38735.fb2 La raz?n del mal - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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VII

Los fríos intensos se prolongaron a lo largo de todo el invierno poniendo en duda la llegada de la primavera. Cuando ésta por fin llegó, con cierto retraso en relación a las exigencias del calendario, la ciudad, indiferente, permaneció sumida en su particular invierno. Las expectativas taumatúrgicas que algunos habían albergado resultaron defraudadas y la bonanza del clima no sirvió para extirpar el frío de los corazones. El tipo de existencia que se había ido imponiendo en los meses invernales se mantuvo inalterado. Un indicio resumía todos los demás: el paseo había sido abolido. Las calles, desde luego, no estaban vacías. El tráfico de vehículos era denso, como siempre, y muchos transeúntes seguían ocupando las aceras. Pero nadie paseaba. El inicio de la primavera no cambió la situación, como quizá hubiera sido de esperar. Los ciudadanos consumían con prisa sus trayectos, sin entretenerse ante los escaparates de las tiendas ni detenerse en las terrazas al aire libre que en aquella época, como cada año, resurgían frente a los establecimientos de las principales avenidas.

– Esto es el espíritu de la fortaleza -había sentenciado Max Bertrán una mañana en que se encontró casualmente con Víctor delante de la terraza desértica de un café de renombre-. El año pasado hubiera sido casi imposible encontrar una mesa libre.

Era una expresión certera porque, efectivamente, parecía que el espíritu de la fortaleza se había apoderado de la ciudad, de modo que sus habitantes tenían una constante necesidad de refugio. Cotidianamente sus incursiones, más allá de las murallas de sus casas, les conducían a los centros de trabajo y aprovisionamiento, para, a continuación, correr a resguardarse en sus madrigueras. Lo superfluo había ido cediendo terreno a lo imprescindible, debilitándose hasta tal punto la vitalidad social que daba la impresión de que una ley de hierro, ruda y arcaica, hubiera aplastado el complejo entramado de leyes que encauza la conducta de una comunidad moderna. Podía incluso afirmarse que la ciudad, sin abjurar explícitamente de su refinada civilización, había sufrido un brusco retroceso en la historia, descendiendo hasta estadios primitivos del comportamiento humano. Y, así, en la cumbre de su progreso, segura hasta hacía muy poco de su bienestar, experimentaba lo que era la lucha por la supervivencia en un entorno hostil.

A esta realidad, alejada de toda previsión pero tal vez comprensible por la fuerza agobiante de las circunstancias, se le superponía otra, incomprensible, que reforzaba la hipótesis de Bertrán: la ciudad no sólo actuaba, en sus instancias interiores, de acuerdo con el espíritu de la fortaleza sino que ella misma era ya una fortaleza. Era una ciudad aislada del mundo exterior sin que, no obstante, nadie hubiera cerrado las puertas.

La paulatina disminución del número de forasteros, hasta llegar a su práctica desaparición, constituyó un hecho penoso por cuanto acrecentó en los ciudadanos la idea de habitar una ciudad marcada. Nadie la visitaba por placer y los que lo hacían por obligación, debido a los vínculos comerciales que mantenían, se limitaban a estancias precipitadas. El Consejo de Gobierno consiguió asegurar el intercambio mercantil pero, fuera de este aspecto fundamental para la población, fracasó en sus intentos de restablecer una imagen de normalidad a los ojos exteriores. Excepto a algunos aventureros curiosos y a algunos voluntarios del humanitarismo, que se ofrecieron a colaborar, a nadie se le ocurría viajar a la ciudad marcada.

Aunque era un hecho difícil de aceptar con resignación nada podía hacerse para evitarlo. El estigma, al propagarse más allá de las fronteras, infundía temor y ahuyentaba a los visitantes. Sin disimular la rabia que esto producía hubo, sin embargo, que admitir la coherencia que entrañaba. Lo realmente incoherente era que el espíritu de la fortaleza también actuara en sentido inverso: nadie salía de la ciudad. No hubo explicación capaz de justificar esta actitud y, lo que resultaba más asombroso, nadie la ponía en entredicho. Fue un proceso lento que fue afirmándose a medida que transcurría el invierno. En las primeras semanas, tras estallar la crisis de los exánimes, los hábitos apenas se modificaron y la gente abandonaba la ciudad según los ritos acostumbrados. Viajaba, como lo había hecho siempre, o acudía a la casa de fin de semana. Luego se redujeron los ritmos, con salidas cada vez más esporádicas. Finalmente, a no ser a causa de una urgencia, se produjo una renuncia drástica a emprender cualquier viaje. Cuando, debido al crecimiento del mal, parecía más aconsejable la huida, la ciudad, concentrada en sí misma, ejercía una atracción insuperable sobre sus habitantes. Un muro, tan invisible como invulnerable, rodeaba férreamente su perímetro, separándola del mundo exterior y recluyéndola en el suyo propio.

En el interior de la fortaleza todo transcurría entre la oscuridad de la rutina y los relámpagos de la agitación. La vida, estrechando su silueta, se había hecho mínima, elemental, una sombra de su significado. Las normas excepcionales, con las que se había tratado de contener la situación excepcional, la habían despojado de ornamentos, mostrándola en su seca desnudez. Acabado abruptamente el banquete el convidado, antes seguro de su suerte, se había visto transformado en un harapiento mendigo al que correspondía alimentarse con las migajas. Y el mendigo aprendía a serlo, adaptándose obedientemente a su recién inaugurada miseria, sin dejar de soñar en aquel banquete del que, en un tiempo muy próximo, creía participar.

La nueva miseria, sometida a la disciplina, conducía a la mansedumbre pero, simultáneamente, el sueño del mendigo excitaba las acusaciones y las esperanzas. Se buscaban febrilmente los orígenes del mal que había cercenado la opulencia de la vida y, cada vez con mayor desprecio, se rechazaban cuantas explicaciones razonables trataban de dar las autoridades. Los caminos de la ciencia, que hasta entonces no habían llevado a ninguna parte, extraviándose en la espesura de las promesas incumplidas, fueron juzgados abiertamente como callejones sin salida en los que cualquier posibilidad de salvación quedaría atrapada sin remisión. Como consecuencia, muy pronto pareció aconsejable recurrir a otros caminos.

Los templos se llenaron. Hacía tanto tiempo que esto no sucedía que la mayoría de los nuevos fieles tardó en familiarizarse con las ceremonias litúrgicas. La religión no formaba parte de las necesidades anteriores y, si bien había sido conservada como se conservan las antiguallas respetables, apenas tenía influjo alguno. Dios vagaba perezosamente entre vapores de incredulidad. No era negado pero tampoco tomado en consideración, con la salvedad de breves momentos en que era invocado más por costumbre que por convicción. En aquellos días, despertando del sopor al que había sido destinado, resurgió como gran protagonista y arrastró a la multitud hacia sus dominios.

Dios era la palabra con que el renacido fervor trataba de conjurar el mal. Al principio esto desconcertó a los propios sacerdotes que, aunque veían con agrado el renacimiento de la fe vacilaban ante su misión. Tras largos años al servicio de un jardín baldío les costaba apreciar el vigor de la inesperada floración. Era como si hubieran olvidado el poder que, en otras épocas, habían detentado. Muchos sacerdotes, con sus liturgias repetitivas, decepcionaron a aquellos feligreses ávidos de escuchar soflamas acusadoras y apologías de la esperanza. Otros, sin embargo, aprendieron con rapidez la alquimia que se les demandaba y, muy pronto, algunos templos gozaron de un prestigio especial.

Los predicadores competían entre sí para ganarse el favor del público. Y bajo el fragor de los pulpitos el pecado, después de su dilatada caída en desuso, adquirió un auge extraordinario. En boca de los oradores se transformaba en el término preciso para designar el origen del mal que corroía la existencia de la entera comunidad. El atrevimiento en el dibujo de sus contornos aumentaba en proporción al deseo del público de ser introducido en círculos cada vez más tenebrosos. En los titubeos iniciales el pecado fue identificado tímidamente con una falta de sensibilidad moral. Más tarde, consolidada la idea de que la culpa estaba en la raíz de todo cuanto acontecía, el pecado se adornó con cualidades crecientemente abismales. Se habló por parte de los más cautos, de la ausencia de Dios. Pero eso pareció insuficiente a los más osados que, primero con moderación y luego con entusiasmo, apuntaron a la presencia del demonio.

Fue de este modo, con asombrosa facilidad, que el demonio fue rescatado del desván de los trastos inservibles para ser presentado en público como el gran maestro de ceremonias que dirigía sibilinamente toda la función. La ciudad recibió con beneplácito la irrupción del gran instigador, preguntándose muchos por qué habían tardado tanto en percibir su llegada. Por fin, gracias a él, era posible reconocer la causa de la desgracia. Los mejores predicadores, aquellos que conseguían llenar día a día sus iglesias, ofrecían detalles exuberantes sobre el poder del demonio, el cual, metamorfoseándose por obra de sus comentaristas, pasaba de ser un tentador sutil a ser un destructor pavoroso. Frente a él sólo eran útiles el sacrificio y el rezo. Y consecuentemente la ciudad, aunque inexperta en estas prácticas, se volcó en la expiación y la plegaria organizando demostraciones masivas de devoción.

Pero éste fue únicamente el aspecto más visible de la lucha contra el demonio. Hubo otros, subterráneos, donde se pugnaba con la amplia cohorte que él había traído consigo. Ante la cercanía íntima del procreador de la desdicha se acrecentó el ansia de saber quién caería en sus garras y quién, por el contrario, lograría escapar. La tómbola de la desgracia, que premiaba generosamente a la ciudad, empujaba a interrogar a la tómbola de la fortuna, y la religión, que informaba en abundancia de aquélla, se mostraba avara sobre ésta. Los sacerdotes eran idóneos para demostrar que los males del presente estaban arraigados en el pasado pero se pronunciaban escasamente sobre el futuro. Para saber si el edificio de la culpa tenía fisuras por donde huir se necesitaban adivinos.

A la sombra próspera de los sacerdotes se multiplicaron los adivinos. Unos y otros se complementaban a la perfección pues si a los sermones se les pedía una solemne severidad, los vaticinios eran observados como una garantía de consuelo. La ciudad se llenó de señales premonitorias y de augures que interpretaban dichas señales. Para las mentes que permanecían apegadas a los beneficios de la ciencia moderna lo que resultó más sorprendente fue la prontitud y vehemencia del fenómeno. Era como si el suelo firme de la razón, tenido por inalterable durante tanto tiempo, se hubiera resquebrajado sin defensas, dejando al descubierto concepciones que parecían sepultadas para siempre. Súbitamente frágil, el suelo se abría supurando excrecencias que, al contacto con la atmósfera propia del miedo, se convertían en sólidas realidades. El mundo, encharcado su presente en las aguas pútridas de lo incomprensible, depositaba su futuro en las trayectorias de los astros, las líneas de la mano o las figuras de los naipes.

Los adivinos proliferaron por doquier pero, al igual que ocurría con los predicadores, se estableció una jerarquía entre ellos. Los más frecuentados eran aquellos que demostraban más pericia en aunar la sinuosidad de la predicción con la complacencia en el pronóstico. Es cierto que los ciudadanos más humildes se contentaban con profetas expeditivos que no exigían demasiados informes para formular tajantes conjeturas. Por módicas cantidades siempre favorecían al cliente. Cuanto más elevado era el estamento social de los solicitantes de augurios mayor era la sofisticación del método que debía proporcionarlos. De este modo, los catadores más refinados del porvenir procedían a intrincadas averiguaciones en remotos saberes esotéricos. La complejidad del sendero era altamente valorada por los iniciados que pagaban respetables sumas de dinero por la adquisición de enigmáticos oráculos.

Sin embargo, tanto los que recurrían a los modestos profetas de barrio como los que se confiaban a adivinos más eruditos tenían en común la fe en las secretas indicaciones que recibían. Para todos ellos se había hecho decisivo aquello que antes carecía de significación. En las conversaciones irrumpió un lenguaje enrevesado que recorría horóscopos y cábalas. Su posesión hacía que cada uno, en cierto modo, se erigiera en vaticinador de sí mismo. Muchos se convirtieron en buscadores cotidianos de signos. Los había por todas partes. En el cielo, en el vuelo de los pájaros, en la disposición de las nubes, en los rótulos de los establecimientos e, incluso, en el número de latidos del corazón. Se investigaban los sueños vividos durante la noche y se estudiaban las circunstancias en que transcurría el estado de vigilia. Cualquier signo, por irrelevante que fuera, adquiría singular importancia, de manera que lo que anteriormente se juzgaba como producto de la casualidad ahora era contemplado como expresión de un sentido que, no por oculto, era menos decisivo. Cada día que pasaba contenía la suficiente materia prima para tejer y destejer numerosas veces el futuro.

Max Bertrán se burlaba de sus conciudadanos mientras sorbía con fruición su vermut. La terraza en la que se habían sentado seguía casi solitaria a pesar del agradable calor que proporcionaba el sol primaveral. Únicamente otras dos mesas estaban ocupadas por parejas que hablaban en voz baja.

– No está nada mal: hemos vuelto a la Edad Media. Las iglesias llenas y nigromantes en cada esquina. Nunca había oído tantas tonterías juntas. Antes de que te des cuenta ya te han cogido la mano para leerte la fortuna. Estoy hasta las narices de los astros. ¿De dónde habrán salido tantos quiromantes y astrólogos? Y no creas que es cosa de analfabetos. Conozco nombres ilustres que hacen cola para visitar a sus brujos.

Bertrán, como buen ocioso, disponía del tiempo suficiente para fisgonear en los entresijos de la ciudad. Su especialidad eran los ambientes poderosos, a los que decía pertenecer, pero frente a los que presumía mantener una displicente distancia. Nadie, como él, era capaz de vincular los apellidos que detentaban el poder elaborando complicados árboles genealógicos que se ramificaban a través del comercio, la política y las finanzas. Gracias a su memoria, y a su malicia, era un cronista irónico que mezclaba despiadadamente lo público y lo privado reduciendo las grandes palabras que regían la vida social a meras intrigas de familia. Bajo su sarcasmo la ciudad era únicamente un conglomerado de tribus entre las cuales la más adinerada era su objeto predilecto de análisis.

– Por la mañana van a la iglesia y por la tarde organizan sus aquelarres -continuó Bertrán-. Yo naturalmente me hice invitar a uno de ellos. Gente distinguida que se reunía a media tarde para tomar el té. Había, entre nosotros, una pitonisa. Era una mujer ridícula cargada de bisutería. Se pasó el rato diciendo estupideces pero, puedes creerme, todos la reverenciaban como si estuvieran en Delfos. Le reían las gracias y cuando se ponía seria todos se ponían también serios. Entre galletita y galletita nos preguntaba a cada uno nuestra fecha y hora de nacimiento. Luego hacía cálculos maravillosos mediante tremendos galimatías de órbitas y ascendientes. Todas las conclusiones, por una cosa o por otra, eran siempre positivas. Yo, como puedes imaginarte, le mentí en todo. Le cambié el día y el mes. Por supuesto dio lo mismo: como los otros tengo un gran porvenir.

Víctor se rió.

– Entonces ya no hay problema si todos se quedan tan tranquilos.

– Pues no -le dijo Max Bertrán, chocando los nudillos con la superficie de la mesa-. Esto es lo bueno. No se quedan tranquilos y al cabo de dos o tres días organizan otra velada para que cualquier otro brujo les vuelva a tranquilizar. Hay una auténtica caza del brujo, cuanto más extravagante mejor. Nada es más elegante que contratar a un embaucador con clase con el que admirar a los amigos. Por lo que me han contado se consiguen magos de todo tipo pero lo más selecto es poder presentar a alguien con profundos conocimientos de la antigua sabiduría egipcia. Éstos son los que van más buscados.

– No deja de ser divertido que estafadores de poca monta se rían en su cara y, encima, les saquen el dinero -comentó Víctor.

– Sí, es verdad -aceptó Bertrán-. Son estafadores inofensivos para tontos a los que les ha entrado la furia de dejarse estafar. Pero puede que haya otros más peligrosos que no van a tomar el té. Tipos que tienen audiencias más amplias. ¿Has oído hablar de un tal Rubén?

– No, ¿quién es?

– Un individuo que, al parecer, sabe lo que hace. Mitad brujo, mitad predicador. No sé mucho más. Pero he oído decir que empieza a tener muchos adictos.

Víctor Ribera tenía la sensación de habitar en el seno de una perpetua fantasmagoría, en la que los distintos personajes, mutando continuamente de forma, se deslizaban por senderos que no llevaban a ninguna parte. Todo era irreal pero, bajo el peso del temor, adquiría consistencia e identidad haciendo aparecer lo grotesco como natural y lo absurdo como evidente. Él, día a día, fotografiaba este paisaje irreal, tratando de captar el ánimo y las conductas de sus pobladores. Se movía conscientemente en la irrealidad deshojando sus sucesivas escenas sin la esperanza de llegar nunca a su núcleo secreto. De hecho, dudaba de que tal núcleo existiera, aceptando como probable que lo que se le presentaba ante los ojos no fueran más que circunvalaciones alrededor del vacío. Sin embargo, esto no le redimía pues también él, como los otros, rendía su cotidiano sacrificio en el altar del absurdo, depositando centenares de negativos en aquel arcón sin fondo donde el tiempo quedaría fosilizado para siempre.

Tan sólo algo, en el pensamiento de Víctor, escapaba milagrosamente a la fantasmagoría. El Orfeo de Ángela. Primero como vago presentimiento, luego como paulatina certeza, desprovista de cualquier justificación, el cuadro que Ángela estaba restaurando se convirtió en el único islote firme que quedaba a resguardo del naufragio. Era ésta una sugestión singular que sólo actuaba con eficiencia cuando contemplaba la pintura en compañía de Ángela, sintiéndose, entonces, el tercer vértice de un triángulo que parecía formar un mundo propio. Fuera de este triángulo la sugestión se perdía, Mostrándose Víctor incapaz de retenerla una vez entraba en contacto, de nuevo, con aquellos mundos exteriores que aguardaban su salida. No obstante, conocedor de esta transitoriedad, gozaba todo lo que podía del bálsamo que se le ofrecía.

Sabía lógicamente que Ángela era el vértice decisivo del triángulo y que, sin ella, su relación con el cuadro no hubiera existido ni, de existir, hubiera tenido la menor relevancia. Orfeo y Eurídice no eran nada sin aquélla. A lo sumo, una leyenda vagamente conocida a la que nunca había prestado mayor atención. Tampoco ahora, por ellos mismos, despertaban su interés. Sólo vivían en cuanto que Ángela les había insuflado vida. Eso había obrado su efecto, arrancándolos de la pasividad y, al mismo tiempo, obligándolos a seguir la ruta que ella les marcaba. Ángela era la inductora. Víctor, por su parte, había aprendido a dejarse guiar.

No se le escapaba, de otro lado, que la actitud de Ángela era, en algún modo, premeditada, habiéndose apoderado de aquel territorio como contraposición al malestar que le producían los demás. Lo que estaba ocurriendo en la ciudad originaba, con frecuencia, movimientos de repliegue, fijaciones de una retaguardia, más o menos visible, desde la que resistir las circunstancias adversas. A este respecto, Ángela había actuado con prontitud, construyendo su trinchera sin estridencias. Quizá su temperamento le ayudaba. Como quiera que fuese lo cierto es que fue ensimismándose cada vez más en su trabajo y, aunque ella no tenía este hecho como una respuesta a lo que acontecía en derredor suyo, no había duda de que ambas circunstancias acabaron por estar estrechamente relacionadas.

Orfeo cayó en manos de Ángela como un talismán descubierto en el momento propicio. Fue posponiendo sus demás encargos para dedicarse plenamente al cuadro y desde el principio identificó la restauración con una auténtica reconstrucción de la historia representada en la pintura. Primero fue una percepción enteramente física, como si cada pigmento insertado en las partes dañadas contribuyera a recuperar un fragmento de vida de aquella escena. Ángela avanzaba lentamente, con una paciencia escrupulosa que, sin embargo, a cada paso, le compensaba. A medida que repoblaba pequeñas zonas del cuadro, cubriendo manchas o raspaduras, tenía la sensación de que las imágenes, antes congeladas, adquirían movimiento. Gracias a esto, a pesar de que se veía obligada a seguir trabajando en espacios minúsculos, empezó a tener un vínculo global con el cuadro: la historia que tenía delante cada día durante horas se convirtió, sin proponérselo siquiera, en una historia familiar que le despertaba, junto con el sentimiento de intimidad, el deseo de ahondar en sus raíces y en sus secretos. Eso hizo que Ángela se sumergiera en las informaciones sobre Orfeo y Eurídice con el mismo talante, curioso y apasionado, con que podía rastrear documentos acerca de su familia.

Ángela le contaba a Víctor sus conquistas, cuando éste la pasaba a recoger por el estudio o cuando cenaban en su casa. Casi nunca hablaban extensamente de los acontecimientos que marcaban la ciudad. Por lo general Víctor le confiaba sus andanzas fotográficas y ambos se intercambiaban las noticias que poseían. Durante las primeras semanas de la crisis Ángela expresaba, a menudo, su preocupación, pero luego escuchaba las informaciones que Víctor le comunicaba, o le trasladaba a éste las suyas sin sacar nunca ninguna conclusión. Pronto entre ellos pareció llegarse al acuerdo implícito de mantener alejadas de su conversación las vicisitudes externas. En esta tesitura, con el presente amordazado y el futuro aplazado, inclusive el viaje que con frecuencia Ángela evocaba soñadoramente, Orfeo reaparecía siempre como el gran auxiliador.

Víctor terminó por contagiarse de la actitud de Ángela. Cuando iba al estudio contemplaba el cuadro con la misma minucia con que ésta lo hacía, adentrándose en los progresos de la restauración como si también él adivinara en ellos la paulatina resurrección de la escena. Después, durante la cena y, la mayor parte de las noches, durante la sobremesa, escuchaba atentamente las explicaciones acerca de Orfeo y Eurídice. Ángela era su guía, y él dócilmente se dejaba guiar con la seguridad de emprender, cada vez, un trayecto estimulante.

Era, desde luego, o así lo parecía, una historia ilimitada en la que cada rama desarrollaba innumerables brotes, de modo que el ramaje, nunca ultimado por entero, envolvía vistosamente el secreto del tronco. Ángela, además de retornar a menudo a su relato favorito, reflejado en la obra que estaba reparando, se complacía en las múltiples narraciones que le proporcionaban sus lecturas acerca del mito de Orfeo. Veía a Orfeo como una singular mezcla de encantador de serpientes oriental y de San Francisco de Asís, capaz de doblegar los árboles y reverdecer las cumbres heladas de los montes y, simultáneamente, como el depositario de una melodía ancestral cuyo poder de fascinación afectaba por igual a hombres y animales. Las hazañas de Orfeo calmando los mares, hechizando los acantilados o durmiendo los dragones eran evidentemente hermosas, pero a Ángela todavía le agradaba más todo aquello que relacionaba a su héroe con la música y el canto.

– Lo que más me gusta de él -decía, para justificar su preferencia- es esa extraña combinación de fuerza y delicadeza. Orfeo no es un bruto, como Hércules y todos esos, sino alguien que ejerce su poder a través de otros recursos, digamos, más elegantes.

Un día descubrió que uno de los oficios de Orfeo en su juventud había sido el de entonar la cantinela que daba el ritmo a los remeros. Para Ángela era un descubrimiento de importancia por cuanto le parecía que ponía de relieve, una parte al menos, del secreto del héroe: el barco se desplazaba y los remeros, con el esfuerzo de su músculo, lograban este desplazamiento pero, para que la nave mantuviera el equilibrio y pudiera seguir el rumbo previsto, era imprescindible que la navegación estuviera presidida por el ritmo. Orfeo, según ella, era sobre todo el poseedor más exquisito de la esencia del ritmo en esta posesión se hallaba la clave de su influencia sobre la naturaleza y sobre los hombres.

– Nos haría falta que Orfeo estuviera aquí -concluía, en ocasiones, Ángela.

Víctor asentía. Puede que Ángela tuviera razón. Desconocía la eficacia que podían tener los poderes del músico, aunque, de todos modos, la ciudad no era un mal sitio para los encantadores de serpientes.