despreocupándose de su suerte. Nadie quería tener contacto con el mal.

Pero el temor al mal aprisionó a la ciudad en una red de odios, sospechas y acusaciones. Poco importaba que los exánimes fueran inofensivos en su terrible apatía. Portadores de un estigma fatal e incomprensible se les otorgó la imagen de agresores agazapados. Eran individuos que podían irrumpir a cualquier hora y en cualquier sitio para envolver con su desgracia. De enfermos a adversarios, los exánimes fueron tomando la forma de una quinta columna que actuaba impunemente en el seno de la comunidad. En las casas el vecino contemplaba con recelo al vecino y en las calles, el transeúnte al transeúnte. Cada ciudadano se impuso el deber de ser guardián de los demás.

Naturalmente esta actitud repercutió en todos los órdenes de la vida ciudadana. Donde se hizo sentir con más evidencia fue en los lugares de ocio. Bares y restaurantes vieron disminuida drásticamente su clientela. Algunos cines tuvieron que suspender sus proyecciones por falta de espectadores. Se aplazaron conciertos y representaciones teatrales. Las competiciones deportivas languidecieron. La mayoría sólo abandonaba su casa para ir en busca de lo imprescindible. Y lo imprescindible, como pronto se dedujo, era sobre todo el alimento y el salario. Hubo acumulación de provisiones y, con ello, el temor a un futuro desabastecimiento. Se mantuvo la disciplina laboral pero nadie se atrevía a pronosticar hasta cuándo podría mantenerse.

El Consejo de Gobierno, aunque pretendió prolongar la prudencia, acabó legislando con rotundidad. La inicial serenidad de la población durante el mes de diciembre le había sorprendido agradablemente. Ahora la sorpresa era de signo contrario. El estado de ánimo que denotaba la ciudad exigía intervenciones severas. Se convocó, de nuevo, al Senado a una sesión urgente, si bien esta vez con la intención de despojarlo de sus atribuciones. No fue disuelto, pues se continuó estimando necesario preservar las formas, pero se anuló su poder. No tenía sentido, se dijo, proceder a largas deliberaciones cuando lo que la situación reclamaba era rapidez. El partido gubernamental y el de la oposición se pusieron de acuerdo para que este último entrara en el Consejo. Mientras se engrasaba la maquinaria de los decretos se informó solemnemente a los representantes del pueblo que las hermosas discusiones debían ser postergadas para tiempos mejores. Los senadores, sin argumentos para defender la rentabilidad de sus voces, aceptaron sin resistencia la utilidad de su silencio.

Uno tras otro, los decretos fueron promulgados con celeridad. El primero y más importante era, por supuesto, aquel que sancionaba la legitimidad de gobernar por decreto durante un período provisional. Gracias a ello se supo que había comenzado oficialmente la provisionalidad. La ley no permitía vislumbrar cuándo terminaría. Sin embargo, esto no parecía amedrentar al Consejo de Gobierno que, en pleno ímpetu legislador, cuidaba con esmero el redactado de sus disposiciones de modo que acabara siempre con la misma indicación: provisionalmente. Y así, provisionalmente, se introdujeron la censura en todos los medios de comunicación y la policía en todos los rincones de la ciudad.

Ya avanzado el mes de enero el escenario urbano ofrecía un aspecto singular, como si en él se librara una batalla que, sin embargo, no dejaba signos de destrucción. Todo estaba intacto. No había ruinas ni ningún otro indicio devastador. No se veían fuerzas que combatieran entre sí. Nadie guerreaba y, no obstante, se afianzaba la certidumbre de que, efectivamente, una guerra tenía lugar. A ello contribuía, sin duda, la constante presencia de patrullas policíacas y la cada vez más insoportable exhibición de ambulancias. Pero, todavía más que estas señales visibles, la certidumbre de la guerra se sustentaba en lo invisible. Era lo que no se veía lo que la hacía palpable. Era su irrealidad lo que la hacía verdadera.

El que los periódicos, las emisoras de radio o las televisiones, sometidos a la censura, dieran constancia de la paz reinante únicamente ayudaba a alimentar el sentimiento de guerra intangible. Los partes bélicos, elaborados por portavoces anónimos, se propagaban espontáneamente, excitando el miedo pero asimismo la fruición ante lo prohibido. En consecuencia, los frentes de batalla se multiplicaron. Se habló de disturbios en los barrios periféricos, acompañados de represiones sangrientas. También se aludió a un cierre inminente de las escuelas y no faltaron los informadores, siempre etéreos, que pronosticaron quiebras comerciales y despidos masivos. Entre tanto, la imaginación popular, espoleada por las murmuraciones, incrementaba generosamente la cantidad y el peligro de los exánimes. Desconociéndose la cifra aproximada se hacían cálculos tan abultados que pronto se dejó de hablar de individuos, prefiriéndose la imagen de una multitud informe que se desparramaba por los recovecos de la ciudad. Los afectados por el mal pasaron de ser algunos a ser muchos. Sin embargo, la continua repetición de que eran muchos rompió las fronteras de cualquier magnitud: entonces, sencillamente, fueron eso o aquello, una presencia que se evocaba con una mezcla de crueldad y terror. La imaginación, aliada con la censura, conformó un demonio que se agigantaba sin cesar.

En estas circunstancias los mensajeros de la desdicha actuaron con indiscutible eficacia, descargando los rumores en los oídos ávidos de la población. Cuanto más sombrío era el mensaje mayor era el éxito de su impacto. De ahí que, mientras a las informaciones oficiales se les otorgaba escaso valor, las suyas, ricas en conjeturas, eran escuchadas con morboso interés. Esto se puso de relieve cuando el Consejo de Gobierno hizo público, a través de una nota difundida por los periódicos, la creación de unos centros de acogida destinados a subsanar la insuficiencia de los hospitales. De inmediato estos centros dieron pábulo a innumerables sospechas contradictorias. Unos pocos, invocando la piedad, denunciaban el hecho, alegando que habían oído hablar del hacinamiento en que se encontraban los internados y de la escasez de los medios empleados para cuidarles. La minoría piadosa creía que se les había encerrado para someterles a una muerte lenta. Otros, los más, suponían una situación opuesta, manifestando su desagrado por la imprudencia de las autoridades. Para ellos los centros de acogida no garantizaban la seguridad de los ciudadanos. Contaban detalles macabros de lo que sucedía en su interior y exigían protección frente a eventuales agresiones. No obstante, unos y otros tenían algo en común: todos se declaraban ajenos al mal. Ningún familiar, ningún amigo, ningún conocido había sido afectado por éste. El mal se iba extendiendo a través de los demás.

Víctor le comentó a David estos rumores. Éste se mostró, en parte, sorprendido. Paradójicamente el hecho de hallarse, de manera cotidiana, en el ojo del huracán, le hacía ignorar algunos de sus efectos devastadores. Aferrado a su condición de médico no entendía que pudieran realizarse fantasiosas especulaciones. Para él una enfermedad era una enfermedad, por rara y desconocida que fuese. Cuando Víctor le colocó ante la evidencia de admitir que el problema había dejado de ser exclusivamente sanitario el doctor Aldrey expresó su desagrado.

– Lo reconozco. Era de prever, pero eso no quita que me fastidie todo lo que me dices. No ganaremos nada con leyendas siniestras. Nuestra obligación es tratar de luchar contra el dolor que sufre esta gente. Esto no puede durar indefinidamente. Aunque continuara, nuestra obligación sería la misma.

Era obvio que, en medio del seísmo, Aldrey había decidido no moverse ni un ápice. Estaba seguro de cuál era su deber y pensaba obedecerlo estrictamente. No le importaban las habladurías. Vivir en el constante fracaso de sus esfuerzos no le impedía considerar que, en aquellos momentos, su obligación era ser útil. Sus largas jornadas laborales, sostenidas con determinación ascética, habían grabado ya huellas en su rostro. Estaba demacrado y muy pálido. Víctor le preguntó qué sabía de aquellos centros de acogida que daban tanto que hablar.

– No mucho. Estoy todo el día en el hospital y por ahora permaneceré allí. Conozco médicos que han sido destinados a estos centros. Aunque mejor sería decir que han sido movilizados. También lo ha sido el personal sanitario. Se han dado indicaciones a los médicos para que abandonen sus despachos particulares y se ocupen de los centros. Ha habido muchos voluntarios. Los reticentes están recibiendo órdenes terminantes. Por lo que sé no son, desde luego, lugares ideales. Han sido improvisados a toda prisa. Escuelas, hoteles, algún cuartel. No lo sé exactamente. Tampoco sé cuántos hay. Falta de todo. Se dice que pronto llegará ayuda del extranjero. En cualquier caso no pienso que la situación sea peor que en los hospitales.

Tras hablar con Aldrey, Víctor llamó a Blasi. Estaba enfurecido:

– No sabes lo estúpidamente difícil que se ha vuelto hacer un periódico. Nos rompemos la cabeza todos los días tratando de explicar lo que no pasa. Es la absoluta miseria.

Se explayó cantándole las terribles dificultades impuestas por la censura. Todo eran informaciones oficiales. Se podía hablar de lo que pasaba en el exterior pero no de lo que ocurría en la ciudad. Se podía hablar del pasado y del futuro pero no del presente. Los periodistas se habían transformado en cronistas que rastreaban en épocas anteriores o en augures que pronosticaban tiempos prometedores. El presente no existía.

– ¡Y el periodismo es el presente! -exclamó Blasi, entre abatido y orgulloso de su profesión.

Víctor le interrogó por los centros de acogida. Dijo no saber nada más de lo que decían los rumores. Seguía con su ataque de furia:

– ¿Sabes quien dirige la censura?

– No -contentó Víctor.

– ¿Te acuerdas de Penalba?

– ¿El senador de la fiesta de Nochevieja?

– Si -concluyó Blasi -. Este inepto ha entrado en el Consejo de Gobierno y ahora dirige la censura. De vez en cuando viene a husmear por aquí y engorda de satisfacción.

Volvió a marcar el número de El Progreso, pero esta vez para pedirle a la operadora que le pusiera en comunicación con Arias. Tardaron varios minutos en encontrarlo. Cuando, por fin, se puso al aparado, Arias parecía el hombre más alegre de la ciudad. Tarareaba una canción y se empeñaba en seguir haciéndolo mientras Víctor le hablaba.

– ¿Qué te pasa?, ¿te han ascendido? -le preguntó éste.

No lo habían ascendido. Simplemente estaba contento porque, según sus previsiones, muy pronto se podría eliminar la cartelera. Confiaba en que se cerraran todas las salas de espectáculos, observando en ello la posibilidad de su pequeña revancha personal contra el periódico que iba a jubilarle. Víctor dejó que se extendiera en sus planes de desquite. Luego le pidió ayuda para visitar alguno de los centros de acogida. Arias mostró un aparente desinterés. Únicamente cuando le insistió, recordándole sus dotes de periodista a la vieja usanza, el perro callejero aceptó su demanda:

– Veré lo que puedo hacer. No te aseguro nada.

Le citó, tres días después, en un escuálido bar situado enfrente del edificio de la Bolsa. Víctor llegó con antelación y, en lugar de esperar a Arias en el bar, optó por dirigirse al palacete neoclásico que albergaba el mercado de valores. Hacía años había hecho un reportaje fotográfico en aquel sitio. La excitación del dinero ofrecía abundante materia prima para un cazador de imágenes. Desde entonces no había vuelto a entrar.

El escenario era el mismo pero el ambiente había cambiado. Estaba medio vacío, sin aquella frenética gimnasia de gestos que revelaba las fluctuaciones de la ambición. Tenía nítidamente grabada en la memoria aquella gimnasia única: los cuerpos contraídos en su máxima tensión, las caras oscilantes y ansiosas, los dedos nerviosos apuntando hacia tesoros intangibles. Un coro denso de voces roncas que se perdían en el estruendo general. Todos contra todos en un combate aritmético, sin sangre, en el que los vencedores sufrían el mismo desgaste que los vencidos y en el que el botín, por el que habían luchado con tanto ardor, se desvanecía bajo el alud aséptico de los números. Pero eso no importaba a aquellos adoradores de cifras. Parecía, más bien, que los estimulaba como una droga secreta cuyo goce los profanos ignoraban.

Esta vez, sin embargo, la Bolsa estaba lejos de su esplendor. A Víctor le pasó por la cabeza que se asemejaba mucho a un casino que, fuera de temporada, intenta mantener su magnificencia, con la mayoría de las mesas cerradas y con los apostadores demasiado precavidos. Imperaba la discreción. Todos los servicios funcionaban haciendo caso omiso de la escasez. Los paneles electrónicos transmitían las operaciones mercantiles del mundo entero, empeñados en mostrar la fraternidad del dinero. Pero los mercaderes locales se movían con la cautela de quienes, súbitamente, habían sido arrastrados a la condición de hermanos separados. Se negociaba sin alardes, se vendía mal y se compraba poco. Las voces, antes desafiantes, habían perdido energía y los ojos, depredadores hasta hacía muy poco, emitían destellos de añoranza.

A la salida de la Bolsa, Víctor divisó a Arias mientras cruzaba el umbral del bar. Tomaron un café rápido y, a continuación, se dispusieron andar sobre los restos de nieve ennegrecida. pese al frío Arias se empeñó en ir caminando, ya no estaba de buen humor, y su delgada figura, enfundada en un abrigo demasiado grande, parecía que podía romperse en cualquier momento. Anduvieron en silencio hasta llegar a una construcción con apariencia de escuela. Estaba rodeada de un amplio patio, pobremente ajardinado, por donde deambulaban aburridos algunos policías. Por la inscripción frontal Víctor pudo comprobar que se trataba, en efecto, de una escuela.

Los trámites para entrar fueron breves. Arias tenía preparadas sus conexiones y éstas demostraron ser asombrosamente fluidas. Un teniente de la policía les franqueó el paso. Ya en el interior Arias le informó:

– Somos funcionarios del departamento de sanidad y ésta es una visita de inspección.

Pero nadie se interesó por ellos. Nadie vigilaba ni nadie preguntaba. El desorden y la improvisación habían impuesto su propia lógica de modo que, habituados ya a la confusión, los individuos que trabajaban allí se movían de un lado a otro con indiferente eficacia. Hombres y mujeres vestidos con el uniforme blanco que les distinguía como guardianes cotidianos de la enfermedad. Sin embargo, en sus caras no se apreciaba ninguna secuela del continuo roce con el mal. Simplemente convivían con él buena parte de su existencia diaria. Como conocedores íntimos del dolor habían dejado atrás, en el camino, su capacidad de sorprenderse ante sus veleidades.

Y, no obstante, aquél era un dolor refinado. Se participaba en su seno, sin alardes ni ostentaciones. No permitía la brillantez del desgarro ni la grandeza de la resistencia. Ni siquiera, combatido, dejaba vislumbrar el valor de una actitud o la dignidad de una conducta. Arrasaba, por contra, con brutalidad igualitaria, hundiendo a sus elegidos en un pantano de inanición.

Víctor, de nuevo, los contemplaba. En las aulas se habían sustituido los pupitres por literas. Los exánimes, separados por sexos, ocupaban caóticamente sus habitaciones. Los más estaban echados en las literas, en completa inmovilidad. Otros estaban contra las paredes, de pie o sentados sobre el suelo. Muy pocos caminaban. Los que lo hacían se tambaleaban ligeramente, desplazándose con lentitud. Ellos también llevaban ya su propio uniforme, de color marrón oscuro. Sus cabezas habían sido rapadas. La explicación, según comentó Arias, era sencilla: en su situación debían extremarse la funcionalidad y la higiene.

– De todos modos, son realmente presidiarios -añadió, descontento de su anterior comentario.

Víctor disparaba su cámara hacia objetivos impasibles. De vez en cuando le miraban, sin ningún tipo de reacción. Confirmó para sí mismo que no publicaría aquellas fotos, y esto amortiguó su tensión, ayudándole a reflexionar. No era, desde luego, habitual que reflexionara mientras manejaba la cámara. Consideraba que aquéllos eran momentos de acción. Pero esta vez sucedía lo contrario. Cada instantánea parecía repercutir en su mente hasta llegar a tener la impresión de que la lente por la que observaba le proporcionaba imágenes que habitaban en su interior. Nunca, previamente, había tenido la sensación de retratar sus propios pensamientos.

Vio que quería tener compasión pero que, por alguna razón indeterminada, no conseguía tenerla. También vio que éste era un hecho particularmente grave. ¿Desde cuándo era así? Posiblemente desde hacía mucho tiempo, aunque ahora todo se había hecho más evidente. En algún lugar ignorado del trayecto había perdido su capacidad de compasión. Durante años no la había necesitado, de modo que se arraigó su imposibilidad de sentirla. Tampoco la sentía en estos momentos, rodeado de seres desahuciados que la reclamaban silenciosamente. Sentía sólo algo mucho más neutro: malestar. Un malestar incordiante producido por la cercanía de cuerpos sin fuerza que le enseñaban cómo, antes o después, su cuerpo debería seguir igual rumbo. El monstruo fláccido esparcía a su alrededor sus bocanadas de debilidad.

– Vámonos de aquí -le interrumpió Arias-. Estoy harto de estos tipos.

Durante el camino de regreso Arias habló animadamente. No parecía impresionado por las escenas que había contemplado. Para él todo evolucionaba según una lógica que ya había previsto y estaba contento de que así fuera. No era, desde luego, claro en qué consistían las supuestas previsiones, a las que se refería veladamente. Daba la sensación de que, desde hacía tiempo, estaba preparado para lo que, de manera inevitable, debía ocurrir. La ciudad había sucumbido a la desgracia antes de que se apercibiera de ello. Él lo sabía.

– La gente no se daba cuenta. Yo miraba donde nadie lo hacía. Miraba las cloacas y allí había toda la información.

Se hizo acompañar por Víctor hasta su casa. Era un piso modesto del barrio portuario. Desde que había enviudado, hacía cuatro años, Arias vivía solo, con la única presencia enjaulada de un canario. Por todas partes se amontonaban periódicos amarillentos y, en las paredes, las fotos familiares se alternaban desordenadamente con fotos dedicadas de boxeadores. Arias se acordaba con exactitud de la fecha de cada una de ellas y le hizo a Víctor una pormenorizada explicación de las circunstancias en las que fueron tomadas. La vida junto a su mujer se mezclaba con los combates de boxeo en una sola secuencia. Tanto la una como los otros aparecían interrumpidos al mismo tiempo.

Durante la cena, que Arias preparó con nerviosa celeridad, continuó hablando de boxeo. Se refirió a un lejano campeón de su juventud que militaba en los pesos medios, la categoría que más admiraba porque, según decía con entusiasmo, combinaba mejor que ninguna otra la técnica y la fuerza:

– Cuando hizo su última pelea tenía ya más de cuarenta años. Era el mejor boxeador que nunca he visto. Sólo había perdido dos veces, por puntos. Aquel día reaparecía después de tres años sin combates. Su adversario, el otro aspirante, era joven, en la plenitud de su carrera. Fue una pelea impresionante, te lo aseguro. A partir del séptimo asalto empezó a sangrar terriblemente por la ceja izquierda. Siempre me acordaré porque, desde aquel momento, el otro intentó golpearle en ese lugar. Los asaltos finales fueron inolvidables. Estaba perdiendo. Cada vez se le veía más fatigado y ya no reaccionaba como al principio. Quedó arrinconado contra las cuerdas. El otro era una máquina de boxeo. En el último descanso yo pensé que sólo un milagro podía salvarle. Me pasé el minuto rezando. Era muy querido y creo que casi todos los espectadores rezaron. Y hubo un milagro. El asalto empezó como los anteriores, con él contra las cuerdas. Estaba inmóvil, defendiéndose, como podía. En realidad, aunque nadie del público podía suponerlo, esperaba su oportunidad. Su única oportunidad. Y llegó. De repente, sacando fuerzas de no sé dónde, soltó un derechazo brutal. El otro se detuvo, totalmente sorprendido. Hubo una pausa, seguramente muy breve, pero que a mí me pareció larguísima. Le siguieron tres golpes secos. Sólo tres. Me acuerdo como si fuera hoy. Dos en el estómago y uno en la cabeza. Su adversario se desplomó. Él estaba también a punto de caerse. Seguramente si la pelea hubiera durado unos segundos más se habría hundido. Pero ganó.

Tras la cena Arias quería continuar repasando sus viejos tiempos. Víctor hizo ademán de marcharse pero fue retenido con el ofrecimiento de un coñac.

– No te vayas todavía. Nunca tengo invitados.

Se quedó. Bebieron varias copas de aquel pésimo coñac que a Víctor le subía a la cabeza con la misma violencia que los golpes descritos por Arias. Éste, sin embargo, abandonó su crónica pugilística y, dando un giro improvisado en sus preferencias, se declaró ferviente amante de la ópera.

– Creía que no te gustaba ningún espectáculo -le replicó Víctor.

Y era cierto. Arias nunca había asistido a ninguna representación de ópera pero se sabía de memoria arias enteras. Inmediatamente quiso demostrarlo. Entonaba bien, aunque su voz gangosa destrozaba todas sus tentativas. Cada vez retrocedía, empezando de nuevo. Pronto dejó de lado la solemnidad de sus primeros intentos para parodiar sus propias interpretaciones. También a él el coñac le había subido a la cabeza. Se puso a hacer extraños ademanes. Muy serio, como un niño, con una seriedad franca.

– Hazme una foto mientras canto -pidió.

Víctor le hizo varias, con la sensación de fotografiar un tiempo que pronto desaparecería para siempre. No había en ello ningún rastro de tristeza: el coñac, maltratándole el cuerpo, le hacía participar de una escena decididamente cómica.